Вы находитесь на странице: 1из 19

EL DISCURSO INTERIOR, DE PLATÓN A GUILLERMO DE OCKHAM1

CLAUDE PANACCIO

CAP. 6
EL ACTO CONTRA EL ÍDOLO
A mediados del siglo XIII, la filosofía natural de Aristóteles está sólidamente implantada en las
facultades de artes, que deben frecuentar durante algunos años todos los estudiantes universitarios.
Las reticencias religiosas y las prohibiciones locales, más repetidas, no han llegado a
obstaculizarla y los teólogos mismos se apropian ahora de sus conceptos y principios. La
psicología del De anima en particular, conoce, entre ellos, más y más suceso para el análisis del
conocimiento y la pregunta, entonces, se vuelve inevitable: ¿dónde hay que situar el verbo mental
de Agustín en el proceso intelectual, tal como Aristóteles se lo representa? Una larga polémica se
desarrollará sobre esa materia a partir de los años 1280, en reacción, sobre todo, contra las tesis
brillantes y audaces de Tomás de Aquino sobre ese punto. Es a ello que se consagrará el presente
capítulo.
Una posibilidad atrayente, a primera vista, era identificar, de una manera o de otra, el verbo
interior con la species (especie) inteligible que, según la gnoseología aristotélica, viene a
depositarse en el intelecto posible gracias a la abstracción operada por el intelecto agente sobre las
imágenes sensibles. Para Alejandro de Halès, por ejemplo, “se llama verbo a esa misma especie
[inteligible] en tanto sujeta a una voluntad de manifestación”. Una tesis semejante era anticipada –
no sin algunas dudas– en la primera de las grandes obras teológicas de Tomás de Aquino, su
Comentario a las Sentencias, redactado en París en los años 1250. Pero esa identificación con la
species aristotélica, por matizada que fuera, hacía bastante poca justicia a algunas de las
afirmaciones más salientes de Agustín con respecto al verbum cordis (verbo interior). El verbo
mental en sentido estricto, para el obispo de Hipona, era cierta cosa que el alma engendra
activamente a partir del saber depositado en el alma y que no existe sino en tanto que ella piensa.
No puede, entonces, sin perjuicio, ser confundido con ese saber mismo o con uno de sus
componentes.
La solución original que Tomás de Aquino desarrollará a partir de fines de los años 1250 y todo a
lo largo de su obra posterior será agregar una etapa al proceso aristotélico: la producción, por el
intelecto posible, de un objeto interno para la intelección consciente, precisamente el verbo
mental, al cual le atribuye un modo de ser particular que escapa a las categorías aristotélicas, el de
un puro objeto de pensamiento. La idea de enriquecer así la ontología para acomodar los
inteligibles en el alma no era nueva. Abelardo ya proponía decir que los conceptos (intellectus) y
los contenidos proposicionales (dicta) son puros productos de la mente y que, en esa medida, no
tiene la existencia robusta de las cosas reales como las sustancias y las cualidades. Otros después
de él aventurarán que el “enunciable” (enuntiabile) –es decir, aquello que es significado por una
frase– no habría de ser una verdadera cosa, que no pertenece a ninguna de las categorías
aristotélica y que presenta un modo de existencia bien propio. Y se puede, aún, si se quiere, referir
todo ello a la vieja idea estoica del lekton. Pero la originalidad de Tomás fue explotar toda esa
tradición para poner a punto una teoría detallada del verbo interior. Confrontada con el
aristotelismo, la psico-teología agustiniana daba así nacimiento, en el Doctor Angélico, a una
doctrina nueva, a la vez gnoseológica y ontológica, que suscita tormentas en los decenios
siguientes. Se le reprochará introducir, entre el acto de intelección y la cosa exterior, una

1
Le discours intérieur de Platon à Guillaume d’Ockham, París, Seuil, 1999.
1
representación intermediaria, una suerte de “ídolo” que obstaculiza el contacto cognitivo. Muchos
autores, sobre todo franciscanos, propondrán, mucho antes de Guillermo de Ockham, identificar
más bien al verbo mental con el acto mismo de la intelección, que es una cualidad del espíritu y
no un improbable objeto puramente ideal.
Expondré, para empezar, esta posición controvertida de Tomás de Aquino, para examinar
enseguida las críticas a las cuales ella fue sometida a fin de siglo XIII y principios del XIV2.

La síntesis tomista

Aunque estuvo lejos de ser el único, Tomás de Aquino fue el más influyente teórico del verbum
mentis (verbo mental) en el siglo XIII. El tema es frecuente en él y sirve, lo más a menudo, como
en Agustín, para explorar el misterio teológico de la relación entre las dos primeras Personas en
Dios. Corresponde al investigador francés Hubert Paisac haber puesto claramente en evidencia
una evolución crucial en el pensamiento del Aquinatense a ese respecto3. Si el tema no le parece
aún de muy gran importancia al momento de su Comentario a las Sentencias y tiende a identificar
al verbo de Agustín con la species intelectual de Aristóteles, un giro se produce en su doctrina a
partir de las Quaestiones de veritate (Cuestiones sobre la verdad), disputadas en París entre 1256
y 1259. Hay que suponer que Tomás se ha sumergido, entonces, en el De Trinitate (Sobre la
Trinidad) de Agustín y que ha meditado intensamente el libro XV. Mientras se considera que el
proceso de abstracción evocado en el De anima de Aristóteles explica la adquisición original del
conocimiento intelectual, el verbo interior agustiniano surge de un saber ya poseído. Y mientras
que la especie inteligible, una vez adquirida, permanece en el intelecto como un conocimiento
habitual, el verbo, por el contrario no aparece más que en el movimiento del pensamiento
consciente y reflexivo como producto actual y transitorio de la cogitatio (pensamiento; acto de
pensar). La manera más plausible de asumir esas diferencias era no situar el verbo interior sino
después del proceso de abstracción, y es exactamente a ello que conducirán las reflexiones de
Tomás: el verbo mental presupone la abstracción, pero no es producido por ella; es el resultado de
un acto subsiguiente del intelecto posible.
Es en los escritos de los años 1260, que esta doctrina del verbo encuentra su plena expansión. Una
exposición clara y sucinta es dada en las Quaestiones de potentia (Cuestiones sobre la potencia),
disputadas en Italia hacia 1265. El autor distingue en ese pasaje cuatro elementos con los cuales el
sujeto cognoscente está en relación en el proceso de intelección: la cosa exterior, la especie
inteligible, el acto mental de intelección y, finalmente, el verbo mental, que él llama también
conceptio (concepción, concepto). Este último, insiste Tomás, es irreductiblemente distinto de los
otros tres: es interno a la mente, mientras que la cosa conocida, normalmente, le es externa; difiere
del acto de intelección en cuanto es su término o resultado; y ello lo diferencia, por lo mismo, de
la especie inteligible, que constituye en este esquema nuevo el punto de partida del acto
intelectivo, más bien que su completamiento. Una vez, entonces, que la acción abstractiva del
intelecto agente ha dejado en el intelecto posible una representación intelectual de la cosa exterior
–la especie inteligible–, otro proceso puede ponerse en movimiento una vez que el sujeto
comienza a pensar: el de la cogitación activa, que toma por punto de partida la especie impresa en
el intelecto y produce a partir de ella una cierta cosa nueva, el verbo mental.
En la Suma Teológica, Tomás compara ese producto interior formado por el intelecto con el
idolum (ídolo, imagen) que engendra la imaginación sensible:

2
Otros aspectos de la teoría tomista del conocimiento fueron también objeto de intensas discusiones en el curso
de este período: su concepción de la abstracción, sobre todo, y de la species inteligible. Ver, por ejemplo: Spruit,
1994; Pasnau, R., Theories of Cognition in the Later Middle Ages, Cambridge U. P., 1997.
3
Cf. Paissac, H., Théologie du Verbe. Saint Augustin et saint Thomas, París, Cerf, 1951.
2
“En la parte sensitiva del alma hay dos clases de operación. Una supone
solamente una alteración. Es la operación del sentido, que se realiza por la alteración
que en los sentidos produce lo sensible. Otra, formativa, que se da cuando la
potencia imaginativa forma la imagen de algún objeto ausente o nunca visto. Esta
doble operación se encuentra en el entendimiento. Pues, en primer lugar, el
entendimiento posible sufre una modificación al ser informado por la especie
inteligible, y luego, una vez informado, establece una definición, división o
composición, que expresa por medio de la palabra. La razón significada por el
nombre es la definición. La proposición indica la composición o división hecha por
el entendimiento. Por lo tanto, las palabras no indican las especies inteligibles, sino
lo que el entendimiento forma para juzgar las realidades exteriores”4.

