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Historia de la Cultura Ecuatoriana

o Introducción
o Capítulo I
o Primeras manifestaciones de realce cultural
 La Primera Generación de Quito
 Colegio de San Juan Evangelista
 El Colegio de San Andrés
 Profesorado y Alumnado
 Reorganización del Colegio en 1568
 Fin del Colegio

o Capítulo II
o Situación histórico-social de Quito en la segunda mitad del siglo XVI
 Organización social
 Instrucción Pública
 Vida de Cabildo
 Organización Eclesiástica
 La vida religiosa
 Las Alcabalas

o Capítulo III
o Las artes en el siglo XVI
 Arquitectura
 Orfebrería
 Imaginería
 Diego de Robles
 Luis de Ribera
 Fray Pedro Bedón

o Capítulo IV
o La instrucción pública durante el siglo XVII
 Hacia los estudios universitarios
 Universidad de San Fulgencio
 Los Jesuitas en la enseñanza pública
 La Instrucción Pública en las demás ciudades de la Audiencia
 Materias y Textos de enseñanza

o Capítulo V
o La oratoria sagrada en el siglo XVII

o Capítulo VI
o Manifestaciones artísticas, literarias y sociales
 Festejos por la canonización de San Raimundo
 Festejos por el nacimiento de Felipe IV
 La fiesta de Corpus
 Los funerales de la reina Margarita de Austria
 La colección de obras de arte del presidente Morga
 Escritos literarios
 Itinerario para párrocos de Indias
 El excelentísimo señor fray Gaspar de Villarroel
 La obra de Machado de Chaves
 Los padres José de Maldonado y Álvarez de Paz

o Capítulo VII
o Las artes en el siglo XVII

I.- Arquitectura

 Monasterios y recoletas
 La obra de fray Antonio Rodríguez
 Construcciones Dominicanas
 Guápulo
 El hermano Marcos Guerra
 El Carmen antiguo
 La construcción de San Agustín

o Capítulo VIII
o Las artes en el siglo XVII

II.- Escultura

 El barroco de los retablos


 Cofradías y pasos de Semana Santa
 Imaginería
 Los escultores

o Capítulo IX
o Las artes en el siglo XVII

III.- Pintura

 Hernando de la Cruz
 Miguel de Santiago
 Nicolás Javier Goríbar

o Capítulo X
o El colegio de San Fernando y la Universidad de Santo Tomás
 I.- Los estudios en la Orden Dominicana
 II.- Los Dominicos aspiran a fundar Universidad en Quito
 III.- Proceso de la fundación del Colegio de San Fernando y
Universidad de Santo Tomás
 IV.- Instalación del Colegio
 V.- Biblioteca y enseres del Colegio
 VI.- Organización de los estudios
 VII.- Los fundadores del Colegio y Universidad
 VIII.- Profesorado y estudiantado
 IX.- Método de Enseñanza
 X.- Textos manuscritos
 XI.- Los graduados
 Los estudios en San Francisco

o Capítulo XI
o El colegio de San Luis y la Universidad de San Gregorio en el siglo
XVIII
 La enseñanza en las ciudades de la Audiencia

o Capítulo XII
o Contribución ecuatoriana a los estudios científicos
 -I–
 La ciencia antes de la venida de los Geodésicos
 - II -
 La misión geodésica de Francia con Quito
 - III -
 Contribución ecuatoriana a la misión geodésica
 - IV -
 Pedro Franco Dávila y el Museo de Historia Natural de Madrid
 -V-
 Contribución ecuatoriana de la obra de Mutis
 - VI -
 Caldas y Humboldt en el Ecuador
 - VII -
 Mejía y el padre Solano
 García Moreno y las primera Politécnica
 El Ecuador visto por los extranjeros

o Capítulo XIII
o Nuevos aspectos de cultura
 La primera imprenta en la Audiencia de Quito
 Aporte cultural de los Jesuitas desterrados

o Capítulo XIV
o La enseñanza después de la expulsión de los Jesuitas
 La nueva Universidad de Santo Tomás
 Ambiente cultural de Quito en el último decenio del siglo XVIII
 Las ideas en la organización de los estudios
 La Enseñanza Superior en los últimos años de la Colonia
 Los Colegios de San Fernando y de San Luis

o Capítulo XV
o La instrucción pública durante la República
 La obra educativa de García Moreno
 La enseñanza después de García Moreno
 La enseñanza desde el Gobierno del general Alfaro
 Ojeada general de la Instrucción Pública después de 1916

o Capítulo XVI
o Las Bellas Artes durante el siglo XVIII
I.- Arquitectura

 Fachada de la Compañía
 La Sala Capitular de San Agustín
 El Carmen Moderno
 Capilla del Hospital
 El Hospicio
 El Tejar
 Camarín del Rosario
 Iglesia de El Belén
 Urbanismo Quiteño Colonial

o Capítulo XVII
o Las Bellas Artes en el siglo XVIII

II.- Escultura

 Retablos
 Bernardo de Legarda
 Caspicara
 Platería

o Capítulo XVIII
o Las Bellas Artes en el siglo XVIII
o III.- Pintura
 Pintores quiteños en la Flora de Bogotá
 Bernardo Rodríguez
 Manuel Samaniego y Jaramillo

o Capítulo XIX
o Las Bellas Artes durante la república

o Capítulo XX
o El Arte ecuatoriano en el siglo XX
 La interpretación del paisaje ecuatoriano
 La pintura ecuatoriana y su función social
 La crisis del arte religioso
 Individualidad y evolución
 Representantes de la escultura
 Estímulos y crítica
 Museos y colecciones

o Capítulo XXI
o Historiografía ecuatoriana
 Primeros protagonistas
 Escenario - Toponimia - Lengua
 Crisol de Ecuatorianidad
 Actas de las Cabildos
 Relaciones geográficas
 Compendio historial del estado de los indios del Perú
 Descripción y Relación del Estado Eclesiástico del Obispado de
San Francisco de Quito, por Diego Rodríguez Docampo, clérigo.
Año de 1650
 El padre Pedro Mercado y su Historia de la Provincia del Nuevo
Reino y Quito de la Compañía de Jesús
 La Historia del padre Juan de Velasco
 Pedro Fermín Cevallos
 Federico González Suárez
 La Academia Nacional de Historia
 Jacinto Jijón y Caamaño
 Nuevos Investigadores
 Historias con criterio de Partido
 La enseñanza de la Historia
 Aportes Monográficos
 Fuentes documentales para la Historia del Ecuador
 Revisión de la Historia Ecuatoriana

o Capítulo XXIII
o La Casa de la Cultura ecuatoriana
 La Casa de la Cultura y el Patrimonio Artístico
 Economía de la Casa de la Cultura
Historia de la Cultura del Ecuador
Introducción
Hace muchos años me dejé impresionar por la lectura de las Reflexiones sobre la
Historia del Mundo de Jacob Burckhardt. En su afán de comprender la realidad histórica,
insinuaba el estudio de la Religión, la Cultura y la Política, tres factores principales, cuya
eficiencia y mutuas relaciones, permitían adivinar las causas secretas que determinan el
proceso y cambio de la Historia. El mismo Burckhardt aplicó este criterio a su Historia
del Renacimiento Italiano.

Desde entonces acá se han aumentado los puntos de vista para abarcar la realidad
histórica, se han utilizado nuevos métodos de interpretación, se ha organizado una
historiología. Sobre todo, se ha impuesto el término Cultura, como el más adecuado para
traducir el proceso de la Historia, tanto que hoy en día la llamada Historia Universal se
ha convertido en Historia de la Cultura. ¿Cuál es, en este caso, el significado de la palabra
Cultura? Un sentido, de origen germano, entiende como el conjunto de individuos que a
lo largo del tiempo, en un espacio determinado, han poseído una misma concepción de la
vida. Historia de la Cultura sería, según esto, el proceso histórico de un pueblo, juzgado
por sus creaciones espirituales. Otro sentido, de origen francés, entiende por cultura el
conjunto de hechos de un pueblo, que pueden ser comprendidos por el historiador en
testimonios, es decir, en hechos presentes significativos. Como es fácil comprender, estos
dos sentidos se interfieren y completan. La Cultura histórica de un pueblo implica su
cultura espiritual reflejada en la objetividad de los hechos humanos.

Ahora bien, ¿qué es lo que confiere al hecho humano su significación histórica?


Supervivencia. El hecho pasado perdura en el presente en cuanto moldea nuestro ser y
nuestro ambiente. Y a los hechos poseedores de relación hacia el futuro les llamamos
testimonios, que permiten al historiador forjar la Historia subjetiva. Morfología de la
Cultura se denomina ahora el estudio de las formas culturales en que se manifiesta un
pueblo. Descubrir en testimonios fehacientes las creaciones espirituales de un país en su
proceso evolutivo es trazar su Historia, en el mejor sentido de esta palabra.

El compuesto humano señala la jerarquía de las formas que determinan su


realce. Maritain reduce a un triple aspecto el fin natural del hombre. El primero es el
dominio sobre la naturaleza y la conquista de la autonomía para la humanidad, en
cumplimiento de las palabras que se leen en el Génesis: «Y Dios los bendijo diciendo:
Creced y multiplicaos, y llenad la tierra y sojuzgadla, y reinad sobre los peces del mar, y
las aves del cielo y toda creatura viviente que se mueve sobre la tierra». (I, 28).
Lamartine formuló en palabras sencillas este primer número del programa de la vida
humana: «Nuestro deber primero, vivir y hacer en lo posible feliz la vida de los que nos
rodean»

Esta primera etapa de dominio de la naturaleza física provoca la investigación y


desarrollo de las ciencias naturales y la técnica, que contribuyen a la economía de la vida
humana. El segundo aspecto es el desarrollo de las actividades inmanentes o espirituales,
que florecen en los varios grados de conocimiento, desde las ciencias del espíritu hasta la
filosofía y la actividad creadora del arte. El tercer aspecto abarca la manifestación de
todas las potencialidades de la naturaleza humana.

Sobre este orden natural, compenetrándose con él y elevándolo, se ofrece el orden


sobrenatural, fuente de nuevas manifestaciones de realce, que culminan en la Teología.
Desde la sugestión de Burckhardt pensé en la posibilidad de interpretar el proceso
histórico del Ecuador al través de las manifestaciones culturales. La idea se ofrecía tanto
más halagadora y necesaria, cuanto que nuestro máximo historiador, el excelentísimo
señor González Suárez, había consagrado el último tomo, como mero apéndice de
su Historia General, al aspecto de la Cultura. Lecturas, observación de testimonios,
apuntes marginales, meditaciones, han ido convirtiéndose lentamente en el presente
volumen, que lleva un título, acaso pretencioso, pero sugerente.

Los hechos de realce cultural ecuatoriano aparecen en la educación del pueblo, en


las manifestaciones de arte, en el aporte a los conocimientos científicos, en las obras
literarias, en la conciencia de su vida histórica. En estos testimonios puede apreciarse el
proceso evolutivo del pueblo ecuatoriano en su afán de realce cultural. La Cultura
histórica del Ecuador, los hechos, perpetuados en testimonios perviven en el presente,
constituyen un patrimonio colectivo, modelan el ambiente en que se van sucediendo las
generaciones. Al tiempo se le ha comparado con un río. El instante que pasa se conecta
con el presente y éste con el futuro en conexión ininterrumpida, como las gotas de agua
de una corriente. En la de la Cultura van sumándose tributos de nuevas formas que
acrecientan el caudal para las generaciones del porvenir.
En la Historia de la cultura no hace falta dividir su proceso por edades. Puede la
Política advertir un cambio social con el hecho de la Independencia. La Cultura sigue su
camino, indiferente a cuanto no implique una manifestación de formas nuevas. El método
de ordenar la relación al compás del tiempo ha dado por resultado una aparente discreción
hacia aspectos que se completan tan sólo en el conjunto. Un índice de materias facilitará
al lector la comprensión de los factores que han intervenido en la integración de nuestra
cultura. El libro es un ensayo que estimulará a los ecuatorianos al estudio de la historia
de la Patria.
Capítulo I

Primeras manifestaciones de realce cultural

La Primera Generación de Quito

Fueron 204 españoles que se inscribieron en el primer padrón, como vecinos y


fundadores de la ciudad de Quito. Este número determinó el urbanismo primitivo,
planificación del espacio habitable, donde cada conquistador tuvo un lugar señalado por
el Cabildo. Ya en esta distribución primera se valorizó el mérito de los ciudadanos en la
organización social. A quienes habían servido con plata y persona se les asignó doble
solar en la urbe, estancia de cultivo en el campo, y título de encomienda sobre indios
tributarios. Estos capitanes de a caballo fueron normalmente los designados para
funcionarios de la administración civil. Los demás, de conquistadores se convirtieron en
profesionales de todas las actividades sociales. Para ellos el Cabildo fue señalando el
arancel de su trabajo. Se organizaron en gremios para mejor satisfacer las urgencias de la
vida colectiva, como albañiles, carpinteros, curtidores, zapateros, herreros, silleros,
sastres y plateros.

No consta en el padrón de fundadores el nombre de mujer alguna. El 4 de marzo de


1542, el capitán Alonso Hernández, Procurador por el Cabildo de Quito ante la Corte,
hizo presente al Emperador que «muchos vecinos de Quito encomenderos estaban
casados en España y tenían, sus mujeres e hijos y algunos de ellos estaban amancebados
con las indias». En consecuencia, consiguió una cédula real que mandaba a los que eran
casados trasladasen sus mujeres a Quito en el plazo de tres años. Rodrigo Núñez de
Bonilla y Alonso Bastidas hicieron venir de Méjico a sus novias, María de la Cueva e
Isabel de la Cueva, que habían formado parte del cortejo de doncellas nobles que don
Pedro de Alvarado trajo a la Nueva España en compañía de su mujer doña Beatriz de la
Cueva. Gonzalo Días de Pineda casó con doña Beatriz, hija de Pedro de Puelles. Diego
de Torres contrajo matrimonio con Isabel de Aguilar. Pedro Martín Montanero desposó
con María Jaramillo. De estos enlaces de padres españoles nacieron los
primeros criollos quiteños. A propósito de estos matrimonios cabe recordar el episodio
narrado por Garcilaso de la Vega. Cuando llegó don Pedro de Alvarado a Huahutimallan
con las doncellas destinadas a los conquistadores, se hicieron fiestas de presentación y
regocijo. «En una de ellas acaeció, que mirando un sarao que había, las damas miraban la
fiesta desde una puerta que tomaba la sala a la larga. Estaban detrás de una antepuerta,
por la honestidad y por estar cubiertas. Una de ellas dijo a las otras: "Dicen que nos hemos
de casar con estos conquistadores". Dijo otra: "¿Con estos viejos podridos nos habíamos
de casar? Cásese quien quisiere, que yo, por cierto, no pienso casar con ninguno de ellos.
Dolos al Diablo: parece que escaparon del infierno, según están estropeados: unos cojos
y otros mancos, otros sin orejas, otros con un ojo, otros con media cara y el mejor librado
la tiene cruzada una y dos y más veces". Dijo la primera: "No hemos de casar con ellos
por su gentileza, sino por heredar los indios que tienen, que, según están viejos y
cansados, se han de morir presto, y entonces podremos escoger el mozo que quisiéramos
en lugar del viejo, como suelen trocar una caldera vieja y rota por otra sana y nueva"».
Esta previsión femenina se convirtió en realidad. Además de los ya mencionados,
Catalina Calderón, viuda de Alonso de Castro, casó con Diego Sandoval; Beatriz Díaz de
Pineda, con Juan de Illanes y después con Francisco de Campos; Isabel de Aguilar, con
Rodrigo de Paz; María Jaramillo, con Alonso de Paz. Algunos criollos huérfanos
heredaron la encomienda de sus padres: algunas viudas traspasaron la herencia a sus
segundos maridos.
La estadística de encomenderos de la Relación de 1573, anota a muchos ya difuntos
y detalla los nombres de los herederos que estaban en tutela. A estos les convenía el
nombre de CRIOLLOS, hijos de padres españoles, pero nacidos en suelo americano.
No pocos encomenderos y conquistadores habían mezclado su sangre con la nobleza
incaica. Diego de Sandoval, antes de casarse en Popayán con mujer española, dio su mano
en Quito a una coya, hija de Huayna Cápac. Rodrigo de Salazar se casó con Ana Pella,
hija de Mango Inga. Diego de Gutiérrez Medina se desposó con Isabel Atabalipa, hija de
Atahualpa. Diego Lobato aceptó por su mujer a Isabel Jarapalla, cuzqueña, una de las más
distinguidas mujeres de Atahualpa. El Cabildo de Quito, del 4 de diciembre de 1540,
aceptó por Alguacil Mayor de la Ciudad, a Francisco Pizarro, hijo natural de Gonzalo
Pizarro. Estos matrimonios legítimos de español con indias procrearon a los llamados
MESTIZOS, que llevaban consigo la hibridez de sangre. En esta clase hay que hacer
intervenir a casi todos los fundadores de la ciudad que comenzaron a ejercer la artesanía.
La Relación de 1573 cita, como caso de excepción, el de un albañil González que cambió
de posición social, casándose con la viuda del encomendero Antón Díaz.
Fuera de estos mestizos, nacidos de matrimonio, había muchos otros de enlace
ilegítimo, que componían la naciente sociedad. El elemento indígena constituía el núcleo
más abundante de la población. La Relación anónima de 1573 anota, refiriéndose a toda
la Provincia: «Habrá en esta Provincia más de treinta mil indios casados y todos bien
tratados sus personas, porque se visten de ropa de algodón y lana y como hay tantas ovejas
de Castilla, se aprovechan de la lana para sus vestidos, aunque la mayor cantidad de ropa
es de algodón que siembran en tierra caliente y es su rescate en esta ciudad». De este
número había muchas familias indígenas establecidas en la ciudad, cuyos matrimonios
habían sido ya bendecidos por la Iglesia.
De 1534 a 1552 había tiempo suficiente para formar la primera generación,
compuesta de criollos, mestizos e indios, que reclamaban la atención educativa de la
nueva sociedad organizada.

Colegio de San Juan Evangelista

Juan Griego fue el primer maestro que enseñó a leer y a escribir a criollos y mestizos,
a costa de los padres de familia. Como su gentilicio lo indica, fue originario de Grecia.
Se estableció en Quito a raíz de la conquista. Asentó plaza de mercader y se comprometió
a enseñar las primeras letras. Más tarde, para sacarlo de Quito, se le acusó de haber
intervenido en la rebelión de Gonzalo Pizarro. En su defensa pudo alegar el testimonio de
fray Jodoco Ricke, fray Pedro Gocial y de algunos de sus discípulos. Estos manifestaron
que su maestro les adiestró en lectura y escritura en la Catedral, que a falta de sitio
adecuado, sirvió de iglesia y de escuela.
Con la venida del ilustrísimo señor Díaz Arias a Quito se sintió la necesidad de una
casa de escuela aparte.
Reclamado el local por el Obispo y de acuerdo con él, se hicieron cargo de la
enseñanza los padres de San Francisco, desde 1551. De la etapa inicial de esta nueva
docencia hay un testimonio de Alonso Trelles, funcionario real que pasó por Quito en
enero de 1552, que dice: «La instrucción y doctrina de los naturales de esta tierra he visto
que se hace muy bien mediante el cuidado que el Obispo y los Religiosos de la Orden de
san Francisco que en esta Provincia residen se pone [...] Es la doctrina en la iglesia y
monasterio y en los pueblos principales de indios hay frailes que con gran voluntad y
buen ejemplo entienden en esto. El postrero día de Pascua de Navidad que ahora pasó vi
bautizar en el Monasterio de San Francisco cien muchachos poco más o menos; todos
ellos saben muy bien la doctrina cristiana y hay otros muchos que saben leer y escribir y
según sus principios y el buen entendimiento que la gente de esta tierra tiene, se cree que
han de aprovechar mucho, como haya perseverancia con el cuidado y diligencia que al
presente».
Del texto de este dato hay que subrayar el aprecio de la capacidad mental que
demostraba esta primera generación de quiteños. A esta sazón vino como custodio del
Convento de San Francisco, el padre Francisco de Morales, espíritu organizador que
fundó el primer centro de enseñanza, con el nombre de Colegio de San Juan Evangelista.
Después de cinco años de funcionamiento de este plantel, el padre Morales levantó una
información, el 3 de julio de 1557, ante el gobernador Gil Ramírez Dávalos, con el objeto
de obtener una ayuda económica para continuar la obra de la educación de la niñez
quiteña. De la respuesta que dieron los testigos, se deducen los detalles de la organización
de este primer Colegio.
Estaba destinado de preferencia a los naturales, luego a los pobres mestizos y
españoles huérfanos, «o de otra cualquiera generación que sean». Los profesores eran de
ordinario dos religiosos que enseñaban, respectivamente, el arte de la gramática y el arte
de canto llano y órgano y a leer y a escribir a todos los alumnos. La enseñanza era gratuita.
Aparte de este alumnado, había en Quito muchos hijos de españoles que habían quedado
huérfanos, a los cuales se podía dar educación si la autoridad civil ayudaba a la economía
del plantel.
Desde el principio esta iniciativa franciscana halló la voz de aliento tanto del Virrey
como del Obispo. Fray Francisco de Morales escribió al respecto a Carlos V, el 13 de
enero de 1552: «para hacer esto tenemos, por la gracia de Nuestro Señor y diligencia de
Vuestra Alteza, todo el favor acá posible con el virrey don Antonio de Mendoza y con el
Obispo de Quito, el cual, como verdadero Obispo, en persona cada fiesta doctrina los
indios cuyo pastor es, y en todo lo demás que a su oficio toca, ninguno pudiéramos desear,
ni más cuidadoso ni más religioso». Cosa de seis años duró el Colegio de San Juan
Evangelista merced al heroico esfuerzo de los padres franciscanos. Pero la obra no podía
continuar sin respaldo económico. El padre Morales, durante su custodianía, pudo darse
cuenta de que aumentaban los alumnos con el proceso de los grados y crecían los gastos
de parte de la Comunidad.
Uno de los testigos afirmó que los religiosos tenían que imponerse privaciones para
poder sostener el Colegio.
La información de julio de 1557 era un reconocimiento de la labor realizada y un
reclamo de ayuda para continuar la obra. Debió verificarse esta probanza de común
acuerdo entre el padre Morarles y Gil Ramírez Dávalos. Era el requisito legal para
justificar las inversiones del tesoro real. Antes de ausentarse de Quito, procuró el padre
Morales dejar asegurada la vida del Colegio por él fundado, al iniciar el gobierno de la
Custodianía franciscana de Quito.

El Colegio de San Andrés

El cambio de nombre del Colegio franciscano se debió posiblemente al deseo de


interesar, a favor del plantel, al virrey don Andrés Hurtado de Mendoza. Al fundar la
ciudad de Cuenca, Ramírez Dávalos impuso ese nombre en homenaje al mismo Virrey,
que había nacido en Cuenca de España. En una probanza posterior se alude al Acta de
fundación del nuevo Colegio reorganizado, a nombre del Virrey. Había, además, una
razón más profunda. A la Corte de Carlos V había llegado una queja de los padres de San
Francisco de que tanto el obispo Díaz Arias, interesado al principio en el Colegio, como
el Cabildo de Quito, querían intervenir en la dirección interna del plantel como también
en el cambio de lugar de la enseñanza. Mediante cédula de 13 de septiembre de 1555, el
Emperador tomó por su cuenta el patronazgo y conservación del Colegio, declarándolo
Colegio de patronato real. El cambio de nombre significó, pues, la transformación del
Colegio particular de San Juan Evangelista en el Colegio oficial de San Andrés.
El Marqués de Cañete, no bien llegado a Lima (29 de junio de 1556), había asignado
por dos años seiscientos pesos en tributos vacos al Colegio Franciscano de Quito. La
encomienda vacante había sido de Martín Aguirre. Como más tarde el Conde de Nieva
concedió la encomienda a Francisco Ponce, ordenó que los trescientos pesos señalados
para el Colegio se tomasen de los fondos de la hacienda real. La subida de Felipe II al
trono redundó también en beneficio del Colegio. Con este motivo se hizo gracia de la vida
a un esclavo negro llamado Francisco, condenado a muerte por haber militado en las
banderas del insurgente Hernández Girón. Se sacó a remate al negro y se hizo de él
Sebastián de Santisteban por la cantidad de trescientos ochenta pesos, que fueron
asignados a la economía del Colegio de San Andrés. Además de estas entradas oficiales,
no faltaban donativos de los vecinos y una que otra manda de personas interesadas en la
marcha del Colegio.
Desde el establecimiento del plantel, desempeñó el cargo de administrador Álvaro
Camión, quien figura en el cobro de las entregas periódicas que hacían los mayordomos
de las Cajas Reales. Él dio después testimonio fehaciente de la forma de inversión de los
fondos del Colegio.
Profesorado y Alumnado

El padre Morales en su calidad de Custodio y personaje de visión e influjo social,


dio los pasos legales para la fundación del primer Colegio y luego para su reorganización
como plantel oficial. Mas el peso de la enseñanza sobrellevaron sus hermanos de hábito
y profesores de fuera.
A la cabeza de ellos estuvo fray Jodoco Ricke, con el dinamismo mesurado y eficaz
de su carácter flamenco. A él se debió la construcción del local y la orientación práctica
de la enseñanza. Protagonizándole en la acción conjunta del magisterio, se dijo de él
que «enseñó (a los indios) a arar con bueyes, hacer yugos, arados y carretas [...] la manera
de contar en cifras de guarismo y Castellano [...] a leer y escribir [...] y tañer los
instrumentos de música, tecla y cuerdas, sacabuches y cheremías, flautas y trompetas y
cornetas y el canto de órgano y llano». Se le tuvo por astrólogo y profeta, por la previsión
de los efectos que de la enseñanza habían de redundar en la organización social.
Junto a fray Jodoco estaba su compatriota fray Pedro Gocial, a quien llama fray Pedro
Pintor, el Obispo Lizárraga. Efecto de su enseñanza fue el que los alumnos
salieran «perfectos pintores y escritores y apuntadores de libros».
Al lado de estos religiosos hay que colocar al maestro indígena Jorge de la Cruz
Mitima y a su hijo Francisco Morocho, quienes, desde 1548, dirigieron la construcción
del templo y convento franciscanos. El simple ejercicio de la obra de albañilería, previos
el labrado de la piedra, la hornada de ladrillos, las proporciones de la mezcla y el trabajo
constructivo, era una enseñanza práctica a la curiosidad natural de los alumnos.
De los padres dedicados al profesorado constan los nombres de fray Francisco
Morillo y fray José de Villalobos, que enseñaban Gramática y a leer y escribir a los
estudiantes.
De fuera del convento se mencionan los nombres de Becerra, profesor de canto;
Andrés Lazo, maestro de canto y tañido de chirimías, flautas y tecla; el Bachiller Agustín
Vega, profesor de Gramática; al que sucedieron Alarcón, Baltasar Núñez y el bachiller
Ovando. A todos estos se les pagaba de los fondos del Colegio.
El alumnado lo formaban en su mayoría los indios, luego los mestizos y los criollos
huérfanos. Inspirados por la Religión, los Franciscanos procuraron en su Colegio
fomentar la compenetración de las clases sociales, que daría a la ciudad de Quito un
sentido de comprensión y convivencia respetuosa. Diez años habían transcurrido de la
inauguración del Colegio de San Andrés y pudo ya ponerse en evidencia el resultado de
la enseñanza. Cuando en 1568, fray Juan Cabezas de los Reyes consiguió que la
Audiencia de Quito secundara la obra docente del plantel franciscano, pudo presentar un
grupo selecto de indios capacitados para el magisterio. Bajo la dirección de fray Juan de
Obeso, se comprometieron Diego Gutiérrez, indio natural de Quito para la enseñanza de
canto, escritura y tañido de tecla y flautas; Pedro Díaz, nativo de Tanta, para canto llano,
órgano, lectura, escritura, y tañido de flautas y chirimías; Juan Mitima, indio de
Latacunga, para canto y tocado de sacabuches; Cristóbal de Santa María, natural de Quito,
para canto, lectura y tañido de instrumentos. A estos maestros de enseñanza ordinaria se
les dieron por ayudantes a Juan Oña, natural de Cotocollao; Diego Guaña, indio de
Conocoto; Antonio Fernández, nativo de Guangopolo y Sancho, natural de Pizoli. Este
hecho demuestra la atención que en la enseñanza se dio a la clase indígena, cuya
capacidad se puso de relieve al cabo de tan poco tiempo. Además, hay que destacar el
acierto del apostolado franciscano en elegir para internos del Colegio a los hijos de los
caciques. Estos alumnos ya formados debían ser los mejores auxiliares de los Doctrineros,
en la obra de cultura y evangelización del indio. Como prueba de la eficacia de este
método se cita el caso del indio Cristobalico, natural de Caranqui, que enseñó a sus padres
la doctrina cristiana y los trajo a Quito para que se bautizasen, consiguiendo que
Bartolomé Ruiz hiciese de padrino. Al mismo respecto viene bien el testimonio del obispo
fray Reginaldo de Lizárraga, que recibió la tonsura del obispo Díaz Arias. «El sitio del
Convento, dice, es muy grande, en una plaza de una cuadra delante del, a donde
incorporado con el convento tenían [...] un Colegio, así lo llamaban, do enseñaban la
doctrina a muchos indios de diferentes repartimientos, porque a la sazón no había tantos
sacerdotes que en ellos pudiesen residir como ágora; demás de les enseñar la doctrina les
enseñaban también a leer, escribir, cantar y tañer flautas; en este tiempo las voces de los
muchachos indios, mestizos y aún españoles eran bonísimas; particularmente eran tiples
admirables. Conocí en este Colegio un muchacho indio llamado Juan, y por ser bermejo
de su nacimiento le llamaban Juan Bermejo, que podía ser tiple en la capilla del Sumo
Pontífice; este muchacho salió tan diestro en el canto de órgano, flauta y tecla, que ya
hombre le sacaron para iglesia mayor, donde sirve de maeso de capilla y organista: de
este he oído decir que llegando a sus manos las obras de Guerrero, de canto de órgano,
maeso de capilla de Sevilla, famoso en nuestros tiempos, le enmendó algunas
consonancias, las cuales venidas a manos de Guerrero conoció su falta».
De los mestizos educados en el Colegio de San Andrés, algunos de ellos aspiraron al
sacerdocio. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña informó que había ordenado hasta
ocho candidatos, que llegaron, por su conducta y competencia, a ser los mejores ministros
de la Iglesia quiteña de la segunda mitad del siglo XVI.

Reorganización del Colegio en 1568

El éxito del Colegio en la segunda etapa de su acción dependió en gran parte de la


ayuda económica del Gobierno. La muerte del Conde de Nieva ocasionó el desempeño
interino del mando por parte del licenciado García de Castro, Presidente de la Audiencia
de Lima, quien suspendió al Colegio de Quito la subvención de los trescientos pesos con
que se le favorecía. Al mismo tiempo la creación de la Audiencia de Quito dio margen a
una nueva organización de la forma total del Gobierno político. De hecho quedó el plantel
privado de fondos para pago de profesores y gastos en el sustento de los internos y en el
material didáctico. En consecuencia hubo el Colegio de decaer en su marcha y correr el
peligro de extinguirse y casi desaparecer.
Ventajosamente fue nombrado, en 1565, Guardián del Convento de Quito el padre
fray Juan Cabezas de los Reyes, quien asumió la tarea de rehabilitar el Colegio. El 15 de
noviembre escribió a Felipe II, dándole a conocer la situación lamentable del plantel hasta
hacía poco floreciente y suplicando su regia intervención ante la Audiencia,
recientemente establecida en Quito. Esta petición surtió su efecto. El 10 de febrero de
1567, el Rey despachó desde Madrid una cédula, en que ordenaba a la Audiencia de Quito
le informase sobre el asunto y entretanto diese al Colegio la ayuda que juzgase
conveniente. A esta circunstancia se debió la probanza que hizo el padre Cabezas de los
Reyes el 5 de abril de 1568, que consiguió que el 29 del mismo mes y año la Audiencia
destinara, a la reanudación de la marcha del Colegio, la cantidad de cuatrocientos pesos.
De esta suma se destinaron cien pesos para cartillas, libros de lectura, papel, tinta y
libros de canto; otros cien para sostenimiento de los internos y los doscientos restantes
para el pago a los profesores. Esta vez el magisterio estuvo en casi su totalidad a cargo de
los indios formados en el mismo Colegio. El 29 de mayo de 1568 se firmó el contrato
entre el padre de los Reyes y diez maestros indígenas, que reemplazaron a los profesores
españoles.
El prospecto que se redactó para esta nueva etapa de enseñanza consultaba todos los
detalles de una reorganización completa. Ante todo el ideario del plantel. No podía
justificarse el dominio español sino por la conversión de los indios. Ahora bien, «en
cuarenta leguas alrededor de la ciudad, había más de veinte diversidad de lenguas y
muchos de estos indios no entendían la lengua general de estos reinos». Para atender esta
realidad, no había mejor medio que concentrar en el Colegio a indios seleccionados de
las diversas provincias, para educarlos a fin de que pudiesen servir de auxiliares del
Doctrinero y maestro de sus respectivos núcleos familiares. La enseñanza debía
proporcionárselos en quichua y también en castellano, para mejor comprensión de la
doctrina cristiana y facilidad de transmisión a los demás indios.
En treinta y cuatro años que habían pasado desde la conquista, con su secuela de
luchas civiles entre españoles y maltrato a los indios, no se podía disimular el recelo y
retraimiento que guardaban los naturales contra los españoles conquistadores. Había que
darles «a entender a los señores naturales de esta tierra como el Rey por lo mucho que les
quería hacía este Colegio para que sus hijos aprendiesen a leer y fuesen hombres. De este
modo se les quitaría mucha parte del odio y tomarían amor con su Majestad viendo que
en el dicho Colegio les enseñaban a sus hijos». De acuerdo con este ideal se formuló tanto
el orden de materias como el horario de enseñanza.
Internos y externos se reunían a la salida del sol para iniciar las clases. Comenzaban
con la recitación en voz alta de la Doctrina Cristiana y luego los que ya sabían leer rezaban
a coros el Oficio de la Virgen hasta nona. En seguida se distribuían a las clases para
estudiar, según los días de la semana, catecismo, lectura, escritura, canto, gramática,
rudimentos de latín y tañido de instrumentos. A las nueve, al son de campana, se alzaban
de las clases y acudían todos a la iglesia a oír la Misa, en que se ejercitaban a acolitar y
practicar el canto. Concluida la Misa, salían los externos a almorzar en sus casas y los
internos en el comedor del Convento.
El horario de la tarde comenzaba a mediodía con la recitación de la Doctrina y el
rezo coral de Vísperas y Completas del Oficio de la Virgen. Luego se repartían los
alumnos a las aulas para proseguir el estudio de las materias como en la mañana. El día
escolar se cerraba con el canto de la Salve a la puesta del sol. Según las inclinaciones de
los alumnos, observa el informe «se les ha enseñado en el dicho Colegio a muchos indios
muchos oficios como son albañiles y carpinteros y barberos y otros que hacen texa e
ladrillos y otros plateros e pinteros de donde ha venido mucho bien a la tierra y otras cosas
así necesarias para su salvación como a su pulicía». Mientras funcionaba el Colegio, fray
Jodoco dirigía la construcción de la iglesia y el tramo principal del Convento. Al mismo
tiempo abría el acueducto que desde el sitio Las llagas del Pichincha avanzaba hasta el
convento para provisión de agua propia a la pila, huerta y dependencias de la casa. El
mismo fray Jodoco fue el constructor del reloj que señalaba las horas y un hermano lego
armó los primeros órganos para las iglesias de la ciudad. El Colegio de modo casi
espontáneo se convirtió, pues, en centro de enseñanza primaria y en escuela de artes y
oficios.
En la probanza de 1568 atestiguaron el éxito social del Colegio, no sólo los
principales señores de Quito, sino el arcediano Rodríguez de Aguayo y el prior de Santo
Domingo, fray Domingo de Valdés.

Fin del Colegio

La última etapa del Colegio duró trece años. Desde 1551 a 1581 habían transcurrido
tres decenios en que los padres de San Francisco sostuvieron el plantel a costa de labor
heroica. La ayuda de las cajas reales era escasa y dependía de la voluntad no siempre
favorable de los funcionarios. A la escasez económica se sumó la actitud de los Obispos,
que reclamaban la asistencia de los indios a la iglesia Catedral y el reemplazo en las
Doctrinas de los padres Franciscanos con elementos del clero secular. Además, a partir
de 1568, el obispo de la Peña había distribuido las parroquias y doctrinas de la Diócesis
de Quito, señalando a los Franciscanos treinta y siete en el callejón interandino. Este
servicio religioso requería personal que naturalmente debía salir del Convento Máximo.
Quizá se deba a esto la resolución de los Comisarios de deshacerse de la obligación del
Colegio que demandaba personal estable en Quito.
Se explica de este modo el alcance de la siguiente carta escrita el 28 de febrero de
1581 a Felipe II por el licenciado Diego de Ortegón. «En el Convento de San Francisco
de esta ciudad estaba fundado un Colegio de indios por orden y mandato de Vuestra
Majestad, en que eran enseñados a leer, escribir, cantar y tañer y otras buenas artes,
doctrina y policía y los frailes de San Francisco lo han dexado agora en estos días por
causas y motivos que para ello tuvieron. Y porque tan buena obra no cese esta Audiencia
lo encargó a los religiosos de la Orden de San Agustín de esta ciudad, los cuales la
aceptaron y tomaron a su cargo y la posesión de él, por estar más desocupados que los de
San Francisco ni otra Orden. Halo contradicho el Obispo pidiendo se pasase este Colegio
a la iglesia mayor de esta ciudad y pretende ocurrir a suplicarlo a Vuestra Majestad.
Vuestra Majestad será servido mandar se deniegue al Obispo esta su pretensión y se
confirme lo hecho por la Audiencia; porque de tener este Colegio a cargo de los religiosos
que está dicho se esperan muchos buenos frutos como se ve y se ha visto en las doctrinas
de naturales que tienen a cargo los religiosos y la falta que hay en la de los clérigos y lo
mismo habría en lo del Colegio si clérigos lo tuvieran a su cargo».
El traspaso del Colegio de San Francisco a San Agustín, no tuvo más alcance que el
cambio de asignación de ayuda de parte de las cajas reales. La entrega se hizo por
inventario, en que no constaban sino tres chirimías, cinco cartapacios de música con
motetes del maestro sevillano. Francisco Guerrero, ocho cartapacios de manuscritos,
nueve vestidos de bayeta para danzas y una caja de libros de romance y cartillas para
niños.
La falta de documentos no permite apreciar la labor docente de los padres Agustinos
en el Colegio, que de hecho no tuvo continuidad. Al contrario los padres de San Francisco
prosiguieron en dar cabida en su convento a los indios que a él acudían como a hogar de
confianza, por haber recibido ahí su educación primera y por tener ahí organizadas sus
cofradías y entierros. Todavía en 1582 el padre Luis Martínez y en 1585 el padre Juan de
Alcocer representaban al Rey el interés que el Convento de San Francisco ponía en
instruir a los indios, que no se resignaban a abandonar a padres que los habían formado a
costa de tanto sacrificio.
La realidad en el fondo fue que después de dos generaciones había cambiado el
ambiente de la vida pública. La personalidad enérgica del señor de la Peña organizó la
administración de la Diócesis, de acuerdo con las normas del Concilio de Trento. La
creación de la Audiencia limitó muchas atribuciones al Cabildo y representó de cerca la
autoridad del Rey. Comenzó a tomarse conciencia del sentido de nacionalidad, con el
elemento étnico fusionado, merced a la educación que había proporcionado el Colegio de
San Andrés. La acción benéfica de los padres de San Francisco debía hacerse presente en
adelante en la administración de las doctrinas, donde pudieron continuar aunque en menor
escala, su labor de rehabilitación del indio.
Capítulo II

Situación histórico-social de Quito en la segunda mitad del siglo XVI

Organización social

No es posible apreciar el valor histórico del Colegio de San Andrés sin


relacionarlo con la totalidad del ambiente social, en que desarrolló su acción. De acuerdo
con Ovando, el cronista mayor de Indias, Juan López de Velasco, formuló un cuestionario
de cincuenta preguntas, que fue enviado a todas las Audiencias, con el objeto de obtener
datos precisos y homogéneos, para elaborar una síntesis de la realidad del Nuevo Mundo.
La Audiencia de Quito encomendó al Cabildo la contestación al cuestionario. Data del 23
de enero de 1577, la Respuesta de la descripción de la tierra que envió el Cabildo de Quito
a Su Majestad. De este documento de primera mano se puede colegir la situación histórico
social de Quito, en el último cuarto del siglo XVI.

En las actas del Cabildo del 7 de junio de 1549, constan veinte y siete
encomenderos que recibían tributo de los indios. En la información de 1577 el número
asciende a treinta y nueve. De estas encomiendas, once habían pasado a los hijos de los
conquistadores; cinco, a través de las viudas, al nuevo marido de éstas; nueve gozaban
sus encomenderos por dos vidas; las demás habían sido concedidas posteriormente. El
territorio de estos repartimientos estaba comprendido entre Tulcán al norte y Tixán al sur.
El número de indios tributarios, con edad de dieciocho a cincuenta años, era de cincuenta
mil; el total, contando mujeres, niños y viejos, ascendía a doscientos mil. Los tributos,
tanto en dinero como en especies, se pagaban semestralmente, el 24 de junio y el 25 de
diciembre. Eran las fechas en que se proveían con abundancia el mercado y el comercio
y se abarataba la vida.

La encomienda implicó de suyo la creación de una doctrina para servicio religioso


de los indios. La Doctrina fue el núcleo de vida cívica, que se transformó en parroquia.
Los doctrineros introdujeron el calendario de fiestas, aceptadas en la Diócesis. Las
centrales eran las Pascuas y Corpus Christi. Pascua de Navidad y Corpus coincidían con
las fechas de pago de tributo. Se explica que circunstancias económicas, sociales y
religiosas, dieron origen a folklore de Navidad y Corpus. De este fondo popular anónimo
nacieron los pasillos para regocijo de los Pases del Niño y los Sanjuanitos, que
acompañaban a las fiestas de Corpus y San Juan.

Debemos destacar aquí el papel que desempeñaron los indios educados en el


Colegio de San Andrés. Ellos llevaron a su Doctrina respectiva el sentido religioso de las
fiestas y el ceremonial y música para celebrarlas; lo cual contribuyó para conservar una
tónica unitaria en todos los pueblos de la Audiencia.

A estos encomenderos, favorecidos por el Rey, se les obligaba a conservar su


puesto de distinción social y acudir a requerimientos de honor y de servicio. Fuera de
estos vecinos feudatarios, había, doscientos terratenientes, ocupados en labores de
agricultura; cien mercaderes que negociaban en ropas y mercaderías de España y de la
tierra; doscientos que desempeñaban labores de artesanía: en total cerca de mil españoles,
quiteñizados ya por el nacimiento o la residencia. Tenía entonces la ciudad «quinientas
casas de morada bien labradas y edificadas muchas de ellas de cal y ladrillo y teja y
algunas de cantería».

Había en «la ciudad y distrito de la Real Audiencia dos mil mestizos y mestizas,
hijos de españoles e indias de todas edades. Era gente belicosa, ligeros, fuertes e
ingeniosos y por la mayor parte diestros en las armas y a caballo, a cuyo ejercicio eran
muy inclinados y hacendosos; porque por la mayor parte tomaban lo bueno de los padres.
Estaban casadas muchas con españoles y probaban bien en el matrimonio. Otras estaban
perdidas por no tener abrigo de padres ni deudos por haberse muerto en las conquistas y
batallas pasadas».

Había, asimismo, «muchos mulatos hijos de negros e indios, que llaman


cambaichos, los cuales eran libres de toda sujeción o servidumbre forzosa; servían a
soldada por concierto todo género de servidumbre; muchos de ellos eran oficiales de todos
los oficios».

Integrando la población, había en la ciudad trescientas mujeres españolas, más de


cuatrocientas mestizas, algunos negros y negras horras y doscientos entre mulatos y
mulatas.

En sus términos tenía Quito tres ingenios de azúcar, donde se beneficiaba el


azúcar, la miel y las conservas. Y había cuatro obrajes en que se hacían paños de todos
los colores, frazadas, sayales y jergas y uno más en que se hacían lienzos y telillas de lino
y dos fábricas de sombreros, que proporcionaban cuatro mil al año para uso de toda clase
de gentes. En el Machángara se habían construido tenerías y curtiembres y junto a la
ciudad había la cantera, de la cual se sacaba toda la piedra necesaria a los edificios. Había,
por fin, casa de fundición, donde se fundía la plata y oro que, salvados los quintos reales,
circulaban en la Provincia.

Instrucción Pública

Tocante a la educación pública, dice el informe refiriéndose al Colegio de San


Andrés: «Hay un Colegio donde se enseña a los niños pobres y huérfanos y a los naturales,
de que todos reciben gran beneficio». Después añade: «Hay tres escuelas donde se avezan
a leer y escribir los niños hijos de vecinos y en ellas habrá de quinientos muchachos para
arriba. Hay otras sin estas en que avezan los indios a lo que está dicho y a cantar y otros
ejercicios buenos y virtuosos, como es la latinidad y a apuntar y hacer libros de canto».

Fray Juan Cabezas de los Reyes, en la probanza de 1568, atestiguó que las familias
españolas acomodadas pagaban doce pesos anuales a maestros que instruían
privadamente a sus respectivos hijos.

El ilustrísimo señor de la Peña, en el Sínodo que celebró en Quito en marzo de


1570, dio providencia para que la instrucción se extendiera a todos los pueblos de la
Diócesis. Ordenó que curas y frailes doctrineros, de acuerdo con los indios, eligiesen el
sitio apropiado donde levantasen las iglesias para las funciones religiosas. Ahí debían
reunir a los muchachos para enseñarles la Doctrina, mediante uno o dos indios ladinos,
hijos de caciques. Luego concretando la forma de labor, ordenaba lo siguiente: «La
doctrina y costumbres que en la niñez se aprende es la que más se afijan en la memoria y
corazón de los niños que se crían en la Iglesia: ordenamos y mandamos que nuestros curas
tengan en su iglesia parroquial escuela en que enseñen a los hijos de los caciques y
principales y a los hijos de los demás indios que quisieren aprender, de gracia y sin ningún
interés, a leer, escribir, cantar, ayudar a misa y hablar la lengua de Castilla, y tengan
doctrina general, en la cual tengan en cada pueblo de su Doctrina cuatro muchachos y les
enseñen que aprendan de coro el Paternoster, Credo, Avemaría, Salve Regina, los
mandamientos de la ley de Dios y cuando los supieren los envíen a sus pueblos e allí
enseñen la doctrina a la demás gente, y tornarán los dichos nuestros curas a traer otros
cuatro a la doctrina general y por este orden se irán mudando, para que todos sepan la
doctrina y entiendan la policía que allí enseña».

En el informe del Cabildo de 1577, se refiere el resultado de la ordenanza sinodal


del señor de la Peña. «En todos los repartimientos y pueblos declarados de suso, hay
iglesias y monasterios en que se administran los santos sacramentos y se reza y enseña la
doctrina cristiana a los naturales y en muchos de ellos hay escuelas fundadas en que se
enseña a los naturales y huérfanos leer, escribir, cantar y tañer. Asimismo, hay en las
dichas iglesias pilas de bautismo; hay alcaldes y alguaciles de doctrina que ayudan al
religioso o sacerdote doctrinero y castigan con autoridad de la real justicia las culpas que
conforme a su ley antigua cometen los indios. Y en las partes donde residen de ordinario
los tales religiosos tienen sus huertas y recreaciones de frutas y verduras en mucha
abundancia por la destreza y curiosidad que tienen los indios en plantar y cultivar la tierra.
Así en este pueblo y en toda su comarca y jurisdicción hay muchos indios oficiales de
todos oficios, como son plateros, sastres, zapateros, curadores, herreros, carpinteros y
albañiles, tejedores, perailes, labradores y cargadores, sombrereros, fundidores, harrieros
y vaqueros, gañanes y ovejeros, los cuales, por la mucha flema que todos generalmente
tienen usan con destreza cualquiera cosa a que se ponen, especialmente los que apuntan
libros de canto y usan otros oficios sutiles, de manera que demás de ser muy provechosos
en la República viven en policía y ellos son muy aprovechados de manera que ayudan y
favorecen a sus deudos y amigos pobres, así para su sustentación como para pagar sus
tributos>>.

Vida de Cabildo

Desde el 18 de setiembre de 1564 comenzó a funcionar la Audiencia, base de la


nacionalidad ecuatoriana. Constaba de un presidente, tres Oidores, un fiscal, dos
secretarios, un relator, seis procuradores, un alguacil mayor, otro menor, dos porteros, un
alcalde y un capellán. Ejercía su jurisdicción sobre las gobernaciones de Yaguarzongo y
Bracamoros, Quijos, Popayán y Esmeraldas. Desde la creación de la Audiencia, el
Cabildo de Quito limitó su acción al territorio comprendido entre Tulcán al norte y Tixán
al sur.

El 30 de julio de 1568, el Cabildo de Quito redactó las ordenanzas que dirigían su


funcionamiento para someterlas a la aprobación del Rey. Eran la expresión de las
costumbres observadas desde que se inició la vida pública con las modificaciones
impuestas por el establecimiento de la Audiencia. En ellas se reflejaba la vida social de
Quito. Fueron presentadas en la Corte por Ruy Díaz de Fuenmayor y aprobadas en agosto
de 1581.

El día de Año Nuevo los Regidores, propietarios por merced del Rey, acudían a la
catedral a oír la misa del Espíritu Santo. Luego se dirigían a la casa del Cabildo para
proceder a la elección de dignatarios, con asistencia del Corregidor o Justicia Mayor.
Mediante votos libres elegían dos alcaldes, que después de prestar el juramento recibían
la vara de justicia para ejercer sus oficios. De inmediato se pasaba a elegir al Procurador
o Mayordomo de la ciudad y a los tenedores de los bienes de difuntos.

Los Regidores eran nueve. De ellos se turnaban cada tres meses de dos en dos a
ejercer el oficio de diputados y fieles ejecutores. Los demás desempeñaban los cargos de
alguacil mayor, dos de alguaciles menores, un alcalde de cárcel pública, un tesorero y
contador con voto en el Cabildo.

Desde que se fundó la ciudad, el Cabildo, Justicia y Regimiento tenían, en las


asistencias oficiales de la iglesia, su puesto en el presbiterio, a lado del Evangelio. Una
vez establecida la Audiencia, se cedió ese puesto a los funcionarios de ella, y el personal
del Cabildo pasó a ocupar el sitio al frente, de lado de la Epístola.

Asimismo, defendió el Cabildo el derecho a la costumbre tradicional de llevar las


varas del palio en las procesiones del Santísimo en el Corpus Christi y su octava, el jueves
y Viernes Santo y en otras procesiones y fiestas oficiales que se tenían tanto en la catedral
como en los monasterios.

En el orden al bien público, el Cabildo reclamó el derecho de controlar a los


recatores y pulperos para evitar la reventa de los mantenimientos a mayor precio, de
vigilar las tiendas de comestibles y almacenes de telas, de examinar el justo peso en las
carnicerías y moliendas, de impedir que negociantes comprasen artículos de necesidad
pública para sacarlos a vender fuera de la ciudad.

Asimismo, el Cabildo tuvo cuenta de vigilar los ejidos para defensa de sus
mojones; de impedir la tala de los montes destinados a provisión de leña; de obligar a
empedrar las calles y conservarlas con aseo; de controlar la edificación de las casas; de
imponer los aranceles para las obras de artesanía; de exigir contrato previo para el trabajo
de servicio doméstico y en los campos.
Para establecer este capítulo de ordenanzas hubo de preceder la práctica vivida
por el Cabildo. Este costumbrismo, formulado como ley y aprobado en primera instancia
por la Audiencia, recibió por fin la sanción de Felipe II.

Organización Eclesiástica

La Iglesia, a su vez, había organizado su gobierno y formas de apostolado. Antes


de la erección del Obispado de Quito, los primeros sacerdotes seculares recibieron su
nombramiento de curas de parte del Cabildo y luego del ilustrísimo señor fray Vicente de
Valverde, primer obispo del Cuzco, del que dependía el territorio de Quito. Entre tanto,
desde la fundación de la ciudad, se habían establecido las Órdenes Mendicantes de
Mercedarios, Franciscanos y Dominicos, que emplazaron sus conventos en los solares
asignados por el Cabildo. Fueron de hecho los centros urbanísticos, en torno a los cuales
se fueron poblando los barrios. Erigida la Diócesis en 1545, no pudo organizarse sino a
partir de 1550, con la presencia del primer Obispo, ilustrísimo señor García Díaz Arias.
En el acta de erección se declaró que se aceptaba el ceremonial de la diócesis de Sevilla,
lo cual dio motivo al costumbrismo popular en la serie de fiestas del año litúrgico. El
primer Obispo fue celoso de la decencia del culto, con el reducido número de canónigos
con que comenzó el Cabildo. En 1566 se hizo cargo del Obispado el ilustrísimo señor
fray Pedro de la Peña, varón de grandes ejecutorias, que fue prácticamente el organizador
de la Diócesis. Comenzó su gobierno por la promulgación de los Decretos del Concilio
de Trento, que señaló las directivas a la vida de la Iglesia, no sólo en su formación interna,
sino en los medios de apostolado. En cumplimiento de una ordenanza real, se puso de
acuerdo con el presidente de la Audiencia e hizo la distribución de parroquias y doctrinas,
entre los sacerdotes seculares y los religiosos, para el mejor servicio de los fieles (17 de
octubre de 1568). Convocado por el Metropolitano de Lima, concurrió al Concilio
Provincial que presidió el ilustrísimo señor fray Jerónimo de Loaisa. En el Concilio se
pusieron en práctica las decisiones del Concilio de Trento y se formularon Constituciones
para organizar el gobierno de las Diócesis de la América del Sur. Vuelto del Concilio, el
ilustrísimo señor de la Peña convocó el Sínodo de Quito en 1570, en el que se redactó el
primer cuerpo de legislación para la vida de la diócesis.

Una de las preocupaciones del Obispo de la Peña fue la de resolver el problema


de la escasez de clero, mediante la creación de un Seminario. Por de pronto, aprovechó
del personal con que contaba el Estudentado de Santo Domingo, establecido desde 1559
con la presencia del padre Rafael de Segura. El ilustre prelado fue el cosechero efectivo
de los frutos madurados en el Colegio de San Andrés. Adolescentes, criollos y mestizos,
que habían terminado la primaria, veían en el sacerdocio la más noble carrera que se les
ofrecía en sus anhelos legítimos de superación. El señor de la Peña les brindó facilidades
para formarse, organizando un ciclo de estudios filosóficos y teológicos bajo la dirección
de fray Alonso Gasco, a quien había conocido en Castilla de Catedrático y que fue
Maestro de Estudiantes en la ciudad de Lima. El éxito demostró el acierto episcopal en
abrir cursos públicos de teología y filosofía en un sitio de común acceso, como era un
departamento de la Iglesia Catedral. A las clases acudía el Obispo en persona para dar
ejemplo, luego los canónigos y sacerdotes, también los Superiores de las Órdenes con sus
coristas y por fin dos seminaristas y algunos seglares. A petición general, se estudió el
tratado De los Sacramentos, que alternaba con casos prácticos de conciencia, en cuya
resolución intervenían todos, como en círculo de estudios. Por los datos de pagos consta
que el padre Gasco ocupó por tres años esta Cátedra de Teología.

De este ensayo de Seminario procedieron los primeros sacerdotes criollos que


comenzaron a prestar sus servicios en las parroquias y doctrinas de la vasta Diócesis de
Quito.

Con el fin de mantener esta obra, el ilustrísimo señor de la Peña, escribió, el 7 de


agosto de 1570, a Felipe II, solicitándole ayuda y exponiéndole los motivos para dar
aliento al Seminario. «Por cuanto esta Iglesia nueva no puede ir adelante sin ministros y
los tales conviene de niños ser instruidos e impuestos en los rudimentos cristianos y
católicos, y esperar que vengan de España los tales ministros es a grande costa de vuestra
real hacienda y en esta parte se van criando mozos que vienen de España y otros que acá
nacen, y esta Iglesia por ser pobre no tiene para hacer Seminario ni el Prelado puede
ayudar y los Beneficiados y Doctrinas son asimismo pobres, vuestra alteza sea servido
proveer de ayuda para sustentar un lector de gramática e otro de Teologíapara
administración de los sacramentos e casos de conciencia, los cuales al presente
entretenemos con mucho trabajo e con ayuda de nuestros ministros para que este ejercicio
santo vaya adelante y con él se puede habilitar personas para poderse ordenar».
La vida religiosa

La necesidad de renovar y proveer de personal obligó asimismo a las


Comunidades Religiosas a establecer sus noviciados y casas de estudio para la formación
del elemento criollo. La Iglesia en América se formó merced a la labor principalmente de
los religiosos mendicantes, a cuyo cargo estaba no sólo la atención de los fieles en las
ciudades, sino también el servicio en las Doctrinas. La extensión del campo de trabajo
exigía de suyo el aumento de operarios. La fundación de estudentados respondía a una
necesidad religiosa y social.

Desde la segunda mitad del siglo XVI comienzan a figurar religiosos nativos de
Quito, que integraban el personal con que contaban Franciscanos, Dominicos y
Mercedarios. El número de criollos fue creciendo tanto, que al concluir el siglo se
estableció la ley de la alternativa, como una respuesta de la Iglesia a los derechos que por
igual tenían los religiosos venidos de España y los nacidos en suelo americano.

El Convento Dominicano de Quito, como los demás establecidos en el territorio


de la Audiencia, dependía: de la Provincia de San Juan Bautista del Perú. En el Capítulo
de 1559 fue destinado a Quito el padre Rafael Segura, con la misión de establecer los
estudios al estilo de la Orden, o sea el trienio de Filosofía y cuatrienio de Teología. Para
continuar la labor de este centro de formación fueron nombrados sucesivamente de
Priores y catedráticos los padres Alonso Gasco, Juan de Aller y Antonio de Hervias. Este
último había sido en Salamanca discípulo de los padres Domingo Soto y Melchor Cano,
y con los anteriores había antes enseñado en la Universidad de Lima. Cuando la Vicaría
de Quito contó con personal suficiente fue elevada a categoría de Provincia el año de
1584, con el derecho a contar con un centro independiente de estudios eclesiásticos. Hasta
la fundación del Seminario de San Luis, fue el estudentado dominicano de Quito el
seminario de formación, no sólo de candidatos a religiosos, sino también de estudiantes
del clero secular.

Materia integrante del programa de estudios eclesiásticos fue el idioma quichua,


que hablaban, o por lo menos entendían, todos los indios. La convivencia del quichua con
el castellano debió notarse sobre todo en el Colegio de San Andrés y en la organización
social de las Doctrinas. Los dos idiomas se impusieron juntos y vieron agonizar las
lenguas vernáculas de los grupos indígenas, que no dejaron más huella que los nombres
toponímicos refugiados en la geografía. En el segundo Sínodo de Quito, realizado en
agosto de 1594, se advirtió que aún había pueblos de indios que hablaban su idioma
primitivo y, en el afán de instruirlos en la doctrina cristiana, se ordenó que se tradujese la
cartilla a la lengua de los Llanos, del Cañar y Puruguay de los Pastos y Quillacingas.

La Orden Dominicana, desde su establecimiento en el Perú, se había interesado


en el aprendizaje del idioma quichua. Uno de sus religiosos, catedrático Universitario,
fray Domingo de Santo Tomás compuso la primera gramática quichua que hizo imprimir
en Valladolid en 1560. El estudio del idioma de los incas, en la mente del autor, tuvo una
finalidad político-religiosa, como se desprende de la dedicatoria del libro a Felipe II. «Mi
intención principal, Su Majestad, ofreceros este libro ha sido, para que por él veáis, muy
clara y manifiestamente, cuán falso es lo que muchos os han querido persuadir ser los
naturales de los reinos del Perú bárbaros e indignos de ser tratados con la suavidad y
libertad que los demás vasallos vuestros lo son. Lo cual claramente conocerá Vuestra
Majestad ser falso, si viere por este Arte la gran policía que esta lengua tiene, la
abundancia de vocablos, la conveniencia que tiene con las cosas que significan, las
maneras diversas y curiosas de hablar, el suave y buen sonido al oído de la pronunciación
de ella, la facilidad para escribir con nuestros caracteres y letras, cuán fácil y dulce sea a
la pronunciación de nuestra lengua, el estar ordenada y adornada con propiedad de
declinación y demás propiedades del nombre, modo, tiempos, y personas del verbo: y
brevemente en muchas cosas y maneras de hablar, tan conforme a la latina y española y
en el arte y artificio de ella, que no parece sino que fue un pronóstico que Españoles la
habían de poseer». Junto con la Gramática y en volumen aparte publicó fray Domingo de
Santo Tomás el Vocabulario quichua.

El primer Concilio Provincial de Lima ordenó que todo cura doctrinero aprendiese
el quichua para poder atender con eficacia a sus indios feligreses. Igual disposición
formuló para la Diócesis de Quito el Sínodo de 1570, dirigido por el ilustrísimo señor de
la Peña. Para convertir en realidad esta orden, la Audiencia creó la cátedra de quichua, a
cargo de los padres dominicos. Esta creación fue confirmada por Felipe II, mediante
cédula del 16 de setiembre de 1586. La enseñanza estuvo desempeñada sucesivamente
por los padres Hilario Pacheco, Pedro Bedón y Domingo de Santa María, quienes
extendieron comprobante de suficiencia a los curas destinados al servicio doctrinero. Por
texto de aprendizaje se adoptó la Gramática de fray Domingo de Santo Tomás.
De este espíritu de apostolado se hizo eco la Orden Dominicana. En el Capítulo
Provincial celebrado en Quito en 1598 se legisló lo siguiente: «Ordenamos que ningún
religioso, que no sepa la lengua de los indios o no sea apto para administrarles los
sacramentos, sea encargado de las Doctrinas de los indios y pedimos encarecidamente a
nuestro Padre Provincial que en ningún caso conceda la Dispensa». Alentador espiritual
de este Capítulo fue el padre Pedro Bedón, quien, para facilitar el cumplimiento de esta
orden capitular, consiguió licencia para hacer imprimir un libro suyo intitulado: Modo de
promulgar el Evangelio a los Indios de estos Reinos e Instrucción para la Administración
de los Sacramentos a los naturales de este Nuevo Mundo.

Los religiosos doctrineros eran elegidos del personal español y criollo que
componían la Provincia. Uno de ellos, el presentado fray Gregorio García, que vino a
Quito en 1587, fue destinado a la Doctrina de los Paltas, en la Provincia de Loja. Ahí
permaneció nueve años después de los cuales regresó a España, recorriendo antes el
territorio de Méjico. Del tiempo libre aprovechó para documentarse sobre los libros que
editó más tarde en la Madre Patria. El uno se intitula Origen de los Indios en el Nuevo
Mundo e Indias Occidentales, y el otro Predicación del Evangelio en el Nuevo Mundo,
viviendo los Apóstoles. En ambos hace alusiones concretas al tiempo que sirvió de
Doctrinero y a las observaciones que hizo en su estadía en Quito y entre los indios paltas.
También atestigua el uso práctico que se dio, para el aprendizaje del quichua, a
la Gramática de fray Domingo de Santo Tomá. Reflejo claro de este apostolado doctrinero
fue también el libro Compendio historial del estado de los Indios del Perú, compuesto por
el Maestre Escuela de Quito, Lope de Atienza. Debió ser escrito antes de 1575, pues está
dedicado a Don Juan de Ovando que murió precisamente en ese año. La obra se refiere a
las costumbres de los indios de la Diócesis de Quito y al método de evangelizarlos con
provecho.

Las Alcabalas

Durante el episcopado del ilustrísimo Señor de la Peña (1565-1583) se había


organizado el servicio religioso en la Diócesis de Quito, que comprendía el territorio
desde Pasto hasta Jayanca y desde la costa del Pacífico hasta las vertientes del Amazonas.
En la estadística que hizo el ilustrísimo señor López de Solís a fines del siglo XVI, decía
textualmente: «El Obispado de Quito tiene de longitud 226 leguas y de latitud 70, la
mayor parte de ello por poblar: hay en el Obispado 18 ciudades y una villa, en las cuales
y doctrinas de indios que provee el Obispo hay noventa y siete, y asimismo tienen en el
Obispado 30 doctrinas los frailes de San Francisco, 27 los de Santo Domingo, 5 de San
Agustín, 15 los de Nuestra Señora de Las Mercedes: todos estos beneficios, así los
clérigos como los frailes se proveen conforme al real patronato».

La mayor parte de estas parroquias y doctrinas estaban atendidas por clérigos y


frailes, criollos y mestizos. La Iglesia abrió las puertas a los nativos de estas tierras, que
hallaron en la Religión las posibilidades de realce personal. Entre los mestizos cabe
mencionar, por vía de ejemplo, a Diego Lobato, el mejor quichuista, hijo del español
Diego Lobato e Isabel Jaropalla, a fray Alonso de Salazar, hijo de Rodrigo de Salazar y
de doña Ana Palla y fray Pedro Bedón, hijo del asturiano Pedro Bedón y la quiteña Juana
Díaz de Pineda. El ilustrísimo señor de la Peña, en contestación a una cédula de Felipe II
de 20 de enero de 1577 que prohibía ordenar mestizos, respondió que en doce años de
obispado había ordenado tan sólo cuatro sacerdotes, a quienes «ningún español de buena
vida les hacía ventaja».

Al contrario, fue crecido el número de sacerdotes y religiosos criollos. Entre ellos


se contaban Alonso de Aguilar, hijo de Rodrigo de Paz e Isabel de Aguilar, y fray
Jerónimo Londoño, hijo de Juan de Londoño y Juana Calderón.

La rebelión quiteña, con motivo de las alcabalas, sacó a lucir los conocimientos
teológico-jurídicos de los religiosos establecidos en Quito. Producido el movimiento, el
Cabildo de Quito se solidarizó con la causa del pueblo. La Audiencia, en salvaguarda de
la autoridad, procuró la venida del General Pedro de Arana para imponer las alcabalas y
castigar al pueblo. El Cabildo recurrió al parecer de los teólogos y juristas para respaldar
su actuación en principios de derecho. El padre jesuita Diego de Torres y el dominico
Domingo de los Reyes expusieron su criterio en el sentido de justificar llanamente el
ingreso de Arana sobre Quito, sin que le asistiese al pueblo más derecho que sufrir con
paciencia la realidad que le sobreviniere.

El padre Bedón, al contrario, después de recordar las circunstancias de lo hasta


entonces sucedido, planteó la cuestión, reduciéndola a dos puntos: «primero si es justa la
guerra que el General Arana hace sobre Quito, so color de castigar delincuentes o de
asentar alcabalas y otras imposiciones que se han divulgado; segundo, si hay duda de la
justicia de esta guerra y que en parte la ciudad ha tenido alguna excusa en defenderse de
quien atrozmente la venía a castigar, e instando el negocio de las alcabalas, qué medio
será más conveniente al servicio de Dios y de nuestro muy católico Rey y Señor para que
se pare y no dispare más en esta parte y al fin se asegure el pueblo y no se despeñe como
quien mal pleito tiene y también se mitigue la indignación de los jueces y no haya sangre
de por medio».

Las conclusiones a que llegó el padre Bedón fueron las siguientes: «1.ª, no fue
acto virtuoso ni lícito enviar a pedir gente armada para castigar los que en orden de
alcabalas habían dilinquido, ni menos para entablar las alcabalas; 2.ª, no era lícito poner
por fuerza las alcabalas: no quería decir con esto que las alcabalas eran ilícitas siendo
moderadas, sino que se debían imponer con suavidad y no con violencia; 3.ª, aunque
según ley natural pudiera el pueblo defenderse si no tuviese fácil recurso al Rey, de un
Presidente o Juez injusto que apurase su gobierno con armas; sin embargo, si de la defensa
se siguieren mayores inconvenientes, lo aconsejado sería soportar el castigo, dejando al
Juez la responsabilidad de los sucesos».

A estas conclusiones añadió el padre Bedón la cuestión que sigue: «Pregúntese si


la guerra ofensiva que el General de Arana hace contra la ciudad de Quito es lícita.
Algunos teólogos, siendo informados de que sólo se había movido a hacerla por ciertos
delitos dignos de castigo, dijeron que era lícita; pero aquí es menester atender a otras
circunstancias para dar justa censura, porque aun decir que por delitos particulares se ha
de enviar gente armada es negocio ilícito y peca mortalmente el juez que así atroz y
desproporcionadamente quiere castigar a sus súbditos y está obligado a restituir todos los
daños y menoscabos que de esto se siguieren».

El padre Bedón en las pruebas de sus conclusiones cita a Santo Tomás en la Suma,
las Sentencias y loas Opúsculos; a Domingo Bañes, el Maestro Orellana y Cayetano en
los Comentarios a Santo Tomás; a Francisco de Vitoria en su relación De Bello y a
Domingo Soto en su tratado De Justicia et Jure.

