“La Biblia es el testimonio de El Padre sobre El Hijo,
a través del Espíritu Santo" John Stott
Reconstruir sociedades y culturas antiguas a partir de fragmentados, dispersos y hasta
crípticos restos arqueológicos, es una tarea tan fascinante como audaz. Personalmente creo que, cuando se intenta viajar al lejano pasado hay que hacerlo con prudencia para no formular temerarias inferencias ni llegar por atajos a conclusiones finalistas. Lo que afirmo, tal vez sea innecesario al tratarse de grandiosos, dilatados y dominantes imperios como los de Egipto, Asiria, Persia, Grecia o Roma. No hay mucho que preguntarse sobre el templo de Luxor o las tumbas faraónicas. Nadie puede subestimar la información cuneiforme contenida en las miles de tablillas de la antigua Mesopotamia o ignorar los palacios de Persépolis. No hay que imaginar al Partenón en la majestuosa Acrópolis ni diagramar por computadora al Coliseo romano o agregarle algo a las ruinas de Pompeya.... Sin embargo, no acontece así con Israel. Nos estamos refiriendo a lo que fue un pequeño pueblo de organización básicamente tribal, monoteísta y de comienzo trashumante. Aunque se relacionó con los imperios que coparon la antigüedad por casi dos mil años de historia precristiana, sabemos que escasea la evidencia arqueológica sobre su primer milenio de existencia. En consecuencia, agnósticos y nihilistas arrojan sombras de duda sobre la veracidad de gran parte de la narración bíblica. Personajes, hechos, lugares, circunstancias y toda una relación histórica alineada casi genealógicamente, parecerían discutibles ante los requerimientos de una “comprobación” arqueológica y una paralela investigación lingüística. Tenemos presente que, humanamente hablando, la fidelidad atribuible a un relato histórico es mayor mientras menor sea el tiempo transcurrido entre la elaboración del documento y el hecho que se cuenta. Pero, precisamente, estamos hablando de un pueblo que, en varias ocasiones fue arrollado por grandes ejércitos imperiales que arrasaron literalmente sus ciudades, saquearon sus expresiones culturales y se llevaron a sus habitantes cautivos, como esclavos, a tierras extrañas... Estamos hablando de un pueblo que, a diferencia de sus vecinos en el tiempo, no era politeísta. Mas aún, profesaba una “religión revelada” que le abstuvo de fabricar estatuas, templos, mausoleos y altares a supuestas deidades o a hombres que pretendieran ser dioses... Estamos hablando de un pueblo que no escribió su historia en derivados de la arcilla o en pedazos de piedra, ni se auxilió con pinturas o frisos. Los israelitas cuidaron y preservaron su historia por la tradición oral mientras que, su bien elaborada escritura, lamentablemente la asentaron en hojas y rollos de papiro de limitada durabilidad... Tales elementos no contribuyen en nada a enriquecer la historicidad del pueblo de Israel. No nos extraña, por lo tanto que, la llamada “alta crítica” levante interrogantes sobre personajes, eventos, fechas y lugares de la narración bíblica veterotestamentaria, en especial, la correspondiente a la edad de bronce. A este respecto, sin embargo, y tomando en cuenta las peculiaridades del fenómeno israelita, me permito invocar un principio fundamental de las ciencias arqueológicas que reza sabiamente: la ausencia de evidencia, no es evidencia de ausencia. Ahora bien, hemos de reconocer que, el debate rebasa la importancia del asunto estrictamente arqueológico-histórico del pueblo hebreo. Tanto para judíos como para cristianos, la veracidad del Antiguo Testamento, es materia central de su respectiva fe. Existe pues una dimensión religiosa en toda investigación sobre el origen y la trayectoria tanto del pueblo de Israel como de la Iglesia primitiva. De hecho, la mayoría de los historiadores tienden a descalificar a gran parte de los escritos bíblicos, llamándoles “documentos de fe” y les cuestionan así su investidura de historicidad real. Aquí si estamos en caminos que se alejan. La Biblia no es un manual de doctrina religiosa adornado con algunos episodios sobrenaturales y tratando de mal encajar, con sus cuentos, en la historia universal. Para nosotros los cristianos, la revelación escritural es indudablemente histórica. Pero lo es de una manera muy singular, casi única. Al recorrer sus páginas, encontramos la formación y trayectoria de un determinado pueblo al cual se sigue a través de los siglos pero, haciendo especial énfasis en su relación