Esa definición –o, llegado el caso, esa división o composición proposicional que es una suerte de
ídolo del intelecto y que es significada por la palabra oral, es precisamente aquello que el
Aquinatense identifica con el verbo mental de Agustín. También lo llama a veces conceptus
(concepto), conceptio (concepción), ratio (razón) o intentio intellecta (razón inteligida).
Esa doctrina ha hecho correr mucha tinta y su interpretación exacta no es fácil. Yo propongo, por
mi parte, descomponerla en seis tesis estrechamente ligadas.
El proceso cognitivo completo pone en juego dos representaciones mentales distintas para cada
forma inteligible: la species intelligibilis (especie inteligible) y el verbum mentis (verbo mental);
cada una de ellas es un retrato intelectual –una similitudo (semejanza)– de la cosa exterior así
conocida. Quizá extrañará que yo hable de “representación”. El padre Weber, entre otros, uno de
los mejores especialistas en Francia del pensamiento tomista, ha expresado serias reservas en
cuanto la utilización de ese término para caracterizar la gnoseología del Doctor Angélico: “[...] la
idea de todo intermediario, de una representación”, escribe, “nos parece que debe ser excluida”5.
El comentador quiere insistir sobre la “unidad real” del verbo concebido y de la realidad exterior,
sobre el hecho de que uno y otra, en la intelección activa, comparten una misma forma. Pero
Tomás es muy claro: ni el verbo ni la especie son idénticos con la cosa exterior; ellos son, los dos,
similitudines (semejanzas) mentales. Nada más quiero decir al emplear aquí el término
“representación”. Tomás de Aquino mismo utiliza, llegada la ocasión, repraesentare (representar)
o repraesentativum (representativo) para describir la relación del verbo mental con la cosa
exterior.

El verbo mental o concepto es el significado primero de la palabra exterior que le corresponde.


Tomás, sobre ese punto, sigue la sugerencia que había avanzado Anselmo en el Monologion y
asimila al verbum cordis (verbo interior) de Agustín esas passiones animae (pasiones del alma) de
las que Aristóteles hacía, en el primer libro del Perihermeneias, los significados directos de las
palabras orales. El verbo interior es identificado, de tal suerte, con aquello que Boecio llamaba la
oratio in mente (oración mental). Es, al mismo tiempo, muy claramente distinguido –siempre en
la huella de Anselmo– de la representación mental de las palabras exteriores, la imaginatio vocis
(imaginación de las voces), que el Doctor Angélico asocia más bien con el lógos endiathetós
(discurso interior) de Juan Damasceno.
El verbo mental es el término de una operación –o de un acto– del intelecto posible, que toma la
especie inteligible por punto de partida. Aunque el producto así engendrado sea, aún, interno al
espíritu, no es, por ello, menos distinto del acto que le da nacimiento. Empleando, en ese contexto,
las nociones de intelecto posible y de especie inteligible, Tomás integra la teoría agustiniana del
verbo a la gnoseología aristotélica. Pero él ajusta a esta última un análisis preciso de la actividad

4
Suma Teológica I, q. 85, a. 2, ad 3.
5
Weber, L’ Homme en discussion à la Université de Paris en 1270, París, Vrin, 1970.
3
cognitiva del intelecto posible. El carácter productivo de la reflexión consciente cobra, de tal
suerte, un relieve que no tenía en el De anima del Estagirita.
Mientras que la especie inteligible es una cualidad del alma, el verbo mental posee un modo de
existencia especial, el de un objeto puramente inteligible, que contrasta con el modo de ser natural
de las cosas exteriores y del intelecto mismo:

“[...] puesto que el ser natural y la actividad de la intelección son distintos en


nosotros, es necesario que el verbo concebido en nuestro intelecto, que tiene una
existencia inteligible solamente (esse inteligibile tantum), sea de una naturaleza
distinta que nuestro intelecto, que tiene una existencia natural (esse naturale)”6.

El concepto –o verbo interior– no tiene otra realidad que la de ser inteligido. Es esto lo que lo
hace, según Paissac, una entidad puramente relacional, “cuya esencia toda es ser relativo a su
principio”7. No existe como tal más que en la medida en que el espíritu piensa activamente: “[...]
no existe en nosotros más que cuando estamos en el acto de conocer”8. Tan pronto como el
intelecto vuelve su atención hacia nuevos objetos de pensamiento, sus precedente verbo deja de
existir. Como escribe otra vez Paissac: “[...] el verbo se desvanece una vez que la acción de la
inteligencia ha finalizado El cara-a-cara, se podría decir, no dura más que el instante de perfecta
actualidad del cual la inteligencia es capaz”. Es precisamente ese recurso un modo ontológico
especial, el de un puro objeto de pensamiento, lo que permite a Tomás de Aquino insertar al verbo
mental en el proceso del conocimiento sin, por otra parte, cosificarlo, sin hacer de él un
intermediario real entre el intelecto y la cosa exterior. En el verbo, piensa él, es la forma
inteligible de la cosa misma la que está presente, pero bajo un modo intencional. El concepto de
hombre, por ejemplo, no es el hombre mismo, sino “el hombre en tanto que conocido” (homo
intellectus).
5. El verbo mental es el objeto primero de intelección. La cosa exterior no es intelectualmente
aprendida más que a través de él y no directamente. Esa tesis –que se volverá rápidamente
controvertida– avergüenza a veces a los tomistas, deseosos de presentar a su mentor como el
campeón de una forma robusta de realismo en epistemología. Ella es, sin embargo, claramente
afirmada por el Doctor Angélico:

“Aquello que es inteligido (intellectus) por sí no es la cosa de la cual es así


obtenido el conocimiento por el intelecto [...] porque es necesario que aquello que es
inteligible esté en aquello que intelige y haga algo único con ello [...]. Aquello, pues,
que es inteligido en primer lugar y por sí, es aquello que el intelecto concibe
(concipit) en sí mismo con respecto a la cosa que intelige”9.

Es este un punto, otra vez aquí, sobre el cual Paissac ha insistido. Es verdad que las formulaciones
de Tomás sobre el objeto del conocimiento varían fácilmente de una obra a otra. ¿Acaso no
escribe él, en el tratado Sobre la unidad del intelecto, que “según la doctrina de Aristóteles,
aquello pensado (intellectum) y que es uno, es la naturaleza misma o quididad (esencia) de la
cosa10“? Pero, sea cual fuere su manera exacta de expresar la idea, lo que resulta es que la
aprehensión intelectual de alguna cosa supone siempre, a sus ojos, la intervención de un verbo
mental directamente producido por el espíritu en su propio seno y a través del cual la cosa exterior

6
Compendium theol. I, cap. 41.
7
Paissac, 1951, p. 190.
8
Tomás de Aquino, Quaest. disp. de veritate, q. 4, art. 1, ad 1.
9
Quaest. disp. de potentia, q. 9, art. 5. Ver también Quaest. disp. de veritate, q. 4, a. 1: “[...] el verbo interior es
aquello que es conocido (intellectum), y [...] no existe en nosotros más que cuando estamos en el acto de conocer
[...]”; y Compendium theol. I, cap. 37-38.
10
De unitate intellectus contra Averroistas, § 106, De Libera (trad.), París, GF - Flammarion, 1994, p. 183.
4
resulta conocida. En su comentario del Evangelio de Juan, dirá que el verbo es aquello en lo cual
(in quo) el intelecto concibe la cosa exterior11 y en su Quodlibet V, disputado en París hacia 1271,
lo postulará como un instrumento con la ayuda del cual el espíritu intelige la cosa12. No siendo
jamás, ésta, más que individual, será necesario algún intermediario para asegurar a la inteligencia
un objeto que sea universal en acto.
6. Hay dos variedades de verbos mentales, correspondientes a las dos operaciones del intelecto
que distingue Aristóteles en el De anima:

Se llama verbo interior en sentido propio aquello que el sujeto cognoscente


forma en la actividad de intelección. Pero el intelecto forma objetos de dos clases,
según la dualidad de sus operaciones. Según la operación que se llama intelección de
los indivisibles, forma una definición; y según la operación por la cual compone y
divide, forma una enunciación o algo de ese género”13.

El resultado del primer tipo es un concepto simple pero articulado que Tomás llama a veces una
“definición” y que es normalmente significado por un nombre. La palabra “hombre”, por ejemplo,
significa un contenido conceptual incomplejo correspondiente a “animal racional”. En cuanto a la
segunda operación, da lugar a la formación de proposiciones mentales que no son de ninguna
lengua, afirmativas, si son producidas por una compositio (composición), y negativas, cuando son
el fruto de una divisio (división). Esas proposiciones son, por cierto, complejas, y sus elementos
son los verbos mentales del primer tipo. Al discurso interior, por consiguiente, se le concede una
estructura lógica constitutiva que debe obedecer al principio de composición. Ese es un tema, se
ha visto, que estaba lejos de ser explícito en Agustín y que Anselmo, por su parte, descuidaba casi
enteramente. Fue sugerido a Tomás por la psicología y la lógica aristotélicas, pero también por la
idea –que él tomó de Alberto Magno y de Avicena– de que la lógica, como disciplina, se interesa
ante todo en las articulaciones de los pensamientos más que en las del lenguaje exterior. Esa
estructura composicional de la intelección jugará más tarde un papel de primer plano en el
desarrollo de la idea ockhamista de oratio mentalis (oración mental). Contentémonos con señalar,
por el momento, que ella es reconocida por el Aquinatense, quien, sin embargo, no parece querer
elaborarla más.
En suma, pues, Tomás de Aquino propone, en el tercer cuarto del siglo XIII, una síntesis
impresionante y compleja de la doctrina agustiniana del verbo mental y de la psicología
aristotélica del intelecto. Conservando el marco general provisto por el Estagirita en el De anima,
sobre todo, y en el Perihermeneias, él lo completa –en gran parte, por razones teológicas que
hacen a la búsqueda de un modelo en dimensión humana de la esencia divina– con un nuevo
proceso gnoseológico: el engendramiento, por el pensamiento activo del intelecto posible, de un
discurso interior lógicamente articulado que es significado por el lenguaje oral y que presenta,
durante la corta duración de su existencia como objeto primero de intelección, un modo de
existencia que escapa a las categorías aristotélicas: el de un ser puramente inteligible.