Veinte años antes, el padre franciscano fray Juan Cabezas de los Reyes había
predicado una serie de sermones en la Semana Santa de 1568. En esas pláticas al pueblo
sostuvo algunas proposiciones que desconcertaron el buen sentido cristiano de los fieles.
A pedido de ellos hubo de intervenir el prior de dominicos fray Domingo Valdés para
exponer, en la vigilia de la Ascensión, la doctrina verdadera sobre el pecador, la gracia y
la oración. El celo pastoral del ilustrísimo señor de la Peña tomó a serio el asunto y obligó
a discutir la ortodoxia de los principios dogmáticos sostenidos por el predicador
franciscano. En esta ocasión se puso de manifiesto la preparación teológica de
franciscanos y dominicos, que representaban a las Escuelas, respectivamente, de Escoto
y Santo Tomás. El padre Cabezas de los Reyes se vio obligado a consignar por escrito los
principios que había sostenido para someterlos al tribunal de la Inquisición. El asunto
terminó con la fuga a México del predicador franciscano, con quien, desde luego, no se
solidarizaron sus hermanos de hábito.
Capítulo III

Las artes en el siglo XVI

Arquitectura

Durante el siglo XVI el factor religioso se impuso en Quito a los demás factores que
componen la totalidad de la vida histórica. A servicio de la Religión pusieron sus recursos
el Estado y la Cultura. Mientras la Audiencia carecía de un palacio y el Cabildo
funcionaba en una casa municipal modesta, se erigían la iglesia y el convento de San
Francisco sobre atrio monumental, se levantaba la catedral con aire de magnificencia y
Santo Domingo y San Agustín emplazaban sus templos y conventos con proyecciones de
grandeza. Para la construcción de la catedral contribuyeron, en iguales proporciones, el
Rey, los españoles y los indios. Las construcciones conventuales, en cambio, se llevaban
a cabo con donativos y la limosna del pueblo.
La economía en el siglo XVI se fundamentó principalmente en los tributos de las
encomiendas y la explotación minera de Santa Bárbara, Zamora, Zaruma y Popayán, que
dependían de la Audiencia de Quito. Gran parte de la riqueza convergió a los templos,
donde las personas acomodadas costearon los retablos y erigieron.
Sus criptas para entierros familiares. Los Pizarro costearon la capilla de San Juan de
Letrán en la Merced; Rodrigo de Salazar tomó por su cuenta la construcción de la Capilla
de Santa Marta en San Francisco; en la catedral, Ana de Castañeda se hizo cargo del culto
de Santa Ana; Rodrigo Núñez de Bonilla erigió un retablo a la Inmaculada; Alonso
Dorado levantó un altar en honor de San José y el Cabildo construyó los retablos de San
Jerónimo y de San Pedro.
Quito asumió desde el principio un aspecto monumental. La configuración
geográfica del suelo determinó el emplazamiento de los bloques de construcción sobre
planos diferentes y la diversa proyección de las fachadas. Mientras San Francisco veía
desde su atrio levantarse el sol, Santo Domingo gozaba del espectáculo del sol poniente,
la Catedral orientaba su perspectiva al norte y San Agustín dirigía al sur el frontispicio de
su templo. El desnivel del suelo obligó también a la construcción de atrios para dar planta
horizontal a las dependencias conventuales. Para estas abras se tuvo a la mano la
inagotable cantera del Pichincha, que proporcionó piedras de color gris que fueron
asumiendo con el tiempo la pátina de austera nobleza.
El conjunto de construcciones hubo de caracterizarse por la envoltura de colinas que
limitaban el horizonte. No hubo sector de la ciudad que no tuviese la visión panorámica
de un monte familiar. La altura de 2800 metros permitía gozar de la limpidez de un cielo
azul, por cuyo centro caminaba el sol ecuatorial, sin deslumbrar con la caricia de su luz.
Ya el relator anónimo, de 1573 conjugaba los conceptos de campo, clima y paisaje,
cuando describía: «La tierra no es estéril, antes abundosa y fértil. [...] La tierra es sana,
los hombres comúnmente viven más que en España. [...] El temple de la ciudad es antes
frío que caliente. [...] El cielo es claro y sereno y el sol sale y se pone con mucha alegría
y nunca está cubierto de nublados, sino cuando llueve o quiere llover».
La arquitectura conjuga a la vez una idea espiritual y un fin práctico y refleja, tanto
el carácter colectivo como las inquietudes de una época histórica. El templo es la casa de
Dios y del pueblo destinada al culto. La capacidad espacial depende del número de fieles
para quienes de ordinario se destina. Los templos quiteños del siglo XVI fueron
planificados sobre planta de cruz latina, con tres naves, presbiterio y coro. De ellos el de
San Francisco es el que más ha conservado su estructura primitiva. Situado a la mitad del
atrio, el frontispicio se destaca a través del abanico de gradería que desciende a la plaza.
En función del culto, la arquitectura reclamó el concurso de la escultura para cubrir
con retablos el vuelo del presbiterio y los muros de las naves laterales, que respondía en
el fondo a los arcos de la nave central. El espíritu del barroco presidió el modelado de
columnas y molduras, en tanto que la sensibilidad islámica tejió en el artesonado su red
de lacería, combinada con rosetones. Fue la convergencia de corrientes estilísticas que
reflejaban el mestizaje etnográfico y cultural que comenzó a verificarse desde la
fundación de la ciudad.
Un ideal teológico dio el compás a la estructura del retablo mayor. A base del zócalo
se labraron a los lados en relieve las representaciones de los evangelistas, sobre cuyo
fundamento se levantaron las columnas para sostener en alto las virtudes en imágenes
simbólicas. El retablo culminaba al centro con la figuración de la Trinidad en el episodio
del Bautismo de Cristo. De este modo la escultura entró en función del culto religioso.
Los altares de las naves sirvieron a la imaginería de los santos y advocaciones familiares
de la orden franciscana.
La primera descripción del templo se debió al padre Fernando de Cozar, que firmada
en noviembre de 1647, sirvió al padre Córdova Salinas para su crónica franciscana del
Perú. Ahí se dice textualmente: «Su fábrica se dilata hermosa en tres naves, tan
desahogadas las capillas, que se les puede leer de lejos el adorno, sin fatigar la vista. La
nave del medio es muy alta, cubierta de lazo mosaico de incorruptible cedro a manera de
bóveda hecha una ascua de oro.
La iglesia corre de follaje labrado en cedro con ocho retablos dorados en sus pilastras,
que la ciñen en redondo. Las capillas por banda añaden belleza con sus bóvedas,
guarnecidas con molduras de ladrillo que rematan en las naves con claraboyas o linternas,
por donde introducida la luz entre a ilustrar los retablos dorados, y con primoroso arte las
adornan. El crucero, que se estima por de mejor garbo de cuantos el Perú contiene, es de
cuatro arcos torales, fabricados sobre cuatro pilares, la cubierta del mismo lazo que la
iglesia. Cíñenle alrededor muchos santos de media talla sobre curiosas molduras.
Acompáñanle por los dos lados dos grandes capillas, la una en que se venera y admira un
riquísimo relicario de innumerables reliquias. [...] El retablo del altar mayor poblado de
estatuas, a imitación del Panteón de Roma, da vuelta a toda la capilla mayor en redondo,
todo de cedro: obra superior por la valentía del arte y escultura con que labraron escogidos
artífices».
¿Quiénes fueron estos escogidos artífices del templo franciscano? A la cabeza de la
construcción estuvo fray Jodoco Ricke, con su espíritu y energía de formación
renacentista. Bajo su dirección hizo de maestro de obra Jorge de la Cruz Mitima con su
hijo Francisco Morocho. En cuanto a los talladores de los retablos y artesanados, ellos
constituyeron ese grupo anónimo que trabajaban, satisfechos de servir a la fe colectiva e
interpretar los anhelos religiosos del ambiente. Los cedros robustos e incorruptibles
fueron modelándose en sus manos para convertirse en elementos estructurales de un altar,
en que debían mostrarse al culto las imágenes simbólicas de las verdades de la Fe cristiana
y de Cristo, la Virgen y los Santos. Para las generaciones del siglo XVI los retablos y
efigies estimulaban las prácticas piadosas: para nosotros constituyen un recuerdo del
pasado y principalmente un documento de arte religioso.
En la descripción de Córdova Salinas se mencionan también los diversos tramos del
convento y la portería. «Los claustros del convento son cuatro, el principal está fundado
sobre ciento y cuatro columnas de orden dórico, todas de cantería. El segundo carga sobre
cuarenta y cuatro pilares de cal y canto. El tercero sobre pilares de piedra y los altos de
cal y ladrillo. Y el cuarto (que está ahora en obra) con muchas buenas celdas. En medio
del claustro principal está una hermosísima pila de piedra mármol blanco, con tres bellas
copas, con tanta copia de agua, que arroja un penacho de siete cuartas en alto».
Factor eficiente de la construcción franciscana fue el impulso dado por fray Jodoco
y sus compañeros flamencos y hermanos de hábito. Hubo en San Francisco un espíritu de
familia, que dio aliento a la totalidad de la obra. No pasó lo mismo con la Catedral. La
comenzó el obispo Díaz Arias; el arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo llevó a cabo la
parte arquitectónica; la decoración y los altares se realizaron en tiempo del señor de la
Peña. El ilustrísimo señor Lizárraga refiere que el artesanado primitivo lo labró un
hermano lego dominico. La relación de 1573 dice simplemente: «La iglesia mayor está
de piedra, ladrillo y adobes cubierta de teja, curiosamente maderada, es templo espacioso
y bueno, de tres naves».
Simultánea a la labor constructiva de la iglesia franciscana, se desarrolló la
pedagogía práctica del Colegio de San Andrés. En el programa de enseñanza constaba la
formación de los alumnos para toda clase de artesanía. El arte de construir se insinuaba
con el ejemplo y el ejercicio. Las artes manuales se desarrollaron con las exigencias del
culto religioso. Al principio el apostolado tenía que atender a la vez a los indios y
españoles: labor de catequesis y organización de culto. El resultado fue la formación de
las artes plásticas y la exteriorización de la fe religiosa en imágenes y ceremonias de
ingenuo dramatismo, que interesaban a la par a los neófitos y a los conquistadores.

El padre Córdova Salinas escribe al respecto, refiriéndose a la Provincia franciscana


de Quito: «hoy se halla la provincia con diez y nueve guardianías, las doce en pueblos
de españoles y las siete en pueblos de indios, y treinta y seis casas de doctrina; y es para
alabar a Dios que así guardianías como doctrinas tienen sus iglesias, campanarios,
claustros y todas las oficinas de cal y canto, también labradas, que pudieran servir de
conventos principales. La riqueza de los ornamentos, vasos sagrados, altares, retablos
dorados y plata labrada con que se sirven las iglesias de doctrina, las trompetas, cornetas,
sacabuches y otros ministriles y música de canto de órgano, con que Dios es alabado y
glorificado, efectos son del celo santo de los religiosos, con que los enseñan no sólo en la
doctrina sagrada y misterios de la fe, sino también en toda policía y política cristiana».
La necesidad despertó la inventiva. El mismo cronista franciscano anota lo siguiente
de la iglesia de Quito: «Salen del coro a la iglesia dos tribunas iguales de lazo doradas,
que sustentan dos órganos, siendo el uno de madera, peregrino en la labor, mestura y
voces: ocupan diez y seis castillos sus cañones, que siendo innumerables, el mayor de
ellas tiene diez y ocho palmos de largo y cuatro de hueco. La suavidad de sus voces
cuando se tañen, su variedad y dulzura arrebatan el espíritu a la gloria, para alabar a Dios,
que escogió por instrumento de tan maravillosa obra a un fraile menor, que en su vida
había hecho otro órgano».
El mismo sentido de apostolado volvió imprescindible del ceremonial del culto el
uso de la música. En las cuentas de la catedral e iglesias conventuales constan los gastos
invertidos en cantores y músicos, que intervenían en coros y orquestas. El autor favorito
interpretado fue el maestro Francisco Guerrero, quien publicó su primer libro de motetes
en 1555, luego en 1553 su Canticum Mariae quod Magnificat nuncupatur y después en
1566 y 1582 sus Liber primus Missarum y Missarum Liber secundus.
En el inventario de objetos entregados a San Agustín como propios del Colegio de
San Andrés se mencionaban los cuadernos de música de Guerrero.

La necesidad de proveer de partituras a músicos y cantores cultivó la habilidad de


los alumnos de la escuela de San Andrés hasta volverlos excelentes apuntadores y
miniaturistas.
Orfebrería

Una artesanía que sirvió al mismo tiempo a los intereses religiosos y profanos fue el
de la platería y orfebrería. Los españoles hallaron entre los indios de la región de Quito
una tradición muy ahondada en el laboreo de los metales. El oro labrado con primor lucía
en los collares de chaquiras de las indias y en narigueras que se descubrían en las huatas.
El 12 de junio de 1541, Alonso de Orejuela y Martín de la Calle se presentaron al Cabildo
a reclamar patente de derecho sobre unas minas de plata que habían descubierto en la
zona de Tungurahua. Para comprobar la calidad del metal, el Cabildo, ordenó que lo
examinasen cuatro indios plateros y fundidores.
El primer platero español avecindado en Quito fue Luis García, cuya presencia
reclamó el Cabildo del 9 de julio de 1537, para que fundiese el oro y señalara los quintos
reales correspondientes al erario. En 1557 se aprovechó de la pericia de Juan Mosquera
Samaniego, para que determinara en Loja el oro correspondiente a los diezmos y al
noveno de impuesto. En octubre de 1559 se hizo mención del platero Leonis Delgado
quien trabajó cuatro cálices y patenas para el convento de San Francisco por el precio de
ciento veinte pesos oro de diez y nueve quilates y tres granos.

En las cuentas de descargo de la Catedral, correspondientes a 1566-1570, se


asentaron las datas de pago a Diego Rodríguez y Diego Ramírez por la hechura de cálices
y custodias; lo mismo que a Francisco Moreno por candeleros, copones y relicarios y a
Diego Sánchez por incensarios. El Arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo mandó labrar
una custodia con linternas de estilo gótica con los orfebres Sebastián Moreno, Leonis
Delgado y Francisco Pereira, detallando que era de plata marcada y dorada con oro de
Zamora. En el documento se expresó que el oro era en polvo y que para dorar se usó del
azogue.
Durante el siglo XVI hubo un afán extraordinario por la explotación minera. Las
primeras minas descubiertas fueron las de Santa Bárbara (actual río Gualaceo), para las
cuales formuló el Cabildo de Quito el primer cuerpo de leyes de trabajo. En 1562 el
licenciado Salazar de Villasante organizó una explotación en esas minas, que dio por
resultado más de 100000 pesos por cuenta de los quintos reales. Luego se explotaron las
ricas minas de Zamora. De la calidad de estas minas puede juzgarse por el dato de que
Gil Ramírez Dávalos ordenó, el 29 de marzo de 1557, que se comprasen los trozos de oro
encontrados por los mineros. El resultado fue que se halló una piedra de oro macizo que
costaba 1545 pesos y otros pedazos que valían 225 pesos cuatro tomines, y otros pequeños
por el valer total de 565 pesos. El minero más afortunado del tercer cuarto del siglo XVI
fue el capitán Rodrigo de Arcos. Él descubrió una mina de plata en el Valle de Malar,
cerca de Cuenca, instaló un ingenio de explotación en los cerros de Girón y después
comenzó a explotar las minas de Zaruma. Bajo su dirección trabajaron Diego López
especialista en hacer ingenios y Pedro de Veraza, inventor del sistema de frezadillas.
El volumen XXVII de los Cabildos de Quito contiene las datas de fundición del oro
proveniente de las minas para efecto del cobro de las quintos reales.
Estos datos permiten colegiar el estado de holgura económica que vivió la sociedad
quiteña del siglo XVI. El oro de las minas reducido a láminas por los batihojas, sirvió
para el dorado brillante que aún hoy lucen los retablos quiteños. Además los orfebres
demostraron su habilidad en las joyas de las familias ricas, como los plateros en el labrado
de objetos sagrados y profanos que constan en inventarios de iglesias y testamentos de
encomenderos y terratenientes del siglo XVI. Los plateros habían establecido sus talleres
joyerías en una zona de la ciudad, hasta dar el nombre de Calle de la Platería a una de las
vías centrales. Se habían organizado en gremio y en 1585 solicitaron del Cabildo
Eclesiástico la facultad de fundar una cofradía bajo el patrocinio de San Eloy. Cuando el
Cabildo estudió esta petición, observó el deán Hernández de Soto «que muchos plateros
de los que fundaban esta Cofradía eran nacidos en esta tierra», lo cual indica que la
platería se había convertido en arte de criollos y mestizos.
Imaginería

Las exigencias del culto religioso habían determinado la construcción de templos


para albergue de los fieles y de retablos para desahogo de devociones populares. La
estructura del altar exigió el complemento de una imagen. De este modo la escultura
suscitó la artesanía del tallado y el arte de la imaginería.
La imaginería, arte de labrar imágenes para el culto religioso, se desarrolló en
América con el sentido de un apostolado evangelizador.
El Concilio de Trento, en la sesión XXV celebrada en diciembre de 1563, expuso la
doctrina de la iglesia sobre el culto a través de las imágenes, para oponerse a la
iconoclastia protestante. En el decreto «declara que se deben tener y conservar,
principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios y de
otros santos y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no porque se
crea que hay en ellas divinidad o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se les
debe pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían
en otros tiempos los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el
honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte,
que adoramos a Cristo por medio de las imágenes que besamos y en cuya presencia nos
descubrimos y arrodillamos; y veneramos a los santos, cuya semejanza tienen: todo lo
cual es lo que se halla establecido en los decretos de los concilios y en especial en los del
segundo Niceno contra los impugnadores de las imágenes».
Este decreto se apoyaba en el razonamiento de Santo Tomás, quien justificó el uso
de las imágenes en la Iglesia Católica por el hecho de la Encarnación del Verbo. Desde
que Dios se hizo hombre había derecho para representar lo espiritual con imágenes
sensibles, que permitían recordar los episodios de la historia sagrada, plasmar las
verdades del orden sobrenatural y estimular el sentimiento religioso de los fieles. El
obispo de la Peña aludió a esta doctrina y al decreto del Concilio de Trento en las
resoluciones del primer Sínodo celebrado en Quito en 1570.
En cuanto a la técnica, la imaginería reclamó el concurso del imaginero y el pintor.
Precisamente cuando en Sevilla se suscitó el debate entre escultores y pintores sobre la
apropiación del mérito de las imágenes policromadas, aquí en Quito concurrían el escultor
y el pintor para la realización de las imágenes ofrecidas al culto. La técnica de la
policromía usada en Quito era la misma que se practicaba en España.
Conozcamos los detalles de este procedimiento, a través de un contrato suscrito entre
el escultor Gregorio Fernández y el pintor Diego Valentín Díaz, para la hechura de la
Sagrada Familia de la Cofradía de la Pasión de Valladolid. Dice así: «Primeramente las
encarnaciones de todas las tres figuras mate dando a cada una el color de la encarnación
que convenga conforme a la parte, del niño como niño y la Virgen imitando a la
encarnación de San José como hombre, diferenciando como más convenga: pintando los
ojos en cristal y retocando los cabellos de la imagen del niño con oro molido y los del
santo con color, de suerte que queden muy bien plateados; los colores del pelo muy
graciosos y con toda propiedad conforme a las edades en todo, o haciendo por la orden
que diere el señor Gregorio Fernández, y a gusto de los señores oficiales de esta santa
Cofradía. En cuanto a los vestidos es condición que han de ir coloridos al óleo de colores,
los mejores que se hallaren en Sevilla: el manto de la imagen ha de ser azul, echándole al
canto unas puntas de oro y de pintura bordada con cenefa retocada de oro molido al ancho
y disposición que diere el dicho Gregorio Fernández, debajo de que ha de ser angosta por
fingir el manto delgado. La saya ha de ser de carmín que imite una púrpura muy finísima
y también ha de llevar su cenefa la más rica y graciosa que se pueda y retocada de oro
molido y si pareciere a los señores Gregorio Fernández y oficiales de dicha Cofradía echar
en manto y saya unos caracolillos de oro se echen o al canto o los que sean los que hagan
la cenefa. La toca de la imagen ha de llevar al canto un majaderillo de oro y por cenefa
ha de imitarse una cosa como de cadeneta o limitando toda ella una labor que parezca
gasa. En el ángulo de la imagen poner también un majaderillo de oro con su flotadura los
remates, dando al ángulo el color más gracioso que se pueda y que salga del color de la
púrpura de la saya.
En cuanto al vestido del niño es condición que haya de ser morado el más subido que
pueda ser de color y más gracioso hecho de colores que se hallaren en Sevilla y asimismo
ha de llevar hecha la orilla en la forma y moda, aunque diferente labor que la de su madre
y el ángulo del niño con su majaderillo de oro y frotadura y en las alpargatillas fingido de
perlas o algo que parezca que están bordadas; en cuanto al vestido de San José ha de ser
la túnica verde el más subido que se pueda, hecho con todo cuidado, gastando en todo los
mejores aceites y más a propósito para que los colores no mueran, el manto del Santo ha
de ser amarillo o si de aquí a que se haga pareciere mejor otro color: en él y en la túnica
ha de llevar sus orillas imitando a bordadura y todo retocado con oro molido y si para
salir mejor lo bordado pareciere convenir lo que cogiese el ancho de la cenefa hacerlo de
otro color sea el que más convenga y dijere el dicho Gregorio Fernández como persona
que desea sus figuras luzcan bien y salgan como cosas de sus manos».
Esta larga cita nos revela a la vez la intervención de la Cofradía, el pintor y el escultor
y la técnica empleada en la hechura de las imágenes. Hace ver, al mismo tiempo, la labor
prolija de los detalles policromados y el costo del material. Se explica, de este modo, que
el pintor en muchos casos exigiera mayor precio que el escultor imaginero. En Quito; el
color mate se lo convirtió en encarnado brillante, con el frote de la vejiga del carnero. El
oro y la plata, molidos, entraban como ingredientes para componer el fondo sobre el que
se aplicaba el color, laminándole a veces, u otras en forma de encajes o dibujos de variada
flora.

Diego de Robles

El primer imaginero de que hay noticia documentada es Diego Rodríguez, a quien se


le pagaron sesenta pesos por la hechura de San Sebastián, destinado a la parroquia de su
nombre. Este dato se refiere al año de 1571. Labró también una, «Imagen de nuestra
Señora grande con el niño en los brazos con su tabernáculo y un crucifijo pequeño de
bulto».
El imaginero más conocido históricamente es Diego de Robles. Fue toledano, hijo
de Antonio de Robles y María Núñez de Ayala. Casó en Quito con Juana Bautista, hija
de Juan del Castillo, vecino de Málaga. Tuvo dos hijos, Bartolomé y Marcela, a quienes
dejó de herederos de sus bienes. Mediante su trabajo consiguió mediana fortuna,
consistente en casa propia y dinero en metálico. Perteneció a las Cofradías de la Vera
Cruz de San Francisco, del Rosario de Santo Domingo y de la Inmaculada Concepción
fundada en la catedral. En su testamento ordenó que se le celebraran cien misas repartidas
por igual entre San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, La Merced y La Catedral.
La delicadeza de su conciencia le hizo consignar diez pesos para la Cofradía de los indios,
establecida en la Compañía, en descargo de algunas «cosillas de poco momento» que
pudiera haber hecho con agravio de los naturales.
En la primera cláusula de su testamento se declaró «escultor vecino de esta ciudad
de Quito». En el archivo de Santo Domingo se conserva un contrato suscrito entre Juan
de Ciga y Aldaz, mayordomo de la Cofradía de la Vera Cruz y Diego de Robles, por el
cual el escultor se compromete a «hacer para la dicha Cofradía un Cristo de ocho palmos
de a cuarta de alto y una Cruz en que esté clavado y su corona de espinas y un rótulo con
cuatro letras; y una imagen de Nuestra Señora de Culto, de seis palmos, que ha de ser
Nuestra Señora de la Concepción las manos puestas». El precio total de la obra era de
doscientos pesos de plata, de los cuales cedía veinte con condición de que le recibieran
de cofrade de la Cofradía de la Vera Cruz, para la cual se comprometió a hacer
también «dos ciriales de cedro acabados de todo punto y perfección».
El contrato se firmó el 27 de junio de 1586. El artista realizó las obras; pero no fueron
a gusto de los clientes. Por lo cual el 25 de junio de 1588, el nuevo mayordomo de la
Cofradía de la Vera Cruz demandó al escultor, exigiéndole la devolución del dinero. El
conflicto debió terminarse favorablemente; puesto que Diego de Robles en su testamento,
otorgado el 9 de marzo de 1594, no hizo alusión a la deuda y al contrario, aclaró que era
cofrade de la Vera Cruz de San Francisco.
En 1584 labró la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe para la Cofradía
organizada con este nombre, que se estableció en Guápulo. Esta efigie la policromó el
pintor Luis de Rivera por el precio de cuatrocientos sesenta pesos. En 1586, hizo para los
indios de Lumbisí una imagen semejante, que fue a parar en Oyacachi y se trasladó
después al Quinche, donde hasta hoy recibe culto. A él se atribuye también la imagen
venerada en el pueblo del Cisne, de la provincia de Loja. Es un caso singular que imágenes
de Nuestra Señora, conocidas al principio con la advocación de Guadalupe, se
convirtieron en imágenes de Santuario, por los milagros que a través de ellas realizaba la
Madre de Dios. Aún desde este punto de vista, el nombre de Robles como el de Montañés
se vinculó al culto que provocaron sus imágenes.
Diego de Robles labró asimismo el grupo del Bautismo de Cristo, que corona el
retablo mayor de San Francisco. El artista guardó relación con los padres Franciscanos.
A ello se debió la siguiente cláusula de su testamento: «Mando que cuando la voluntad
de nuestro Señor fuere servida de me llevar de esta presente vida, que mi cuerpo sea
sepultado en la iglesia del Monasterio de San Francisco de esta ciudad en la parte y lugar
que a mis albaceas les pareciere y que mi cuerpo vaya envuelto en el hábito del glorioso
San Francisco, por el cual y por la sepultura se pagará la limosna acostumbrada». Debían
acompañar a su cadáver los hermanos cofrades de las tres cofradías a que él pertenecía.

Luis de Ribera

Al nombre de Diego Robles va unido históricamente el del pintor Luis de Ribera, al


cual se le conoce desde 1584, por la policromía de Nuestra Señora de Guadalupe de
Guápulo. El 7 de agosto de ese mismo año el licenciado Pedro Venegas de Cañaveral le
reconoció el derecho sobre una propiedad llamada Quisnamira, que le habían
adjudicado «los caciques e indios de Mira en pago de cierta pintura de un retablo para la
iglesia de dicho pueblo». Tenía su casa y taller en el barrio de San Marcos. Vivía aún en
1619, puesto que el 21 de diciembre de ese año, firmaba un documento, añadiendo a su
nombre el calificativo de maestro pintor.
Con ocasión de los funerales a la memoria de Felipe II, se promovió en Quito un
concurso artístico. El Monarca había fallecido en el Escorial el 13 de septiembre de 1598.
La noticia oficial de la muerte llegó a la Audiencia en marzo del año siguiente, con la
recomendación de que se realicen honras solemnes por el alma del ilustre difunto. El
Corregidor don Diego de Portugal recibió el encargo de organizar la ceremonia fúnebre.
Mandó, en consecuencia, que los obrajes proveyesen de paño negro para cubrir las
paredes de la iglesia y de bayeta para el piso. Hizo levantar el catafalco delante del
presbiterio, en tres cuerpos sobrepuestos, con un crucifijo grande en el remate. Se
adornaron «los pilares con cuadros hechos a propósito de todas las ciudades de este
distrito, que acompañaban otros tantos cuadros de las armas reales, que todo se obró, o lo
más en las casas de Cabildo, donde el Corregidor vivía ocupando en esto los pintores
españoles e indios que había en la ciudad».

Fray Pedro Bedón

¿Quiénes eran estos pintores españoles e indios, que trabajaron para las honras de
Felipe II? De entre los españoles, fue probablemente uno, Luis de Rivera, a quien ya
conocemos. Otro pudo ser fray Pedro Bedón, que se hallaba entonces de prior del
Convento de Quito y bajo cuya dirección se hallaban algunos pintores indios. En 1598 el
padre Bedón pasaba de los cuarenta. Había cursado sus estudios de Teología en Lima,
donde aprendió el arte de la pintura. Siguiendo a Meléndez se ha tenido por cierto que el
maestro del padre Bedón fue Mateo Pérez de Alesio. Se ha comprobado ya la
inconsistencia de este dato, por cuanto la presencia del pintor italiano en Lima fue
posterior a la estadía del padre Bedón en ella. Hoy se acepta, más bien, el influjo sobre
nuestro pintor del hermano jesuita Bernardo Bitti, que estuvo en Lima entre los años 1576
y 1585, con cuyas pinturas guardan semejanza las del padre Bedón41. De esta etapa de
aprendiz dice Meléndez que el joven sacerdote ocupaba el tiempo libre «en pintar cuadros
de Nuestro Señor y de su Madre Santísima y otros santos, que hacía con gran primor».
En 1586 volvió a Quito. Aquí alternó el tiempo entre la enseñanza y el apostolado,
sobre todo del Rosario. Como en Lima, organizó la cofradía y para la inscripción de sus
miembros abrió un libro, en cuya primera página diseñó el busto de una imagen, al estilo
de las de Bitti. Inscritos con su letra, entre los años 1588 y 1592, constan con el
calificativo de pintor, los nombres de Alonso de Chacha, Andrés Sánchez Gallque,
Antonio, Cristóbal Ñaupa, Felipe, Francisco Gocial, Francisco Guijal, Francisco
Vilcacho, Jerónimo Vilcacho, Juan José Vázquez y Sebastián Gualoto; los cuales
debieron trabajar a órdenes del corregidor Diego de Portugal, para el túmulo de las
exequias de Felipe II.
Entre éstos el más conocido es Andrés Sánchez Gallpe, con quien hizo pintar el oidor
Barrio de Sepúlveda el retrato de los negros de Esmeraldas, para enviarlo a Felipe III el
año de 1598. Sánchez Gallque era de los más fervorosos cofrades del Rosario y en unión
de otros indios costeó no pocas veces los gastos de la fiesta de Nuestra Señora. Entre 1591
y 1592 estuvo de paso en Quito el pintor italiano Ángel Medoro, quien pintó para el
Convento de Santo Domingo un blasón heráldico, sostenido por cuatro ángeles y para la
Concepción una Imagen de Nuestra Señora, ambas pinturas en telas de idéntica factura.
Fue a la segunda vez que el padre Bedón estuvo en relación con un pintor italiano, que
dejó huella en su manera de ejercitar el arte.
En 1593 el padre Bedón salió para Nueva Granada por motivo de las alcabalas, en
que había dado a conocer su pensamiento por escrito. Se estableció al principio en Bogotá,
donde distribuyó su actividad entre la enseñanza y la práctica de la pintura. Refiriéndose
al año de 1594, escribe el padre Alonso de Zamora: «Muy a principios del Provincialato
del reverendísimo padre maestro fray Pedro Mártir, tuvo esta Provincia y convento del
Rosario, la dicha, de que de la de Quito viniera el venerable padre maestro fray Pedro
Bedón, cuyas firmas se veneran en sus libros como reliquias. En ellos se hallan, como
Depositario en estos años, y en el Refectorio en el año de 1594, cuya pintura se debe a
sus manos. Con ellas manifestó las imágenes de diferentes pensamientos, el gran espíritu
y devoción que tenía a los santos. Siendo toda la pintura en las paredes de todo el
Refectorio y habiendo cien años que lo pintó, están hoy tan vivos los colores, que no sólo
admiran, sino que mueven a devoción, porque en todo imprimió la viveza de la que tenía
en el corazón. Estuvo también en la ciudad de Tunja, en que pintó algo de su Refectorio,
que hasta hoy permanece con grande ostentación y reverencia, rezando todos los días el
rosario a coros en su capilla, que empezó a fabricar y en todo resplandece la devoción
cordial, que tenía a la Virgen Santísima su venerable Fundador».
En Tonja debió apreciar las pinturas que hacía poco habían realizado ahí su maestro
y amigo, Ángel Medoro. En 1598 estuvo de vuelta en Quito, donde fue elegido de Prior
y como tal intervino en el Capítulo Provincial, celebrado ese mismo año en el mes de
septiembre. En la epístola preliminar a las actas se contiene la teoría del arte, tal como se
entendía a fines del siglo XVI en Quito. «Tres cosas son sumamente necesarias, para que
alguien pueda adquirir con perfección la ciencia de alguna cosa: el arte, el uso y la
imitación. El arte, para enseñar las reglas y principios; el uso para la práctica del ejercicio
y la imitación para poner ante la vista los modelos. Esta doctrina se pone en evidencia en
un pintor perito, el cual, para adquirir a perfección su arte, necesita primeramente que le
enseñen las reglas del arte, los modos de componer los colores, la proporción con que se
los debe mezclar y la manera de pintar las imágenes; en segundo lugar, necesita el uso,
porque nunca resultará pintor si no se ejercita en la pintura; en tercer lugar, ha menester
de excelentes modelos, en los cuales vea cumplidos a cabalidad todas las reglas de teoría».
Por estas expresiones se echa de ver que el padre Bedón no fue simplemente un pintor;
sino que, en el afán de enseñar el arte a sus discípulos, llegó a formular las reglas prácticas
que debían ellos observar en la Escuela de Pintura.
En 1600 levantó el Convento de la Recoleta, donde pintó en el descanso de la grada
la imagen de Nuestra Señora de la Escalera y en los claustros las escenas de la vida del
beato Enrique Susón. Con referencia a este cuadro, escribió en 1687, el doctor Francisco
de Montalvo: «Además de Nuestra Señora de la Escalera, otras muchas imágenes de la
Virgen hizo este Apeles Sagrado, aunque sus diseños no observan en todo las
puntualidades del arte, según las maravillosas que Dios obra por ellas, no puede dudarse
que pintaba, como quería, parece que fueran sus pinturas de los cielos».

El padre Bedón introdujo, a fines del siglo XVI, la forma de representar a la Virgen
del Rosario, con Santo Domingo y San Francisco a los pies. En el museo de Santo
Domingo se conserva un libro coral con viñetas del padre Bedón y la data de 1613.
Capítulo IV

La instrucción pública durante el siglo XVII

Hacia los estudios universitarios

Las comunidades religiosas, particularmente la Dominicana y Franciscana, habían


organizado centros de enseñanza superior para formación de sus respectivos candidatos
a la vida monacal. El Capítulo General de Dominicos celebrado en Roma en 1589, había
concedido a la Provincia de Quito la facultad de contar con tres magisterios y seis
presentaturas, que debían concederse a los religiosos por méritos de enseñanza. El
Capítulo Provincial de 1589 presentó para el grado de Maestro al padre Pedro Bedón,
alegando que había sido seis años maestro de estudiantes, a los cuales había enseñado la
Teología durante cinco, y dos más había sido catedrático en la Universidad de Bogotá. El
10 de marzo de 1598 el padre Bedón escribió a Felipe II pidiendo el establecimiento de
Universidad en Quito. «Siento en mi conciencia, le decía, que acierta Vuestra Majestad
muy mucho en conceder a esta Provincia de Quito estudios generales, poniendo
Universidad en esta ciudad, que es del temple acomodado y muy proveída de bastimentos,
fértil y sana, y haber de aquí a Lima (donde al presente está la Universidad del Perú)
trescientas leguas, a donde no se puede ir sin mucho dinero y trabajo, ni dejar de tener
riesgo grande en la salud, porque van de esta tierra fría a esa otra que es caliente y húmeda,
basteada de frutas pero no de pan y carne en abundancia ni barato, y así no todos tienen
caudal para tanto gasto como es menester para sustentarse en Lima. El bien que se sigue
de que estudien los que nacen en esta tierra se ve por experiencia en los que de ella han
ido a estudiar a Lima y vuelto aquí muy aprovechados en letras y en otros que han cursado
los estudios particulares que hemos tenido en este Convento, donde yo he leído Artes y
Teología por tiempo de trece años y en el Nuevo Reino cuatro años, donde he tenido
muchos discípulos que ahora hacen mucho fruto entre los naturales».

El padre Bedón no hizo sino insistir en una vieja aspiración de la ciudad de Quito.
Ya el ilustrísimo señor de la Peña expuso al Rey, el 15 de febrero de 1570, la conveniencia
de que hubiese Universidad en Quito. El Cabildo de la ciudad, en sesión del 31 de agosto
de 1576, acordó dirigirse a Felipe II en este mismo sentido y nombró comisionado para
el efecto al padre Hernando Téllez, que estaba de viaje para España. Posteriormente en
1580, Alonso de Herrera presentó al Monarca este justo anhelo de la ciudad de Quito y
consiguió que expidiese una Cédula Real a la Audiencia, pidiendo informes al respecto.
Esta cédula firmada en Badajoz el 5 de agosto de 1580, fue presentada a la Audiencia por
el Procurador General de la ciudad don Juan de Londoño, quien expresaba la necesidad
del estudio de las ciencias por parte del «mucho número de hijos de españoles pues de
otra manera no puede ser república con la pulicia y modo de vivir que conviene». La
Audiencia dio su informe favorable el 2 de noviembre de 1581. El razonamiento en que
apoyaba comprendía todos los aspectos. Quito era una «ciudad que iba ennobleciéndose
en edificios y multitud de gente». Tenía un clima de un temple medio, de que gozaba todo
el año. Se hallaba a distancia de doscientas leguas de Bogotá y trescientas de Lima y
contaba a la redonda con las ciudades de Cuenca, Guayaquil, Pasto, Baeza y Ávila, que
podrían ser beneficiadas con la Universidad. Disponía de productos agrícolas y de
obrajes, para provisión de alimentos y vestidos. Los Conventos contaban con estudiantes
que anhelaban coronar su carrera con título académico. La economía podría obtenerse de
la contribución impuesta a las Doctrinas y la aplicación de los dos novenos. Podríase,
además, contar con un catedrático gratuito que daría cada Comunidad Religiosa. Para
comenzar, podría el programa de enseñanza comprender, dos cátedras de Teología, dos
de leyes, dos de cánones, dos de medicina, tres de súmulas, lógica y filosofía, dos de
gramática y una de la lengua del Inga. En cuanto al edificio se lo señalaba por de pronto
el sitio de Santa Bárbara. Advertía, finalmente, el informe que la organización de la
Universidad se dejara totalmente a cargo de la Audiencia.

Universidad de San Fulgencio

Fray Luis López de Solís, cuando Provincial de los Agustinos del Perú, envió a
Quito a los padres Luis Álvarez de Toledo y Gabriel de Saona, con la misión de establecer
la Orden Agustiniana en el territorio de la Audiencia. Los fundadores, ambos de prestigio,
trajeron recomendación de Felipe segundo y del virrey Francisco de Toledo, lo cual les
facilitó el cumplimiento de su cometido. Al principio se hospedaron transitoriamente en
la parroquia de Santa Bárbara y luego tomaron posesión del sitio definitivo que les
proporcionó la Audiencia. El padre Álvarez de Toledo, deudo del Virrey, consiguió en
el capítulo de 1575 la aceptación canónica del primer Convento Agustiniano de Quito y
el envío de un grupo de selectos religiosos. En 1581 se comenzó la construcción de la
iglesia y el convento, bajo la dirección del arquitecto extremeño Francisco Becerra.
El 21 de febrero de 1581 la Audiencia confió la dirección del Colegio que habían
renunciado los Franciscanos, después de una benéfica labor docente de treinta años. El
nuevo instituto tomó el nombre de Colegio de San Nicolás de Tolentino e inició la
enseñanza con alumnos externos. No estaban ya las circunstancias para atender a los
educandos en la forma gratuita y con alcance práctico como lo habían hecho los padres
de San Francisco. Los religiosos Agustinos de Quito advirtieron en el ambiente social el
anhelo de cultura superior y el padre Saona aprovechó de un viaje a Roma para conseguir
del papa Sixto Quinto la facultad de entablar estudios universitarios en el Convento de
San Agustín. Además alcanzó de Felipe II una cédula para el obispo de Quito pidiendo
informes acerca de la renta con que pudiera contarse para el efecto. Los padres del
convento escribieron al Rey el 5 de marzo de 1595, interesándole en este asunto y
pidiéndole de merced «funde (universidad) en este convento pues será esto grande parte
para que se remedie en pobreza y vaya en aumento esta provincia». La Bula Pontificia
facultaba conceder los grados de Bachiller, Licenciado, Doctor y Maestro en Artes,
Teología, Cánones, Leyes y Medicina. Entretanto los Agustinos de Quito no contaban
con fondos ni local para pensión de catedráticos y funcionamiento de clases. El ilustrísimo
señor Solís, no obstante ser Agustino, debió ver la realidad y, según ella redactar su
informe. Así se explica que tardase hasta el 2 de septiembre de 1602 la licencia del
General de la Orden para hacer uso de la Bula y limitando los grados a los frailes del
Convento.

En cuanto al pase regio de la Bula, debió esperarse que mejoraran las


circunstancias del Convento para poderlo tramitar ante la Corte. Recién, el 5 de febrero
de 1621 se presentó la solicitud al Consejo, el cual la remitió al dictamen del Fiscal. Al
cabo de más de un año se conoció la respuesta en los términos siguientes: «El Fiscal dice
que ha visto la Bula que se le remite y le parece que se puede pasar, advirtiendo que por
ella la Religión de San Agustín no ha de adquirir derecho alguno irrevocable para la
fundación de la Universidad; sino sólo en el ínterin que su Majestad mande que se haga
en Quito estudios generales y con que los estudiantes no queden libres de la Jurisdicción
Real, ni por esta fundación adquiera jurisdicción el Provincial o Rector de la Universidad
en los estudiantes, y sin perjuicio del derecho de otra Universidad erigida por su Majestad
y aprobada por su Santidad».

Entretanto que llegase el tiempo de conseguir el pase regio a la Bula, los Agustinos
de Quito aprovecharon de la facultad concedida por el General de la Orden y en el capítulo
Intermedio celebrado en diciembre de 1603 procedieron a erigir la Universidad de San
Fulgencio, limitando la concesión de grados a los religiosos de la Orden. La cláusula
relativa al caso dice textualmente: «Que en este convento de Nuestro Padre San Agustín
de Quito pueda haber y haya Estudio General y Universidad en la cual los Religiosos de
dicha Orden siendo beneméritos y doctos en Sagrada Teología puedan ser premiados y
sus trabajos sean remunerados en la dicha Universidad con el grado e insignias de Maestro
en Santa Teología».

Después del pase regio a la Bula, no faltaron sacerdotes que en el transcurso de


los años obtuvieron sus grados académicos en la Universidad de San Fulgencio. En la
Biblioteca Jijón y Caamaño se conserva el Registro de los graduados en la Universidad
de San Fulgencio desde el año 1679 a 1769. Constan en él cincuenta y siete nombres, de
los cuales catorce son graduados de Quito, doce sin el detalle de procedencia, cinco de
Panamá, cuatro de Popayán, cuatro de Riobamba, tres de Guayaquil, dos de Cali, dos de
Cuenca y uno de Pasto, Piura, Latacunga, Bogotá, Tumaco, Loja, Ibarra, Ancerma,
Ambato, Patia y Barbacoas. A algunas de estos se les extendió el título de doctor con el
simple comprobante de competencia dado por persona extraña a la Universidad.

El 25 de agosto de 1786, el rey Carlos III privó a los Agustinos de la facultad de


conferir grados universitarios.

Los Jesuitas en la enseñanza pública

Las Órdenes Mendicantes habían proporcionado los operarios evangélicos en la


viña de la Iglesia ecuatoriana. Ellos fueron los primeros misioneros y civilizadores de la
naciente sociedad. A ellos se debió la labor principal en la organización de las doctrinas,
que fueron los núcleos de los pueblos que integraron luego la Audiencia de Quito. En
torno a los conventos se formó el espíritu religioso del pueblo con expresiones de variado
folklore. La instrucción y el patrocinio del arte recibieron su primer impulso de las
Comunidades de Religiosos Mendicantes.

La presencia de los jesuitas abrió nuevas posibilidades a la cultura con la


organización permanente de estudios para la clase acomodada y sobre todo con la
dirección del Seminario. Sin la preocupación de Doctrinas ni de Capellanías, la Compañía
dedicó su personal a la enseñanza y a los Ejercicios Espirituales, sin descuidar a las
Cofradías con elemento criollo e indígena. Ya en la Congregación Provincial, celebrada
en Lima en agosto de 1588, el padre Baltasar Piñas hizo presente que estaba fundado en
Quito un Colegio al que acudían buen número de niños a recibir latinidad, para el cual
solicitaba la aprobación del General, que efectivamente la dio en abril de 1591. La
iniciación de los estudios reclamó de suyo la adecuación de local apropiado para el
funcionamiento del Colegio. Con este fin los padres compraron unas casas frente al actual
templo de la Compañía y las habilitaron para las clases. Al curso de latín siguió el de
Humanidades, Retórica y Poesía. En enero de 1590 se dio comienzo al curso de Filosofía,
que se coronó con el de Teología, a cuya apertura estuvo presente el ilustrísimo señor
López de Solís en octubre de 1594. Los alumnos eran externos y de los internos, unos
eran becarios y otros pagaban la pensión alimenticia.

Apenas se hizo cargo de la Diócesis, fue preocupación del ilustrísimo señor López
de Solís establecer el Seminario de modo formal y duradero, tal como lo habían mandado
el Concilio de Trento y los Concilios Provinciales de Lima. El que existía desde el tiempo
del ilustrísimo señor de la Peña era prácticamente provisional y reclamaba su
organización definitiva. Fuera de las prescripciones de la autoridad eclesiástica, había
intervenido también la recomendación de Felipe II, quien estaba interesado en dotar de
vida propia a las Diócesis de la América.

En carta del 12 de octubre de 1594, el ilustrísimo señor López de Solís escribió al


Rey, informándole sobre la fundación del Colegio Seminario. «Hallé, decía, cédula de
Vuestra Majestad en que manda funde Colegio Seminario y que se cobre la renta para su
sustento en la conformidad que el Concilio de Trento y el Provincial de Lima de 83
disponen. [...] Fundé el Colegio en una muy buena casa donde metí cuarenta Colegiales
con hábito pardo y beca de grana, hijos de conquistadores y de la gente más principal de
esta tierra y tan buenos estudiantes que pueden competir con los buenos Seminarios de
España. [...] Este Colegio he encargado a los religiosos de la Compañía de Jesús, por ser
como es su Instituto inclinado a estas cosas de virtud y del servicio de Dios Nuestro Señor,
los cuales han puesto Rector en el dicho Colegio y religiosos y tienen maestros que les
enseñan y van tan adelante en letras y virtud, que de hay más se proveerán del Seminario
los clérigos que fueren menester en el Obispado que los voy ordenando y preparando con
este intento».
El ilustrísimo señor López de Solís tuvo que afrontar los problemas que se
suscitaron desde la iniciación del Seminario. Ante todo, el económico; por la resistencia
que opusieron las doctrinas servidas por religiosos. Luego, el del local destinado a
residencia de los alumnos. También el de la organización total de los estudios.

Al principio los seminaristas ocupaban una casa contigua a la episcopal, que se


ubicada frente a la puerta de entrada a la Catedral. Ahí permanecieron hasta concluir el
primer trienio de estudios filosóficos. El aumento progresivo de alumnos puso en
evidencia la estrechez incómoda de la residencia. En 1597 la Compañía hizo una permuta
de esta casa con otra que ella poseía en la vereda de enfrente, detrás de la catedral, frente
al sitio donde hoy se ubica la fachada de la Compañía. Así levantaron una capilla con el
nombre de San Jerónimo, para uso de los alumnos y servicio del pueblo. En este nuevo
sitio se tuvieron las clases de primeras letras, latín, filosofía y teología.

Entretanto los padres de la Compañía fueron edificando progresivamente la iglesia


y la casa, donde se establecieron de modo definitivo. La residencia de los seminaristas
frente a la Compañía duró por mucho tiempo. El padre Pedro de Mercado, en su historia
escrita en la segunda mitad del siglo XVII, afirma al respecto: «La iglesia mayor tiene en
su misma cuadra y al mismo lado donde está situada el colegio de seminaristas que en
días señalados sirven a su altar. Está este colegio seminario en frente de nuestro colegio,
con que está más a mano porque no hay más que la calle de por medio para pasar de un
colegio a otro». A continuación añade el método de dirección que tenían los padres con
los Seminaristas. Procuraban que «tengan un rato de oración por la mañana, de que oigan
misa a hora señalada, de que recen el rosario a la Virgen María y que la invoquen en
comunidad con su letanía; que confiesen y comulguen a menudo y se aparten de malas
compañías». Cada colegial seminarista tenía su celda aparte. Además de la formación
espiritual, procuraban «que arguyan unos con otros, que tengan conferencias, que hagan
públicas lecciones y se ejerciten en otros actos literarios, con que después salgan del
colegio doctos y letrados. A este fin tenía la Compañía en su casa un claustro con cinco
aulas de muy buena fábrica: en las dos primeras se enseñaban los rudimentos de la lengua
latina, a los cuales se añadía la de retórica, que aprendían 106 estudiantes en el año
antecedente al curso de artes. Estas se enseñaban por espacio de tres años en el aula cuarta
y cada día en la última leían sus lecciones tres maestros de teología».
Toda esta práctica de dirección y enseñanza estaba prevista en los Estatutos y
Constituciones del Seminario que redactó el ilustrísimo señor López de Solís, de acuerdo
con los padres de la Compañía. En los estatutos se consultaban las condiciones de
admisión de los alumnos, distribución del tiempo, maneras de dirección y enseñanza,
obligaciones de los Seminaristas y administración de los bienes. El fundador puso
cuidado en que el Seminario fuese autónomo en sus relaciones con la Audiencia. Con este
fin, consiguió de Felipe II una cédula expedida el 30 de noviembre de 1595, en que se
disponía que la Audiencia, ni el Cabildo en Sede Vacante, ni ningún Obispo sucesor
pudiesen introducir mudanzas en la organización del Seminario.

No fue del agrado pleno del Padre General la aceptación del Seminario. Habría
preferido que la Compañía tuviese su Colegio independiente para seglares como había
comenzado. A los padres que habían intervenido en la fundación del Colegio Seminario
pidió explicaciones para justificar el hecho. Una vez aceptada esta realidad, la Compañía
de Quito tuvo que atender a la vez a los seminaristas y a los alumnos seglares. «Su
enseñanza se extendía a toda clase de personas sin excepción de ninguna clase, a sus
religiosos, hasta terminar el curso de teología en su propio colegio, llamado Máximo
porque incluía la filosofía y teología; a los alumnos del Seminario desde la gramática
latina hasta terminar la teología; a los seglares desde primeras letras hasta concluir esta
misma facultad». Estos se dividían en externos, o sea los que vivían en la ciudad de Quito,
y en Colegiales, que moraban en el Seminario, pagando su pensión. Para esta paga se
procuraron becas para Seminaristas y para los estudiantes pobres.

El anhelo de coronar los estudios con grados académicos surgió en Quito en el


último cuarto del siglo XVI. El padre Saona consiguió del papa Sixto V la facultad de
conferir grados universitarios, que el General de la Orden limitó a los estudiantes
agustinianos. La concesión pontificia fue una gracia que no consultaba la realidad. Por
esta causa hubo de diferirse el pase regio hasta 1621.

En cambio, el Colegio Seminario de San Luis se constituyó desde el principio


como un Instituto permanente de enseñanza, que fue afirmándose con el transcurso del
tiempo. En seis lustros de funcionamiento formó dos generaciones de estudiantes, que
sentían la falta de grados académicos, para coronar su afición a la cultura. Se explica,
entonces, la trascendencia social que se dio a la facultad obtenida legalmente, para
establecer estudios universitarios, por parte de la Compañía. A petición del General de la
Orden, el papa Gregorio IV había extendido la Bula In Supereminente, del 8 de agosto de
1621, en que facultaba a los Jesuitas de América y Filipinas conferir a sus alumnos los
grados académicos. El Breve pontificio alcanzó el Pase Regio el 2 de febrero de 1622. Y
el 15 de septiembre del mismo año, el padre provincial Florián de Ayerve presentó a la
Audiencia de Quito los documentos pontificio y regio para su ejecución. Ese mismo día
se organizó un acto social, en que la Bula, colocada en estandarte de terciopelo, fue
paseada por las calles de Quito, a son de pregón y de música y con lucido cortejo de
cabalgata enjaezada.

El mismo padre Mercado proporciona detalles acerca del funcionamiento de la


Universidad de San Gregorio. Comenzó a dar grados en 1623. El Rector del Colegio era
a la vez de la Universidad. Para selección de los graduados, precedía la elección por suerte
de la materia que debían leer durante una hora en presencia de los examinadores. Luego
seguía la hora de la tentativa, en que arguyendo los maestros y respondiendo el examinado
se formaba juicio del mérito y se resolvía por votos el resultado de la prueba.

El Obispo, por lo general, presidía el grado. La ceremonia se verificaba en la sala


que se inauguró el año de 1659. Era ésta una pieza muy capaz con dos órdenes de asientos
labrados en sus respaldares y barandillas. En el escenario estaba colocada la cátedra y al
fondo un retablo con su sagrario en la mitad. Concluido el grado, se procedía a un desfile
por las calles principales de la ciudad, «yendo cada uno de los doctores y maestros en el
lugar que le competía por la antigüedad de su grado, llevando en sus cabezas los bonetes
con sus borlas y pendientes las mucetas de sus cuellos mostrando en los colores los grados
de sus dueños, blanco y negro a los doctores, negro y azul a los maestros. Los que
solamente eran doctores llevaban la borla sólo blanca, pero los que con el doctorado
mezclaban el magisterio llevaban la borla con blanco y azul».

Cada tres años, al terminar el curso, se graduaban hasta treinta, de los cuales unos
eran los estudiantes regulares de San Gregorio, otros que habían cursado estudios en otros
centros y algunos religiosos de las Comunidades de Quito.

Todos los años se inauguraba oficialmente el curso el día de San Lucas


Evangelista, con un discurso académico que se tenía en la sala, en presencia de maestros
y estudiantes. Ese día se exhibía en un cartel el nombre de los profesores y la materia que
debían enseñar cada uno de ellos.
La Instrucción Pública en las demás ciudades de la Audiencia

La Audiencia de Quito, además de la capital, contaba en su territorio con la ciudad


de Guayaquil, fundada en 1537 por Francisco de Orellana; Loja, fundada por Alonso de
Mercadillo en 1548; Cuenca, fundada por Gil Ramírez Dávalos en 1557; Riobamba,
elevada a condición de aldea en 1575; Ibarra, fundada por el capitán Cristóbal de Troya
en 1606; Ambato y Latacunga, que de hecho se constituyeron en centros de población
nutrida. Dependían también de la Audiencia de Quito las ciudades de Pasto y Popayán.
Todas estas ciudades habían sido establecidas al estilo de la de Quito, con un plano que
consultaba la ubicación central de la iglesia mayor y de los Conventos de San Francisco
y Santo Domingo y algunas, también de la Merced y San Agustín.

El ilustrísimo señor de la Peña había ordenado en el Sínodo de 1570 que párrocos


y doctrineros fundasen escuelas junto a las iglesias. Esta orden se refería más bien a la
organización de centros catequísticos, para los que se echaba mano de los indios
preparados en el Colegio de San Andrés.

En los Capítulos Provinciales de la Orden Dominicana, correspondientes al siglo


XVI y primera mitad del siglo XVII consta la asignación de religiosos destinados a la
enseñanza de Gramática y Artes en los Conventos de Loja, Cuenca, Pasto y Popayán.
Debieron preocuparse también de la enseñanza las demás Órdenes Mendicantes, como se
colige de la representación que hicieron en 1633, oponiéndose al establecimiento de los
Jesuitas en Cuenca, Guayaquil, Riobamba, Latacunga, Ibarra, Pasto y Popayán, alegando
que estas poblaciones estaban «abundantísimas de enseñanza, doctrina y predicación,
porque hay muchos religiosos de todas las dichas órdenes que leen gramática, predican,
confiesan y administran sacramentos».

Pero con medio siglo de enseñanza continuada en Quito se habían dado cuenta las
ciudades de que los Jesuitas eran los llamados a establecer Colegios destinados a la
instrucción de los seglares. El afán de cultura hizo que de los pueblos llegaran peticiones
a la Compañía, solicitando que fundasen planteles para la educación de la juventud. De
este modo fueron escalonándose en las diversas ciudades de la Audiencia los Colegios de
los Jesuitas. No hace al caso referir los detalles que rodearon a cada fundación.

La primera ciudad en beneficiarse con un Colegio fue la de Cuenca. El año de


1633 las padres Francisco de Figueroa y Cristóbal de Acuña tomaron posesión de las
casas destinadas al plantel que se instaló en la esquina de la plaza central. Desde el
principio, «pusieron clase de gramática», refiere el padre Mercado y el fruto «se colige
así de los muchos que se han acogido a los religiosos ansiosos de su mayor perfección,
como de los que perfeccionados en la lengua latina han pasado a Quito a estudiar
facultades mayores de artes y teología y Sagradas Escrituras en que salen los de esta tierra
aventajados porque son de grandes ingenios».

Latacunga fue la segunda ciudad que obtuvo la fundación de un Colegio de


Jesuitas. El problema de la economía lo resolvió el acaudalado vecino don Juan de
Sandoval y Silva. Conseguidas las licencias de Roma y Madrid, el padre Sebastián
Hurtado se hizo cargo del Colegio destinado a noviciado el año de 1674, sin descuidar la
enseñanza de niños seglares que había comenzado el año de 1668.

Después de insistentes peticiones, consiguió la ciudad de Ibarra el establecimiento


de un Colegio el 13 de abril de 1685. El padre Domingo de Aguinaga fue el comisionado
que se hizo cargo del local, tomando posesión en presencia del cabildo eclesiástico y
Regimiento de la ciudad.

Riobamba y Guayaquil no obtuvieron la fundación de Colegio sino en el primer


decenio del siglo XVIII, después de haber asegurado las rentas suficientes para el
funcionamiento normal de la enseñanza.

El establecimiento de Colegios en las ciudades de la Audiencia levantó de hecho


el nivel de la cultura general. Además contribuyó a proveer al Colegio Seminario y a la
Universidad de San Gregorio de sujetos excelentes de todos los sectores del país, que
abrazaron la carrera eclesiástica o ingresaron en las diversas Comunidades Religiosas.
Quito se convirtió no sólo en centro de convergencia, sino de irradiación de la cultura a
todas las zonas de la Real Audiencia.

Materias y Textos de enseñanza

Un tesoro documental para valorar el grado de la cultura quiteña durante la colonia


constituye la colección de los libros manuscritos, procedentes de la Antigua Biblioteca de
la Compañía y que hoy componen el fondo del Archivo Nacional de Historia. El padre
Miguel Sánchez Astudillo ha hecho un estudio interesante de esa colección y publicado
un libro intitulado: Textos de Catedráticos Jesuitas en Quito Colonial. De este estudio
vamos a extraer los datos, que nos permitan apreciar el ambiente cultural de Quito en los
siglos XVII y XVIII de nuestra historia.
El número de manuscritos de la Biblioteca Nacional es de 370 volúmenes, a los
cuales hay que añadir 33 pertenecientes a la Biblioteca del Instituto Superior de
Humanidades Clásicas y 5 conservados en bibliotecas particulares. El total de libros
manuscritos, que proceden de la Universidad de San Gregorio, alcanza a la cifra de 408
ejemplares. Casi todos contienen el texto usado por el catedrático al dictar su materia.
Unos pocos son la copia manuscrita por el alumno sobre el asunto escuchado en clase.

Efecto de la organización interna de la Compañía fue la asignación a las casas y


colegios de la América de religiosos y catedráticos procedentes de las diversas naciones
de Europa. Esta distribución de sujetos daba por resultado la difusión de las corrientes
culturales y la unificación de los métodos de enseñanza. La conquista de vocaciones
selectas en cada lugar dependía de la respuesta del ambiente social, en que se ubicaban
Colegios y Universidades.

Así se explica que de los 408 volúmenes manuscritos, 11 procedieran de centros


españoles de estudios superiores, 3 de italianos y 5 de americanos fuera de Quito. En
cuanto a los autores consta que 35 no enseñaron en Quito y 23 de quienes hay duda
todavía de que pudieran haberse hallado entre nosotros. En cambio se sabe con certeza
que 71 profesores extranjeros enseñaron en Quito y consignaron su enseñanza en un
volumen manuscrito y 21 ecuatorianos, de los cuales cinco son lojanos, cuatro quiteños,
tres del Guayas, tres de Cuenca, tres de Riobamba, dos de Ibarra, y uno de Ambato: lo
cual permite apreciar la proporción de vocaciones que salían de los Colegios Jesuitas
establecidos en las diversas ciudades de la Audiencia.

Mayor interés despierta el examen de las materias tratadas en los manuscritos. De


los 408 volúmenes, 193 corresponden a la Filosofía y 208 a tratados de Teología. La
Filosofía comprendía entonces la Lógica, la Física y el tratado del alma. En la
equivalencia actual, esos textos se distribuyen en 57 sobre Lógica y Crítica, 70 sobre
Cosmología, 9 sobre Ontología, 6 sobre Psicología y 51 volúmenes mixtos, que contienen
tratados varios. La Teodicea y la Ética se reservaban al ciclo de Teología.

La Teología estaba dividida en las cátedras de Prima y de Vísperas o sea en


Teología Dogmática y Teología Moral. A la primera corresponden a la colección 65
tratados de Dios Uno, 11 sobre la Trinidad, 11 sobre el Verbo Encarnado, 18 sobre la
Gracia, 14 sobre las Virtudes Infusas, 4 sobre los Novísimos y 20 volúmenes de tratados
dogmáticos varios. De la Teología Moral se han conservado 15 tratados sobre los
Sacramentos, 9 sobre los Actos Humanos, 7 sobre los Preceptos, 6 sobre los Pecados, 4
sobre la Conciencia, 1 sobre las Leyes y 11 volúmenes mixtos de tratados de Moral y 16
que contienen tratados de Dogma y Moral.

Al grupo literario pertenecen tan sólo seis volúmenes y uno de cuestiones


gramaticales.

La colección de manuscritos formaba parte de las copiosas bibliotecas del Colegio


de San Luis y de la Universidad de San Gregorio, que, después de la expulsión de los
Jesuitas, se convirtieron en la Biblioteca Pública, de que se hizo cargo Eugenio Espejo.
Un testigo que conoció la Biblioteca al terminar la época colonial lo describe así: «La
pieza donde se hallan colocados los libros, que componen más de diez mil volúmenes, es
la más magnífica que hay en toda la América. Estantería de buena madera pintada a
chinesca con perfiles de oro, estatuas colocadas sobre el famoso barandillaje dorado que
circunda esta hermosa sala, las cuales denotan las facultades a que corresponden: toda
una biblioteca digna de una ciudad ilustrada».
Capítulo V

La oratoria sagrada en el siglo XVII

La oratoria sagrada fue el medio normal para conseguir que la cultura trascendiese
a la comunidad social. El señor de la Peña, en el Sínodo quítense de 1570, dio normas,
tanto para la enseñanza catequética como para la predicación al núcleo de españoles y
criollos. Señaló, en el calendario litúrgico, las fiestas oficiales en que debían predicar los
párrocos al pueblo. En la organización del culto en la Catedral formuló el orden de
Sermones, distribuyendo su prédica entre las comunidades religiosas.

El 14 de febrero de 1587 el Padre Comendador de la Merced presentó un reclamo


en el Cabildo, porque el deán Hernández de Soto había preferido a los Jesuitas en el turno
de los sermones. El Cabildo resolvió que se conservase el orden que había establecido el
ilustrísimo señor de la Peña. En consecuencia, que el primer domingo de Cuaresma
predicara un Dominico, el segundo un Franciscano, el tercero un Agustino y el cuarto un
Mercedario; los miércoles de Cuaresma, un padre de la Compañía y los viernes un padre
de Santo Domingo. Fuera de estos sermones de tiempo, había los solemnes de Pascua,
Pentecostés y Corpus que se predicaban ante el concurso del Cabildo y de la Audiencia.

Fuera de estos sermones de tabla, había los panegíricos de los santos Patronos y
Fundadores de las Órdenes Religiosas y las fiestas del Señor y de la Virgen y de los
titulares de las Cofradías.

Con los Jesuitas se introdujo la práctica de las misiones a los pueblos, según el
sistema de San Ignacio. Según esto, la Oratoria Sagrada en el siglo XVI recorrió toda la
escala de predicaciones, desde la sencilla explicación catequética hasta el sermón
cuaresmal y el panegírico de compromiso. De los predicadores no se han conservado sino
algunos nombres, como Diego Lobato de Sosa, el padre Pedro Bedón y el obispo de la
Peña, cuyo «Sermón de la Fe», predicado en Lima, se imprimió en España, al decir de
Sánchez Solmirón.

Con la inauguración del Colegio Seminario de San Luis se introdujo en el


programa de enseñanza la oratoria sagrada como materia obligatoria. Desde 1619 pudo
adoptarse como texto el opúsculo escrito por el padre José de Arriaga y publicado ese año
con el título de Rhetoris Christiani Partes Septem. El libro fue dedicado a los estudiantes
del Colegio de San Martín de Lima y recibió la aprobación del padre Diego Álvarez de
Paz, que estuvo en Quito a la iniciación del Colegio Seminario. El texto contiene las partes
indispensables para formar un buen orador sagrado. Comienza por definir la retórica,
luego trata de la Invención, Disposición, Elocución, Aprendizaje de Memoria y
Declamación y concluye con la enumeración de lo que debe observar y al mismo tiempo
evitar un Orador Sagrado.

Esta orientación estaba fundada en la Retórica de Aristóteles, aplicada a la oratoria


Sagrada por fray Luis de Granada. Pero constan luego las obras de don Luis de Góngora,
cuyas primeras ediciones de 1633, 1644 y 1648 se podían consultar en la Biblioteca de la
Universidad de San Gregorio. Igualmente estaban a la vista de los estudiantes las obras
completas de Gracián, en la edición de 1633. Estos datos permiten explicar las
características que asumió la oratoria Sagrada del siglo XVII, a juzgar por los escasos
documentos que se conservan.

Del siglo XVII hay, conocidos hasta el presente, tan sólo cuatro referencias de
sermones que fueron impresos. La primera es la oración fúnebre del padre Alonso de
Rojas en las honras de Mariana de Jesús, que se imprimió en Lima el año de 1646. La
segunda es el Panegírico de San José, predicado en la Iglesia de la Merced, por el padre
dominico fray Juan de Isturizaga, que vio la luz en Lima el año de 1652. La tercera, la
colección impresa en Lima en 1688 de tres sermones predicados por don Francisco
Rodríguez Fernández, sobre la maternidad de María, en la iglesia de la Concepción el año
de 1680, acerca de Santa Gertrudis en la iglesia de San Agustín en noviembre de 1680 y
en Lima, entre 1687 y 1688, a los desagravios de Nuestra Señora del Aviso. La cuarta es
la Exhortación panegírica y moral en las rogativas que hizo la Real Audiencia y la ciudad
de Quito, por causa de los terremotos que ha padecido la ciudad de Lima, que predicó el
día sexto del Novenario el muy reverendo padre maestro Pedro de Rojas y fue impresa en
Lima el año de 1689.

Este corto número de discursos impresos apenas puede reflejar los caracteres de
la oratoria sagrada del siglo XVII. El padre Sánchez Astudillo ha observado con agudeza
que para valorar las obras de arte en general hay que acudir al criterio espacio-tiempo,
que permite en la práctica el aprecio de la época y el ambiente en que fueron compuestas
y también de la trascendencia como valor estético universal. Un discurso de Bossuet, por
ejemplo, a la vez que refleja el gusto acrisolado del gran siglo francés, constituye un
modelo permanente de oratoria sagrada.
Al auditorio quiteño de nuestro siglo XVII, podíase, en discursos de compromiso,
entretenerlo con abundantes citas en latín, entresacadas de autores sagrados y profanos y
con un estilo salpido de conceptos y de frases de un discreto culteranismo. En profesores
de teología, como los padres Alonso de Rojas y Juan de Isturizaga, es explicable que
brotaron los textos latinos, no menos que los razonamientos argumentativos de las clases.
Más asequibles y patéticos se exhibieron el padre Pedro de Rojas y el cura Francisco
Rodríguez, cuyos sermones abundan en apóstrofes y en locuciones ligeras y variadas.

Son, en cambio, copiosos los datos y sermones manuscritos del siglo XVII, que
reflejan el ambiente religioso que respiró el pueblo. El escribano Diego Rodríguez de
Ocampo escribió la relación de las fiestas que se hicieron en Santo Domingo de Quito,
para celebrar la canonización de San Raimundo de Peñafort, obtenida por la mediación
de Felipe III. Las solemnidades fueron oficiales, con asistencia, por consiguiente, de las
autoridades civiles y eclesiásticas. El domingo, 26 de julio de 1603, primer día de los
festejos, predicó el padre dominico fray Gaspar Martínez, sobre el tema: Vos estis sal
terra. Se desempeñó «doctamente y con la gallardía y doctrina que de ordinario predica a
satisfacción de tan buenos oyentes como tuvo». El lunes, que corrió por cuenta del
Cabildo Catedralicio, llevó la palabra el doctor Andrés de Zurita, quien predicó «con linda
traza, lenguaje y curiosidad, ponderando como Dios es admirable en hacer santos como
lo hizo en San Raimundo».

El martes tocó el turno a San Francisco y «por su religión tuvo el panegírico el


padre Alonso Ramiro, religioso docto y antiguo predicador». El miércoles ofició en el
altar la Comunidad de San Agustín «y predicó el padre provincial fray Agustín Rodríguez
un admirable sermón lleno de doctrina y de conceptos curiosos». El jueves estuvo a cargo
de la Compañía de Jesús y predicó el padre Antonio Pardo de la misma Compañía,
«predicador eminente en letras, gracia, decir y acciones con cuyo sermón y las
misericordias de Dios que en él explicó se celebró su fiesta con las ventajas que esta Santa
Compañía suele hacerlas». El viernes celebró la misa la Comunidad de la Merced y
predicó «el presentado fray Alonso Téllez mercedario sermón, de mucha doctrina». Se
hizo un paréntesis el sábado, 2 de agosto, por el Jubileo de la Porciúncula. El domingo
ofició en el Altar de la iglesia de la Merced la Comunidad de Santo Domingo y predicó
en la misa él mismo padre Téllez. El Cabildo de la ciudad reservó su fiesta propia para el
6 de agosto. Ese día «se juntaron en el Convento de Santo Domingo la Real Audiencia y
los Cabildos eclesiástico y seglar y los Prelados y religiosos de las demás Órdenes y
celebró la misa de primera el Obispo pontifical y predicó el padre fray Alonso de Luna
de la Orden del Señor San Francisco un sermón digno de ser alabado, traza, doctrina,
letras y conceptos».

Desde el siglo anterior se había convertido en costumbre tradicional la prédica de


panegíricos en los días de los fundadores de las Órdenes Religiosas y de los Santos
Patronos de las Cofradías. Era también ritual la prédica durante la Cuaresma y la Semana
Santa, cuyo desempeño constituía un mérito para obtención del título de Predicador
General en la Orden Dominicana. Cada ciudad tenía sus devociones particulares, que se
demostraban con misas anuales y su sermón obligatorio.

Entre los sermones manuscritos, unos pocos llevan el nombre del autor; los más
son anónimos. En todo caso, constituyen documentos para conocer por ellos el estilo con
que se predicaba y las devociones que tenían los fieles del siglo XVII. Del franciscano
fray Diego de Escalante se conserva el sermón predicado el tercer miércoles de Cuaresma
del año 1658. Del padre Dionisio Guerrero existen manuscritos un panegírico de San Juan
Bautista predicado en Cádiz en 1650 y un Sermón de Nuestra Señora del Buen Suceso
predicado en Quito el 14 de julio de 1674. Del padre jesuita Isidro Gallegos se ha
conservado un sermón de San Jerónimo, predicado en la Catedral de Quito el 30 de
setiembre de 1686. A San Jerónimo se eligió como Patrono contra los temblores que
sacudían periódicamente a Quito. El tema versa sobre el temor y la fortaleza y desarrolla,
a base de las concordancias bíblicas, un discurso ágil y patético, no obstante las reiteradas
citas de textos en latín. Aduce ya una razón física explicativa de los sismos. «El temblor
de la tierra, dice, es efecto de la vanidad e inquietud altanera de los aires que en sus
entrañas encierra, los cuales no pudiendo sufrir la opresión de encerramiento tan abatido,
bulliciosos hasta romperla la conmueven por salir al desahogo de su esfera». Del padre
fray José Fernández Velásquez existe, predicando en 1680 un Sermón de Nuestro Seráfico
Padre San Francisco, Hermandad de Nuestro Padre Santo Domingo y amistad con la
Compañía de Nuestro Padre San Ignacio, en día que se estrenaron las andas y demás ricas
preseas en este Convento de San Pablo de Quito.

