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En su libro Lo esencial en el sistema endocrino y reproductor, Madeleine Debuse las define

como “sustancias químicas producidas por el cuerpo que controlan numerosas funciones
corporales”. Una descripción que deja constancia de lo mucho que pueden llegar a abarcar
las hormonas. En palabras del investigador Luis Miguel García, del Instituto Cajal del
CSIC, en Madrid, son “sustancias químicas que, moviéndose a través de la sangre,
comunican a las células de un órgano con las de otro”. Este experto en hormonas
sexuales, que estudia su influencia en algo tan alejado de los genitales como es el cerebro,
advierte de que la idea de que provienen siempre de una glándula “se ha quedado
anticuada”. Hoy se sabe que son legión los órganos que las producen, desde
el cerebro hasta las células adiposas de todo el cuerpo.

En cuanto a su misión, están involucradas en mecanismos tan distintos como el


crecimiento, la reproducción, la memoria y las emociones, entre otros muchos. De
hecho, su función global es coordinar la actividad de las células de distintos órganos y
mantener el equilibrio homeostático, esto es, velar por que todos los parámetros vitales se
mantengan dentro de una serie de constantes y nos encontremos sanos.

Sin embargo, para que una hormona mande un mensaje a una célula, debe haber una
proteína receptora. Si esta falla, la célula no recibe el mensaje y las consecuencias, por lo
general, son desastrosas para la salud. Lo mismo sucede si algo no va bien en su
producción, como ocurre en la diabetes. Por suerte, desde que el fisiólogo William Bayliss
1 introdujo, en 1902, el término hormona, tras el descubrimiento de una de ellas, la
secretina, pronto se vio que la síntesis artificial de estos mensajeros podría ofrecer muchas
ventajas al organismo enfermo. El pistoletazo de salida lo dio el químico alemán Friedrich
Stolz, que fabricó en 1904 la primera hormona sintética, la adrenalina. Tres años antes, el
químico estadounidense Jokichi Takamine había logrado aislarla a partir de secreciones de
las glándulas suprarrenales.

El primer uso médico de la adrenalina fue para el asma y el control de las hemorragias en
cirugía. Luego, se logró sintetizar la tiroxina, que revolucionó el tratamiento de
enfermedades como el cretinismo y el bocio. Pero si hay una hormona que ha influido de
forma sostenida en la medicina es la insulina, desde que Frederick Banting y John
Macleod la aislaron en 1926. Su descubrimiento, reconocido con un Premio Nobel,
permitió su aislamiento y purificación a partir de extractos del páncreas de vacas y cerdos,
para tratar la diabetes.

En la actualidad, la ciencia trabaja con hormonas como posible solución a las lesiones
cerebrales, la obesidad o el daño cardiaco. Se acaricia, incluso, la idea de usarlas para
fabricar el elixir de la felicidad. Lo que sabemos de ellas es solo una sombra de todo lo
que queda por averiguar. Por eso, su estudio está muy lejos de haber finalizado.

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Dopamina, la reina del placer
Para que uno de los múltiples mensajeros químicos del organismo se pueda definir como
hormona es condición necesaria que utilice el conducto sanguíneo para comunicar órganos
distintos. De ahí que exista cierta polémica sobre si algunos neurotransmisores –cuya
función principal es llevar mensajes entre las neuronas, todas en el cerebro– son o no
hormonas. Con la dopamina, no existen dudas. Además de su importante papel como
neurotransmisor, viaja por la sangre desde las glándulas suprarrenales a diferentes
partes del cuerpo. Y esos largos recorridos se corresponden también con sus múltiples
funciones. Pero es su papel en las emociones lo que más ha atraído la atención de
los científicos en los últimos años. Un experimento dado a conocer en Nature
Neuroscience demostraba cómo escuchar música que nos gusta provoca la secreción de
dopamina. Lo mismo ocurre con la sensación de estar enamorado.