Las primeras críticas

Ésa síntesis fue sometida a dura prueba en los decenios que siguieron a la muerte de Tomás y casi
todos los elementos fueron puestos en cuestión por los pensadores más dinámicos de períodos. El

11
Super evang. Joannis..., I, 1. Tomás explica entonces que, contrariamente a la especie inteligible, el verbo no
es aquello por lo cual (quo), sino aquello en lo cual (in quo) la cosa es conocida. La misma posición se
reencuentra en el opúsculo De differentia verbi divini et humani (Sobre la diferencia entre el verbo divino y
humano, ed. Marietti, 1954, p. 99).
12
Quodl. V, art. 9.
13
Super evang. S- Joannis..., I, 1. Cf. S. theol. I, q. 85, art. 2, ad 2.
5
debate, sin embargo no cobró amplitud sino muy progresivamente. Las célebres condenaciones de
1276, por ejemplo –fuera en París o en Oxford–, que alcanzaron algunas tesis tomistas,
permanecieron mudas en cuanto a la problemática del discurso interior. [...]
La cuestión del verbo mental y la necesidad de conjugar Agustín con Aristóteles en gnoseología
darán, así, lugar a un debate filosófico muy rico en los últimos decenios del siglo XIII y a
comienzos del XIV en cuanto a la naturaleza y la carga de la representación conceptual. Aunque
las posiciones se hayan diversificado enseguida, la síntesis original propuesta por Tomás de
Aquino figura en el primer plano de la discusión durante todo este período. Los giros bien
conocidos de Guillermo de Ockham sobre la naturaleza del discurso interior en los años 1320
estaban aún en relación directa con la crítica del tomismo que desarrolló durante una cuarentena
de años una corriente de pensamiento principalmente franciscana, jalonada por las intervenciones
de Pedro de Juan Olivi, Guillermo de Ware, Walter Burley y Juan Duns Escoto.
Todo el mundo acordaba sobre dos puntos: primeramente, el verbo mental debía ser engendrado
por el sujeto pensante; debía, en segundo lugar, poder proveer un conocimiento intelectual
adecuado de la realidad exterior. El problema era saber a qué atribuir con precisión esa doble
función: ¿a un objeto mental distinto del acto de intelección y dotado de un estatuto ontológico
particular, a ese mismo acto, existente en el espíritu a título de cualidad, o a la realidad exterior en
tanto que conocida? De las tesis entre las cuales he propuesto repartir la respuesta tomista, el
debate giraba sobre todo alrededor de la tercera, según la cual el verbo es distinto del acto de
intelección y producido por él, de la cuarta, que apela un modo particular de existencia
intramental que escapa a las categorías aristotélicas, y de la quinta, que hace del verbo mental el
objeto primero de la intelección. El problema principal en todo ello era asegurar a la vez el
dinamismo creador de la actividad cognitiva y el acceso directo del pensamiento a las cosas
mismas.
En cuanto a las otras tres tesis que se han hallado en Tomás de Aquino, conocerán, en el curso de
este período, destinos bien diferentes. La primera, según la cual hay que distinguir normalmente,
para un mismo objeto exterior, dos representaciones mentales irreductibles la una a la otra, la
especie inteligible y el verbo mental, fue largamente aceptada, y la identificación del verbo con la
species del aristotelismo, que había parecido al principio tentadora, fue rechazada tanto por los
partidarios de la teoría del actus como por los sostenedores del tomismo y cayó rápidamente en
desuso. La segunda tesis, que hacía del verbo mental el significado de la palabra, fue objeto, por
el contrario, de desacuerdos muy vivos, estrechamente ligados, en la mayoría de los casos, con
discusiones referidas aquí. Volveré a ello en el capítulo siguiente.
La última tesis, por fin, la sexta, distinguía dos variedades de verbos interiores: el concepto simple
y la proposición mental. Salvo para Enrique de Gand, que veía el verbo mental en sentido fuerte,
como fruto de una actividad proposicional, esa posición no pareció ser controvertida para los
autores estudiados en este capítulo. No por ello presenta para nosotros un interés menor. Pues ella
echaba luz, a la vez, sobre la discursividad y la composicionalidad del verbo interior, dos rasgos
dejados en espera por Agustín, por Anselmo y por muchos teólogos que traerán, sobre todo, en la
idea de verbo mental, la evocación de un engendramiento espiritual. Para esclarecer el misterio de
la Trinidad divina, la articulación del concepto y de la proposición mental, inspirada por el
Perihermeneias y por el De anima de Aristóteles, no era de ninguna utilidad. Pero ella sugería,
por otra parte, una relación mucho más estrecha entre el pensamiento y lenguaje que aquella que
el agustinismo había propuesto. El pensamiento humano, para Tomás de Aquino, no se asemeja
solamente a una palabra engendrada por un sujeto pensante y voluntario para expresarse a sí
mismo –lo cual constituía el corazón de la comparación agustiniana–; se emparenta también con
un discurso, precisamente en cuanto está dotado de una estructura lógica de composición. Esa
idea, descuidada hasta aquí, habrá de jugar un rol decisivo en la elaboración del tema de la
oración mental, tal como se lo reencontrará en el siglo XIV.

6
CAP. 9
LA INTERVENCIÓN DE OCKHAM

A fin del siglo XV, un filósofo de la Universidad de Erfurt, Bartolomé de Usingen, describía al
franciscano inglés Guillermo de Ockham, muerto unos ciento cincuenta años antes, como el
“Venerable Iniciador de la vía moderna” (Venerabilis Inceptor viae moderna). La vía moderna, en
ese contexto, es aquello que otros llamaban, en la misma época, la corriente nominalista. Ockham
no era considerado como el único –ni siempre el principal– maestro en quien pensar: otros autores
del siglo XIV, los Juan Buridan, Gregorio de Rimini, Marsilio de Inghen, Pierrr d’Ailly, verán
atribuírseles a menudo la misma importancia, si no o más, en la historia de ese movimiento, tal
como se la reconstruye en el siglo XV. Pero se acuerda, al menos, en que está en el origen. Si
algunos investigadores recientes, con pruebas en apoyo, han podido rechazar que Ockham haya
fundado una verdadera escuela, como se puede decir de Tomás de Aquino o de Juan Duns Escoto,
hay que reconocerle haber edificado, por primera vez, sobre el rechazo ontológico de los
universales, todo un sistema filosófico muy articulado, e instaurado, así, un rico programa de
investigaciones y de discusiones donde el tema del discurso mental, precisamente, cumplió un
papel de primer plano.
Ese tema, después de él –y largamente bajo su influencia–, permanecerá en el centro de las
preocupaciones filosóficas de un gran número de autores, desde los ingleses Adam Wodeham y
Robert Holcot en los años 1330 hasta la escuela de Jean Maire en la primera mitad del siglo XVI,
pasando por la de Buridan en el siglo XIV y por los nominalistae del XV. No emprenderé la tarea
de recorrer esa historia por completo: el material es muy abundante y ha sido insuficientemente
explorado un. Pero expondré en detalle, en el presente capítulo, la doctrina de Ockham con
respecto a la oración mental para contentarme, en el siguiente, con pasar revista a algunas de las
reacciones que ella suscita a corto plazo en Inglaterra y en Francia. Ello ya permitirá apreciar, a la
vez, su originalidad e importancia.

El objeto del saber

El primer texto de Ockham, cronológicamente, en desarrollar con alguna insistencia su


concepción del discurso interior aparece en la cuestión 4 de la distinción 2 de la Ordinatio (N.:
sección, corregida por el autor, de su Comentario a las Sentencias) en el curso de una larga
discusión del problema de los universales. El contexto preciso es provisto por una objeción
epistemológica terrible, para el nominalista: que el universal sería una verdadera realidad fuera del
alma –pretende el que hace la objeción–, puesto que existe una ciencia de cosas reales, una
scientia realis, y no hay más ciencia que de lo universal, al decir de Aristóteles. Es lo que se llama
hoy en día un argumento de “indispensabilidad”: la ciencia, tal como la admitimos, no sería
posible si los universales no existieran realmente. La réplica de Ockham, crucial para todo su
sistema, permite aprehender con vigor las motivaciones originales de su reflexión sobre el
lenguaje mental. Los objetos del saber científico, asegura él, no son las cosas exteriores al alma o
al lenguaje, sino las proposiciones, sean orales, escritas o mentales. Aquello que explica que se
pueda decir que no hay más que ciencia de lo universal, es que esas proposiciones son siempre
compuestas de términos generales. Ello no impide que la ciencia sea sobre lo real mismo, poblado
solamente de individuos, porque los términos generales en cuestión, hablados, escritos o
pensados, pueden muy bien tomar el lugar de las cosas exteriores –”suponer por ellas”–, dice
Ockham, recurriendo allí, precisamente, al vocabulario técnico de la semántica terminista.
He aquí, de ese texto, los extractos más pertinentes:

7
“La proposición, en efecto, según Boecio en el comentario al Perihermeneias,
tiene una existencia triple, a saber, en la mente, en el habla y en la escritura, lo cual
quiere decir: una proposición es sólo concebida e inteligida, otra es hablada y otra es
escrita. [...] Y así como la proposición hablada se compone verdaderamente de
palabras sonoras y la proposición escrita se compone verdaderamente de letras, así
la proposición sólo concebida se compone de conceptos o intelecciones [...].Pero así
como la palabra que es parte de la proposición hablada puede tener una múltiple
suposición (a saber, material, personal y simple) [...], del mismo modo, la parte de
una proposición similar en la mente.
Por esto, digo al argumento que, así como la proposición hablada “Todo hombre
es capaz de reír” se conoce verdaderamente, [...] del mismo modo, la proposición
mental, que no es de ninguna lengua, es verdaderamente conocida. Los términos de
tales proposiciones son sólo conceptos y no son las mismas sustancias externas. Pero
como los términos de algunas proposiciones están y suponen de modo personal, esto
es, por las mismas cosas externas [...], por eso se dice que tales proposiciones son
ciencia real”.