Se ha conservado, asimismo, un volumen de sermones manuscritos que fueron


predicados en la ciudad de Ibarra, desde el año 1660 hasta el de 1681. Contiene en total
cuarenta y un discursos sobre variados asuntos. No ha sido posible señalar con certeza el
nombre del autor, que fue religioso de Santo Domingo. De los datos internos se deduce
que fue Ibarreño, hijo de Catalina Calderón y hermano de un padre jesuita. Entre los
religiosos de mediados del siglo XVII figura el padre Jacinto Calderón, calificado como
buen predicador y nacido en Indias. Lo positivo es que la serie de sermones revela un
orador distinguido, por el fondo teológico y la forma literaria. Fue un predicador cotizado
para situaciones de compromiso. La colección contiene cuatro discursos de Primera Misa,
dos oraciones fúnebres, nueve sobre las Almas del Purgatorio, cuatro en la fiesta del
Santísimo, cuatro sobre el Mandato en Jueves Santo, tres en la fiesta de la Inmaculada
Concepción, dos sermones del Rosario, tres panegíricos de San Sebastián y un discurso
para Nuestra Señora de Yaguarcocha, para San Miguel, para San Blas, para Santa Rosa,
Epifanía y los Santos Inocentes. Se puede con fundamento concluir que la piedad del
pueblo había compaginado con devociones fundamentales de la vida cristiana, cuales eran
las del Santísimo Sacramento, de la Madre de Dios en sus varios privilegios y
advocaciones, la de las Almas del Purgatorio y de los Fundadores de las Órdenes
Religiosas. El rezo de las Estaciones y del Santo Rosario se había vuelto familiar en el
ambiente. La Cuaresma disponía para la Semana Santa que culminaba en las procesiones
de los pasos a cargo de las Cofradías establecidas en los Conventos de los Mendicantes.
Con el realce de los estudios se elevó también la Oratoria Sagrada, que divulgó las
verdades del dogma católico, a través de un lenguaje que hoy nos parece alambicado,
pero que fue corriente para las generaciones del siglo XVII.
Capítulo VI

Manifestaciones artísticas, literarias y sociales

Festejos por la canonización de San Raimundo

Aspecto especial de la cultura constituyen las manifestaciones espontáneas de la vida


social, en que alienta el espíritu creador de los dirigentes del pueblo. En este capítulo
vamos a presentar algunas escenas de la vida de Quito en el siglo XVII, en que se refleja
la situación histórica que se brindó a las generaciones de esa época brillante. Felipe III
había obtenido del Papa Clemente VIII la canonización de San Raimundo de Peñafort. Al
hecho se dio un alcance extraordinario y dispuso el rey que se lo festejase tanto en España
como en las Indias. El Cabildo de Quito comisionó la organización de los festejos al
licenciado Francisco de Sotomayor, que hacía las veces del corregidor don Lope de
Mendoza. El programa constaba de números religiosos y sociales. Entre los primeros
estuvo el Novenario de Misas Cantadas, a cargo del Cabildo y las Comunidades
Religiosas que culminó con un desfile procesional con cuatro carros alegóricos. El
primero representaba el estado Angélico. Para figurar el cielo se había dispuesto un fondo
azul con estrellas y planetas. Dominándolo todo se hallaba la figura del Padre Eterno
cortejado por los arcángeles San Miguel, San Rafael y San Gabriel, cada cual con su
insignia simbólica. Seguían en orden descendente el coro de las potestades, representado
por muchachos vestidos de azul con varas doradas en las manos; luego, el de las virtudes,
con niños de vestido azul que portaban bordones plateados; los niños del tercer coro
llevaban ginetas doradas; los del cuarto, vestidos de blanco, empuñaban estoques
dorados; el quinto representaba al coro de la milicia celestial con trompetas plateadas; el
sexto de los tronos, estaba simbolizado por niños vestidos de blanco con columnas en los
brazos; el séptimo, de las Dominaciones, lo figuraban niños vestidos de carmesí con
cetros en las manos; los del octavo llevaban incensarios en representación de los
querubines y los del noveno, que representaban a los serafines, estaban con los rostros y
manos inflamados y cubiertos con alas en señal de adoración. El segundo carro
representaba la ley natural simbolizada por una figura que tenía por divisa dos espejos,
uno sobre la cabeza y otro en la mano, con la inscripción latina: signatum est super nos
lumen vultus tui. Al fondo estaba pintado el paraíso con el árbol de la vida en el cual se
hallaba arrimado Adán y al pie se encontraba Eva en actitud de hablar con la serpiente
que se revolvía entre las ramas. En perspectiva de acercamiento iban escalonándose hacia
afuera los observantes de la ley natural, desde Abel el justo, luego Enoc y Noé, Abraham
y Lot, Isaac y Melquisedec, Jacob y sus doce hijos, cada cual con las divisas de la
bendición paterna. Cerraban el cuadro las figuras de Sara y de Raquel. El tercer carro
figuraba la ley escrita. El fondo era verde, color de la esperanza. A los lados pendían
paños en que estaban pintadas las escenas de la batalla de Josué y la caída de Jericó.
Dominaba en la popa la figura simbólica que tenía en sus manos las tablas de la ley y a
sus pies a Moisés y a su hermano Aarón. En la proa se alzaba la serpiente suspendida de
una cruz. Al centro se enfilaban los personajes bíblicos que se recomendaron por la
observancia de la ley escrita: Josué con la divisa del sol en el yelmo, Gedeón con un
cántaro plateado en la mano, Jefté con la hija del sacrificio, Sansón con una quijada en la
diestra, David con su arpa, Salomón con su cetro real, Samuel con un cuerno de óleo,
Isaías con la sierra de su martirio, Jeremías bañado en llanto y Daniel con un león
simbólico. Detrás aparecían las mujeres bíblicas: Débora con una palma en la mano, Isael
con la insignia del arma con que dio la muerte a Sicar, Ruth con un haz de espigas, Abigail
con una poma de plata, Judit con la cabeza de Holofernes y Ester vestida con arreos de
reina. El cuarto carro fue la representación de la ley de gracia. En las cuatro esquinas de
la proa se destacaban niños vestidos de evangelistas en ademán de escribir esta
sentencia: Gratia et veritas per Jesum Christum, facta est. Al centro y en lugar eminente
estaba la figura de Cristo sobre una nube y con la Cruz en el brazo izquierdo, cortejada
por las figuras de la Caridad y la Esperanza. En el centro al pie de Cristo se hallaba la Fe
con una Cruz dorada en la mano. Y al frente, en la proa, se erguía la figura de la Ley de
Gracia con el evangelio en la mano y en el tocado el símbolo del Espíritu Santo. Delante
del carro desfilaban San Juan Bautista con la bandera de Precursor, María Magdalena con
un poemario en la mano, San Pedro y San Pablo con las insignias de su apostolado, los
Doctores de la Iglesia Ambrosio, Gregorio, Agustín y detrás de ellos Santo Tomás.
Aparecían luego San Sebastián con sus saetas, algunas vírgenes con sus palmas y cerraban
el cortejo San Francisco, Santo Domingo y San Ignacio, en representación de los
confesores.

Todos los cuatro carros estaban costosamente aderezados y las


personas que representaron las dichas figuras muy a propósito
y acomodadas para el dicho efecto vivos y con el orden que
van puestos anduvieron por la dicha plaza en procesión, la cual
se hizo con el acompañamiento y autoridad referida.

Fuera de los actos estrictamente religiosos, hubo otros de carácter social, el día que le
tocó al Cabildo. El 6 de agosto de 1603, «después de comer se dijeron las Vísperas con
mucha solemnidad en el Convento del Señor Santo Domingo, donde asistió la Audiencia,
Cabildo de la ciudad y los Prelados y los Religiosos de las Órdenes y el resto de la ciudad
y acabadas las Vísperas se hizo solemne procesión por el claustro del dicho convento con
la imagen del bienaventurado Santo y estuvo adornado de altares y colgaduras y en medio
del jardín del claustro estuvo hecho un tablado donde se recitó un coloquio y se acabó
con un sarao bien ordenado de moras y moros, damas y galanes, villanos y matachines
que danzaron y bailaron a satisfacción de los que lo vieron, que fue toda la junta referida
y aquella noche hubo luminarias en toda la ciudad y repique de campanas, atabales,
fuegos de pólvora, mosquetes, trompetas, chirimías y otros instrumentos en la plaza y
calles, hubo máscaras, carros de invenciones y música que duró hasta media noche».

El 8 «hubo juego de toros y cañas en la plaza mayor de esta ciudad, donde asistieron
la Real Audiencia, Cabildos y Prelados y mucho concurso de gente y estuvo colgada y
adornada de doseles, damascos y muchos tablados y antes de lidiar los toros se juntaron
casi doscientos soldados que el General Don Lope de Mendoza condujo en esta ciudad y
su comarca por orden del Virrey de estos reinos para socorro del de Chile y entraron en
la dicha plaza haciendo salva con encomiendas de San Juan en los pechos y se fueron a
un castillo que estaba en medio de ella, el cual combatieron dos navíos que venían
armados sobre dos carros grandes con sus velas y lo demás necesario para que pareciesen
navíos en los cuales había cantidad de gente con arcabuces y se dispararon en
acometimiento al castillo y los soldados de él hicieron lo mismo concierto y pareció bien
este entretenimiento figurado en el maestre y soldados de Malta contra las galeras
turquescas».

«Y luego corrieron algunos toros y después de ellos salieron veinte y cuatro


montañeses nacidos en esta ciudad, jinetes con sus libreas de tafetán, marlotas y capellares
y villanaje y divididos los puestos el uno con la divisa de Santo Domingo y otro con el de
la Merced en las libreas y adargas hicieron las entradas y jugaron cañas con el contento y
primor que suelen hacerlo otras veces y se dio colación a la Audiencia y damas a costa de
la ciudad y salió el dicho teniente de Corregidor a la plaza a la jineta con dos caballos que
sacó enjaezados, con jaeces bordados y bocales de plata dorados con sus lacayos y pajes
y corrió carreras mostrando lo que en esto sabía cómo lo ha hecho y hace de sus letras,
nobleza y bondad».
Valía la pena conocer los detalles de esta fiesta extraordinaria, porque de ellos se
colige el espíritu que informó a la sociedad de Quito, durante el siglo XVII. Constan en
el programa un novenario predicado, una procesión con carros alegóricos, una
representación dramática, un simulacro de guerra, corrida de toros, juego de cañas y
escaramuzas. No precisa la naturaleza del coloquio; pero el arreglo de los carros
demuestra que eran familiares las escenas bíblicas, fuentes de inspiración de los autos
sacramentales.

Festejos por el nacimiento de Felipe IV

A los tres años de las fiestas de San Raimundo tuvo Quito ocasión de presenciar
nuevos festejos. Esta vez fue para celebrar el nacimiento del Príncipe sucesor de Felipe
III. El 20 de febrero de 1606 se recibió en el Cabildo la noticia oficial del suceso. Por de
pronto el Ayuntamiento comisionó la organización de las fiestas a los regidores Luis de
Cabrera y Cristóbal de Troya. El 20 de abril, aniversario del nacimiento del Príncipe, se
ordenó decir misas de acción de gracias en los Conventos y Monasterios y se corrió
bando, al son de atabales, trompetas y clarines, anunciando los festejos públicos. En
sesiones sucesivas se fue conformando el programa. El 20 de febrero se acordó que
hubiese corrida de toros y juego de cañas con libreas: el 19 de mayo se dio a conocer que
estaba llegando de Castilla un pedido de telas apropiadas para las fiestas y se nombraron
los diputados que se encargarían de la confección de los vestidos; el 15 de julio se
concluyó el programa. Además de la corrida de toros y juego de cañas, se resolvió que se
diesen a los toros lanzadas a caballo, costeando las lanzas, el hierro y los caballos y que
se corriese la sortija a la brida y la jineta. Se deputaron premios a costa del Cabildo, «al
aventurero o mantenedor que mejores lanzas corriere a la brida, el segundo al que mejores
lanzas corriere a la jineta, y el otro al que mejor invención sacare, y el otro premio al que
mejor letra aclare y otro premio al que saliese más galán y menos costoso y otro premio
al que sacase más costosa y más galana».
El jurador discernidor de premios lo componían el maese de campo don Juan
Londoño, el licenciado Alonso de Carvajal, don Sancho de Marañón y el capitán don
Cristóbal de Miño.

La fiesta de Corpus

El 12 de mayo de 1606 el Cabildo de Quito resolvió lo siguiente: «Por cuanto se ha


ordenado y mandado que se celebre y haga la fiesta del Santísimo Sacramento del día de
Corpus Christi con la mayor autoridad y grandeza que fuere posible y de presente han
venido a esta ciudad una cuadrilla de comediantes y será a propósito que para que se
celebre la dicha fiesta con mayor solemnidad trataron y confirieron sobre ello y acordaron
que se concierte con los dichos comediantes representen dos comedias, una el día de
Corpus Christi y otra el día de la Octava y que los diputados nombrados por este Cabildo
para la dicha fiesta traten con los dichos representantes sobre la dicha representación y
concierten el precio que se les ha de dar, lo cual se les pague de los propios de esta
ciudad».

No se consignan los nombres de los comediantes, como tampoco de las piezas


teatrales. Es de advertir que el Cabildo de Quito, tan celoso en organizar la celebración
anual de la fiesta de Corpus, menciona esta vez tan sólo la representación de una comedia.
En cambio, en la ciudad de Lima, no hubo año en que se prescindiese, en la celebración
de esta fiesta, de una función teatral. Fuera de las compañías organizadas en Lima, había
otras que venían de la Península o de la Nueva España para mantener la continuidad del
arte dramático, que era tan del gusto de algunos virreyes. Fray Gaspar de Villarroel refiere
de sí mismo el caso de haber concurrido furtivamente a una representación que era de
fama y plantea luego el caso moral de la asistencia de los sacerdotes a las comedias
públicas. Para nuestro caso de 1606, no hay más indicio posible que la compañía formada
por Marco Antonio Ferrer y su esposa Mariana de Valdés, que «salieron de Acapulco en
1606 y que se dirigieron a Lima, donde en mayo de 1607 representaron en la fiesta de
Corpus la comedia intitulada La Cruz aborrecida».

En marzo de 1607 se hizo cargo del Obispado de Quito el ilustrísimo señor fray
Salvador de Ribera, quien, no obstante su rigorismo y severidad, era muy aficionado al
género dramático. Cuando era prior del Convento del Rosario de Lima en 1594, llegó la
noticia de la canonización de San Jacinto de Polonia. Con ese motivo se organizó un
programa de festejos y entre los números principales constó la presentación en el
convento de un Coloquio que resultó famoso, acerca de la vida de San Jacinto muy
venerado por el pueblo español. Cuando Obispo de Quito festejó el matrimonio de su
sobrina doña Micaela Dávalos con el corregidor don Sancho Díaz Zurbano, con la
presentación de una comedia en su propio palacio, en que actuaron los propios clérigos.
Debió ser de carácter cómico cuando se conservó la memoria de la reacción del público
para con el actor que hizo el papel de Bobo.

Los funerales de la reina Margarita de Austria

El acto social de mayor trascendencia para conocer el ambiente del primer cuarto del
siglo XVII fue la celebración de las exequias de la reina Margarita de Austria. El 22 de
octubre de 1613 se conoció en Quito la noticia oficial de la muerte de la Reina. La
Audiencia encargó al Cabildo la realización de las honras fúnebres. En consecuencia, el
Cabildo previó el dinero necesario para el efecto y comisionó a los Regidores, capitanes
Cristóbal de Troya y Pedro Ponce Castillejo que organizasen los funerales, de acuerdo
con el corregidor y capitán general don Sancho Díaz de Zurbano. La intervención de este
funcionario, acostumbrado al lujo cortesano de Lima, dio a las exequias un realce
extraordinario. Comenzó por abrir un concurso entre los maestros artífices para el diseño
del túmulo, ofreciendo un premio al que saliese triunfador. Cada uno de los concursantes
presentó tres proyectos. El jurado calificó de mejor al diseño dibujado por Diego Serrano
Montenegro, «hombre generalísimo de grandes trazas», a quien el Cabildo le nombró de
Fiel Almotacín de la ciudad en 8 de enero de 1597, por ser «persona que entiende bien el
dicho oficio».

El proyecto aprobado implicaba la intervención de pintores, escultores y arquitectos.


Sin pérdida de tiempo Díaz Zurbano hizo juntar a los más hábiles artistas de cada ramo y
les encomendó la labor de su especialización. A los pintores les puso en el trabajo de
hacer veinte y siete retratos de tamaño natural de los antecesores de la casa de Austria,
desde Pipino Primero, duque de Bravancia, hasta Felipe II, trasladándolos de los grabados
que compuso Juan Bautista Urientino de Artuerpia. Resultaron, según el
cronista, «semejantes a sus originales con los vestidos y ropajes que cada uno en su
tiempo usaron, tan al vivo y tan perfectos y acabados que son los mejores cuadros que
hay en todo este Reino».

A los escultores se les impuso la tarea de labrar diez y siete figuras de las virtudes
cardinales y teologales, de la muerte y otras representaciones simbólicas, cada una con su
insignia tradicional. No hubo necesidad de modelos, puesto que estaba en el ambiente el
conocimiento de las verdades teológicas y morales, a través del simbolismo de las figuras,
como se demostró en los carros alegóricos de las fiestas de San Raimundo.

Para integrar el programa de las famosas exequias se abrió un concurso poético,


señalando diez temas a desarrollarse, con premios al triunfador. El primer tema debía
interpretar en dísticos la sentencia: Praecipitabit deus mortem in sempiternum.
Para este tema se asignaron, en orden de méritos, una salvilla de plata, una sortija de oro
con una esmeralda y unas medias de seda.
El segundo tema debía desarrollar en versos sáficos y adónicos el apóstrofe litúrgico Oh
mors ero mors tua, con opción a los premios de un breviario nuevo y cuatro varas de raso.

Una taza de plata y seis varas de tafetán constituían los premios destinados a los autores
de una oda o elegía latina que comentara el verso de Morsus tuus ero inferne.
El cuarto tema debía ser un jeroglífico o emblema que interpretara las siguientes
expresiones de San Pablo: Absorta est mors in victoria. Ubi est victoria tua, ubi est
stimulus tuus? Los dos premios asignados a las dos mejores composiciones eran un corte
de tela rica y unos guantes de ámbar.
El quinto tema insinuaba el comentario del nombre de Margarita en cualquier género de
verso o la interpretación de los rótulos que debían ponerse al pie de las figuras de las
virtudes. Por premio se señalaron asimismo un corte de buena tela y un par de guantes de
ámbar.
El sexto tema debía desarrollar la siguiente redondilla:

Falta sin poder faltar


hoy Margarita en el suelo,
porque quien reina en el cielo
no ha dejado de reinar.
El premio consistía en un corte de tela y una sortija con una amatista.
El séptimo tema debía ser una glosa de la quintilla que sigue:

Vivo yo, amas ya no yo


porque del mortal encuentro
el cuerpo en tierra cayó,
pero el alma fue a su centro
y así muerta vivo yo.

A las dos mejores composiciones se señalaron los premios de cuatro varas de raso y
unas medias de seda.
El octavo tema debía celebrar en un soneto la piedad de la Reina difunta, dando
opción a los premios de una cortina de tela y cuatro varas de tafetán.
El noveno tema debía ser una canción que enalteciera la liberalidad de la Reina con
los pobres. Los triunfadores podían optar por los premios de cuatro varas de damasco y
unas medias de seda.
Por fin, el último tema debía desarrollar en octavas la compenetración en la reina
Margarita de la dignidad con la benignidad. Las mejores composiciones serían premiadas
con un corte de jubón de raso y unos borceguíes de lazo.

Las condiciones a que debían sujetarse los concursantes fueron las siguientes:
primero, las poesías debían ser ingeniosas y escritas con propiedad; segundo, concretarse
al tema propuesto; tercero, no ser comunes a otros intentos y cuarto, debían estar escritas
en dos ejemplares, el uno para los miembros del jurado y el otro para examen del público.
Para integrar el jurado fueron designados el oidor doctor Matías de Peralta, el fiscal
licenciado Sancho de Mújica y el doctor Juan de Villa, tesorero del Cabildo Catedralicio.

Se impuso el plazo de un mes para todos estos preparativos. A partir del veinte de
noviembre comenzase a armar el túmulo. Conozcámosle en su conjunto por el relato del
cronista oficial. «En la Iglesia Catedral, fuera de la capilla mayor en la primera nave, se
plantó un túmulo de maravillosa y singular arquitectura de ordenanza dórica y forma
cuadrada que tuvo por todo su cuadro cuarenta y ocho varas y de altitud veinte y cuatro,
a que se subía por ocho gradas espaciosas y bien trazadas: en cada una de las esquinas de
los cuadros salía con maravilloso compás un cubo redondo que se guarnecía con basa y
contrabasa con que se acababa la planta. Sobre esta planta se formó el primer cuerpo del
túmulo guardando la forma cuadrada de ella sobre que se asentaron doce columnas, las
cuatro de la parte de afuera sobre sus pedestales, los cuerpos en forma redonda, el primer
tercio de estrías llenas y los dos tercios hasta sus capiteles de estrías acanaladas que
parecían graciosamente a la vasta. Las otras cuatro columnas que se pusieron por la parte
de dentro hicieron otro cuerpo en forma cuadrada que con propiedad se dicen pilastras,
éstas tuvieron su planta más alta que las cuatro columnas una vara a que se subían por
cuatro gradas y en ellas estaban puestas cuatro muertes de bulto cada una en su pilastra,
la una con un arco y flecha. [...] La otra con una hoz en la mano derecha y en la izquierda
un manojo de figuras cortadas de hombres y mujeres. [...] La otra con una ampolleta en
la mano. [...] La otra con un huso y rueca en las manos. [...] Las cuales estaban tan al
natural que parecían sacadas de algún osario y causaban un grandísimo horror y espanto.
Las otras cuatro columnas hicieron otro cuerpo en forma cuadrada y sobre ese último
corrían sus comizamentos por lo alto de los capites con grande gentileza mostrando el
arquitrabe, friso y cornisa, miembros que forman el cornisamiento en cuyo remate se pintó
la gloria y se hicieron de artificio unas nubes que al desplegarse se descubrían serafines
y querubines que parecían que subían y bajaban como al recibir el alma de la Reina
Nuestra Señora que en este último remate estaba sobre una tumba cubierta de brocado
con un cojín de lo mismo que recibía su figura las rodillas sobre el de talla entera y del
medio de la gloria que estaba pintada pendía una gran corona, de la cual asidos puestos
en el aire cuatro ángeles de bulto como que querían coronarla y un letrero que decía: Veni
amica mea, veni de Libano coronaberis».

En el segundo cuerpo del túmulo estaban colocadas las figuras de las virtudes, con
bandas en que estaban escritas sentencias de la Escritura. Las gradas que conectaban los
tres cuerpos del túmulo tenían barandillas, que daban vistosidad al conjunto. Al medio
del frontispicio central se levantó el altar en forma que pudiese destacar las ceremonias
de los oficiantes. A los lados aparecían dos cuadros grandes con pinturas de las armas
reales y luego, hasta las rejas del coro, estaban colocados los retratos de los antepasados
de la Reina. Al fondo, sobre las rejas del coro, estaba en el centro el blasón de la ciudad
de Quito y a los lados los de las demás ciudades y villas que componían la Audiencia.
Tanto las paredes como el piso estaban cubiertas de tela negra, que permitían destacar la
estructura del túmulo, relievando los detalles con la combinación de luces dispuestas
sobre candelabros.
El ceremonial de las exequias respondió a la magnitud del túmulo. Ocho días antes
se dio el pregón por la ciudad, al son de clarines y tambores, previniendo a todos que
dispusiesen vestidos de luto. Luego, el veinte y siete de noviembre, Díaz Zurbano hizo
reunir el Cabildo para organizar la forma de la asistencia. El veinte y ocho por la tarde se
tuvo la Vigilia. El jueves veinte y nueve, comenzaron a decirse las misas desde las seis
hasta las diez de la mañana, hora en que se celebró la Misa Solemne, con la oración
fúnebre que pronunció el padre agustino fray Agustín Rodríguez.

En cuanto al resultado del certamen poético, el relator no consignó los detalles de


todos los triunfadores. Consignó únicamente las composiciones de fray Miguel de San
Juan, franciscano, que consiguió el primer premio del primer tema y de don Francisco de
Montenegro, que alcanzó el segundo; de don Francisco de Villaseca y de don Lope de
Atienza, que llevaron el primero y segundo premio del tema sexto, y de don Manuel
Hurtado y de Melchor Quintero Príncipe, los dos triunfadores en el séptimo tema.

Nada revela más el espíritu quiteño de comienzos del siglo XVII, que estas exequias
de la reina Margarita de Austria. A juzgar por la descripción del túmulo, la sociedad
estaba familiarizada con los órdenes de la arquitectura clásica, con el simbolismo
religioso, con las genealogías de los reyes y la heráldica de las ciudades, con los
certámenes y géneros poéticos y con las exigencias y desahogos de una economía
equilibrada. A la explotación del oro, que estuvo en auge en la segunda mitad del siglo
XVI, se había añadido la organización de los obrajes, que habían alentado el comercio de
telas con Lima, Popayán y Panamá. Había holgura económica en el pueblo, a que
respondió un realce de cultura que propició la formación de la Escuela quiteña de arte
La colección de obras de arte del presidente Morga

El corregidor don Sancho Díaz de Zurbano, al amparo de su tío el obispo fray


Salvador de Ribera, había mantenido en Quito el fausto burgués de la nobleza de Lima.
Con la muerte se extinguió su estrella. Pero para Quito no hubo interrupción en los
alicientes de la vida culta. Desde 1616 se hizo cargo de la Audiencia el doctor Antonio
Morga, hombre de mucha ejecutoria en los campos de la administración y de las letras.
Había sido lugarteniente de Gobernador de las Islas Filipinas y luego Alcalde de Corte de
la Real Audiencia de México. Ahí publicó en 1609 una relación de los sucesos de las Islas
Filipinas hasta la conquista de las de Maluco. Cuando vino a posesionarse de la Audiencia
de Quito se encontró, en la Punta de Santa Elena, con la flota del corsario holandés, de
que pudo escaparse como por milagro. Se detuvo en Guayaquil para examinar los
efectivos de defensa. Una vez en Quito, escribió al Rey el 20 de abril de 1616, adjuntando
copia de un informe que envió al Príncipe de Esquilache, sobre la situación de las armadas
del Reino en Filipinas y las posibilidades defensivas de las costas del Pacífico. Cuando
vino a Quito trajo consigo una librería como de trescientos volúmenes, en que constaban
obras de Jurisprudencia, Teología y Literatura. Entre los libros se hallaban los escritos de
Domingo Soto, Palacios Rubio, Julio César, Virgilio y Plutarco, incluso un manuscrito
sobre volatería. Fuera de esta riqueza bibliográfica lucían en las salas de la mansión
presidencial alfombras de Castilla y Persia, reposteros de terciopelo azul de China,
gobelinos con temas historiales, taburetes japoneses y escritorios y vargueños de ébano y
marfil. Repartidos por los departamentos se hallaban cuadros y esculturas, de arte
primoroso. En el comedor, los armarios estaban repletos de servicio de plata. El trato
familiar y social del presidente Morga estaba a la altura de un funcionario aburguesado.

En diciembre de 1629 se ofreció al Presidente ocasión de incrementar su colección


de obras de Arte. El padre agustino Leonardo de Araujo hizo, con licencia de sus
superiores, un viaje a España con el objeto de defender a sus hermanos de las injusticias
del visitador don Juan de Mañozca. Ventilados sus asuntos en la Corte de Madrid, pasó a
Roma, donde adquirió una buena colección de obras artísticas para su Convento de Quito.
Al rendir cuentas de los gastos, sus hermanos de hábito se negaron a justificar las cuentas
gastadas al margen de su cometido. En estas circunstancias el padre Araujo se vio en el
caso de vender los cuadros para reponer el dinero en efectivo. No se libró de este negocio
sino la imagen yacente de un Cristo que el padre adquirió en España y que los religiosos
de Quito le pasaron en cuenta, para dedicarlo al culto público.

El presidente doctor Morga, al conocer el asunto, se valió del comerciante Antonio


Vázquez Albán, para adquirir la colección de obras traídas por el padre Araujo. En las
listas se hacían constar once láminas de bronce, guarnecidas de molduras, con pinturas de
motivos religiosos; quince láminas de piedra, con molduras de bronce y ébano, que
representaban motivos varios; una lámina en madera de box con un Nacimiento y otra de
vitela con un San Sebastián; cinco lienzos de pintura al óleo con los Doctores de la Iglesia
y un Nacimiento; nueve relicarios de diferente tamaño, con sus adornos de vidriera y sus
molduras de ébano; seis tabernáculos guarnecidos de cristales y follajes de plata y una
cruz de ébano con su peaña, guarnecida de piedras naturales.

Los temas representados eran Nacimientos, La Concepción de la Virgen, San Juan


Bautista, San Pedro y San Pablo, Santa Catalina de Alejandría; algunas composiciones
del renacimiento italiano, como la Virgen con el niño y a los pies San José y San Lorenzo,
San Sebastián con sus saetas, San Lorenzo con su parrilla de martirio y, sobre todo, «una
lámina de Urbino del niño dormido, la Virgen, San Lorenzo y San Juan Evangelista».
El doctor Morga, que apreciaba el valor artístico de las obras, pagó por la colección
cuatro mil setecientos treinta patacones de a ocho reales. Puede colegirse la ventaja de
la compra, de la precaución del Presidente en hacer consignar en la escritura la siguiente
confesión de garantía: «Antonio Vázquez Albán renunció el error de la cuenta dándose
por bien pagado y satisfecho y confesó que el dicho precio es justo valor de las dichas
láminas e pinturas contenidas en esta venta e si más valen o pueden valer de la demasía
hace gracia e donación a su Señoría».

La presidencia del doctor Morga duró cosa de veinte años, desde 1616 hasta julio de
1636. Durante su cargo fue residenciado dos veces. Como resultado hubo de pagar una
crecida multa, que no pudo satisfacer en vida. Murió sin hacer testamento. La justicia
cayó sobre sus bienes, ordenando hacer el inventario y luego el remate de sus haberes.
Además de las obras de arte, compradas por intermedio de Vázquez Albán, se enumeraron
diez retratos de familiares y dos de los Reyes de España, dos lienzos de la Concepción,
veinticinco cuadros del Señor y de muchos Santos, trece lienzos que representaban a las
Sibilas, cuatro que figuraban las Estaciones y un Cupido rodeado de Niños. Entre las
esculturas se contaban una imagen de la Concepción, un niño de marfil y una estatuilla
de la diosa Venus. El remate descubrió los nombres de los quiteños aficionados a las obras
de arte y el precio en que se las cotizaba. La totalidad era de procedencia europea y
asiática. No sólo iglesias y conventos eran relicarios de arte: también en casas de
particulares existían colecciones de lienzos y esculturas.

Escritos literarios

En el archivo dominicano de Quito se conserva un manuscrito que lleva por


título: Fasciculus Rhetorices et Poeseos ac rate investigatum per Jo. de Orosco Soc. Jes
auditorem anno 1615. Intercalados a modo de ejemplos se hallan varias composiciones
de Jesuitas españoles. No es aventurado concluir que el manuscrito hubiese podido servir
de texto en la enseñanza de Retórica y Poética. En todo caso refleja el método que se
seguía en el Colegio Seminario de San Luis y en la Universidad de San Gregorio.
Aristóteles animaba todavía el gusto literario del primer tercio del siglo XVII.
Observamos ya que en la Biblioteca de la Universidad de San Gregorio se encontraban
las obras completas de don Luis de Góngora, en sus ediciones de 1633, 1644 y 1648. Hay
indicios ciertos que permiten afirmar el influjo de Góngora en la formación literaria de
nuestros primeros poetas nacionales.

El año de 1666 apareció publicado, en abril, un poema heroico sobre San Ignacio de
Loyola, obra póstuma del doctor Hernando Domínguez Camargo. En 1675, editado en la
misma capital de España, vio la luz pública el Ramillete de varias flores escogidas y
cultivadas en los primeros abriles de sus años por el maestro Jacinto de Evia, natural de
Guayaquil. Investigaciones recientes del padre Aurelio Espinosa Pólit han dado a conocer
que estas publicaciones se hicieron por diligencias del padre jesuita Antonio Bastidas,
natural de Guayaquil y no de Sevilla, como se ha venido asegurando a partir de la
afirmación de Menéndez y Pelayo. Del análisis del Ramillete se colige que de las
cuatrocientas seis páginas de que consta el libro, ciento diez y nueve corresponden a Evia,
ciento nueve a Camargo, ciento setenta y tres a Bastidas y nueve a autores desconocidos.
Este dato demuestra la coexistencia en Quito de los tres poetas Bastidas, Camargo y Evia,
como se confirma, además, por la dedicatoria de algunas poesías a personajes conocidos
en el ambiente social quiteño de entonces y por los temas referentes algunos a motivos de
naturaleza local.

Bastidas nació en Guayaquil hacia 1615 e ingresó en la Compañía en mayo de 1632;


desde 1642, sacerdote ya, hasta 1668, enseñó Gramática en el Colegio de Cuenca y en
otros del territorio de la Real Audiencia de Quito; el decenio siguiente fue profesor en
Popayán y murió en Bogotá el 1.º de diciembre de 1681. Jacinto de Evia, hijo también de
Guayaquil, hizo sus estudios en el Colegio Seminario de Quito y se doctoró en Artes en
la Universidad de San Gregorio el 20 de mayo de 1657. En 1662 se le instituyó patrón de
una capellanía de dos mil pesos, fundada en Guayaquil por su abuelo Blas de Vera.
Domínguez Camargo, natural de Bogotá, nacido en 1606, entró en la Compañía en
1621 e hizo sus primeros votos en 1623. Se ha supuesto como probable su presencia en
Quito, como lo comprueba el romance del Ramillete «A un salto por donde se despeña el
arroyo de Chillo», que sirvió de inspiración al padre Bastidas para una poesía sobre el
mismo asunto.
El hecho de patrocinar el padre Bastidas la publicación de los escritos de Camargo y
de Evia, con composiciones suyas, ponen de manifiesto la vinculación espiritual y de
gusto literario, entre Camargo, el propio padre Bastidas y Evia. Hay un cuarto personaje
que interviene en esta trama de amistad. Es el maestro don Antonio Navarro Navarrete,
de quien no hace mención el padre Espinosa Pólit. Navarro Navarrete se declara poseedor
de los originales del Poema heroico de Domínguez Camargo y editor de esta obra
póstuma del ex jesuita bogotano. La publicación la dedica al padre Basilio de Ribera de
quien hace un apasionado elogio biográfico. En la advertencia al «curioso lector»,
proporciona detalles reveladores del origen del escrito y del aprecio del estilo gongorista,
como modelo de formación literaria. Vale la pena transcribir algunos textos que revelan
el influjo del poeta cordobés en la formación literaria de nuestros escritores coloniales.

Fui siempre estimador de su ingenio, apreciador de sus versos,


y aunque deseé comunicarle en vida, nunca pude, por la
distancia de muchas leguas que nos apartaban, hasta que supe
de su muerte, con harto dolor mío, viendo que carecía del
aplauso de los cultos el Poema Heroico del grande Ignacio de
Loyola, de que ya tenía noticia; cuando por medio bien
extraordinario llegó a mis manos: pero reconociendo, que no
estaba acabado, ni con el aseo y perfección debida, se me dobló
el sentimiento. Y porque no careciesen los aficionados a las
musas de tan sublime espíritu, me dediqué al estudioso desvelo
que ponderó en parte por mío el otro ingenio (hablando de un
grande escritor, a quien la muerte suspendió
intempestivamente el erudito vuelo de su pluma, y cuyos
escritos en la sazón agenciaba su cuidado). [...] Extrañará el
poema algunas octavas y versos míos, que ha sido forzoso
inxerir, porque no saliesen algunos cantos defectuosos. [...] De
algunos versos enteros se valió de Góngora (como primogénito
de su espíritu) y de algún otro poeta para ilustrar su Poema,
pero con ingenuidad los confiesa a la margen, como yo se lo
he reparado en el borrador que he visto. [...] Prototipo es de los
hijos desear publicadas las proezas de sus padres. Habiéndose
empleado nuestro poeta en ponernos a los ojos, con tan galante
estilo, con tan lucido ingenio y tan ajustadas hipérboles la
conversión, estudios, peregrinaciones, excelentes virtudes y
hechos famosos de tan glorioso Patriarca, yo no cumpliera con
la obligación de hijo de la Compañía, por criado a sus pechos,
si no solicitara que saliese a la luz y se diese a la estampa, para
honra de las Musas, para enseñanza de sus alumnos, para
crédito de tan ilustre familia, para gloria de tan gran Santo y
blasón ilustre de nuestro poeta, eximiéndole de las sombras del
olvido, en que era fuerza quedarse sepultado, como hijo sin
padre y tesoro sin dueño, pasando de los retiros del silencio a
la publicidad de la fama.

Según esto, Navarro Navarrete fue también ex jesuita y tuvo en sus manos los
originales del poema de Domínguez Camargo, cuya dependencia estilística de Góngora
puso de manifiesto. La intervención de Bastidas en la publicación comprueba el aprecio
que brindó al nuevo estilo introducido por el poeta cordobés en la literatura castellana. En
cuanto a Evia, confiesa paladinamente que fue discípulo del padre Bastidas, su
compatriota.

Por lo que mira al valor literario, el padre Espinosa Pólit ha señalado el mérito de
cada uno de estos poetas. «No es Bastidas un poeta superior de inspiración y aliento
propios, que revele una vida poética interna y que aporte algún latido nuevo a la lírica
universal. Es, en su época y en su escuela, un buen artífice, versificador de ordinario
impecable, fácil, suelto, ingenioso, adiestrado en las peculiaridades del habla y de las
sintaxis gongorinas, capaz de adaptarse a los más arbitrarios requerimientos de Rengifo».

Evia, «es menos rebuscado; el verso le sale más limpio, más colorido, más claro; no
se hallan en él estrofas ininteligibles como las hay, por desgracia, no pocas en su
maestro».
Domínguez Camargo, en su Poema Heroico, «desde sus primeras octavas está a cien
codos por encima de cuanto se puede hallar en Bastidas. [...] Bastidas es un buen
versificador; el autor de un poema es un poeta; poeta desde luego bravamente gongorino,
pero que, con defectos y todo, se remonta a otra esfera, se mueve en otra atmósfera, se
lanza en vuelo de aletazos, violentos tal vez, pero noblez y seguros».

Nuestros poetas coloniales han merecido últimamente la rehabilitación y


reconocimiento de sus méritos. La Biblioteca Ecuatoriana Mínima consagró un volumen
al padre Antonio Bastidas y al maestro Jacinto de Evia, con una introducción histórico-
crítica del padre Aurelio Espinosa Pólit. Asimismo, la Biblioteca de la Presidencia de
Colombia dedicó el tomo 25 a los escritos de Hernando Domínguez Camargo, con un
estudio crítico muy bien trazado de Fernando Arbeláez.

El Ramillete de las flores poéticas, fuera de su contenido literario, es un reflejo de la


vida social del siglo XVII. La escena de las exequias de la reina Margarita en 1613, se
repitió en Quito con motivo de la muerte de la reina Isabel de Borbón y fue el padre
Bastidas el poeta que compuso glosas y romances para el concurso entonces promovido.
La muerte del príncipe Baltasar Carlos, inmortalizado por el pincel de Velásquez, inspiró
al poeta una canción de lamento por las esperanzas defraudadas. A través de los versos
de Bastidas conocemos una versión de Nuestra Señora del Amparo, que apareció rodeada
de rayos luminosos a una monja de Santa Clara. Bastidas nos revela también el modo
como en el Colegio Seminario se recibía la visita de los Obispos, patronos natos del
Plantel. Las loas declamadas por los alumnos enaltecen las figuras de los Obispos
quiteños Pedro de Oviedo, Agustín Ugarte Saravia y Alonso de la Peña y Montenegro.
Motivos de inspiración para Bastidas son un alarde de juego a la jineta del general Alonso
López de Galarza, una fiesta solemne en honor de Nuestra Señora de Guápulo, una cura
extraordinaria del médico Juan Martín de la Peña, un obsequio piadoso del presidente
Martín de Arriola de una imagen de San Francisco Javier, una solemnidad del Rosario
con el Santísimo expuesto, la exaltación al Magisterio de su amigo fray Basilio de Ribera,
un arroyo que se despeña en Chillo.

El padre Bastidas tenía una parienta en el Monasterio de Santa Catalina. Llamábase


sor Lorenza de San Basilio. Sobrina de ambos fue sor Leonor de Carranza y Bastidas,
protagonista de los disturbios ocasionados en el Monasterio, con motivo de pretender
eximirse de la jurisdicción de la Orden, para sujetarse al Obispo.

También el maestro Jacinto de Evia tenía parientes en el Monasterio, vinculados con


él por el apellido Bohórquez, que era el de su madre. Este dato explicaría algunas de las
composiciones, como la dedicada a San Lorenzo, al sermón que predicó don Cristóbal de
Arvildo en el Monasterio de Santa Catalina y la Loa que hicieron las niñas en la visita del
presidente don Martín de Arriola y del oidor don Juan de Arámburo. Evia recuerda a la
gitanilla de Cervantes, diciendo la buena ventura en juego de ideas y palabras, con motivo
de la profesión de la monja Clarisa, sor Sebastiana de San Buenaventura. Además de los
motivos religiosos, el poeta guayaquileño se complace en cantar a un manantial de Lloa
que brota a las faldas del Pichincha y algunos episodios de amor profano.

Itinerario para párrocos de Indias

El ilustrísimo señor Alonso de la Peña y Montenegro, a quien el padre Bastidas


dedicó una de sus poesías, ocupó la silla del Obispado de Quito, desde 1653 hasta 1687.
Había cursado sus estudios en la Universidad de Santiago de Compostela hasta graduarse
de doctor y en toda su vida sacerdotal conservó una apasionada dedicación a los libros.
Cuando vino a Quito trajo una copiosa biblioteca, que muy pronto iba a servirle de fuente
de consulta.

En la visita canónica a los pueblos de su vasta Diócesis ordenó a párrocos y


doctrineros que tuviesen casos de conciencia, adecuados a las necesidades del apostolado
pastoral. El resultado inmediato fue la petición unánime de que el Prelado escribiese un
Vademécum, que sirviera de texto de consulta para los sacerdotes del Obispado. Para
satisfacer este anhelo de su clero el ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro compuso
su Itinerario para Párrocos de Indias. El manuscrito, concluido a mediados de 1666, fue
sometido en Quito a la lectura y aprobación del padre Alonso Pantoja, Rector entonces
del Colegio de San Ignacio. El juicio que mereció el libro se sintetizó en el siguiente
párrafo: «Confieso ingenuamente que ha días que se ha afanado mi deseo por ver escritas
resoluciones y casos morales propios de este mundo India no, que respecto del de Europa,
son otro mundo; porque aunque en verdad que muchos han escrito y con acierto desta
materia, sin embargo no tocan lo individual desde Orbe Indiano, con que para resolverlo,
es necesario valerse de conjeturas, de alucinaciones y símiles: con que en
este Itinerario he hallado el colmo de mis deseos, participadas y allanadas las dudas en
que a cada paso tropezaban los doctos en este inculto gentilismo, medio bárbaro no
cristiano del todo: en las ocupaciones y tareas, en las supersticiones y ritos, en los tratos
y contratos, en la administración de los sacramentos y en otras materias, que de todas trata
este Itinerario, propias de estas regiones, con que su autor -viva siglos por años- se merece
las glorias de nuevo Colón, pues con sus escritos ha desmontado trocha, camino sin
tropiezos, senda sin embarazo, no solamente para los curas, sino también para los demás,
siendo en esta parte todos beneficiados».

El Itinerario consta de cinco libros, cuarenta y cinco tratados y cuatrocientos treinta


y nueve sesiones. Los libros están dedicados a estudiar, sucesivamente, la institución
canónica y obligaciones de los párrocos y doctrineros, naturaleza y costumbres de los
indios, los sacramentos y formas de administración, los mandamientos de la Iglesia y la
ley natural que deben guardar los indios y, finalmente, los privilegios de los Obispos y
Regulares de la América, lo mismo que los Visitadores de parroquias y doctrinas.
Prácticamente no hay cuestión moral que no estuviese resuelta en el Itinerario.

El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro dedicó su libro a don Gaspar


Bracamonte y Guzmán, Presidente del Consejo de Indias, que había sido compañero suyo
en Viejo Colegio de San Bartolomé de Salamanca. Quizás a esta vinculación de amistad
se debió la presta publicación del Itinerario, cuya primera edición se hizo en Madrid en
1668. El original manuscrito se halla en la Biblioteca Nacional de Quito. El éxito del libro
puede juzgarse por las numerosas ediciones que se hicieron durante la colonia. Fue el
texto obligado de consulta para párrocos y doctrineros, no sólo de la Diócesis de Quito,
sino de todos los Obispados de las Indias.

El excelentísimo señor fray Gaspar de Villarroel

El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, en el Libro segundo, Tratado VII,


sesión I de su Itinerario, cita al ilustrísimo señor fray Gaspar de Villarroel, en los términos
que siguen: «Oigamos las doctas palabras de un Criollo de Quito, el Maestro Don Fray
Gaspar de Villarroel, Obispo de Chile y Arzobispo meritísimo de las Charcas, que en los
eruditos Comentarios sobre el Libro de los Jueces, cap. 13, pág. 469, dice hablando de la
chicha de maíz tostado». Sigue luego el texto de Villarroel, que concluye con la
afirmación de su americanismo: «Qua et nos qui indiani sumus, non Indi, oblectamur
aliquoties».

Hay, a mediados del siglo XVII, un afán de destacar su americanismo, entre los
escritores, frente a la cultura europea. El caso de Villarroel no es aislado. También
manifestó esta misma idea el editor del Poema Heroico de Domínguez Camargo. Igual
inquietud demostró el padre Ignacio de Quesada en la recomendación que hizo a
la Philosophía Thomistica de don Juan de Espinosa Medrano, profesor del Seminario del
Cuzco, cuyo libro se editó en Roma en 1688. Escribió el padre Quesada: «El doctísimo
escolista peruano Jerónimo Valeras experimentó en sí el prejuicio que se tenía al oír:
¿Puede de Nazaret o del Perú salir algo bueno? Esta pregunta reiterada le obligó a replicar:
poderoso es Dios para de las piedras peruanas hacer que se susciten los hijos de Abraham.
Puesto que se nos juzga bárbaros, a quienes vulgarmente se nos llama indianos no sin
razón recelo que en el autor del libro encuentren algunos barbarismos y solecismos
latinos». Es de notar aquí que Juan de Espinosa Medrano, llamado el lunarejo, publicó en
Lima, el año de 1694, su Apologética en favor de Don Luis de Góngora.

Durante el siglo XVII, tres escritores nativos de Quito realzaron con el prestigio de
su pluma las letras americanas. El primero fue fray Gaspar de Villarroel, el segundo el
doctor Juan Machado de Chávez y el tercero el padre fray José de Maldonado.
Villarroel nació en Quito hacia 1587. Cursó sus primeros estudios en el Colegio
Seminario de San Luis. Aquí conoció al ilustrísimo señor López de Solís, de quien hizo
un cumplido elogio en el primer tomo de su Gobierno Pacífico y cuya santa muerte
presenció en Lima en 1606. Había vestido el hábito de Agustino en la ciudad de los
Virreyes en 1607 y profesado el año siguiente. La carrera de los estudios llegó a coronarse
con el Magisterio de Artes y Teología en su Convento y la Cátedra de Prima en la
Universidad. En la Orden sus hermanos le brindaron la confianza y el reconocimiento al
mérito, nombrándole, sucesivamente, de Definidor al Capítulo Provincial, Prior del
Cuzco y Vicario del de Lima y Secretario del Visitador General. Con la cátedra y los
cargos alternaron la predicación y el ejercicio de la pluma, como cumplimiento del deber
a la vez que como desahogo de una inclinación natural.
Cuando frisaba un poco más de los cuarenta viajó a España por la vía de Buenos
Aires. Una vez en Lisboa, publicó ahí el primer tomo de sus Comentarios, Dificultades y
Discursos Literales y místicos sobre los evangelios de la Cuaresma. Con esta
recomendación literaria pasó a Madrid, donde dirigió personalmente la edición del
segundo tomo y preparó el tercero que sacó a la luz en Sevilla en 1634. Con estos sus
libros interesó al medio eclesiástico y de relieve cultural. Pero en la Corte llamó la
atención por su oratoria convincente y agradable. Resultado de esta presencia y actuación
en España fue la promoción por Felipe IV al Obispado de la Concepción de Chile.

En el ejercicio de su gobierno pastoral supo conservar su dignidad episcopal frente a


los personeros del patronato regio. Su ciencia a la vez que su celo apostólico y el tino
delicado de la vida provocaron recomendaciones de parte de los funcionarios públicos.
Reflejo de esta etapa de su vida, brotó de su pluma, como un libro de memorias
el Gobierno Eclesiástico y Pacífico y Unión de los dos Cuchillos, pontificio y regio, que
se publicó en Madrid en dos volúmenes, en los años de 1656 y 1657. Cuando aún Obispo
de Concepción, hizo esta confidencia: «a mí me hicieron Obispo por predicador y sé del
Arte lo que basta para apacentar mis ovejas. Hanme derribado unos importunos
corrimientos los dientes altos y en cayéndose los que me han quedado, me hallo inútil
para este oficio». La falta de dientes que lamentaba para su correcta predicación no le
privó, al contrario estimuló el uso de la pluma. Compuso entonces la Primera Parte de
los Comentarios, dificultades y discursos literarios, morales y místicos sobre los
evangelios de Adviento y de todo el año, que salió a luz en Madrid en 1661.

En la dedicatoria de este libro al Rey consignó el siguiente dato: «Catorce años a que
me mandó Vuestra Majestad servir la Iglesia de Santiago de Chile, en que he fabricado
este y otros cinco libros, que con los cuatro que imprimí en España serán diez tomos los
impresos a costa de grandes trabajos». Los libros nuevos a que se refería eran las Historias
Sagradas y Eclesiásticas Morales, con quince misterios de nuestra fe, de que se labran
quince coronas a la Virgen Santísima Señora Nuestra, obra en tres tomos que se imprimió
en Madrid en 1660.

En 1651 fue trasladado a la sede de Arequipa, de donde fue promovido después al


Arzobispado de Charcas. Murió el 12 de Octubre de 1665.
Llama, desde luego la atención que el ilustrísimo señor Villarroel se hubiese dado
tiempo para escribir tan profusamente, conociendo, por otra parte, la fecundidad de su
celo pastoral. Él mismo nos da la clave de la facilidad de su pluma y del espíritu que le
animaba al manejarla. «Otros dicen, nos cuenta, que han escrito importunados. Yo de
aquesa rama no me podré valer; porque el escribir ha sido en mí una tentación continua
desde mi tierna edad». Y en el Gobierno Eclesiástico y Pacífico añade: «Escribí cuatro
tomos y estoy persuadirlo que fueron de provecho. [...] Digan lo que gustaren otros que
en eso de (buscar cómo hacer el bien) yo no hago escrúpulo, porque no deseo ser más
rico, sino aprovechar más pueblos con mis estudios».

Ya en vida se hizo el aprecio de sus méritos. Cuando el padre Bernardo Torres le


pidió datos biográficos para consignarlos en la Crónica Moralizada que dejó inconclusa
el padre Calancha, contestó el ilustrísimo señor Villarroel con una carta en que evadiendo
el compromiso, dejó el retrato fiel de su persona y de su estilo. Pocos escritores se han
reflejado más en sus escritos. Su elocuencia vibra aún en sus Sermonarios: su método de
Gobierno episcopal se pone de manifiesto en su Gobierno Eclesiástico y Pacífico: su
conversación chispeante y anecdótica parece escucharse todavía en sus Historias
Sagradas y Eclesiásticas.

Entre nosotros fue el padre Nicolás Conceti, quien dedicó una amplia biografía al
ilustrísimo señor Villarroel en La República del Sagrado Corazón de Jesús en 1888.
Después, en 1895, consignó don Pablo Herrera algunos datos en su Antología de los
Prosadores Ecuatorianos (1895). Más tarde Honorato Vázquez con el título de Un
quiteño Ilustre publicó un estudio en La Unión Literaria de Cuenca. Pero ha sido don
Gonzalo Zaldumbide el que, con el prestigio de su pluma, ha dado más a conocer el valor
personal y literario de fray Gaspar de Villarroel, primero, en 1917, en la Revista de la
Sociedad Jurídico-Literaria y más tarde en el volumen I de los Clásicos Ecuatorianos y
últimamente en la Biblioteca Mínima.

La obra de Machado de Chaves

Quito fue también la cuna del doctor Juan Machado de Chaves, autor del Perfecto
Confesor y Cura de almas, publicado en dos volúmenes el año de 1641, en Barcelona.
Nació en 1594 y cursó sus primeros estudios en el Colegio Seminario de San Luis.
Adolescente se trasladó a Lima y de ahí a España a proseguir sus estudios universitarios.
Recibiese de abogado en la Cancillería de Granada y regentó la cátedra de Derecho en la
Universidad de Salamanca. En la carrera sacerdotal alcanzó los cargos de Tesorero y
Arcediano de la Catedral de Charcas, luego de Tesorero de la Iglesia de Lima y Arcediano
de la Catedral de Trujillo. Fue promovido al Obispado de Popayán el 17 de febrero de
1651 y murió sin consagrarse en 1653.

La afición al estudio del Derecho se le despertó en su propio hogar, con el ejemplo


de su padre, don Hernando Machado, que fue Relator de la Audiencia de Quito y Oidor
de la de Chile. Un hermano suyo, el doctor Francisco Machado de Chávez fue Provisor y
Vicario General del ilustrísimo señor Villarroel, y otro, don Pedro Machado de Chaves,
Oidor Jubilado de la Audiencia de Chile, hizo el elogio del mismo señor Villarroel, en
carta escrita al Rey el 10 de marzo de 1646.

La obra de Machado de Chaves, en contraste con la de Villarroel, se caracterizó por


su estructura clara y su exposición escueta y objetiva. No tuvo la facilidad de pluma del
autor del Gobierno Eclesiástico y Pacífico. Así lo confiesa él mismo en su advertencia al
lector. «Le certifico que ha sido tan poderosa la mano que en este ejercicio y cruz exterior
e interior me ha puesto casi veinte años ha, que no se la he podido resistir ni desistir de
este intento, siendo la cosa que más he deseado y pedido a Nuestro Señor en mis
sacrificios con lágrimas continuas. Dios ha sido servido de que in spe contra spem y
trabajando tantos años ha sin alivio alguno, antes con gemido ordinario y dolor de una
salud y vida tan exhausta, deseando siempre ver abortado este concepto gigante, tan
desigual a la capacidad y comprensión de mi corto entendimiento, sale a luz ahora a costa
de la vida del mismo que se la dio».

El doctor Machado introdujo, en el método de exposición de los asuntos, el estudio


personal de cada materia, prescindiendo de las citas de autoridades como generalmente
se estilaba. Oigámosle a él mismo en la exposición del trabajo que se impuso en la
composición de su libro. «Los más de los doctores, así antiguos como modernos, que
escriben las materias de ambos Derechos, y principalmente los Maestros de la Teología
Moral, ajenos por la mayor parte de este modo científico de enseñar por principios y
reglas de Derecho, han introducido en sus escritos otro nuevo Derecho que con propiedad
podemos llamar Derecho Narrativo (si bien mucho más fácil) fundados en los pareceres
y doctrinas de los Doctores. De manera que para probar la prohibición o justificación de
cualquiera acción, no recurren a la fuente y principio de los Derechos en que se había de
fundar y de donde se había de deducir: rem per causas cognoscendo, como dice
Aristóteles en el lugar citado, et ab universalibus ad singularia deveniendo, sino que
comúnmente se contentan con fundar la prohibición o justificación de la acción en el
parecer de algún autor o autores que dieron así. Deseando, pues, yo escribir todas las
materias concernientes al Teólogo Moral, que para la instrucción de un perfecto confesor
y cura de almas he prometido y tomado a mi cargo en estos dos Tomos he juzgado por
necesario ajustarme a este modo científico de enseñarlas. Que el pensamiento no se haya
intentado por otro, pienso que cualquiera lo confesará por cosa indubitable. Aunque el
trabajo ha sido increíble y mucho mayor de lo que se puede imaginar, por la necesidad de
revolver tantos libros para sacar en limpio el ser que tiene cada doctrina de las que se
tratan, en que después de haber gastado veinte años de estudio perpetuo, confieso también
con toda humildad la gravedad y dificultad grande de este asunto y que para fabricarle
con perfección necesitaba de muy desiguales fuerzas de letras y salud de las que yo
tengo».

La obra del doctor Machado se publicó en dos tomos de 618 páginas el primero, que
es como la metafísica de la Teología Moral, y el segundo, de 863 páginas, en que se hace
la aplicación de los principios generales a los estados y personas en particular. Por su
método y claridad, mereció que se redujera a un vademécum práctico, que lo publicó en
1661 el padre Francisco Apolinar con el título de Suma Moral y Resumen Brevísimo de
las obras del Doctor Machado.

Los padres José de Maldonado y Álvarez de Paz

Otro hijo de Quito que dio lustre a su ciudad de origen fue el padre franciscano fray
José de Villamor Maldonado. Había nacido en el último cuarto del siglo XVI. En 1618
marchó a la Madre Patria en representación de su Provincia y tomó parte en el Capítulo
celebrado en junio de ese mismo año en Salamanca. El General de la Orden le nombró
confesor de las religiosas del Monasterio de Valdemoro, cargo que desempeñó por el
largo tiempo de diecisiete años. De esta función espiritual fue elevado al honroso puesto
de Comisario General de Tierra Santa, que lo desempeñó por el período de siete años.
Fue nombrado entonces confesor y director espiritual de la Condesa Duquesa de Olivares.
Igualmente el rey Felipe IV le designó Comisario General de Indias, cargo en que le
confirmó el Ministro General de la Orden el 16 de enero de 1641. En 1648, por muerte
del reverendísimo padre Juan de Nápoles, recayó en sus manos el Comisario General de
la Orden. Murió el padre Maldonado en Madrid el año de 1652.

Mediante una patente del padre Pedro Manero, firmada en Madrid el 11 de abril de
1650, el padre Maldonado certificó que enviaba al Convento de Quito una copia exacta,
hecha por un escultor español, de la imagen de la Virgen del Pilar de Zaragoza, para que
se exhibiese al culto en la Iglesia del Convento de San Pablo. El culto se inició en la
capilla de Santa Marta con la organización de una Cofradía, cuyos estatutos aprobó el
ilustrísimo señor Alonso de la Peña y Montenegro el 7 de mayo de 1677.

Aprovechó de su estadía en Zaragoza para dirigir la impresión en 1649 de su libro


intitulado: El más escondido retiro del alma, en que se descubre la preciosa vida de los
muertos y su glorioso sepulcro, dedicado a las monjas de Valdemoro.Ese mismo año salió
impreso en Madrid otro libro suyo sobre La Autoridad del Comisario General de Indias.
Colaboró asimismo con los padres Pedro de Alba y Pedro de Balbas en la obra que vio la
luz en Madrid en 1648 con el título de Armentario Seráfico en defensa del privilegio de
la Inmaculada Concepción.

Villarroel, Machado de Chávez y Villamor Maldonado fueron quiteños, cuya


formación e influjo trascendieron del medio limitado que los vio nacer. Demostraron, más
bien, de lo que es capaz un quiteño que sale del ambiente para respirar un aire de cultura
más dilatado y tonificante. De ellos han podido ocuparse, como de escritores propios, el
Perú, Chile o España. Sin embargo, los tres afirmaron su origen quiteño y salieron por los
fueros de su ciudad al afirmar en sus escritos que habían nacido en Quito. Al contrario,
de la Peña y Montenegro fue un Teólogo y moralista de formación europea, que compuso
su libro en Quito para utilidad de toda la América. Igual cosa puede decirse del padre
Diego Álvarez de Paz, que fue el primer Rector del Colegio Seminario de San Luis. Había
nacido en Toledo en 1560 y cursado sus estudios en Alcalá de Henares. En 1585 vino a
Lima donde se ordenó de sacerdote y se graduó de doctor en Filosofía y Teología en la
Universidad de San Marcos. A fines de 1589 fue asignado a Quito y permaneció aquí
hasta 1601, año en que hubo de concurrir a la Congregación reunida en Lima y pasar
luego al Cuzco con el cargo de Rector del Colegio. Alternó el desempeño de su Rectorado
del Seminario de Quito con el apostolado de la predicación y dirección de las almas. Fruto
de esta experiencia fue la obra monumental De vita spirituali ejusque perfectione, libri
quinque, que se publicó en tres tomos impresos en Lyon en 1608, 1612 y 1617,
respectivamente.

Según el padre Astrain: «distínguese el padre Álvarez de Paz por la copia


abundantísima de textos de los Santos Padres y de la Sagrada Escritura, que reúne para
explicar la doctrina espiritual. Quien tome en las manos esos libros, puede dispensarse de
recurrir a otras enciclopedias y colecciones espirituales: en ellos hallará cuanto necesite
para probar las diferentes verdades de la perfección cristiana».

Mayor influjo ejerció en Quito el padre Juan Camacho, nativo de Cádiz. Había
ingresado a la Compañía a la edad de 16 años y hecho su noviciado en Sevilla. Apenas
ordenado sacerdote vino a Quito hacia 1623 y se hizo cargo de la Cátedra de Prima en la
Universidad de San Gregorio. Doña María de Paredes y Acevedo, su dirigida espiritual,
le puso en contacto con Mariana de Jesús cuando tenía tan solo ocho años y desde 1626
hasta 1634 fue el confesor y director de la Santa quiteña, quien se complacía en atribuir
al padre Camacho la orientación de su espiritualidad.

El padre Camacho fue un asiduo lector de las obras del padre Álvarez de Paz y
escribió un compendio de ellas, intitulado De vita spirituali perfecte instituenda, que se
publicó en Valencia el año de 1655. Esta síntesis abarca toda la enseñanza ascética y
mística del maestro. El compendio lo dividió en cinco libros que estudian sucesivamente:
1) la naturaleza, perfección y estímulos de la vida espiritual; 2) el primer grado de
perfección, o sea la fuga del mal por el combate a los pecados, vicios y tentaciones; 3) el
segundo grado de perfección, es decir, la consecución del bien mediante el ejercicio de
las virtudes; 4) el tercer grado, que consiste en la unión con Dios por medio de la práctica
de la oración; 5) el Libro quinto trata en concreto de la oración mental y el 6) estudia la
perfección de la vida espiritual demostrada en el ejercicio de las obras ordinarias de la
Religión. El compendio concluye con un apéndice de oraciones vocales.

El padre Juan Camacho murió en Quito el 30 de junio de 1664. En sus últimos años
tuvo la suerte de iniciar en la vida espiritual a otra quiteña, que desde su niñez «dispuso
en su propia casa un oratorio a su modo repartió el tiempo y las horas y empezó a rezar
sus devociones y a gustar del retiro». La niña que de este modo comenzó la vida espiritual
era hija del caballero sevillano don Diego Dávalos y Mendoza y de la quiteña doña Beatriz
Sánchez Valverde. A los diez y siete años ingresó en el Monasterio de Santa Clara, donde
vistió el hábito con el nombre de sor Gertrudis de San Ildefonso. Había nacido en 1652
y murió en 1709. Escribió su autobiografía que recibió después añadiduras de su confesor,
el padre carmelita fray Martín de la Cruz. Así resultó una obra voluminosa en tres tomos
manuscritos, con el título de La perla mística escondida en la concha de la humildad. El
original lleva algunas viñetas que interpretan los principales episodios de la vida de la
monja Clarisa. «La autobiografía de la Madre Gertrudis está llena de pequeños y grandes
episodios referentes a lo externo y lo íntimo. En todo se detiene la autora con prolija
nerviosidad, en un estilo agitado e inquieto, que a la vez que prueba su total sinceridad la
libra de los remilgos culteranos a que la habría llevado necesariamente el gusto de la
época, como llevó de hecho al confesor en los párrafos que él ha redactado». Algunos
capítulos de esta autobiografía publicó el padre Miguel Sánchez Astudillo en el tomo de
la Biblioteca Ecuatoriana Mínima, dedicado a los prosistas de la Colonia.
Capitulo VII

Las artes en el siglo XVII

Arquitectura

Monasterios y recoletas

Desde el punto de vista urbanístico, las Órdenes Mendicantes habían emplazado sus
Iglesias y Conventos en sitios apropiados para determinar la estructura social de los
barrios. Dentro del plano de la ciudad se fueron ubicando los Monasterios de acuerdo con
el tiempo de su respectiva fundación. El primero en establecerse fue el de la Limpia
Concepción, que ocupó una manzana, cuya esquina daba a la plaza mayor. Su origen se
debió a una necesidad social. El presidente don Hernando de Santillán informó en enero
de 1564 a Felipe II que «trataba de hacer una casa de recogimiento, donde se recogiesen
muchas doncellas pobres, mestizas y españolas, hijas de conquistadores». Esta idea trató
de realizarla el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña y en este sentido pidió el
consentimiento del Cabildo, en agosto de 1575. La respuesta fue la compra de la casa de
Alonso de Paz en el precio de nueve mil quinientos pesos. Luego, notificada la Audiencia,
se dio posesión del sitio al Padre Provincial de franciscanos fray Antonio Jurado, el 12
de octubre de 1575, bajo cuya dirección se colocó el Monasterio, con todos los privilegios
que el papa Paulo II había concedido a la Congregación fundada por doña Beatriz de
Silva. Cerca de un año y medio duró la adaptación del local. Por fin el 13 de enero de
1577 el padre Jurado vistió con el hábito de conceptas a trece religiosas, de cuyo hecho
informó la Audiencia al Rey en los términos siguientes: «Dos días ha entraron trece, once
doncellas y dos viudas, mujeres principales y todas hijas de buenos con mucho contento
de esta tierra por ver comenzado un remedio de doncellas pobres y puerta abierta para
que en esta casa se alabe y sirva a Dios».

El establecimiento del Monasterio de Conceptas respondía a una exigencia del ambiente,


como lo probó el crecido número de vocaciones selectas, que abrazó la vida religiosa.
Igual cosa sucedió en Loja y Cuenca. Cuando el ilustrísimo señor López de Solís hizo la
visita pastoral, el gobernador de Yaguarzongo don Juan de Alderete pidió y costeó la
fundación del Monasterio de Conceptas en Loja, que ese llevó a cabo en marzo de 1597,
con religiosas trasladadas de Quito. En Cuenca se fundó el Monasterio de la Inmaculada
Concepción en 1599, en la casa de doña Leonor Ordóñez, que la ofreció como dote de
sus hijas Leonor, Ángela y Jerónima, que fueron las primeras cuencanas que vistieron el
hábito religioso.

El 4 de abril de 1594 la Audiencia informó a Felipe II que «de dos años a esta parte se
había fundado en esta ciudad un Monasterio de Monjas de Santa Catalina de Sena, de la
Orden de Santo Domingo, en que había más de treinta monjas y las once de ellas profesas
y que llevaba muestra de que iría muy adelante». La fundadora fue doña María de Siliceo,
viuda del acaudalado español don Alonso de Troya y sobrina nieta del maestro Siliceo,
Arzobispo de Toledo. El prestigio social de la fundadora fue parte a que ingresaran en el
Monasterio solteras y viudas nobles, entre éstas una bisnieta de Cristóbal Colón. El Primer
Monasterio estaba ubicado en la calle que va de la esquina de Cantuña a Santa Clara. El
7 de julio de 1613 se trasladaron las religiosas al sitio definitivo, que fue el solar donde
se hallaba la casa de don Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús.

El 18 de mayo de 1596 se llevó a cabo la fundación del Monasterio de Santa Clara, a una
cuadra de distancia del Convenio de San Francisco, en dirección al Panecillo. La
fundadora fue doña Francisca de la Cueva, viuda del capitán Juan López de Galarza, que
intervino como alguacil en la prisión del ilustrísimo señor de la Coruña. El Monasterio se
fundó bajo la iniciativa y dirección de los padres de San Francisco. El provincial fray Juan
de Cáceres «bendijo seis hábitos de sayas pardas y los seis escapularios y cuerdas y hecho
esto se los vistieron y se llegaron al altar donde las comulgó fray Luis Martínez que dijo
la misa y habiendo hecho esta dieron gracias a Dios y el dicho Padre Provincial mandó
segunda vez tañer las campanas [...] y se tocaron chirimías y trompetas y los religiosos
cantaron el himno Veni Creador Spíritus».

En lo arquitectónico la disposición de los monasterios seguía el modelo de los conventos:


en torno a un jardín central se levantaba el cuadro de claustros sobrepuestos para celdas
unitarias de las religiosas, con sala común de labor; la iglesia ocupaba un lado con puerta
de acceso al pueblo y un coro alto a la entrada para dominio del altar. Las construcciones
al principio fueron provisionales. Tan sólo a mediados del siglo XVII los Monasterios
adquirieron su estructura definitiva.

El Monasterio de la Concepción satisfizo una necesidad social de remediar la suerte de


doncellas célibes, hijas de conquistadores. Los de Santa Catalina y Santa Clara fueron,
además, la demostración del espíritu y del influjo de las Órdenes de Santo Domingo y
San Francisco en el medio ambiente. Los Patriarcas fundadores integraron la organización
de sus institutos con religiosos de uno y otro sexo.

La fundación de Recoletas obedeció al impulso dado a las Comunidades Religiosas, a raíz


del Concilio de Trento. En la Madre Patria Santa Teresa, San Pedro de Alcántara y el
Beato Álvaro de Córdova, introdujeron la reforma en sus Órdenes respectivas, mediante
la creación de conventos de estricta observancia. Ese mismo espíritu determinó en Quito
y en otras ciudades de la América la fundación de Recoletas, para religiosos que
voluntariamente quisiesen abrazar una vida de mayor perfección.

El primero en establecerse fue la Recoleta de San Diego merced al padre franciscano fray
Bartolomé Rubio, quien asentó los fundamentos de esa casa en 1598. A ejemplo de los
franciscanos, el padre dominico fray Pedro Bedón fundó la Recoleta del Machángara. Los
padres de la Merced, a su vez, establecieron más tarde su Recolección de El Tejar.

Con la fundación de las Recoletas se completó a principios del siglo XVII el plano
urbanístico de Quito. Esos emplazamientos conventuales señalaban los límites de la zona
urbana por el sur y el oeste de la ciudad. Al centro, sobre lomas y barrancos, se habían
ubicado conventos y monasterios con la esperanza de superar con el tiempo las
desigualdades geográficas que causaban las quebradas en surcos caprichosos de poniente
a levante.

LA OBRA DE FRAY ANTONIO RODRÍGUEZ

No es posible, por falta de documentos, seguir el proceso constructivo de toda la obra


franciscana. Se sabe que la Iglesia y parte del Convento se debieron al dinamismo y
dirección de fray Jodoco Ricke. Una inscripción lapídea en el muro de la portería consigna
la siguiente data: «Se acabó a 4 de octubre de 1605», sin que se pueda precisar si se refiere
a la portería misma o al tramo conventual. El 26 de junio de 1627 el presidente Morga
convocó a los arquitectos de Quito para que diesen su informe del estado en que había
quedado el Palacio de la Audiencia después de un sismo acaecido en esos días. En
principal perito fue fray Francisco Benítez, franciscano de sesenta y cinco años de edad,
a quien se califica de «maestro de arquitectura en todo género de obras, persona que
entiende y sabe de arquitectura generalmente». Es lógico concluir que el Padre Benítez
fue el continuador de las obras iniciadas por fray Jodoco. Referimos ya cómo en la
descripción que el padre Fernando de Cozar hizo en 1647 constan la iglesia con sus
retablos, el coro con su órgano y escaños con el respaldo adornado de relieves y la
sacristía abovedada. Además, el claustro principal con sus columnas de orden dórica, el
segundo con sus pilastras de cal y canto, el tercero con pilares de piedra y el cuarto que
se estaba construyendo entonces.

Para ese entonces estaba ya de fama el arquitecto fray Antonio Rodríguez, que había
profesado el 23 de octubre de 1633 y fue el continuador de la obra del padre Benítez y el
técnico que dirigió la mayor parte de las construcciones quiteñas del siglo XVII.