monoteísta con un Dios al que concibe como creador, sustentador y redentor. De allí que, por sobre todo, la escritura bíblica tenga un contenido fundamentalmente 0. Su tema, de tapa a contratapa, es la salvación del hombre y del cosmos y, esta restauración personal y global, la hace descansar y la concreta en la persona de Jesucristo. Nos afirma que en El habitaba toda la plenitud de Dios y que, por medio de El, decidió Dios poner en paz consigo mismo al universo entero De esta manera, la cosmovisión que nos presenta la revelación escrita se construye con magistral y excepcional unidad alrededor del fenómeno histórico, único y personal llamado Jesucristo. La columna vertebral de la tesis bíblica es, por lo tanto, cristológica. Como bien escribiera Bernard Ramm: “Cristo es la substancia misma de la revelación especial que se halla documentada en Las Escrituras.” El Antiguo Testamento traza un boceto de Jesús y profetiza el evento de la encarnación con innumerables símbolos, descripciones, señales y precisiones mesiánicas de asombrosa claridad. Luego, en el Nuevo Testamento, todo alcanza su cumplimiento. Jesús, el Cristo, se presenta y explica Su origen y naturaleza, apelando a La Palabra y a los hechos. A los caminantes de Emaús, el mismo Jesús les reprochó su lentitud para creer todo lo que de El había predicho la escritura revelada y “luego se puso a explicarles todos los pasajes de Las Escrituras que hablaban de El, comenzando por los libros de Moisés y siguiendo por todos los libros de los profetas”. Ya antes, en una exhortación general a los judíos, les había retado a escudriñar los textos veterotestamentarios pues dichos escritos daban “testimonio” de El... y en esa revelación, éllos pensaban que encontrarían la vida eterna. Como bien ha sido dicho, aparte de la revelación bíblica no hay conocimiento de Jesucristo y sin el conocimiento de Jesucristo, no es posible conocer a Dios. Orando a Dios El Padre, en el huerto de Gethsemaní, el Señor Jesús dijo: “Oh Padre Justo, los que son del mundo no te conocen, pero Yo te conozco y (a los que me diste) les he dado a conocer Quién eres y aún seguiré haciéndolo...”, Así pues, la misión de Jesucristo al venir a este mundo y “levantar tienda” entre los hombres, si bien tiene una razón sacrificial y expiatoria, cumple también con la tarea pedagógica, reveladora, de dar a conocer a Dios para que la salvación pueda darse... Darse en el contexto del conocimiento, que no en el de la irracionalidad o la ignorancia. Jesús inicia su oración intercesora diciendo: “Padre, la hora ha llegado... Tu has dado a tu Hijo autoridad sobre todo hombre para dar vida eterna a todos los que le diste. Y la vida eterna consiste en que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo a quien enviaste.” En palabras del apóstol Juan, leemos: “Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con El Padre, es quien nos lo ha dado a conocer.” Por éso, ante la solicitud de uno de los discípulos: “Señor, muéstranos a Dios el Padre, y con éso nos basta”, Jesús le contestó: “Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes... ¿y todavía no me conoces ?. El que me ve a Mí, ve al Padre.” De esta manera, el Jesucristo histórico que nos llega en Las Escrituras, se erige como el esfuerzo supremo de la revelación. Nosotros los cristianos, “podemos ver a Dios en la naturaleza, pero la naturaleza de Dios, únicamente la vemos en Jesucristo”. El apóstol Pablo se refirió al tema en varias oportunidades... en su segunda carta a los hermanos que se congregaban en el puerto de Corinto, les escribió acerca de una especie de “velo” que le impide a los hombres entender el plan de Dios y el cual “solamente se quita por medio de Cristo ¡”. La Biblia nos relata cómo, cuando el mismo apóstol Pablo recorrió las calles y las plazas atenienses, así como sus lugares de culto, se encontró con un altar que tenía grabada esta inscripción: “Al Dios no conocido”. De hecho, toda Atenas era famosa por su abundancia en templos, estatuas y altares, así como su interés en “oír y comentar las últimas novedades”... No en vano, en sus calles y en sus plazas existía un ambiente de discusión filosófica y hasta tenían un lugar especial ubicado en la pequeña colina de Ares, donde con frecuencia se reunía una especie de consejo de eruditos en materia de filosofía, arte y educación: el Areópago. Sucedía que, en la religiosidad helénica había lugar tanto para la inagotable