El recurso, aquí, a Boecio y su bien vieja distinción de lo oral, lo escrito y lo mental, sirve para
conciliar la generalidad del saber científico con el rechazo nominalista a postular universales en el
ser. La constatación de partida es que el objeto del saber o su contenido –es decir, en sentido
propio, aquello mismo que es sabido– es del orden de la proposición: saber es saber que...; no se
sabe una sustancia, por ejemplo. Pero dos escollos peligrosos amenazan esta aproximación
proposicionalista: el relativismo lingüístico, por una parte, según el cual el saber diferiría de
contenido según el lenguaje en el que se lo formule; y el escepticismo, por otra parte, si el
conocimiento no debe jamás llegar a las cosas mismas, sino solamente a sus representaciones
mentales agrupadas en proposiciones. Consecuencias, las dos, totalmente inadmisibles para el
aristotelismo circundante, Ockham evita la primera apelando a las proposiciones mentales “que no
son de ninguna lengua”, y la segunda, por la atribución de una función referencial –la suppositio–
a los términos constituyentes de esas proposiciones. Retomemos brevemente esos dos puntos.
Ockham no toma en consideración la idea, hoy difundida –desde Frege– de una proposición no
lingüística que sería un objeto abstracto subsistente por sí mismo, independientemente de los
espíritus y las lenguas. Ello hubiera sido o será una forma extrema de platonismo que él
consideraba como refutada hacía largo tiempo, sobre todo por Aristóteles. El relativismo
lingüístico será más bien contrariado, en él, postulando en los espíritus individuales ocurrencias
proposicionales “que no son de ninguna lengua”. La expresión nullius linguae evoca con toda
evidencia la prestigiosa doctrina agustiniana del verbo mental, cuya aceptación no era
problemática para nadie. El Venerabilis Inceptor situaba así, desde el principio del juego, su
doctrina del discurso interior bajo el patronazgo conjunto de Boecio y Agustín. Los confronta aún
más explícitamente, uno con el otro, desde el primer capítulo de su Suma de Lógica, en un pasaje
célebre que se hace eco del que acabamos de citar:

“Así como, según Boecio en su comentario al Perihermeneias, hay tres clases de


frases, a saber, escritas, habladas y pensadas, no existiendo, éstas últimas, más que
en el intelecto, de la misma manera hay tres clases de términos: escritos, hablados y
pensados [...]. Esos términos pensados y las proposiciones que son compuestas de
ellos son, entonces, aquellas palabras mentales de las que San Agustín dice en el
libro XV del De Trinitate que no son de ninguna lengua[...]”14.

Más original es el uso, en este contexto, de la terminología de la suposición, que estaba en


circulación desde el siglo XII para analizar el lenguaje oral. Si los objetos propios del saber son,

14
Suma de lógica I, cap. 1, pp. 4-5.
8
en primer término, las proposiciones mentales que no pertenecen a ninguna lengua, esas
proposiciones, sin embargo, pueden versar directamente sobre el mundo porque algunos de los
términos de los cuales están compuestas retienen una función referencial: los conceptos, así como
las palabras orales o escritas, reciben una “suposición” –una “referencia”, se diría hoy– cuando
son sujetos o predicados. Ockham distingue tres variedades principales: la suposición personal, la
más importante, en virtud de la cual un término toma el lugar de las cosas singulares a las cuales
se aplica, como “caballo” en “Los caballos son mamíferos”; la suposición material, en virtud de la
cual el término toma el lugar de la palabra oral o escrita que le corresponde, como “caballo” en
“‘Caballo’ es una palabra de seis letras”, y, en fin, la suposición simple, en virtud de la cual el
término toma el lugar de sí mismo como concepto, como “caballo” en “‘Caballo’ es un concepto
de especie natural”. Al decir de Ockham en el pasaje de la Ordinatio citado hace poco y aún más
explícitamente en la Suma de Lógica, el concepto, cuando figura en una proposición mental,
puede, si el contexto lo permite, recibir una u otra de las tres suposiciones en cuestión. En su uso
más habitual, en suposición personal, un concepto de primer orden –que Guillermo llama una
“primera intención”– toma, pues, el lugar de ciertas cosas reales del mundo exterior. Esa conexión
semántica asegura el lazo entre conocimiento y realidad que es requerido para contrarrestar el
escepticismo –o, por otra parte, el idealismo–.
La estrategia presupone que el concepto sea visto como un signo. Guillermo lo repite a menudo: si
los términos orales y escritos son signos convencionales, los términos mentales son, ellos, signos
naturales cuyos significados, normalmente, son las cosas exteriores: el concepto “caballo”, por
ejemplo, significa naturalmente los caballos singulares. Cuando el término, en una proposición, es
tomado en suposición personal, lo cual es su uso normal, toma, entonces, el lugar de aquellos
individuos exteriores que son sus significados. El pensamiento, de tal suerte, está articulado con el
mundo por un juego de relaciones de carácter semántico: la significación, en primer lugar, y la
suposición, después, cuando el concepto es insertado en contexto proposicional.
Tomás de Aquino ya había subrayado, con Aristóteles, Avicena, Abelardo y muchos otros, el
carácter composicional del discurso interior: las proposiciones mentales que forma el sujeto
pensante gracias a la segunda operación del espíritu eran descomponibles, para él, en unidades
más pequeñas y no proposicionales, los conceptos, considerados como los objetos de la primera
operación. La idea es ahora radicalizada por Ockham y la terminología de las propiedades de los
términos (significación, suposición, connotación, etc.), sistemáticamente puesta al servicio de un
análisis fino de los procesos epistémicos.

La ontología de lo inteligible

La cuestión no podía ser eludida: ¿qué estatuto ontológico habría que conceder a aquellas
unidades mentales cuya existencia era, así, postulada? Guillermo duda sobre ese punto –la cosa es
hoy bien conocida–, y su respuesta se desplaza considerablemente en el curso de sus escritos,
desde una posición próxima a la de Tomás de Aquino, para quien el concepto en el alma goza de
un modo especial de existencia puramente intencional, hasta la identificación del término mental
con el acto de intelección, en la línea del movimiento realista franciscano evocado aquí abajo, en
el capítulo 6.
En la redacción original de su primera gran obra, el Comentario a las Sentencias, a fin de los años
1310, Ockham se inclina netamente a favor de la llamada teoría del fictum15. Los conceptos
generales, en esa óptica, le parecen ser como los productos de pensamiento, distintos de los actos