Un episodio dramático acaecido en 1657 puso de relieve la personalidad de fray Antonio


Rodríguez. Algunos de sus hermanos de hábito se quejaron ante el Comisario General,
padre Francisco de Borja, acusando a fray Antonio de que en el tramo conventual por él
construido había dispuesto para algunas celdas servicios higiénicos con caño de agua
aparte del depósito y desagüe comunes, lo cual era contra el voto y espíritu de pobreza.
Además, el hermano Antonio contravenía las leyes de retiro y clausura con sus salidas
continuas para intervenir en obras de fuera del Convento. El padre Comisario General dio
por ciertas las acusaciones contra el hermano arquitecto. En consecuencia, ordenó al
Provincial de Quito que por de pronto castigase al hermano «poniéndole un capazón y
una disciplina de corrección en la Comunidad y recluyéndole en el Convento». Prohibió,
asimismo, que se usaran las aguas de destino común en beneficio particular. Dispuso,
finalmente, el traslado del arquitecto a Lima, con el pretexto de aprovechar de sus
conocimientos en obras del convento de esa ciudad.

Los castigos aplicados en el seno de la intimidad conventual se impusieron al pie de la


letra. No así la orden de extrañamiento. Al conocerla, el Cabildo de Quito, en sesión del
16 de julio de 1657, acordó recurrir a la Audiencia, por medio de su procurador capitán
Baltasar de Montesdoca, para pedir que impidiese la salida del hermano Antonio, «obrero
y arquitecto mayor de las fábricas del Convento de esta ciudad de dicha Religión. [...]
Persona esencialísima [...] de gran habilidad y necesarísimo para los edificios de la
ciudad, que totalmente cesarían, faltando su industria». A esta representación del Cabildo
añadió la suya la Abadesa de Santa Clara, exponiendo que la ausencia del arquitecto sería
perjudicial a las obras constructivas del Monasterio, porque el hermano Antonio había
trazado el plano de la iglesia, cuya construcción estaba dirigiendo y que faltaban todavía
la conclusión de la media naranja, del refectorio y dormitorio y «que todo lo que restaba
era el primor de dichas obras, las cuales no había quien las acabara, así por no saber los
fines que llevaba el plano», como por no haber el dinero necesario, que se ahorraba por
cuanto el hermano lo hacía todo de limosna. Interpuso también su representación el
Procurador del Convento de Santo Domingo, alegando a favor de las obras que se hacían
en su Religión, «por ser dicho fray Antonio Rodríguez persona esencial para dichos
edificios y para todas las necesidades de esta ciudad».

La urgencia del asunto hizo que al día siguiente, 17 de julio, el presidente don Pedro
Vázquez de Velasco intimase al guardián de San Francisco la orden de suspender el viaje
de fray Antonio, comprometiéndose a tramitar el caso con el Comisario General. La
respuesta del Guardián fue que el hermano fray Antonio había salido ya de la ciudad el
14 de julio con destino a Lima. No retrocedió el Presidente con esta respuesta. Al
contrario ratificase en su decisión, ordenando que se diesen las providencias necesarias
para hacer volver al hermano a Quito de dondequiera que se hallare, porque «la persona
del dicho fray Antonio era de las más esenciales y necesarias en esta República y de quien
tenían mucha necesidad todas las religiones de ella». Efectivamente la Audiencia puso en
conocimiento del Comisario General todo lo sucedido en Quito en torno al asunto del
viaje del hermano Antonio. El Comisario, sospechando que los superiores de Quito
hubiesen intervenido con las autoridades para evadir el cumplimiento de sus órdenes,
intimó al Provincial que, bajo pena de excomunión, enviase al hermano arquitecto a Lima
y junto con él a los padres Andrés Izquierdo y Diego Carrillo, a quienes, decía,
necesitarlos en la ciudad de los Reyes. Esta orden terminante, firmada el 20 de septiembre
de 1657, fue notificada a los interesados el 5 de noviembre; ante toda la Comunidad
reunida en la iglesia y con las solemnidades del ceremonial. Ante este nuevo episodio se
inquietó toda la ciudad y tornó el Cabildo a recurrir a la Audiencia en demanda de auxilio
para impedir la salida del hermano fray Antonio y de los padres sus compañeros. El
presidente Vázquez de Velasco no halló otra salida que recurrir al Consejo de Indias para
la resolución de este asunto, que había alterado la paz de la Comunidad Franciscana de
Quito y sembrado inquietudes en toda la ciudad.

Desde 1633, año en que se hizo su profesión fray Antonio, hasta 1657 en que se pretendió
trasladarlo a Lima, habían mediado cerca de cinco lustros de servicio a la ciudad. Su
competencia técnica se había impuesto por sus obras. Pero más que admirado, era querido
por su desinterés y afán de darse a los demás. De ahí su popularidad. El reclamo que la
ciudad hizo de su presencia le obligó a recompensarle con la consagración de su habilidad
a obras de beneficio público.
Desde luego, la construcción de Santa Clara fue la de su preferencia. A causa de los
temblores sucedidos en 1645 habían sufrido notable menoscabo la iglesia y los claustros
del Monasterio. La abadesa sor Jerónima de San Agustín se propuso reconstruir la obra
total del Monasterio y comprometió los servicios del hermano arquitecto. Derrocada la
primitiva Iglesia se pasó al Santísimo a un aposento interior cuya pared de adobe daba a
la Calle Larga. La noche del 19 de enero de 1649 acaeció el robo de los vasos sagrados,
que conmovió a la ciudad hasta mediados de abril, en que se descubrió a los autores. La
Capilla del Robo fue el pequeño monumento de desagravio que se levantó con tanta
presteza que pudo inaugurarse el 20 de enero de 1650, haciendo de prioste el presidente
don Martín de Arriola y su mujer doña Josefa de Aramburo.

Este suceso hubo de influir en el aporte de limosnas para agilitar la construcción del
Monasterio. En la presentación que hizo la abadesa en 1657, a favor de fray Antonio, dijo
que en la dirección de la obra faltaba la media naranja de la Iglesia, el refectorio y el
dormitorio. Aclaró, además, que el arquitecto no había confiado los planos al papel, sino
que los problemas de estructura los iba resolviendo en el proceso del trabajo.

La obra del Monasterio reflejó toda la pericia del arquitecto. El templo es de tres naves
inscritas en un rectángulo, las laterales con bóveda de crucería y la central con bóveda de
cupular elíptica. No tiene una torre de frontispicio a la entrada, sino un campanario que
se levanta en un ángulo del coro. El acceso al interior se franquea por dos puertas que
daban antes a la plaza y exhiben hasta el presente en sus tímpanos dos grupos de bajo
relieve en que se representan la Coronación de la Virgen y Santa Clara cortejada por San
Francisco y Santo Domingo.

Stevenson describió esta obra en los siguientes términos: «La iglesia perteneciente al
Monasterio de Santa Clara es noble por su domo elíptico, cuyo eje transversal tiene 41
pies y el otro 26; el nacimiento de la bóveda 29 pies 2 pulgadas: está construida de piedra
y la superficie interior es enteramente unida. Vista desde el suelo de la iglesia el domo
que tiene 36 pies de altura aparece casi plano. Esta bella muestra de arquitectura fue
enteramente ejecutada por indios en el año 1657».

La construcción interior de los claustros se proyecta al fondo de la iglesia a base de un


cuadrado.

La galería baja levanta sus arcos sobre columnas de fuste ochavado de base cuadrada. La
ubicación del Monasterio ha permitido que desde sus corredores altos se pudiese gozar
de la visión del Panecillo y de las faldas australes del Pichincha. Adelantándose al criterio
de su tiempo el hermano fray Antonio supo dar a la vida religiosa el aliciente de un
panorama, que varía de espectáculo con los cambiantes de luz del sol y de las estaciones
que matizan los campos con el verde tierno de la mies naciente o el oro viejo de las eras
en cosecha.

Construcciones dominicanas

En la defensa de fray Antonio Rodríguez intervino también el procurador de Santo


Domingo, aduciendo la razón de que el arquitecto franciscano dirigía las obras del
Convento. ¿Cuáles fueron las obras que se construyeron abajo la dirección de fray
Antonio? Conviene antes precisar el proceso constructivo de la iglesia y convento de
Santo Domingo. El plano general de todo el conjunto lo trazó Francisco Becerra en 1581.
De él afirmó el padre Agustín Rodríguez que lo había vista trazar los planos y sacar de
cimientos las iglesias de San Agustín y Santo Domingo. Becerra se ausentó de Quito en
1583, dejando comenzadas las obras. En abril de 1598 se hizo cargo de la Provincia el
padre Rodrigo de Lara y estuvo a la cabeza del Convento el padre Pedro Bedón. Por
iniciativa de estos dos religiosos criollos se consignó en las actas del capítulo la siguiente
ordenación: «Puesto que nuestro Convento de San Pedro Mártir de Quito es la cabeza y
seminario de esta nuestra Provincia de Santa Catalina Mártir de Quito, disponemos,
mediante esta ordenación, que para construir su iglesia contribuyan el Convento de San
Pablo de Guayaquil con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santo Domingo de
Laja con el estipendio de dos doctrinas, el Convento de Santa María del Rosario de los
Pastos con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santa María del Rosario de
Baeza con el estipendio de dos doctrinas, el Convento de Santiago de Machachi con los
estipendios de todo el priorato; igualmente aplicamos a la fábrica de dicha iglesia el
estipendio de la cátedra de la lengua general, llamada vulgarmente del Inga». Esta
ordenación capitular proveyó del fondo necesario para proseguir lentamente la obra
comenzada. En 1604 Melchor de Villegas, arquitecto que dirigía el trabajo, exponía en
una información lo siguiente. «Este testigo ha visto y mirado toda la casa y sitio del dicho
convento en la obra de la iglesia que van haciendo y sabe que solamente tienen las partes
de dicha iglesia altas y hechas algunas capillas menores, porque la principal y colateral
están por hacer y también tienen por altar la frontera de la puerta principal y claraboya de
ella y todo está por cubrir». En cuanto al Convento «tiene, decía, un cuarto alto acabado
que es el que cae a la plaza [...] y para acabarlo de labrar y poner todo en perfección
conforme pide el cuarto que tiene acabado, le parece a este testigo que si ha de hacer
desde los cimientos, no la harán con menos de diez y seis mil pesos».

Los trabajos de la iglesia y del convento prosiguieron durante todo el siglo XVII. El padre
Bedón se interesó en la construcción de la Capilla del Rosario que se concluyó en el
Provincialato del padre Juan de Amaya (1621-1624), gracias al aporte económico del
acaudalado español don Benito Cid, muy devoto de la Virgen del Rosario. En 1640 el
padre visitador fray Miguel Martínez consignaba en su informe al Padre General: «Es el
Convento de Quito, convento que tiene iglesia de cal y canto muy bien acabada, dos
dormitorios muy buenos, con todas las oficinas necesarias». Diez años después, en 1650,
Rodríguez de Ocampo atestiguaba que los religiosos tenían la cantidad de 4905 pesos de
ingreso para el sustento diario, «el cual tienen limitado por el gran costo de la iglesia y su
sacristía de cal y canto y claustros que se han hecho y van haciendo. Y esta iglesia se
fabricó, hace más de cuarenta años, de madera de cedro y artesones bien labrado; toda la
cubierta dorada y pintada de imágenes al óleo de curiosas hechuras, comportada toda ella
curiosa y rica, con crucero en la capilla mayor de gran arte y bien dispuesto. El retablo es
superior, que ocupa todo el lienzo con muchos santos de la Orden, rico y sagrario y por
colateral al lado del Evangelio, capilla aparte de Nuestra Señora del Rosario, imagen de
bulto que se trajo de España al principio de la fundación. [...] El Coro de este convento es
grande, con sillería dorada y por los paredes Santos de mediana talla, sobre tablas de
madera, dorados».

De estos datos se colige que para 1650 estaban concluidos la iglesia con la capilla del
Rosario y el tramo principal de claustros del Convento. Sin embargo, la decoración se fue
completando en la segunda mitad del siglo XVII. El padre Pedro de la Barrera escribía al
padre Ignacio de Quezada en 1681: «Nuestra iglesia la dejó nuestro Padre Maestro
Jerónimo de Cevallos hecha una ascua de oro hasta los arcos torales. La Capilla del
Rosario es de los mayores relicarios que hay: el señor presidente don Lope Antonio de
Munive está acabando un gran retablo para un lado e Infante para el otro».

También se construyó el segundo tramo de claustros, uno de cuyos paños se destinó al


refectorio. Sobre el dintel de la puerta se lee la inscripción siguiente: «Acabose esta abra
siendo prior el muy reverendo padre maestro fray Juan Mantilla, en el año de 1688, a 15
de enero». La intervención de fray Antonio Rodríguez debe referirse a la galería de
claustros del segundo tramo, incluyendo el refectorio. Además concretamente ayudó a
Santo Domingo en la construcción del edificio destinado a Colegio de San Fernando y
Universidad de Santo Tomás, que se llevó a cabo en el Provincialato del padre Bartolomé
García (1684-1688). El hermano arquitecto fue designado por la Real Audiencia como
perito para examinar las dependencias del edificio, que describió en informe oficial en
julio de 1688. El padre Quezada en su Memorial aprovechó de los datos enviados desde
Quito para presentar al Rey el estado de la construcción destinada al funcionamiento del
Colegio. «Tiene, dijo, el Convento de San Pedro Mártir de Quito, una plazuela, la más
hermosa que se reconoce en aquella ciudad, está en cuadro perfecto, y todo el ángulo que
hace hacia la parte siniestra del Convento, le ocupa el Colegio Real, que también está en
cuadro perfecto. [...] La fachada principal que sale y hace frontispicio a la plazuela, se
compone de unos hermosísimos portales de alto y bajo, que corren desde la esquina de la
una calle hasta la esquina de la otra con cuarenta y nueve arcos bien espaciosos, sobre
bases y columnas de piedra maciza labrada por los bajos y los altos, con otros tantos
ventanales de fábrica muy pulida de cal y ladrillo, que hermosean y dan majestad a la
dicha plazuela. En el portal bajo está la portería principal del Real Colegio, que guía su
entrada para el claustro y patio principal de Estudios Mayores, que este claustro está
también de cuarenta arcos por lo bajo y otros tantos por lo alto, que vienen a ser diez arcos
por cada ángulo de los cuatro bajos y otros diez de los cuatro altos; y toda esta fábrica es
de cal, ladrillo y piedra sobre cimientos muy profundos, como en parte donde se padecen
continuos terremotos. [...] En el ángulo de este mismo patio, que hace frente a la portería,
está la capilla real del Colegio, que corre ocupando todo el paño del claustro, de obra muy
primorosa y de bóveda, que el año pasado de 91 quedaba en estado de perfeccionarse en
muy breve tiempo la fábrica de dicha capilla».

La labor constructiva de los dominicos ocupó, por lo visto, todo el siglo XVII. Comenzó
por la iglesia con la capilla del Rosario, continuó con los dos tramos del Convento y
concluyó con el Colegio de San Fernando. La fachada del Convento conserva la unidad
en las dos plantas. No así la estructura interior de los claustros. El principal levanta sus
arcos sobre columnas de fuste ochavado, mientras el segundo rodea la planta baja de
columnas cilíndricas. La iglesia fue de una sola nave con capillas abovedadas a los lados,
artesonado mudéjar y retablo mayor de grandes proporciones. Para el segundo claustro
ha debido superarse con alta cimentación la desigualdad del suelo. El primer claustro es
de una unidad perfecta y de gran lucidez por la ubicación a distancia de los montes que
cercan la ciudad.
Guápulo

Al nombre de fray Antonio Rodríguez se vinculó también la construcción del Santuario


de Guápulo. Según Rodríguez de Ocampo, el ilustrísimo señor López de Solís «hizo
edificar la Iglesia de Guápulo, pueblo pequeño de indios, media legua de Quito, a donde
está la imagen de la Madre de Dios, con advocación de Guadalupe, antigua, de bulto, de
linda hechura milagrosa para en todas las necesidades espirituales y temporales de
españoles e indios». Esta iglesia primitiva duró hasta la mitad del siglo XVII. Hacia 1649
el párroco doctor Lorenzo de Mesa Ramírez y Arellano comenzó la construcción del
nuevo templo que la prosiguió y llevó a cabo el doctor don José de Herrera y Cevallos.
Parte de los gastos corrió por cuenta de la Cofradía organizada en el Santuario desde
1581. Pero el factor principal de toda la obra fue el devoto y dinámico doctor Herrera y
Cevallos, quien consiguió reunir en torno suyo a fray Antonio Rodríguez y Marcos Tomás
Correa para la obra de arquitectura, a Juan Bautista Menacho y Cristóbal Gualoto para el
tallado de los retablos y a Miguel de Santiago y Nicolás Javier de Goríbar para el trabajo
de la pintura. En los libros de cuentas aparecen las datas de pagos a estos artistas por su
respectiva labor. De este modo surgió el templo de Guápulo expresión nítida de unidad
arquitectónica, que se explicó por sí misma, sin los acomodos obligados por
construcciones circundantes. Una gran cruz latina de sesenta metros de largo por veinte
y siete de ancho en el cruce de los brazos, abovedada y con cúpula en el crucero. Un
descargo del capitán Juan de Tena Barrio consignó escuetamente en 1690: «Mas treinta
y dos pesos que gasté en tablas y oficial para hacer las plantillas de dicho retablo de orden
fray Antonio Rodríguez». Otro dato referente al hermano arquitecto afirmó que a
insinuación suya la Cofradía de Nuestra Señora de Guápulo prestó mil pesos para compra
de materiales para el Monasterio de Santa Clara.

La construcción de la Sagrario es otra de las obras en que ayudó fray Antonio Rodríguez.
En 1649 el hermano Marcos Guerra se ocupaba en levantar la arquería de canalización de
la quebrada que dividía el Colegio de la Compañía del antiguo palacio episcopal. Para la
parte que desahogaba detrás de la Catedral se aprovechó de la pericia técnica del
arquitecto franciscano. Precisamente a este trabajo aludió el Cabildo, cuando reclamó la
presencia del hermano Antonio en Quito en 1657. Larga fue la labor de cimentación que
exigió la obra constructiva del Sagrario, que estuvo a merced de la Cofradía del
Santísimo. La planificación del edificio hubo de acomodarse a las condiciones del suelo
y a las limitaciones del espacio. La planta es de tres naves de cubierta abovedada y
dividida con robustas pilastras de mampostería. La central se corona en la mitad con una
ancha cúpula y las laterales con capulines y linternas. El templo impresiona por su altura
en relación con la estrechez de espacio de la planta. La mampara lleva la inscripción
siguiente: «Comenzase esta portada al cuidado de don Gabriel de Escorza Escalante el 23
de abril de 1699 y se acabó el 2 de junio de 1706».

El hermano marcos guerra

La historia de la Arquitectura quiteña del siglo XVII, reivindica el nombre de un


arquitecto jesuita, a quien se deben los edificios de la Compañía y la iglesia del Carmen
Alto. Llámese el hermano Marcos Guerra. Había nacido en Nápoles hacia 1600. Dedicado
desde joven a la arquitectura, dirigió en su patria la construcción de algunas obras. A la
edad de veinte y cinco años ingresó a la Compañía en su ciudad natal. Luego, a petición
del padre Francisco de Fuentes, el padre general Musio Viteleschi le asignó a la casa de
Quito, donde llegó el año de 1636. Su presencia fue decisiva para las obras de la
Compañía.

En enero de 1605 los jesuitas habían adquirido el sitio para levantar definitivamente tanto
su Colegio como su iglesia. De inmediato el padre Nicolás Durán Mastrillo consiguió del
Padre General la aprobación de los planos de la iglesia cuya construcción recomendó el
padre visitador Gonzalo de Lyra en 1606. A partir de este año se prosiguió la obra bajo la
dirección sucesiva de los hermanos Ayerdi y Gil de Madrigal, hasta 1634.

En 1636 se hizo cargo de la construcción el hermano Marcos Guerra. Según el padre


Pedro de Mercado, que ingresó en la Compañía el mismo año de la llegada del hermano
Guerra, la casa y el templo «eran obras de imperfecta arquitectura, hasta que viniendo a
este colegio el hermano Marcos Guerra, arquitecto insigne y escultor eminente, fue
corrigiendo más y levantando de nuevo otras y dejándolas todas en el punto de perfección
que hoy tienen». «Desde los cimientos levantó la hermosa capilla mayor de nuestro
colegio, perfeccionó las de las dos naves poniéndoles bóvedas y linternas, fabricó la
bóveda para los entierros de los maestros, hizo los claustros, aposentos y demás oficinas
de nuestra casa con excelente arte».

El padre Mercado, testigo ocular de todo el trabajo del hermano Marcos Guerra, describió
la iglesia y la casa, tal cual las dejó el arquitecto. «El templo, dice, es alegre por lo claro,
rico por lo adornado, excelente por lo artificioso. El cuerpo está ricamente artesonado con
varios lazos y sobrepuestos dorados; todas las capillas son excelentes adornadas de
bellísimos retablos, todas de media naranja con sus linternas que las agracian y dan mucha
claridad con que sobresalen más, y varias labores de yeso que las pulen, tarareados de
oro. De los tres coros que tiene la iglesia, los dos colaterales que corresponden a estas
capillas están lustrosos con otras dos medias naranjas con el mismo adorno que las
pasadas que esclarecen y adornan más la iglesia por su mayor capacidad. El crucero y
capilla mayor es obra muy primorosa, así por el retablo mayor que la hermosea, como
también por las tribunas que la acompañan; dos sobresalen a los lados del altar mayor y
otras cuatro a las capillas que corresponden al crucero estofadas de varios matices y
colores; y habiendo tanto que ver y admirar, lo que más se lleva los ojos es el púlpito por
ser raro en el artificio de obra corintia; está cubierta de ordinario, y cuando en los días
festivos quitado el paño se descubre, parece nuevo aún a los ojos que muchas veces lo
han visto, y así siempre agrada a la vista como cosa nueva. La sacristía se parece tanto a
la iglesia, que se echa de ver que tiene parentesco espiritual. Levanto el hermano Marcos
desde sus cimientos; hizo la bóveda muy vistosa por su belleza. En el frontispicio puso
un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro
pincel del hermano Hernando de la Cruz». Esta descripción del padre Mercado coincide
sustancialmente con la de Rodríguez de Ocampo. Hemos preferido, sin embargo, la de
aquél por el valor que representa. El padre Mercado ingresó en la Compañía el año de
1636 y convivió con el hermano Marcos Guerra hasta su muerte, acaecida el 25 de octubre
de 1668. Trató en el Colegio durante casi diez años al hermano Hernando de la Cruz, para
cuya imagen de San Ignacio, colocada en la sacristía, hizo un retablo el hermano Marcos.
A la puerta de esta sacristía se verificaban los coloquios espirituales del hermano
Hernando con Mariana de Jesús, quien tenía su puesto de oración precisamente al pie del
púlpito descrito por el padre Mercado. Estos nuevos datos han venido a confirmar el
hecho de la identidad del templo de la Compañía, que con lógica irrebatible probó el padre
Aurelio Espinosa Pólit en su libro acerca de Santa Mariana de Jesús.

En cuanto a las dependencias del Colegio, escribió el padre Mercado: «La casa sobre ser
muy fuerte es muy hermosa. Compónese de tres claustros y en ellos hay aposentos,
librería, capilla y las demás oficinas convenientes al servicio de la comunidad religiosa.
En medio de los dos claustros principales se levantan dos perennes pilas de agua y
también la tienen corriente las oficinas que necesitan de ella, excusando a los oficiales a
que salgan fuera a traerlas».
Hay, por fin, un dato que acredita la intervención del arquitecto jesuita en la canalización
de la quebrada que dividía el Colegio de la Compañía de la casa episcopal. Cuando en
septiembre de 1649 hicieron los jesuitas el trueque de la casa episcopal con la que ellos
poseían en la otra esquina de la plaza, se deliberó sobre las conveniencias del cambio y,
entre otras razones, se adujo la siguiente: «Por ir la quebrada en medio del lindero de las
dos casas, hay poca seguridad en la clausura, compradas las casas y dueños de la
quebrada, se podrán hacer arcos y cubrirla toda. El hermano Marcos Guerra, que al
presente construye la casa, es muy entendido y pondrá fácilmente y con seguridad los
cimientos de estos arcos, porque el dicho Huaico, respecto de traer en invierno grandes
avenidas de agua suele robar las paredes y poner en gran peligro las casas, obligando a
gastar muchos ducados, como se ha visto en las casas del señor Villacís que cae también
encima del dicho huaico, en calle más abajo. Si nos falta el hermano Marcos, no habrá
después quien fundamente esas casas. Con ellos tenemos lo que nos falta de cuadra».

El Carmen antiguo

En la biografía que el padre Mercado escribió del hermano Marcos Guerra, afirma que
este arquitecto Jesuita, con beneplácito de sus superiores, «acudió por cinco años
continuos, mañana y tarde a la fábrica de la iglesia» y claustros del Monasterio del
Carmen antiguo. El hermano Marcos fue testigo durante nueve años, de los actos de
piedad que realizaba Mariana de Jesús en el templo de la Compañía. La vinculación
estrecha de la Virgen Quiteña con la Compañía debió haber sido parte, para que los
superiores permitiesen que el arquitecto jesuita cooperase a la realización de la profecía
de Mariana, de que su casa familiar había de convertirse en Monasterio de Monjas
Carmelitas. En el templo se dispuso el coro en el lugar preciso en que oraba la Santa,
frente a la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles. En el cuadro principal de claustros
se conservó la parcela de jardín en que floreció la azucena del milagro. De este modo todo
el Monasterio se convirtió en un recuerdo viviente de Mariana de Jesús, con la cruz de
madera que cargaba sobre sus hombros, los corredores que rodeaba en procesión y el
huerto que integraba el amplio solar de la familia

La construcción de san Agustín

El padre Mercado proporciona un dato más, que interesa al estudio de la arquitectura


quiteña. «Con ocasión, dice, de hacer las obras de nuestro colegio enseñó a otros y de su
enseñanza salieron grandes oficiales, con que se le deben al hermano Marcos, no sólo los
edificios que él fabricó a gloria de Dios sino también los que han edificado sus
discípulos». No se han consignado los nombres de estos discípulos ni se han señalado las
obras que trabajaron. Indudablemente ellos intervinieron en las construcciones que se
llevaron a cabo durante todo el siglo XVII. La iglesia y convento de San Agustín datan
de esa época, en que las Comunidades religiosas estuvieron en su máximo florecimiento.
Rodríguez de Ocampo en su descripción trazó el elogio del padre Francisco de la Fuente
y Chaves, quien organizó la economía del convento agustiniano de Quito, que se estaba
edificando en 1650, «con claustro bajo de cal y canto, arquería y pilares curiosamente
labrados, sacristía, enfermería, refectorio y demás oficinas». Para estas obras los
agustinos contaron con arquitecto propio, que fue el padre Diego de Escarza, quien en
1627 tenía veinte y cinco años de edad y era «persona que entendía de edificios».

La construcción iniciada por el padre de la Fuente y Chaves, la llevó a cabo el padre


Basilio de Ribera, quien entre los años de 1653 a 1665, ocupó dos veces el cargo de
Provincial. Desde 1632 en que comenzó a actuar como secretario del mismo padre de la
Fuente y Chávez fue ascendiendo en la carrera de estudios hasta coronarla con el grado
de Doctor y Maestro en Teología el año de 1647. El padre Antonio Bastidas compuso una
poesía de treinta cuartetos, dedicada a celebrar el magisterio obtenido por el padre Ribera.
Los nombres de los padres de la Fuente y Ribera le brindaron la oportunidad de destacar
la vinculación espiritual entre estos dos religiosos, que fueron los protagonistas de la
actividad agustiniana durante todo el siglo XVII.

La mención del padre Bastidas evoca nuevamente la publicación del Poema Heroico en
honor de San Ignacio escrito por Domínguez Camargo. La edición de esta «obra
póstuma», dada a la estampa en 1666, estaba dedicada al padre Basilio de Ribera, cuya
vida y actuación se ponían de relieve por una voz amiga. Antonio Navarro Navarrete, a
fuer de extraño pudo decir imparcialmente todo lo que el Provincial de los agustinos había
realizado en bien de su Convento. De en medio de la fronda exuberante e intrincada del
escrito de Navarro, surge la personalidad del padre Ribera, recomendándose por sus
propias obras. A él se debió la pila de piedra que se halla al centro del Convento. Labor
suya en la iglesia fueron la cúpula del crucero, el artesonado de lacería, la sillería del coro
y una lámpara espaciosa que pendía en el presbiterio. En cuanto al frontispicio del templo,
la inscripción del dintel de la portada señala el nombre del autor: «Esta portada mandó
hacer el padre maestro fray Basilio de Ribera siendo Provincial. Comenzase año 1659 y
se acabó el de 1669». Navarro Navarrete celebra, además, la diligencia con que el padre
Ribera consiguió para su Comunidad las casas que rodean al Convento. Y
añade: «Acabado el de profundis, en breve veremos consumado el refectorio. Obras tan
grandes, que ellas solas sirven de segundo claustro tan fuertes y soberbias, que en su
eminencia se hallan divididas muchas celdas con la capacidad del claustro primero, que
admiramos ya perfeccionada: no sólo con todo el primor de la arquitectura pero con los
esmeros y aliños que publica la fama de tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran
padre agustino, ya con los ingeniosos atributos desta mayor lumbrera de la iglesia, a
donde los pinceles más delicados pudieran estudiar perfecciones; ya con la pila coronada
del sol». Es la primera vez que se hace mención con encomio de las pinturas de Miguel
de Santiago, que adornaban las galerías de los claustros. Pero ellas reclaman un capítulo
aparte.

Las construcciones monumentales del siglo XVII constituyen la expresión mejor del
poder de la Iglesia y del influjo social de las Comunidades religiosas. La presencia del
hermano Marcos Guerra fue decisiva para introducir en Quito la cubierta abovedada de
la nave central y la cúpula en el crucero. La descripción del túmulo, levantado en la
Catedral para las exequias de la reina Margarita en 1613, demuestra que eran familiares
en el ambiente las características de los órdenes griegos, en la estructura de las columnas,
con el significado que les asignó Vitruibio.

La morfología de la cultura puede advertir que en el siglo XVII se produjeron las abras
más notables de que puede gloriarse la historia ecuatoriana. A la construcción de templos
y conventos, correspondieron, simultáneamente, la organización de los estudios
universitarios, la publicación de obras notables de jurisprudencia, el florecimiento de las
Bellas Artes y la gran acción misionera en las selvas orientales.
Capítulo VIII

Las artes en el siglo XVII

II.- Escultura

Los frontispicios de los templos del siglo XVII conservaron los cánones del estilo clásico
en la sobreposición de las columnas con la división horizontal de los entablamentos. En
cambio, en las bóvedas, arcos y pilastras se introdujo un elemento puramente decorativo
de reminiscencia mudéjar y de inspiración barroca. Del hermano Marcos Guerra afirmó
una vez más el padre Mercado, que «no sólo era arquitecto, sino también grande escultor».
Este dato explica la unidad que se observa en el templo de la Compañía entre la estructura
arquitectónica y la ornamentación decorativa. El templo de San Francisco y la primitiva
catedral adornaron la techumbre con artesonado mudéjar, que se adoptó también para el
de Santo Domingo. La Compañía, en cambio, consultó en su plano, tanto la estructura
abovedada como la decoración, en unidad constructiva. Esta modalidad inició el primer
paso del llamado barroco estucado, con la técnica de la yesería modelada o el labrado de
madera que se sobrepone a los paños en que se aplica, sin comprometer las líneas
arquitectónicas.

En esta primera manifestación el barroco se pone a servicio de la arquitectura con la


consigna de obedecer las direcciones verticales de las pilastras, sin desvirtuar su función
arquitectónica, embelleciéndolas tan sólo con sus resaltes planimétricos de sus figuras y
lazos a base de combinaciones geométricas. Igualmente en los arcos y las bóvedas respeta
las líneas de estructura, cubriéndolas únicamente con una decoración de arteones de
estuco dorados, de composición variada y caprichosa.

A propósito del decorado de la Compañía, escribió Rodríguez de Ocampo en 1650, que


era «la iglesia de cal y canto de tres naves, con artesones de madera dorados». Este dato
ha hecho suponer que el templo descrito por Rodríguez de Ocampo no es el mismo que
el actual, que se habría edificado posteriormente. Basta, sin embargo, advertir que la
decoración a base de estuco forma parte integrante de la estructura arquitectónica, para
concluir en la identidad única del templo, que de principio a fin se construyó con un plano
que consultaba a la vez arquitectura y decoración. El padre Mercado, que presenció la
construcción, dice al respecto: «El cuerpo está ricamente artesonado con varios lazos y
sobrepuestos dorados; todas las capillas son excelentes adornadas de bellísimos retablos,
todas de media naranja con sus linternas que las agracian y dan mucha claridad con que
sobresalen más y varias labores de yeso que las pulen, taraceados de oro».

De esta decoración de estucado barroco aprovechó también el hermano Antonio


Rodríguez para las pilastras y las bóvedas del Santuario de Guápulo, como igualmente
más tarde el arquitecto constructor del templo de la Merced.

En cuanto a los artesonados de madera labrada sobresale el del refectorio de Santo


Domingo, que se concluyó el 15 de enero de 1688. Poco antes se había también llevado
a cabo el artesonado de los claustros de San Agustín y algo después el de la Sala Capitular
del mismo Convento.

El barroco de los retablos

La arquitectura que se sirvió del barroco para decorar sus elementos estructurales propios,
ofreció sus muros al pleno desarrollo del movimiento dinámico del barroquismo, que
asumió personalidad en la composición de los retablos. Este estilo histórico apenas
reconoce límites en sus manifestaciones, como que es la expresión vital del espíritu
humano. Nos limitaremos aquí a señalar algunas de las modalidades que se ofrecen en los
retablos quiteños.

Cada estilo histórico se ha definido por algún elemento característico. El clásico ha


tendido a expresarse por la preferencia a los capiteles que marcan las diferencias de sus
órdenes. El gótico ha extremado las posibilidades del arco ojival para señalar su impulso
ascensional. El mudéjar ha propendido a la decoración con figuras de líneas geométricas.
El barroco prefirió el fuste de las columnas para satisfacer su afán de dinamismo.

No es posible catalogar el sinnúmero de modalidades que ha asumido el barroco quiteño


en la estructura de los retablos. Nos contentaremos con indicar las principales,
procurando, en cuanto sea posible, seguir la cronología de sus manifestaciones.
Concluida la obra arquitectónica de la Compañía, el hermano Marcos Guerra labró
algunos retablos. Según el padre Mercado, el mencionado hermano, «también hizo el
retablo del altar mayor, los de los colaterales de nuestros padres San Ignacio y San
Francisco Xavier y otros porque no sólo era arquitecto sino también grande escultor».
Entre esos otros, estaba el de la sacristía. «En el frontispicio puso un retablo de madera y
en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano
Hernando de la Cruz». Los retablos del altar mayor y de los colaterales han sido
sustituidos por los actuales que fueron labrados en el siglo XVIII. Pero se conserva el de
la sacristía que exhibe las columnas con su fuste decorado.

Mejor suerte han tenido los retablos colaterales del Santuario de Guápulo. El diseño lo
trazó el capitán don Marcos Tomás Correa. Aprobado luego por los capitanes Pedro de
León Maldonado y Agustín de la Sierra, fue ejecutado por el escultor Juan Bautista
Menacho, en el último decenio del siglo XVII. El retablo del altar ha sido reconstruido
sobre el modelo del primitivo, que consta en uno de los lienzos de Miguel de Santiago.
Las columnas tienen decorado el fuste. Debiendo cubrirse un espacio notable, se han
dispuesto los retablos en tres cuerpos divididos por un entablamento horizontal y por
cuatro pares de columnas verticales, que forman con el cruce tableros rectangulares
cubiertos de pinturas. En el retablo principal, el nicho destinado a la imagen de Nuestra
Señora de Guápulo ha determinado la verticalidad del callejón del centro, nota
característica de los retablos del siglo XVII.

De ese mismo siglo data el retablo de la Capilla del Rosario. Puesto que la imagen de
Nuestra Señora constituía el motivo único del altar, todo el conjunto converge y se explica
por el nicho central, que tiene debajo un pequeño ostensorio y encima un nicho para el
grupo de la Trinidad. Dos columnas corintias, decoradas en el fuste con palmas
sobrepuestas en espiral, cortejan al ostensorio y el nicho del medio y hacen consonancia
con dos esquineras, para soportar el entablamento que sirve de base al segundo cuerpo
que se contrae para rematar a modo de corona. Ningún detalle se aísla con personalidad
independiente. Todas las partes intervienen en función de una totalidad. Hasta hace un
siglo los espacios brillaban con espejos: hoy se los ha reemplazado con representaciones
de los misterios del Salterio mariano. En su estructura, el retablo del Rosario es la
expresión más caprichosa del barroquismo del siglo XVII.

No es posible señalar el tiempo en que comenzó a usarse la columna salomónica como


elemento expresivo del barroco quiteño. El nombre de salomónica se ha impuesto,
atendiendo más a un anhelo de origen religioso, que a la estructura helicoidal del fuste.
La procedencia remota no carece de interés y vale la pena recordarla. En la segunda mitad
del siglo XV un sultán obsequió al Papa una columna helicoide, que se decía proceder del
templo de Salomón, en el que había predicado el mismo Cristo. Este prestigio bíblico de
la columna salomónica respondió a los anhelos religiosos, que despertó la contrarreforma
y dio alientos a las renovaciones estéticas de orientación barroca. Esa columna, del agrado
divino, sirvió de modelo para las que labró Bernini para el baldaquino de bronce que se
levantó bajo la cúpula de San Pedro.

Se repetía el caso de la novedad que suscitó en el ambiente europeo el obsequio del


elefante que al Papa León X hizo el Rey de Portugal. La presencia del ejemplar enviado
a Roma despertó en los artistas el afán de representarlo. Durero, mediante sus grabados,
difundió el caso por el mundo entonces conocido. Vino a la América y sirvió para decorar
la casa de Juan de Vargas en Tunja. La columna salomónica trascendió de Italia y España
a la América y constituyó aquí la modalidad de los retablos. A imitación de Vitrubio que
interpretó el simbolismo de las columnas griegas, se creyó ver en la columna salomónica
la expresión de las virtudes teologales. Sobre la base, que simbolizaba la fe, se alzaba en
espiral el fuste como símbolo de la esperanza, para coronarse con el capitel corintio, que
se abre en flores de caridad. De este modo la columna salomónica resultó la más
apropiada para expresar el sentido religioso en tierras de América, cuyos árboles decoran
su tronco con enredaderas en espiral.

Cofradías y pasos de Semana Santa

En Quito hay que destacar un factor social que intervino en la construcción de los retablos.
Nos referimos a las Cofradías que pugnaron por demostrar su vitalidad religiosa. Cada
iglesia contaba con numerosas asociaciones con personería propia, que se preocuparon
por dotar de altares a la imagen de su devoción. En la Catedral había la de San Pedro. San
Francisco tenía las de Vera Cruz, de San Lucas y la de la Virgen de Dolores en Cantuña.
En la Compañía se habían organizado la de Nuestra Señora de Loreto, de la Trinidad y
del Ecce Homo. Santo Domingo dirigía las del Rosario, del Dulce nombre y San Isidro
Labrador. En el Sagrario, se habían establecido las del Santísimo y del Salvador. La
Merced contaba con las Cofradías del Señor del Amor y de San Miguel Arcángel. San
Agustín tenía la Cofradía del Señor de la Buena Esperanza y de la Virgen de la
Consolación. El Quinche y Guápulo habían organizado Cofradías propias para el culto de
sus respectivas imágenes. Era esto una herencia de España, que había proliferado en
América. Cuando se redactó el documento de erección de la Diócesis de Quito hacia 1550,
se dijo expresamente que se adoptaba el ceremonial de la Diócesis de Sevilla, donde
estaban ya organizadas las célebres cofradías de los pasos de Semana Santa. Las
Cofradías resultaron las asociaciones religiosas que patrocinaron a tallistas e imagineros,
organizados a su vez en gremios con talleres de trabajo especializado.

A comienzos del siglo XVII algunas cofradías habían convertido las Procesiones en parte
integrante de función religiosa. Durante la Cuaresma los franciscanos habían organizado
la Procesión de los pasos los miércoles con los indios y los viernes con los españoles. La
Cofradía de la Vera Cruz tenía su «Procesión de Sangre» los jueves de Cuaresma. Las
procesiones más célebres y concurridas eran las de la Cofradía del Rosario de los
naturales, que se tenía el Miércoles Santo, y de la de los españoles, el Viernes Santo. De
una y otra da testimonio Rodríguez de Ocampo. «Esta hermandad (de los naturales) dice,
ha lucido y permanecido muchos años ha incesablemente, como se ha demostrado en las
procesiones generales de los Miércoles Santo, cuando salen en procesión con insignias y
cruces de la Pasión de Nuestro Señor, con gran número de penitentes, a donde se llevan
más de 1500 luces de cera con mucha devoción juntamente con la gran procesión de la
Soledad de Nuestra Señora, cofradía de españoles, que se ha hecho de muchos años a esta
parte con la devoción, reverencia, luces, silencio, insignias de la Pasión, sepulcro con la
imagen de Nuestro Redentor difunto, que ha dado memoria en todo este reino de la
veneración con que se ha celebrado y celebra cada Viernes Santo». Concluida la
procesión de la Soledad, salía de inmediato la de la Cofradía de españoles e indios,
organizada en el templo de la Merced. El domingo de Pascua en la madrugada salía la
procesión de Jesús Resucitado del templo de San Agustín, que entraba en la Catedral por
la puerta del Perdón y volvía después de haber recibido la bendición de su Divina
Majestad.

La Compañía había organizado la procesión de Nuestra Señora de Loreto la víspera de la


Anunciación. El padre Mercado refiere a este respecto: «La víspera de la Encarnación del
Verbo en que hacen la fiesta de su Madre que lo concibió en la casa de Loreto, la sacan
en la procesión acompañada de muchos niños españoles a quienes sus madres, para que
en servicio de esta casa -que se llama angelical- remeden a los ángeles, les ponen curiosas
guirnaldas de encarchado en las cabezas, alas en los hombros, ricas galas en los cuerpos.
Van los niños angelitos sentados en unos tronos que levantan en peso algunos indios y
esclavos con buen orden y concierto de procesión hasta entrar en algún convento de
Monjas». Ahí descansaba la Virgen hasta la mañana del día siguiente en que volvía a su
templo en hombros de los cofrades.

Imaginería

Los retablos, cofradías y procesiones habían estimulado la labor del artista


imaginero, que debía labrar una imagen para colocarla en un nicho, interpretar la devoción
de una cofradía o sacarla en andas en una procesión. La imaginería se convirtió en arte
popular y lucrativo. En el taller del escultor imaginero se hacían imágenes de santos para
las iglesias, representaciones de los pasos de la Semana Santa, escenas folklóricas para
los pesebres de Navidad, grupos que componían los episodios de la Muerte y Tránsito de
la Virgen al cielo.

Podían los imagineros haber constituido una rama independiente, por la técnica especial
que requería su labor. Desde luego debía seleccionarse la materia prima, que por lo
general fue el cedro incorruptible. Labrada la imagen se seguía el trabajo del encarnado
en las partes desnudas y del policromado en las partes cubiertas de vestido. La calidad del
policromado dependía de las posibilidades económicas del cliente. El fondo plateado o
dorado daba esplendor a los dibujos sobrepuestos. Otras veces el dibujo se hacía en oro o
plata sobre fondo de color. El encarnado era por lo general brillante, efecto conseguido
mediante la frotación con la vejiga del carnero. No pocas veces el vestido era estofado, o
sea, con tela encolada que permitía la figuración de los pliegues en caprichosas formas.
Los imagineros formaban parte del gremio de escultores, trabajadores anónimos que
interpretaban las devociones del culto religioso popular.

Este carácter de anonimato se puede observar en los datos que refieren la hechura de la
imagen sin mencionar al imaginero. Sánchez Solmirón escribe que en la Catedral había
dos imágenes en bulto de San Jerónimo, una que hizo trabajar el Cabildo Eclesiástico
y «otro de bulto más pequeño que hizo otro escultor por orden del dicho Diego de
Portugal». En el libro de cuentas de la Cofradía de San Pedro se asienta la data del gasto
por la hechura de una imagen del apóstol (1645). El padre Antonio Bastidas compuso
unas décimas para celebrar «una imagen de bulto de San Francisco Javier», que mandó
labrar el presidente don Martín de Arriola. En el Museo de San Francisco se exhibe la
imagen del tamaño natural del Señor Paciente, que lleva en el vuelo de la peaña la
inscripción del devoto que lo mandó hacer a principios del siglo XVII. Recordamos ya
que para los funerales de la reina Margarita en 1613, el regidor Sancho Díaz de Zurbano
reunió al gremio de escultores para que hicieran las imágenes que debían integrar la
composición del túmulo en la catedral. Fueron diecisiete las imágenes talladas; pero no
consta el nombre de ninguno de los escultores imagineros.

Los escultores

Por la relación de la madre Mariana de Jesús Torres, se sabe que la imagen de Nuestra
Señora del Buen Suceso fue labrada por el escultor Francisco del Castillo, quien hizo
también para el Monasterio de Conceptos las imágenes del Señor atado a la Columna y
de la Virgen de los Dolores. El escultor vivía junto al Monasterio de San Clara y vendió
su casa a las monjas para que ampliaran el sitio de los claustros.

Como escultor imaginero se distinguió también el hermano Marcos Guerra, quien hizo
las imágenes de San Ignacio y de San Francisco Javier para los retablos de los brazos del
crucero del templo de la Compañía.

Al padre Francisco Benítez se atribuyen los relieves de los santos franciscanos, que
decoran los espaldares de los escaños del coro de San Francisco.
El imaginero más representativo del siglo XVII fue el padre Carlos, conocido con este
nombre sin más referencia familiar. El único dato positivo es el encontrado al pie de la
imagen de San Lucas, de la Cofradía de pintores, donde se consigna lo siguiente: «El año
de 1668 se acabó esta efigie del Señor San Lucas Evangelista y la hizo el padre Carlos y
la renovó Bernardo de Legarda siendo su Síndico el año de 1762, a su custa, a que
concurrieron siendo priostes en otros años don Lucas Basca, don Victorio Bega, don
Joseph Cortés y don Joseph Riofrío, con diadema de plata, paleta, brocha y tienta, todo
lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata».

La fama del padre Carlos, como imaginero notable, se conservó en el ambiente y fue
Eugenio Espejo quien consignó el aprecio tradicional, lo mismo que la referencia de las
obras que se le atribuían. En Primicias de la Cultura de Quito escribió Espejo: «Cuando
estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus
primorosos cuadros el diestro tino de Miguel de Santiago: entonces el mismo padre
Carlos, con el cincel y el martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería
superar en los troncos vivas expresiones del pincel de Miguel de Santiago; y en efecto
puede concebirse a qué grado habían llegado las dos hermanas, la Escultura y la Pintura,
en la mano de estos dos artistas, por cola la Negación de San Pedro, la Oración del
Huerto y el Señor atado de la Columna del padre Carlos».

Al mismo imaginero se atribuyen las imágenes de San Juan Bautista y San Francisco de
Paula, que se hallan en el altar de Santa Ana de la Catedral de Quito.

La tradición ha señalado a Olmos como autor del Cristo de la agonía, que se venera en la
parroquia de San Roque. De ser cierto este dato, habría que hacer a este imaginero, al cual
se le ha dado el apodo de Pampite, contemporáneo del padre Carlos y de Miguel de
Santiago. La razón es porque don José Valentín de Goríbar, padre del pintor Goríbar, en
su testamento, otorgado el 20 de setiembre de 1685, ordena que se le entierre en la
parroquia de San Roque, «en el altar del Santo Cristo de la Misericordia, donde están
enterrados sus deudas y de donde es parroquiano».
La imagen de este Crucifijo es de un dramatismo impresionante, por la actitud y las llagas
sangrantes. Acaso esta forma de representación haya sido la causa para que se atribuyeran
a Pampite una serie de Cristos, con las llagas abiertas, de contorno amoratado y de
expresionismo trágico.

Con el nombre de José Olmos aparece un escultor y pintor de prestigio al concluirse la


época de la colonia. Cuando se hizo en Quito la lista de pintores y escultores, para
señalarles la cantidad con que debían contribuir al fisco en 1825, en proporción a sus
haberes, se enumera a José Olmos con el máximo impuesto de 400 pesos como pintor y
250 como escultor.

Por lo visto, son pocos los escultores e imagineros del siglo XVII, de que hace mención
la historia. Los más han quedado anónimos, no obstantes que sus retablos embellecían los
templos y sus imágenes habían dado aliento al culto.
CAPÍTULO IX

Las artes en el siglo XVII

III.- Pintura

Para conocer el ambiente que ofrecía Quito al desarrollo de la Pintura, en la primera


mitad del siglo XVII, hay que poner de relieve las circunstancias de dos hechos, a saber,
los funerales de la reina Margarita de Austria realizados en 1613 y el inventario y remate
de los bienes del doctor Antonio Morga, fallecido en 1636.
Para la erección del túmulo en la catedral, el corregidor don Sancho Díaz de Zurbano
hizo comparecer a los pintores de Quito y les encomendó que en cuadros de tamaño
natural trasladasen los retratos de los antepasados de Felipe II, a partir de Pipino I, duque
de Brabancia. Los originales se contenían en grabados que compuso Juan Bautista
Urientino de Artuerpia. Resultaron «los traslados semejantes a sus originales, con los
vestidos y ropajes, que cada uno en su tiempo usaron tan al vivo y tan perfectos y
acabados, que son los mejores cuadros que hay en este Reino».
No constan en la relación los nombres de los pintores; solamente se dice de ellos que
fueren «maestros pintores y los más perfectos». De entre los pintores existentes entonces,
se pueden mencionar algunos. Desde luego el pintor español Luis de Ribera, quien firmó
un documento el 21 de diciembre de 1619, llamándose «pintor y maestro». Fue el
colaborador de Diego de Robles y tenía su casa en la parroquia de San Marcos. Otro pintor
de nota era el indio Andrés Sánchez Gallque, de quien se valió el oidor Juan del Barrio
de Sepúlveda para hacer pintar, en 1599, el retrato de los negros de Esmeraldas. En
el Libro de la Cofradía del Rosario del padre Bedón consta la siguiente acta que permite
identificar al indio pintor. Dice así: «En el Convento de San Pedro Mártir de la ciudad de
Quito, a veinte y siete días del mes de marzo del año de mil y seiscientos y cinco años, se
juntaron a Cabildo los hermanos naturales y nombraron por priostes a Andrés pintor y
Diego Tutillo y Luis Paucar sillero y prometieron de acudir fielmente a hacer su oficio.
La cual dicha elección se hizo con asistencia del Padre fray Marcos de Flores capellán y
Vicario de la capilla y lo firmaron. Por Luis Sillero firmó Francisco de Aponte, Andrés
Sánchez Gallque, Diego Tutillo ».En 1615 el pintor Matheo Mexía puso su firma al pie
del grande lienzo que representa a San Francisco de Asís con los brazos en Cruz. El padre
fray Pedro Bedón, que murió el 27 de febrero de 1621, cuyo retrato se trazó sobre el
modelo del cadáver, probablemente por un hermano suyo de hábito, el padre Tomás del
Castillo, de quien se dijo que era «lindo pintor de pincel».- En 1622 Juan Ruiz de Salinas
hizo una donación a Nuestra Señora de Copacabana, cuya cofradía estaba organizada en
la catedral y se calificó a sí mismo como maestro pintor.
La condición que el corregidor Díaz de Zurbano impuso a los pintores, de interpretar
los grabados del libro de Uretino de Artuerpia, manifiesta la situación de los artistas en el
ejercicio de su profesión. En muchos casos el cliente imponía al pintor un modelo
establecido, que podía ser el grabado de un libro o la reproducción de una imagen de
culto. Debieron ser pocos los casos en que el pintor desarrollase una idea personal. A falta
de imprenta, fueron los artistas los encargados de difundir las imágenes de devoción
popular.
El remate de la colección de cuadros y estatuas del presidente Morga despertó el
interés en los aficionados a las obras de arte. Se distribuyeron, entre personas amantes de
la cultura, ejemplares de arte europeo, que sirvieron, al mismo tiempo, para afinar el gusto
del ambiente y para modelos de nuestros pintores. La escuela de San Andrés, que creó las
iniciativas de artes y oficios, halló continuidad en el magisterio de fray Pedro Bedón.
En el siglo XVII se organizaron los talleres, donde los aprendices iban a practicar el
arte, bajo la dirección de un maestro capacitado y de reputación popular.

Hernando de la Cruz

En torno al hermano Hernando de la Cruz existe al presente una documentación


abundante, que es fácil ya precisar su labor como artista y maestro de taller. Su primer
biógrafo, el padre Pedro Mercado atestigua: «Tuve la dicha de conocer al venerable
hermano Hernando de la Cruz y alcanzarlo vivo más de ocho años». Los datos de este
testigo contemporáneo permiten establecer con certeza los rasgos biográficos del pintor
jesuita.
Nació en Panamá hacia 1592 de los hidalgos sevillanos don Fernando de la Vega y
Palma y Leonor de Ribera. Adolescente, se trasladó a Lima, donde «aprendió el arte de
pintar con no pequeña perfección, dejando en aquella ciudad muchos lienzos de su pincel
y no pocos versos de su ingenio, se partió a la ciudad de Quito». Joven, poeta, pintor y
aficionado a la esgrima, se hizo aquí de amigos; pero cuando más divertido se hallaba, un
lance imprevisto le hizo cambiar de vida. «Estando esgrimiendo con espadas blancas con
un amigo, le apuntó éste y le alcanzó a uno de los ojos, con que se vio a riesgo de perder,
no sólo la vista sino también la vida; y juzgando de milagro la tenía, quiso emplearla en
servicio de Dios, sin tenerla en el siglo expuesta a que algún enemigo se la quitase con la
espada».
Resuelto a dejar el mundo, acudió a la Recoleta de San Diego, en compañía de una
hermana suya, y después de confesarse los dos, determinaron, ella entrarse en el
Monasterio de Santa Clara y él en la Compañía de Jesús, donde fue aceptado el 11 de
abril de 1622.
Al vestir el hábito de hermano jesuita tomó el nombre de Hernando de la Cruz, con
que es conocido en la historia. En su nuevo estado renunció a la poesía y a la esgrima. No
así a la pintura, porque «sus superiores le ocuparon en el ejercicio de pintar, a que accedió
con toda prontitud y gusto. Era primoroso en este arte, y cuando dibujaba el pincel en el
lienzo, lo ideaba antes en la meditación y oración. A su trabajo se deben todos los lienzos
que adornan la iglesia, los tránsitos y aposentos. Enseñaba a pintar a algunos seglares
entre ellos a un indio que después fue religioso de San Francisco. Pintó dos lienzos muy
grandes que están debajo del coro de nuestra iglesia, el uno del infierno y otro de la
resurrección de los predestinados, que son como predicadores elocuentes y eficaces que
han causado mucho bien y obrado muchas conversiones».
Este testimonio del padre Morán de Butrón, escrito en 1696, plantea dos cuestiones
de interés para la Historia del Arte Ecuatoriano. Primera, la de definir el sentido que hay
que dar a la atribución de todos los lienzos que adornan la iglesia; y segunda, señalar el
alcance que tuvo la enseñanza de pintura del hermano Hernando.
Según el padre Mercado el hermano Hernando de la Cruz, pintó, con un fin
moralizador, los grandes lienzos del Juicio y del Infierno y «promovió también el culto
de Dios, de la Virgen y de los santos, haciendo otros muchos lienzos, con que adornó los
aposentos de aquel Colegio y enriqueció las residencias y demás casas de aquella
Provincia». Pintó también muchas representaciones de la muerte con esta
inscripción: Haec est pulchritudo humana.
Rodríguez de Ocampo dice en 1650, que el hermano Hernando fue «superior» en la
pintura, «como se ve en los lienzos y cuadros que están en la iglesia de la Compañía».
El padre Velasco refiere a su vez en 1774, «que los muchísimos cuadros con que su
diestro pincel enriqueció el templo y el Colegio Máximo fueron y son el mayor asombro
del arte y el más inestimable tesoro».
Estas afirmaciones de carácter general han revestido su sentido propio con el dato
concreto, conocido en 1957 con la publicación de la Historia del padre Mercado. Ahí
dice, refiriéndose a la Sacristía de la Compañía: «Levantó la el hermano Marcos (Guerra)
desde sus cimientos: hizo la de bóveda muy vistosa por su belleza. En el frontispicio puso
un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro
pincel del hermano Hernando de la Cruz. La imagen es de nuestro padre San Ignacio
revestido de Sacerdote y está ofreciendo su corazón a la Santísima Trinidad». Este lienzo,
perfectamente conservado, permuté, por la forma y colorido de la pintura, establecer, por
comparación, los cuadros que fueron pintados por el hermano Hernando de la Cruz.
La tradición ha atribuido al hermano Hernando el retrato de Santa Mariana de Jesús,
que se conserva en el Monasterio del Carmen Antiguo. Esta atribución tradicional se
respalda en el siguiente testimonio del padre Morán de Butrón: «Como quedó el cuerpo,
sin apariencia alguna de yerto o de difunto, fue muy fácil que un diestro pintor la retratase
con propiedad y sacase el rostro con semejanza, aunque no con la composición de la
mortaja, sino con la sotana de la Compañía y honestidad de vestuario que usó en vida.
Tengo por muy verosímil haber sido uno de los pintores que la retrataron el venerable
hermano Hernando, pues lo era excelentísimo; y la tuvo siempre muy estampada en su
corazón».
«Muchos retratos hay en la Provincia y todos los que he visto están conformes, así
en el traje de jesuita, como en la peregrina belleza de su cara». La verosimilitud de esta
afirmación del padre Morán se confirma con el hecho de que habiendo el hermano
Hernando ido a visitar a su amigo, enfermo y desahuciado, don Luis de Troya, vicario del
Obispado, el «hermano mandó a traer de su celda el retrato de Mariana, con cuya sola
aplicación sanó el enfermo de inmediato» (Vida, pág. 435).
Acerca de la formación de discípulos, tanto el padre Mercado como el padre Morán
de Butrón, afirman que los tuvo. El primero refiere que el hermano Hernando, en su
obrador, hacía que uno de sus discípulos leyese un libro de piedad mientras pintaba. El
padre Morán dice expresamente que el hermano enseñó la pintura a algunos seglares,
entre ellos a uno que vistió el hábito de converso en San Francisco.
El hermano Hernando murió el 6 de enero de 1646.

Miguel de Santiago

Refiere el padre Mercado que dos amigos del hermano Hernando de la Cruz
procuraron que pintores hiciesen varios retratos del difunto sobre el modelo del cadáver.
¿Qué pintores había en Quito hacia mediados del siglo XVII? Con data de 1645 y las
iniciales de Miguel de Santiago existe, en la colección de don Víctor Mena, un lienzo de
la Flagelación. En el Monasterio de la Concepción de Cuenca se conserva un cuadro de
Santa Lucía que lleva esta inscripción al pie: «Frater Thomas del Castillo - Fecit anno
1654 - Noviembre 28». Es el dominicano quiteño, conocido como «lindo pintor de pincel,
nacido en Indias, edad cuarenta y siete años», en 1640. En la misma colección de Víctor
Mena consta un lienzo de San Francisco de Asís, pintado en Quito en 1657 por Juan
López. Estos pintores contemporáneos al hermano Hernando de la Cruz, no pudieron
prescindir del ambiente artístico creado por el pintor jesuita.
En este ambiente surgió la figura de Miguel de Santiago, que llevó el arte colonial
quiteño a la máxima altura en el arte hispanoamericano. Nació en el Alto de Buenos Aires,
parroquia de Santa Bárbara, donde pasó toda su vida. Fue hijo de Lucas Vizuete y de
Juana Ruiz. De la madre heredó la casa nativa, que la amplió con solares para huerta y
una nueva casa. Joven se casó con doña Andrea Cisneros y Alvarado, allegada a la familia
de Mariana de Jesús. En su matrimonio tuvo por hijos a dos Agustines y un Bartolomé,
que murieron niños; a Isabel Cisneros y Alvarado que casó con el capitán Antonio Egas
y a Juana de Ruiz y Cisneros, que le dio un nieto llamado Agustín. La naturaleza le dotó
de larga vida. En el transcurso de los años fue perdiendo sucesivamente a sus tres hijos
varones, a su esposa, a su hija Juana y a su yerno Antonio Egas. Para su cansada vejez no
le quedaran más que su hija Isabel, su nietecito Agustín de ocho años y una sirvienta
llamada Ana Galarza, a quien gratificó sus servicios con un pedazo de tierra en el Alto de
Buenos Aires. Tal fue el escenario de familia en que se desarrolló su vida.
Dos sucesos extraordinarios determinaron en su juventud la suerte futura de su vida.
El uno fue la adopción legal que le hizo don Hernando de Santiago y el otro el mecenazgo
del padre fray Basilio de Ribera. Por el primero adoptó el apellido de Santiago, con que
firmó sus lienzos y fue conocido socialmente. Es, sin embargo, de notar que a ninguno de
sus hijos transmitió este apellido adoptado. En su testamento afirmó
expresamente: «Declaro que durante el matrimonio tuvimos y procreamos por nuestros
hijos legítimos a Agustín de Cisneros, otro Agustín, Bartolomé de Cisneros, doña Isabel
de Cisneros y Alvarado, viuda del capitán don Antonio Egas y a doña Juana de Ruiz y
Cisneros; y los dichos varones murieron sin dejar herederos y la dicha doña Juana falleció
dejando un hijo llamado Agustín Ruiz, de edad al presente de ocho años que lo tengo en
mi poder». Por lo visto, a sus hijos impuso el apellido de su esposa o el de su madre.
Para su porvenir de artista resultó providencial el encuentro con el padre Basilio de
Ribera. Rodríguez de Ocampo, en su Relaciónescrita en 1650, dice simplemente que el
padre Basilio de Ribera era entonces «religioso esencial» de su Religión. En cambio, hace
un cumplido elogio del padre maestro Francisco de la Fuente y Chaves, a quien atribuye
la organización de la economía del convento, con la adquisición de la hacienda del Callo,
la instalación de un obraje de paños, la dotación de Capellanías al Convento y con la
explotación de canteras y tejares para la fábrica del Convento, el cual se estaba
edificando «con claustro bajo de cal y canto, arquería y pilares curiosamente labrados,
sacristía, enfermería, refectorio y demás oficinas, que después de todo acabado será de
los edificios más supremos que haya en todos estos reinos». Desde 1632, cuando aún era
estudiante, aparece fray Basilio de Ribera como Secretario del provincial padre de la
Fuente y Chaves. En 1637, ordenado ya de sacerdote, fue designado Prior del Convento
de Latacunga. En 1640 reanudó su carrera de estudios hasta adquirir el título de Lector
Primario de Teología. Designado nuevamente como Secretario del Provincial, el padre de
la Fuente y Chávez le nombró de Visitador de la Provincia con el título de Vicario
Provincial. En 1645 recibió el grado de Doctor y Maestro en Sagrada Teología. Data de
esta fecha la poesía del padre Antonio de Bastidas, que celebró el ascenso del padre
Ribera. En esta composición, que consta de treinta cuartetos, el poeta jesuita descubre las
relaciones íntimas entre la fuente y la ribera, para celebrar la unión espiritual entre el
padre de la Fuente y Chávez y el padre de Ribera.
El padre de la Fuente y Chávez vació su espíritu en el padre Ribera, para que fuera
el continuador de sus obras. La posición social de que él gozaba facilitó al padre Ribera
el cultivo de amistad con personas influyentes en el medio ambiente. Así se explica que,
en el tiempo que estuvo a la cabeza del Convento y luego de la Provincia, el padre Ribera
llevase a cabo las obras, tanto de la iglesia como de los claustros, comenzados por el padre
de la Fuente.
Aludimos; ya al elogio que hizo del padre Ribera el editor del Poema heroico de
Hernando Domínguez Camargo, en la dedicatoria. La edición apareció impresa en Madrid
en 1666. Para ese año, en que el padre Ribera concluía el segundo período de su
Provincialato, se refería a las obras realizadas y que estaban realizándose en el Convento
de San Agustín. «Atendiendo, se decía, con el desvelo que vemos al adorno de la iglesia,
prosigue cada día con más calor, no sólo en la erección de la portada, en que tantos meses
se esmera el primor y el cuidado; pero también en el edificio interior. Pues acabado el de
profundas, en breve veremos consumado el refectorio. Obras tan grandes, que ellas solas
sirven de segundo claustro; tan fuertes y soberbias, que en su eminencia se hallan
divididas muchas celdas con la capacidad del claustro primero, que admiramos ya
perfeccionado: no sólo con todo el primor de la arquitectura pero con los esmeros y aliños
que publica la fama, de tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran padre agustino,
ya con los ingeniosos atributos esta mayor lumbrera de la iglesia, a donde los pinceles
más delicados pudieran estudiar perfecciones; ya con la pila o fuente coronada del sol».

