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GEOlGESO-UBY
El domingo de Bouvines
24 de Julio de 1214 .
Título original: Ú dlmanche de Bouvlnes _ 27 ;uiltel 1214
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GEORGES DuBY
Noviembre de 1984
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En 1214, el veintisiete de julio caía en domingo. El domin-
go es el día del Señor, le pertenece por completo. He conocido
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campesinos que aún seguían temblando cuando el mal tiempo I
les impelía a cosechar en domingo; sentían que sobre ellos caía (
la. cólera del cielo. Esta, para los parroquianos del siglo XIII,
era mucho más amenazadora. Ese día el cura de la iglesia no
sólo les prohibía el trabajo manual, sino que intentaba conven-
cerles de que purificaran íntegramente el tiempo dominical, de
que lo protegieran de tres impurezas: la del dinero, la del sexo
y la de la sangre derramada. Por eso, en aquella época, a nadie
le gustaba usar dinero el domingo. Por eso los maridos, el do-
mingo, si eran piadosos, evitaban permanecer demasiado cerca
de sus mujeres, y los guerreros, si eran piadosos, blandir la es-
pada. Sin embargo, el domingo 27 de julio de 1214, miles de
guerreros transgredieron la prohibición, combatieron con furia
cerca del puente de Bouvines, en Flandes. Dos reyes, el de Ale-
mania y el de Francia, los conducían; elegidos por Dios para
mantener el orden del mundo, uncidos por los obispos, ellos
mismos, en parte, sacerdotes, deberían haber respetado más que
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infancia del abuelo de Felipe Augusto, el rey Luis VI, fue in-
vestido en Saint-Denis a comienzos del siglo XII con la dignidad
de abad, su primera preocupaci6n fue la de expresar solemne-
mente lo que a su juicio era la función primordial de su mo-
nasterio. Para afirmarla estrepitosamente ante el mundo, se abo-
có a la tarea de reconstruir suntuosamente la iglesia. En una
síntesis magistral de la que brotó el arte gótico, este arte real,
este «arte de Francia» como se decía en la época, quiso reunir
la estética imperial de la región del Mosa con la de Neustria
y con las innovaciones formales que acababan de ver la luz en el
sur de la Galia; de este modo la nueva basflíca expresaba la
unión de todo el reino bajo la autoridad de un soberano pro-
clamado heredero directo de Carlomagno. Por la misma época,
cuando los Capetos decidieron establecer en París, en vez de
en Orleans, su residencia principal, Suger trasladó de Saint-
Benoit-sur-Loire a Saint-Denis-en France la misión de celebrar
la gloria de los monarcas mediante la escritura. Redactó perso-
nalmente la biografía de Luis VI; se trataba de un vita que no
difería demasiado de las que se componían en alabanza de santos
y reyes, esos personajes sagrados, elegidos de Dios, poseedores
de una virtud sobrenatural y del poder mágico de curar a los
enfermos. Los monjes de Saint-Denis que vinieron después de
él se vieron en la obligación de relatar, para la posteridad y la
edificación de sus descendientes, cómo el hombre cuya corona
conservaban y cuyos restos mortales había recibido para acom-
pañarlos de una perpetua y redentora plegaria, en su época había
asumido plenamente el magisterio real.
A comienzos del reinado de Felipe Augusto se intensificó
esta producción de escrituras porque la autoridad del rey de
Francia se afianzaba cada vez más y porque todos los príncipes
de Occidente comprendían cada vez mejor, en un momento de
rápida expansión de la cultura escrita, que el panegírico era fuen-
te de prestigio y podía servir de arma eficaz en la rivalidad
cada vez más aguda que enfrentaba a los estados consolidados.
Entre 1185 y 1204 se compiló en Saint-Denis una His/oire des
rois des Francs. Podemos pensar que en ella trabajó un escritor
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PUESTA EN ESCENA
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dos están, por un lado, los que oran, cuyo rol esencial es atraer
hacia el pueblo los favores del cielo, y, por otro, los que se de-
dican a la guerra, los caballeros. Predestinados, dotados de una
virtud particular que han heredado, por la sangre, de sus ante-
pasados; hacia los veinte años han sido armados con armas ben-
decidas por los sacerdotes que sólo debían usar en causas justas,
la defensa de los clérigos y monjes, del «pueblo inerme» y la
propagación de la fe cristiana. Segón esta ideología dominante,
segón esta visión sagrada del cuerpo social, sólo los caballeros
habrían tenido derecho al equipamiento completo del guerrero,
cuya pieza simbólica seguía siendo la espada, la larga espada de
la tradición franca, pero cuyo elemento fundamental, aquel
cuya eficacia decisiva confirman los progresos del arte militar
en el siglo XII, es el caballo de combate. En el campo de Bou-
vines, si bien es cierto que la infantería está compuesta por
hombres de baja extracción y que todos los caballeros, en tanto
su caballo no haya sido destripado y puesto fuera de circulación,
están efectivamente montados, podemos encontrar jinetes que
no pertenecen al orden ca6alleresco y que, sin embargo, recibeh,
cuando pertenecen al buen bando, el apelativo de «valiente». Se
trata de los «sargentos», auxiliares originarios del pueblo, a los
que los príncipes; para asegurarse un mejor servido, han ini-
ciado en la equitación. Nadie los. confunde con los guerreros
nobles, aunque sus atavíos sean más o menos semejantes. Para
el combate han abandonado la armadura liviana que les permite
cabalgar cómodamente sin fatigarse, la que llevan los explorado-
res. Para protegerse de los golpes han cubierto sus cuerpos con
un caparazón .metálico.