15
Cf. Ockham, Ordinatio, dist. 2, q. 8, OTh II, pp. 271-289. El término fictum (representación) había sido
utilizado ya por Abelardo en aquel género de contexto para indicar que la forma inteligible aprehendida por el
pensamiento no es una cosa real, sino que es producida, fabricada por el intelecto, un poco como una “cosa
imaginaria” (cf. Abelardo, Logica Ingredientibus, pp. 20-21).
9
de intelección y engendrados por ellos: no tienen, en el alma, otra existencia que la de ser
concebidos. Guillermo les atribuye, entonces, aquello que llama esse obiectivum (ser objetual; ser
como objetos), es decir, ser aquello que no se presenta más que a título de objeto de pensamiento,
por oposición al ser real de la cosa singular. El concepto, así comprendido, se compara con la
representación que el artesano se hace en sí mismo de aquello que quiere producir. No porque se
trate de una imagen sensible –no estamos aquí en el dominio de la imaginación–, pero su
representatividad no tiene menos, por ello, el carácter de una cierta forma de semejanza
(similitudo), aquí, de orden exclusivamente inteligible. Es, para retomar la expresión sensata de
Elizabeth Karger, “una suerte de maqueta puramente ideal de la cosa”16, un esquema intelectual
que bosqueja, ante el espíritu, su constitución interna.
Funcionando como semejanza, el concepto-fictum es un signo natural y sus significados son las
diversas cosas singulares cuya estructura inteligible él reproduce, así, para el pensamiento (los
caballos individuales, por ejemplo, en el caso del concepto “caballo”). Como no establece ninguna
discriminación entre las cosas singulares cuyas esencias se asemejan suficientemente entre ellas
para que el esquema en cuestión se aplique, el fictum, por su significación misma, es
indefectiblemente general: representa siempre, en principio, una pluralidad de individuos posibles.
A la cuestión porfiriana de saber si el universal, definido como “lo que es predicable de muchos”,
existe en la realidad misma o solamente en el alma, Ockham responde, en esta época,
identificando los universales –es decir, los géneros y las especies– con ficta (representaciones)
mentales, siempre generales, que son, para él, objetos simples de los actos abstractivos. Esos
conceptos-signos o intenciones del alma constituyen, al mismo tiempo, las unidades de base del
discurso interior. Pueden figurar en las proposiciones mentales y cumplir el papel de sujetos o de
predicados, recibiendo entonces una u otra de las funciones de suposición contabilizadas por la
lógica terminista.
Siendo siempre, el fictum, un signo general, se plantea la cuestión de saber si hay lugar, según
esta doctrina, para los términos singulares en el lenguaje mental. Elizabeth Karger, recientemente,
ha puesto en evidencia con respecto a esta cuestión un aspecto a menudo descuidado de la primera
semántica de Ockham y, sin embargo, muy revelador para nuestra historia: las cosas singulares
exteriores son admitidas para figurar en persona, por así decir, en las proposiciones mentales, para
oficiar como términos singulares. El bienaventurado, por ejemplo, puede formar, según Ockham,
proposiciones mentales cuyo sujeto sea Dios mismo y en las cuales Él supone, en persona, por sí
mismo. Y si yo aprehendo simultáneamente, por un acto único de intelección intuitiva, una
blancura y una negrura dadas, yo puedo ipso facto, explica él, juzgar que esa blancura no es
idéntica a esa negrura y formar, haciéndolo, un complejo proposicional mental, del cual ellas
mismas sean el sujeto y el predicado.
Es verdad que nuestro autor no insiste mucho sobre esa tesis y que ha renunciado rápidamente a
ella. Pero el hecho de que la haya admitido en una cierta época al principio de su carrera autoriza
a ver históricamente su primera concepción del lenguaje mental como una inflexión, de carácter
nominalista, de la de su compatriota Walter Burley. Éste, se recuerda, había defendido, al
principio del siglo XIV, la idea de que las proposiciones mentales se componen ordinariamente de
cosas exteriores al alma, en el sentido de que el espíritu que forma una tal proposición compone
intelectualmente, una con la otra, las cosas mismas cuya identidad o diversidad desea afirmar.
Ello presupone al menos dos tipos de entidades reales: las que son numéricamente unas, las
sustancias y las cualidades singulares, por ejemplo, y las que no lo son, como los géneros y las
especies, oficiando, las primeras, como términos singulares, y las segundas, como términos
generales. Guillermo de Ockham ha sido fuertemente marcado por la semántica de Burley. Sobre
ese punto, sin embargo, él no podía admitir de ninguna manera el recurso a realidades exteriores
que no fueran individuales. Parece como si, desde entonces, él las hubiera sustituido, por esa

16
Karger, 1994, p. 439.
10
razón, por entidades no reales de carácter intencional, los ficta, a los cuales atribuyó exactamente
el mismo rol, el de ser los términos generales de las proposiciones mentales, dejando, como en
Burley, los términos singulares identificarse con los individuos mismos, lo cual no constituía
dificultad ontológica especial alguna.
El recurrir, de tal suerte, a los ficta, él tenía plenamente conciencia de volver, más allá de Burley,
a la doctrina del verbo mental como idolum, con la cual aquél, en la huella de Guillermo de Ware,
había querido romper. Ockham refiere a ello, no sin prudencia pero en sus propios términos, en la
distinción 27 de su Ordinatio, cuando discute, a su vez, la cuestión del verbo mental:

“Me parece probable –aunque yo no lo afirme– que cuando algo común a


muchos es inteligido, se haya, además del acto mismo de intelección, algo en el
intelecto –subjetiva u objetivamente– que es de alguna manera semejante a la cosa
exterior inteligida y que muchos llaman una suerte de ídolo (idolum) en el cual (in
quo) la cosa misma es conocida de alguna manera...”17

El hallazgo de las expresiones típicas idolum e in quo –que se han encontrado asociadas en
Guillermo de Ware y en Burley mismo para caracterizar la posición que ellos querían combatir–
evoca infaltablemente, en este contexto, la concepción tomista del verbo mental, defendida aún,
en los años 1310, por Hervé de Nedellec entre otros, y a la cual, curiosamente, vuelve Ockham
por una motivación completamente nominalista: evitar a todo precio la postulación ontológica de
universales como cosas reales exteriores al alma.
De todos modos, la adhesión de Ockham a esa doctrina del idolum o del fictum mental no ha sido
muy firme, incluso en la época de la redacción final de la Ordinatio. Él la abandona bien pronto,
de hecho, en beneficio de una identificación del concepto con el acto de intelección, tal como lo
habían propuesto, cada uno con matices, un Guillermo de Ware, un Juan Duns Escoto o un Walter
Burley, entre otros. Muchos comentadores han visto en ese cambio de proa una reacción de
Guillermo a las críticas, de hecho muy inamistosas, que su cofrade franciscano Walter Chatton le
dirigiera en su propio comentario a las Sentencias hacia 1322-1323. Pero los primeros signos de
su evolución en esa materia aparecen ya en su propio comentario al Perihermeneias, que los
responsables de la edición crítica sitúan en 1321 o 1322, antes de la enseñanza de Chatton, en
todo caso. El Venerabilis Inceptor enumera, en efecto, en el prólogo de ese tratado, varias
concepciones de la naturaleza del concepto entre las cuales, sin decidir de manera tajante, él
reserva a la teoría del acto un tratamiento privilegiado respondiendo en detalle a todas las
objeciones que le son dirigidas, mientras que deja sin respuesta, en contrapartida, aquellas que
evoca contra la teoría del idolum.
Volviendo sobre el problema en la cuestión 35 de su Quodlibet IV, verosímilmente disputada en
1323, y en sus Quaestiones in libros Physicorum, redactadas poco después, Ockham toma
resueltamente posición a favor de la reducción del concepto al acto. Él levanta, entonces, contra la
teoría del ídolo o del fictum –continúa empleando indiferentemente los dos términos– toda una
batería de objeciones, cinco en los Quodlibets y siete en las Cuestiones sobre la Física. Dos de
ellas –la cuarta y la quinta en las dos listas– están directamente tomadas de Chatton, es verdad,
pero las principales se remiten aquellas que han sido encontradas ya en Burley, y antes de él en
Pedro de Juan Olivi: la hipótesis del fictum es superflua; más aún, comprometería al conocimiento
al introducir en el proceso cognoscitivo un intermediario que lo obstaculizaría
La consideración decisiva, sin embargo, es ahora formulada en términos nuevos:

“... todo aquello que puede ser salvado por medio del fictum puede serlo por
medio del acto, en la medida en que el acto es una semejanza del objeto, que puede

17
Ockham, Ordinatio, dist. 27, q. 3, OTh IV, pp. 205-206.
11
significar y suponer por las cosas exteriores, que puede ser sujeto y predicado en una
proposición, que puede ser género, especie, etc., tanto como el fictum”18.

Chatton también, en su crítica a la primera teoría de Ockham, había insistido en el hecho de que el
acto de intelección podía, tanto como el fictum, cumplir el papel de sujeto o predicado en una
proposición universal formada por el alma. Pero lo que hay de específico –y de crucial–, en la
lista de las funciones enumeradas por Ockham, es que se encuentran en lugar destacado las
propiedades semánticas de significación y suposición. Sólo ellas son explícitamente mencionadas
en un pasaje paralelo de la Suma de Lógica:

“Pero todo aquello que se establece postulando alguna cosa distinta del acto de
intelección puede serlo sin una tal cosa distinta, de modo que suponer por otra cosa
y significar otra cosa pueden convenir al acto de intelección tanto como a otro signo.
No es, entonces, necesario postular cosa alguna más que el acto de intelección”19.

Chatton lo había visto bien: la motivación original de Guillermo para la admisión del fictum en la
primera versión de su enseñanza sobre las Sentencias había sido hallar un tipo de unidades que
pudieran asumir las funciones de sujeto o de predicado en las proposiciones mentales universales
sin apelar, para ello, a universales en el ser, como Burley lo había creído necesario. Pero la
reflexión de Ockham, a partir de allí, pone el acento sobre nociones semánticas. Él está interesado
en el hecho de que aquello que se requiere para ser sujeto o predicado de una proposición
cualquiera, aún mental, es ser un signo; tener una significación, entonces, y estar en posición de
recibir, sobre esa base, funciones referenciales diversas, en este caso, las que habían sido
tematizadas por la teoría de la suposición. Su cambio de argumentación en cuanto al estatuto
ontológico del concepto fue definitivamente consumado cuando él tomó conciencia de que el acto
de intelección puede ser visto, él mismo, sin inconveniente alguno, como un signo, y cumplir
todos los roles semánticos que se quiera. No le quedará más, de ahí en adelante, que apelar al
famoso principio de la navaja que la tradición ha querido asociar con su nombre, pero cuyo uso
era ya corriente en su época: “En vano se hará con un número muy grande de factores aquello que
se puede hacer con menos” (Frustra fit per plura quod potest fieri per pauciora). Puesto que el
acto de intelección es considerado indispensable de todas maneras, es el fictum el que es
superfluo; tanto más cuanto que el acto puede ser visto como una simple cualidad del espíritu y
no requiere ningún modo especial existencia como el esse obiectivum. La clave de la economía
ontológica, en esta vía, reside en que Guillermo, más que ninguno de sus predecesores, toma
radicalmente en serio la idea de que el concepto es un signo.