Otro trabajo, recogido en Current Biology, afirma que es la responsable de que aspiremos a
objetivos placenteros, como esos viajes situados muy por encima de nuestras posibilidades
económicas. Ese soñar despierto previo a una decisión de cómo pasar el tiempo libre está,
por lo visto, muy influenciado por esta hormona. Quizá su relación con el placer explica
su papel en las adicciones. La mayoría de las drogas hacen que se disparen los niveles de
dopamina, y al intentar dejarlas, llega el mono, porque se echan de menos las buenas
sensaciones ligadas a esta hormona del placer. Los últimos estudios apuntan, incluso, a las
redes sociales, tipo Facebook y Twitter, como generadoras de esta catecolamina.

En medicina, su papel podría ser clave para la curación de muchos más trastornos, pues está
asociada al efecto placebo, que hace que superemos síntomas y enfermedades tras tomar,
por ejemplo, una simple pastilla de azúcar. Sin embargo, hasta ahora su aplicación clínica
más conocida es en el tratamiento del párkinson. En concreto, la levodopa,precursora de
esta hormona, retrasa los síntomas de un mal que sigue siendo incurable. Asimismo, se ha
registrado su uso para el shock séptico –infección que degenera en una grave hipotensión
arterial– y algunas cardiopatías. Por otra parte, un artículo publicado en la revista PNAS ha
demostrado que la administración de dopamina en tumores aumenta el tamaño y la
estructura de los vasos sanguíneos que estos usan para alimentarse. Esto podría
facilitar el acceso a las células malignas de los anticancerígenos, algo hasta ahora
dificultoso. Puesto que siempre se ha dicho que las personas con pensamientos positivos
responden mejor a la quimioterapia, el autor de este estudio, el oncólogo de la Ohio State
University Sujit Basu cree que quizá la dopamina provocada por esos pensamientos haya
tenido en realidad un efecto biológico en el tumor.

Tiroxina, la reguladora del metabolismo

En ocasiones, un conjunto de reacciones bioquímicas se esconde detrás de la pérdida o


aumento exagerado de peso. Cuando esto ocurre, es debido a una mala regulación de la
tiroxina, la principal hormona segregada por la glándula tiroidea, que se localiza
debajo de la nuez y sobre la tráquea. Su hiposecreción es la responsable de ralentizar el
metabolismo, lo que puede producir aumento de peso, debilitamiento muscular, incremento
de la sensibilidad al frío,disminución del ritmo cardiaco y una pérdida de las actividades
mentales de alerta. Cuando se segrega en exceso, los efectos, igualmente indeseables, son
justo los opuestos.

Desde que en 1914 Edward Kendall aisló el principio activo de la tiroxina, también
conocida como T4, se empezó a utilizar para tratar las enfermedades causadas por
deficiencias deltiroides. Las más comunes son el bocio –aumento de la propia glándula,
que afecta hasta al 60 % de las mujeres mayores de sesenta años– y el cretinismo, una
enfermedad asociada a retraso en el desarrollo físico y mental del niño.Pero como todo en
el campo de las hormonas, las posibles indicaciones de la tiroxina siguen ampliándose con
los años. The New England Journal of Medicine rechazaba en un comentario reciente el
cribado de embarazadas en busca de niveles descompensados de esta hormona, ya que un
estudio había probado que esto no tenía influencia en el coeficiente intelectual de los
futuros niños, una posibilidad con la que se especulaba.

Otro trabajo ha descartado que el tabaquismo influyera en la función del tiroides y la


producción de tiroxina. Asimismo, se ha comprobado que las personas que se someten a
diálisis y tienen problemas con esta hormona presentan un peor nivel de supervivencia. Por
último, un experimento español, publicado en European Journal of Clinical
Investigation,apuesta por una arriesgada e innovadora tesis: no es la desregularización de la
tiroxina y otras hormonas tiroideas lo que provoca cambios en el peso corporal. Por el
contrario, son estos lo que modulan y determinan los niveles hormonales. En definitiva, las
investigaciones sobre la T4 aún darán mucho que hablar.

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