fantasía mitológica como para el panteísmo casi monista de sus grandes filósofos. La inscripción en el altar era pues una suerte de confesión: adoraban a un Dios al cual no conocían y, en cuanto a los demás dioses, estos eran fruto de su fecunda imaginación. Había religión, pero no había revelación. Por éso, en su charla a los congregados en el Areópago, Pablo les dijo que la actividad religiosa de su cultura era como una “búsqueda a tientas”, en penumbras... Algo así como lo que ya habían experimentado culturas anteriores, en tiempos pasados, signados por “la ignorancia”. Mencionarles a Jesús de Nazareth como expresión suprema de ese Dios que éllos adoraban sin conocer”, fue casi el final del discurso. Agregar lo de la resurrección, el juicio divino y la necesidad de un arrepentimiento existencial, resultó totalmente inaceptable para la cosmovisión griega y disolvió la audiencia. Con similar tema, pero diferente desenlace, fue la conversación que había sostenido Jesús con una mujer en la región de Samaria, pocos años antes. La expresión de El Señor había sido radical y, a primera impresión, también desconcertante: “Ustedes no saben a quién adoran ... pues la salvación viene de los judíos.” Se refería El Señor al hecho de que los samaritanos, por no aceptar cómo Dios se había venido revelando en la historia del pueblo judío, desconocían las profecías y la naturaleza del evento mesiánico. Más adelante, en la conversación, y al inquirir la mujer acerca de la identidad del Mesías que algún día habría de venir, Jesús le dijo: “Ese soy Yo, el mismo que habla contigo”. La revelación se había consumado. El relato finaliza con la conversión de muchos de los habitantes de aquel pueblo quienes creyeron en Jesús y le dijeron a la mujer: “Ahora creemos... porque le hemos oído y sabemos que de veras El es el salvador del mundo.” En palabras del escritor del libro a los Hebreos, notamos el carácter progresivo de la pedagogía de Dios, observable en Su revelación: “En tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras... Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por Su Hijo Jesucristo... El es el resplandor glorioso de Dios, la imagen misma de lo que Dios es y el que sostiene todas las cosas con Su Palabra poderosa.” Por amor y en Su soberanía, Dios se ha quitado el velo, la “kalumma” para mostrarse al hombre. Ha hablado, ha actuado y, finalmente, ha habitado entre nosotros de manera tal que hemos visto Su gloria, lleno de gracia y de verdad. Dios es quien ha salido de su infinito misterio, descubriéndose ante la fe. La iniciativa y la conducción del proceso revelador le corresponden. “La realidad de las cosas que no vemos” ha sido expuesta en el amplio marco de la naturaleza, de la historia, de la Palabra escrita y del Verbo humanado. Es Dios quien llega al hombre !. La revelación es, como dijera Martín Lutero, “un pasar del Deus adscontitus al Deus revelatus”. La Palabra revelada otorga sentido y precisa la significación divina de los eventos históricos que participan en el proyecto de salvación desplegado por Dios. Esto no es percibido ni aceptado por los historiadores seculares. Su enfoque de la historia es totalmente diferente. Sus herramientas de juicio afectan de igual manera a la Sagrada Escritura y a la persona de Jesucristo. Para éllos, la intervención “extra nos” , simplemente no existe. Para nosotros los cristianos, en la revelación bíblica es Dios quien habla y es Dios quien actúa de acuerdo a Sus designios. Se relatan Sus palabras y Sus hechos. La crucifixión de Cristo fue tan solo una entre miles de crucifixiones. ¿Qué dió a esa cruz su gran importancia para la raza humana ?. La respuesta está evidentemente en la persona del crucificado !. Y, sin embargo, para la mayoría de los hombres, el sacrificio de Jesucristo carece de su sentido vicario y redentor. No es suficiente, por lo tanto, con el acontecimiento histórico. Se necesita de la interpretación del mismo !. No basta con la acción, se hace necesaria la palabra que la cuente y le reconozca su dimensión divina, rescatándole de ser un hecho más entre otros. En expresión de Pedro Arana: “El escándalo de la cruz necesitaba el escándalo de la predicación. La locura del evento necesitaba de la locura de la palabra.” Los hechos redentores de Dios nos han sido entregados por su santa Palabra autorizada que los narra e interpreta para nuestra salvación. Dios mismo, mediante Su palabra escrita, revela