La semántica de los conceptos

La teoría ockhamista del lenguaje mental encuentra su versión acabada en la Suma de Lógica y las
Cuestiones Cuodlibetales. El discurso interior, identificado, de ahí en adelante, con secuencias de
actos intelectuales simples o complejos, está dotado de una estructura composicional detallada y
las categorías tradicionalmente empleadas en el análisis semántico del discurso oral son ahora
minuciosamente transpuestas al del pensamiento conceptual “que no es de ninguna lengua”.
Ello comienza por la gramática. Se ha visto que era inhabitual en el mundo greco-latino hablar de
nombres y verbos a propósito de conceptos del espíritu. Boecio parecía arriesgarse a hacerlo en un
pasaje aislado de su Perihermeneias, pero citaba allí a Porfirio, quien a su vez remitía la doctrina
en cuestión a peripatéticos anónimos. No se encuentra, en todo caso, retomada de modo bien

18
Quodl. IV, q. 35, OTh IX, pp. 472-474.
19
Sum. Log. I, cap. 12, p. 44.
12
firme antes de que nuestro franciscano, en los años 1320, se percate de invocar a ese respecto la
autoridad del gran traductor:

“Que nadie se extrañe de verme decir que ciertos nombres y ciertos verbos son
términos mentales; que comience por leer a Boecio en el comentario al
Perihermeneias y hallará lo mismo”20.

Así comprometido, Ockham extiende esa gramaticalización del pensamiento a la mayoría de las
otras partes del discurso tradicionalmente enumeradas por los gramáticos latinos desde Donato y
Priciano:

“Pues del mismo modo que, entre los sonidos vocales, algunos son nombres,
otros, verbos, y algunos cumplen el papel de otras partes del discurso como los
pronombres, los participios, los adverbios, las conjunciones y las preposiciones, y
que es lo mismo para las palabras escritas, del mismo modo entre las intenciones del
alma, algunas son nombres, otras, verbos, y otras cumplen el papel de otras partes
del discurso como los pronombres, los adverbios, las conjunciones y las
preposiciones”21.

Más aún: la distinción de singular y plural, nominativo, genitivo y los otros casos, la del modo y
el tiempo del verbo, todo ello, entre otras cosas, se reencuentra en lo mental tanto como en los
lenguajes convencionales.
El paralelo no es total, sin embargo. Algunas proposiciones de la gramática de superficie no
tienen ninguna contraparte en el orden mental. Es el caso, por ejemplo, de la distinción entre
masculino y femenino, de la diversidad de terminaciones nominales o la de conjugaciones
verbales. El criterio retenido por Ockham para la distinción es de orden semántico: el lenguaje
mental debe poseer una capacidad expresiva al menos tan grande como no importa qué lenguaje
hablado o escrito. Todas las distinciones gramaticales requeridas “por necesidad de significación”
deben encontrar un equivalente, de una forma o de otra. Pero la sinonimia es, ella, superflua:

“...porque todo aquello que es significado por los sinónimos podría ser expresado
de manera suficiente por uno u otro de ellos y, por esa razón, no hay una
multiplicidad de conceptos que corresponda a una multiplicidad de sinónimos”22.

El texto decisivo, en la práctica, viene a preguntarse si una distinción gramatical dada es


suficiente para introducir diferencias en los valores de verdad. Los enunciados “Un hombre corre”
y “Los hombres corren”, por ejemplo, bien pueden no ser verdaderos al mismo tiempo, y la
distinción entre el singular y el plural, por consiguiente, debe tener derecho de ciudadanía en el
lenguaje mental. Lo posición de masculino y femenino, en cambio, no responde a ninguna otra
necesidad que la de ornamentación y en el pensamiento puro no tiene nada que hacer.
Ciertos casos parecen dudosos. Los participios ¿son distintos de los verbos en el orden de los
conceptos? Y los pronombres ¿difieren de los nombres? Probablemente no, sugiere Ockham. Pero
sus respuestas sobre esos dos puntos, como sobre otros del mismo género, permanecen dudosas.
Lo importante era establecer en principio la idea novedosa de una articulación fina del discurso
mental capaz de explotar todas las oposiciones semánticamente pertinentes, dejando los detalles a
la reflexión ulterior de aquellos que él llama los studiosi.

20
Sum. Log. I, cap. 3, pp. 13-14.
21
Sum. Log. I, cap. 3, pp. 13-14.
22
Ib. p. 10.
13
Más aún que de la gramática, es de lógica terminista que Guillermo, toma lo esencial de su
aparato analítico. Entre las divisiones reseñadas por los lógicos, algunas, piensa él, “pueden
convenir tanto a los términos que significan por naturaleza (es decir, a los conceptos) como a
aquellos que son instituidos arbitrariamente”, siendo los principales, en este caso, la división en
categoremas y sincategoremas, de una parte, y la distinción de los términos absolutos y los
términos connotativos, de otra parte.
Se llama “categoremáticos” a los términos que tienen “una significación definida y determinada”,
como “caballo”, “blanco”, “caballero”, etc.; dicho brevemente, todos aquellos que reenvían, por sí
mismos, al alma, a las entidades reales. Las expresiones sincategoremáticas, por el contrario,
como “todo”, “algún”, “ ningún”, “y”, “además”, “solamente”, “en tanto que”, etc., “no significan
cosas distintas de aquellas que son significadas por los categoremas”, pero, agregadas a ellos en
los contextos discursivos, afectan al significado semántico preciso, determinando, por ejemplo, las
condiciones de verdad de las frases en las cuales figuran. Se encuentran, así, en el lenguaje
mental, conceptos que son signos naturales de las cosas mismas y otros que, sin representar un
objeto, sea cual fuere, asumen, sin embargo, todo un abanico de funciones semánticas auxiliares;
en particular, las de los cuantificadores y los conectores.
Los categoremas mentales, a su vez, se subdividen, como las palabras orales, en términos
absolutos y términos connotativos. Los primeros corresponden a aquello que la terminología
filosófica de hoy llama “conceptos de especie natural”, como “caballo”, “animal”, “tulipán” o
“flor”. Lo que los caracteriza, según Ockham, es que cada uno reenvía de la misma manera a
todos sus significados y no establece entre ellos ninguna jerarquía: el concepto “caballo” significa
igualmente todos los caballos y nada más, y puede, en contexto proposicional, suponer por no
importa cuál de entre ellos. Un connotativo, en cambio, presenta al menos dos series jerarquizadas
de significados: sus significados primarios, que son los individuos de los cuales toma el lugar
cuando es tomado en suposición personal (los caballeros, por ejemplo en el caso del concepto
“caballero”); y sus significados secundarios, por los cuales, normalmente, no supone, pero hacia
los cuales, sin embargo, dirige al alma de una manera oblicua, dice Ockham (los caballos, por
ejemplo, con respecto a “caballero”). Se cuentan entre los connotativos todos los términos
cualitativos concretos, como “blanco”, “sentado”, etc., todos los relacionales, como “padre”,
“propietario”, etc., todos los cuantitativos, como “longitud”, “sólido”, etc., y muchos otros más;
en suma, la gran mayoría de los conceptos.
Una característica destacable de los connotativos, al decir de Ockham, es que, contrariamente a
los absolutos, tienen una definición nominal completa que despliega su sentido bajo la forma de
una expresión compleja. “Blanco”, por ejemplo, se define como “alguna cosa que posee una
blancura” y “causa” como “alguna cosa que puede producir otra”. Algunos comentadores
modernos han creído poder inferir de ese rasgo que el lenguaje mental de Ockham no debería
contar, de hecho, más categoremas simples que los términos absolutos. Puesto que lo mental no
admite la sinonimia, razonan ellos, los connotativos ¿no deben ser representados solamente por su
definiciones complejas? Ello, sin embargo, no corresponde a la posición de nuestro autor. La
distinción entre absolutos y connotativos simples está claramente clasificada por él en el número
de las que afectan a los conceptos así como a las palabras. Lo mental, como él lo ve, no constituye
un lenguaje lógicamente ideal “a la Frege”, cuyos recursos semánticos estarían reducidos a un
estricto mínimo. Basta con evitar las redundancias más manifiestas. Además de esas divisiones de
los términos, de las que acabamos de referir las principales, el elemento más saliente que Ockham
retiene de la lógica terminista de sus predecesores para la descripción de su lenguaje mental es la
teoría de la suposición. Sean ellos absolutos o connotativos, los conceptos que figuran en las
proposiciones mentales pueden recibir una u otra de las funciones referenciales previstas por esta
teoría. Ockham otorga una gran importancia a la distinción de principio que se establece así entre
la significación primera o segunda, vista como una propiedad invariable del concepto
categoremático, y la suposición, que el término no adquiere sino en tanto tomado como sujeto o
14
predicado de una proposición dada y que varía según los contextos. El concepto “caballo”, aunque
conservando la misma significación, no toma el lugar de las mismas cosas o no se toma de la
misma manera en “Todo caballo es un mamífero”, “Un caballo galopa en la pradera”, “Alazán es
un caballo”, “ ‘Caballo’ es un concepto de especie”, etc.. Todo un juego de distinciones y de
reglas es introducido para distinguir y clasificar los casos posibles: la suposición es dividida en
material, simple y personal; esta última, en confusa y distributiva y así sucesivamente. Y todas las
variedades así enumeradas son admitidas en el discurso interior, así como en el oral o escrito23.
Ello permite adelantar, para los diferentes tipos de proposiciones mentales elementales de la
forma “sujeto + cópula + predicado”, las condiciones de verdad detalladas, fundadas sobre
relaciones entre la suposición del sujeto y la del predicado. La condición necesaria y suficiente
para la verdad de una afirmación singular como “Bucéfalo es un caballo”, por ejemplo, es que el
predicado suponga por la misma cosa que el sujeto. Una universal negativa como “Ningún
humano es caballo” será verdadera si y solamente si el predicado no supone por nada por lo que
supone el sujeto. Y así sucesivamente para todas las otras proposiciones elementales, sean
singulares, particulares o universales, afirmativas o negativas, modales o no. El pensamiento
conceptual, de tal suerte, aparece como sistema composicional complejo, donde las propiedades
semánticas de las proposiciones –en particular, sus valores de verdad– son función, según reglas
precisas, de las de sus constituyentes, por intermedio, precisamente, de la suposición.
De la significación de los términos a la verdad de las proposiciones, pasando por la suposición,
todo el aparato está concebido por Ockham en función de la economía ontológica. Su
característica más saliente es que sólo los singulares –sustancias o cualidades– son admitidos
como correlato de los signos conceptuales. Los conceptos generales, en esa óptica, no significan o
no connotan nunca más que entidades individuales, teniendo su generalidad únicamente por el
hecho de que significan muchos a la vez. En cuanto a los sincategoremas, desprovistos de
significación propia, no introducen ninguna nueva entidad. Y la suposición no requiere más
objetos especiales: todo los referentes necesarios son tomados entre los significados primeros del
concepto, cuando ella es personal, o entre las ocurrencias singulares de los signos mismos, cuando
es simple o material. La teoría de las condiciones de verdad, en fin, derivando de la confrontación
de la suposición del sujeto con la del predicado, evita atribuir, a la proposición tomada como un
todo, un significado propio distinto de los supposita de sus términos. De suerte que todas las
conexiones semánticas, en definitiva, unen ocurrencias singulares de términos –orales, escritos o
mentales– a las cosas singulares y a nada más.
Las motivaciones más determinantes de la semántica ockhamista del lenguaje mental aparecen
aquí con toda claridad: evitar el recurso los universales extramentales y mantener, al mismo
tiempo, la objetividad del conocimiento y su relación con lo real. Son las mismas que, desde el
Comentario a las Sentencias, habían incitado al Guillermo a postular, como objetos del saber, a
las proposiciones mentales cuyos términos pueden estar dotados de suposición como las palabras
del lenguaje oral. No se trataba en absoluto, para él, como para ciertos lógico de hoy, de emplazar
un sistema cuyo vocabulario primitivo sea el más restringido posible. La oración mental,
ciertamente, hace economía de las redundancias más groseras –en particular, el desdoblamiento de
los sinónimos simples–, pero conserva elementos accesorios. Lo importante, para Ockham, era
que los sujetos y los predicados de las proposiciones mentales no suponían más que por los
individuos y no connotaban, llegado el caso, más que individuos. Si bien él plantea diferencias
importantes de estructura entre el discurso interior y los enunciados orales u escritos
correspondientes, no lo hace nunca para reducir a una base mínima el aparato primitivo del
pensamiento, sino para evitar recurrir, a título de supposita de los objetos o de los predicados
mentales, a entidades que él juzga indeseables.