Es la primera vez que se hace alusión a la galería de lienzos pintados por Miguel de
Santiago, cuando no habían transcurrido sino diez años de su inauguración. El padre
Basilio de Ribera había convertido su convento en taller de artes y oficios. Los
picapedreros labraban los bloques lapídeos para el frontispicio del templo. Los albañiles
se ocupaban con la construcción del segundo piso del convento. Los talladores modelaban
las figuras del artesonado de los claustros bajos y hacían los marcos en que debían
encuadrarse los lienzos de la vida de San Agustín. Para la ejecución de la pintura, el padre
Ribera había puesto los ojos en el joven Miguel de Santiago, que acababa de cumplir sus
veinte años. No podía darse mejor oportunidad a un artista para el comienzo de su carrera.
Dos factores se unían para propiciar la obra, la una favorable a la formación del artista, la
otra, a la trascendencia de su fama: eran la procuración de modelos y el patrocinio
económico sobre cada lienzo concluido.
Los padres Leonardo de Araujo y Basilio de Ribera, en su viaje a Madrid y Roma,
habían traído consigo la colección de grabados de la vida de San Agustín, debida al buril
de Shelte de Bolswert (1586-1659). Esta serie de láminas facilitó a los agustinos del
Cuzco y de Lima para decorar los claustros conventuales con los episodios de la vida de
su santo fundador. A Miguel de Santiago se le impuso la tarea de interpretar, a su vez, los
grabados, en lienzos de tamaño igual, que pudieran enmarcarse en un espacio de 3,10 x
2,70, componiendo la galería de molduras labradas y doradas que rodeaban los claustros
bajos del Convento.
La serie de grabados ofrecía una gran variedad de elementos a la interpretación del
artista. Para la tectónica de la composición había como fondas, estructuras arquitectónicas
y paisajes de profundidad o simplemente aglomeración de personajes. El protagonista, de
edad varonil, vestía a veces el hábito religioso y más de ordinario llevaba la capa pluvial
con la mitra. Fuera del santo, había de acuerdo con los motivos, una infinidad de
personajes erectos o sedentes y en diversas actitudes. De hecho se ofrecía al artista la
posibilidad de ejercitarse en toda clase de representaciones.
El joven artista optó, para figurar el cielo, un blanco de ocre, con una capa de verde
frío y sobre posición de nubes sombreadas. Para las estructuras arquitectónicas utilizó el
gris café, interponiendo a veces ocre según los elementos. En los fondos de paisaje
contrastó la figuración de árboles cercanos con la profundidad en tonos de verde frío que
terminaban en nubes ligeramente sombreadas. En las apariciones celestes rodeaba a las
figuras de un contorno de ocre amarillo claro. La capa pluvial del santo se decoraba con
una cenefa bordada de diversas figuras en ocre oscuro y claro con flores estilizadas en el
cuerpo del manto.
Esta iniciación de la carrera con modelos europeos por delante, desarrolló en el
artista el sentido de la composición y el colorido. Sin procurarlo personalmente, se vio en
el trance de comenzar su profesión imitando modelos. En realidad era el modo de
formación utilizado entonces por los artistas españoles. La crítica moderna ha
comprobado el influjo que Flandes e Italia tuvieron en los pintores españoles. Durero y
Holbein y más tarde Rubens y Van Dyck inspiraron también a los pintores de América, a
través de los grabados. De los grabados de Bolswert aprovechó también, el pintor
cuzqueño Basilio Pacheco para los lienzos de las galerías agustinianas de Lima y el
Cuzco. Sin embargo, nuestro artista de veinte años supo dar vida duradera a los cuadros
que pintó para el Convento de San Agustín de Quito.
El ascendiente social del padre Ribera se convirtió en medio eficaz de propaganda
de la habilidad precoz de Miguel de Santiago. El Provincial de los Agustinos había
conseguido que sus amigos costeasen la hechura de los cuadros, con el aliciente de hacer
constar sus nombres en cada lienzo respectivo. Aún más, los que tenían blasón nobiliario
de familia harían pintar el escudo familiar al pie del cuadro. Al artista se le ponía en el
caso de interpretar la heráldica, lo cual le facilitaba ponerse en contacto con los
interesados.
Fueron dieciséis los donantes, con blasón nobiliario, que patrocinaron la pintura de
un lienzo. Entre ellos constaban funcionarios de la Audiencia, como el presidente doctor
Pedro Vázquez de Velasco y los oidores Juan de Morales Aramburo y Luis José Mello
de la Fuente; personajes de Iglesia, como el ilustrísimo señor Alonso de la Peña y
Montenegro; los canónigos doctores José de Borja, Fernando de Loma Portocarrera y
Francisco de Velasco y Zúñiga; señores representativos como Francisco Ponce Castillejo,
capitán Francisco Álvarez Bortello, el corregidor Gabriel de Avendaño y Zúñiga y el
contador y Juez Oficial de la ciudad Antonio de la Chica Cevallos, el mercader don Pedro
Montero de la Calle y doña Leonor de Saavedra y Monroy, el doctor Pedro Jiménez de
Veles y el Comisario del Santo Oficio don Francisco Serrano Montero. Entre los
religiosos, sólo el padre Pedro de San Nicolás, Definidor de la Provincia, hizo constar su
blasón de familia en el lienzo costeado por él. La interpretación de la heráldica fue el
aporte original de Miguel de Santiago en los cuadros de la vida de San Agustín.
A mediados del siglo XVII era corriente el aprecio de los blasones nobiliarios.
Sánchez Solmirón en 1650 insistió en este aspecto, al hablar de los canónigos que
integraban el personal del Cabildo. Se refirió precisamente al doctor Francisco de Velasco
y Zúñiga, nieto de Sebastián de Benalcázar; a don Fernando de Loma Portocarrera, hijo
del Tesorero de la Real Audiencia del mismo nombre y de doña Leonor de Zorrilla, hija
a su vez del oidor don Pedro de Zorrilla y a don Álvaro de Cevallos, tío de Antonio de la
Chica Cevallos, descendientes del Registrador de la Cancillería. El canónigo Borja
exhibía en su blasón el toro característico de este noble apellido.
Fuera de estos dieciséis con escudo de nobleza, figuran treintitrés donantes más que
hicieron constar su nombre en los cuadros de la galería. Unos fueron sacerdotes, otros
seglares acomodados y los más, religiosos de San Agustín que ocupaban cargos. No todos
los lienzos fueron pintados por Miguel de Santiago. La inscripción que lleva el cuadro de
la dedicatoria dice simplemente: «Este lienzo con doce o más pintó Miguel de Santiago
en todo este año de 1656 en que se acabó esta Historia». Algunos lienzos llevan las
iniciales M de S que identifican al artista y permiten, por comparación, señalar los otros
que deben atribuírsele.
Al pie de cada lienzo de la colección, consta, después del nombre del donante, la
descripción del motivo desarrollado, con indicación de la fuente en que se hallaba narrado
el episodio representado. Con el detalle del libro y del capítulo se mencionan a San
Próspero, Posidonio, Maburno, Angelis, Jacobo de Vorágine, que escribieron acerca de
San Agustín.
En conclusión, para la vida artística de Miguel de Santiago, fue una escena simbólica
este primer triunfo en su larga carrera de pintor. No fue únicamente su gran ensayo
pictórico. Para interpretar los grabados hubo antes de compenetrarse de los episodios de
la vida del santo, estudiándolos en los biógrafos más autorizados. Mientras pintaba tuvo
ocasión de tratar con las personas más representativas de la sociedad, que se convirtieron
en sus clientes.
Desde el punto de vista humano, surgió en su corazón el amor a San Agustín, que le
acompañó toda la vida. Buscó un medio de manifestarlo, bautizando a sus hijos con el
nombre del Doctor de la gracia. Cuando murió, el escribano Cevallos y Velasco «halló el
cuerpo de Miguel de Santiago tendido en el suelo, con hábito de la Religión del Gran
Padre San Agustín por mortaja y un santo Cristo Crucifijo en el pecho, asido a las manos»,
tal como él había pintado a San Nicolás el año de 1672. Además en su testamento hizo
constar esta cláusula: «Encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor, que la crió y redimió
con su preciosa muerte y pasión, y el cuerpo a la tierra de que fue formado, el que quiero
y es mi voluntad sea sepultado en la iglesia del Convento del gran padre San Agustín y
entierro de los religiosos de él, en virtud de Bula que tengo para ello en mi poder».
Años más tarde se ofreció a Miguel de Santiago ocasión de trabajar en compañía de
una nueva generación de artistas. Desde fines del siglo XVI se había inaugurado en
Guápulo el culto de Nuestra Señora de Guadalupe, con una imagen labrada por Diego de
Robles. La santa efigie se convirtió en milagrosa y Guápulo en su santuario, que comenzó
a ser frecuentado por devotos romeriantes. El ilustrísimo señor López de Solís hizo
levantar la primitiva iglesia y dio aliento a la Cofradía organizada para el culto de la
imagen. A mediados del siglo XVII era cura de Guápulo el licenciado Lorenzo de Mesa
Ramírez y Arellano, quien comenzó en 1649 la construcción del nuevo templo, a cargo
de la Cofradía de Nuestra Señora. Al licenciado sucedió en el curato el doctor José de
Herrera y Cevallos, quien llevó a cabo la obra total del templo, con limosnas procuradas
en un recorrido que hizo en 1676, para acrecentar los fondos de la Cofradía.
Bajo el patrocinio de este generoso sacerdote se juntaron en Guápulo los artistas de
renombre en aquel entonces. El arquitecto franciscano hermano Antonio Rodríguez
vigilaba la construcción. El capitán Marcos Tomás Correa trazaba los diseños de los
retablos, que los ejecutaba el escultor Juan Bautista Menacho. Miguel de Santiago recibió
el encargo de realizar la obra pictórica. En este ambiente de familiaridad artística se
verificó el 10 de octubre de 1688 la ceremonia del bautizo del primer hijo del joven pintor
Nicolás Javier Goríbar, vinculado con Miguel de Santiago por el parentesco y la afición
al arte.
Miguel de Santiago pasaba de los cincuenta cuando pintó los cuadros de Guápulo.
Habían transcurrido treinta años desde que pintara la vida de San Agustín. Ahora se le
encargó pintar lienzos para los marcos de los retablos e interpretar los episodios de los
milagros hasta entonces realizados por Nuestra Señora de Guápulo.
De los favores concedidos por la Virgen, unos habían sido individuales, realizados
en la intimidad de un hogar, ante la faz del público, o en un escenario de paisaje natural;
otros habían sido colectivos, en que intervenían el pueblo y la Naturaleza. Todos
constituían el asunto que se ofrecían a la interpretación del artista. Esta vez no había
modelos. Los hechos se mantenían frescos en la memoria de los devotos.
Ente los lienzos, que representan un favor personal, hay uno que lleva las iniciales
del pintor. En la inscripción del pie se enuncia un doble motivo «Habiendo prometido
don Francisco Romo ir a pie a un novenario, fuese a mula y le arrastró desde la esquina
de la plaza en el año de 1665. Y un hijo suyo estando comiendo se le atravesó un hueso
y lo sacaron lleno de sangre». La imagen de Nuestra Señora desde el cielo del lienzo
preside las dos escenas, la del caballero echado al suelo por la mula y el grupo que rodea
al niño en actitud de extraer el hueso. El artista para interpretar este doble asunto ha
utilizado un lienzo en que se hallaba pintada una Sagrada Familia, que va reapareciendo
por efecto del tiempo, que ha diluido los colores sobrepuestos.
Otro lienzo representa una gracia realizada en el templo a presencia de un público
espectador. La inscripción anota: «En el año de 1646 en presencia del señor obispo don
Agustín Duarte y el presidente don Martín de Arriola, llegó una india endemoniada
estando en la Misa Mayor y quedó muerta y después que se acabó la Misa se levantó sana
y buena». En el fondo de la composición aparece el antiguo retablo del Santuario. A lado
y lado se hallan con su comitiva el obispo Duarte y el presidente Arriola. Las miradas de
todos convergen a la india en ademán de levantarse.
Con fondo de paisaje montañoso se representa otro milagro individual, cuyo asunto
consta en la inscripción que sigue: «En el año 1634 trajeron una india del pueblo de Pujilí
enferma que había estado años tullida; viéndose imposibilitada de la salud acudió al
remedio de la Virgen Santa y fue a su casa habiendo asistido diez días luego de ir [...]
sana y buena».
Entre los favores de tipo colectivo figuran tres en que el artista ha representado el
ambiente paisajístico. Uno de ellos lleva esta inscripción poética: «Con el sol con el agua
por todos tiempos a pedir de boca a los labradores Nuestra Señora de Guadalupe nos
ampara». La imagen de la Virgen con un fondo ocre de amarillo claro contrasta con las
nubes preñadas de agua que se cierne sobre los campos sedientos de la lluvia.
Un caso similar se representa en otro lienzo que interpreta el milagro contrario de
suspender la caída de la lluvia amenazante, para permitir que los campesinos concluyan
su cosecha de trigales.
Otro lienzo ofrece el espectáculo del ambiente calcinado por el sol del verano, con
la tierra reseca y agrietada. La siguiente inscripción señala el asunto: «En el año 1621
hubo en la ciudad de Quito una ceca grande que se abría la tierra en muchas grietas y
llegó a morir todo el ganado y en punto de perecer la gente, si no acordaran llevar a la
Virgen en procesión y la pusieron en Santa Bárbara de donde la llevaron a la Catedral y
al punto con lluvia socorrió la necesidad».
Son doce los lienzos que componen la colección de la Sacristía de Guápulo y se
pintaron bajo la dirección de Miguel de Santiago.

La interpretación de los milagros le obligó al pintor a representar el fondo del paisaje


local. Quito se encuentra dominado al occidente por la cadena desigual del Pichincha que
limita el horizonte. La altura de cerca de tres mil metros ocasiona lluvias, por el encuentro
de nubes de calor desigual que se diluyen con notable rapidez, sin que falten temporales
de sequía, sobre todo en el verano. De acuerdo con esta naturaleza, captada con ojos de
pintor, Miguel de Santiago halló medios de expresión de la montaña sombría con su base
y estructura geológicas, de las nubes oscuras y pesadas, del ambiente verdoso calcinado
por el sol ecuatorial.
Además, se adelantó a representar las figuras humanas, no rehechas mentalmente;
sino tal como capta la vista, como manchas que insinúan y sugieren la realidad, por el
contorno de las líneas. En este aspecto se adelantó al impresionismo tan del gusto del
siglo XIX.
Entre los lienzos que pintó en Guápulo hay uno que interpreta un hecho histórico.
Desde los primeros días de la conquista española se propagó en Quito la devoción al
privilegio de la Inmaculada Concepción. En la acta del Cabildo del 10 de abril de 1550
se hace ya constar la existencia en la Catedral de la Cofradía de la Inmaculada
Concepción. En homenaje a la Virgen Inmaculada se había hecho una capilla propia con
retablo, a cargo de la familia de Rodrigo Núñez de Bonilla. Todos los años se celebraba
fiesta el 9 de diciembre con rito doble de primera clase con octava por ser Patrona de la
Catedral.
A la par de la iglesia catedral se celebraba también fiesta solemne en la iglesia de
San Francisco y en el Monasterio de la Inmaculada Concepción, que había sido fundado
en Quito el 13 de enero de 1577. El culto a la Virgen Inmaculada se propagó en todas las
ciudades de la Audiencia por el apostolado franciscano y el establecimiento de los
Monasterios de Conceptas en Quito, Loja, Cuenca, Pasto y Riobamba. A la Cofradía
organizada en la Catedral de Quito pertenecía el escultor Diego de Robles, como afirma
en su testamento y para San Francisco labró «una imagen de Nuestra Señora de la
Concepción, las manos puestas».
El culto a la Inmaculada fue herencia de España. De la Madre Patria vino también
un nuevo estímulo para el aumento de devoción a María concebida sin mancha de pecado.
Desde 1616 los monarcas españoles habían promovido juntas de teólogos para unificar el
criterio acerca del sentido del privilegio de la Virgen. Después de largos estudios y de
intervención constante ante la Santa Sede, el rey Felipe IV consiguió que el papa
Alejandro Séptimo expidiese, el 8 de diciembre de 1661, la Bula Solicitudo omniun
Ecclesiarum, en que declaraba que el sentido del privilegio de la Inmaculada Concepción
debía entenderse así: «El alma de María, en el primer instante de su creación e infusión
en el cuerpo, fue, por gracia especial de Dios y en virtud de los méritos de Jesucristo
redentor del género humano, preservada inmune del pecado original». Ante este triunfo
de trascendencia nacional, ordenó el Rey que tanto en España como en América se
celebrasen fiestas de acción de gracias. La cédula llevaba la fecha del 24 de enero de
1662. Tal fue el hecho histórico que se ofreció a la interpretación de Miguel de Santiago.
La Virgen sin mancilla lleva las manos juntas sobre el pecho, viste túnica blanca y manto
azul y su mirada espiritual y amable se dirige al espectador devoto. Descansa sobre la
luna sostenida a los extremos por Alejandro VII y Felipe IV, pintados de busto.
Escalonados a los lados aparecen los bustos de los doctores Santo Tomás y San
Buenaventura, San Agustín y San Jerónimo, San Ambrosio y San Gregorio y coronando
en la mitad el grupo de la Trinidad. Esta representación es única y revela la originalidad
de Miguel de Santiago. Años antes había pintado el artista la Inmaculada para la galería
de San Agustín. La Virgen de tamaño casi natural está en ademán de aplastar la cabeza
de la serpiente. Esta actitud de beligerancia ha informado de dinamismo tanto a la figura
como a los paños del vestido. Al adelantar el pie derecho se ocasiona la necesidad de
buscar equilibrio levantando ligeramente los brazos como alas en el aire para procurar
que la mirada tienda hacia la acción de la victoria. En el fondo, con escalonamiento de
profundidad, se representan las alegorías marianas. A la izquierda, el Lirio entre espinas
(Cantar II, 2), la Fuente de los Huertos (Cantar IV, 15), el Pozo de Agua Viva (Cantar IV,
15), el Cedro erguido (Eclesiastes XXIV, 17), el Arbusto de Jesé (Ezechielis. VII, 10) y
la Ciudad de Dios (Psalmus LXXXVI, 3); a la derecha aparecen, en diferente plano, el
Rosal Místico, el Espejo sin mancilla (Sabiduría VII, 26), el Jardín cerrado (Cantar IV,
12), la Torre de David (Cantar IV, 4) y la Estrella de los Mares. Arriba, entre nubes, se
distinguen la Estrella de la mañana, la Escala y Puerta del cielo. La forma de
representación es también original. Este lienzo sirvió, un siglo después, de modelo para
la Inmaculada de Bernardo de Legarda.
Otra Inmaculada de Miguel de Santiago, de procedencia jesuítica, es la que se
encuentra sobre el descanso de la grada del palacio arzobispal. La Virgen de faz
adolescente contempla abismada el cielo. El manto azul se abre ligeramente al aire a la
mitad del talle, mientras la túnica blanca desciende en pliegues hasta recogerse a los pies
que descansan sobre la luna, sostenida a los lados por los bustos de San Ignacio de Loyola
y San Francisco Javier.

Pero la creación típica de Miguel de Santiago es la Inmaculada Eucarística, que


aportó a la Mariología universal una nueva concepción de María Inmaculada con relación
a la Eucaristía. Desde el punto de vista pictórico, la composición se inscribe en un cono
invertido. En la parte superior, con las manos enlazadas y sedentes, figuran las Personas
de la Trinidad. La vista del Padre y del Hijo converge al Espíritu Santo, en cuyo seno
descansa la cabeza de María Inmaculada, cuyo talle vertical se halla sostenido por la luna,
con ángeles que la rodean. La Virgen sin mancilla sostiene con sus manos una custodia
cuyo viril resplandeciente se apoya sobre su corazón. Esta forma original de representar
a la Inmaculada Eucarística responde al saludo popular que aclama a María como Hija
del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo y alaba al Santísimo Sacramento y
María concebida sin pecado original. Dos ejemplares de esta singular representación se
conservan en Quito, una en el Museo de San Francisco y otra, con ligeras variantes, en el
Museo Municipal.
En estas interpretaciones el artista se impuso un problema que lo resolvió en forma
original y bella. Cabe anotar el contraste con Murillo, el pintor español de la Inmaculada,
que una vez hallada una forma de representación, la repitió con insistencia.
En Guápulo tuvo Miguel de Santiago ocasión de tratar con intimida a fray Antonio
Rodríguez, el arquitecto franciscano más destacado y conocido en Quito. En las cuentas
de la Cofradía del Santuario constan las datas de los pagos que se hicieron a Juan Bautista
Menacho y sus colaboradores en la hechura del retablo por orden de fray Antonio
Rodríguez, lo mismo que a Miguel de Santiago por sus pinturas. Esta vinculación de
amistad explica que fuese el pintor tomado en cuenta para las obras de San Francisco. En
la portería franciscana se hallan los retratos hechos por Miguel de Santiago de los
hermanos fray Pedro Pecador y fray Domingo de Brieva. El primero empuña en la diestra
una cruz y contempla a un ángel que le ofrece un vestido. El segundo inclina la cabeza y
ofrece un pan a un pobre tendido a sus plantas. Los dos hermanos eran conocidos como
santos y fueron los héroes de la expedición que realizaron los franciscanos por el río
Amazonas. Fray Domingo fue, además, uno de dos que aprendieron la pintura en el taller
del hermano Hernando de la Cruz.
El trabajo de mayor alcance que se le encomendó en San Francisco fue la pintura de
los cuadros de la Doctrina Cristiana. Tratábase de interpretar en figuras alegóricas,
adecuadamente ordenadas, las verdades del Dogma y la Moral. La Iglesia, desde el
principio, se había servido del arte para facilitar al pueblo la inteligencia de las verdades
religiosas y las prácticas del culto. De este modo la fe inspiraba las obras de arte, y las
obras de arte a su vez educaban el sentimiento religioso del pueblo y se convertían en un
lugar teológico, comprobatorio de la creencia.
Para esta labor docente y estimuladora había aceptado representaciones simbólicas,
que constituían un capítulo especial del arte cristiano. En el tratado de pintura, que
manejaron nuestros artistas, consta un párrafo, destinado a describir los enigmas
simbólicos y las formas de representarlos. Ahí se encuentran las figuras de las virtudes
teologales y cardinales, los continentes y estaciones, los elementos de la naturaleza y los
simbolismos de los vicios.
Para el tiempo de Miguel de Santiago había, pues, un repertorio conocido de la
simbología cristiana.
Mayor esfuerzo demandaba la justificación del ordenamiento de las figuras. A este
respecto se revela la preparación mental de Miguel de Santiago. El principio regulador de
ese orden se hallaba en el prólogo de Santo Tomás de la Primera Secundae de la Suma
Teológica. Ahí decía el Angélico doctor «Los principios de los actos humanos son
internos o externos. Internos, son las disposiciones habituales: virtudes y vicios;
añadiendo a las virtudes los dones y lo que se nombra, según la Escritura,
las Buenaventuranzas y los Frutos. Externamente, los actos humanos tienen por
principio a Dios, por medio de la ley y de la gracia: ley eterna, de la cual se derivan la ley
natural y la ley humana y la divino-positiva; la gracia», que se consigue por los
sacramentos. «Por lo cual, el método más breve y fácil será ocuparnos, al mismo tiempo
y en el mismo tratado, de la virtud, del don que le corresponde, de los vicios que le son
opuestos y de los preceptos afirmativos y negativos que se le relacionan». Santo Tomás
menciona el mandamiento, la virtud, el vicio opuesto, el don y el Sacramento. A estos
elementos del Dogma católico Miguel de Santiago ha añadido la petición del
Padrenuestro y la obra de misericordia.
Son ocho los lienzos de la Doctrina Cristiana. El primero, como introducción,
interpreta la revelación de la ley divino-positiva en el monte Sinaí. Dos ángeles extienden
sus brazos a dos hombres. Del cielo procede el mandamiento de adorar a Dios y de no
tener dioses ajenos, que provoca la invocación del hombre redimido al Padre nuestro
que estás en los cielos.
En los siete cuadros restantes se desarrolla la exposición de la Doctrina. La
ordenación de las figuras simbólicas se dispone en un rectángulo. A los extremos laterales
se han colocado de pie, a la izquierda, la imagen de la virtud y a la derecha, la
representación de un sacramento. Al medio en primer plano se halla la alegoría de un
vicio figurado por un animal; en segundo plano la interpretación de una obra de
misericordia. Delante de la figura de la virtud se encuentra de rodillas y en ademán de
súplica la imagen que formula las Peticiones del Padrenuestro. En la parte superior del
cuadro aparecen dos ángeles que sostienen las tablas en que va inscrito un mandamiento
y sobre la Virtud se halla la figuración del don del Espíritu Santo.
Cada figura simbólica llama la atención de por sí por su representación característica
y tradicional. No obstante repetirse en serie convencional, todas ellas varían en los
detalles pictóricos. Un aire de mística evasión anima a todas. En su conjunto, cada figura
se ordena en función de solidaridad. Mientras las del primer plano se destacan a los ojos
del espectador, las del fondo se insinúan con rasgos indecisos, que se definen mirados a
la distancia. La representación de las obras de misericordia recuerdan las características
de algunos lienzos de Guápulo, en que Miguel de Santiago se adelantó a producir los
efectos del impresionismo.
Últimamente los escritores de Colombia han destacado el valor de dos colecciones
de lienzos, atribuidos a Miguel de Santiago, que se conservan en la iglesia de San
Francisco y en la Catedral de Bogotá.
La primera consta de once cuadros de 1.96 x 1.45, que adornan los muros del
Camarían de la Inmaculada. En serie ordenada desarrollan el saludo popular de:
ALABADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO Y LA VIRGEN MARÍA
CONCEBIDA SIN PECADO ORIGINAL.
La disposición de las figuras se ordena en un rectángulo, al modo de los cuadros de
la Doctrina Cristiana. En el cielo, sostenido por ángeles, aparece sobre pergamino
desenrollado, el fragmento del saludo popular al Santísimo y a la Virgen Inmaculada. En
los seis primeros, que se refieren al Santísimo, se destacan a los lados las figuras erguidas
de dos apóstoles y en el centro se desarrolla una escena simbólica de la Eucaristía. En los
cinco restantes, se hallan a los lados las figuras de las santas más conocidas en la devoción
popular y al medio, una alegoría de la Virgen concebida sin pecado.
La revista Ilustración de los Terciarios Franciscanos de Colombia, en el número de
enero de 1954, reproduce estos lienzos y se atribuye su origen a un canje, establecido
entre Miguel de Santiago y el pintor colombiano Gregorio Vázquez.
Jorge Luis Arango, en la revista Hojas de Cultura Popular Colombiana reprodujo la
serie de lienzos relativos a los artículos del Credo, que se conservan en la Catedral de
Bogotá. La disposición de las figuras en la composición del cuadro guarda evidente
parentesco con los lienzos de la Doctrina Cristiana, que se conservan en el Museo de San
Francisco de Quito.
Según esto, Miguel de Santiago fue el intérprete más aventajado de las verdades
fundamentales del Dogma Católico. El desarrollo del asunto presuponía un conocimiento
profundo de la Teología y un dominio de los recursos expresivos. Se explica así que su
fama trascendiese a las principales ciudades de Hispanoamérica y aúna la Madre Patria.
La Condamine comprobó en Quito los motivos de esa nombradía y dio a conocer a Europa
el mérito del pintor quiteño.
Fuera de estos lienzos, pintados en serie y bajo el compromiso de un cliente, Miguel
de Santiago pintó muchos otros cuadros, que se encuentran dispersos en conventos,
iglesias y colecciones particulares. En el Santuario del Quinche se hallan tres lienzos
relativos al Nacimiento, Presentación y Visitación de la Virgen. Este último es una
interpretación de un grabado que consta en el Evangelicae historiae imagines, etc., del
padre Jerónimo Nadal, editada en Amberes en 1593. En la catedral, detrás del coro se
halla el magnífico lienzo de la Muerte de la Virgen. Cristos de su pincel se conservan en
los conventos del Tejar y de San Diego. En su testamento declaró que había pintado
cuadros para los padres Jesuitas, Dominicos y Mercedarios.
Desde 1656, año en que pintó la colección de lienzos para la galería de San Agustín,
hasta el de su muerte que fue en 1706, transcurrió medio siglo de constante labor pictórica.
La preocupación del arte le absorbió toda la vida. Hay, sin embargo, que tomar en cuenta
una observación de Espejo, sobre la actitud del artista proveniente de la situación social.
Según Espejo, sea por el influjo del clima o por la educación, el hecho es que todo arte
sano profesional era indolente al trabajo y a los alicientes de la economía, necesitando la
intervención extraña para el cumplimiento de todo compromiso. A este respecto escribió
Espejo: «No era indio, ni hacía fiestas eclesiásticas el famoso pintor Gregorito, y éste,
después de tener extrema habilidad y gusto, para la pintura, después de ser buscado y
rogado con la plata a trabajar en su bellísima Arte, se moría de hambre y no vestía sino
andrajos, y era preciso que algún dueño de obra le hiciese violencia, aprisionándole en su
casa, para que tomara con alguna constante uniformidad de aplicación el pincel. Dicen
los viejos, que pasaba lo mismo con el insigne Miguel de Santiago, que fue comparable
con los Ticianos y Miguel Ángel». Nuestro artista, a pesar de todo, aprovechó de su arte
para organizar su economía. En su testamento afirmó que ni él ni su esposa aportaron
nada al matrimonio. Los bienes con que contaba al fallecer eran producto de su exclusivo
trabajo. El solar donde vivía heredó de su madre, pero las mejoras introducidas en la casa
fueron obra propia suya. Además, añadió al solar media cuadra de tierras con cuartos de
vivienda. Asimismo tuvo por herencia materna un solar en la parroquia de San Sebastián,
que lo integró comprando los derechos a los demás herederos. Es quizá un hecho
simbólico la preterición del nombre paterno. Fuera de la obligada mención como su
progenitor, calla su recuerdo, en contraste con el de la madre, cuyo apellido impuso a su
nieto Agustín Ruiz.
Igualmente se debe destacar la mención detallada que hace de las obras de pintura
que formaban el ambiente que respiraba en su casa-taller. «Declaro por mis bienes [...] la
cama cotidiana, que se compone de una cuja pabellón de listado, un colchón, una frezada
y sobrecama, dos sábanas de ruán, cuatro de lienzo, una almohada de Bretaña con funda
de holandilla.- Dos camisas, la una con su calzón.- Dos espadas, la una con concha, ambas
sin daga.- Tres arcabuces. Una rodela de marcha. Un escritorio grande, con su cerradura
y llave. Tres cajas de madera, la una con su llave y la otra sin llave. Dos baúles castellanos,
con sus cerraduras y sin llaves. Una mesa grande, que me costó veinte pesos. Dos
sombreros, uno de castor y otro de vicuña. Una olleta de plata y dos cucharas. Un espejo.
Una docena de países de a dos varas, hechura de España. Dos retratos de a dos varas,
hechuras de España. Otro lienzo de dos varas, pintura de España, hechura de Sierra
Morena. Veinte y cuatro lienzos de a vara: unos en bosquejo y otros originales. Tres
lienzos de a dos varas y media: los dos acabados y el uno en bosquejo. Una docena de
lienzos de tocuyo, de a vara y media: unos en bosquejo y otros por acabar. Tres lienzos:
el uno de vara y tres cuartas, que está acabado; el otro del mismo tamaño, acabado, y el
otro de dos varas en bosquejo. Otro lienzo de dos varas, acabado. Un país de España.
Cuatro lienzos de a dos varas: el uno, en bosquejo y el otro acabado. Otro lienzo de dos
varas y media, emprusiado. Un lienzo viejo, pintura al temple. Cinco varas y media de
ruan para una sábana. Más cuarenta libros, chicos y grandes, de distintos autores, propios
y ajenos: que los que son y a quienes pertenecen, constarán de una memoria que tengo en
mi poder. Es mi voluntad se entreguen a sus dueños, los ajenos y los demás que sobraren
los dejo por mis bienes».
La descripción de los bienes que constan en esta cláusula del testamento pone de
manifiesto la precisión intuitiva del pintor. Desde el 31 de diciembre de 1705 hasta el 5
de enero de 1706 los ojos del artista contemplaban los lienzos, que cubrían las paredes de
su habitación sin que se le escapase ningún detalle significativo. Eran ellos los hijos de
su genio, los que perpetuarían su recuerdo.

Nicolás Javier Goríbar

Al nombre de Miguel de Santiago se vincula el de Nicolás Javier Goríbar, unidos por


la afición al arte y el parentesco. La primera vez que se menciona a Goríbar es el 20 de
setiembre de 1685. En esa fecha su padre don José Valentín Goríbar otorgó su testamento,
declarando que había sido casado con Agustina Martínez Díaz, de la cual tuvo por hijos
al bachiller Miguel de Goríbar, Ángela Javier de Goríbar y Andrés Javier de Goríbar. Al
primogénito le había dado mil pesos al ordenarse de sacerdote; los demás eran menores
de edad y quedaban bajo la tutoría de su madre y el cuidado del Bachiller que fue
nombrado de albacea.
Nicolás Javier debió contraer matrimonio tan pronto como cumplió la edad legal. El
10 de octubre de 1688 estuvo presente, en el Santuario de Guápulo, al bautismo de su
primogénito al que puso el nombre de Francisco de Borja. Hizo de padrino su hermano el
bachiller Miguel de Goríbar y administró el Sacramento su pariente Francisco Martínez.
La esposa de Goríbar se llamaba María Guerra.
Este episodio familiar delata el ambiente de confianza de que gozó Goríbar en el
Santuario de Guápulo. La madre de Miguel de Santiago fue Juana Ruiz y la abuela de
Goríbar se llamaba Mariana Ruiz. Por el apellido Ruiz venía el parentesco entre los dos
artistas. En cuanto al presbítero Francisco Martínez era probablemente hermano de
Agustina Martínez Díaz, madre de Goríbar.
Del tiempo del bautismo de su primogénito data la pintura del lienzo que lleva el
nombre de Goríbar. Fue pintado para ocupar el sitio destinado a un retablo. Esta finalidad
determinó la estructura de la composición, que simula un altar de orden corintio, con una
gran corona por remate. El cruce del entablamento con las columnas determina la
formación de marcos destinados a pinturas. Las dos centrales representan, abajo, la
Virgen del Pilar rodeada de los apóstoles y arriba, el Tránsito de María cercada de ángeles.
Las laterales ofrecen, pintadas de perfil, figuras sedentes en actitud de tocar el órgano.
Las inscripciones son todas de alegre sentido musical. Al pie, en el extremo
izquierdo, se lee Fecit Goríbar y a lado opuesto, Feliciter vivat. Todo en este cuadro es
simbólico: la juventud del artista que sueña con la fama.
Después de treinta años de la firma de este lienzo, aparece nuevamente el nombre de
Goríbar al pie de un grabado, que lo concibió el padre jesuita Juan de Narváez y lo
esculpió el padre Miguel de la Cruz. Representa la provincia jesuítica de Quito, integrada
por sus colegios y misiones, que ofrece al infante Luis, príncipe de Asturias, un acto
académico en que se discute la tesis De Statu Innocentiae.
Finalmente, el 5 de febrero de 1726 Goríbar consignó su nombre, junto con el de su
hijo Francisco, en una petición que hacían los barrios al Cabildo de Quito. Los dos
encabezaban la lista de los peticionarios del barrio de San Roque. Diez años después se
lo encuentra al artista en el Convento de San Francisco, firmando un contrato para renovar
las pinturas del coro y de las celdas altas.
Estos datos sitúan a Goríbar entre el último tercio del siglo XVI y el primer tercio
del XVII. Alcanzó a vivir veinte años de la madurez de Miguel de Santiago y fue su
continuador por más de veinticinco. Al maestro le interesó la interpretación de los
artículos del Credo y las verdades del Dogma Católico. El discípulo representó a los
personajes bíblicos, profetas y reyes de Judá. Los dos fueron la expresión del sentido
religioso del pueblo, sostenido y realzado por la enseñanza de las Universidades de San
Gregorio y Santo Tomás.
Fuera de las referencias a que hemos aludido, Goríbar no acostumbró firmar en sus
cuadros. Esta omisión ha dado lugar a discusiones de carácter técnico y de crítica
histórica. Las dos series que se le atribuyen son los Profetas de la iglesia de la Compañía
y los Reyes de Judá, que se hallan hoy en el Museo de Santo Domingo.
El primero en señalar la paternidad de Goríbar sobre esas colecciones fue el doctor
don Pablo Herrera a mediados del siglo XIX. A él siguieron don José Domingo Cortés en
su Diccionario Bibliográfico Americano, publicado en 1876; el padre Ricardo Cappa; en
sus Estudios Críticos acerca de la dominación española en América, editados en Madrid
en 1895; Francisco Campos en su Galería Biográfica de Hombres Célebres
Ecuatorianos, que vio la luz en Guayaquil en 1885; el padre L. L. San Vicente, quien
escribió en 1898: «Habíase creído que eran obra de Miguel de Santiago; pero se tiene por
más cierto que son de su discípulo Goríbar». Esta tradición escrita la recogieron también
el ilustrísimo señor González Suárez en el tomo séptimo de su Historia General y el
doctor José Gabriel Navarro en sus Contribuciones a la Historia del Arte en el Ecuador.
Paralela a este testimonio literario, se ha conservado la tradición entre los pintores,
cuyo representante principal fue Joaquín Pinto, a quien enseñó la pintura Nicolás Cabrera,
haciéndole copiar los Profetas de Goríbar. En el Museo Jijón y Caamaño se conservan
bocetos antiguos tanto de los Profetas como de los Reyes de Judá.

Frente a esta tradición constante, suscitó una revisión crítica la Señora Teresa López
de Vallarino en 1950. En su vida del hermano Hernando de la Cruz, atribuyó a éste la
paternidad artística de los Profetas de la Compañía, basándose en la afirmación del padre
Morán de Butrón, que decía que todos los cuadros existentes en la Compañía habían sido
pintados por el hermano Hernando.
No fue difícil volver por la tradición. El hermano Hernando murió en 1646. Ahora
bien, data de 1710 la Biblia Sacra, editada en Venecia por Nicolás Pezzana, donde se
encuentran los grabados de que se sirvió el artista para pintar los cuadros de los profetas.
Por otra parte, el grabado, cuya composición hizo Goríbar en 1718 comprueba las
relaciones del artista con la Compañía de Jesús.
En 1957 se publicó en Bogotá la Historia de la Compañía en el Nuevo Reino y Quito,
escrita por el padre Pedro Mercado. Al referirse el autor al hermano de la Cruz le atribuyó
un lienzo que todavía se conserva en la Sacristía. La simple comparación de técnica y
colorido obliga a concluir que los Profetas no pudieron ser pintados por el hermano
Hernando de la Cruz.
Con Goríbar se cierra el cielo de influjo de Miguel de Santiago. Los dos pintores
elevaron su arte a la altura máxima a que llegó el arte pictórico en Hispanoamérica. La
calidad de la tela, la preparación de fondos, la composición de las figuras, la aplicación
de los pigmentos de color, fueron características en los dos pintores quiteños. Después de
ellos el arte del siglo XVIII decayó en técnica, y colorido, como podremos comprobar
más tarde.
Capítulo X

El colegio de San Fernando y la Universidad de Santo Tomás

I.- Los estudios en la Orden Dominicana

El Capítulo Provincial, celebrado en Quito el 30 de abril de 1598, pone ante la vista el


estado de los estudios en la Provincia Dominicana de Quito. En primer lugar, denuncia
que en el Convento de San Pedro Mártir de Quito estaban establecidos un Estudio General
y un Colegio. Para su institución habían precedido las formalidades de ley, o sea, la
petición de los capítulos Provinciales de Lima (1577) y de Quito (1589) y la confirmación
del Padre General, firmada en Bolonia el 24 de octubre de 1591. El Capítulo General,
celebrado en Roma en 1589, había concedido a la Provincia la facultad de tener tres
Maestros en Teología y seis Presentados, de los cuales cuatro debían ser por razón de
enseñanza en el estudio general. El adelanto progresivo en los estudios hizo que el
Capítulo General de 1611 concediese a la Provincia cuatro magisterios y nueve
presentaturas, seis a título de enseñanza y tres por mérito de predicación.
Un Colegio o Estudio General en la Orden era la organización de la enseñanza con
facultad de conferir títulos académicos. El personal dirigente constaba de un Regente, un
Presentado o Vicerregente, un Maestro de Estudios y del cuerpo de Profesores. Ningún
estudiante podía graduarse de Lector, que no hubiese cursado los siete años de enseñanza,
sin interrupción y con provecho comprobado. El lector podía aspirar a la Presentatura con
siete años de profesorado continuo y el Presentado, al Magisterio en Teología con otros
siete años de enseñanza. Por lo visto, la carrera académica presuponía un valor auténtico
en el graduado, que no era para todos los estudiantes ni sacerdotes.

Las materias de enseñanza eran principalmente la Lógica, la Metafísica y en general


la Filosofía para los tres primeros años y la Suma Teológica de Santo Tomás para los
cuatro restantes. Se estudiaban, además, la Sagrada Escritura, el Derecho Canónico y la
Historia Eclesiástica; pero no constituían parte esencial del plan de estudios.
Al Estudio General o Colegio de San Pedro Mártir de Quito concurrían
obligatoriamente los estudiantes de la Orden, pero acudían también algunos clérigos y
estudiantes seglares.
En 1604 el padre Alonso Muñoz, prior de Quito, hizo una información juramentada
sobre los estudios que se hacían en el Convento. Declararon doce testigos de los más
calificados, como el Deán y Chantre de la Catedral, el Escribano de la Audiencia y los
Regidores de la Ciudad. Citaremos tan sólo un testimonio, para colegir la verdad en que
todos convinieron. Don Álvaro de Cevallos, Registrador de la Real Audiencia, de más de
sesenta años de edad, expresó lo siguiente: «A visto este testigo que el dicho convento de
Santo Domingo de esta ciudad, de mucho tiempo a esta parte y de tanto que este testigo
no se sabe acordar con haber treinta y cinco años que reside en esta ciudad, se lee y enseña
en él la Sagrada Teología y Artes y Gramática y la lengua general del Inga, así a los
religiosos de la Orden como a los hijos de vecinos de esta ciudad y Provincia y a todo
género de personas y naturales que lo quieren de ver y oír las dichas facultades, teniendo
para ello siempre las puertas abiertas de las escuelas y en esto tiene el dicho convento
ocupados religiosos muy doctos, graves y de letras, sirviendo en ello a Dios nuestro Señor
y a su Majestad y a esta República, dando mucho ejemplo y estudio a todos los que
quieren, aprovechar de su buena doctrina y letras».
En el mismo Capítulo Provincial de 1598 se asignaron religiosos a los conventos de
Laja y de Cuenca, con el destino concreto de enseñar Gramática, Artes y Latinidad a los
niños que concurrían a las escuelas. De la eficiencia de estos profesores hay testimonio
documental en las probanzas que se hicieron en 1605 acerca de las actividades que
realizaban los padres en los Conventos sobredichos.
El padre general fray Nicolás Rodulfi ordenó el 28 de diciembre de 1631 que, como
complemento de los estudios de latín y artes que se daban, se nombrasen también lectores
de Teología Moral en los conventos de Loja, Guayaquil y Pasto. Y el Capítulo General
de 1647 mandó que en el Convento de Popayán se establecieran lecciones de Filosofía y
Teología Moral.
Asimismo todos los Capítulos Provinciales insisten en recordar, a los lectores de
Teología, Filosofía y Gramática, la obligación de tener las conclusiones sabatinas
mensuales y generales, así como las conferencias acostumbradas en los Estudios
Generales. De hecho no podían ascender a grados, sin antes haber comprobado el
cumplimiento de estas obligaciones académicas
Rodríguez de Ocampo, ajeno a la Orden, escribía de ella en 1650: «Tiene este
Provincia muchos religiosos criollos y otros castellanos, muy doctos, graduados de
Presentados, Maestros y Lectores de las Cátedras de Teología y Artes, que han cursado,
grandes Predicadores del Santo Evangelio, con que se autoriza lo espiritual y temporal de
esta sagrada Religión, imitando a los antecesores suyos, que tan bien supieron servir a la
Divina Majestad, acudiendo al honor de su profesión y regla, que fueron muchos y por
mí conocidos. [...] Leíase asimismo en Cátedra la lengua general del Inca, que está
reducida a arte, para que los clérigos y frailes que no la sabían la aprendiesen, como cosa
tan necesaria a la doctrina y predicación evangélica que se enseña a los indios de esta
provincia».

II.- Los Dominicos aspiran a fundar Universidad en Quito

En Quito había desde el siglo XVI, una aspiración legítima por los grados
universitarios. El Cabildo, en sesión del 31 de agosto de 1576, acordó conferir poder al
padre dominico Hernando Téllez para que pidiese al Rey fuese servido «de hacer merced
a esta ciudad el que en ella se asiente y haga Universidad para que en ella se lean todas
ciencias y facultades, atento a la comunidad y buen aparejo que hay y necesidad».
Sin efecto este primer intento, el padre Pedro Bedón escribió por cuenta propia al
Rey el 10 de marzo de 1598. Con experiencia personal que había adquirido en Lima y
Bogotá, razonó su petición, exponiendo los motivos que reclamaban el establecimiento
de Universidad en Quito. Había en la provincia sujetos excelentes que se privaban de
adquirir grados por la enorme distancia en que se hallaban las universidades de Lima y
Bogotá. Quito gozaba de un clima favorable a los estudios y de fácil provisión de
alimentos. El padre Bedón aducía su experiencia de trece años de Catedrático en Quito y
cuatro en Bogotá, donde había formado muchos discípulos que trabajaban ya en el
apostolado.
El florecimiento de los estudios en el Colegio de San Pedro Mártir de Quito reafirmó
en el criterio de profesores y alumnos el anhelo de coronar la carrera con grados
universitarios. El Capítulo Provincial de 1624, celebrado en el Convento de la Recoleta,
nombró por Definidor para el próximo Capítulo General y Procurador ante las cortes de
Madrid y Roma, al padre Raimundo Hurtado. Además de las recomendaciones como
Definidor, llevaba, como Procurador, la comisión expresa de conseguir para el Colegio
Dominicano de Quito la facultad de conferir títulos universitarios. No fue precisamente
el padre Hurtado, sino el padre José Ferrer, quien consiguió interesar al Rey sobre el
asunto de la Universidad. En efecto, con fecha 24 de agosto de 1626, el Monarca despachó
una cédula, tanto al Virrey de Lima, como al Presidente de la Audiencia de Quito,
pidiéndoles que informasen sobre el particular. En ese documento declaraba el Rey que
el Papa, a instancias de Felipe III por pedimento de las Órdenes de Santo Domingo y la
Compañía de Jesús, había extendido un Breve, por el que facultaba que los estudiantes
que cursasen las facultades de artes y Teología en los Estudios Generales, que dichas
religiones tenían en Chile, Nuevo Reino y Filipinas, pudiesen ser graduados de
Bachilleres, Licenciados, Maestros y Doctores en dichas facultades. El padre Ferrer, a
nombre de la Provincia, pedía, pues, que la facultad de conferir grados se concediese al
Colegio y Estudio General de San Pedro Mártir de Quito.
No dio resultado favorable esta solicitud oficial. El Colegio contaba con número
suficiente de maestros y alumnos, pero no con rentas que garantizasen la organización de
Universidad. Además la Compañía de Jesús había obtenido, el 2 de febrero de 1622, el
pase regio al Breve de Gregorio XV In super eminenti del 8 de agosto de 1621, en que se
concedía a los Colegios de América y Filipinas la facultad de conferir los grados
académicos. El padre Florián de Ayerve presentó ante la Audiencia de Quito los
documentos pontificio y regio y estableció la Universidad de San Gregorio.
El proyecto de Universidad quedó diferido, pero no deshecho. Con el objeto de
preparar su realización, el Capítulo General de 1656 mandó a la Provincia construir un
edificio aparte para un Colegio especial, destinado a doce estudiantes teólogos, a modo
de los colegios establecidos en España y que últimamente se había fundado en Lima.
Debían estudiar en él tan sólo los estudiantes más aprovechados, que podían obtener plaza
por concurso formal entre sus compañeros de la Provincia.
El padre general fray Juan Bautista Marinis insistió, en 1662, en la Ordenación del
Capítulo General y para obligar su cumplimiento mandó organizar estudios generales con
esta nueva modalidad en los Conventos de Quito y de Pasto, nombrando de hecho
Regentes respectivamente a los Padres Francisco de la Torre y Cristóbal Villafuerte.
Determinó que las cátedras de estos estudios las obtuviesen los lectores por rigurosa
oposición llevada a cabo en el Convento de Quito por un día natural, sobre tesis señaladas
por el Padre Provincial, el Regente y el Maestro más autorizado del Convento y ante un
tribunal compuesto por el mismo Provincial, el Prior del Convento y los maestros
presentes en Quito.

III.- Proceso de la fundación del Colegio de San Fernando y Universidad de Santo


Tomás

Rehabilitado el Colegio de San Pedro Mártir con las medidas eficaces tomadas por
el reverendísimo padre de Marinis, la Provincia pudo dar los pasos legales para realizar
el soñado proyecto de Universidad. Efectivamente, el Capítulo Provincial, reunido en
Quito en setiembre de 1676, acordó llevar a cabo la fundación de un Colegio para seglares
y de una Universidad oficial. Con este fin nombró para Definidor al próximo Capítulo
General y Procurador en las Cortes de Madrid y Roma al Padre Ignacio de Quezada. El
padre Quezada, durante el mes de junio de 1677, consiguió recomendaciones a favor del
proyecto, de parte de la Audiencia, del Obispo, de los Cabildos secular y eclesiástico, de
la Provincia Dominicana y del Obispo de Popayán. Para prevenir la objeción de que había
ya Universidad en Quito, todos convinieron en afirmar que el Colegio de San Luis y la
Universidad de San Gregorio, tanto por el local como por el número de alumnos, no
bastaban a satisfacer las aspiraciones de muchos estudiantes que optaban por los grados
académicos. Además, la justa emulación de dos institutos superiores provocaría el mayor
adelanto en los estudios. Asimismo, la enseñanza obligatoria de Santo Tomás daría un
respaldo doctrinal y seguro a los aspirantes al sacerdocio como también a los seglares.
Todo esto sería sin menoscabo del fisco, puesto que los Dominicos se comprometían a
sufragar los gastos por su exclusiva cuenta.
Provisto de abundante documentación, el padre Quezada viajó a España, donde llegó
a mediados de 1679. Sin pérdida de tiempo, representó sus credenciales y oficios a la
Corte. En el Consejo de Indias se formó opinión favorable al proyecto; pero se exigió la
justificación documentada de las rentas con que iba a contar el nuevo Colegio por
fundarse. En consecuencia, el 23 de marzo de 1680, expidió el Rey una cédula en que
ordenaba al Presidente de la Audiencia y al Obispo que, de acuerdo con el Provincial,
informasen acerca de los fondos económicos de la nueva fundación, de las cátedras que
se habían de dictar, del personal dirigente y del local de funcionamiento.

Entretanto había transcurrido el cuatrienio del Provincialato del padre Jerónimo de


Cevallos. En este tiempo habían sucedido en Quito algunos hechos, cuya trascendencia
se trató de inmiscuir con la causa del Colegio y Universidad. El padre Quezada tuvo que
intervenir, como Procurador en la Corte, a ventilar el asunto relacionado con el despojo
de las Monjas de Santa Catalina, de las Misiones de Canelos y de la exención del pago de
diezmos por parte de los indios. En estos sucesos tuvieron que intervenir el Obispo de
Quito y su cabildo, lo cual explica el sesgo que tomó el negocio del Colegio. Al nuevo
provincial fray Antonio de Olavarri, que había sucedido al padre Cevallos tocó intervenir
en la información reclamada por el Consejo de Indias. Efectivamente; el 5 de setiembre
de 1681, el nuevo Provincial, de acuerdo con la Audiencia, convocó su Consejo y previa
autorización del Padre General, destinó para funcionamiento del Colegio una casa, tasada
en catorce mil pesos, que la Orden poseía junto al Convento en la esquina de la plaza,
comprometiéndose a integrar el edificio con la compra de las casas contiguas y adecuar
el existente según los planos de un técnico arquitecto. Asimismo, el Convento de San
Pedro Mártir, después de asegurar sus rentas propias, hizo la donación de la hacienda de
Tocache para congrua del Rector y Catedráticos y de las tiendas de los portales del
Colegio para sustento de los Catedráticos religiosos. No intervino en esta información el
Obispo, quien al contrario presentó un informe adverso, sin reparar en la contradicción
en que incurría con la recomendación que dio anteriormente.
El padre Quezada, mientras se tramitaba la información pedida a Quito, había viajado
a Roma y conseguido del papa Inocencio Undécimo una Bula ejecutorial que facultaba al
Colegio de San Fernando fundar una Universidad de Santo Tomás, en que se concediesen
grados tanto en las ciencias que se pretendían entonces erigir como en las que se erigirían
en lo futuro. Vuelto de Roma el padre Quezada se presentó a la Corte de Madrid, en
compañía del padre Jerónimo de Cevallos, que había ido de Quito con poderes para
intervenir en el negocio del Colegio. La actividad de los dos Procuradores consiguió, al
fin, del Rey, primero, una Cédula de 10 de marzo de 1683, en que autorizaba la fundación
del Colegio de San Fernando bajo el Real Patronazgo y, segundo, el decreto de pase real
a la Bula Pontificia, de 26 de junio del mismo año.

Estos documentos favorables llegaron a Quito a la sazón, en que se esperaba la


celebración del nuevo Capítulo Provincial. Juzgaron los padres conveniente aplazar la
tramitación en la Audiencia hasta conocer el resultado de la elección. Salió electo
Provincial el padre maestro fray Bartolomé García, religioso de prestigio y de los más
interesados en la fundación del Colegio y Universidad. El primer acto del muevo
Provincial fue presentar a la Audiencia la Cédula del Rey que autorizaba el
establecimiento del Colegio, consiguiendo un auto favorable a su cumplimiento.
Pero entonces surgió lo previsto. La Compañía interpuso recurso contra el Auto de
la Audiencia impugnando su validez, por cuanto el Colegio de San Fernando no contaba
de hecho con rentas suficientes, aunque se las habían garantizado. El Fiscal rechazó la
demanda y declaró que no había lugar a pleito. En este conflicto se trató de nombrar un
Conjuez, pero nadie quiso aceptar este cargo oneroso ni en Quito ni en Lima. Como
resultado se aplazó una vez más la fundación dominicana.
En este negocio era evidentemente favorable el Presidente de la Audiencia don Lope
Antonio de Munive. Pero frente a él se hallaba la oposición del Obispo de la Peña y
Montenegro, que se había hecho a la parte de la Compañía.
Entretanto que se dilataba la instalación del Colegio, el padre García emprendió la
reconstrucción total del edificio, adecuándolo para Colegio y Universidad. Para el efecto,
compró en ocho mil pesos las casas contiguas, que eran de don Manuel Ponce Castillejo,
sobre lo cual se levantó también pleito con el objeto de estorbar la fundación dominicana.
Además de la construcción del edificio, el dinámico y generoso Provincial logró asegurar
la dotación de veinte y cuatro mil pesos para tres cátedras de Cánones. De éste los diez
mil ofreció el mismo padre García de su legítima, once mil donó el padre Miguel Quintero
y tres mil el padre Francisco de Ovando. Con este nuevo aporte el Provincial pidió a la
Audiencia informes sobre la seguridad de rentas para establecer la cátedra de Cánones,
regentada por profesores seglares y para estudiantes también seglares, que se preparasen
en jurisprudencia.

IV.- Instalación del Colegio

El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, que recomendó la fundación del


Colegio en 1677 y se opuso a que se llevara a cabo en 1683, había entrado a un estado de
senilidad que obligó al Rey a darle un Gobernador auxiliar en el Obispado. La muerte,
sin embargo, acaecida el 12 de mayo de 1687, facilitó a su sucesor el gobierno directo de
la diócesis. El ilustrísimo señor don Sancho de Andrade y Figueroa halló a su llegada a
Quito, una Cédula Real del 21 de setiembre de 1685 en que se le ordenaba dar posesión
a la Orden Dominicana de la Universidad de Santo Tomás, siempre que exhibiese el Breve
Pontificio, que autorizaba conceder grados, al igual que las Universidades de México y
de Lima.
Ante el impase que se había producido, el ilustrísimo Prelado discurrió un medio
transaccional y fue que las dos partes firmasen un convenio, señalando cada una sus
aspiraciones y derechos. Documento de Concordia se llamó al que firmaron el 20 de
agosto de 1688, por parte de los dominicos, el provincial fray Bartolomé García y el
procurador fray Antonio Coronel, y por parte de los jesuitas, los padres Juan Martínez
Rubio, Viceprovincial; y Rector del Colegio de los Jesuitas, y Pedro de la Rúa, Rector del
Colegio Seminario. El Obispo celebró el caso en carta que escribió al Rey el 26 del mismo
mes. «Habiendo yo llegado a esta ciudad he inquirido la discordia y pleitos que tenían
con mucho desconsuelo mío y de los vecinos de ella, me fue preciso interponerme
procurando la paz entre tan sagradas y santas Religiones y, ayudándome la divina
Providencia, he conseguido mis deseos, amistándolos con general aplauso y consuelo de
esta República y se convinieron con algunas capitulaciones, cuya decisión queda
reservada a la comprensión de Vuestra Majestad».

Las cláusulas de la Concordia revelan claramente los motivos de la oposición: 1) La


Compañía retira la oposición que hacía al establecimiento del Colegio de San Fernando,
con las siguientes condiciones: 2) El Colegio de San Fernando no había de tener el título
de Real ni usar los Colegiales las divisas de las reales armas; 3) En todos los actos y
concurrencias había de preceder el Colegio Seminario de San Luis al de San Fernando;
excepto cuando uno de ellos fuese invitado por el otro, que en este caso se daría la
precedencia al invitado; 4) Cada uno de los Colegios conferiría grados sólo a sus propios
estudiantes; 5) Los graduados en cada Colegio no podrían incorporarse en el otro; 6) Los
alumnos de los dos Colegios, para graduarse, debían cursar tres años de Filosofía y cuatro
de Teología; 7) Los dos Colegios alternarían en los argumentos de las conclusiones
públicas; y 8) La Religión de Predicadores no había de usar de privilegio alguno en
perjuicio de los privilegios de la Compañía, tocante a los grados.
La firma del documento de concordia no fue un acto espontáneo de parte de la
Provincia Dominicana. Dos meses antes de su inscripción, el padre García, acompañado
de su Procurador, se presentó ante el escribano Juan de la Cruz Fernández y protestó «que
el consentir al parecer en la concordia y otorgar la escritura es contra su voluntad y no
con ánimo de perjudicar a su Religión y Colegio, ni con ánimo de coartar a su Rey y
Señor la voluntad: si sólo por obviar los inconvenientes presentes; sobre que hacen una,
dos y tres protestas y exclamaciones y las demás que el derecho permite ahora y para
cuando se otorgue la dicha escritura de concordia, todo lo cual así declararon, otorgaron
y firmaron».

El 28 de junio de 1688 se verificó la toma de posesión del Colegio. Vale la pena


conocer el acto por un testimonio contemporáneo. «Fue el día más plausible y regocijado,
que en muchos años ha logrado la ciudad de Quito, solemnizándose este gravísimo acto,
con asistencia de la Real Audiencia, la del Reverendo Obispo y la de ambos Cabildos, la
de los Padres Provinciales y Prelados de las Religiones sagradas, que todas se convocaron
juntas en un salón del Colegio y estando todos juntos y congregados de orden de la Real
Audiencia, se puso en pie don Manuel Inclán, Alguacil Mayor de Corte, asistido del
Secretario de Cámara, don Alonso Sánchez Maldonado y llevó consigo al padre
provincial maestro fray Bartolomé García y al Padre Rector nombrado fray Gabriel
Lozano y dio vuelta a todo lo interior del Colegio, ejecutando todas las ceremonias que
dispone el derecho en semejantes actos, abriendo y cerrando puertas, tocando la campana
de Comunidad, en señal de la posesión que aprehendía sin contradicción alguna.
Ejecutados estos actos se volvieron juntos al mismo salón y en él subió a la cátedra, que
estaba prevenida, el dicho Padre Rector e hizo una oración literaria en hacimiento de
gracias como pedía tan grave concurso, duró media hora y luego que se acabó, parecieron
veintiún niños, hijos de la primera nobleza de aquella ciudad y reino, pidiendo las becas
de colegiales y fueron admitidos por el Reverendo Obispo, que por honrar este acto, gustó
de vestirlos por sus manos de colegiales, poniéndoles las ropas negras y las becas blancas
con el escudo de la religión grabada por la parte siniestra, con bonetes y guantes, con que
se dio fin a este tan solemne acto. Y luego incontinenti fue el primer cuidado del Padre
Rector conducir sus colegiales a la Capilla del Rosario y ofrecerlos a la Virgen Santísima,
poniendo colegiales y Colegio a la protección de esta Soberana Emperatriz de cielos y
tierra y rezando con devoción tierna a coros su santísimo Rosario, que este fue el premio
con que se dio el primer paso al empleo de las letras en aquel nuevo vergel de sabiduría.
No es explicable el júbilo y alegría en toda aquella populosa y nobilísima ciudad,
repitiéndose plácemes entre sí sus nobles vecinos, por ver ejecutada tan deseada
fundación. Fue tan grande el concurso de gente de todos estados, que siendo la plazuela
de Santo Domingo bien espaciosa, aún faltaba sitio para el gentío, estando bien llenas las
calles que guían a dicha plazuela: o este mismo tiempo se repicaron las campanas de la
ciudad con un alborozo universal, continuándose esta célebre demostración hasta que
cerró la noche y esta se continuó con vistosas luminarias en toda la ciudad, que fue una
conmoción grande y universal a estas demostraciones del pueblo. En la plazuela del nuevo
Colegio se añadió al regocijo de las luminarias el de varios fuegos artificiales, dispuestos
con el primor que se deja entender en una ciudad tan abundante de pólvora y de maestros
insignes en el artificio de los fuegos. Los dos días siguientes quiso regocijar la ciudad con
corrida de toros en la misma plazuela, asistiendo a ellos la Real Audiencia, los Cabildos
y toda la nobleza en los corredores altos del nuevo Colegio que salen a la plazuela.
Manifestó su gratitud y liberalidad el Real Colegio, regalando a los majestuosos y nobles
Tribunales y al Colegio Seminario con abundancia, de bebidas y diversas colaciones de
dulces, en que gastó gustoso más de mil pesos el Padre Provincial en nombre del
Colegio».
«Pasados seis días, después del día de la posesión, dispuso el Padre Provincial una
obra muy hija de su religioso celo, y fue poner una Escuela debajo de los portales del
Colegio Real, para que en ella se enseñase a toda suerte de niños, pobres y ricos, a leer y
escribir y la Doctrina Cristiana de balde, poniendo por maestro de ellos a un Religioso
cuidadoso; con tal aplicación, que antes de seis meses estaba poblada la escuela de más
de trescientos niños y al presente pasan de cuatrocientos instruidos por dicho religioso en
la devoción del Santísimo Rosario y en otros ejercicios de virtud, con grande bien y
consuelo de toda aquella República. Y para que a todos conste que en dicha escuela se
reciben de caridad y por el amor de Dios, tiene sobre la puerta con letras grandes un
letrero que dice: Esta es la Escuela de la Caridad».

V.- Biblioteca y enseres del Colegio

El padre Quezada, desde Roma y Madrid, seguía los pasos que iba dando en Quito
la fundación del Colegio. Su espíritu magnánimo abarcaba la totalidad de la organización.
Con el fin de dotar al Instituto de libros de consulta y de menaje adecuado, recorrió las
librerías de mayor prestigio en la Península y adquirió los mejores libros de Teología,
Filosofía y Derecho; al mismo tiempo que compró cuadros de valor artístico e imágenes
y objetos de culto. Para prevenir objeciones de aspecto legal, consiguió que el mismo
padre general fray Antonino Cloche, pusiese su firma en la lista de las cosas que enviaba
con destino al Colegio de San Fernando.
Sin comentario transcribimos a continuación el inventario que con la firma antedicha
se presentó al Consejo de Indias.
El maestro fray Ignacio de Quesada mi Compañero
Definidor y Procurador de las Provincias de Quito y Nuevo
Reino, Provincial de Santa Cruz de las Indias, me consta tiene
prevenido para nuestro Real Colegio de San Fernando de Quito
lo siguiente:
Primeramente tiene una librería que está ya en el Puerto
de Cádiz que se compone de tres mil y quinientos cuerpos de
libros, poco más o menos, que tienen de costo ocho mil pesos.
Más otra librería de quinientos cuerpos de libros poco más
o menos para la Celda Rectoral, o para la del Regente, todos
libros selectos y muy importantes; estos cuestan mil pesos más
o menos con muchos duplicados para el Convento de Quito.
Tiene muy cerca de trescientos cuadros entre grandes y
pequeños para adorno del Colegio y su Iglesia y Sacristía, en
que se incluyen cuarenta y dos cuadros grandes pintados al
través de la vida de Santo Thomás para el claustro principal de
la Universidad y Real Colegio. Se aprecian en cuatro mil pesos
más o menos, todas pinturas de estimación dentro de Roma.
Un cuadro grande de altar de Santo Tomás, cuando los
ángeles le ciñeron con el cíngulo de pureza, pintura de Carlos
Maraso, y de lo mejor que ha pintado: tiene de costo
trescientos pesos.

En la ciudad de Sevilla tiene dos estatuas, una del Santo Rey y otro de Santo Tomás;
aseguran ser muy perfectas, cuestan trescientos pesos.
Para la dicha estatua de Santo Tomás tiene dos hábitos, uno de recamo sobre raso
con su capa de terciopelo negro y otro de brocado fino blanco: costarían trescientos y
cincuenta pesos.
Para la Iglesia y Sacristía lleva una partida de láminas y entre ellas algunas muy
preciosas que valdrán quinientos pesos. Para cada uno de los Generales de los estudios
lleva los doctores de la Iglesia y la efigie verdadera de Santo Tomás.
Lleva Bula de su Santidad para fundar la milicia angélica del cíngulo de Santo
Tomás: lleva una lámina grande para tirar estampas de Santo Tomás y un libro nuevo que
ha hecho imprimir de las Constituciones de la confraternidad y ejemplos de la pureza.
[...]
Varios pedazos de tela rica para casullas con dos cálices con sus platillos y vinajeras
labradas en esta corte de mucho arte.
Cuatro niños grandes de Nápoles, dos de Luca, otros dos dormidos, estos son de
marfil.
Más dos hechuras de Cristo Crucificado de Marfil, de más de una vara sin la cruz
con sus martes a los pies, preciados de toda estimación.
Más seis crucifijos de bronce dorado con cruces de ébano para Colegio y Convento.
[...]
Más para adornar la fachada del Real Colegio al tiempo
de la procesión del Santísimo colchas de Mesina, otras de
tafetán doble y muy rico, países de varios géneros y
perspectivas y fruteros, todo muy selecto.

[...]
Esto es lo que con licencia mía y de mi antecesor,
confirmada por Su Santidad, tiene prevenido mi compañero
para mayor ornato del Colegio y culto divino, no habiendo
ofrecido la religión y obligándose a este gasto y a los demás
que allá se han hecho, como constará distintamente a vuestra
Majestad por los autos y testimonios.
Esta constancia lleva por fecha el 29 de mayo de 1689 y
la firma del General de la Orden.

Este fondo de libros, con la anotación del lugar que ocupaban en la Biblioteca del
Colegio de San Fernando, se halla en la actualidad en la Biblioteca del Convento de Quito.
Asimismo, algunos de los objetos enumerados en este inventario se conservan hoy en el
Museo Dominicano del Convento Máximo.

VI.- Organización de los estudios

El edificio del Colegio resultó un centro de estudios perfectamente organizado. En


el pasaje que daba a la plaza estaba instalada la Escuela de la Caridad para enseñanza
primaria que era gratuita. En los claustros interiores, altos y bajos, funcionaban el curso
de Humanidades con las cátedras de Gramática, Retórica y Humanidades; el curso de
Filosofía; con las cátedras de artes y de los diversos tratados de la Filosofía Escolástica y
el Curso de Teología que comprendía las cátedras de Dogma y Moral, a las que se añadían
las cátedras de Derecho Canónico, Derecho Civil, Medicina y Sagrada Escritura. Las
cátedras de Filosofía y Teología las dictaban los religiosos graduados del Convento
Máximo: las de Cánones, Leyes y Medicina estaban regentados por sacerdotes y seglares.
Para la renta de la Facultad de Jurisprudencia se había situado la cantidad de veinte
y cuatro mil pesos donados por los padres Bartolomé García, Miguel Quintero y Francisco
de Ovando. Este capital rendía el rédito de mil doscientos pesos que se distribuían, los
quinientos al catedrático de Prima de Cánones, cuatrocientos al de Vísperas y trescientos
al de Instituto.
El alférez Pedro de Aguayo había hecho la donación de seis mil pesos de principal,
que rendían trescientos de réditos dedicados al Catedrático de Medicina.
Fuera de estas asignaciones tanto el Convento de Quito como religiosos particulares
habían donado sus bienes para asegurar las rentas del profesorado. El convento asignó las
haciendas de Tocache, ganadera y de pansembrar y la del valle de Chillo, triguera y con
una buena casa de recreo y vacaciones. Fray Melchor de San Vicente hizo donación al
Colegio de una hacienda sobre el río Pisque. Era de cañaverales con ingenio de azúcar,
huertos frutales y viñedos y tierras de desmonte con crías de animales. El padre Bartolomé
García destinó a su querido Colegio una hacienda en Nono cerca de las Caleras que poseía
el Convento. Se hizo, además, corriente, que los religiosos, al renunciar su derecho antes
de la profesión, aplicasen sus legítimas al Colegio de San Fernando.
Con razón y con aire de noble dignidad pudo dirigirse al rey el padre Quezada
exponiéndole lo que sigue: «Representa a la Católica piedad de Vuestra Majestad que
este Colegio tan costoso, le ha puesto gustosa la Religión debajo de vuestro Real
Patronato, y Vuestra Majestad se ha servido de aceptarlo por la Cédula de fundación:
siendo al presente de Vuestro Real Patronazgo, no sólo en el nombre y título, más también
en el ejercicio, quedando sujeto dicho Real Colegio en todo a las reglas de dicho vuestra
Real Patronato, hasta en las visitas del Vice patrón, en la elección de Rector y en la
Provisión de todas sus Cátedras, sin que a vuestros Haberes Reales y Real Patrimonio se
haya causado el menor gasto, en la fundación de dicho Real Colegio y su Universidad».

Los Estatutos del Colegio fueron redactados por el Presidente de la Audiencia don
Lope Antonio de Munive y el padre Bartolomé García, de acuerdo con las Constituciones
de los Colegios de España y del Colegio Mayor de Santa Fe de Bogotá. Aprobados en el
Consejo de Indias se los dio a la luz pública en Madrid el año de 1694.
De ellos entresacamos el horario de las clases:
A las 4 a.
Despertada y provisión de luz.
m.
A las 6 Misa en la Capilla del Colegio.
A las 6½ Desayuno.
De 7 a 8 Cátedras de Prima de Teología Escolástica y de Prima de Cánones.
Cátedra de Sagrada Escritura, Cátedra de Instituta (seglar), Cátedra de
De 9 a 10
Código (seglar) y Cátedra de Filosofía Natural.
De 10 a
Artes, Tratados de Generatione et Corruptione.
11
A las
Almuerzo, luego recreo.
12 m.
De 2 a Cátedra de Vísperas de Teología Escolástica y Cátedra de Vísperas de
3 p. m. Cánones (seglar).
De 3 a 4 Cátedra de Vísperas de Leyes (seglar) y lengua General del Inga.
A las 5 Refacción y Recreo.
A las 5½ Rosario Coral.
Después, Conferencia, merienda, y recogimiento a las celdas.
Por lo que mira a certificados de estudio, decía la Constitución LVII: «Declaramos
y ordenamos que para dar las certificaciones de haber acabado sus estudios, cada
estudiante ha de haber oído tres años enteros el curso de Artes, conviene a saber, Súmulas,
Lógica, Física, de Anima, deGeneratione et Corruptione y Metafísica. En cuanto a
Teología ha de haber cursado los cuatro años enteros de Teología, las cuatro cátedras
arriba mencionadas y habiéndose justificado lo referido se le dará certificación con firma
de los catedráticos y sellos del Colegio, y se pondrá un tanto de dicha certificación en
registro y un libro que se ha de tener para este efecto. Y en cuanto a los estudiantes a las
Cátedras de Cánones, Leyes y Medicina, respectivamente se observará la misma
diligencia. Y en cuanto al tiempo y cursos que ha de ganar para obtener los grados en su
facultad, se ha de observar lo mismo que en las Universidades de Lima y Méjico».

El resultado del primer trienio de funcionamiento del Colegio conoció el padre Quezada
antes de salir de España. Sobre bases de los informes recibidos desde Quito pudo exponer
al Rey. «En cuanto a lo formal de los estudios, tenía el Colegio hasta febrero de 91
cuarenta colegiales, de la primera y más calificada nobleza de la ciudad, y de las demás
del Reino, y de los Obispados de Panamá y Popayán muy aplicados y aprovechados en
los Estudios; de modo que el año de 90, se tuvieron cinco conclusiones generales, las
primeras dedicadas a la Santísima Trinidad, como a principio de todas las cosas. Las
segundas dedicadas a la Reina de los Ángeles María Santísima del Rosario, como especial
Madre, Abogada y Protectora de la Religión de Predicadores y del dicho Real Colegio.
Después de las dos Majestades del Cielo, las terceras se dedicaron a Vuestra Majestad
como a su Rey, Señor Natural, Monarcha y especial Patrono y Dueño del Real Colegio
de San Fernando. Fue día tan célebre este para la Religión de Predicadores, como el día
de la posesión, concurriendo a las referidas conclusiones -como era debido- todos los
Tribunales y Religiones Sagradas, en que el sustentante desempeñó a la Religión, de
forma que causó admiración, según refieren religiosos de mucha autoridad que se hallaron
presentes y están en estas partes y un Ministro el más antiguo de la Real Audiencia de
Quito, que de presente está en la Corte, acredita lo referido, la respuesta del Fiscal de
Quito, sobre la pretensión de las cátedras de ambos Derechos, que está en los autos. El
mismo año de 90, día de San Agustín, se graduaron en Artes 17 colegiales y este día fue
muy igual en los regocijos, aplausos y concursos de la posesión. Tiene también el Colegio,
además de los Colegiales, más de 100 estudiantes de Gramática, que esperaban a que se
comenzase el segundo curso de Artes, por el mes de setiembre de 91 y los del curso
antecedente pasaron a cursar Sagrada Teología, habiendo salido grandemente
aprovechados en las Artes».