Los vestigios del equipo militar de la época que nos han
quedado son muy escasoS. Hada ya tiempo que había dejado de
enterrarse a los muertos con sus arneses en las tumbas -sitio
privilegiado de los descubrimientos arqueológicos- y ya no se
conservaba, arrumbadas en las mansiones señoriales, las armas
envejecidas. Con éstas se forjaban inmediatamente nuevas, ya
que el 1úerro seguía escaseando. La única información que posee-
mos sobre los instrumentos de combate procede,. pues, de las
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por los que podía penetrar la muerte. Para matar había que apun-
tar con precisión en las anteojeras, hendir en el hueco de la
ingle, en las juntas que separan las calzas de la cota de, malla,
desmenuzar meticulosamente la apretada trabazón; en rblidad
se trataba de un trabajo de artista. Gracias a esto la armadura
moderna se vuelve más segura, permite audacias mayores e im-
pulsa a perseguir la gloria con mayor empeño y no tantos tem-
blores. Un cambio de moral e insensibles desplazamientos en la
jerarquía de las virtudes se originan en este progreso técnico.
En el seno de la caballería se hace posible el lento desarrollo del
valor, esa novedad del siglo XII. Pero había que estar en condi-
ciones de adquirir estos buenos y cómodos pertrechos y estas
armas que fabricaban héroes.
El arnés, a medida que se perfecciona, se encarece. Esta es
precisamente la época en la que la mayoría de los caballeros,
aunque sigan aumentando sus ingresos en metálico, tiene dificul-
tades para procurar a su hijo el mejor equipo de guerrero cuando
culmina su aprendizaje. La reserva monetaria es poco abundante,
las armas guardadas en la casa están pasadas de moda; se podría
seguir utilizándolas, pero entonces el juego se volvería peligroso
y la búsqueda de proezas demasiado osada. ¿Hay que renunciar
a la gloria? Si nos fijamos en el señor del feudo, para quien ar-
mar en el momento prescrito a los hijos de sus vasallos es uno
de sus deberes principales y la mejor garantía de su prestigio, le
vemos también controlando sus gastos; debe equipar a sus pro-
pios hijos y desde hace tiempo presta oídos sordos. En el reino
de Francia ya son numerosos los hijos de buena famílía que
tienen que aguantarse y envejecen esperando indefinidamente la
ocasión de ser armados caballeros. Deben seguir aguardando en
las puertas de la caballería. Su armamento, su condición, el título
otorgado -«escudero», «doncel»-, que enarbolan para que no
se los confunda con la gente del pueblo que habitualmente no
llevaba armas y afirmar su aptitud originaria a volverse un día,
por un vuelco de la fortuna, caballeros -siguen siendo los mis-
mos, hasta hace poco considerados transitorios, de los adolescen-
tes que iban detrás de los guerreros adultos llevando sus pertre-
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suadido de que el movimiento de la historia, por un desplaza-
miento análogo, le ha elegido a él antes que a nadie para que ,1
extirpe la herejía y mantenga al conjunto de la cristiandad cató-
lica y romana dentro del orden divino.
La persona de Felipe, lugarteniente de las potencias celes-
tiales, y ese objeto sagrado, la oriflama que llevan siempre de-
lante suyo como signo de la presencia a su lado de san Dionisio,
protector del reino, constituyen, sobre el tablero de Bouvines,
el centro exclusivo del bando de las blancas. Una extensa red
de relaciones jerarquizadas hacen de éste un cuerpo sólidamente
constituido. Muy cercá del rey, como si fueran las torres de su
defensa, están los hombres de su linaje. No están presentes ni
el primogénito, que en ese momento conduce en su nombre la
guerra en el sur, ni el hijo menor por ser demasiado joven,
pero sí dos primos hermanos suyos, uno apenas mayor que él,
el otro apenas más joven, Roberto, conde de Dreux, y Pedro
de Courtenay, conde de Auxerre (éste, poco tiempo después,
recibirá la diadema imperial de Constantinopla). Está también
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