23
Sum. Log. I, cap. 64-67.
15
Es lo que sucede, por ejemplo, en el caso de ciertos nombres abstractos del lenguaje convencional,
como “movimiento”, “tiempo”, “generación”, “punto”, “línea”, etc., a los cuales no corresponden
objetos reales en la ontología de Ockham. Estas palabras, explica él, no son verdaderos nombres y
no tienen por equivalentes unidades simples de lenguaje mental. Es que no tienen, considerados
solos, significación determinada en virtud de la cual puedan suponer por ciertas cosas. Las frases
en las cuales aparecen deben ser entendidas como maneras no literales de abreviar, en el discurso
hablado, proposiciones mentales cuya estructura es muy diferente y generalmente mucho más
compleja. “La generación se hace en el instante”, por ejemplo, debe corresponder, en lo mental, a
algo así como: “...cuando una cosa es generada, no es generada una parte después de otra parte,
sino el todo simultáneamente”. No solamente los términos sospechosos son, así, eliminados del
discurso interior, sino que son directamente reemplazados, cada uno, por una secuencia bien
formada capaz de ser sujeto o predicado de una proposición mental. Es toda la frase, que es
reformulada de cabo a rabo.
Si, por el contrario, la presencia en el lenguaje mental de verdaderos connotativos simples como
“blanco” o “caballero” no plantea ningún problema para Ockham, aunque puedan, en principio,
ser objeto de definiciones completas, es que cada uno de ellos no refiere, por significación,
connotación o suposición, más que a entidades perfectamente admisible para su nominalismo: los
caballeros, los caballos, las cosas blancas y las blancura singulares. La verdadera función de la
semántica del lenguaje mental en la obra del Venerabilis Inceptor es minimizar el compromiso
ontológico requerido para el discurso verdadero. Es por esa razón, en definitiva, que él toma una
forma composicional tan precisa, que resuelve toda la complejidad de las relaciones entre el
pensamiento y lo real en algunas propiedades semánticas de los términos simples.

La significación natural

A la base del sistema se halla la significación. Es ella la que sirve, desde el comienzo, para
distinguir los categoremas de los sincategoremas, y que se subdivide, en seguida, en significación
primera y significación segunda, para dar lugar a la distinción de los absolutos y los connotativos.
Incluso la propiedad, tan importante, de la suposición, es siempre derivada por relación a la
significación. La suposición personal, en particular, que es la más corriente, no es nunca sino una
modulación contextualizada de ella. Y si bien, en el caso de la suposición simple o material, el
término no toma más el lugar de sus significados, no conserva menos su significación original: en
un enunciado como “ ‘Caballo’ es un concepto que se aplica a animales”, el sujeto “caballo”, aún
tomado en suposición simple, continúa, manifiestamente, evocando para el alma a los seres que
son sus significados (en este caso, los caballos). La noción de significación así puesta en juego es
aquella que Guillermo recibió de Duns Escoto y de Burley y en virtud de la cual, como se ha visto
en el capítulo 7, los signos lingüísticos significan, no los conceptos, sino las cosas mismas.
Solamente esa noción podía fácilmente ser transpuesta sin equivocidad al orden mental. Los que
decían, por el contrario, que las palabras significaban los conceptos, no podían tratar los
conceptos, su vez, como si fuesen, ellos mismos, signos en el mismo sentido que las palabras,
capaces, en particular en su uso normal, de suponer por sus significados. Ockham llama
“subordinación” a la relación de asociación entre las palabras y los conceptos, siendo
considerados unos y otros como signos, convencionales o naturales según el caso, de las mismas
realidades exteriores:

“Digo que los sonidos vocales son signos subordinados a los conceptos e
intenciones del alma..., porque las palabras son creadas por imposición para
significar las mismas cosas que son significadas por los conceptos del alma; de

16
suerte que el concepto significa primeramente alguna cosa de modo natural y que el
sonido vocal significa esta misma cosa en segundo lugar”24.

Como en Escoto y algunos otros antes que él, se dice que la significación del concepto mental es
natural.
Pero ¿en qué sentido preciso? ¿De dónde surge exactamente la naturalidad de esa relación entre el
concepto-signo y las cosas individuales que son sus significados? Dos relaciones se presentan, al
punto, como candidatas para resolver el enigma: la similitud y la causalidad. El concepto mental
¿significa naturalmente ciertas cosas del mundo porque se les asemeja de una cierta manera o más
bien porque es causado por ellas? El examen atento de los textos muestra que la respuesta de
Ockham difiere según que se hable de los términos singulares o de los términos generales del
lenguaje interior. En el primer caso, es la causalidad lo determinante; en el segundo, la similitud.
El papel de los términos singulares del lenguaje mental es tenido, en la última versión del
ockhamismo, ya no por las cosas exteriores mismas, como lo era en su teoría del fictum, sino por
los actos de intuición intelectual, aquellos por los cuales el alma aprehende directamente, a nivel
intelectual, la existencia exterior y contingente de las entidades singulares. El Venerabilis
Inceptor, en efecto, admite este género de intuición intelectual del singular en el conjunto de los
signos capaces de figurar en las proposiciones mentales y suponer por alguna cosa. Pero el
individuo del cual esa intuición es signo natural no puede ser más que aquel solo que es causado
por su ocurrencia25. Imaginando un ángel capaz de aprehender directamente aquello que hay en
mi alma, Ockham se pregunta, en el caso en que se encontraran cerca de mí dos objetos muy
semejantes, si el ángel sería capaz de determinar con cuál de los dos se relaciona mi intuición
intelectual en un momento dado26. Su respuesta es neta: necesitaría, para responderlo, saber cuál
de los dos ha causado la intelección en cuestión. Es verdad que la representación intelectual es
siempre una semejanza para nuestro autor, pero, en el caso de la intelección intuitiva del singular,
“la semejanza no es una causa precisa que hace que la intelección verse sobre una cosa más que
sobre otra”: es la causalidad la que cumple ese papel27. La semejanza no bastará para discriminar
dos objetos máximamente similares desde el punto de vista de su esencia (dos caballos, por
ejemplo); no puede, en principio tener un significado propiamente singular.
Para los términos generales la situación es muy diferente. En la época en que favorecía la teoría
del fictum, Ockham no podía, evidentemente, explicar la significación de los conceptos generales
en términos de causalidad: el fictum, no teniendo, él mismo, existencia real, no podía ser la causa
o el efecto natural de ninguna cosa. El concepto es, ahora, postulado como una semejanza de las
cosas exteriores y “es en virtud de esa semejanza, afirma Ockham explícitamente, que él puede
suponer por ellas”. Incluso después del abandono del fictum, él continuará, por razones que son,
entretanto, menos claras, fundando sobre la semejanza la representatividad natural de los términos
generales del lenguaje mental. Exponiendo, por ejemplo, la teoría del acto en el prólogo de su
comentario al Perihermeneias, él afirma sin equívoco que, si un acto cognitivo dado puede
representar a los seres humanos más que a los asnos, no es “que un tal conocimiento se asemeja
más al hombre que al asno, por un modo cualquiera de semejanza”. Es, incluso, por esa razón
muy precisa, explica aún en el Quodlibet V, que el concepto abstractivo simple, según la teoría
del acto, no puede nunca proveer el conocimiento propio de un objeto singular:

24
Sum. Log. I, cap. 1, p. 5.
25
Quaest. in Phys. Arist., q. 7.
26
Report. II, q. 16, OTh V, pp. 378-379.
27
Report. II, q. 12-13, OTh V, pp. 287-289.
17
“...porque un tal conocimiento o concepto es una semejanza y representa de
manera igual a todos los individuos similarísimos entre sí; y así, no puede ser un
concepto propio de uno más que del otro”28.

Evidentemente, permanece enteramente el problema del saber en qué sentido preciso un acto de
intelección abstracta puede ser adecuadamente descrito como una similitud de las cosas exteriores
de las cuales es signo. Ockham nunca se ha explicado verdaderamente sobre ese punto,
contentándose con evocar vagamente un “cierto modo de asimilación”. He propuesto en otro lado
hablar de isomorfismo en esta materia, lo cual supone que el acto mental está dotado por
naturaleza de una cierta estructura interna capaz de reproducir, de una manera o de otra, la de la
cosa que él representa. Pero los textos de nuestro autor, lamentablemente, no permiten ser más
precisos.
Los sincategoremas, por lo demás, presentan una dificultad especial en esta óptica. Puesto que
ellos no tienen ningún significado propio y no se asemejan a ningún objeto real en ningún sentido,
se puede preguntar con derecho si es posible que sean también signos naturales. Ockham se ha
planteado la cuestión en la primera redacción de su Comentario a las Sentencias, dando entonces
una respuesta a primera vista desconcertante: puesto que los sincategoremas no podrían ser
abstraídos de las cosas mismas, explica, no pueden serlo más que a partir de las palabras
convencionales del lenguaje oral. Hemos, a menudo, reencontrado aquí esa idea de una
representación mental de las palabras del lenguaje: se encontraba ya en Agustín y se ha visto, en
los capítulos siguientes, que iba a ser explotada de nuevo con nuevos frutos por muchos
medievales, desde Alberto el Grande y el pseudo Kildwarby hasta Duns Escoto y Ricardo de
Campsall. Es la que Guillermo retoma aquí para hacer uso acotado. El lenguaje mental, a sus ojos,
está (en esta época) compuesto de ficta; ahora bien, éstos no pueden sino representar alguna cosa.
Como no hay cosa real que sea significada por “todo”, “y”, “solamente”, etc., Ockham sugiere
que las cosas representadas en tales casos no son otras que las palabras orales correspondientes.
Lo que sorprende, en esta concepción, es que el lenguaje mental pueda depender así de los
lenguaje convencionales para una gran parte de su vocabulario. ¡Pero incluso más allá de los
sincategoremas, Guillermo, en el mismo pasaje, extiende la aproximación al conjunto de los
términos connotativos o negativos! Se puede preguntar de dónde podrían venir, en esa hipótesis,
los sincategoremas y los connotativos del lenguaje oral, aquellos mismos a partir de los cuales se
considera que los ficta correspondientes son abstraídos.
Pienso que hay que representarse las cosas de la manera siguiente: Ockham debía admitir en esa
época, siguiendo a Burley, que el alma es capaz de combinar intelectualmente, unos con los otros,
los términos absolutos del lenguaje mental. Debía, entonces, reconocerle la capacidad de formar
actos intelectuales de composición. En la estructura de superficie de las frases orales, esos actos
de composición son expresados por términos especiales, los sincategoremas, que pueden, a su vez,
ser objeto de representaciones mentales específicas. Es así que son finalmente constituidas, en el
plano de los ficta, proposiciones mentales completas en las cuales los sincategoremas, así como
los categoremas, puedan figurar como términos. A partir del momento en que Guillermo abandona
la teoría del fictum, ese rodeo por el lenguaje oral ya no es necesario para la formación de las
proposiciones mentales completas: puesto que ahora son los actos intelectuales mismos los que
son constitutivos de las proposiciones en cuestión, nada se opone ya a que los actos de
composición figuren en tanto que tales. Se podrá muy bien, en esas condiciones, clasificarlos en el
número de los signos naturales en sentido amplio, puesto que, aunque no representen ningún
objeto en especial, pertenecen por naturaleza al orden del discurso mental significativo. Éste está,
ahora, compuesto en todas sus partes de actos intelectivos, sean ellos intuitivos o abstractivos,
absolutos o connotativos, categoremáticos o sincategoremáticos.

28
Quodl. V, q. 7, p. 506.
18
La originalidad de Ockham en la historia de la idea del lenguaje mental es haber transpuesto
sistemáticamente, al análisis del pensamiento discursivo no lingüístico, las categorías gramaticales
y semánticas que la ciencia de su tiempo empleaba para el estudio del lenguaje oral o escrito. La
existencia de proposiciones mentales de forma predicativa era corrientemente admitida antes de él
y las discusiones del fin del siglo XIII y principios del XIV sobre el objeto de la lógica habían
conducido a preguntarse con mucha más precisión sobre la naturaleza de las unidades capaces de
cumplir, en esas proposiciones mentales, el papel de sujetos y de predicados. Guillermo, en la
huella de algunos de sus predecesores franciscanos, terminará por identificarlos con los actos
mismos del intelecto. Pero lo importante de su punto de vista era que ellos fuesen signos,
repartidos en categorías gramaticales y dotados de significación o de connotación; capaces, sobre
todo, de suponer en las proposiciones por los entes singulares que pueblan el mundo. El aparato
teórico de la lógica terminista se encuentra allí promovido a la categoría de instrumento por
excelencia para el análisis del pensamiento mismo. Proposiciones mentales, finamente
estructuradas, podían, entonces, cumplir a la vez el rol de objetos primeros del saber y de la
creencia, de portadores privilegiados de los valores de verdad y de estructuras semánticas
profundas para las frases del lenguaje hablado.
La motivación más determinante del Venerabilis Inceptor en esa marcha estaba unida a su
nominalismo: debía evitar, ante todo, postular en el ser entidad alguna intrínsecamente general
como los géneros son las especies. Es eso lo que lo conduce, en un primer tiempo, a recurrir a las
proposiciones mentales como objetos de la ciencia, más que a naturalezas comunes. Es también lo
que lo hace aceptar, al principio de su carrera, la hipótesis de los ficta para servir de sujetos o de
predicados en las proposiciones en cuestión, en lugar de los universales reales que un Walter
Burley se creía obligado a postular. Y es, sobre todo, lo que le sirve de hilo conductor para la
construcción de un sistema semántico sofisticado, enteramente ordenado, en última instancia, a las
relaciones de significación natural entre los actos mentales y los individuos del mundo. La
inspiración nominalista, unida a una audaz generalización de la aproximación semiótica,
desemboca así, por primera vez, en una teoría composicional detallada del conocimiento
intelectual.
El abandono del fictum en la última doctrina de Ockham acentuó, aún, esa reconfiguración del
pensamiento sobre el modelo del lenguaje. La identificación del concepto con el acto noético, más
que con su objeto, rompe, en efecto, de manera más radical que nunca con el modelo visual hasta
allí dominante para describir el conocimiento. Las unidades encargadas de representar lo real en el
alma no son más, en este cuadro, los correlatos de los actos intelectuales, alguna cosa que el alma
contemplaría en su interior después de haberlos formado, sino esos mismos actos, dotados de
significación. El pensamiento abstracto es menos una visión que una palabra. Los actos en
cuestión, ciertamente, continuaron siendo descritos como similitudes de las cosas exteriores –
Ockham nunca ha renunciado a la representación mental icónica; ella le parecía necesaria para
asegurar el carácter natural de la significación de los conceptos generales–, pero lo esencial era
que los actos intelectuales, así enraizados en el mundo de los individuos exteriores, podían
asumir, como los enunciados lingüísticos, todas las funciones semióticas requeridas para el
análisis composicional, en particular las de la suppositio.

19

Вам также может понравиться