VII.- Los fundadores del Colegio y Universidad

Antes de proseguir el relato de las actividades del Colegio y Universidad en el siglo


XVIII, es preciso que destaquemos las figuras de los que fueron protagonistas en la
fundación de un nuevo centro de cultura. El éxito social de su establecimiento demostró
que satisfacía una necesidad del ambiente. Los quiteños que aspiraban a una cultura
superior, coronada con grados académicos, podían ciertamente graduarse en Filosofía y
Teología en la Universidad de San Gregorio. La Universidad de Santo Tomás no sólo
facilitaba la adquisición de esos mismos grados, sino se insistía en que la enseñanza sería,
según la doctrina de Santo Tomás como se estilaba en las Universidades dirigidas por
dominicos en España y América. Además se creaban las facultades nuevas de Derecho
Canónico y Civil y de Medicina que se echaban de menos en el ambiente y que eran una
exigencia social y de cultura. La Orden Dominicana empeñó sus haberes para salir avante
en su proyecto. Los veinte largos años que hubo de luchar hasta conseguir su ideal
exigieron un esfuerzo titánico de los protagonistas de la obra, los padres Ignacio de
Quezada y Bartolomé García.
El nombramiento del padre Quezada como Procurador en las Cortes fue el mejor
acierto del Capítulo Provincial de 1676. En la Provincia había dado muestras de su gran
capacidad en los oficios que le había impuesto la obediencia. En la carrera de estudios
ascendió de Lector a Maestro en Teología, justificando sus años de enseñanza.
Simultáneamente desempeñó el cargo de Prior en el Convento Máximo y el de Popayán.
En Quito se hizo cargo de la Cofradía del Rosario, cuyo rezo diario promovió con gran
celo. Gracias a sus vinculaciones sociales consiguió ayuda para perfeccionar la Capilla
dotándola de hermosos retablos. Por comisión del Provincial visitó los conventos en
calidad de Vicario y Visitador General. Se destacaba en el púlpito por la profundidad de
su doctrina y su elocuencia brillante y persuasiva. La elección de Procurador en Madrid
y Roma le abrió un nuevo campo de actividad. Compenetrado con los ideales de su
Provincia, se dio modos de acreditarse ante las Cortes, para poder ventilar con éxito la
causa que le fue encomendada. «Predicó en varias ciudades de España, especialmente en
la Corte de Madrid, donde al examen de la severa crítica, dio más que entender, que no
que censurar. El Supremo Consejo de Indias le encomendó algunos sermones, en las
fiestas más principales y de todos salió dignamente calificado con superiores elogios de
aquellos graves Ministros y de la gente docta y erudita que concurre en aquel gran teatro
de los ingenios del orbe».
Como Definidor de la Provincia se trasladó a Roma, donde presidió las conclusiones
generales del Capítulo, «con tan singular aplauso, que sólo por lograr aquel día pudiera
haberse navegado a Italia desde Quito». El padre general fray Antonino Cloche le nombró
Provincial y Visitador General de la Provincia de Santa Cruz de Indias y su Socio por las
Provincias de España y las Américas.
En la Corte Pontificia halló tal ascendiente que el papa Inocencio XI, en dos veces
que fue a despedirse para salir para España, ofició al Padre General que lo mantuviese en
Roma. Fuera del Papa, le favorecieron con su amistad los cardenales Salazar y Aguirre,
así como los auditores don José Molines y don Fernando Manuel.
El largo proceso que exigió el negocio del Colegio le obligó a frecuentar las Cortes
y conocer los trámites oficinescos. En Madrid consiguió todas las Cédulas conducentes a
la fundación del Colegio, en Roma alcanzó las Bulas para los grados Universitarios, en la
Curia Generalicia obtuvo el despacho favorable de todo lo referente a su Provincia.
Con el anhelo de fomentar, a la vez que la doctrina, la devoción a Santo Tomás, hizo
imprimir en Roma un libro escrito por don Francisco Antonio Montalvo sobre la Milicia
Angélica del Cíngulo de Santo Tomás y consiguió la erección de la milicia angélica en el
Colegio de San Fernando.
En 1692 hizo imprimir en Madrid su Memorial Sumario en la causa del Real Colegio
de San Fernando y Universidad de Santo Tomás, del Orden de Predicadores de la ciudad
de Quito, conforme a los Autos. En la Biblioteca Nacional de Madrid, con el Registro de
1237, se halla el ejemplar anotado y corregido por el mismo padre Quezada y con su firma
autógrafa en la página 40.
Todos sus afanes los consagró al ideal de su Colegio y Universidad de Quito, que la
proyectó en grande con copiosa biblioteca y con un Museo de obras escogidas de Arte.
Sus triunfos, que no podía ocultarlos, los hizo servir al prestigio de su americanismo de
buena ley. En Roma trabó amistad con el padre Juan Meléndez, empeñado en sacar a luz
sus Tesoros Verdaderos de Indias. Hizo el elogio y presentación de la Filosofía Tomisita
de don Juan de Espinosa Medrano, llamado el Lunarejo, que se publicó en Roma en 1688.
Entonces lamentó que se juzgaban bárbaros a quienes el vulgo llamaba indianos. En 1695
ultimó sus preparativos para venir a su Provincia y comprobar la realidad de su proyecto
llevado a cabo. Avanzó hasta Popayán, donde murió inesperadamente a fines de 1696.
Junto al padre Quezada, fundador y organizador del Colegio y Universidad, es de
justicia colocar al padre Bartolomé García, el ejecutor de las obras. Elegido Provincial en
el Capítulo de 1688, a él le tocó tramitar la inauguración del Colegio, obligándose por las
circunstancias a firmar el documento de Concordia. Con el propósito de dotar al plantel
de un edificio decente, dirigió la construcción total del Colegio con su capilla adjunta.
Como Provincial comprometió los bienes del Convento Máximo para dotar las Cátedras
de Leyes. De su legítima personal dio diez mil pesos para fondos de la misma Cátedra.
Oigamos del mismo padre Quezada el elogio que hizo del padre García: «En ocasión
que la Religión de próximo había de celebrar el Capítulo Provincial, llegó el pliego con
los despachos a la ciudad de Quito, y pareció conveniente suspender la presentación de
ellos en la Real Audiencia, hasta que se celebrase la elección de Provincial. Hízose la
dicha elección con suma paz y concordia en la persona del padre maestro fray Bartolomé
García, que al presente es Vicario General de la dicha su Provincia, y calificador del Santo
Oficio, sujeto tan lleno, que es de los primeros de ese Reino, en letras, celo y regular
observancia, y por su singular virtud venerado de todos, que se tuvo por efecto especial
de la Provincia divina lograr en la sazón la Provincia tan calificado Provincial; en que no
se dilata el suplicante, porque por los autos e informes que pasa a Vuestra Majestad la
ciudad de Quito, constará su celo en adelantar la Religión; y pudiera el suplicante
manifestar con testimonios jurídicos aumentos increíbles, que en lo espiritual y temporal
ha dado a su Provincia, ya en sesenta hábitos que ha dado a hijos de personas muy
calificadas y de grandes esperanzas, ya en las fábricas que corrieron en todos los más
Conventos de la Provincia en el tiempo de su Provincialato y se han continuado en el de
Visitador General. En el Convento de Quito ese han aumentado sus fábricas muy costosas
y diez mil pesos de ropa y ricos ornamentos de varias telas y plata labrada, que puso en
la Sacristía; y sobre todo la fábrica del Colegio, que todo se debe al celo del Padre
Visitador, hasta renunciar en el Colegio diez mil pesos de su legítima y todo su depósito
y libros, de que en caso necesario más difusamente informarían a Vuestra Majestad dentro
de esta Corte personas de autoridad, y de todos estados, que se hallan al presente en ella».
Cuando concluyó su Provincialato fue nombrado Visitador General de la Provincia,
con el objeto de que continuase vigilando la marcha del Colegio. Fue luego promovido al
Obispado de Puerto Rico, de que no llegó a posesionarse. El 28 de noviembre de 1714
instituyó seis becas, disponiendo que de tres gozasen los descendientes de su deudo, el
capitán Diego González, nativo de la ciudad de Ibarra.

VIII.- Profesorado y estudiantado

La presencia y el gran influjo del padre Quezada en la Curia Generalicia consiguieron


interesar a los Generales de la Orden en la causa del Colegio y de la Universidad. El
reverendo padre Antonino Cloche, en documento firmado el 3 de diciembre de 1690 y
refrendado por el mismo padre Quezada, ordenó que los ingresos provenientes de las
doctrinas se destinasen a fondos del Colegio, con el fin de ayudar a sostener
sucesivamente las cátedras de Derecho Civil, Medicina, Matemáticas, Retórica y de
Lenguas Griega y Hebrea. Al mismo tiempo estableció que a los moderadores de estudios
del Colegio les proveyese de vestidos la Provincia y que el Rector, en los actos públicos
del Colegio y Universidad, ocupase el puesto después del Provincial y en los del Convento
Máximo después del Prior.
El Nuevo campo de acción repercutió en la estructura íntima de la Provincia. Al
Capítulo Provincial correspondió en adelante nombrar Regente, Vicerregente, Maestro de
Estudios y Catedráticos de Filosofía y Teología, no sólo para el Colegio de San Pedro
Mártir, sino para el Colegio de San Fernando y la Universidad de Santo Tomas. Los
méritos para ascenso de grados eran válidos los adquiridos en ambos centros de estudios.
De hecho se aumentaron las posibilidades de realce para los estudiantes como también se
amplió el horizonte de la cultura superior.
La Universidad de Quito se tornó en el centro de altos estudios para todos los pueblos
de la Audiencia. A Quito convergían estudiantes de Riobamba, Guayaquil, Cuenca, Loja,
Pasto, Popayán, Cali y Panamá.
El 4 de junio de 1698 el Presidente de la Audiencia don Mateo Mata Ponce de León,
en su calidad de Vice patrono del Colegio, practicó una visita al tenor de veinte preguntas
sobre el estado del plantel. De las respuestas de los testigos se sacó a limpio el siguiente
cuadro estadístico:
Rector, reverendo padre Jacinto Molina, Catedrático de Prima de Teología.
Padre fray Gregorio de Jesús Castañeda, Catedrático de Vísperas.
Padre Leonardo de Aranda, Catedrático de Moral.
Padre Pedro Bermejo, Catedrático de Artes.
Padre Manuel Blasco, Catedrático de Gramática.
Procurador, un hermano lego.
Doctor don José Faustro de la Cueva, Catedrático de Prima de Cánones.
Doctor don Pedro de Zumárraga, Catedrático de Vísperas de Cánones.
Doctor don Esteban de Mata, Catedrático de Instituta.
Doctor don Sebastián de Aguilar, Catedrático de Medicina.

Cursantes de estas facultades eran treinta y cinco alumnos, de los cuales diez y ocho
eran convictores que contribuían con ochenta pesos al año, dos becarios de presentación
y los quince restantes no pagaban porque se los había recibido gratuitamente. Uno de los
becados era el hijo de don Manuel Ponce Castillejo, Conde de Selva Florida, quien había
vendido su casa para integrar el edificio del Colegio e impuesto la condición a favor de
sus descendientes.
Con el establecimiento de la Universidad de Santo Tomás en Quito, coincidió la
publicación del texto comentado de las Constituciones de la Orden, bajo la dirección del
reverendo padre Antonino Cloche, de quien había sido socio el padre Quezada. En el
Capítulo dedicado a los Estudios se legisló sobre la organización de las Universidades
que estaban bajo el gobierno de la Orden. A la cabeza de los Estudios estaba el Regente,
de quien dependían los demás oficiales y profesores, en todo lo que concernía a la
enseñanza. Distribuía las materias a los lectores, presidía los actos académicos y tenía la
última palabra en las discusiones. Después del Regente se hallaba el Bacaláureo, o
segundo lector de Teología, quien hacía las veces del Regente cuando estaba ausente. El
tercer lugar ocupaba el Maestro de Estudios, a quien incumbía proponer las cuestiones en
los círculos diarios y dirigir las discusiones. A estos cargos debían ser ascendidos quienes
hubiesen seguido la carrera de enseñanza y distinguiéndose por su competencia. Los
Lectores de Lógica, Filosofía y Metafísica tenían que haber cursado por tres años esas
disciplinas y concluido el curso de Teología. Para enseñar la Teología se exigía la carrera
continuada de los estudios coronada brillantemente. A la Universidad podían concurrir
los religiosos estudiantes para adquirir los grados. Para ellos se requería la aprobación de
los superiores. Su conducta en la vida y los estudios estaba bajo la vigilancia del Maestro
de Estudiantes.

IX.- Método de Enseñanza

Para los estudiantes de la Orden se advertía en las Constituciones que a los religiosos
convenía más que todo el estudio de las ciencias sagradas, como más adecuadas al fin de
la Religión que eran la contemplación y la enseñanza. Según esto se declaraba que aunque
no estaba prohibido el estudio de las ciencias profanas, sin embargo, debía hacérselo con
medida, evitando la simple curiosidad y vanagloria. De las lenguas antiguas era
obligatorio el latín y se recomendaba el aprendizaje del Griego y el Hebreo. En
cumplimiento de esta ordenación se adoptó como texto en Quito la Gramática Griega de
Urbano Belunense, publicada en Basilea en 1594. El ejemplar que sirvió para enseñanza
lleva acotaciones a los márgenes. El padre Quezada, con el objeto de facilitar los estudios,
envió a la Biblioteca de San Fernando.
En cuanto a los estudios de Teología, la Constitución prescribía lo
siguiente: «Prescribimos, bajo pena de privación de grado fuera de las penas establecidas
por el derecho, que ningún Maestro, Regente o Lector, o cualquiera de nuestra Orden, se
atreva a afirmar o defender, pública o privadamente, ningún artículo que estuviera en
contra de los Decretos del Sagrado Concilio de Trento, con aserciones que minaran a los
dogmas de la fe o a las buenas costumbres: particularmente en aquel Canon que se refiere
al Sacramento de la Confesión y a la sumpción de la Sagrada Eucaristía, no obstante que
algunos de nuestros insignes doctores, como Durando y Cayetano hubiesen patrocinado
algún principio extraño». Además «recomendamos expresamente a los Lectores y
Sublectores, que lean, aprendan y enseñen siempre la autorizada doctrina de nuestro
Angélico doctor Santo Tomás, y según ella resuelvan y definan las cuestiones y
discusiones e instruyan en ella a sus discípulos y procuren que los estudiantes la cultiven
con todo el ardor de su alma».
Más tarde, el reverendo padre Juan Tomás de Boxadors, refiriéndose expresamente
a los estudios del Colegio de Quito, escribió lo siguiente: «En lo que toca a los estudios
de Sagrada Theología que tanto nos conviene y que tan necesario es para que cualquiera
pueda explicar, instruir y enseñar la doctrina tan sana, cual es la de Nuestro Doctor Santo
Thomás de Aquino, siendo como es la más segura, inconcusa y sin algún error, y por tal
celebrada, encomiada y autorizada con tantas y tan debidas alabanzas de varios Sumos
Pontífices y no menos por los grandes de la Iglesia y por esto en el camino que seguimos
para las Españas, visitando sus respectivas Provincias fue todo nuestro estudio la
restitución de la Ley importantísima de varios Capítulos Generales de que se lea letra de
muestro angélico Preceptor y como de facto la restituimos y no sólo en las Provincias
pertenecientes a la Europa pero aún en otras varias tocantes a la América con grandísimo
provecho de la Orden y no menos aplauso y gusto de los Príncipes, de los Doctores y
demás ilustres hombres. Y siendo nuestra voluntad que esta misma ley se restituya en esa
Provincia de Quito, mandamos que en todas las clases de estudios y en cada una de ellas
los Lectores así Matutinos como Vespertinos que ahora están y en adelante fueren se
abstengan en adelante de dictar y explicar cualquiera otras instrucciones Theológicas,
sean manuscritas o sean impresas, y sólo interpreten y expliquen a sus discípulos el texto
a la letra de la Suma Theológica de nuestro doctor Angélico. Asimismo mandamos y no
menos seriamente prohibimos no sea que por algún pretexto se omita algún artículo de la
Suma porque si bien se repara, es tal la concordia y engaste entre todos los artículos, que
el primero, como principio del segundo etc. Del mismo modo prohibimos que se quite
algún argumento o respuesta de dichos artículos, por haberlos coactado y distribuido de
tal suerte el mismo doctor Angélico que el segundo argumento le da mayor vigor al
primero y el tercero a una y otro y al fin en la fuerza del postrero se halla la más clara y
genuina explicación para todos».
«Y por esta misma razón advirtiendo que la doctrina De Locis Theologicis de nuestro
célebre Melchor Cano es como precursora de la Sagrada Theología, pues que la verdad
en ellos se descubren, fácilmente las fuerzas para todos los argumentos que se han de
disputar en la Sagrada Doctrina, tenemos por muy útil y oportuno el que los escolásticos
después de perfectamente terminar el tercer año del curso de Philosofia se ejerciten e
instruyan por un año completo en la ya citada obra De Locis Theologicis de Melchor Cano
y que para esto tenga su debida ejecución, así lo mandamos y ordenamos y con la
autoridad que en Nos reside instituimos y sentamos en nuestro Convento de San Pedro
Mártir de Quito una Cátedra para que se dicte y se explique la referida obra De Locis
Theologicis: siendo nuestra voluntad que los lectores que la han de servir la tomen
precediendo una formal oposición y el año que gastasen en la lección de dicha cáthedra
queremos que se computen como si se hubieran empleado en las cátedras del texto y letra
de la Suma Angélica.
»Ninguno sea aprobado para Lector si no hubiese cursado las Aulas y oído
explicación de la Suma Theológica del doctor Angélico por el tiempo de cinco años
completos, y de lo contrario es nuestra voluntad sea írrita y nula su aprobación.
»Asimismo ordenamos que los Lectores de Theología y Philosofía, olvidando en
adelante de otras cualesquiera obras filosóficas ya impresas ya manuscritas sean de
cualesquiera autores, la dicten y expliquen a sus alumnos -hasta que demos órdenes- las
obras del padre Antonio Goudín Theólogo: en el primer año explicarán a sus discípulos
toda la Lógica, en el segundo toda la Física y los Tratados De Coelo et Mundo, De
Generatione et Corruptione y en el tercer año el tratado De Anima y toda la Metaphisica».

X.- Textos manuscritos

Por lo visto la orientación dominicana en los estudios de Teología y Filosofía era


definida y clara. Para Teología era obligatorio el texto de la Suma de Santo Tomás. En
Filosofía se dictaba la de Aristóteles, adoptada también por el doctor Angélico y expuesto
desde 1692 por Goudín. De Melchor Cano existen varios ejemplares de su libro De Locis
Theologicis. Esta realidad explica la falta de textos dominicanos manuscritos sobre los
diversos tratados de Teología, en contraste con los profesores de la Universidad de San
Gregorio. En cambio se conservan, de la Biblioteca de San Fernando, varios ejemplares
de los Comentarios de Cayetano, el Ferrariense y Capreolo, con acotaciones a los
márgenes de los Catedráticos que se sirvieron de ellos para sus clases.
En la enseñanza de Filosofía hubo un poco más de libertad en el uso de los textos,
antes y después de Goudín. Del siglo XVI se conserva manuscrito el texto que
posiblemente usó el padre Bedón. Contiene los Comentarios a la Lógica, Posteriores y
Analítica de Aristóteles.
Del primer decenio del siglo XVIII se conserva un volumen que encierra el curso
íntegro de Filosofía enseñado en San Fernando. Como prólogo contiene el modo de
proceder en las discusiones públicas. «La palestra escolástica se sostiene entre dos, de los
cuales uno argumenta y el otro sustenta: el que defiende las tesis propuestas respondiendo
a los argumentos se llama sustentante, y el que impugna se dice arguyente. El sustentante
debe primeramente escribir la conclusión y darla a conocer al Lector y Regente de
estudios y luego invitar al acto a los Padres Maestros y Lectores de casa, si es privado y
si es público también a los demás. Una vez que estuviesen todos en sus asientos el
sustentante enuncia el asunto que se va a discutir y luego poniéndose de pie y con la
cabeza descubierta dirige un saludo al Muy Reverendo Padre Provincial y Muy
Reverendo Padre Rector de la Regia Universidad; luego dirigiéndose al Presidente dice:
Dignísimo Presidente, Doctores Maestros y Lectores, nobles Maestros y Colegas y
señores asistentes. En seguida repite la cuestión y, cubriéndose, expone su argumento. Si
hay algunas cosas notables a la cuestión, debe enunciarlas antes de entrar en materia,
luego resolver las dudas y probar las conclusiones, primero con la autoridad de las
Sagradas Escrituras de los Santos Padres, de los Filósofos y del Angélico Doctor y con
argumentos de razón. Una vez que haya terminado su exposición, se levanta y
descubriéndose la cabeza dice: De este modo parece probada mi conclusión; trataré sin
embargo, bajo la dirección del Presidente, de responder a las objeciones. Debe notarse
que cuando se recitan las palabras de Santo Tomás hay que descubrirse la cabeza, lo cual
se hará también cada vez que se pronuncia su nombre».

Habla luego de la manera de proceder cuando estuviesen presentes los funcionarios


de la Audiencia, o en otras circunstancias extraordinarias, como cuando se hallare
presente el Obispo.
De los manuscritos que llevan el nombre del autor, mencionaremos los siguientes:
a) Fray Manuel Román.
b) Fray Juan Albán.
c) Fray Lorenzo Ramírez.

Fray Manuel Román

Del padre Román se conserva, manuscrito por el padre Miguel Jaramillo, el curso de
Filosofía, dictado entre los años 1710 y 1712. El primer año dedicó a la cosmología
insistiendo en el estudio de la materia, sus causas y sus efectos. El segundo consagró al
tratado de las causas. Y el tercero lo intituló: Liber Physicorum Quaestio De Motu, De
actione et De Patione.
El padre Román, comprobada su carrera de Filosofía y Teología, fue instituido
Maestro de Teología el 17 de enero de 1720. En 1745 fue elegido Provincial. El Capítulo
Intermedio de 1747 describía su actuación: «Denunciamos que tenemos remitidas las
Actas del Capítulo próximo pasado en que fue electo por provincial nuestro muy
reverendo padre maestro fray Manuel Román Doctor en la Real Universidad, Examinador
Sinodal de este Obispado, ex Vicario General, quien con su gran celo, vigilancia y
cuidado tiene adelantados los estudios, la devoción del Santísimo Rosario por toda la
Provincia, levantándose personalmente a las cuatro de la mañana a rezar las tres partes
del Rosario y oír misas, celebrándola todos los días, a cuyo ejemplo concurren muchos
religiosos y gran concurso de afuera en este Convento de San Pedro Mártir de Quito.
Tiene también gastado mucho dinero, así metiendo muchas piezas de esclavos en las
haciendas para la labranza, como también en componer los ornamentos y aparar la
Sacristía y adornar los claustros del Convento con molduras con cuadros lucidos de la
vida de nuestro Patriarca Santo Domingo». El Capítulo Provincial de 1770 le da por
difunto.

Fray Juan Albán


Nativo de Latacunga, vistió el hábito el 26 de junio de 1756. Inició su carrera de
Magisterio como Lector de Artes en 1766. Ascendió a Catedrático de Vísperas en 1770.
El Capítulo Provincial de 1774 le asignó a Popayán con el cargo de Lector de Teología
Moral y Resolutor de Casos de Conciencia. El capítulo de 1782 postuló para el padre
Albán el grado de Presentado, señalando como méritos el haber dictado el curso de Artes
en el Convento Máximo y dos años de Teología. Asignado a Popayán tornó a enseñar
Filosofía en el Colegio Seminario, ocupando la Cátedra Vacante por la expulsión de los
Jesuitas. Entonces tenía 43 años de edad. El 15 de agosto de 1787 fue instituido en
Presentado. En 1794 asistió al Capítulo Provincial como Definidor y con el título de
Maestro en Teología y Rector del Colegio de San Fernando.
Consignó por escrito su curso de Filosofía en un Manuscrito que lleva por
Título: Cursus Triennalis Phylosofiae juxta mentem Divi Thomae et Aristóteles -Breviter
explanatus ad usum studentium. Continent Logicam, Phisicam, Methaphisicam ac
Generationem- Elaboratus per P. L. Fr. Joannem Alban, ac propio calamo exaratus.
Inceptus anno 1766 et finitus anno 1768.
El autor tenía 27 años cuando inició su curso de Filosofía. Por la habilidad caligráfica
que demostró en algunas viñetas del texto, parece que estuvo emparentado con el pintor
latacungueño Francisco Albán, que pintó para los claustros del Convento Máximo la serie
de lienzos de la vida de Santo Domingo. La parte destinada a la Dialéctica y la Metafísica
no se aparta de los principios tradicionales de Aristóteles y Santo Tomás. En la parte
referente a la Cosmología demuestra el autor estar al corriente de las teorías
contemporáneas introducidas por Descartes y analiza las razones en pro y contra que se
ventilaban, desde la segunda mitad del siglo XVIII. Cita repetidas veces a Feijoo. Señala
en la siguiente estrofa el gusto preferencial de los filósofos:

Ni Aristóteles te encaja,
ni das a Platón tu voto,
Descartes es tu devoto,
Porque todo lo baraja.
En el tratado de las Causas se refiere a la doctrina de la premoción física, según la
mente de San Agustín, Santo Tomás y los Concilios. Plantea y refuta la argumentación
establecida por los Jesuitas.
En la exposición de su materia prescinde del rigor escolástico para dialogar con los
alumnos y amenizar la enseñanza con citas de autores filosóficos y poetas antiguos y
contemporáneos.
Discípulo suyo fue el padre Lorenzo Ramírez quien aprovechó en parte de los
apuntes del Maestro.
Del texto escrito por el padre Juan Albán aprovecharon para sus clases los padres
Julián Naranjo y Mariano Caicedo. El primero comenzó su noviciado el 12 de diciembre
de 1760 y el segundo el seis de febrero de 1764. Del padre Naranjo se conserva
manuscrito el Tractatus de principüs entis naturalis tum in communi tum in particulari,
que cursó en 1768. Del padre Caiaedo se encuentra, con la anotación, de scripta manu et
labore, la Dialéctica y la Lógica.

Fray Lorenzo Ramírez


Nació en Loja hacia 1747; hizo su primera profesión en 1763 a los 16 años de edad.
El Capítulo Provincial de 1772 le nombró preceptor de Gramática Latina. En 1774 fue
instituido como Catedrático de Artes y en 1778 se le nombró Catedrático de Melchor
Cano. El Capítulo Provincial de 1782, al postularle para el grado de Presentado,
enumeraba sus méritos, afirmando que había enseñado más de diez años, los tres primeros
en el Convento Máximo y los siete en el Colegio de San Fernando. Obtuvo el grado de
Presentado el 15 de agosto de 1787 y ascendió a Maestro en Teología el 15 de abril de
1793.
Del padre Ramírez se conserva manuscrito el curso de Filosofía que dictó a los
estudiantes del Convento Máximo, entre 1774 y 1777. La composición del texto es de
estructura escolástica, pero en el proemio y conclusión de cada parte dialoga el profesor
con los alumnos, que habían cursado con él el estudio del latín. Véase la introducción al
tratado de la física:
Os ofrezco ahora alumnos míos, el Tratado de la Física
sólido y a la vez sutil. Con el auxilio de lo alto debemos
estudiar, ya no los entes de razón, sino las realidades que se
hallan fuera de nosotros. Después de las obscuridades de la
Lógica, la luz irradia mejor su hermosura, como decía el poeta:
«Post nubila Febus clarior exoritur Per duodena regit
mundum sol aureus astra». Para nuestro caso no queda mal
comparar que después del invierno florece mejor la primavera
y después de las espinas parecen mejor las flores. No se me
oculta que nuestra física, por apoyarse en los principios de
Aristóteles, carece de toda aquella amenidad de que está llena
la Filosofía natural, que llaman experimental; pero no será tan
escuálida ni anticuada, puesto que aprovecharé de las
sentencias de los filósofos modernos, que vuelvan a nuestra
física algo agradable y aún amable. De la nada nada se produce
ni nada puede convertirse en nada. Así pues, mis queridísimos
discípulos, generosa progenie de nuestra Orden y esperanza
grande de esta Provincia de Quito, leed con atención mi Física
y aprended con interés cada lección que en esto estribará mi
mayor gloria, diciendo con vosotros el poeta:

Majoris majora canam mihi parva locuto,


sufficit in vestras saepe redire manus,
nos Patriae fines et dulcia linquimus arva.
Valete.
XI.- Los graduados

La Universidad de Santo Tomás se convirtió de hecho en el centro de estudios


eclesiásticos para las Comunidades Religiosas, que contaban, desde luego, con sus
estudiantados propios. San Gregorio continuó ofreciendo al clero secular y a los alumnos
de la Compañía la posibilidad de adquirir los grados académicos. Como es natural los
primeros en beneficiarse fueron los Dominicos, que tanto se sacrificaron para establecer
el Colegio y la Universidad. A partir de 1689, en cada Capítulo Provincial los aspirantes
a grados comenzaron a presentar los comprobantes de sus méritos en docencia para
ascender a Bacalaureato, Presentatura o Magisterio en Teología, alegando algunos de
ellos los grados adquiridos en la Universidad. Ante la sorpresa del Padre General por la
edad y condición de los candidatos, el Capítulo Provincial de 1778 dio la siguiente
explicación: «Podemos así afirmar una verdad en cuanto al tiempo con que varios
Religiosos han comenzado a leer y es que acá en las Indias así en nuestra Religión como
en las demás, visten varios niños el sagrado hábito de nueve años, de diez, de once, etc.,
y comienzan su curso de Arte ya de diez ya de once años; de modo que cuando profesan,
ya son teólogos de dos o tres años, lo que viene bien con la poca edad en que ellos
comienzan con la tarea de su lección. Y para que esto no parezca ponderación, traemos a
la memoria un colegialito de nuestro Real Colegio de San Fernando, quien poco ha,
habiendo recién cumplido once años de edad, defendió conclusiones públicas de la
Universal Filosofía con tal viveza y entereza que fue admiración de todos. Y lo mismo ha
sucedido con algunos religiosos, y con tal felicidad que esto no les ha sido impedimento
para que ellos aprendan todas aquellas cosas que deben saber los no vicios para profesar
como consta de los exámenes que dan antes de la profesión y de otra suerte no se pueden
conseguir acá estudiantes con facilidad, porque cuando entran a la Religión con alguna
edad, por lo común ni estudian ni aprovechan. Esta es experiencia constante».

La explicación obedecía a la edad más que al número de graduados. El General de la


Orden después del establecimiento de la Universidad, había concedido a la Provincia la
facultad de tener 16 maestros, doce a título de haber enseñado y cuatro a título de
predicación y veinte Presentaturas: doce a título de enseñanza y ocho a título de
predicación. Además, se estimuló al apostolado concediendo el título de Predicadores
Generales, ocho por mérito de Predicación y doce a título de los Conventos.
Los Maestros en Teología tenían entre sus privilegios el de asistir a los Capítulos
Provinciales. Según esto, al Capítulo celebrado en 1747 asistieron con derecho los Padres
Maestros, fray Luis Moreto, doctor en la Real Universidad, Predicador Apostólico y Prior
entonces del Convento de Quito; fray José de Egas, doctor en la Real Universidad,
Examinador Sinodal y Regente de Estudios y Capellán del Rosario; fray Gregorio
Meneses Doctor en la Real Universidad; fray Cristóbal de León, Doctor en la Real
Universidad, Examinador Sinodal y Rector entonces del Real Colegio. En el mismo
capítulo se denunciaba que habían ascendido a Maestros, por mérito de enseñanza, los
padres fray Manuel Román, Doctor en la Real Universidad, Examinador Sinodal, Ex
Vicario General y entonces Provincial electo; fray José Santos, doctor en la Real
Universidad y Ex Provincial; fray Isidro Santos, Doctor en la Real Universidad; fray Juan
Villafuerte, Doctor en la Real Universidad, Regente de estudios y Capellán Mayor de
Nuestra Señora del Rosario; y fray Ignacio Andosilla, Doctor en la Real Universidad; fray
Gregorio Meneses, Doctor en la Real Universidad. Las Presentaturas, por título también
de enseñanza, obtuvieron los padres fray Francisco Sánchez, Doctor en la Real
Universidad; fray Francisco Fuenmayor, Doctor en la Real Universidad; fray Domingo
Terol, Doctor en la Real Universidad y Rector del Colegio de San Fernando; fray Juan
Duarte, Doctor en la Real Universidad; fray Gregorio Duarte, Rector en la Real
Universidad. Algunos religiosos que habían preferido la predicación a la enseñanza,
fueron también agraciados con el título de Maestros y Presentados por el mérito de
predicación. Entre ellos se contaron los padres Luis Moreto, Doctor en la Real
Universidad; fray Tomás de Berberana, Doctor en la Real Universidad y fray Francisco
Lescano, también Doctor por la Real Universidad.

La concesión generalicia del número de Maestros, Presentados y Predicadores


Generales estimulaba a las personas y fomentaba los estudios. El título era vitalicio, el
orden se guardaba con estrictez y no podía ser reemplazado sino con la muerte del
agraciado. Los que figuran en el Capítulo Provincial de 1747 pertenecían a una
generación que habían comenzado su carrera en el segundo cuarto del siglo XVIII.
Iniciada la serie, se continuó sin interrupción, proveyendo de graduados a las Cátedras de
Filosofía, De Locis Theologicis y de Teología Dogmática y Moral.
Los estudios en San Francisco

El padre Diego de Córdova Salinas dice, refiriéndose a uno de los claustros de San
Francisco: «En este claustro están las aulas de Artes y Teología y un grandísimo tesoro
que es la librería de innumerables y curiosos libros, que ocupa más de medio lienzo del
claustro». Y poco después: «Es casa de noviciado y seminario de toda virtud: en él se han
criado muchos y grandes siervos de Dios. También florecen en ella las sagradas letras con
grandes ventajas. Para esto, tiene tres lectores jubilados, más otros tres lectores actuales
de Teología escolástica, que para jubilarse han de leer quince años. Otros dos de Lógica
y Filosofía y un Maestro de Estudios, con que la Provincia goza de muchos sujetos doctos
y de insignes predicadores».

Con el fin de promover mejor los estudios, el padre Dionisio Guerrero consiguió la
erección del Colegio de San Buenaventura en el último cuarto del siglo XVII, así como
el Colegio de Misioneros que se estableció en Pomasqui. De los catedráticos de este
colegio se conservan manuscritos los textos que escribieron algunos para sus clases. Del
padre Bartolomé de Ibarra se enumeran: Summularum tractatus, subtilissimo Scotto
conformis; Commentaria in universam logicam, cum quaestionibus hoc agitari tempore
solitis, juxta D. Subt. Scotti mentem tradita; Commentaria in universam Aristotelis
Metaphysicam, juxta mentem Scotti, y Commentaria in octo libros Physicorum, juxta
mentem Subt. Scotti tradita.
El padre Manuel Argandoña fue contemporáneo del padre de Ibarra y como él
Catedrático y Rector del Colegio de San Buenaventura. De su enseñanza filosófica dejó
manuscrita su Commentaria in duos libros Aristótelis de ortu et interitu sive de
generatione et corruptione, juxta S. N. D. Scottum. Compañero de Magisterio de los dos
anteriores fue también el padre fray José Janed, quien vino desde España a Quito en 1672.
Dejó también escrito el texto de sus clases en su Expositio clara in octo libros Physicorum
secundum mentem D. Subt. et Mariani ac omnium Theologorum Principis oannis Duns
Scotti.
A comienzos del siglo XVIII ocupó la Regencia del Colegio de San Buenaventura el
padre fray Francisco Guerrero, Doctor en Sagrada Teología. De él se conservan
manuscritos sus lecciones de Teología y Derecho en sus Commentaria in universum
tractatum de Angelis secundum principia S. N. D. Scotti, in quo ejus legitima mens
aperitur y Commentaria super universum tractatum de Jure et Justitia, juxta mentem N.
S. M. D. Joannis Duns Scotti.

Fuera del Colegio de San Buenaventura, los Franciscanos tenían también el Colegio
de San Diego, donde estaban organizados los estudios de Filosofía y Teología. De este
nuevo centro de enseñanza se conservan la Physica naturalis juxta D. Joannis Duns Scotti
mentem y Exornatio peregrina in tres Aristotelis animasticos libros, juxta mentem N. S.
D. Joannis Mariani Duns Scotti, del padre Bernabé Serrano de Ugarte.
Además dejaron también manuscritos sus cursos de Filosofía los padres Clemente
Rodríguez, Gregorio Tomás Enríquez, Cristóbal López Merino, Pedro de Alcántara
Mejía, Juan Caballero, José Antonio de la Concepción y Arroba y algunos otros más,
cuyos originales se conservan en el Archivo Franciscano de Quito.
Los franciscanos enseñaron y escribieron, tanto la Filosofía como la Teología según
los principios de Duns Escoto. El 12 de mayo de 1701, el Definitorio de San Francisco
aceptó el principal de 4000 pesos que donaba el presbítero doctor Ignacio Ponce de León
Castillejo, con el objeto de establecer una Cátedra del sutil doctor Escoto en la
Universidad de Santo Tomás. Esa Cátedra, a la vez que difundía la doctrina de Escoto,
facilitaba a los franciscanos la adquisición de grados académicos. El padre Compte en
sus Varones Ilustres ha trazado la nómina de 50 religiosos que adquirieron el grado de
doctor en la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Entre ellos se cita al padre Fernando
de Jesús Larrea, quien compartió su apostolado de predicación con el dominico padre
Tomás del Rosario Corrales; al padre José Díaz de la Madrid, que llegó a ser Obispo de
Cartagena después de Quito y al padre Eugenio Díaz Corralero, que construyó el actual
artesonado de la Iglesia de San Francisco.
Cuando el padre Quezada pidió la facultad de erigir en la Universidad de Santo
Tomás las Cátedras de Cánones y Leyes, alegó la observación del Fiscal de la Audiencia,
sobre la falta de abogados para servicio de esa entidad, como también para la Canonjía
doctoral de la Iglesia de Quito. Se dio el caso de que convocada la oposición, no se
presentó sino el doctor José Fausto de la Cueva quien obtuvo sin dificultad el cargo y
también la cátedra. Con la fundación de la facultad de ambos Derechos, se proveyó a los
ciudadanos y diócesis de la Audiencia de abogados y canonistas, que ejercieron su
profesión en los cargos públicos y asuntos particulares.
Presentamos a continuación la estadística de graduados, que a partir de 1740, fueron
aceptados oficialmente.
Lista de incorporados al cuerpo de abogados a partir de junio de 1740
(Archivo de la Corte Suprema)

1740 Junio 28Doctor José Gabriel de Piedrahíta, Colegial de San Fernando y


estudiante de la Universidad de Santo Tomás.

1747 Diciembre 12Doctor Francisco Antonio Boniche, natural de Panamá, Colegial de


San Fernando y estudiante de la Universidad de Santo Tomás

1745 Marzo 25Doctor Gabriel Álvarez del Corro, colegial de San Francisco y
estudiante de la Universidad de Santo Tomás

Mayo 25Doctor Francisco de Eslava y Cavero, graduado en la Universidad de


Santo Tomás de Bogotá.

Septiembre15Doctor Jerónimo de Guzmán, Presbítero, graduado en la Universidad


de Bogotá.

1748Septiembre6 Doctor Pedro Gómez de Andrade, colegial de San Francisco y


estudiante de la Universidad de Santo Tomás

Septiembre17Doctor José de Aguado, licenciado en leyes por la Universidad de


Santo Tomás

1749 Abril 20Doctor José de Sola, Presbítero, estudió en la Universidad de Santo


Tomás
Julio 2 Doctor José Lisón, cursó en la Universidad de Santo Tomás

Noviembre 5 Doctor Miguel de Medrano, colegial de San Francisco y estudiante


en la Universidad de Santo Tomás

1750 Junio 30Doctor Bernardo de Larrea, Riobambeño, graduado en ambos


derechos en la Universidad de San Gregorio.
Julio 27Doctor Juan José Jaramillo y Andrade. Presbítero de Panamá,
colegial de San Francisco y estudiante de la Universidad de Santo
Tomás
Septiembre1 Licenciado Vicente Zamora, colegial del Seminario de San Luis.

1751 Enero 18Doctor Antonio de Paz Soldán, Panameño, colegial de San Francisco
y estudiante en la Universidad de Santo Tomás

Junio 1 Doctor Luis Andrade, colegial de San Luis y estudiante en la


Universidad de San Gregorio.

1752 Julio 4 Doctor Lorenzo Hurtado y Pontón, de Popayán, colegial de San


Francisco. y estudiante de la Universidad de Santo Tomás

1753Noviembre 10Doctor Sebastián Medrano, Presbítero estudió en la Universidad de


San Gregorio y en la de Santo Tomás.

1754 Enero 15Doctor Juan de Herze y Velasco, estudió en la Universidad de Santo


Tomás

Enero 14Doctor Francisco Gómez de Andrade, colegial de San Francisco y


estudiante en la Universidad de Santo Tomás

Enero 17Doctor Jacinto Bodero, colegial de San Francisco y estudiante de la


Universidad de Santo Tomás

Mayo 14Doctor Juan Ruiz de Santo Domingo, panameño, estudió en las


Universidades de San Gregorio y de Santo Tomás
1756 Febrero 14Doctor Vicente Álvarez de la Serna, panameño; colegial de San
Francisco y estudiante de Universidad de Santo Tomás

Octubre 24Doctor Ramón Yépez, colegial de San Francisco y estudiante de la


Universidad de Santo Tomás

1757 Febrero 1 Doctor Mariano Montesinos, colegial de San Francisco y estudiante


de la Universidad de Santo Tomás

1758 Abril 14Doctor Antonio José Fernández de Ayala, colegial de San Francisco
y estudiante de la Universidad de Santo Tomás

Marzo 13Doctor Fernando Gómez de Andrade, colegial de San Francisco y


estudiante en Universidad de Santo Tomás

Abril 5 Doctor Cristóbal Ortiz de Avilés, natural de Sevilla, estudiante en


Universidad de Santo Tomás

1760 Agosto 18Doctor Antonio Villagómez, quiteño, estudiante en Universidad de


Santo Tomás

1761 Febrero 26Doctor Pedro Quiñones y Cienfuegos, estudiante en Universidad de


San Gregorio

1760 Junio 23Doctor Juan Ignacio de Aguilar, colegial de San Francisco y


estudiante en Universidad de Santo Tomás

Septiembre18Doctor Melchor de Rivadeneira, colegial de San Francisco y


estudiante en Universidad de Santo Tomás
1761 Marzo 12Doctor Agustín de Andrade y Olais, doctor en Filosofía, Teología y
Cánones, abogado por ambas Universidades.

Junio 23Doctor Nicolás de Harechura y Sarmiento, estudiante en Universidad


de San Gregorio

Agosto 9 Doctor Javier Fita y Carrión, estudiante en Universidad de San


Gregorio

Octubre 20Doctor Tadeo de Orozco, cura de Zúlug, estudiante en Universidad


de Santo Tomás

Noviembre 23Doctor Antonio Díaz Palacios, cura de San Pedro de Suña, y


estudiante de Universidad de Santo Tomás
1762Enero 14Doctor Joaquín Gutiérrez, estudiante en Universidad de San Gregorio

Junio 3 Doctor Vicente Ontaneda, colegial de San Francisco y estudiante en


Universidad de Santo Tomás

Noviembre 24Doctor Gabriel de Zárate y Gardea, estudiante en Universidad de


Santo Tomás

Diciembre 20Doctor Antonio Marín de Velasco y Parra, colegial de San Francisco


y estudiante en la Universidad de Santo Tomás

1763Febrero 4 Doctor Ignacio Ramón Coello, de Portugal, vecino de Guayaquil.


Cursó Latín, Filosofía y Teología.

Febrero 11Doctor Mariano José de Zavala, natural de Cuenca. Recibido como


abogado de la R. A.
Febrero 25Doctor Gabriel de Zenitagoia, colegial de San Francisco y estudiante
en Universidad de Santo Tomás

Marzo 5 Doctor José Joaquín de Aguilar, natural de Guayaquil, colegial de


San Luis.

Marzo 14Doctor Juan Ignacio de Aispuru, de Panamá, colegial de San


Francisco y estudiante en Universidad de Santo Tomás
Agosto 8 Doctor Antonio de Rada y Alvear, colegial de San Luis.

Agosto 11Doctor Mariano Enríquez de Guzmán, colegial de San Francisco y


estudiante de la Universidad de Santo Tomás

Septiembre22Doctor Antonio Abad, colegial de San Luis, estudiante en


Universidad de Santo Tomás
Noviembre 3 Doctor Manuel Perfecto de San Andrés, natural de Cuenca.

Noviembre 14Doctor José de Avilés, de Guayaquil, colegial de San Luis y


estudiante de la Universidad de San Gregorio

1764Noviembre 20Doctor Joaquín García de Granda, de Latacunga, colegial de San


Francisco y estudiante en Universidad de Santo Tomás
1765Junio 17Doctor Miguel del Corral y Bavadilla, Secretario del Obispo.

Noviembre 7 Doctor Tomás Romero y Abeldeveas, colegial de San Francisco y


estudiante en Universidad de Santo Tomás

1766 Febrero 20Doctor Ramón de Ibarguren colegial de San Francisco y estudiante


en Universidad de Santo Tomás
1767 Junio 19Doctor José Matheu y Aranda, colegial de San Luis y estudiante en
Universidad de San Gregorio.

1768 Abril 20Doctor José Cleto Díaz de Gamboa, colegial de San Luis y estudiante
en Universidad de Santo Tomás

Junio 20Doctor José Cuero y Caicedo, Presbítero de Popayán, estudiante en


Universidad de San Gregorio

1769 Enero 30Doctor José Mejía del Valle, colegial de San Francisco y estudiante
en Universidad de Santo Tomás

Octubre 23Doctor Tomás Coello y Piedra, de Guayaquil, estudiante en


Universidad de San Gregorio

1770 Julio 10Doctor Andrés Rodríguez y Olivares, español, estudiante en


Universidad de Santo Tomás

Julio 18Doctor Manuel Mosquera y Correa, colegial de San Luis y estudiante


en Universidad de Santo Tomás

Julio 9 Doctor Juan Rodríguez Ordóñez, cura de Matituy, estudiante en


Universidad de Santo Tomás

Setiembre 3 Doctor José Gabriel de Icaza, de Santiago de Veragua, estudiante en


Universidad de Santo Tomás

Setiembre 7 Doctor Diego José de Arozamena, estudiante en Universidad de San


Gregorio

Octubre 11Doctor Cecilio Julián de Socuerva, Pbro estudiante en Universidad


de Santo Tomás
Mayo 11Doctor Manuel de los Reyes y Ortega, colegial de San Francisco y
estudiante en Universidad de Santo Tomás

Mayo 14Doctor Manuel Hernández de la Madrid, estudiante en Universidad


de Santo Tomás

Mayo 16Doctor Mariano Maldonado y Donoso, estudiante en Universidad de


Santo Tomás

1771Julio 10Doctor Antonio de la Carrera, estudiante en Universidad de Santo


Tomás

Diciembre 2 Doctor Fernando de Borja y Chiriboga, colegial de San Francisco y


estudiante en Universidad de Santo Tomás

1772 Julio 3 Doctor Miguel de Escobar, estudiante en Universidad de San


Gregorio

Julio 10Doctor Tomás Yépez y León, cura de Paute, estudiante en


Universidad de San Gregorio.
1773Septiembre6 Doctor Javier Fernández de la Madrid, Presbítero.

Octubre 21Doctor Jacinto Sánchez de Orellana y Chiriboga, estudiante en


Universidad de San Gregorio

1774 Febrero 25Doctor José de Ascázubi y Matheu, colegial de San Luis y estudiante
en Universidad de San Gregorio

Noviembre 24Doctor Rafael Mecías, Panameño, estudiante en Universidad de San


Gregorio
1775 Febrero 13Doctor Pedro José de Aispuru, estudiante en Universidad de San
Gregorio

Marzo 6 Doctor Manuel Zaldumbide y Rubio, estudiante en Universidad de


San Gregorio

Marzo 16Doctor José Tello de la Chica, de Cuenca, cura de Yaguachi,


estudiante en Universidad de Santo Tomás

1776 Mayo 6 Doctor Miguel de Unda y Luna, Maestreszuela de Popayán,


Universidad de Santo Tomás

Julio 29Doctor Domingo Núñez Espantoso, de Guayaquil, colegial de San


Francisco y estudiante en Universidad de Santo Tomás

Diciembre 5 Doctor Calisto de Miranda y Suárez, de Ibarra, colegial de San


Francisco y estudiante y en Universidad de Santo Tomás

1777 Mayo 26Doctor Alejandro Mosquera y Jaramillo, colegial de San Luis y


estudiante en Universidad de Santo Tomás

Julio 4 Doctor José Delgado y Gardea, colegial de San Francisco y


estudiante en Universidad de Santo Tomás

1778Septiembre7 Doctor José Joaquín Tenario, de Popayán, colegial de San Francisco


y estudiante en Universidad de Santo Tomás

Noviembre 9 Doctor Salvador Mamerto de la Pedrosa Camaño, de Lima, colegial


de San Francisco y estudiante en Universidad de Santo Tomás
Noviembre 20Doctor José María Luzcando y Murillo, de Panamá, colegial de San
Francisco y estudiante en Universidad de Santo Tomás

1779 Marzo 20Doctor Mariano Valdivieso y Torres Lojano, colegial de San


Francisco y estudiante en Universidad de Santo Tomás

Marzo 22Doctor Francisco Cortázar Lavayen, de Lima, colegial de Santo


Toribio y estudiante en Universidad de San Marcos.

Julio 17Doctor Tomás de Paz y Guerrero, colegial de San Francisco y


estudiante en Universidad de Santo Tomás

1780 Marzo 6 Doctor Jaime Nájera y Velasco, de Riobamba, Presbítero, comenzó


en San Luis y luego estudió en colegial de San Francisco y
Universidad de Santo Tomás

1781 Julio 7 Doctor Antonio Marcos González, español, colegial de San


Francisco y estudiante de la Universidad de Santo Tomás

1782Septiembre26Doctor Manuel José de Borja, colegial, de San Francisco y estudiante


en Universidad de Santo Tomás
1783Noviembre 12Doctor Romualdo del Corral de Buga.

1784Mayo 27Doctor Francisco Javier de Orejuela, de Cali, colegial de San


Francisco y estudiante en Universidad de Santo Tomás

Junio 7 Doctor Ignacio de Castro, de Popayán, colegial de San Francisco y


Universidad de Santo Tomás

Junio 18Doctor Ignacio Núñez y Cea, de San José de Dagua (Cali), colegial
de San Francisco y Universidad de Santo Tomás
Julio 5 Doctor Juan José de Mena, de Quito, colegial de San Francisco y
Universidad de Santo Tomás

1785Junio 14Doctor Carlos Casamayor, colegial de San Francisco y Universidad


de Santo Tomás

Agosto 22Doctor Francisco Gómez de Villegas, de las montañas de Santander,


colegial de San Bartolomé de Santa Fe y estudiante en Universidad
de Santo Tomás

Diciembre 1 Doctor Antonio Tejada, de Popayán, colegial de San Francisco y


Universidad de Santo Tomás

Diciembre 22Doctor Manuel José Arce, de Panamá, colegial de San Francisco y


Universidad de Santo Tomás

1786 Marzo 9 Doctor Joaquín Ruiz y Mendoza, colegial de San Luis y estudiante en
Universidad de Santo Tomás

Diciembre16Doctor Bernardo de León y Carcelén, colegial de San Francisco y


Universidad de Santo Tomás

1788Diciembre15Doctor Nicolás Mosquera, colegial de San Francisco y Universidad de


Santo Tomás
1794 Junio 10Doctor Gaspar Retanna, colegial de San Francisco
1795Febrero 4 Doctor José María Lequerica, lojano, colegial de San Francisco.

1796Agosto 18Doctor Prudencio Vázcones y Velasco, colegial de San Luis y


Universidad de Santo Tomás
1797Junio 22
Doctor Antonio Ante y Flor, colegial de San Francisco y Universidad
de Santo Tomás Era de San Miguel de Urcuquí.

Julio 17Doctor José Trujillo y Encinas, colegial de San Luis y Universidad de


Santo Tomás

1798Junio 18Doctor Alejandro Estupiñán y Flores, Presbítero de Barbacoas,


colegial de San Francisco.
1799Febrero 7 Doctor José Joaquín de Aguilar, Universidad de Santo Tomás
Febrero 25Doctor Luis Quijano, de Popayán, Universidad de Santo Tomás

Julio 18Doctor José Félix de Peñaherrara, quiteño, colegial de San Francisco


y Universidad de Santo Tomás

Agosto 1 Doctor Ignacio Vela y Valdivieso, de Cusubamba, colegial de San


Francisco.
Julio 27Doctor Miguel Suárez y Egueo, Universidad de Santo Tomás

1800Abril 3 Doctor Juan Antonio Conde y Martínez de la Vega, Universidad de


Santo Tomás
Octubre 23Doctor José Antonio Grueso de Popayán, colegial de San Luis

1801Octubre 23Doctor Luis Saá y Recalde, Ibarreño, colegial de San Francisco y


Universidad de Santo Tomás
1802Febrero 20Doctor Antonio Gil de Tejada, colegial del Santo Rosario de Bogotá.
Abril 26Doctor Ignacio Ortiz de Cevallos, quiteño, colegial de San Francisco

Junio 18Doctor Nicolás Salvador Murgueitio, de Popayán, colegial de San


Luis
Agosto 23Doctor José Sanz, quiteño, colegial de San Francisco
Diciembre 18Doctor Manuel María Valdés, de Popayán.
1803Noviembre14Doctor José Antonio Mosquera, de Popayán.
Noviembre17Doctor José Antonio Borrero y Costa, de Cali, colegial del Santísimo
Rosario de Santa Fe.
1804 Febrero 6 Doctor José María Cabezas, de Barbacoas.
1805 Marzo 11Doctor José Padilla, quiteño.
mayo 9 Doctor Joaquín Montesdeoca, ambateño, colegial de San Luis
Julio 8 Doctor Nicolás Jiménez y Escandón, colegial de San Francisco
1806 Febrero 25Doctor Hermenegildo Peñaherrera, quiteño.
Abril 21Doctor Fabián Puyol Camacho, quiteño.
1809 Agosto 7 Doctor Ignacio Rendón y Machado, de Cuenca, colegial de San Luis
Capítulo XI

El colegio de San Luis y la Universidad de San Gregorio en el siglo XVIII

Bajo la dirección de la Compañía estuvieron, desde principios del siglo XVII, el Colegio
Seminario de San Luis, el Colegio llamado de Quito propio de la Compañía y, desde 1622, la
Universidad de San Gregorio. No fue del gusto pleno del padre general Aquaviva el que la
Compañía se hubiese hecho cargo de la dirección del Seminario. Todas las providencias que se
tomaron para garantizar la autonomía no podían evitar las dificultades, provenientes de la
intervención de los Obispos. De hecho, se suscitaron no pocos problemas, que afectaban a la
disciplina interna como también externa del Seminario. Con todo, el Seminario de San Luis fue
el semillero de sacerdotes que sirvieron a la Diócesis de Quito, durante los siglos XVII y XVIII.
El Colegio de Quito proporcionó, a su vez, a los seglares una formación humanística, según el
método tradicional de la Compañía, lo mismo que la carrera de Filosofía.
La Universidad de San Gregorio, dio aliento a los estudiosos, recompensándolos con los grados
de Doctor en Filosofía y Teología.
Establecidos el Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás hubo un estímulo de
sana evolución, que redundó en beneficio de la cultura. Los padres de la Compañía de Quito se
dieron cuenta de la anomalía que resultaba los profesores que conferían grados no tuviesen ellos
mismos el grado de Doctor. Para esto consiguieron del padre general Tirso González la facultad
de adquirirlos en la Universidad de San Gregorio. El 18 de mayo de 1697, escribía al Padre
Provincial en este sentido lo siguiente: “Para que los grados literarios de Bachiller, Licenciado,
Maestro y Doctor que en nuestros Colegios se dan a personas seglares en Filosofía y Teología
tengan más autoridad y nuestros estudios mayor esplendor, ha parecido muy conveniente que los
nuestros que confieren dichos grados, sean ellos también graduados por alguna Universidad.
Hará Vuestra Reverencia que, en esa Provincia, en que según la costumbre se dan los grados, se
gradúen luego los sujetos que los dan; y lo mismo se observa en adelante. Si esta orden tuviera
allá alguna dificultad que acá no se pueda proveer, Vuestra Reverencia en la primera ocasión me
avisará de ella”.
El padre Jouanen anota que esta concesión del Padre General fue aprovechada más de lo que
convenía, tanto que el mismo Padre General se vio en el caso de limitarla a los Prefectos de
Estudios. Cabe al respecto reiterar la observación de que el profesorado estaba compuesto de
religiosos extranjeros, que provenían de los principales centros culturales de Europa.
También la facultad de Leyes establecida en la Universidad de Santo Tomás estimuló a los Padres
de la Compañía a procurar igual privilegio para la Universidad de San Gregorio. Para conseguirlo
se vieron en el caso de asegurar un capital con cuyas rentas se pudiesen costear las Cátedras de
Cánones y Leyes. Tan sólo en setiembre de 1704 se concedió el pase al Breve Pontificio y el 5
de noviembre del mismo año se ofició a la Audiencia de Quito para que permitiese a la Compañía
establecer la facultad de Leyes, como tenía la Universidad de Santo Tomás.
El funcionamiento de las dos Universidades, con los actos públicos obligatorios, multiplicó de
hecho los compromisos sociales. No faltó semana en que una de las dos Universidades reuniera
a la gente representativa para un acto académico. Reflejo de la realidad que se comenzó a vivir
en el siglo XVIII es la intervención del presidente don Mateo Mata Ponce de León, quien estuvo
en Quito hasta 1701.
Este funcionario convocó a su despacho al Deán del Cabildo, a los Provinciales de las Religiones,
a los dirigentes y Catedráticos de San Gregorio y Santo Tomás y discurrió con ellos en aras del
bien público, sobre la reglamentación de los actos académicos que debían realizarse en Quito.
Según parecer del presidente, «las conclusiones públicas habían ido creciendo en tanta manera,
que casi los más días del año concurrían a los teatros (aulas) los principales republicanos
(ciudadanos). Cabildos y gremios de la ciudad, pervirtiéndose los estados y ocupaciones públicas
con los convites (invitaciones), que no podían excusar, sirviéndoles de molestia notable y atrasos
a las asistencias de su propia obligación y estado, como varias veces se lo tenían representado a
su Señoría». Oído este razonamiento, «acordaron unánimes y conformes que de aquí en adelante
cada una de las Religiones sustente cuatro conclusiones públicas cada año y no más, y la Religión
de San Francisco, por su Colegio de San Buenaventura, un Acto de conclusiones en cada año y
que en los Colegios de San Fernando, y San Luis y sus Reales Universidades, se tengan seis
conclusiones públicas en cada uno, de las materias y facultades que en ellos se inscribieren y
enseñaren, sustentándolas los estudiantes que por más aprobados se eligieren por los Maestros y
Catedráticos y por los Colegiales más antiguos y se prohíbe que los Regulares puedan convidar
a seglares en los teatros de dichas conclusiones, para que se evite la pública molestia que
ocasionaban en la República.
La enseñanza en las ciudades de la Audiencia

Como resultado de la visita que el padre Francisco Sierra hizo a la Provincia Jesuítica de Quito
consta una estadística que demuestra el estado de la enseñanza entre los años 1711 y 1712. Los
datos concretan el número de religiosos residentes en cada Colegio como también las rentas que
rendían los capitales, destinados a su sostenimiento.
En el Colegio de Quito había dos profesores de Gramática, dos de Filosofía, dos de Teología y
uno de Moral.
En el Seminario de San Luis había un padre, dos escolares y un hermano Coadjutor.
En Latacunga, había un hermano Escolar, que enseñaba Gramática y un hermano Coadjutor que
enseñaba las primeras letras por deber de fundación.
En Panamá un padre enseñaba Gramática y un hermano las primeras letras.
En Popayán un padre estaba hecho cargo de la enseñanza de Gramática.
En Cuenca había un padre que enseñaba la Gramática.
En Ibarra, un hermano Escolar enseñaba Gramática y un hermano Coadjutor las primeras letras
por compromiso de fundación.
En Guayaquil, un padre enseñaba Gramática y un hermano las primeras letras por obligación de
fundación.
En Riobamba, un hermano estudiante enseñaba Gramática y un hermano Coadjutor las primeras
letras por compromiso de fundación.
Junto a esta estadística, que refiere la enseñanza de los padres de la Compañía en las diversas
ciudades de la Real Audiencia, precisa añadir los datos que reflejan la enseñanza, proporcionada
por los padres Dominicos. El Capítulo Provincial, celebrado en Quito en 1747, que es un índice
de la legislación dominicana del siglo XVIII, hizo los siguientes nombramientos:
Para el Colegio de San Pedro Mártir de Quito.
Instituimos en Regente Maestro de Estudios al reverendo padre maestro fray Juan Villafuerte en
primer lugar; en segundo Regente al reverendo padre lector fray Vicente Ramírez Doctor en la
Real Universidad y Catedrático de Prima; en Maestro de estudiantes al reverendo padre lector
fray Baltazar Egas Doctor en la Real Universidad y Lector de Artes; en Lector de Vísperas al
reverendo padre lector fray Manuel Orosco Doctor en la Real Universidad; en Lector de Artes al
reverendo padre lector fray Juan Santayo Doctor en la Real Universidad; en Lector de Súmulas
y Lógica al padre lector fray Pedro Barragán Doctor en la Real Universidad; en Lector de
Gramática al padre lector fray Isidro Ramírez.
Por nuestro Colegio Real de San Fernando.
Damos un Regente y Catedrático de prima al muy reverendo padre presentado fray Domingo
Terol Doctor en la Real Universidad y Rector de dicho Colegio, quien aunque tiene acabada su
lección según costumbre en esta nuestra Provincia, prosigue ocupando dicha Cátedra; en
Catedrático de Vísperas al reverendo padre lector fray Ignacio Castra, Doctor en la Real
Universidad; en Catedrático de Moral al reverendo padre lector fray Tomás de Santa Coloma
Doctor en la Real Universidad y actual Secretario de Provincia; en Catedrático de Arte al
reverendo padre lector fray Cristóbal Garrido, Doctor en la Real Universidad Prior de Latacunga;
y en preceptor de Gramática al padre Francisco Valda.
Por nuestro Convento de Loja. - Instituimos en Lector de Gramática y juntamente predicador
Mayor y Capellán del Rosario, al reverendo padre predicador fray Clemente Celi.
Por nuestro Convento de Pasto. - Damos en Lector de Gramática, Predicador Mayor y Capellán
del Rosario, a padre fray Francisco Guerrero.
Por nuestro Convento de Guayaquil. - Damos en Predicador. Mayor, Lector de Gramática y
Capellán del Rosario al padre fray Ignacio Castro.
Por nuestro Convento de Popayán. - Damos en Predicador Mayor, Lector de Gramática y
Capellán del Rosario, al reverendo padre fray José Suasti.
Por nuestro Convento de Cuenca. - Damos en Predicador Mayor y Lector de Gramática al padre
fray Juan Ordóñez y por Capellán del Rosario al reverendo padre fray Manuel Jara.
Por nuestro Convento de Riobamba. - Damos en Lector de Gramática y Capellán del Rosario y
Predicador Mayor al reverendo padre fray Manuel Pérez.
Por nuestro Convento de la Villa de Ibarra. - Damos en Lector de Gramática, Predicador Mayor
y Capellán del Rosario al reverendo padre fray Manuel Oñate, Prior de dicho Convento.
Por nuestro Convento de Tacunga. - Damos en Lector de Gramática, Predicador Mayor y
Capellán del Rosario al padre fray Antonio Ortiz.
Por nuestro Convento de Cali; damos en Preceptor de Gramática, Predicador Mayor y Capellán
del Rosario al padre fray José Orosco.
Por nuestra Vicaría de Buga. - Damos en Lector de Gramática y Capellán del Rosario al padre
Fernardino Pedrosa.
A base de estos datos estadísticas cabe deducir una serie de conclusiones, que permiten explicar
nuestro pasado histórico. En primer lugar, el influjo de Quito en la formación del espíritu
nacional. Montesquieu observó al respecto: «Llamo genio de una nación las costumbres y el
carácter de espíritu de diferentes pueblos, dirigidos por la influencia de una misma corte y de una
misma Capital». Y a propósito del significado de espíritu, escribió: «Diversidad de cosas
dominan los hombres, el clima, la religión, las leyes, los principios de gobierno, los ejemplos de
las cosas pasadas, las costumbres, los usos: de ello se engendra un espíritu general, resultante de
todas ellas». Quito resultó la capital de la nación, por ser la sede tanto del Obispado como de la
Audiencia.
De Quito procedían las constituciones sinodales para organización de las vicarías, parroquias y
doctrinas, como también las leyes de gobierno civil de los pueblos. A su vez a Quito convergían
los candidatos a sacerdotes y religiosos al igual que los seglares para su formación cultural.
En el siglo XVI, el Colegio de San Andrés fue la Escuela práctica de Artes y Oficios, a donde
concurrían los hijos de los caciques a prepararse para poder auxiliar a curas y doctrineros en el
apostolado religioso. Fue la época de implantación de costumbres, de acuerdo con un programa
unificador de enseñanza y práctica sociales.
Por otra parte, la Audiencia, en ejercicio del patronato regio, supervigiló el cumplimiento de las
leyes.
Creado el Seminario al par de los estudiantados religiosos, de Quito salieron los sacerdotes de
ambos cleros a servir las parroquias y doctrinas y poblar los conventos. Su acción se limitó a
conservar la fe del pueblo y a mantener las costumbres sociales que revistieron los caracteres y
matices de folklore.
Organizadas las Universidades, Quito se convirtió en el centro de cultura superior para todas las
ciudades de la Audiencia. Se hizo conciencia del clima favorable a los estudios. A la enseñanza
de Filosofía y Teología, se añadió la Cátedra de Leyes, que promovió el realce cultural de los
seglares. La fundación de las Universidades en Quito trajo consigo la fundación de colegios en
las demás ciudades de la Audiencia. La enseñanza en las capitales de provincia atendió a la
educación primaria y un ensayo de secundaria como preparación de candidatos para los estudios
universitarios de Quito.
Al respecto, citaremos aquí las atinadas observaciones que hizo el presidente Molina, sobre la
situación de Cuenca y Loja, en relación con la cultura. Hablando del pueblo de Cuenca, escribió
lo siguiente: «Es religioso, sencillo, natural, fiel a sus obligaciones, fraterno para Europeos y
Americanos, sumiso y obediente a las autoridades y amante a su rey. La ilustración que ha tenido
especialmente desde que faltan los Jesuitas, ha sido como precaria y sujeta a la que podían recibir
de Quito. Compuesto el vecindario por la mayor parte de mercaderes y labradores de limitados
fondos, apenas se animaban los padres en corto número a remitir sus hijos a aquella Capital,
donde tomaban lecciones de una filosofía poco luminosa y metódica; otros de Moral, que era lo
que llamaba esencialmente su atención, con el fin de que sus hijos adoptasen al sacerdocio, a lo
que aspiraban preferentemente, siendo muy raro el que se destinaba al Foro, y por esta razón sólo
se enumeran hoy dos abogados nativos de esta ciudad. En ella lo más que se enseña es hasta
gramática latina, sin perfección».
Mejor aspiración a la cultura manifestaba los lojanos: «Los moradores son algo inclinados a las
ciencias y de espíritu regularmente despejado. La educación por esta parte se dirigía
principalmente a preparar los jóvenes para las órdenes eclesiásticas; también se aplica uno u otro
al estudio de Leyes. Con este objeto y el de comercio se encaminaban para Quito, donde han
adquirido relaciones, aumentadas por los enlaces de familias».
Igual observación podía aplicarse a las demás ciudades, con salvedad para Guayaquil, que
enviaba jóvenes de proporciones a estudiar a Lima y para Popayán que contaba con un Seminario
propio, con estudios más avanzados de secundaria y enviaba algunos estudiantes a graduarse, ya
en Quito, ya en Bogotá.
¿Cuál fue el aporte de las ciudades a la cultura que se encontraba en Quito e irradiaba a los
pueblos de la Audiencia? La lista de Catedráticos de la Universidad de San Gregorio que han
dejado manuscrito el texto de su enseñanza, se distribuye en cuatro quiteños, cinco lojanos, tres
guayaquileños, tres cuencanos, tres riobambeños, dos ibarreños y un ambateño. Los quiteños son:
El padre Nicolás Cisneros que ingresó a la Compañía en 1684 y profesó en 1701. De él se ha
conservado el texto de lógica. - Padre Nicolás de la Puente, nacido en 1677, profesó en la
Compañía en 1701. De su magisterio se conservan el curso de Filosofía y el Tratado de la Gracia.
- Padre Marcos de Escorza, quien ingresó en la Compañía en 1705 e hizo su profesión en 1722.
De su enseñanza de Filosofía y Teología han quedado manuscritos los Tratados de Lógica,
Cosmología, Sicología y Ontología y del Sacramento de la Penitencia. - Padre José Ortega, que
ha dejado un volumen sobre Cosmología.
Nativos de Guayaquil fueron: el padre Sebastián Luis Abad, catedráticos de Filosofía y Teología
Moral. Fue Rector del Colegio de Quito. Hizo su profesión en 1682 y murió en 1727.- Padre
Jacinto Morán de Butrón. De él se conservan los tratados de Filosofía. Escribió la biografía de
Mariana de Jesús y fue Rector del Colegio de Popayán el 1710 y del de Popayán en 1703. Murió
en 1749.- Padre Juan Bautista Aguirre, originario de Daule. Escribió sobre Filosofía y Teología.
Fue además excelente orador y poeta. Murió en el destierro en 1786.- En este acápite precisa
recordar nuevamente al padre Antonio Bastidas y a Jacinto de Elvia, nativos también de
Guayaquil. Según esto el aporte de Guayaquil no se limitó a Filosofía y Teología. Guayaquileños
fueron los representantes más caracterizados de nuestra poesía en la Colonia.
La contribución de riobambeños a la cultura fue, comparativamente, la más trascendental. A la
cabeza debemos colocar al padre Pedro de Mercado, quien nació en Riobamba en 1620. En 1636
ingresó a la Compañía, y tuvo su formación en Quito. Desde 1655 fue al Nuevo Reino de Granada
y ejerció su enseñanza en Tunja y Bogotá, donde falleció en 1701. En 1655 publicó en Madrid
su primer libro intitulado Destrucción del ídolo que dirán que fue traducido al italiano y al latín.
A partir de ese año publicó varias obras de carácter ascético, incluso una sobre el Rosario con el
título de Rosal Ameno y devoto. Dejó manuscrita la Historia de la provincia del Nuevo
Reino y Quito de la Compañía de Jesús, que publicó en cuatro tomos la Biblioteca de la
Presidencia de Colombia en 1957. Entre los catedráticos riobambeños de la Universidad de San
Gregorio, constan: el padre Marcos de Alcocer, que ingresó a la Compañía en 1639.
Enseñó Humanidades y más tarde los Tratados Teológicos sobre Dios Uno y el Verbo
Encarnado. - Padre Jacinto Serrano, que ingresó en la Compañía en 1724. Ha dejado manuscritos
sus tratados de Lógica y Cosmología. A todos estos Jesuitas supera, por el influjo que ha ejercido
en la cultura nacional, el padre Juan de Velasco. Su Historia del Reino de Quito y la Crónica de
la Compañía de Jesús del mismo Reino han servido de base para estudios posteriores sobre la
Historia del Ecuador, en los períodos prehistórico y colonial. Fue, además, el compilador de las
poesías que constan en el Ocioso de Faenza y constituyen un capítulo de nuestra literatura
nacional.
Junto a estos ilustres riobambeños es de justicia colocar a don Pedro Vicente Maldonado, amigo
y compañero de labor de La Condamine y la máxima representación ecuatoriana en el campo de
las ciencias.
Según la observación del presidente Molina, era reducido el número de cuencanos que se
dedicaban al sacerdocio, o a la carrera de leyes. Entre los Jesuitas que dejaron manuscrita su
enseñanza constan los padres Rodrigo Narváez, autor de una Teología Moral; Luis de Andrade,
que ingresó a la Compañía en 1716 y enseñó en el Colegio de Quito Lógica y Cosmología. Fue
también Rector de los Colegios de Loja y Guayaquil; Fernando Espinosa, Catedrático de los
tratados de Lógica, Cosmología y Ontología y también de un tratado teológico sobre la
Esperanza. A estos jesuitas cuencanos hay que añadir a Don Ignacio de Escandón, militar y
literato de relieve. En su elogio del padre Feijoo hizo la lista de unos cuantos jesuitas y sacerdotes
que eran lectores asiduos del popular benedictino, que alivió sus escritos del lastre escolástico
que dominaba en el ambiente.
Entre los Jesuitas lojanos que consignaron por escrito su enseñanza, se enumeran los padres
Antonio Ramón de Moncada, de quien se conserva el tratado De Auxilius, de carácter polémico
entre jesuitas y dominicos; Pedro de Rojas, Rector del Colegio de Quito en 1676 y Catedrático
del Tratado de Dios Uno y Trino; Diego de Ureña, Procurador del Colegio de Quito en 1685 y
su Rector en 1689. Desempeñó las cátedras tanto de Filosofía como de Teología y dejó
manuscritos el texto de Lógica, Cosmología y Sociología y el Tratado sobre los Pecados;
Sebastián Rendón, que ingresó a la Compañía en 1733, enseñó Filosofía en Popayán y en Quito
el tratado de los Novísimos y Pedro Garrido, Catedrático de Ontología en el Colegio de Quita.
Escandón mencionaba al doctor Nicolás Carrión y Vaca, sujeto de gran capacidad, que fue uno
de los lectores asiduos de las obras de Feijoo.
Representantes de Ibarra fueron los padres Manuel Manosalvas, confesor de Santa Mariana de
Jesús y catedrático de Ontología y Miguel Manosalvas, que ingresó a la Compañía en 1720 y
dictó las Cátedras de Sicología y el tratado del Verbo Encarnado.
Ambato tuvo su representante en el padre Joaquín Ayllón, conocido por su texto de Arte Poético y
de Teología Moral. Para completar el cuadro de la aportación de las Provincias a la Cultura
Ecuatoriana debemos mencionar al lojano Pedro Vicente Ramírez, autor del texto de Filosofía y
al latacungueño padre Juan Albán, que escribió también su curso filosófico.
Por lo visto, la cultura nacional durante la colonia fue ante todo de carácter religioso.
La Filosofía estuvo a servicio de los estudios tecnológicos, las exigencias de la vida pública
propiciaron también la carrera de las leyes durante el siglo XVIII. Al pueblo irradiaba esta cultura
religiosa a través de la predicación, en las iglesias el culto se mantenía mediante el influjo de las
Cofradías que era la expresión religiosa de los gremios. En el siglo XVIII se extendió la cultura
a las capitales de provincia por medio de los colegios que fundaron jesuitas y dominicanos, pero
no se dieron ya personajes representativos como en el siglo XVII, de la talla de Villarroel,
Machado Chávez, o de la Peña y Montenegro. En cambio, a mediados del siglo XVIII se
despertaron nuevas inquietudes de cultura, con la presencia de los geodésicos franceses y con el
espíritu de la Ilustración también francesa que se dejó sentir a través de Espejo.
Capítulo XII

Contribución ecuatoriana a los estudios científicos

-I-

La ciencia antes de la venida de los Geodésicos

Humboldt, con su experiencia personal y su vasta ilustración, escribió lo siguiente


en su Cristóbal Colón y el Descubrimiento de América: «Cuando se estudian los primeros
historiadores de la conquista y se comparan sus obras, sobre todo las de Acosta, de Oviedo
y de Barcia, con las investigaciones de los viajeros modernos, sorprende encontrar el
germen de las más importantes verdades físicas en los escritores españoles de
decimosexto siglo. Ante el aspecto de un nuevo continente aislado en la vasta extensión
de los mares, presentábanse a la vez a la activa curiosidad de los primeros viajeros y de
aquellos que meditaban sus relatos, la mayoría de las importantes cuestiones que aún hoy
día nos preocupan acerca de la unidad de la especie humana y de sus desviaciones de un
tipo primitivo; sobre las emigraciones de los pueblos, la filiación de las lenguas, más
distintas a veces en las raíces que en las flexiones o formas gramaticales; sobre las
emigraciones de las especies vegetales y animales; sobre las causas de los vientos alisios
y de las corrientes pelásgicas; sobre el decrecimiento del calor en la rápida pendiente de
las cordilleras y en las profundidades del océano, acerca de la reacción de unos volcanes
sobre otros y de la influencia que ejercen sobre los terremotos. El perfeccionamiento de
la geografía y de la astronomía náutica empiezan al mismo tiempo que el de la Historia
natural descriptiva y el de la física del globo en general».
Esta observación de Humboldt, que abarca en su visión el descubrimiento y la
conquista, tiene algunas comprobaciones realizadas en el territorio del Reino de Quito. El
1.º de marzo de 1535 el padre dominicano fray Tomás de Berlanga descubrió la zona
marítima de calmas equinocciales, que le llevaron a las islas de Galápagos, donde,
mediante el astrolabio, señaló el grado de latitud en que ellas se encontraban. Luego
dirigió la embarcación ruta a la costa de levante hasta atracar en Bahía de Caráquez, cuya
situación señaló a medio grado sur de la línea equinoccial.
Acerca del influjo de la línea ecuatorial en el clima fue Cieza de León el primero que
consignó una experiencia razonada. «En lo tocante a la línea, escribió, algunos de los
cosmógrafos antiguos variaron y erraron en afirmar que por ser cálida no se podía habitar.
Y porque esto es claro y manifiesto a todos los que hayamos visto la fertilidad de la tierra
y abundancia de las cosas para la sustentación de los hombres pertenecientes, y porque
de esta línea equinoccial se toca en algunas partes de esta historia, por tanto, daré aquí
razón de lo que de ella tengo entendido de hombres peritos en la cosmografía; lo cual es,
que la línea equinoccial es una vara o círculo imaginado por medio del mundo. Dícese
equinoccial porque pasando el sol por ella se hace equinoccio, que quiere decir igualdad
del día y de la noche. Esto es dos veces en el año que son a once de marzo y trece de
setiembre. Y es de saber que (como dicho tengo) fue opinión de algunos autores antiguos
que debajo de esta línea equinoccial era inhabitable; lo cual creyeron porque, como allí
envía el sol sus rayos derechamente a la tierra, habría tan excesivo calor, que no se podría
habitar. De esta opinión fueron Virgilio y Ovidio y otros singulares varones. Oros
tuvieron que alguna parte sería habitada, siguiendo a Ptolomeo que dice: "No conviene
que pensemos que la tórrida zona totalmente sea inhabitada". Otros tuvieron que allí no
solamente era templada y sin demasiado calor sino templadísima. Y esto afirma San
Isidoro en el primero de las Etimologías donde dice que el paraíso, terrenal es en el
Oriente, debajo de la línea equinoccial, templadísimo y amenísimo lugar. La experiencia
ahora nos muestra que no sólo debajo de la Equinoccial, más toda la tórrida zona, que es
de un trópico a otro, es habitada, rica y viciosa, por razón de ser todo el año los días y
noches casi iguales. De manera que el frescor de la noche tiempla el calor del día, y así
con tino tiene la tierra sazón para producir y criar los frutos. Esto es lo que de su propia
natural tiene, puesto que accidentalmente en algunas partes hace diferencia».
Cieza de León estuvo de paso en Quito en 1547 y a ese año se refieren las
observaciones que hizo sobre la línea equinoccial. Los escritos de Cueza fueron el aporte
de un particular a la labor de conjunto que había emprendido ya el Consejo de Indias.
Bajo la presidencia de don Juan de Ovando, el Consejo se interesó por obtener datos
precisos y de todo género para tener a la vista una visión sintética del Nuevo Mundo. A
Ovando le sucedió Juan López de Velasco, quien desde 1571 desempeñaba el cargo de
Cosmógrafo y cronista mayor de Indias. Velasco redactó un cuestionario de cincuenta
preguntas, que contenían puntos relativos a geografía descriptiva, botánica, zoología y
antropología, con el objeto de elaborar, sobre datos ciertos, una grande síntesis del mundo
descubierto y conquistado. Dio instrucciones para observar los eclipses de luna en los
años 1577 y 78, para verificar la longitud y altura de los pueblos.
De la verificación en Quito de estas observaciones hay una referencia del 27 de
marzo de 1585, en que el licenciado Pedro Venegas de Cañaveral escribe al Rey lo
siguiente: «En cumplimiento de una Cédula de Vuestra Majestad que vino en el pliego
del año pasado de 84 se hicieron las diligencias para tomar las alturas y sombras del sol
y luna al tiempo del eclipse de la luna que hubo en el mes de noviembre en los países
donde se pudieron hacer y se envían los recaudos de ellos en este pliego»101.
Más interesantes aún son los datos que contiene la Relación anónima de 1573. Ahí
consta la ubicación de Quito junto a la línea ecuatorial. Como efecto de la altura, «el
temple de la ciudad es antes frío que caliente». «El cielo es claro y sereno y el sol sale y
se pone con mucha alegría y nunca está cubierto de nublados, sino cuando llueve y quiere
llover». «De este octubre hasta marzo es invierno y comúnmente llueve estos meses,
excepto quince o veinte días antes de Pascua y otros tantos después, porque comúnmente
hace por este tiempo un veranillo de treinta o cuarenta días». «La tierra es sana, los
hombres comúnmente viven más que en España».
Luego informa de las enfermedades y medicinas; señala el origen y dirección de los
ríos; describe las plantas vernáculas; habla de la aclimatación de mieses y hortalizas y la
calidad de los productos; detalla la situación social de los indios y da pormenores de la
organización eclesiástica y civil. De las relaciones geográficas de Indias, la de Quito es
la más completa para la elaboración de la síntesis que procuraba realizar López de
Velasco. Al informe adjuntó el relator un plano de la ciudad de Quito.
Este interés noticioso continuó hasta los comienzos del siglo XVII. En 1604 el Conde
de Lemus formuló un interrogatorio más extenso, para poner al día el Libro de las
descripciones. Y él mismo puso su nombre en la descripción de la Provincia de Quijos,
acompañándola con un mapa, en que consta la línea equinoccial.
En el siglo XVII se atenuó la preocupación por los datos de carácter científico. El
Consejo de Indias concentró sus energías en la resolución de los problemas de gobierno
y administración. Entretanto el interés por los conocimientos científicos se había
despertado en Francia e Inglaterra con la fundación de la Academia de Ciencias, cuyo
afán de investigación eligió a la Audiencia de Quito como campo de experiencia.