la razón y trascendencia de Sus obras. Como bien sentenciara Jhon Stott: “En la Biblia oímos a Dios hablar de Dios.” El Dios que redime, es también el Dios que habla y Su Palabra llegó a patriarcas, profetas y apóstoles de muchas maneras y en las más diversas situaciones histórico-culturales. De lo anterior se desprende que, el registro verbal de la revelación no fue un proceso mecánico que utilizara a los escritores bíblicos como si fueran “dictáfonos o grabadoras”. La mayoría de las veces no se nos dice cómo llegó hasta éllos la voz de Dios... A veces les habló en sueños y visiones, a veces en diálogo consciente con su intelecto, a veces con voz audible, otras por ángeles mensajeros y aún a través de un trabajo de investigación... Pero insisto, en las más de las oportunidades, no está explícito el canal de comunicación utilizado. Sin embargo, lo que siempre estuvo presente en todos los escritores bíblicos fue la certeza de que estaban recibiendo palabra directa de Dios y que debían comunicarla con autoridad y fidelidad supremas. La Revelación Bíblica fue pues escrita por hombres que trabajaron con sus propias personalidades y talentos literarios, pero bajo la dirección y control del Espíritu Santo. La admirable variedad de los escritos sagrados surge por lo tanto de las diferencias inherentes a sus autores... Epocas, profesiones, temperamentos, idiomas, situaciones, estilos, experiencias y países en los cuales vivieron. Pero, siempre, el Espíritu Santo de Dios les inspiró para que hablaran y escribieran lo que era necesario en ésta o aquélla ocasión, para salvación del hombre. A este propósito, me permito citar a Adolfe Monod quien nos recuerda que: “ Los que encuentran en el carácter humano de las Escrituras un pretexto para negar su divinidad, razonan de forma similar a los que encuentran en la personalidad humana de Jesús un pretexto para rehusarle el título de Dios... En cuanto a la forma en que las dos naturalezas en un caso y las dos voces en el otro se fusionan, pertenece al misterio de la piedad.” Lo aceptamos, es un asunto de fe. y hombres de fe fueron los que participaron en el registro escritural de la revelación especial... Se les podría cuestionar con propiedad su falta de imparcialidad. Pero, como bien señaló a su tiempo René Padilla, “Objetividad no es lo mismo que neutralidad.” Los escritores bíblicos no fueron historiógrafos en el sentido profesional de la expresión. Escribieron como hombres completamente comprometidos con el mensaje que comunicaron por discurso y texto. Pero tal compromiso existencial con su misión, lejos de restarle veracidad a su palabra escrita o verbal, se la garantizaba. Nos estamos refiriendo a hombres que invirtieron sus vidas, pagando el caro precio de vivir su fe y difundir la palabra que habían recibido de Dios en medio de comunidades y circunstancias que les eran indiferentes o hasta adversas. Patriarcas, profetas y apóstoles estuvieron pues inmersos en los procesos históricos que vivieron, relataron o trasmitieron a otros para que, con especial celo, cuidaran su contenido, lo comunicaran a escribas idóneos y evitaran distorsiones. Ciertamente que les era imposible ser neutrales pero, por su investidura y carácter, tenían que ser veraces... Sus escritos no respondían a posiciones oficiales de gobierno; no eran letrados ascetas ermitaños que especulaban en las oscuridades de sus cónclaves; no fueron profesionales religiosos que quisieran controlar las fuerzas sociales o estuvieran movidos por intereses sectarios o de lucro... Nos estamos refiriendo a hombres que se declaraban voceros de Dios presentando a los pueblos “camino de vida y camino de muerte”, hombres que vivían en comunión con ese Dios histórico y personal que los enviaba, hombres que amaban “la verdad en lo íntimo” y que rechazaban las “obras de iniquidad”. Fueron hombres íntegros, santos, verticales, “hombres que el mundo ni siquiera merecía”. De los tales, solo se podría recibir “palabra fiel y digna” de ser escuchada por todos. Pero, avancemos más. Es necesario destacar la unidad y coherencia indisoluble que existe entre los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamentos. Se trata de una articulación armoniosa y autoritativa de citas y eventos, de manera tal que la globalidad del texto bíblico adquiere una solidez nada común. Jhon Stott nos señala cómo “Hallamos en la Escritura un complejo patrón de autorizaciones mutuas”... Los