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LÉOLO

DESERCIÓN DE LA PATRIA DE LA LOCURA POR LA SENDA DEL


DELIRIO

Igor Domingo Sacristán

Relájate, respira hondo, cierra los ojos y déjate llevar… Gira lentamente, rota sobre ti
mismo… No dejes de marearte… Acaba de dar comienzo la sesión de hipnosis…

El fétido perfume de la claustrofobia anega el ambiente. Acecha el fantasma de la


sinrazón agazapado en su escondrijo. Don Peligro observa, aguarda, ataca, reclama
nuestra presencia. Miedo, sudor, odio, paisajes poéticos, basura, onírica lucidez,
suciedad, esquizofrenia, onanismo compulsivo, relaciones enfermizas, obsesiones,
voluntades depravadas, guerra de luces y sombras, literatura, enajenación… Corre,
esfúmate si puedes ahora que todavía tienes tiempo…

Locura y razón se miran fijamente a los ojos a uno y otro lado del espejo. Desde la
barrera que las separa nos habla Léolo, el alter ego de Leo, un niño con voz de adulto y
ojos afilados que esgrime la palabra como arma en su revuelta contra la locura. Se
declara hijo legítimo de un tomate contaminado y configura el agujero que le permite
alejarse de la realidad tejiendo sueños, fabricando deseos, amaestrando versos… Éstas
constituyen tan sólo unas pinceladas del confuso microcosmos en que se desarrolla
Léolo, la segunda y última película de Jean-Claude Lauzon, un film perturbador e
intimista, de gran complejidad narrativa y una ingente carga simbólica. Llámalo cine de
autor si eres amigo de las etiquetas, pero te puedo asegurar que esto se encuentra mucho
más allá, en el germen mismo de la creación, en el inmenso vacío de cada átomo donde
forcejean encarnizadamente electrones y protones, repugnancia y placer. El Bien y el
Mal —cielo e infierno— reclaman su opuesto como única forma de alcanzar el
equilibrio. Veneno y antídoto follando juntos hasta la próxima contracción del
Cosmos…

De hecho, en ningún lugar como en éste se conjugan tan bien las dos acepciones del
término «escatología». ¿Cómo fusionar Dios y las heces? ¿Qué prolífico misticismo
encierra la taza del inodoro? ¿Existe el metabolismo divino? La pesadilla se muerde la
cola: hasta el más suculento de los menús acaba oliendo mal. No puedes salir de la
órbita excrementicia y pretender a la vez estar vivo. Mierda eres y en mierda te
convertirás.

Sentado en el vórtice mismo del delirio, Lauzon nos relata la experiencia de los límites
de la razón, demostrando que los estados alterados de la conciencia no requieren
necesariamente la intermediación de sustancias químicas. Desde los mantras que inician
el film hasta los que lo finalizan, presenciamos un círculo vicioso carente de tiempos
muertos que, tras extraviar progresivamente todos los asideros de la realidad, nos aboca
al único destino posible: la enajenación plena de quien se queda a vivir en el país de los
sueños. Sin embargo, narrar dicha historia no sería posible sino desde la refrigeración
del sentimiento de quien ha conseguido escabullirse de la turbadora demencia a la que
estaba condenado. Más allá de los detalles, Léolo es un documento autobiográfico.
André Petrowsky (a quien está dedicada la cinta), profesor que rescató a Lauzon a los
17 años de una fábrica induciéndolo a que ingresara en la Universidad, le dio un plazo
de quince años para acabar en un psiquiátrico o ser un genio. Finalmente fue lo
segundo. Un accidente de avioneta en 1995, donde murieron el cineasta y su novia, se
encargó de truncar su futuro, privando al cine de uno de sus más cáusticos talentos.

Si aglutinamos la masturbación mental de David Lynch, la sordidez naturalista de Zola,


la aspereza visual de Tarkowsky, el nauseabundo existencialismo sartriano y las
pinturas matéricas de finales del pasado siglo, tal vez podríamos hacernos una ligera
idea de este auténtico alegato de insumisión al desequilibrio de lo cotidiano. Lo
apolíneo frente a lo dionisíaco, feminidad versus condición masculina sin alcanzar la
suficiente distancia… A través del repudio del nombre del padre, Leo niega el contacto
sexual entre sus progenitores. Ninguna autoridad masculina capaz de hacer frente a la
potestad materna. No se prohíbe el incesto, eliminando el complejo de Edipo. La oronda
madre, encarnada por la famosa cantante canadiense Ginette Reno, supone el centro
gravitacional de la locura. Su coño, origen y fin, dios omnipotente, constituye el agujero
negro que todo lo absorbe. Nada escapa a su influjo vaginal. Y Leo no es una
excepción…

Nacido en Montreal el 29 de septiembre de 1953, Jean-Claude Lauzon fue un niño


gordo, hijo de proletarios en cuya casa sólo había un libro y servía para calzar la mesa.
«Era el único libro que había en casa. Nunca me pregunté cómo había ido a parar allí.
Era gordo. Las palabras se amontonaban unas sobre otras y exigían mucho esfuerzo de
concentración para desvelar sus secretos. En casa, nunca había visto a nadie leer o
escribir; la tele y los carteles publicitarios invadían mi mente. Al principio, sólo leía las
frases subrayadas sin entender demasiado. Recuerdo haber querido dejarlo porque no
tenía ilustraciones».