- II -

La misión geodésica de Francia con Quito

El año de 1734 debe ser considerado como el del descubrimiento de América para la
ciencia. Ese año la Academia de Ciencias de París resolvió comprobar la teoría de la
redondez de la tierra, que constituía entonces un problema candente. Newton había
sostenido que nuestro planeta era un globo achatado a los polos. En virtud de la ley de la
gravitación universal, la tierra se ensanchaba en la cintura ecuatorial y al dar la vuelta
sobre sí misma fijaba la duración del día y de la noche. Cassini, en cambio, sostenía que
el mundo era un esferoide fusiforme, alargado en la dirección de los polos y era esta la
teoría corriente en la Academia de Ciencias de París. Voltaire; al margen de la Academia,
había traducido al francés los Principia de Newton y, por otra parte, los capitanes de la
marina francesa se quejaban de que los mapas trazados por los cartógrafos oficiales no
eran exactos, a causa de la teoría de Jacques Cassini, que era el astrónomo del Rey. Para
resolver el problema no vio otra solución la Academia que enviar expediciones científicas
a Laponia y al Ecuador, encargadas de medir un grado de meridiano. Los resultados,
puestos en cotejo con las medidas obtenidas en Francia por Jean Picard, darían una
solución exacta al problema de la redondez de la tierra.
¿Por qué la Academia eligió el territorio de la Audiencia de Quito como campo
propicio a la labor de la Expedición? Cuestión -era esta que implicaba el monto de gastos
necesarios para llevarla a cabo y de que dependía no sólo el éxito del fin concreto que se
pretendía, sino una serie de experiencias útiles para el progreso de la humanidad. Por otra
parte, bastaba hacer girar el mapamundi para observar que el África ecuatorial era aún
inexplorada, Borneo se hallaba todavía en el misterio y el bajo Amazonas era un tremedal
inasequible. Quito, al contrario, estaba junto a la línea ecuatorial, con montes y
explanadas que facilitaban la triangulación. Elegido el sitio, no restaba sino conseguir el
visto bueno del Rey de España, con la recomendación consiguiente a sus funcionarios de
América.
La Condamine ponderaba de este modo las ventajas de la expedición al
Ecuador: «Sin insistir en las consecuencias directas y evidentes que pueden colegirse del
conocimiento exacto de los diámetros terrestres para perfeccionar la geografía y la
astronomía; el diámetro del Ecuador reconocido más que el que atraviesa la tierra de un
Polo al otro, proporciona un nuevo argumento, por no decir una nueva demostración de
la revolución de la tierra sobre su eje, revolución que implica a todo el sistema celeste. El
trabajo de los académicos, tanto en la medición de los grados como en las experiencias
perfeccionadas del Péndulo, hechas con tanta precisión en diferentes latitudes, proyecta
una nueva luz sobre la teoría de la gravedad que ha comenzado en nuestros días a salir de
las tinieblas; enriquece la física general de nuevos problemas, insolubles hasta el presente,
sobre las cantidades y direcciones de la gravedad en los diferentes lugares de la tierra. En
fin, nos pone en el camino de descubrimientos aún más importantes como el de la
naturaleza y leyes verdaderas de la Gravedad Universal, esta fuerza que anima los cuerpos
celestes y gobierna todo en el Universo»102.
La finalidad de la expedición, por una parte, y por otra, el sitio elegido para las
observaciones, determinaron el número y calidad de los miembros que debían componer
el grupo expedicionario. Estaba integrado por sujetos especializados, que tenían una
misión concreta en el trabajo de conjunto. Eran Pedro Bouguer, astrónomo; Luis Godín,
matemático, con su primo Juan Godín des Odanais; el capitán Verguín, de la Marina Real;
Juan de Marainville, dibujante; José de Jussieu, botánico; el doctor Juan Senièrgues,
médico; M. Hugot, relojero y mecánico; M. Mabillon y el joven Couplet, sobrino
de Couplet, tesorero de la Academia.
El 16 de marzo de 1735 se hizo al mar el grupo expedicionario, que venía a cargo de
La Condamine, quien había sido preferido a Godín y Bouguerpor influjo de Voltaire. El
11 de julio llegó al Fuerte de San Luis y Verguín levantó el plano con los detalles de
longitud y latitud. El 16 de noviembre desembarcó en Cartagena, donde se juntaron don
Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, encargados por el Rey de España de acompañar a los
geodésicos franceses. La segunda quincena de diciembre, La Condamine,
Godín, Bouguer y Jussieu se ocuparon en Panamá de realizar observaciones astronómicas
y físicas, mientras se tramitaba el viaje desde esa ciudad al Ecuador.
El 27 de febrero de 1736 los geodésicos se hicieron a la vela con dirección a su
destino: en la noche del 7 al 8 de marzo pasaron por primera vez la línea ecuatorial y el
10 arribaron a Manta, situada a un grado de latitud austral. Sin pérdida de tiempo
acordaron que los marinos españoles con Godín y el grupo de franceses continuaron el
viaje hasta Guayaquil para dirigirse a Quito; quedándose tan sólo Bouguer y La
Condamine para iniciar los trabajos.
Desde el principio se identificaron con su misión de observadores científicos. El
clima tropical propicio al paludismo les dio ocasión para experimentar los efectos de un
compuesto de quina, cuyo árbol identificaron en el bosque. La Condamine no perdió
oportunidad para coleccionar ejemplares de las plantas raras, para someterlas al análisis
de Jussieu. Pero su propósito principal era buscar una base para las determinaciones
geométricas. De esta estadía en Manta aprovecharon para observar el equinoccio por un
método nuevo de Bouguer; para fijar, por la observación del eclipse de luna del 26 de
marzo, la longitud de la parte de la costa más occidental de la América del Sur; para
observar las refracciones astronómicas de la zona tórrida aprovechando la vista del
horizonte del mar; para hacer la experiencia del péndulo de segundos al nivel del mar y
bajo la línea ecuatorial. Bouguer se ocupó, además, en trazar el mapa de esta costa. En
cuanto a La Condamine pasó cinco noches en Palmar hasta conseguir el guiño de las
estrellas a través de las nubes. En la roca más saliente dejó la inscripción que
sigue: «Observationibus Astronomicis [...] hocce promontorium Aequatori subjacere
compertum est, 1736».
Un mes íntegro habían gastado en estas labores, que tuvieron por escenario la parte
de la costa que va del Cabo de San Lorenzo hasta el Cabo Pasado y el río Jama. El 23 de
abril se separaron los dos geodésicos: Bouguer partió por mar a Guayaquil en pos de sus
colegas, entretanto que La Condamine resolvió dirigirse a Quito remontando la
Cordillera. El sendero antiguo había ya desaparecido sin dejar huella alguna. Con el
propósito de completar los datos para la carta geográfica de la región, La Condamine
determinó la latitud del cabo de San Francisco y el de Atacames y luego surcó el río
Esmeraldas, para trazar el plano de su curso. Con la brújula y el termómetro a la mano,
se orientó en el dédalo del bosque, examinando la geografía botánica a medida que iba
ascendiendo la Cordillera. El contraste entre su formación parisiense y el primitivismo de
un viaje por la selva americana le permitía notar y anotar mejor las costumbres de los
indios y las características etnográficas por la variedad de climas. Tras una larga travesía
llena de penalidades llegó por fin a la población de Niguas desde donde avanzó a Nono,
no sin antes haber dejado en prenda su cuadrante, para tener con que pagar a los indios
conductores y cargueros. Dio por bien empleados sus sacrificios al poder contemplar
desde las faldas del Pichincha el maravilloso panorama de un valle con cerco de montes
en lontananza, surcado por ríos desiguales, matizado por manchas verdes de sembríos y
al centro la ciudad de Quito, punto de llegada de tan largo viaje y de partida para las
labores de la expedición científica.
No hacen a este caso los detalles que rodearon a los geodésicos en sus relaciones
sociales y con las autoridades. Mientras sus compañeras habían sido hospedadas en el
palacio de la Audiencia, La Condamine fue de incógnito al Colegio de los Jesuitas, hasta
recibir su bagaje, en que se hallaba la ropa. Entre tanto se ocupó en ordenar sus papeles
para enviar a la Academia de París las primicias de sus observaciones e hizo colocar en
la terraza del Colegio un gnomon de 8 a 9 pies de alto y trazó una meridiana, que comenzó
a servir para dar las horas a mediodía al paso del sol.
Los Académicos se encontraron juntos en Quito los primeros días de junio de 1736.
El presidente don Dionisio de Alcedo y Herrera los había recibido con afecto y distinción.
Mientras iban llegando los instrumentos necesarios, procuraron averiguar el sitio
conveniente para iniciar sus operaciones. La explanada de Cayambe fue objeto de primer
examen por parte de Verguín y de Couplet. En agosto se ocupó Bouguer de verificar las
condiciones del suelo para establecer la base, llegando a la conclusión de que el terreno
era desigual y surcado por ríos, que defraudaban las esperanzas. Cayambe abrió la tumba
de Couplet, el más joven de los geodésicos. Había comenzado a trabajar con el entusiasmo
de los años, pero una fiebre maligna le cortó la vida el 19 de setiembre de 1736.
Desechado el sitio de Cayambe, La Condamine, Bouguer y Godín optaron por la
explanada de Yaruquí, que lo examinaron juntos el 13 y 14 de setiembre. Convenidos en
el puesto de la base, comenzaron las bases de operaciones técnicas. La línea de medida
básica estaba comprendida entre Caraburo y Oyambaro, cuyos extremos señalaron con
una piedra de molino. Mientras se colocaban estacas en forma de obtener una altura
horizontal, La Condamine ascendió a un pico del Pichincha, visible a los dos extremos, y
puso la señal para las medidas de triangulación. Sin perder oportunidad de observación
científica se dividieron unos a Cayambe y otros a Yaruquí para observar el eclipse de la
luna, que sucedió el 19 por la tarde, mientras en París acaeció en la mañana del 20. A
partir del 28, los geodésicos se repartieron en dos equipos para realizar simultáneamente
la medida de la base en sentido contrario y luego cotejar los resultados. La prolija
operación se realizó del 3 de octubre al 3 de noviembre. La longitud de la base fue de
6272 toesas. Restaba precisar desde los extremos el ángulo que formaba el sol al
levantarse y ponerse, para reconocer la dirección de la base en relación con las regiones
del mundo y la de todos los lados de los triángulos siguientes. Parecía que la naturaleza
contribuía a dar a los académicos ocasión de observar todos los fenómenos. A su regreso
a Quito, sucedió el 5 de diciembre en la madrugada un fuerte temblor, cuyo epicentro se
hallaba en las faldas del Iliniza.
El ritmo del trabajo dependía en buena parte de factores extraños. No podía
realizárselo sin dinero para gastos de viajes, alimentación y peones y estaba sujeto, sobre
todo, a las condiciones meteorológicas. Para la medición de la línea base habían
aprovechado de setiembre, último mes de verano en la sierra. Tenían que disminuir el
compás de labores desde octubre en que comenzaba el invierno. De común acuerdo, se
distribuyeron las faenas para el primer semestre de 1637. La Condamine debía viajar a
Lima en busca de dinero y aprovechar de la travesía para examinar el terreno con vista a
las futuras observaciones; a Godín se le encargó la inspección de la zona occidental de
Quito; Bouguer se comprometió a recorrer el territorio comprendido en un grado al Norte
y Noreste de Quito y levantar la carta geográfica; Verguín recibió la comisión de
examinar en detalle el callejón que va de Quito a Riobamba y señalar los lugares en que
se pudiesen colocar las señales para la triangulación. A la vuelta, La Condamine se juntó
con don Jorge Juan y juntos vinieron practicando observaciones desde Paita. En Loja
reclamó un análisis prolijo el árbol de la quina: como tampoco descuidó La Condamine
de enviar a la Academia de París algunos objetos arqueológicos del tiempo de los Incas.
Una vez en Quito, los académicos emplearon el mes de julio en la verificación del
sector, para determinar la distancia de los trópicos y por consiguiente la oblicuidad de la
eclíptica. Bouguer, Godín y La Condamine enviaron por separado a la Academia el
resultado de estas observaciones que fue conocido no sólo en París sino también en
Londres debido a la traducción que Halley hizo al inglés. La Condamine por su cuenta
trazó el plano de Quito, que fue grabado en 1746.
En agosto de 1737 comenzaron los trabajos de triangulación. Bouguer, La
Condamine y Ulloa ascendieron a la pista del Pichincha, en tanto que Godín y Jorge Juan
subieron a Pambamarca. A la distancia podían divisarse a través de largos lentes, pero el
intercambio de observaciones tardaba por lo menos dos días cuando se hallaban buenos
postas. Godín trató de hacer experiencia del sonido mediante el estampido de un cañón
colocado a larga distancia. La Condamine en cambio, anotó los grados de temperatura
con un termómetro Reamur y verificó las experiencias del péndulo a la altura máxima en
que se hallaba.
En adelante prosiguió el trabajo de triangulación a lo largo del callejón interandino,
que abarcaba el espacio de un grado de latitud al norte de la línea ecuatorial y dos grados
al sur. Los geodésicos se volvieron andinistas a la fuerza. Por primera vez los picos de las
cordilleras se vieron trajinados por hombres que provistos de aparatos trataban de dialogar
de monte a monte y contemplaban de más cerca las estrellas. De este modo Cotacachi e
Imbabura, Cayambe y Mojanda, Pichincha y Sincholagua, el Corazón y Rumiñahui, el
Iliniza y Cotopaxi, Igualata y Carihuairazo, Chimborazo y los Altares y el cerro de Azuay
entraron en la red de triángulos con su altura medida exactamente y el cálculo de
distancias intermedias. Los nombres toponímicos, incorporados a la geografía de los
cronistas españoles, hubieron de sufrir modificaciones de escritura para adaptarse a la
fonética del francés y del inglés. Europa estaba pendiente de esta gran aventura científica,
que iba a comprobar la redondez de la tierra. La Audiencia de Quito fue la más
beneficiada. Sin que le costara nada, contaba con un mapa geográfico, conocía con
precisión la altura de sus montes y ciudades, había entrado en el dominio de los países
más estudiados por las ciencias.
Jorge Juan y Don Antonio de Ulloa habían recibido la comisión de examinar la
realidad social y administración política de estas regiones. Sus Noticias
Secretas revelaron detalles de la situación histórica que vivían nuestros pueblos tan
alejados de la Metrópoli. Los mismos incidentes que rodearon a los académicos en el
proceso de sus operaciones dieron a conocer mejor el estado en que se encontraba la
colonia.
Tres años enteros habían gastado los geodésicos en verificar sus operaciones. En
junio de 1739 llegaron a Cuenca, después de haber examinado el castillo de Ingapirca y
las minas de mercurio y de rubíes en las cercanías de Azóguez. Su labor se concentró
ahora en determinar la base donde debían concluir sus experimentos. La prolijidad que
habían tenido en Yaruquí se repitió en Tarqui. Una vez terminadas las medidas
geométricas, faltaba verificar la medida astronómica, que consistía en determinar la
amplitud del arco cuya longitud acababan de medir con precisión.
A la distancia de más de doscientos años la perspectiva simplifica demasiado los
hechos y no puede apreciarse el volumen de las dificultades vencidas. Basta leer el diario
de La Condamine pura adivinar el ímprobo trabajo que demandó la observación de una
misma estrella desde las dos bases extremas y el cotejo de los resultados. Además, en el
transcurso de tres años hubo La Condamine de afrontar los penosos pleitos levantados
primero por el presidente doctor José de Araujo y Río, luego en Cuenca con ocasión de
la muerte de Seniergues y por último el motivado por el levantamiento de las pirámides
de Caraburo y Oyambaro. Desde el punto de vista de la ciencia, la acción de los
académicos había tenido un éxito pleno. A base de cálculos matemáticos, realizados en
el Ecuador, se había llegado al conocimiento cierto de que nuestro planeta se ensanchaba
en torno a la línea ecuatorial. El desenlace de los actores tuvo un carácter de tragicomedia.
Couplet murió en Cayambe, al comienzo mismo de los trabajos. Juan Seniergues, médico
de la expedición, fue asesinado en una plaza de toros en Cuenca. Morainville, el dibujante
de los geodésicos, murió cayéndose desde un andamio al proyectar la iglesia de Cicalpa.
El botánico José de Jussieu perdió el juicio al ver deshecha su colección de plantas
andinas, que había cuidadosamente recogido durante todo un lustro. Igual suerte de
enajenación mental cupo a Mabillon. Luis Godín aceptó el cargo de astrónomo de la
Universidad de San Marcos de Lima. Juan Godín des Odonais casó en Quito con Isabel
de Grandmaison. Igual cosa hizo también el relojero Hugot. De la comitiva que constaba
de diez, regresaron a París, por la vía de Bogotá Cartagena, Pedro Bouguer y el capitán
Verguín. En cuanto a La Condamine, el protagonista de la expedición, decidió volver a
su patria por el río Amazonas, recorriéndola por el Pongo de Manseriche.

- III -

Contribución ecuatoriana a la misión geodésica

Cuando llegó la misión geodésica a Quito, se hallaba de Presidente de la Audiencia


don Dionisio de Alcedo y Herrera. Nacido en Madrid en 1690 vino a la América en 1706
con el virrey del Perú Marqués de Casteldosrius. Detenido en Cartagena pasó a Quito,
donde le sorprendió la noticia de que, muerto el Virrey le había sucedido en el cargo el
obispo don Diego Ladrón de Guevara, quien le llevó a Lima de Secretario. En 1710
acompañó al prelado a México, de donde fue a la Corte a satisfacer las acusaciones que
habían levantado contra el Virrey interino. Su desempeño le valió la confianza del Rey,
el cual le encomendó varios asuntos, en que puso de manifiesto su capacidad de gobierno.
El 28 de marzo de 1728 recibió el nombramiento de Presidente de la Audiencia de Quito,
adonde vino por la vía de Cartagena y Popayán. Se hallaba en el último año de este cargo,
cuando llegaron los geodésicos a cumplir su misión junto a la línea ecuatorial.
No debió ocultársele el alcance de las operaciones que iban a realizar los académicos.
El percance que sufrió al caer en manos de la escuadra inglesa, comandada por el
almirante Wager, le hizo ver la necesidad de reforzar los puertos que defendían las costas
de Darién y Panamá. Fruto de esta experiencia fue su Descripción General Geográfico-
Hidrográfica y Relación Histórica y Geográfica de la Provincia de Santiago de Veragua,
Panamá, con las adyacentes de Portovelo y Natá y las del Darién, etcétera. Como
Presidente de la Audiencia de Quito conoció más de cerca el territorio y escribió, primero,
el Compendio histórico de la Provincia, partidos, ciudades, astillero, ríos y puerto de
Guayaquil en las costas de la Mar del Sur; luego, dejó también escrita su Descripción
hidrográfica y geográfica del Distrito de la Real Audiencia de Quito y de las Provincias,
Gobiernos y Corregimientos que se comprenden en su jurisdicción. Fuera de estas obras,
compuso algunas más acerca de aspectos administrativos.
Quizás este afán de defensa militar contra los corsarios le inspiró sospechas sobre el
recorrido que hizo La Condamine por las Costas de Esmeraldas. Pero reconocido el fin
científico de la misión, prodigó atenciones a los geodésicos, si bien tuvo la cautela de
nombrar a Francisco Egas Venegas de Córdova como asistente, de parte de la Audiencia,
a los trabajos que realizaban los académicos.
La ayuda más positiva y eficaz que tuvieron los geodésicos provino de la familia
Maldonado Palomino. La unión de estos dos apellidos representaba una ascendencia de
nobleza y de holgada economía. El jefe de la familia Pedro Atanasio Maldonado había
venido de Arequipa a Riobamba al finalizar el siglo XVII. Su padre —257→ minero
de Potosí, fue caballero de Alcántara y emparentado con don Martín de Arriola,
Presidente de la Audiencia de Quito. Muy joven casó en Riobamba con doña María
Isidora Palomino y Villavicencio, hija del general don Antonio Palomino, acaudalado
vecino de esta ciudad. En el matrimonio tuvieron por hijos a don José Antonio, Ramón
Joaquín, Pedro Vicente; Clara, profesa en el Monasterio de la Concepción de Riobamba;
Isabel, monja Carmelita de las Descalzas de Latacunga; Teresa Casila, esposa del Capitán
Ambrosio de Velasco, hermano del padre Juan de Velasco; Rosa, casada con Juan Esteban
de Villavicencio y Torres y Elena, mujer del capitán don José Dávalos y Larraspuro.
De casi todos ellos hace mención La Condamine en su Diario de trabajo de los
Académicos, que traducimos a continuación: «Durante todo el tiempo de nuestra
permanencia en Quito y en el curso de nuestro trabajo, recibimos toda clase de delicadezas
y atenciones de la nobleza criolla de esta Provincia, donde han pasado un buen número
de familias nobles de España desde hace dos siglos y poseen grandes tierras y los primeros
puestos del país. Muchos se empeñaron en ofrecernos sus casas de campo que se
encontraban a nuestro paso, nos visitaron en nuestros acampamentos cercanos a sus
tierras, a donde nos enviaban provisiones y refrescos. De este número fueron, en los
alrededores de Latacunga, el Marqués de Maenza, y don Ramón Maldonado, después
Marqués de Lises, hermano de don Pedro Maldonado, de quien tendremos ocasión de
hablar. Recibimos también, al acercarnos a Riobamba, la visita de don José Dávalos,
general de Caballería y de don José de Villavicencio, Alférez Real de Riobamba: pasamos
en casa de uno y otro tanto en el campo como en la ciudad y las atenciones que nos
hicieron fueron parte a hacernos olvidar los malos ratos que soportamos en las montañas.
» Nuestra permanencia en los Elenes, en casa de don José Dávalos, fue de la más
halagüeña por sus circunstancias. No habíamos encontrado en Quito más que tres o cuatro
jesuitas alemanes o italianos que sabían el francés: nadie hablaba en los Elenes, cosa,
desde luego, nada extraordinaria: pero lo que llamaba la atención era que todos lo
entendían por escrito. El jefe de la familia tenía libros en francés y sin hablar esta lengua
lo había enseñado a sus hijos. Fui testigo que su hijo único don Antonio Dávalos, joven
de grandes esperanzas, que perdió la vida en un accidente desgraciado, tradujo en dos
días al español el prefacio de las Memorias de la Academia de Ciencias de M.
de Fontanelle. Don Antonio tenía tres hermanas, de las cuales la segunda era una niña de
diez años: puede calcularse nuestra sorpresa al verle traducir a Moréri en cualquiera parte
y pronunciar correctamente en español todo lo que leía a primera vista en francés. Esto
no era más que el preludio de lo que nos restaba ver en esta casa, donde las artes, poco
cultivadas en la Provincia de Quito, parecían haberse aclimatado en esta familia.
Hallamos montado un taller y muchas obras delicadas muy bien ejecutadas por las manos
de estas niñas. La mayor reunía todos los talentos: tocaba el arpa, el clavicordio, la
guitarra, el violín y la flauta traversera, mejor dicho, todos los instrumentos que había
visto: pintaba en miniatura y al óleo, sin haber tenido jamás un profesor. Vimos entre
otros uno de sus cuadros de caballete que representaba la conversión de San Pablo, que
contenía una treintena de figuras correctamente dibujadas, para lo cual había aprovechado
de los malos colores del país. Con todos estos recursos para agradar al mundo, su única
ambición era hacerse Carmelita: para lo cual le retenía únicamente la ternura para con su
padre, quien después de larga resistencia dio al fin su consentimiento e hizo su profesión
en Quito el 1742».
A esta referencia La Condamine añade: «El proceso de la narración no me ha dado
lugar de nombrar a todas las otras personas connotadas, en cuyas casas han permanecido
algunos de nosotros en los alrededores de Quito en diversas ocasiones, como
en Cangagua en la hacienda de don Fernando Guerrero, antiguo Gobernador de Popayán;
en Chantac en la hacienda de sus hermanas; en Iñaquito y Cochasquí, en casa de
don Manuel Freire; en Cuchicaranqui, en la de don Diego de Navas, antiguo Corregidor
de Quito; en Ambato, en casa de doña Luisa Naranjo; en un pueblo cercano a Quito en la
propiedad de don Manuel Rubio, Oidor de la Audiencia Real; en Yaruquí y el Quinche,
en casa de los curas del lugar».
De esta certificación de La Condamine se colige que personajes representativos de
la sociedad ecuatoriana supieron apreciar los trabajos de los geodésicos, no obstante, la
actitud adversa de algunas autoridades. Pero los más que se señalaron en la ayuda positiva
a los académicos fueron los miembros de la familia Maldonado.
Don Ramón Joaquín frecuentó el trato con La Condamine desde que llegó a Quito.
En las averiguaciones que se hicieron en torno a las actividades del geodésico francés,
declaró que «a corrido con amistad con el susodicho, quien las más noches ha concurrido
en casa del testigo, se trataba sólo de materias indiferentes, y regularmente de noticias de
Europa, historias, y se pasaban las noches en estas conversaciones y en la lectura de libros
franceses»103. En los momentos de penuria económica para los geodésicos, les ofreció
junto con sus hermanos, la garantía para obtener el dinero necesaria y aún puso a su
disposición la suma de 12000 pesos, hasta que llegaran de Francia las letras de cambio,
enviadas por la Academia. Durante la estadía de los científicos en el territorio de la
Audiencia, don Ramón Joaquín se comportó con ellos como un amigo consecuente y
servicial. Su hermano mayor don José Antonio no fue menos útil a los académicos
franceses y españoles. Educado en primeras letras en su nativa Riobamba, había seguido
sus estudios superiores en el Colegio de San Luis y Universidad de San Gregorio, hasta
graduarse de Maestro el 29 de junio de 1715. Ordenado sacerdote sirvió sucesivamente
las parroquias de Baños, Latacunga y Quinche y llegó a ser Canónigo de la Catedral de
Quito. Aficionado a las ciencias naturales se dio modo de alternar, con su celo pastoral,
la preocupación por las observaciones científicas. En Baños benefició las aguas,
reduciéndolas a una composición medicinal. Cuando cura del Quinche proveyó a los
académicos de la mano de obra y material necesarios al levantamiento de las pirámides.
Cuando canónigo se hizo nombrar visitador de los pueblos de la Provincia de Esmeraldas,
con el objeto de atender a la vez al mejoramiento espiritual y económico de los negros e
indios de esa región. Su padre don Pedro Anastasio, poco antes de fallecer en Quito el 12
de octubre de 1724, le dio instrucciones y poder para otorgar su testamento, como así lo
realizó el 12 de enero de 1725. Prácticamente quedó don José Antonio de padre tutelar de
sus hermanos, a quienes inspiró el afán por el realce social y la preocupación científica.
El hermano menor Pedro Vicente, nació en Riobamba y fue bautizado el 24 de
noviembre de 1704. Después de cursar primera enseñanza en su ciudad natal, se trasladó
a Quito, donde se matriculó en Artes en octubre de 1718 y coronó su carrera con el título
de bachiller y luego de Maestro, en mayo de 1721, en el Colegio de los Jesuitas. No hay
indicio de que hubiera proseguido sus estudios en la Universidad de San Gregorio. Su
vocación innata por las ciencias naturales, la cultivó por su propia cuenta. Una escena
simbólica definió su carácter en la juventud. Era su padre Alcalde ordinario de la Villa de
Riobamba. Como tal autoridad se vio en el caso de librar a la comarca de una cuadrilla
organizada de salteadores, comandada por un famoso ladrón llamado Agustín Argüello.
El encuentro fue un episodio como de guerra, en que murió el Alférez Real don Juan de
Villavicencio, cuñado de los jóvenes Maldonado. Este hecho despertó el arrojo de Pedro
Vicente, quien dio batida a los delincuentes hasta librar a su ciudad de la pesadilla de los
bandoleros. La probanza anota que este suceso acaeció cuando se restituyó a la villa
apenas concluida sus estudios en el Real Colegio de San Luis.
En 1725 al año de la muerte de su padre y cuando apenas cumplía los veintiuno,
emprendió un viaje de excursión a Canelos, con recursos propios e indios de las haciendas
familiares. El objeto fue examinar las posibilidades de una vía de ingreso a las misiones
de Oriente. Llevado de su espíritu de observación fue anotando los pueblos del tránsito,
el curso de los ríos tributarios del Pastaza y la orografía de la región, como ensayo
cartográfico que perfeccionó más tarde.
Ocupado luego en la administración de sus haciendas y obrajes, se dio cuenta de la
necesidad de abrir vías de comunicación para expendio de productos en el interior y en el
fomento de comercio con el exterior. Esta idea le hizo compaginar con el viejo proyecto
de abrir camino directo de Quito al mar por la zona de Esmeraldas. En esta empresa le
secundó su hermano José Antonio, quien viajó a Lima y en julio de 1734 se presentó al
virrey Marqués de Castellfuerte para tramitar el asunto. La resolución se remitió al
examen de la Audiencia. El presidente don Dionisio de Alcedo, no obstante, el informe
indeciso del Fiscal, concedió a Pedro Vicente Maldonado la autorización para la apertura
del camino y le nombró Teniente de Capitán General de la Provincia de Esmeraldas. De
inmediato comenzó el trabajo con cuadrillas de peones de sus propias haciendas y bajo la
dirección del joven empresario.
A esta sazón se hizo presente en la costa de Esmeraldas La Condamine y fue el
primero que aprovechó de la vereda abierta por Pedro Vicente Maldonado. El encuentro
entre los dos fue providencial para la misión geodésica. Maldonado halló en los
académicos el ambiente soñado para sus aspiraciones científicas y les proporcionó, en
cambio, sus experiencias de excursionista práctico, sus relaciones sociales y su ayuda
económica. En adelante La Condamine y Maldonado estrecharon una amistad, que fue
más allá de la tumba.
En el proceso de la labor de los académicos, estuvo muchas veces junto a ellos,
compartiendo los trabajos y penalidades de la misión. Cuando La Condamine resolvió su
regreso a Francia, se entrevistó con Maldonado en Ambato y juntos fueron a los Elenes,
para, en casa de don José Dávalos, concertar la forma del viaje de los dos a Europa. La
Condamine iría por Loja a Jaén de Bracamoros para ver con sus ojos el famoso Pongo de
Manseriche y encaminarse desde ahí Marañón abajo. Maldonado seguiría el sendero de
Canelos y continuaría el viaje por el Bobonaza hasta su unión con el Pastaza. La reducción
de la Laguna sería el lugar del encuentro. Ambos irían provistos de los instrumentos
necesarios para las observaciones relativas al trazo de la Carta Geográfica de la región
Amazónica. El plan previsto se realizó sin mayor dificultad. No así la continuación del
viaje que estuvo repleto de percances. Preferimos aquí ceder la palabra a La Condamine,
quien en sus Memorias hizo la crónica de la vida de Maldonado en Europa. «Hecho a la
vela en Pará el 3 de diciembre de 1743, en la flota portuguesa, el señor Maldonado llegó,
si mal no recuerdo, a Lisboa en febrero de 1744, tan pronto, o más bien antes que yo
arribara a Cayena. En ausencia del señor de Chavigni, Embajador de Francia, para quien
la había dado carta de recomendación, fue recibido por el señor Beauchamp, encargado
de negocios de Francia, el cual le hospedó en su casa. Don Pedro no se detuvo largo
tiempo en Lisboa; su deber y sus negocios le llamaban a Madrid. Un español de América,
es, de ordinario, mucho tiempo un extranjero en esta corte: sin embargo, el señor
Maldonado no tardó en connaturalizarse con el ambiente. Hizo imprimir, según
costumbre, una memoria, que contenía el detalle de sus servicios, con la prueba
documentada de que había abierto un nuevo puerto en las orillas del río Esmeraldas y
practicado, en un terreno cubierto de bosques inaccesibles, un camino muy útil para el
comercio de Panamá con la Provincia de Quito, que no tenía hasta entonces otro puerto
ni otro desembarcadero que Guayaquil. En una empresa intentada tantas veces y siempre
abandonada en el espacio de dos siglos, había sido menester el valor y la constancia del
señor Maldonado, para triunfar sobre los obstáculos naturales y los que se le habían
suscitado. Su mérito, y sus talentos no escaparon a la penetración de los Ministros de Su
Majestad Católica y obtuvo para su hermano mayor el título de Marqués de Lises y para
sí mismo la confirmación de Gobernador de la Provincia de Esmeraldas, con la
sobrevivencia de dos sucesores a su elección, 5000 piastras o sea 25000 libras de renta,
asignadas a la Aduana del nuevo puerto, la llave de oro y el título de gentil hombre de Su
Majestad, honores y recompensas que no tuvo tiempo de gozar.
» Vino a Francia a fines de 1746; asistió con frecuencia a las Asambleas de la
Academia de Ciencias, que le dio el título de correspondiente.
» En 1747 fue a la campaña de Flandes con el señor Duque de Huéscar Embajador
de España y acompañó a la persona del Rey en todas sus marchas; vio de cerca la batalla
de Lawfeld y el asedio de Bergop-zoom. Qué espectáculos sobre todo para los ojos de un
criollo del Perú, recién salido de un país donde los acontecimientos que cambian la faz
de Europa dan apenas a un número reducido de lectores de los diarios políticos la misma
sensación que nosotros experimentamos al leer en Quinto Curcio la toma de Tiro o la
batalla de Arbelles. Las cartas de don Pedro pueden apenas dar una idea de lo que pasaba
en su alma y de cuan profundamente se grabó en su imaginación lo que él presenció
entonces.
» El mismo año recorrió Holanda y vino a pasar el invierno en París. Faltábale
conocer Inglaterra; lo cual se le facilitó por la suspensión de las armas. Conseguido sus
pasaportes (agosto de 1748) se trasladó a Londres, que apenas le proporcionó alicientes a
su infatigable curiosidad. Hubo de detenerse a la mitad de su carrera por una ardiente
fiebre y una afección al pecho, que había descuidado por de pronto, pero de la que no
consiguieron librarle ni la fortaleza de su temperamento ni la ciencia del famoso doctor
Mead. Murió el 17 de noviembre de 1748, a la edad más o menos de cuarenta años. Su
último anhelo había sido intervenir en la Asamblea de la Sociedad Real en la que acababa
de ser propuesto como miembro. El señor Folkes, Presidente de esta entidad; el señor
Watson, célebre químico; el señor Colebrooke, nombrado Cónsul de Inglaterra en Cádiz;
el señor Montaudoin, francés, miembros todos de esa ilustre corporación, no cesaron de
darle las más delicadas muestras de su aprecio y del interés que tenían por él: este último
no le abandonó de día ni de noche mientras duró su enfermedad y recibió su último
suspiro. Estos respetables amigos, a pesar de la diferencia de opiniones en materia de
religión, le procuraron oportunamente los auxilios espirituales y temporales que habría
podido esperar en el seno de su propia familia: todos cuatro sellaron sus cosas y me
enviaron, de acuerdo con su voluntad, las llaves y su portafolio. El señor Maldonado había
dejado en París dos cajas llenas de dibujos y diseños de máquinas, así como instrumentos
de diversas clases que proyectaba llevar a su patria, donde había resuelto introducir la
afición por las ciencias y las artes, y nadie como él era más capaz de salir con su proyecto.
Su pasión por instruirse abarcaba todos los asuntos y su facilidad de concebir suplía la
imposibilidad en que había estado de cultivarlos desde su juventud. Su fisonomía que era
atractiva, su carácter suave e insinuante y su delicadeza acababa por conciliarle la
benevolencia. Tuvo por amigos en Francia, Holanda e Inglaterra a las personas de mérito
que había conocido. La Academia sintió su pérdida y el historiador de la entidad ha creído
un deber pagar un tributo a su memoria».
» He hablado en varias ocasiones de los trabajos geográficos de don Pedro. Después
de su muerte acabé de hacer grabar su mapa de la Provincia de Quito, en cuatro fojas, y
lo publiqué con su nombre. Presenté, según intención, un ejemplar a la Academia Su
Majestad Católica. ha hecho pedir las planchas de que era depositario: recibí la orden de
enviarlas al señor Embajador de España, que ha retirado de manos de un compañero de
don Pedro, al igual que un cofre que quedó en depósito, lleno de papeles, de memorias
manuscritas del difunto y de curiosidades de historia natural»104.
Esas planchas, conservadas en el Museo de Marina de Madrid, fueron entregadas
últimamente al Gobierno del Ecuador y hoy reposan en la ciudad de Riobamba, patria de
Maldonado.
La Condamine refiere que el 24 de mayo de 1742 los geodésicos fueron invitados a
un acto público, dedicado a la Academia de Ciencias de París, que se realizó en la
Universidad de San Gregorio. El acto consistía en el desarrollo de una tesis teológica
preparada por el padre Carlos Arboleda. La dedicatoria, redactada por el padre Pedro
Milanesio fue labrada en una placa de plata. El motivo consistía en una Minerva, rodeada
de Genios, bajo la figura de niños que jugaban con los atributos de las ciencias
matemáticas. El grabado al buril lo realizó un hermano coadjutor con la ayuda
deMorainville.
Morainville dejó también en la Compañía algunos lienzos pintados por su pincel.
El mismo La Condamine refiere la suerte de algunos instrumentos usados en las
operaciones. «Un Canónigo de Quito, que tenía un gusto muy vivo para las máquinas,
adquirió (el cuadrante) en mil quinientas libras a favor de la Academia, que había
comprado en novecientas, según el señor Louville. Supe después que, por muerte del
Canónigo, había pasado a poder del padre Magnin, jesuita capaz de usarlo bien. Este padre
entonces misionero y cura de Borja, de quien había obtenido muchas luces sobre la
topografía de Mainas, es ahora profesor de Derecho Canónico en Quito y correspondiente
de la Academia de Ciencias. El péndulo del célebre Graham, que Godín había traído de
Londres, fue a parar también en buenas manos: pertenece hoy día al padre (Domingo)
Terol, Rector del Colegio y de la Universidad de los dominicanos de Quito, digno por su
gusto y talento y por las obras de relojería, de poseer este tesoro. Consta de este modo
que, en este país, donde son poco cultivadas las ciencias y las artes, hay un corto número
de personas que son las depositarias de este fuego sagrado».
El beneficio que la expedición francesa reportó al país se echó de ver en los informes
oficiales de los Presidentes y Obispos inmediatos. En la Descripción de ciudades pueblos
y villas que comprende el Obispado de Quito, que hizo en julio de 1755 el Marqués de
Selva Alegre, consta en cada población el detalle de su ubicación geográfica con relación
a la línea ecuatorial.

- IV -
Pedro Franco Dávila y el Museo de Historia Natural de Madrid

Mientras los geodésicos franceses y españoles realizaban sus operaciones en el


Ecuador, un guayaquileño ilustre, establecido en París, organizaba una colección de
ejemplares de botánica, zoología y mineralogía, que llegó a ser la base del Real Gabinete
de Historia Natural de Madrid.
Pedro Franco Dávila fue bautizado en Guayaquil el 21 de marzo de 1711, hijo
legítimo del capitán don Fernando Franco Dávila, nativo de Utrera y de la guayaquileña
doña María Magdalena Ruiz de Eguino. Por asuntos particulares, viajó a Europa y residió
en París, donde gastó su legítima de 100000 pesos en formar un museo privado de obras
de arte, y objetos relacionados con las ciencias naturales, junto con una biblioteca de obras
especializadas.
Su compatriota Abel Romeo Castillo transcribe la siguiente cita, escrita por el padre
Agustín Jesús Barreiro, acerca de Pedro Franco Dávila:
Vivía en París por los años 1740-1741 un caballero
español oriundo de Guayaquil y cuyo nombre era don Pedro
Franco Dávila. Sus aficiones a las Ciencias Naturales le
impulsaron a formar un Gabinete compuesto no sólo de objetos
relacionados con la Geología, Botánica, etc. sino también de
bronces, vasos de tierra cocida, medallas, miniaturas, etc.

Veinte y cinco años invirtió Dávila en tan laudable empresa, sin escatimar gastos ni
ahorrarse molestias para aumentar más y más sus preciadas colecciones, de las cuales
esperaba obtener gran provecho para la ciencia, haciéndolas objeto de interesantes
estudios. En 1777 se vio precisado, por achaques de salud, a vender su amado Museo ante
las dificultades de llevarlo consigo al Perú, a donde pensaba trasladarse. Con tal motivo
se dirigió al Rey de España, don Carlos III proponiéndole la adquisición del mismo y
remitiéndole a la vez los tres volúmenes del catálogo correspondiente que acababa de
imprimir.
El Monarca ordenó a su Ministro, el Marqués de Grimaldi, pidiese parecer sobre el
asunto al reverendo padre Enrique Flores. Con fecha 27 de junio de 1767 se dirigía
Grimaldi a éste, por medio de la siguiente carta: «Reverendísimo padre Flores, hay en
París un vasallo del Rey, don Pedro Dávila, nacido en Guayaquil, que ha formado un
copioso Gabinete cuyo catálogo compone tres tomos. Propone venderlo al Rey, y, antes
de contestarle, quiere Su Majestad saber el juicio que forma vuestra Reverendísima de la
calidad, circunstancias y valor que tiene». La contestación del padre Flores fue favorable:
en la compra veía el principio de la creación en Madrid de un Gabinete de Historia
Natural. La adquisición, sin embargo, no se realizó sino el 17 de octubre de 1771, fecha
en que el Marqués de Grimaldi suscribió el documento en que se ordenaba el traslado de
París a Madrid de la colección de Franco Dávila.
A insinuación del mismo padre Flores se nombró al propio Franco Dávila Director
Vitalicio del Museo en proyecto, con el sueldo anual de mil doblones sencillos. En
diciembre de 1772 se halló ya en Madrid, a prestar el juramento de rigor como miembro
supernumerario de la Academia de Historia, que había sido elegido en gracia de sus
méritos científicos.
La instalación se hizo en el edificio comprado a don Francisco de Goyeneche, en la
calle de Alcalá cerca de la Puerta del Sol. La planta baja se destinó a la Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando y en el segundo piso se estableció el Real Gabinete de
Historia Natural. Sobre el dintel de la puerta del edificio puede aún hoy leerse la
inscripción que mandó grabar don Bernardo de Iriarte, que dice así:
Carolus III Rex
Naturam et Artem sub uno tecto
in publicam utilitatem consociavit
Annus MDCCLXXIV.
La inauguración del Real Gabinete se hizo el 4 de noviembre de 1776, día
onomástico del rey Carlos III. El público madrileño pudo ver exhibidos, en magníficas
vitrinas, los ejemplares de Historia Natural, que había coleccionado don Pedro Franco
Dávila en el transcurso de veinte años. El mérito del ilustre ecuatoriano fue reconocido
por los centros culturales de Europa. La Real Sociedad de Londres le nombró Miembro
Titular el 6 de junio de 1776. A pedido de los Miembros de la Academia de Berlín, el rey
Federico de Prusia le nombró también Académico de esa entidad. A la muerte del creador
del Museo, acaecida el 6 de enero de 1786, su sucesor don Nicolás de Vargas sugirió al
Marqués de Grimaldi la idea de perpetuar la memoria de don Pedro Franco Dávila,
mediante la erección de un busto, realizado sobre el molde de una mascarilla mortuoria,
que tuvo el acuerdo de hacer tomar antes de la inhumación del cadáver.
De la colección de Franco Dávila se ha publicado en tres volúmenes, en octavo,
el Catálogo sistemático y razonado de las curiosidades de la Naturaleza y de las Artes
que componen el Gabinete de don Pedro Franco Dávila, con figuras de madera las
principales piezas que aún no han podido ser grabadas, impreso en París en 1767. En la
Biblioteca Ecuatoriana Mínima se publicó también con una introducción de Abel Romeo
Castillo, la Instrucción hecha por orden del Rey para la recolección de las producciones
curiosas de la Naturaleza, destinadas al Real Gabinete de Historia Natural de Madrid.

-V-

Contribución ecuatoriana de la obra de Mutis

El resultado de cerca de once años de trabajos de la misión científica lo formularon


escuetamente don Jorge Juan y Don Antonio de Ulloa. La amplitud del arco fue de 3º 26'
52'' y el valor de cada grado 56767,788 toesas, o sea 132203 varas de Burgos. Fuera de
este resultado, se sumaron series de observaciones sobre eclipses del sol y de la luna, la
oblicuidad de la elíptica, la celeridad del sonido, la refracción de la luz, las oscilaciones
del péndulo, la altura del barómetro, etc. El nombre de Ecuador, usado por La Condamine,
señaló la región en que se habían realizado las operaciones matemáticas y los
experimentos físicos.
La botánica de la zona ecuatorial había sido también objeto de estudio por parte
de Jussieu. Por desgracia, la pérdida de la colección realizada con tanta prolijidad, privó
a la ciencia de uno de los aportes más valiosos de la misión geodésica. La colección de
Franco Dávila instalada en Madrid, fue, sin embargo, un aliciente de inquietud
investigadora por parte de España, a la cual Linneo había calificado de bárbara en la
botánica. La reivindicación del buen nombre para su patria tomó a su cargo el gaditano
don José Celestino Mutis. Nacido en Cádiz el 6 de abril de 1732, cursó sus estudios en su
ciudad natal y luego en la Universidad de Sevilla. En Madrid se graduó de médico.
Inclinado por vocación al estudio de las ciencias naturales, recibió de Jorge Juan y de
Godín la orientación en astronomía, física, botánica y medicina. En 1760 pasó a la
América, como médico de Cámara del Virrey Messía de la Cerda. Apenas desembarcado
en Cartagena se dio cuenta de que se hallaba en una tierra virgen, rica en producciones
naturales. Con el fervor de Tournefort hizo talar un bosque y formó un herbario selecto.
El primer fruto de su labor fue una colección de ejemplares de la zona tórrida, que
acompañados de descripciones y diseños envió al joven Linneo, el cual concibió el
suplemento al Genera Plantarum de su ilustre padre, imponiendo el nombre de Mutis a
una de las plantas. De este modo el joven sabio gaditano se abrió el camino a la
nombradía, cubierto de honor con el nombramiento de socio de la Academia de
Estocolmo.
Cuando Carlos III proyectó enviar expediciones científicas al Perú, México, La
Habana, Filipinas y Santa Fe, no tuvo, sino que aprovechar la presencia de Mutis en la
Nueva Granada para nombrarle Jefe de la expedición botánica, mediante cédula del 14 de
noviembre de 1783. Mutis, para cumplir mejor su cometido, organizó un Instituto del que
formaron parte muchos de sus discípulos, como Caldas, Zea, Valenzuela, Sinforoso
Mutis, Landete, Salvador Rizo y el religioso Salvador García, con algunos otros, en el
número de 18. El centro primero de operaciones fue la ciudad de Mariquita. Ahí se
dispusieron expediciones por las partes, encargadas de coleccionar herbolarios y de
acopiar semillas, maderas, resinas y plantas vivas, para ponerlas a la vista de diseñadores
europeos y quiteños.
Las fatigas inherentes a tan penoso trabajo afectaron la salud del Director, en forma
de obligarle al cambio de lugar y clima. Notificado del caso, el rey Carlos III ordenó al
Virrey de Santa Fe el traslado de la Expedición a Bogotá: «La vida de Mutis es preciosa,
decía el Monarca, en ello se interesa el progreso de las ciencias y el honor de mi nación».
El traslado de la Expedición a la capital del Virreinato se verificó en 1790. Con ayuda del
Virrey el Instituto Científico de Mutis se convirtió en el primero de la América Latina,
por su copiosa biblioteca, la sala de instrumentos y el taller del trabajo pictórico. De la
primera dijo Humboldt admirado: «La biblioteca del Presidente de la Sociedad Real de
Londres es la más interesante y copiosa colección de que puede gloriarse el Antiguo
Continente; pero debe ceder sin disputa a la de Mutis». «La sala de instrumentos, dijo, a
su vez, Caldas no cede a la biblioteca. Se cree el curioso que la visita transportado al
Observatorio de París o de Greeenvich: ¡tanto es el aparato, tanta la variedad de máquinas
científicas! Telescopios, péndulos, cronómetros, sextantes, cuartos de círculos,
barómetros, teodolitos, hidrómetros, neumáticos, eléctricas, microscópicos, y cuanto las
artes han producido de interesantes, se hallan en este depósito soberbio».
Mutis había planificado la obra gigantesca de la Flora de Bogotá o de Nueva
Granada, en trece volúmenes en folio. Para ello precisaba un equipo de pintores, que
dibujaron las láminas y las policromaran de acuerdo con los ejemplares originales. El
primer pintor de la Expedición fue Antonio García, colombiano de nacimiento, baja cuya
dirección comenzaron a trabajar dos pintores enviados de España, José Calzado, natural
de Málaga y Sebastián Méndez, nativo de Lima. Poco hicieron estos pintores a servicio
de la Flora: García se retiró por enfermedad en 1784, Calzado murió en Bogotá en la
noche del nueve al diez de marzo de 1789, Méndez dibujó doce láminas muy malas.
Mutis, por consiguiente, se vio en el caso de recurrir a Quito por la fama de haber ahí
buenos pintores. La carta del Arzobispo Virrey al Presidente de la Audiencia data del 11
de agosto de 1786. El Marqués de Selva Alegre, en cumplimiento de su comisión, acudió
a los maestros José Cortés de Alcocer y Bernardo Rodríguez, a fin de conseguir entre sus
discípulos, candidatos para trabajar a órdenes de Mutis. El resultado fue que se
comprometieron Antonio y Nicolás Cortés, que habían practicado la pintura en el taller
de su padre, y Vicente Sánchez, Antonio Barrionuevo y Antonio Silva, discípulos de
Rodríguez.
A principios de 1787 salió de Quito el grupo de pintores, en compañía de don Juan
Pío Montúfar, hijo del Marqués de Selva Alegre. Después de detenerse unos días en
Popayán, se dirigieron a Mariquita y comenzaron sus tareas en abril. Los pintores quiteños
trabajaban, bajo la dirección de Salvador Rizo, que hacía de tesorero. El salario era en
proporción a la labor. Cortés, el mayor, ganaba dos pesos diarios; Silva, catorce reales;
Sánchez y Barrionuevo, doce; Cortés, el menor diez. «Trabajaban nueve horas al día,
guardando profundo silencio en la oficina, donde, en lugar respectivo, cada uno se
ocupaba en dibujar sobre el papel, ya solamente con lápiz, ya con colores, la planta que
tenía delante. El jornal de los pagaba cada semana, deduciendo lo que cada cual había
perdido por sus faltas, no justificadas, a juicio del director»105.
Cuando la Expedición se trasladó a Bogotá en 1790, Mutis, satisfecho de la labor de
los pintores quiteños, pidió a Quito un nuevo contingente de operarios. Efectivamente se
sumaron a los anteriores Francisco Villarroel, Francisco Javier Cortés, Mariano Hinojosa,
Manuel Ruales, José Martínez, José Xironsa, Félix Tello y José Joaquín Pérez.
La experiencia de los primeros sirvió de escuela a los de este nuevo grupo. Todos,
observa Humboldt, «hacían los dibujos de la Flora de Bogotá en papel de Gran Aigle y
se escogían al efecto las ramas más cargadas de flores. El análisis o anatomía de las partes
de fructificación se ponía al pie de la lámina. Parte de los colores procedía de materias
colorantes indígenas desconocidas en Europa. Jamás se ha hecho colección alguna de
dibujos más lujosa, y aun pudiera decirse que ni en más grande escala».
A la muerte de Mutis, acaecida en Bogotá el 11 de setiembre de 1808, las láminas,
junto con los manuscritos, fueron trasladadas a Madrid y depositadas en el Jardín
Botánico. En 1911, el Director del Jardín Botánico, A. Federico Gredilla, escribió lo
siguiente: «El número de dibujos asciende a 6849 en el inventario antiguo, y en este sólo
se llega a 6717. De los 132 que restan, 122 corresponden al segundo ejemplar de
Quinología de Mutis, que La Gasca perdió en Sevilla, según consta de documentos
adjuntos al antiguo inventario. Los otros diez corresponden, o bien a dibujos que se han
contado como únicos y ocupando dos hojas pueden haberse contado como dos en tiempos
anteriores, o bien a equivocaciones antiguas o modernas al hacer el recuento. - Jardín
Botánico de Madrid 29 de setiembre de 1869».
El mérito de los pintores quiteños en la Flora de Bogotá se pudo apreciar por sus
conterráneos, al escuchar el elogio que de ellos hizo Caldas en un discurso que pronunció
en Quito en junio de 1803. Dijo entonces el discípulo de Mutis: «El grabador Smith ha
obtenido el imperio del diseño hasta nuestros días. Yo vi balancear sobre su cabeza la
corona que todos los sabios de concierto habían decretado al artista británico, cuando puse
mis pies sobre los umbrales de la sala en que trabajan los pintores. Las expresiones me
faltan, señores, para referiros lo que mis ojos han visto. La naturaleza con todas sus
gracias, colores y matices se ve sobre el papel. Humboldt, tocado de este grado de
perfección no superado, asegura que el pincel ha inutilizado las descripciones, y que, si
llegase el caso de perderse los manuscritos, podría Jussieu, u otro profesor hábil, describir
la planta con tanta perfección como si la viese viva. ¡Cuánta parte tiene en esta gloria
Quito! Los mejores pintores han nacido en este suelo afortunado. La familia de Cortés
está inmortalizada en la Flora de Bogotá. ¿Quién creyera, señores, que el pincel quiteño
se había de elevar hasta ser émulo de Smith y de Carmona? ¡Cuánto valen el talento y la
educación, unida al premio y al honor! Los hijos de Cortés, Matiz, Sepúlveda, no habrían
salido en Quito de la clase de pintores comunes; pero al lado del sabio Mutis, en quien
hallaron un tiempo padre celoso de la pureza de sus costumbres, un director de su genio,
y admirador de sus talentos, desarrollaron sus ideas y han hecho ver al universo que el
quiteño con educación es capaz de las mayores empresas. ¡Ah! si el ilustre Mecenas como
pensaba ahora diez años visitar este suelo, lo hubiera verificado, estoy seguro que Cortés,
los Samaniegos, Rodríguez, habrían representado en el Nuevo Continente a Mengs,
Lebrount y el Ticiano»106.

- VI -

Caldas y Humboldt en el Ecuador

El discípulo más distinguido de Mutis, Francisco José de Caldas, vino a Quito en


agosto de 1801. Antes de emprender el viaje había tenido noticia de la llegada de
Humboldt a Bogotá. No obstante, el deseo de tratar con el sabio alemán en Santafé, hubo
de antelar su venida a Quito, por un pleito de familia cuya resolución había sido remitida
en apelación a la Audiencia de Quito. Aquí, el 21 de noviembre, presentó un oficio,
solicitando licencia para firmar sus escritos de defensa, sin valerse de abogado y
presentando un expediente que acreditaba los estudios de Derecho, realizados por él en el
Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.
El trato con Mutis había suscitado en él la preocupación por las ciencias de la
naturaleza, cuyo estudio casi absorbente menoscabó su salud, hasta influir en su carácter.
Para conocerle en su intimidad y sus actividades hay que servirse de la serie de cartas
confidenciales, que escribió a Mutis y a sus amigos. En su epístola de mayo de 1901 a
don Santiago Arroyo le revela el descubrimiento de un nuevo método para medir las
alturas y el influjo de la temperatura sobre el agua en ebullición. Ruega que guarde secreto
sobre el hecho en vista de aproximarse la llegada de Humboldt y Bonpland, cuyo
arribo «espera con impaciencia, no para contribuir con nada a este sabio, sino para
aprovecharse de sus luces».
Los intereses de economía personal son secundarios en la mente de Caldas. Sus
propósitos los describe líricamente a su mismo amigo Arroyo. «La geografía, escribe, la
astronomía, la botánica, zoología, ornitología, mineralogía, química, meteoros,
agricultura, pintura, música, escultura, grabado, artes, comercio, política, rentas, estudios,
elocuencia, lengua, medicina, educación, carácter, usos, vestidos, casas, muebles, milicia,
tribunales, monumentos, antiguos, todo cuanto quepa en nuestros cortos conocimientos,
todo cuanto se ofrezca a nuestros ojos, va a observarse volúmenes inmensos verá usted
dentro de pocos años, porque es necesario digerir el inmenso material que preparamos y
que acopiamos en nuestro viaje. ¡Ah si pudiera ser usted uno de los viajeros al Ecuador!
Voy, mi amigo, a ver uno de los países más célebres del reino: estos lugares honrados con
la presencia de los mejores astrónomos del siglo XVIII de los héroes de la astronomía».
Tales eran las ideas que bullían en la imaginación de Caldas al venir a Quito.
Entretanto, Humboldt, acompañado de Bonpland, después de visitar a Mutis en
Bogotá, se dirigía por Popayán a Quito. Los dos viajeros europeos encarnaban, cada uno
a su modo, el espíritu del científico de la época. Humboldt, formado en un ambiente
familiar y social aristocrático, se había desde niño impuesto el ideal de ser un
conquistador por el talento. Con vista de este destino se le confió la primera formación al
venerable profesor Kunth. A los dieciocho años frecuentó la Universidad de Francfort y
a los veinte la de Gatinga, centro del saber en las ciencias físicas. Completó su anhelo de
formación científica en Friburgo con las clases del profesor Werner, especialista en
geología. La dedicación a las ciencias no le impidió compartir la amistad con los jóvenes
más famosos de Alemania: Stein, los condes von Hagin y sobre todo Forster, que había
acompañado a su padre en el segundo viaje del capitán Cook alrededor del mundo. De
Forster concibió la idea de realizar también él, pero con inquietud científica, un viaje en
contorno del planeta. En Friburgo conoció al mexicano Andrés del Río que le ponderó las
riquezas de la América.
La muerte de la baronesa von Humboldt en 1796 determinó el comienzo de
realización de los sueños de Alejandro. Fue, desde luego, a Jena para estudiar astronomía,
donde visitó a Goethe y Schiller, y pasó a Dresde con el fin de ejercitarse, bajo la dirección
de Köner, en el uso de los instrumentos astronómicos y meterológicos. Así, ampliamente
preparado, se dispuso para venir a la América.

Su compañero Aimé Bonpland era médico desde los veinte años. En la Sorbona había
tratado a Jussieu, que le habló de la Flora Ecuatoriana. Luego con Lamarck
y Desfontaines cultivó sus aficiones a la botánica y, en general, a las ciencias naturales.
Estaba dispuesto para realizar una expedición al Nilo, con el capitán Baudín, cuando se
encontró con Humboldt. Desde el primer instante se compenetraron sus almas para formar
el binomio, que debía reconquistar la América para la ciencia. La economía de la
expedición estaría a cargo de Humboldt: el aporte de cada uno completaría el plan de
labor conjunta.
Los dos llegaron a Cuba con el propósito de realizar una gira alrededor del mundo
con el capitán Baudín. Frustrado este plan, cambiaron este ideal con una empresa que
benefició a Venezuela, Colombia y Ecuador. El examen de la cordillera de los Andes
daría a la ciencia un aporte de experiencias nuevas, para integrarlas al Cosmos, síntesis
de la visión universal de Humboldt. No era ya la medición de un arco del meridiano para
comprobar la redondez de la tierra. Al sabio ademán le inquietaba ahora la observación
de la estructura geológica, de los fenómenos vulcanológicos, de las leyes físico-
climatológicas, sin olvidar la riqueza de la flora. En vez de abreviar el viaje a Quito por
la travesía de Panamá a Guayaquil, prefirió la ruta por tierra de Cartagena a Bogotá para
conocer a Mutis, el gran discípulo y alumno de Linneo. Comprobó la merecida fama de
que gozaba ya el sabio gaditano, de quien recibió un obsequio de 100 láminas de las
mejores de su flora, que remitió al Instituto de Ciencias de París. Pudieron Humboldt y
Bonpland apreciar el mérito de los pintores quiteños en la obra de la Flora de Bogotá,
dirigida por Mutis. A este sabio dedicaron el libro de Plantas Equinocciales que
publicaron más tarde. Además, Humboldt le dedicó su Geografía de las plantas, en que
llamaba a Mutis ilustre patriarca de los botánicos.
Después de dos meses de permanencia en Bogotá, Humboldt y Bonpland se
dirigieron a Quito, atravesando las fragosas montañas de Quindío y luego los anchos
valles de Popayán y Pasto.
Caldas, que anhelaba la llegada de los sabios europeos, escribió entusiasmado a su
amigo Arroyo, en diciembre de 1801: «El Barón de Humboldt está muy cerca de nosotros:
salió de Popayán el 27 de noviembre y yo me hallo afanado con el viaje a Ibarra. Quiero
tratar a solas, y libre de tropel de aduladores, a este hombre grande; quiero manifestarle
mis observaciones en todo género y recibir sabias lecciones sobre ellas. ¡Qué esperanzas
tan fundadas tengo de formarme astrónomo!». Días después relata las impresiones de su
primer encuentro. «¡Qué ingrato sería yo si no le comunicara cuánto me ha pasado y
cuánto me ha enseñado el Barón de Humboldt, este joven prusiano, superior a cuantos
elogios se puedan hacer! Me transporté a Ibarra, como le anuncié a usted, por antelar el
momento de conocerlo; salí algún trecho de aquí, y le hallé el 31 de diciembre de 1801,
a las once del día. ¡Qué momento tan feliz para un amante de la ciencia! Yo fui el primero
que me le presenté y sin detenerse un instante me comenzó a tratar con una franqueza y
liberalidad sin igual. ¡Qué noticias tan exactas trae de mí y de mis cosas!».
Humboldt, al llegar a Quito, se alojó en casa de don Juan Pío Montúfar, Marqués de
Selva Alegre. La impresión que le causó el ambiente familiar puede colegirse de las frases
que escribió a su hermano Guillermo. «El Marqués de Selva Alegre, dice, ha tenido la
bondad de instalarnos en una casa excelente, donde después de las fatigas soportadas en
nuestro viaje, encontramos todas las comodidades que sólo en París o Londres se podrían
exigir». A la verdad, el ascendiente social del Marqués rodeó al ilustre huésped no sólo
de toda clase de atractivos, sino que su holgura económica facilitó los medios para las
excursiones y experimentos del sabio alemán. Además, el Marqués era amigo de Mutis,
a quién había proporcionado los pintores quiteños de la Flora de Bogotá, motivo éste que
le unía en afecto común con Humboldt y con Caldas.
La formación aristocrática del Barón le hacía compaginar espontáneamente con los
compromisos sociales, sin menoscabo de la seriedad investigadora: actitud que no podía
comprender Caldas, tanto más cuanto que Humboldt demostró sus preferencias por el
joven Carlos Montúfar, en quién veía una esperanza promisoria para la causa de la
ciencia. El hecho es que Caldas sintió amortiguarse su entusiasmo por el sabio prusiano,
sobre todo cuando este declinó la compañía del severo payanés en su viaje a Lima,
México y Europa, prefiriendo la del hijo del Marqués.
Este contraste de nacimiento y formación explica la diferencia de impresiones que
sintieron Humboldt y Caldas sobre la sociedad y cosas del Ecuador. Fray Vicente Solano,
que defendió a Cuenca de las inculpaciones de Caldas, escribió con razón:
Decía Fontenelle, hablando de Leibniz, que era un
hombre que llevaba adelante todas las ciencias. Se puede
aplicar este dicho a Humboldt, con mucha razón. [...]
Humboldt a los veinte y ocho años de edad era un sabio
completo. [...] Las ciencias le deben mucho, y principalmente
su viaje a América le trasmitirá a la posteridad. [...]
Particularmente la botánica fue enriquecida por él, de suerte
que hizo conocer a Europa más de cinco mil especies y
géneros, incógnitos antes de su viaje. [...] Si como sabio es
apreciable, lo es también como viajero. [...] ¡Con qué
moderación no habla de los usos y costumbres de los
americanos! Muy diferente en esto de otros viajeros. [...] En
Humboldt todo se reduce a la ciencia. [...] Los americanos
jamás deben olvidarse de Humboldt: los escritos de este sabio
les han hecho conocer el país en que viven.