dos Testamentos se encuentran en secuencia y, así como el Antiguo pre- anuncia al Nuevo, a la vez este último se afirma en el primero. Me estoy refiriendo a uno de los grandes problemas que, sin solución, enfrenta la “alta crítica”... La Escritura es una pieza histórico-literaria monolítica y no se le puede rechazar y aceptar a partes, sin que lo uno afecte definitivamente a lo otro. Para nosotros, toda La Escritura ha sido “respirada” por Dios y es históricamente veraz e inerrante en materia de salvación. Por eso, restamos importancia a las existentes limitaciones, inexactitudes, silencios o imprecisiones en el relato de sus páginas. Aceptamos y anunciamos la totalidad del “consejo de Dios” hecho hombre en Jesucristo y hecho palabra y pueblo en los patriarcas, en los profetas y finalmente, en los apóstoles. La autoridad especial de la enseñanza apostólica dependió directamente de su vinculación única con el Señor Jesucristo y de un especial magisterio del Espíritu Santo en sus vidas. El Consolador les enseñaría a ellos todas las cosas y les recordaría todo lo que El Señor les había dicho personalmente. “Me llamáis Maestro y Señor”, dijo Jesús, “Y decís bien, porque lo soy!”. De esta manera, el Nuevo Testamento no es literatura o historia novelada de la Iglesia primitiva sobre la idea de un supuesto Mesías, sino el registro de la doctrina hablada y epistolar del grupo apostólico bajo la rectoría del Espíritu Santo de Dios. Para la Iglesia Cristiana hubo pues una natural continuidad entre el legado docente de Jesús y “la doctrina de los apóstoles”. Por ello “todos seguían firmes en lo que los apóstoles les enseñaban” y eran “como un edificio levantado sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo, Jesucristo mismo.” Resulta interesante cómo esta investidura de autoridad fue compartida y exhibida por los apóstoles como un privilegio plural en el que incluían a Lucas, el inseparable compañero de Pablo y a Marcos, el intérprete de Pedro. Ya fuere en la expresión colectiva: “El Señor nos dio la autoridad para hacerlos crecer a ustedes espiritualmente” o en la afirmación en singular: “El mensaje de salvación que yo (Pablo) anuncio, no es una idea humana. No lo recibí de hombre alguno sino que Jesucristo mismo me lo hizo conocer”, los escritores neotestamentarios fundamentan la autoridad y la veracidad de sus enseñanzas, en el hecho histórico de Cristo. Partiendo de tal base, la revelación fue dada “una sola vez a los santos” y no se le pueden hacer cambios ni se le pueden añadir textos, encíclicas, cartas o documentos de elaboración posterior... ni siquiera algunos interesantes escritos que se produjeron en contemporaneidad con el registro apostólico. Como bien apuntara Roger Mehl : “La Iglesia se limitó a sí misma para preservarse de la tentación de hacer agregados al depósito de la revelación o modificarlo de alguna manera. Reconoció, una vez por todas, que no tenía autoridad sobre La Palabra que había recibido de los apóstoles...” De esta forma, la revelación bíblica afirma su autoridad en la persona de Jesucristo: es El quien se la reconoce a los patriarcas y profetas del pueblo de Israel y es el quien se la cede al grupo apostólico de la Iglesia primitiva. Así, la clave pasa a ser, una vez más, Jesús de Nazareth, Dios hecho hombre, la revelación en su punto clímax. Nosotros creemos firmemente en Las Escrituras porque El Señor creyó en éllas, porque éllas dan abundante testimonio de El y porque solo en El encontramos “palabras de vida eterna”. Nuestra fe es histórica pero no depende de un débil “eureka” o de un triste silencio proveniente de las penumbras de alguna excavación arqueológica... Nuestra fe es histórica pero no depende de que la crítica textual califique el lenguaje de un manuscrito como “yavídico” o “elohínico” ... Nuestra mirada no está puesta en algunas piezas de cerámica correspondientes a la edad de bronce ni en unos fragmentos de escritura antigua y contenido oscuro... Fijamos sí nuestra mirada en Jesús... el Jesús histórico que nos llega en Las Escrituras, el autor y consumador de nuestra fe y quien la perfecciona para nuestra salvación. En palabras del apóstol Juan, casi al final de su registro sobre la vida de El Señor, leemos: “Jesús hizo muchas otras señales milagrosas delante de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo en El, tengan vida eterna.” Tal esfuerzo de revelación, amerita una respuesta. Es nuestro el turno.