Leo sueña pero nunca duerme, escribe, juega a la vida, descubre con repugnancia las
pulsiones de su pubertad, lee, crea mitos en busca de un amor inexistente, desdobla su
personalidad, espía, desea, se hace preguntas, cae… El borde del precipicio cede,
empujándolo al océano enfermo de la familia. Bianca, una joven vecina italiana con la
que nunca se produce diálogo, constituye la idealización de su deseo, mientras canturrea
«il sonno é il mondo mio» en el universo imaginario de los sueños de Leo. Al igual que
la luz, el frío, la nieve o la blancura, la muchacha simboliza el delirio al cual el niño se
aferra para huir de la psicosis hogareña.

En una entrevista posterior al film, el artista afirmaba: «Cuando comencé a escribir


Léolo, me dije que me gustaría llegar a hacer un film que tuviera este lirismo y esta
poesía, sin estar obligado a pasar por el lado explicativo… es decir, la trama
dramática… Lo que era más importante para mí era poder pasar de una situación a otra
manteniendo siempre la misma intensidad. Es lo único que sabía antes de escribir»
(RACIME, Claude: 24 Images, 1992, nº 61, pp. 5-11). Lo lograste con creces, Jean Claude,
nos dejaste boquiabiertos, nos sedujiste, nos horrorizaste, confrontándonos con nuestro
subconsciente, pagándonos un viaje al interior de nuestras pesadillas. Una experiencia
de Salvia divinorum de 107 minutos de duración… Y eso no es todo: «Quería hacer un
film que rindiera homenaje al sueño… También, quería hacer un film que rindiera
homenaje a la creatividad». A veces me pregunto si podía haber algo después de Léolo.
La dama de la guadaña me contestó que no. Gracias, Lauzon, dondequiera que estés, por
recordarnos la urgencia de respirar el oxígeno de los sueños.

Suena el teléfono en mis entrañas. Soy incapaz de descolgar la llamada de Leo


invitándome a una borrachera de licor de náusea con un chorrito de atracón carnal. Sin
hielo, por favor. Camarero, exprima bien la vida para que pueda paladear el azucarado
regusto de la muerte… Perdone, ha llamado usted al número equivocado. Comunica. Se
han evaporado las respuestas.

Hasta hace poco no se encontraba en DVD y tampoco se había editado su magnífica


banda sonora, con temas, en cinco idiomas diferentes, de músicos tan heterogéneos
como Tom Waits, Rolling Stones, Loreena McKennitt, Gilbert Becaud o Ariel Ramírez.
¿Qué sucios intereses podía haber detrás? ¿Por qué no interesa que se extienda su
influencia? Si eres de los poseídos por el culto a Léolo, no olvides este libro: Léolo. La
escritura fílmica en el umbral de la psicosis (Contraluz libros de cine, 2000), de Jesús
González Requena y Amaya Ortiz de Zárate, un exhaustivo análisis del simbolismo
subyacente a lo largo de todo el film, un intento de enjaular lo inabarcable a la par que
una oportunidad de volver a empaparse la película sin necesidad de sentarse en una
butaca frente a ninguna pantalla. Desearás que no se termine…

Oye, Jean-Claude, ¿y si quedamos esta noche en mis sueños? Allí hay un garito, al final
de la fase REM, donde te invito a una copa. Hay tantas cosas que me gustaría
preguntarte…

Si todavía tienes hambre de Lauzon, tal vez tengas más suerte que yo y encuentres algo
de su filmografía anterior: Le secret du colonnel, corto en 16 milímetros que parodia un
anuncio de pollo frito; Super Marie, cortometraje que le dio el Gran Premio Norman
Mclaren en el Festival de Cine Estudiantil de Canadá; Piwi, tercera película corta,
editada en 1981; y Un zoo la nuit, el primer largo, de 1986. Ya sé que si lo consigues
querrás mantenerlo en secreto, es lo malo que tienen esos paradisíacos recovecos del
conocimiento, que no soportarías verlos convertidos en fenómeno de masas. Sin
embargo, yo prometo no contárselo a nadie… ¿Quién habrá sido el gilipollas a quien se
le ha ocurrido escribir un artículo sobre Léolo? Escóndelo bien, no dejes que ellos –los
normales- lo lean…

Muy bien, ahora vas a despertar. Solamente cuando haya contado hasta tres podrás abrir
los ojos. Uno… Dos. Bienvenido a la locura. El fiscal solicita la pena de muerte para el
aburguesamiento. Y ni siquiera tiene derecho a un abogado.

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