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Actualmente vivimos una transición donde confluyen dos fenómenos importantes, la aceleración
de la urbanidad y la revolución digital. Esto significa que más de la mitad de la población mundial
(un 55% o 3.600 millones de personas) viven ya en ciudades y se estima de acuerdo a datos del BID
que de aquí al 2050, el 70% de la población del planeta (o más de 6.000 millones de habitantes)
vivirá en entornos urbanos, además en pleno auge de avances tecnológicos que transformarán el
mercado laboral y la forma de vida de millones de personas.
Cabe destacar que contrario a lo que podría pensarse, el centro de las ciudades inteligentes no son
los avances tecnológicos, la tecnología es sólo una palanca vinculada al proceso de diseño y gestión
para el desarrollo, aunque indudablemente cataliza los procesos urbanos. Se trata al fin y al cabo de
aprovechar al máximo las herramientas disponibles para la mejora en la calidad de vida de millones
de personas.
Las ciudades se hacen inteligentes sólo cuando enfrentan la complejidad con visión sistémica,
contemplando aspectos ambientales, urbanos, sociales, culturales y económicos como un todo. Y
muy especialmente las ciudades inteligentes buscan el equilibrio de la vida urbana, reduciendo los
costos de oportunidad en el uso de los recursos disponibles, para lo que resulta estratégico la
gestión de datos que se generan en el entorno para suministrar la información a la administración
pública que permita una gestión transparente del presupuesto, una mejor provisión de bienes y
servicios públicos, optimización de recursos, eficiencia del gobierno, descentralización tributaria, y
especialmente participación ciudadana en la administración de recursos comunes, como garantía
de transparencia.
Sin embargo, no debemos olvidar, que más allá de las relaciones ciudadanas en los espacios
comunes o en el ámbito público, las ciudades inteligentes también definen un tipo de relación
fundamental en los entornos privados, proclive a la formación de diversos ecosistemas de
innovación, que las convierten en espacios vitales para que el individuo se desarrolle y mejore
continuamente su calidad de vida.
Una Smart-City, de acuerdo al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) es un espacio que genera
integración, suministra datos para una gestión transparente de los recursos públicos, genera
procedimientos comunes que aumentan la eficiencia del gobierno, permite una mayor participación
ciudadana en la administración de recursos, produce indicadores de desempeño que son útiles para
dar seguimiento y mejorar las políticas públicas, optimiza la asignación de recursos y mejora el grado
de satisfacción de los habitantes. Para que esto sea posible, las ciudades deben ser expresiones de
democracias auténticas, sólidas y descentralizadas.
Muchas ciudades Latinoamericanas representan espacios opresivos que cercan a los individuos y les
restan oportunidades de desarrollo, y aunque las tecnologías móviles y otros avances de la Cuarta
Revolución Industrial estén más o menos disponibles para algunas personas, estas ciudades distan
bastante de ser Smart-Cities, son más parecidas a junglas caóticas con pinceladas citadinas,
demostraciones fidedignas que NO sólo la tecnología convierte a las ciudades en inteligentes por
arte de magia.
Una ciudad debe, para llegar a ser inteligente, enfocarse en cuatro aspectos importantes: la
sostenibilidad, inclusión y transparencia, generación de riqueza o valor agregado y
adecuación a las necesidades de los ciudadanos. La clave para que una ciudad se convierta en
inteligente es que sus ciudadanos tomen las riendas del destino colectivo, velando por sus intereses
y el uso que se hace de sus recursos.