Humboldt había escuchado al profesor Werner explicar la teoría neptunista, según la


cual el origen y causa de todas las formaciones geológicas se atribuían a la acción de las
aguas. En los Andes ecuatorianos pudo observar de cerca las hileras paralelas de volcanes,
cuya disposición geográfica no depende de la configuración superficial del globo, sino de
condiciones que siguen a mayor profundidad. Adelantándose a la teoría vulcano-
mecánica de los volcanes, escribió: «Los problemas que, por largo tiempo, parecieron
enigmáticos a Geognosto en su tierra nórdica, encuentran su solución en las regiones
ecuatoriales. Aunque las zonas lejanas no nos comprueban la existencia de nuevas
variedades petrográficas, nos enseñan empero su universalidad y las grandiosas leyes,
idénticas en todas partes del mundo, según las cuales los materiales pétreos de la corteza
terrestre se sostienen mutuamente, se rompen e intercalan y se levantan impulsados por
fuerzas elásticas». «Según esta teoría, comenta el doctor Sauer, los volcanes deben
haberse levantado en las regiones donde la corteza terrestre cavernosa está minada por
fuegos subterráneos». La «fuerza elástica de los gases ardientes habría empujado la
corteza pétrea hacia arriba formando protuberancias cupulares o campaniformes. O la
doma volcánica hubiera quedado en su forma original como cúpula de traquita sin cráter,
o, por hundimiento ruptural de la parte superior de la cúpula, habría resultado un cráter,
constituyendo así una comunicación permanente con el interior del globo, la que sirvió
de conductor para el derrame de las lavas líquidas».
A principios de abril de 1802, Humboldt acompañado de Bonpland y Montúfar,
ascendió al Antisana hasta la zona de las nieves. Recorrió el Antisanilla, cerca de
Pinantura, y formuló la opinión de que se trataba de una corriente de lava, que se había
derramado a partir del zócalo del volcán.
El 14 de abril hizo su primera ascensión al Pichincha, seguido de numeroso séquito.
La falta de un guía perito no le permitió sino orientarse sobre la topografía y la situación
de los diversos picachos del macizo volcánico.
A principios de mayo se dirigió a la hacienda del Marqués de Maenza, con el
propósito de ascender al Cotopaxi. Desde la hacienda de La Ciénaga, «se ve, escribe, al
mismo tiempo y en su proximidad estremecedora, el colosal volcán Cotopaxi, los picos
titánicos de los Illinizas y el nevado Quilindaña. Es una de las vistas más majestuosas e
imponentes que me han ocurrido en ambos hemisferios». Con Bonpland subió a las faldas
occidentales del Cotopaxi. La estructura de su cono no correspondía a la teoría del
levantamiento mecánico. Desde el principio la lava derramada ha construido el edificio
del cono, sobreponiendo las capas de masa lávica, en alternación con capas de ceniza y
arena, expulsadas por las erupciones explosivas.
De vuelta a Quito, organizó su segunda ascensión al Pichincha, el 26 de mayo, guiado
por Javier de Azcázubi, conocedor de los picachos por sus excursiones de cacería. Esta
vez le fue dado observar el fondo del cráter con su aspecto caótico. De vuelta a la ciudad,
en la tarde del 27 se sintieron en Quito unas vehementes sacudidas, que hicieron pensar
en una erupción del Pichincha. Humboldt no quiso perder la ocasión de observar de cerca
el escenario del fenómeno. De inmediato resolvió una nueva excursión, en compañía de
Bonpland, Caldas y Montúfar. A las cuatro de la mañana del 28 salieron apresuradamente
de Quito y a mediodía estuvieron a los bordes del cráter. Luces azuladas se entrecruzaban
en el espacio, causadas por la deflagración del azufre. Se experimentaron al mismo tiempo
temblores vehementes, sin ruidos subterráneos. Después de cada sacudida aumentaba el
olor de ácido sulfúrico. A principios de junio dejó Humboldt la hospitalaria mansión del
Marqués de Selva Alegre y con Bonpland y Carlos Montúfar se dirigió a Riobamba, con
el objeto de ascender al Chimborazo. El 22 de junio comenzó la empresa. Después de
pernoctar en Calpi salieron en la madrugada del 27, a reconocer las cuchillas exentas de
nieve, que habían podido divisar con el telescopio. En el proceso de ascensión se
detuvieron a 4815 metros de altura, que pudieron precisar por la presión barométrica y
los demás instrumentos de medición. Comprobaron luego que la altitud en que comienzan
las nieves perpetuas era de 4815 metros, continuando la ascensión llegaron a la altura de
5610 metros. Humboldt dedujo, de este modo, los efectos que la ascensión produce sobre
el viajero. «Es una característica propia de todas las excursiones por las cadenas de los
Andes que encima del límite de las nieves perpetuas los hombres blancos se encuentran
en las situaciones más arriesgadas, sin guía siempre y aún sin conocimientos del lugar.
Allí está uno siempre en el primer puesto». En cuanto a la estructura, «el Chimborazo
recuerda las protuberancias de la corteza terrestre exentas de cráteres que comunican el
interior del globo con la atmósfera, protuberancias que fueron agolladas por la fuerza
elástica de los ardientes gases subterráneos».
Humboldt midió también las alturas del Tungurahua, Carihuairazo y los Altares.
Luego siguió su viaje al sur para examinar las plantas de la quina en Loja y el curso
superior del Amazonas y avanzar a Lima con el fin de observar el pase de Mercurio por
el disco solar, que debía realizarse el 9 de noviembre de 1802. El servicio de Humboldt
al Ecuador fue de más trascendencia en la propaganda científica. Aparte de los problemas
vulcanológicos y mineralógicos dio a conocer los fenómenos relacionados con la
influencia de las diferentes altitudes en la vegetación y en las condiciones físicas de la
atmósfera, además de su acción fisiológica sobre el hombre. Ilustrados por dibujos y
croquis, aparecen en los Aspectos Pintorescos de las Cordilleras y en sus Diarios,
nuestros volcanes, los castillos incaicos del Callo e Ingapirca, sobresaliendo los
ejemplares de botánica equinoccial, que estudió de consuno con Bonpland.
De Quito conservó y expresó el mejor recuerdo. Apreció la riqueza de su arte y sus
bibliotecas y ponderó la belleza de su paisaje. En sentir de Humboldt, «la provincia de
Quito es una de las regiones más admirables, preciosas y pintorescas del mundo».
Mientras Caldas trataba con Humboldt y Bonpland, escribió una Memoria sobre el origen
del sistema de medir las montañas y sobre el proyecto de una expedición científica. En
ella certifica, refiriéndose a la Botánica, que «nada iguala a las diversas formas y a las
plantas caprichosas de la parte alta de Quito». Bonpland, en un viaje rápido al Antinsana,
halló más de cincuenta plantas, entre ellas géneros nuevos. Caldas proyectaba recorrer
despacio la zona de Quito para descubrir nuevas especies. De Bonpland había aprendido
el método: «Toda planta que se presenta se clasifica, se describe y se esqueleta. Su
determinación se reserva para cuando haya libros y sosiego». Sin ser un especialista
confiaba en su habilidad para el dibujo y requería de Mutis papel apropiado para desecar.
Los hallazgos irían a enriquecer la Flora de Bogotá.
Más optimista se manifestaba Caldas sobre su descubrimiento de medir las alturas
mediante el termómetro y el barómetro, en relación con la presión atmosférica. La
conversación con Humboldt sobre el asunto le llevó a examinar los resultados a que había
llegado Sucio. Este no había pensado en el agua hirviendo. Lo cual le lisonjeaba de ser
autor de un pequeño descubrimiento.
Luego confesó paladinamente las ventajas que había conseguido del trato con
Humboldt. «La astronomía, dijo, ha hecho mis delicias y he adquirido en estos ramos
algunos conocimientos. Ya no creía que obraba con tanto acierto hasta la llegada del
Barón. He confrontado mis observaciones, he manifestado mis pobres y miserables
instrumentos y han agradado a este viajero. Ellas antes de conocerme, le arrancaron un
elogio, que el amor propio más desordenado, quedaría satisfecho. Es preciso confesar en
honor de este sabio y de la verdad que me ha dado luces inmensas en la astronomía, me
ha perfeccionado en el uso del optante, me ha dado un rico catálogo de quinientas sesenta
estrellas, la fórmula para el cálculo de las declinaciones, tablas de refracción a diferentes
elevaciones sobre el mar, los métodos de La Borda para las distancias de la luna al sol,
mil pequeñas prácticas para la perfección de las observaciones; todo esto y mucho más
debo a este prusiano: sería un ingrato si no lo confesara abiertamente. Me ha puesto en
estado de manejarme por mí solo y de hacer algo de provecho».
Confiado en esta suficiencia personal exponía a Mutis el proyecto de hacer un viaje
de estudio a México, la Habana, Santo Domingo, Jamaica, Puerto Rico y Cartagena. Más
explícito se manifestó en su Memoria sobre el plan de un viaje proyectado de Quito a la
América Septentrional, presentada al célebre Director de la Expedición Botánica de la
Nueva Granada, don José Celestino Mutis. Detallaba el plan de trabajo, que era observar
los monumentos, trazar la carta topográfica, dibujar planos y vistas, diseñar ejemplares
de botánica y zoología, coleccionar muestras de mineralogía y hacer observaciones
astronómicas y barométricas, sin descuidar la agricultura y las manifestaciones de artes y
oficios.
No pudo realizarse este proyecto de Caldas. Sin salir del Ecuador redujo a su
territorio el escenario de sus observaciones. En abril de 1803 escribió su Memoria de la
nivelación de las plantas que se cultivan en la vecindad del Ecuador. Pretendió elevar a
categoría de ciencia el resultado de sus observaciones, cuya ventaja y utilidad
aprovecharían los agricultores, con trascendencia a la economía nacional.
Entre julio y agosto de ese mismo año hizo el recorrido de Quito a las costas del
Pacífico, por Malbucho, a instancias de Carondelet. Era una nueva tentativa de la vieja
idea de hallar una salida breve de Quito al mar Pacífico.
En mayo de 1804 realizó un viaje de observaciones de Quito a Cuenca y luego a
Loja, llevando un diario en que consignó todos sus experimentos de carácter científico,
ratificando y a veces rectificando algunas de las observaciones de viajeros anteriores.
Como fruto de este viaje escribió laMemoria sobre el estado de las quinas en general y
en particular sobre la de Loja.

- VII -

Mejía y el padre Solano

En junio de 1803, Caldas pronunció un discurso en el Colegio Seminario de San


Luis, en que celebró a Mejía Lequerica por haber introducido en el plan de estudios la
Botánica. «Sólo a Quito, dijo, pertenece el honor de haberla puesto en manos de su ilustre
juventud y hecho de ella un ramo de la educación pública. Todos los pueblos de la Nueva
Granada oirán con asombro esta feliz revolución, este noble atrevimiento del joven Mejía.
Ah señores, es preciso una alma grande y emprendedora, un espíritu vasto y atrevido,
para elevarse sobre sus compatriotas, para arruinar con una mano las preocupaciones y
sustituir en su lugar los conocimientos útiles que hacen el apoyo y la esperanza de la
sociedad. Esto es lo que acaba de verificar a nuestros ojos este joven digno de mejor
fortuna y acreedor a un eterno reconocimiento. Ilustre juventud que actualmente os
educáis bajo tan sabio preceptor, felicitaos, dad gracias a la Providencia por haber nacido
en tiempos tan felices. Recoged y conservad con cuidado las semillas preciosas de la
ciencia que acabáis de recibir de su mano. Tal vez ahora no conocéis toda la extensión
del beneficio que se os acaba de hacer; día llegará en que asombrados con el tesoro de
luces que poseéis, que, apreciados por todas partes, establecidos en los mejores puestos
del Estado, os acordéis que todos esos bienes han sido dimanados de la educación sabía
que merecisteis en vuestros primeros años. No lo dudéis: Mejía acaba de echar los
fundamentos de vuestra felicidad».
Caldas sirvió de intermediario para establecer un intercambio epistolar entre Mutis
y Mejía. Según el mismo Caldas, desde que Mejía recibió consejos científicos de parte de
Mutis, «no piensa, no habla, no respira sino botánica». Esta afición de Mejía a la botánica
pudo desarrollarse bajo la dirección inmediata de don Anastasio Guzmán y Abreu, que
murió en las cercanías de Baños, víctima de su curiosidad científica. Este botánico
español dio un certificado a favor de Mejía, que revela la actividad de ambos en el campo
de las ciencias. Dice así: «yo el infrascrito profesor Práctico de Farmacia, Galénica y
Clínica, recibido y revalidado en Sevilla, Puerto de Santa María, Guayaquil y Quito,
Catedrático, que fui de Botánica en la Real Sociedad Médica de Sevilla, etc., certifico en
la forma que puedo, debo y ha lugar en Derecho, que habiendo venido a esta ciudad el
año pasado de ochocientos uno para ejercitar en ella la Farmacia y Clínica y continuar
mis descubrimientos en los tres ramos de Historial Natural, a, saber, Mineralogía,
Zoología y Botánica: arrebatado el doctor don José Mejía de su ardiente deseo de saber,
solicitó mi amistad casi en el primer año de mi llegada, y desde aquel momento se sujetó
enteramente a mi dirección y enseñanza en las facultades ya referidas, sin perder desde
entonces hasta hoy la ocasión más mínima de aprovecharse de mi trato, operaciones y
escritos, acompañándome a mis peregrinaciones y haciendo otras por sí, en las que ha
descubierto y descrito varios géneros y especies nuevas de vegetales, cuidando siempre
de inquirir sus virtudes y usos para el alivio de los enfermos y la ilustración de su patria,
con cuyo fin se halla también trabajando los nuevos sistemas botánicos, que pueden
contribuir a los progresos de la ciencia de la Flora, a que más se ha aplicado. Es cuanto
puedo afirmar en obsequio de la verdad. Quito, trece de mayo de mil ochocientos y cuatro.
Anastasio Guzmán y Abreu»107.
El 2 de mayo de 1807, la esposa de Mejía, doña Manuela de Santa Cruz y Espejo,
presentó un escrito ante el Alcalde Ordinario de Quito, en que afirmaba que su
esposo «cuidaba de la mantención y vestuario» de don Anastasio Guzmán, a quién «el
doctor Mejía le acompañó en muchas expediciones botánicas a Otavalo, Cocaniguas, etc.,
trabajando juntamente con él en escribir y recoger plantas y demás producciones
naturales; como también, cuando se hallaba aquí, en coordinarlas y denominarlas con
igual esmero y trabajo»; y que Guzmán, «satisfecho de los conocimientos científicos de
Mejía, y confiado en el amor que éste le profesaba, le donó y cedió sus papeles para que
Mejía cuidara de coordinar la obra según los principios y fundamentos que le había
comunicado, y le diese a la luz pública».
La inquietud por las ciencias naturales halló cabida en fray Vicente Solano, como un
descanso a sus múltiples labores de apostolado sacerdotal y de la pluma. Había leído
la Historia Natural de la Escritura o exposición descriptiva de la geología, botánica y
zoología de la Biblia, de Guillermo Carpenter y se compenetró de la utilidad que podría
reportar, a un cura de montaña, el estudio de las ciencias naturales para hacer el bien a los
feligreses. A tiempo leyó las obras de Caldas y de Humboldt y sobre las bases de estos
científicos trató de investigar por su cuenta las ventajas prácticas, que podían deducirse
de las propiedades de las plantas.
Cultivó estrecha amistad con el dominicano padre Buenaventura Figueroa. Desde el
Perú le había enviado un catálogo de los libros que podían serle de provecho. El 29 de
setiembre de 1849, le pidió que le consiguiera los Elementos de Anatomía, Fisiología,
Zoología y Botánica, para instrucción de personas curiosas que no hayan frecuentado
las aulas, por don Teodoro de Almeida. El 19 de marzo de 1850 volvió a escribirle
solicitándole que, por medio de monsieur Pettit, hiciese venir de Francia la Genera et
species Plantarum Equinoccialium, del Barón de Humboldt. El 1.º de diciembre de 1853
le avisaba que había recibido ya la obra pedida, cuyo costo había sido de treinta pesos.
Escribió las reseñas biográficas de Humboldt y de Caldas. El primero le entusiasmaba
como hombre y como sabio. Puede colegirse su impresión por el siguiente acápite: «Cada
vez que encuentro una planta en algún lugar designado por él, me viene a la imaginación
su presencia: ¡aquí estuvo Humboldt! digo para mí solo, cuando voy en compañía de
otros. ¡Gracias a Humboldt sé la altura en que me hallo con respecto al nivel del mar! No
puedo dejar de referir lo que en cierta ocasión me sucedió. Había leído, en la parte
botánica, que entre Burgay y Deleg se halla una nueva especie de aralia, descrita por este
sabio con el nombre de aralia avicermisefolia. Por cerciorarme fui a buscarla en el sitio
donde crece; y en efecto, la encontré en el punto en que se comienza a descender al lugar
llamado Verdeloma. Hay allí mucha abundancia de estas plantas, y ellas me excitaron
estas reflexiones: «¡Aquí estuvieron Humboldt y Bonpland! ¿Cuál será la planta que les
sirvió de modelo para sus descripciones? ¿O serán otras las que existen ahora? ¡Qué
conversación tan amable no tendría yo con estos sabios en esta soledad sobre las plantas
y sobre otras materias! Confuso con estas ideas, daban vueltas en aquel recinto de aralias,
y me parecía que en toda aquella colina circulaban los manes de Bonpland y las sombras
de Humboldt: esto me causó tal consternación, que me apresuré a salir de aquel lugar,
corriendo a rienda suelta, hasta que pudo distraerme en bastante espacio el encuentro de
un amigo».
Con esta sensibilidad de aficionado a las ciencias naturales hizo su primero y
segundo viaje a Loja, con el intento de observar las especies de quina, los minerales y
animales de la zona y las condiciones del aire y del agua. Numeró las plantas, con su
nombre vulgar y técnico que podían servir para fines medicinales. Hizo observaciones
sobre el clima de Cuenca, sobre los grados de calor que pueden soportar los animales,
sobre las plantas andinas y las ermenagogas. Fue el primero que sometió a crítica
científica las afirmaciones del padre Velasco sobre las plantas que describió en su Historia
Natural.
García Moreno y las primera Politécnica

En 1849 en que el padre Solano realizaba su Segundo viaje a Loja, García Moreno,
presente en Riobamba de viaje para Europa, verificaba, con el ingeniero Wisse, una
excursión al Sangay. En enero de 1850 partió para el viejo mundo y visitó algunas
ciudades de Inglaterra, Alemania y Francia, en aire de observación de centros industriales
y de comercio, no sin reparar la situación política de Europa, que estaba «ardiendo
sordamente y preparándose a reventar».
En 1855 viajó por segunda vez a Europa y en enero del año siguiente se consagró en
París a los estudios de las ciencias naturales. El 14 de enero de 1856 escribía a su cuñado
don Roberto Ascázubi: «Mucho le recuerdo en el curso de física que sigo porque le
conozco aficionado a esta ciencia tan hermosa. [...] En el de química ocupo uno de los
asientos reservados, inmediato al profesor, gracias a la recomendación
de monsieur Boussingault. A más de estos cursos, dictados
por monsieur Despretz (Física) y monsieur Balard (Química), sigo el de Geología de
míster Milne-Edwards, el de Análisis de Química Orgánica de M. monsieur Boussingault,
el Álgebra Superior de monsieur Duhamel, el de Cálculo Infinitesimal
de monsieur Lefeboure de Fourrey, y el de Mecánica Racional comenzado
por monsieur Sturem y continuado, por su fallecimiento, por monsieur Puisieux. Todos
estos son sabios de primer orden, conocidos por las obras que han publicado sobre las
ramas que enseñan. Cada curso tiene lugar dos veces a la semana únicamente; y he
arreglado de tal modo mi tiempo que trabajo en el laboratorio los lunes, miércoles y
viernes. Cuando comiencen los cursos de Geología y Botánica, asistiré también a ellos.
En Química he avanzado mucho; en el mes entrante acabaré las preparaciones de metales
y entraré en las preparaciones de la Química Orgánica. Tengo muchas cosas hechas por
mí: entre ellas un poco de fósforo extraído de los huesos. Me baila en la cabeza la idea de
un pequeño aparato de mi invención para poder fabricar ácido sulfúrico sin el cual nada
puede hacerse o muy poco. Cuando haya madurado bien mi proyecto, le consultaré
a monsieur Boussingault; y si le parece bien, y no cuesta (como creo) sino unos quince o
veinte pesos, le pondré en planta: de este modo podré fabricar yo mismo en Quito sin más
costo que el azufre y el del salitre: avíseme lo que cuesta ordinariamente por arroba.
Esta consagración de García Moreno a las ciencias naturales, a la edad de treinta y
cuatro años, debe considerarse como una escena simbólica. La idea de implantar en el
país la enseñanza técnica surgió de este contacto con profesores especializados de París.
Ya en la legislatura de 1857 presentó el proyecto del establecimiento de una Escuela
Politécnica. Pero su sentido práctico le hizo proceder gradualmente. Durante su primer
período presidencial dedicó su afán a la instrucción primaria de la niñez de ambos sexos,
creando escuelas en ciudades y cantones, a cargo de los hermanos de las Escuelas
Cristianas y de las religiosas de los Sagrados Corazones, de la Caridad y de la
Providencia. Al hacerse cargo de la segunda presidencia pidió a la Convención de 1869
expidiese un decreto para la creación de la Escuela Politécnica.
Un suceso histórico acaecido en Alemania resultó providencial para los fines que se
proponía García Moreno. En virtud de las leyes del Kulturkanf, dictadas por Bismark para
Alemania hubieron de salir expulsados los jesuitas. Aprovechó la ocasión el presidente
del Ecuador, a cuyo nombre el Ministro de Instrucción Pública Francisco Javier León
contrató con el padre Agustín Delgado, Visitador de la Compañía, la venida de aquellos
jesuitas alemanes. El contrato estipulaba el sueldo anual de seiscientos pesos y los gastos
para excursiones e instalación y conservación de Museos, de Gabinete de Física,
Laboratorio de Química y construcción de un Observatorio Astronómico y
Meteorológico.
El cuerpo de profesores se fue integrando a medida de la organización de los
estudios. En 1870 vinieron para Física el padre Juan B. Menten, para Geología el padre
Teodoro Wolf y para Botánica el padre Luis Sodiro. En 1871 se sumaron a los anteriores
Luis Dressel, Luis Heiss, José Kolberg, José Eppin, Cristian Boetzkes,
Emilio Mullendorf y Wenzel. En 1873 vinieron Eduardo Brugier y Alberto Klaessen,
junto con un arquitecto, un ingeniero civil y un disecador, además Jacobo Elbert y
Carlos Honshieter.
Los programas anuales de cada materia se publicaban, en forma de servir a cada
alumno de memorial de la enseñanza recibida. Una simple enumeración de las materias
dará la idea de la seriedad con que se organizaron los estudios en la primera Escuela
Politécnica. Se enseñaban, escalonadamente, álgebra, geometría plana y del espacio,
trigonometría plana y esférica, geometría descriptiva, geometría analítica, plana y del
espacio, álgebra superior y análisis algebraico, cálculo diferencial e integral, geodesia
inferior y superior, astronomía teórica y práctica, construcción de caminos y ferrocarriles,
maquinaria descriptiva y construcción de máquinas, arquitectura, hidrotecnia, física
experimental, geología y geognosia, cristalografía, mineralogía, química inorgánica,
orgánica, fisiología, analítica, agrícola, técnica, universal y teórica, preparación de las
sustancias medicinales, técnica de la farmacia, análisis fisiológico, toxicología, zoología
sistemática, historia vegetal, organografía, taxonomía, fotografía, botánica aplicada a la
agricultura, dibujo natural, geométrico, arquitectónico y topográfico. Para facilitar el
manejo de los textos de consulta se impuso el aprendizaje de los idiomas francés, inglés
y alemán108.
Desde 1861 García Moreno abrigó el proyecto de construir un observatorio
astronómico, de trascendencia evidente por hallarse Quito junto a la línea ecuatorial. Hizo
gestiones para conseguir la ayuda del Gobierno francés, que no tuvieron efecto.
Emprendió al fin la realización de la idea, encargando al padre Menten, astrónomo de la
Politécnica, la elección del sitio, la forma de construcción y la compra de los aparatos
necesarios. El edificio estaba al concluirse en 1875.
No contento, con la propulsión de estudios técnicos, se preocupó también por
estimular la afición a las Bellas Artes. En 1870 fundó el conservatorio de música, a cuya
cabeza como primer Director puso a don Antonio Neumane, que estuvo en el país desde
1854 y había compuesto la música del Himno Nacional. A su muerte, acaecida en 1871,
ocupó la dirección el maestro Francisco Rossa, profesor del Conservatorio de Milán. Para
maestros de flauta y trombón fueron comprometidos los señores Pedro Traversari y
Antonio Casarotto. Más tarde se procuró también un maestro de canto con el profesor
Vicente Antinori. Para integrar el cuerpo de profesores se procuró el aporte de algunos
artistas nacionales como Juan Agustín Guerrero, Manuel Balzar, Manuel Checa, Miguel
Pérez, Manuel Jurado y Manuel Valdivieso.
También las Artes Plásticas merecieron el apoyo de García Moreno. En 1872
comprometió al pintor Luis Cadena para la dirección de la Escuela de Bellas Artes. Y con
el fin de contar con maestros especializados envió becados a Italia a Juan Manosalvas y
Rafael Salas. Para maestro de Escultura comprometió al señor José González y Jiménez,
domiciliado en Roma.
La amplia visión del Presidente llegó también a la clase trabajadora. El 19 de marzo
de 1872 inauguró el «Protectorado» o Escuela de Artes y Oficios. Para su dirección
contrató en Norte América al hermano Conald de los Protectorados Católicos, quien trajo
consigo a varios artesanos.
El número de alumnos del conservatorio llegó a setenta y tres. Más difícil fue hallar
alumnos para los cursos de la Politécnica. Con el propósito de estimular al estudio de las
ciencias, García Moreno creó numerosas becas de veinte pesos cada una, garantizando a
los becarios el profesorado en los colegios con el sueldo de cincuenta pesos mensuales.
De este modo la Politécnica contó, en el período de 1870 a 1875, con noventa y siete
estudiantes
.
Un testigo ocular e imparcial, el doctor Domec, quien vino comprometido para
dirigir la Facultad de Medicina en Quito, se expresó así en la Universidad de Lille:
Costosos créditos se abrieron para comprar en Europa y
llevar a Quito los aparatos e instrumentos necesarios para la
enseñanza, como para un completo laboratorio de física, otro
de química y un gabinete de colecciones de historia natural.
Todo se realizó con prontitud y se formó en Quito, con el
nombre de Escuela Politécnica, un centro de enseñanza que
podía, no tememos decirlo, rivalizar con nuestras mejores
facultades de ciencias. Muchas veces visitamos esa Escuela;
examinamos minuciosamente sus diversos laboratorios;
asistimos a las pruebas científicas de los alumnos, y cada vez
salíamos admirando ese foco científico, el primero tal vez de
la América Meridional. [...] García Moreno fundaba en la
Escuela Politécnica las esperanzas de su Patria, y para
convencernos bastaba ver el interés con que supervigilaba su
marcha y progreso, la asiduidad con que asistía a los exámenes
públicos que anualmente atraían la flor de la sociedad quiteña.
Él mismo examinaba a los alumnos, principalmente en
Química que había estudiado en París.

Con la muerte de García Moreno se desorganizó la Escuela Politécnica como


institución. Sin embargo, el grupo de alumnos formado en las disciplinas científicas,
aclimató en el ambiente la inquietud por el estudio de las ciencias exactas aplicadas al
Ecuador. Además, algunos de los profesores continuaron en el país, practicando
observaciones de su respectiva especialización. El más caracterizado de todos fue el
doctor Teodoro Wolf. A partir de enero de 1876 hizo un viaje geognóstico por las
provincias de Loja, Azuay y Esmeraldas, cuyas relaciones publicó en 1879, bajo el
patrocinio del Gobierno del General Ignacio de Veintimilla. Nombrado Geólogo del
Estado, su intento principal fue estudiar las minas y minerales de las provincias recorridas,
para trazar el mapa geológico del país. Este trabajo exigió los estudios topográficos, como
base de los geognósticos, que, a su vez dieron margen a algunas cartas geográficas. Los
estudios del doctor Wolf culminaron en la Geografía y Geología del Ecuador, que se
publicó en Leipzig en 1892. También apareció el mapa del Ecuador, editado en la misma
ciudad de Leipzig.
Otro de los profesores de la Politécnica que continuó sus labores en el Ecuador fue
el botánico padre Luis Sodiro. En 1883 publicó en Quito su Recensio Criptogarnarum
Quitensium, en que dio a conocer algunas especies nuevas, que se añadían a las estudiadas
por exploradores extranjeros. Diez años después, en 1893, publicó un volumen
intitulado Crytogamac Vasculares Quitenses, que aportó ejemplares de especies
descubiertas en viajes por las provincias del Ecuador. Con el objeto de despertar en los
jóvenes la afición a conocer la flora de su propio país, presentó las descripciones en
castellano y a la vez en latín para los especialistas extranjeros. Observó que hasta entonces
la flora ecuatoriana había sido estudiada únicamente por sabios europeos. La falta de
estudiosos del país se debía a la ausencia de una flora local y a la escasez de las obras
fitográficas. En 1903 publicó las Contribuciones al Conocimiento de la Flora
Ecuatoriana, concretándose a los Antuarios.
En el volumen publicado en 1893, el padre Sodiro expresó su gratitud para los
presidentes don Antonio Flores y don Luis Cordero, que habían favorecido la publicación.
Además, el 27 de junio de 1883, le envió al doctor Cordero una lámina de Asplinium
Corderoi, reseñada en la página 93 de la obra publicada ese año. El doctor Cordero había
dedicado algunas horas de su múltiple actividad al estudio de la Botánica de la zona del
Azuay. Con el propósito deliberado de inclinar el ánimo de sus compatriotas al cultivo de
esta rama de la ciencia, procuró describir más de cien familias del reino vegetal, no sólo
con la designación del nombre técnico, sino con el ordinario con que denomina la gente
del pueblo, especialmente la clase indígena. Con el título de Estudios Botánicos publicó
en 1911 el fruto de su trabajo.
Después de Luis Cordero ha sido Misael Acosta Solís, quien ha procurado interesar
al pueblo ecuatoriano en el estudio y cultivo de la ciencia de Linneo, no sólo con sus
escritos y enseñanza, sino con un jardín botánico organizado en el sitio preciso de la línea
ecuatorial.
El Ecuador visto por los extranjeros

La Biblioteca Ecuatoriana Mínima dedicó un volumen a El Ecuador visto por los


Extranjeros. A través de las relaciones de los viajeros de los siglos XVIII y XIX, se llega
a la conclusión que ha sido el campo propicio para estudios científicos de trascendencia
universal. Aquí las entrañas del globo han experimentado grandes tragedias, que han
provocado el examen de la Vulcanología. Aquí la altura del suelo ha permitido el análisis
de la geografía de las plantas y las variaciones del clima en relación con la vida humana.
Aquí los volcanes cubiertos de nieve perpetua han puesto a prueba la resistencia de los
más célebres andinistas.
Por los ásperos senderos del suelo ecuatoriano han pasado caravanas de hombres,
que han aportado a las ciencias naturales datos precisos para el conocimiento del planeta.
Fuera de las misiones de que hemos hecho recuerdo, conviene mencionar siquiera la labor
de algunos exploradores, que han añadido una experiencia más al mundo del saber
científico.
Juan Bautista Boussignault llegó al Ecuador en 1831 y ascendió al Cotopaxi, al
Antisana, al Tungurahua y al Chimborazo, en compañía del coronel Hall. Al primero le
interesaba conocer, por nivelaciones, la forma de las cordilleras y hacer observaciones
sobre la disminución del calor de los Andes intertropicales. El coronel Hall quería recoger
más datos sobre la topografía del suelo ecuatoriano e investigar acerca de la geografía de
las plantas109.
En setiembre de 1835, Carlos Darwin, en su Viaje alrededor del mundo, llegó a las
islas de los Galápagos y las recorrió, examinando su estructura geológica, su fauna y su
flora. Aquí concibió sus audaces hipótesis sobre la evolución de las especies, con que
intentó revolucionar la antropología110.
En abril de 1847 recorrió parte del Ecuador el naturalista italiano Cayetano Osculati,
quien escribió acerca de las costumbres sociales de Guayaquil y Quito, en
su Explorazione della Regioni Equatoriali lungo il Napo ed il fiume delle Amazzoni,
publicado en Milán en 1850.

En 1866 se publicó en Madrid la Breve descripción de los viajes hechos en América


por la Comisión científica enviada por el Gobierno de Su Majestad Católica durante los
años de 1862 a 1866 por don Manuel de Almagro. La Comisión estuvo organizada por
don Patricio María Paz y Menbiela, presidente; don Fernando Amor, encargado de la
parte de Geología y Entomología; don Francisco Martínez y Saez, de peces, moluscos y
zoófitos; don Marcos Jiménez de la Espada, de mamíferos, aves y reptiles; don Juan
Iserm, de botánica y don Manuel Almagro, de antropología y etnografía. Completaban la
Comisión un ayudante disecador de apellido Puig y un fotógrafo llamado Castro y
Ordóñez.
En octubre de 1864 se reunieron en Guayaquil y se dispersaron por la zona del
Guayas, cada cual con el interés de su especialización. En diciembre se juntaron
nuevamente en Quito y en febrero de 1865 se dirigieron al Oriente para seguir, por el
curso del Napo al Amazonas.
De las rocas reunieron 178 especies, las más de nuestros montes ecuatorianos; de
Alangasí consiguieron fragmentos de fósiles; del herbario que constaba de 8176
ejemplares, 2290 procedían del Ecuador; de las 54 especies de zoófitos, tres eran
ecuatorianos; de la colección de moluscos, compuesta de 816 especies, 14 pertenecían al
Ecuador; de los bivalvas fluviátiles, que constaban de 44 especies, tres eran de Daule y
uno de Otavalo; de los univalvas terrestres, que alcanzaban a 215 especies, 68 eran de las
diversas zonas del Ecuador; de los crustáceos, que contenían 179 especies, seis provenían
de Guayaquil; de la colección de peces, que ascendía a 677 especies, 24 procedían de
Guayaquil y 95 de los diferentes ríos del Ecuador y Perú.
Del personal de esta Comisión el más destacado para el Ecuador resultó Marcos
Jiménez de la Espada. Conoció de vista todos nuestros pueblos, como los restantes de la
América. De este viaje aprovechó para publicar más tarde las Relaciones Geográficas de
Indias, cuyo tercer volumen estuvo consagrado a la Audiencia de Quito.
Entre 1871-1873 los doctores Alfonso Stübel y W. Reiss estuvieron en el Ecuador y
ascendieron las montañas, midiendo las alturas de nada uno de ellos. Con el propósito de
publicar un estudio con ilustraciones panorámicas, comprometieron al pintor Rafael
Troya para que colaborara con los dibujantes traídos por ellos. Efectivamente en 1892
apareció impreso en Berlín un volumen intitulado Reiss en in Südamerika.
Con ayuda de los datos proporcionados por Stübel y Reiss emprendió también un
viaje de exploraciones Edward Whymper, quien llegó a Guayaquil en diciembre de 1879.
Ascendió al Chimborazo, al Cotopaxi, al Ilinisa, al Corazón, al Sincholagua, al Antisana,
al Imbabura, al Pichincha, al Cayambe y Saraurco. Su móvil principal fue comprobar las
posibilidades de vida humana a grandes alturas sobre el nivel del mar. Con el título
de: Edward Whymper: Entre los Andes del Ecuador. Relaciones de viaje, se publicó en
Quito en 1921, la versión española de C. O. Bahamonde.
En 1906 estuvo presente en el Ecuador la segunda Misión Francesa, de que formaron
parte el general Perrier y el doctor Paul Rivet, etnólogo, arqueólogo y americanista
decidido. Rivet incorporó a las ciencias etnológicas muchos estudios suyos sobre el
Ecuador.
Gracias a la iniciativa del doctor Remigio Crespo Toral se creó, anexa a la
Universidad de Cuenca, la Escuela Superior de Minas, que funcionó en los años de 1934-
1935. Mediante decreto de 17 de febrero de 1936, el Jefe Supremo Ingeniero señor
Federico Páez, declaró autónoma la Escuela de Minas, que se organizó bajo la dirección
del padre Alberto Semanate, especializado en Suiza y París en ciencias matemáticas. Por
gestiones del doctor Paul Rivet fueron contratados para primeros profesores los doctores
Nicolás Reformatsky, de las Universidades de París y Estrasburgo y
Alejandro Onitchenko, de la Universidad de Bezanzon, a los que se sumó el doctor Alexis
Lochkareff, graduado en la Escuela Superior de Petróleo de Estrasburgo.
Capítulo XIII

Nuevos aspectos de cultura

La primera imprenta en la Audiencia de Quito

El número considerable de manuscritos, originales unos y copias otros de libros


publicados, se explica en parte por la falta de imprenta en la Audiencia de Quito. Este
hecho concreto permite apreciar el contraste entre la profusión de libros que se publicaron
en México a partir de 1539, y la relativa escasez de libros publicados en Lima desde el
establecimiento de la imprenta en 1584. En Nueva España la diversidad de lenguas
mejicana, michuacana, misteca, zapoteca, guasteca, etc., determinó la edición de artes y
vocabularios, como también de catecismos, confesonarios y breviarios, correspondientes
a cada lengua. Aparte de esta necesidad de aspecto catequístico, la intensa vida social
exigió la publicación de obras típicamente americanas, como la de medicina de Francisco
Bravo (1570), la de cirugía de Alfonso López de Hinojoza (1578), los tratados conjuntos
de anatomía, cirugía y medicina de fray Agustín Farfán (1579-1592), los Diálogos
militares y la Instrucción Náutica de Diego García de Palacio (1583-84) y los Problemas
y Secretos Maravillosos de las Indias, de Juan de Cárdenas.

En contraste en el Incario se impuso el idioma quichua, qué tuvo su primera interpretación


en la Gramática y Vocabulario de fray Domingo de Santo Tomás, impresos en Valladolid
en 1560. Tan sólo en 1584 se imprimió en Lima un Catecismo trilingüe; en 1596, apareció
el Arauco Domado de Pedro de Oña; en 1607 se editó la Gramática y Arte Nueva de la
lengua general de todo el Perú, llamada lengua quichua, del padre Diego González
Holguín, y en 1613, Francisco del Canto imprimió el Arte y Vocabulario de la lengua
general del Perú, llamada quichua y en la lengua española. Por lo visto, el idioma
quichua llegó a imponerse como lengua oficial tanto en la propaganda religiosa como en
la administración política. Los demás idiomas se fueron reduciendo con el tiempo y dando
supervivencia a sus vocablos en los nombres toponímicos.

En la Audiencia de Quito, mientras el quichua se divulgaba más y más, iban


desapareciendo los idiomas de los Llanos y Atallama, de los Cañaris y Puruáes, de los
pastos y quillasingas, que sobrevivieran hasta fines del siglo XVI. Los catecismos en
quichua bastaban a las exigencias del apostolado religioso.
Es este uno de los motivos para que no se echara de menos la falta de una imprenta. La
necesidad se dejó sentir más bien en el aspecto cartográfico y en la difusión de la
estampería. El padre Ignacio de Quesada hizo grabar en Roma «Una lámina grande para
tirar estampas de Santo Tomás» y abrir «de mucho primor los sellos mayor y menor de la
Provincia con una prensa de fierro, pieza de estimación», que se conservan en el Museo
Dominicano de Quito.

A principios del siglo XVIII se grabó en Quito El gran Río Marañón o Amazonas con la
Misión de la Compañía de Jesús, Geográficamente delineado por el padre Samuel Fritz
Misionero continuo en este Río padre Juan de Narváez Societatis Jesu quondam ma hoc
Marañone Misionarius Sculpebat Quiti 1707.

En 1718 concurrieron en la factura de un grabado representativo de la provincia jesuítica


de Quito, el padre Juan de Narváez con la concepción de la idea, Nicolás Javier Goríbar
con el trazo pictórico y el padre Miguel de la Cruz con la hechura del grabado.

En 1744 se encargó al mismo padre Miguel de la Cruz que grabase en una lámina de plata
la dedicatoria de la tesis que se desarrolló en un acto académico que se verificó en la
Universidad de San Gregario en homenaje a la Academia de Ciencias de París, cuyos
miembros estaban realizando la medición de un arco de meridiano en el Ecuador. La vejez
del artista quiteño hubo de reclamar ayuda de Marainville, para concluir el trabajo del
grabado.

A mediados del siglo XVIII Simón Brieva grabó también una colección de planchas de
carácter pedagógico, que comprendía veinte láminas de Catecismo Histórico, 23 de la
Santa Misa y 25 de la Historia Sagrada. Los dibujos de las dos primeras series fueron
diseñados por Prieto Arias y los de la tercera por Rondetyo Arias A.

En el testamento que otorgó Juan Manuel de Legarda, hermano de Bernardo de Legarda,


el 2 de marzo de 1773, hizo constar, en la lista de sus haberes de artista, un «tórculo para
imprimir estampas», lo que explica la cantidad de estampas que se conservan de Nuestra
Señora del Rosario y la Merced, impresas durante la Colonia.

La introducción de la primera imprenta en el Ecuador hubo de superar obstáculos, que


sólo la sagacidad del ingenio consiguió vencerlos. En julio de 1735 la Congregación
Provincial de la Compañía de Jesús nombró de sus procuradores en Roma y Madrid a los
padres Tomás Nieto Polo y José María Maugeri. Entre los proyectos a tramitarse en la
Carta estaba el de conseguir licencia para establecer una imprenta en uno de los Colegios
de la Provincia. Efectivamente los dos procuradores presentaron, el 4 de diciembre de
1740, una solicitud al Consejo de Indias en que pedían el permiso necesario para la
instalación de la anhelada imprenta.

Ante la negativa de parte del Consejo, los mencionados procuradores salvaron esta
primera dificultad, valiéndose de Alejandro Chávez Coronado, joven quiteño que habían
llevado consigo, quien elevó en nombre propio una nueva solicitud al Consejo de Indias
por intermedio de don José Real. Esta vez tuvo efecto la petición. El Consejo, con fecha
18 de agosto de 1741, remitió el asunto al informe del Fiscal, el que dio respuesta
favorable el 30 del mismo mes. Debieron interponerse valedores eficaces para conseguir
el rápido despacho del negocio. Pues el Consejo, prescindiendo del trámite ordinario,
pidió, el 2 de septiembre, el parecer de don Dionisio de Alcedo y Herrera, ex Presidente
de la Audiencia de Quito, que se hallaba en Madrid. El 6, Alcedo dio su informe,
recalcando en la necesidad de establecer una imprenta en Quito, cuya cultura exigía un
medio apropiado de expresión. El 6 de octubre se expidió la cédula en que se concedía a
Chávez Coronado la facultad de establecer la imprenta para él y sus herederos en caso de
muerte.

El 15 de abril de 1742, el padre Maugeri salió de Cádiz con dirección a la América y a


fines del mismo año los Superiores le nombraron superior de la Residencia de Ambato.
Entretanto, el 3 de febrero de 1744 murió Alejandro Chávez Coronado y quedó de
heredera de la Cédula su madre Ángela Coronado. Ante este desenlace imprevisto, el
padre Nieto Polo hizo sacar en el Puerto de Santa María una copia certificada de la Cédula
el 11 de julio de 1746.

El asunto de la imprenta se daba como un hecho en documentos, sin que se tuviera aún la
maquinaria ni sus accesorios. El 1º de octubre de 1748 Ángela Coronado hizo cesión de
la Cédula a Raimundo de Salazar sobre la imprenta que no había salido aún de España.
Por diligencias de los padres de la Compañía, Ángela Coronado renovó la cesión de sus
derechos al procurador del Colegio Máximo de Quito el 13 de marzo de 1751, acto que
fue aprobado por la Audiencia el 30 de abril del mismo año. Después de este vericueto de
rodeos de cerca de veinte años, al fin llegó la imprenta a Guayaquil el 25 de octubre de
1754, con destino a Ambato, donde se hallaba el protagonista de esta empresa de cultura,
el padre José María Maugeri. Con la maquinaria llegó también el hermano coadjutor Juan
Adán Schwartz, natural de Dilinga, quien hizo de primer Regente y enseñó el manejo a
Raimundo de Salazar.

El primer opúsculo publicado estaba consagrado a Püssima erga Dei Genitricem devotio
ad impetrandam gratiam pro articulo mortis. Llevaba por pie de imprenta: «Hambati-
Typis Societati Jesu - Anno 1755». La imprenta corrió la suerte de su fundador, el padre
Maugeri. Desde 1755 hasta 1759 en que permaneció en Ambato se hicieron doce
publicaciones, las más de ellas dedicadas a promover las devociones populares en aquel
entonces, como la de los Dolores de la Virgen, la de los Corazones de Jesús y María, las
de San Francisco de Sales y San José y de Nuestra Señora de la Luz. Como escritos de
ocasión, constan la Carta Pastoral del ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila, con
motivo del terremoto de Latacunga y la oración fúnebre que pronunció el padre Pedro
José Milanesio en los funerales del mencionado Obispo Polo del Águila.

En 1759, con la asignación del padre Maugeri a Quito se trasladó también la imprenta,
junto con su Regente, el hermano Schwartz. Fue el legado principal, que dejó a la cultura
quiteña el benemérito fundador, al morir en esta ciudad el 22 de octubre de 1759. Este
mismo año vio la luz el primer opúsculo impreso en Quito, con el título de Divino
Religionis Propugnaculo Polari Fidelium Syderi del padre Juan Bautista Aguirre. Desde
1759 hasta 1766, en que permanecieron los jesuitas en el Ecuador se conocen hasta quince
publicaciones impresas en Quito.

Con el extrañamiento de los jesuitas, la imprenta fue confiscada con los otros bienes y
entregada a la Regencia de Raimundo de Salazar quien la integró con el material de otra
pequeña, que por su cuenta había traído de Lima en 1757.

En 1791 salió el proyecto de las Primicias de la Cultura de Quito, redactado por Espejo
y el 5 de enero de 1792 vio la luz el primer número de las Primicias. En 1794, el taller de
Salazar pasó a manos de Mauricio de los Reyes, quien lo conservó hasta muy entrado el
siglo XIX.

La historia de la primera imprenta en el Ecuador ha sido escrita últimamente por el técnico


holandés Alexandre A. M. Stols y publicada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en
1953. El autor ha procurado no sólo investigar el origen y proceso de este instrumento de
cultura, a base de sólida documentación, sino presentarlo con todos los detalles que exige
la técnica editorial moderna.
Aporte cultural de los Jesuitas desterrados

Los ensueños del padre Maugeri sobre los beneficios culturales de la imprenta se
desvanecieron con el extrañamiento de los jesuitas del territorio de la Audiencia de Quito.
La Pragmática de Carlos III la ejecutó con relativa humanidad el presidente don José
Diguja, que gobernó la Audiencia de 1767 a 1778. El año preciso de su salida de Quito le
dedicó Espejo su Nuevo Luciano, ponderando las cualidades de su prudente gobierno. En
la dedicatoria emplea por primera vez la palabra quiteñismo y se lisonjea que el
Presidente hará propaganda de las virtualidades de ese pueblo. «Si, Señor, dice, Vuestra
Señoría hablará ventajosamente de esta Provincia y de sus prodigiosos genios, a quienes
no falta para ser en las artes, en las ciencias y en toda literatura verdaderos gigantes, sino
un cultivo de mayor fondo que el que logran». Concluye Espejo afirmando que su ofrenda
es la «agradecida voz del quiteñismo», que le brota del «sincero amor por la patria».

Espejo frisaba en los treinta y dos años cuando escribió el Nuevo Luciano. Había hecho
ya sustancia propia el sentido del quiteñismo, como sinónimo de la patria, que quería
enaltecer. Más tarde, cuando escribió las Primicias de la Cultura de Quito, insertó
el «discurso sobre el establecimiento de una sociedad patriótica en Quito». Este discurso
fue leído con interés por algunos de los jesuitas expulsos. Uno de ellos Joaquín Larrea
expresó que en él mostraba Espejo «su gran talento, su vasta erudición y sus grandes y
ventajosas ideas en beneficio de la patria: pensamos enviarlo a Roma, a Ayllón, a Faenza,
a Velasco, para que lo inserte en la admirable historia que escribe de Quito en Español».

La patria, como ideal definido y concreto, la concibió Espejo y trató de estructurarla bajo
múltiples aspectos. Pero, por secretos del destino, quienes soñaron en la patria y
procuraron definirla, mental y afectivamente, fueron los jesuitas desterrados. Nadie
aprecia mejor el bien gozado que quien lo pierde sin su voluntad. El extrañamiento de los
jesuitas del territorio patrio constituyó un hecho histórico, que hay que apreciarlo en su
valor y trascendencia. El grupo de jesuitas expulsos constaba de 269 sujetos, que
componían la provincia quitense. De ellos 58 habían dejado manuscritos los textos de su
enseñanza de filosofía, y teología en la Universidad de San Gregorio. Los demás
enseñaban en los colegios, dirigían el culto y la predicación en los templos y casas de
ejercicios, servían en las Misiones y los hermanos coadjutores cooperaban en los
quehaceres de las casas y administraban las haciendas. La Pragmática sanción sacó a
todos del territorio patrio en que trabajaban y los dispersó por las ciudades de Italia. A
partir de 1767, aunque desterrados, se refugiaban en el regazo de su madre común, la
Compañía. Pero, desde el Breve Apostólico del 21 de julio de 1773 en que se abolía la
Compañía, los 146 sobrevivientes secularizados, privados de amparo, condenados a una
larga agonía de muerte. En esta situación de abandono, el recuerdo de la patria lejana fue
a la vez pena y lenitivo.

Uno de ellos, el más representativo quizás, el padre Juan de Velasco reaccionó del fondo
del dolor con el pensamiento del servicio a su patria inolvidable, cuya historia procuró
narrar. Véase la expresión de su sentimiento en la dedicatoria que hizo, al concluir la obra
en 1789, al Secretario de Estado don Antonio Porlier. «Muchos años a que comencé a
escribirla por mandato y la dejé por necesidad. No ha mucho que la reasumí, en los
intervalos que me conceden mis males, no tanto por complacer a otros, cuanto por hacer
obsequio a la Nación y a la Patria, ultrajadas por algunas plumas rivales que pretenden
obscurecer sus glorias. No ignora Vuestra Excelencia la dificultad de escribir una
complicada Historia Americana, en países extranjeros, sin el subsidio de los libros
(nacionales; y mucho más la de escribirla en un siglo, a cuyo delicado gusto apenas hay
producción que agrade. Sólo el dulce amor de la patria podrá excusarme la nota de
temerario, en dar un embrión mal formado de Historia y en salir al campo contra gigantes
en literatura, sin más armas que las verdades sin adorno». Embrión mal formado de la
Historia, llamó el padre Velasco a su obra, cuyas deficiencias debían explicarse por las
circunstancias de aislamiento en que fue escrita. Con todo, su Historia resultó «la piedra
angular de nuestra historiografía y la fuente primera de nuestra conciencia refleja de
nacionalidad».

La Historia del Reino de Quito fue publicada parcialmente en París por Abel Víctor
Brandin en 1839, luego la Historia Antigua traducida al francés por Ternaux-Campans en
1840 y una traducción italiana incompleta editada en Prato entre 1840 y 1847. La primera
edición que se hizo en Quito y ha servido de base a reproducciones posteriores se debió
al doctor Agustín Yerovi, quien la realizó en entregas sucesivas en los años 1841, 1842 y
1844. La crítica histórica echaba de menos una edición del texto completo y exacto de
la Historia del Reino de Quito, tal como salió de manos del padre Velasco.
Ventajosamente, desde 1960, el Ecuador cuenta ya con una edición crítica de la obra del
ilustre jesuita, debida a la acuciosa diligencia del padre Aurelio Espinosa Pólit y a la
iniciativa de los organizadores de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima.
Fuera del relato histórico, el padre Velasco puso también sus miras en las manifestaciones
de la cultura Patria. En la misma dedicatoria al Ministro Porlier le decía lo
siguiente: «Entre los muchos objetos que igualmente mira la comprensión de Vuestra
Excelencia como si fuese uno solo, le ha merecido las atenciones la Literatura Americana.
Es cierto, que ha sido esta poco conocida en Europa, tanto que la malignidad de algunas
plumas extranjeras lo atribuye, no a la falta de imprenta que hay allá, sino a la
degeneración de ingenios en aquella parte del mundo. Cuan falso sea este dictamen, lo ha
conocido ya la Italia y lo sabe mejor Vuestra Excelencia. Su larga experiencia le hizo
observar con imparcial ojo ser las américas tal vez más fecundas de minerales de ingenios
que de metales. Sabe que se hallan sepultados éstos en el olvido, no menos que el oro, las
perlas y los diamantes en los obscuros senos de los mares y de las peñas por falta de quien
los saque a la pública luz del mundo, y sabe que nunca hacen progreso las ciencias sin
que tengan una protección poderosa».

Con un afán reinvindicatorio de las letras patrias, conocidas ya en Italia, se ocupó el padre
Velasco en realizar la Colección de poesías varias hechas por un ocioso en la ciudad de
Faenza. La colección ha llegado a concretarse en el título simplificado de Ocioso de
Faenza, que implica una ironía trágica, en decir del padre Espinosa Pólit. Sus autores,
que desplegaron en su patria una actividad febril, se vieron reducidos a una ociosidad
forzada, que buscó en el verso un desahogo a la melancolía:

Usted me ha de perdonar
tanto ingente desvarío,
pues en tan triste lugar,
si de este modo no río,
no haría sino llorar,

Escribió, interpretando a los demás, el padre Berroeta.

La colección reunida por el padre Velasco consta de cinco tomos con un alcance total de
1255 páginas. Guiado por un criterio de afición literaria el Ocioso dio cabida a
composiciones de los jesuitas hermanados en la común desgracia y que estaban en
posibilidades de relación con el desterrado de Faenza. El hecho de que Joaquín Larrea
anunciase el envío de las Primicias de la Cultura de Quito a Ayllón que estaba en Roma
y a Velasco residente en Faenza, indica la forma de intercambio literario que tenían los
jesuitas quiteños en el destierro. A Faenza convergían los ensayos prácticos que en sus
lentas horas de ocio componían los expulsos.

Son quince los autores ecuatorianos, cuyas composiciones constan en la colección del
padre Velasco. Algunos de ellos, como José Orozco, Ramón Viescas, Mariano Andrade
y Ambrosio Larrea han afrontado temas de valía literaria; los demás se han ocupado en
asuntos religiosos, jocosos y de inspiración del momento. Los más han versificado en su
idioma nativo. Algunos han escrito en latín y en italiano. Juan León Mera, en su Ojeada
histórico-crítica de la poesía ecuatoriana (1868), fue el primero que dio a conocer
algunas composiciones del Ocioso de Faenza, con un juicio de apreciación literaria.
Luego, el ilustrísimo señor Manuel María Pólit desde 1889 inició una investigación de
fondo sobre la personalidad de los autores quiteños del Ocioso y del valor de sus escritos.
No han faltado después alusiones justas en los estudiosos de la Historia de la Literatura
Ecuatoriana. Últimamente el licenciado Alejandro Carrión ha publicado, en los años 1957
y 1958, dos volúmenes consagrados a los escritores quiteños de El Ocioso de Faenza.

El autor ha satisfecho su empeño «de dotar a la literatura ecuatoriana de un estudio tenaz


si se quiere, por encima de todas las dificultades, de la obra de los jesuitas desterrados,
para que, cuando se vuelva a escribir una historia de la literatura de nuestra patria haya
elementos de juicio suficientes». El primer volumen contiene el estudio histórico-crítico
del ambiente despiadado, que provocó en cada expulso una reacción psicológica que
floreció en el verso. El segundo volumen encierra las composiciones de los jesuitas
quiteños que constan en la colección del padre Velasco.

La publicación de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima dio ocasión al padre Aurelio


Espinosa Pólit para justipreciar el mérito del trabajo del licenciado Carrión, ponderar sus
aciertos, rectificar algunos de sus conceptos y precisar la traducción de composiciones
que estaban escritas en italiano y latín.

Con el título de Los Jesuitas Quiteños del Extrañamiento, la Biblioteca mencionada


publicó un volumen dedicado a escritos inéditos, en prosa y verso, de los Jesuitas quiteños
desterrados. «Este considerable acervo de ensayos poéticos, correspondientes a quince
autores distintos, proporciona a nuestra historia literaria el eslabón que en ella faltaba para
conectar la Colonia con el período republicano, para demostrar la continuidad de cultura
entre la que patentizan los predicadores, ascetas, filósofos y teólogos de los siglos XVI y
XVII y la que renace independientemente con Olmedo y los primeros escritores del
Ecuador constituido en nación. Gracias al padre Velasco -y ahora al padre Espinosa Pólit-
no quedan como representantes solitarios de las letras de Quito Mejía y Espejo, junto con
los escritos casi desconocidos del gran Maldonado: por él, el capítulo de nuestra historia
literaria correspondiente al siglo XVIII cuenta con nombres tan representativos como los
de los de Orozco, Ramón Viescas, Mariano Andrade, Ambrosio Larrea, que dan cuerpo
y vitalidad a aquel opaco período y dignidad y abolengo sin lagunas a nuestras letras
nacionales».

El padre Espinosa Pólit, que escribió este último párrafo transcrito, sacó a luz las
composiciones del padre Pedro Berroeta, que no constan en la colección del padre
Velasco y que revelan a un poeta de alta calidad. Igualmente la Biblioteca Ecuatoriana
Mínima consagró parte de un volumen a las poesías del padre Juan Bautista Aguirre, cuyo
valor literario puso de relieve don Gonzalo Zaldumbide.
Capítulo XIV

La enseñanza después de la expulsión de los Jesuitas

La expulsión de los Jesuitas obligó a tomar providencias, para suplir su falta en las
actividades en que ellas se ocupaban. En carta dirigida al rey el 3 de enero de 1768, el
presidente Diguja, después de informar sobre la constitución de la Junta de
Temporalidades, decía respecto a la enseñanza: En oportuno tiempo se dieron las
providencias necesarias a la continuación de los estudios en la Universidad y Colegio de
San Luis, encargando sus cátedras a los sujetos más condecorados de la Religión
Franciscana a dos clérigos de las de Gramática, continuando dos seglares en las de
Cánones y Leyes y el Rectorado de dicha Universidad al Maestrescuela de esta Santa
Iglesia, siguiéndose hoy en lugar de la Escuela Suarista con la misma aplicación y
método, la Escolista. El reverendo Obispo de esta Diócesis, con la mayor eficacia y su
natural prudencia, ha contribuido con los medios que han sido de su inspección y entre
sus providencias habilité prontamente 29 clérigos a cargo de un Vicario Visitador a quien
ha delegado sus facultades y todos han partido a relevar los Misioneros del Marañón y
Mainas.
Los Franciscanos a que alude el Presidente fueron los padres Gregorio Enríquez de
Guzmán, Vicente de Jesús Médicis, Antonio Vaca, Mateo Pérez, Isidoro Puente y Manuel
Corrales, que habían ejercido la enseñanza en el Colegio de San Buenaventura.
La Providencia de Diguja previno sólo al Colegio de San Luis y a la Universidad de
San Gregorio de Quito. Quedaron, en cambio, sin reemplazo los colegios que los Jesuitas
dirigían en Ibarra, Latacunga, Ambato, Riobamba, Cuenca, Loja y Guayaquil. Una
alusión a este estado de privación de enseñanza y a un proyecto de remedio se dejó notar
en el capítulo provincial que celebraron los dominicos el 20 de setiembre de 1768. En la
denunciación IX se consignaba lo siguiente: Denunciamos no haber al presente en nuestro
convento de Popayán casa de novicios donde los frailes clérigos estudiantes puedan vivir
separados de los demás religiosos: para esto se habilitará fácilmente una vez verificadas
las licencias de Estudios Generales que esperamos de la paternal piedad de Vuestra
Reverendísima porque toda la nobleza de dicha ciudad se ha comprometido coadyuvar,
ofreciendo voluntariamente contribuir veinte y dos mil pesos de principal para el fomento
de nuestros estudios y máxime habiéndose extrañado de estos Reinos la Compañía de
Jesús, donde sólo había Estudios Generales y hay esperanza de que poco a poco se irán
acrecentando estas rentas, respecto de irse poblando el lugar de muchos vecinos con
ocasión del cuño de oro, quienes piden con muchas instancias dichos estudios. Y así los
unos y los otros esperamos se digne Vuestra Reverendísima de concederlos para que tan
buena y loable obra se ponga en ejecución. El Convento de por sí es capaz de mantener
con sus rentas y pie de altar hasta diez y seis religiosos sin mucho ahogo y agregando las
nuevas rentas podrá éste en adelante sustentar veinte y cinco o treinta religiosos.
Con el fin de llevar a la práctica este deseo del Capítulo Provincial, se nombró luego
al padre maestro fray Gregorio Duarte, para que, de acuerdo con el Síndico y benefactor
del Convento de Popayán, don Francisco Antonio Arboleda, allegase los fondos
necesarios al establecimiento del Noviciado y Casa de estudios en esa ciudad que
dependía de la Audiencia de Quito. De hecho los padres Dominicos se hicieron cargo de
las Cátedras de Teología y Filosofía del Seminario Diocesano de Popayán, que
regentaban los padres de la Compañía.
Fuera de esta medida acordada para Popayán, el capítulo se interesó en proveer de
profesores idóneos para la enseñanza en los demás conventos que integraban la Provincia.
A este tenor fueron nombrados para el convento de Popayán el padre José Osorio para
Lector de Teología Moral, el padre Francisco Javier Albari como Director de Casos de
Conciencia y el padre Luciano Quevedo, como Preceptor de Gramática. Para el Convento
de Cali se asignó al padre Pedro Aguirre, como Preceptor de Gramática. Para la Vicaría
de Buga fue instituido por profesor de la misma materia el padre Antonio Morillo. Para
el convento de la Villa de Ibarra se nombró como Preceptor de Gramática al padre Tomás
Navarrete. Para el convento de Latacunga fue designado con el mismo destino el padre
Juan Barragán. Para el convento de Riobamba se nombró, como Maestro de Gramática
al padre Julián Naranjo. Para el convento de Guayaquil recibió igual designación el padre
Antonio Baca. Para el convento de Cuenca fue asignado como profesor de Gramática el
padre maestro José Patricio Santos. Y para el convento de Loja se le designó con el
mismo fin al padre Manuel Montesinos.
Es preciso advertir que los dominicos habían, desde muy atrás, establecido en los
conventos mencionados las cátedras de Gramática y en algunos como los de Cuenca y
Loja también la de Teología Moral. Pero, a raíz de la expulsión de los jesuitas, se puso
más empeño en dar aliento a los estudios. En el Capítulo Provincial de 1770 daban a
conocer al Padre General el hecho de que con la expatriación de los padres jesuitas son
nuestros Conventos los únicos en la Provincia que dan el pasto espiritual a las gentes.
El arreglo que hizo el presidente Diguja para dar continuidad a los estudios duró
apenas dos años; porque a consecuencia del capítulo veinte y ocho de la Real Cédula de
nueve de julio de mil setecientos sesenta y nueve se extinguió la Universidad de San
Gregorio que tenían los Regulares de la Compañía en el Colegio de San Luis, aplicando
los mil pesos de su renta para mayor dotación de la de Santo Tomás. La Orden
Dominicana continuó su labor en la docencia, tanto en su Estudentado propio del
Convento Máximo, como en el Real Colegio de San Fernando y la Universidad de Santo
Tomás. En los Capítulos Provinciales se hacía la renovación de nombramientos para
Regente de Estudios y Rector del Colegio, como se proveía de catedráticos para ambos
centros de enseñanza.
De este modo, en el Capítulo de Provisión de Estudios, fueron nombrados
sucesivamente, en 1768, para Rector del Colegio Real y Catedrático de Prima el padre
Nicolás García, para Regente de Estudios y Catedrático de Vísperas el padre Joaquín Sanz
de Miranda, para Catedrático de Artes el padre Antonio Celi y para Catedrático de
Gramática el padre Joaquín de Falconí; en 1770, para Catedrático de Prima y Regente el
padre Manuel Avilés, para Catedrático de Vísperas el padre Joaquín Miranda, para
Catedrático de Moral el padre Antonio Celi y para Catedrático de Artes el padre Bernabé
Cortés; en 1772, para Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés, para
Catedrático de Vísperas el Padre Rector, para Teología Moral el padre Isidro Ramírez,
para Artes el padre Bernabé Cortés y para Gramática Latina el padre Estanislao Cortés;
en 1774, para Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés, para Vísperas el
padre Joaquín Ramírez, para Teología Moral el padre Isidro Ramírez, para Artes el padre
Nicolás Tordecillas y Preceptor de Gramática el padre Estanislao Cortés; en 1778, para
Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés; para Vísperas el padre Joaquín
Ramírez, para Teología Moral el padre Isidro Barreto y para Artes el padre Felipe
Carrasco. Por lo vasto, el decenio que transcurrió después de la expulsión de los Jesuitas,
no sufrió modificación alguna la marcha así del Colegio de San Fernando como de la
Universidad de Santo Tomás. Entretanto se hicieron varias representaciones al Rey para
que se formalizaran los estudios universitarios en el sentido de que la Universidad de
Santo Tomás se convirtiera en pública, a donde pudiesen acudir toda clase de estudiantes,
con prescindencia de Escuelas y sistemas de doctrinas. En consecuencia, el Rey expidió
el cuatro de abril de 1786 una Real Orden, en que autorizaba a la Junta de Temporalidades
para que, a base de los Estatutos de la Universidad de San Gregorio y de Santo Tomás,
hiciese una refundición de la nueva Universidad. En la Orden daba el Rey instrucciones
concretas para el éxito de esta transformación. La nueva Universidad mantendría el
nombre de Santo Tomás en memoria de la que estuvo a cargo de los Religiosos de Santo
Domingo, a cuyos individuos y especialmente a sus Prelados se les concederán las
sanciones y privilegios concedidos como primitivos fundadores. Para funcionamiento de
la nueva Universidad se elegirá el local de San Luis o de San Fernando, según las
garantías que ofreciesen. Debían refundirse las Cátedras de ambas Universidades, dando
la posesión de ellas al más benemérito por oposición. Los grados debían conferirse a
nombre del Rey por el Maestrescuela de la Catedral como Cancelario. Las rentas para las
Cátedras provendrían de las ya establecidas en las dos Universidades y de la propina con
que se contribuiría en cada Grado. Los estatutos redactados por la Junta de
Temporalidades, de acuerdo con el Obispo se pondrían en ejecución interinamente hasta
que el Rey determinase la que fuere de su agrado.
La nueva Universidad de Santo Tomás

La Junta de Temporalidades, en cumplimiento de la Orden Real, comisionó al doctor


Melchor Rivadeneira Catedrático de Prima de Cánones y a don Pedro de Quiñones y
Cienfuegos, para que redactaran los Estatutos que debían regir a la nueva Universidad. El
plan de Estatutos, redactado sobre el modelo del de las Universidades de Méjico y de
Lima, contenía trece títulos y 162 constituciones. De inmediato fue sometido al examen
del Presidente de la Audiencia don Juan José Villalengua y Marfil, del ilustrísimo señor
don Blas Sobrino y Minayo, Obispo de la Diócesis y de don José Merchante y Contreras
Fiscal de la Real Audiencia, quienes mandaron poner en ejecución el 26 de octubre de
1787.
De acuerdo con los Estatutos, la Universidad de Santo Tomás fue trasladada al
Colegio Mayor y Seminario de San Luis, con sus privilegios, ventas y exención, aclarando
que era la misma Universidad de Santo Tomás que fundaron y dotaron los padres de Santo
Domingo (Const. 1). En reconocimiento a los fundadores, se acordó, como privilegio, que
la fiesta de Santo Tomás se celebrase anualmente en la iglesia de Santo Domingo, con
asistencia de la Universidad (Const. 2); puesto que el Rey Carlos III quería ampliar el
programa de enseñanza pública, se consignó expresamente que podían ocupar las cátedras
todos los sujetos meritorios, sin distinción de escuelas, dentro de la ortodoxia (Const. 3).
En consecuencia se refundieron en una las dotaciones de las Cátedras de ambas
Universidades (Const. 4). La elección de Rector debía realizarse el 2 de octubre, actuando
como vocales electores el Rector cesante, el Maestrescuela, el Prelado de Santo Domingo,
el Rector del Colegio Mayor de San Luis, el Rector del Colegio de San Fernando, los
Catedráticos de las Facultades Mayores, dos colegiales de San Luis y San Fernando de
mayor grado y cuatro Doctores de los más antiguos de la Universidad (Const. 7). El cargo
de Rector debía durar dos años y alternar entre eclesiásticos y civiles (Const. 9). En los
Estatutos se señalaban las Cátedras de Prima y Vísperas de Teología Dogmática,
recomendando la doctrina de Santo Tomás; la de Teología Moral, la Prima de Leyes y de
Cánones, la de Vísperas de Cánones, una de Instituta, una de Filosofía, una de Medicina
y dos de Latinidades (Tit. 7). La de Vísperas de Teología era de propiedad de la Orden de
Predicadores por derecho de fundación. Todas las demás debían concederse por
oposición. Como textos de enseñanza se recomendaban los Lugares Teológicos de
Melchor Cano, a Justiniano y Heynecio para Jurisprudencia, a Vinio y otros clásicos
para Instituta, la Anatomía de Lorenzo Heister para Medicina, cuyos estudiantes debían
aprender de memoria los aforismos de Hipócrates y las Instituciones Médicas de
Boerhave, anotadas por Alberto Haller.
Producido el hecho del traslado, el Capítulo Provincial de Dominicos celebrado en
setiembre de 1788, consignaba lo siguiente: Denunciamos que la Universidad de Santo
Tomás, que antes funcionaba en nuestro Colegio de San Fernando, ha sido trasladado por
una orden de nuestro Católico Rey al Seminario de San Luis. Sobre la cual ha escrito
privadamente nuestro Provincial al Reverendo Padre General. Al presente estamos
empeñados en defender nuestras Cátedras y los réditos pertenecientes a dicho Colegio,
que aportaren nuestros mayores para beneficio público, con condición de que pasaran al
Convento de San Pedro Mártir en caso de cesación. Así hemos hecho constar por Reales
Cédulas y los documentos de fundación. Cualquier resultado dará a conocer nuestro Padre
Provincial al Reverendo Padre General, a quien rogamos instantísimamente se digne
interponer en esto su autoridad, como esperamos todos con confianza de hijos que así lo
hará».
El traslado de la Universidad al Colegio de San Luis se verificó el 9 de abril de 1788.
De acuerdo con los nuevos Estatutos se eligió por primer Rector a don Nicolás Carrión y
Baca y por Vicerrector a don Manuel Mateu y Aranda. El optimismo del traslado hubo
de atenuarse desde el principio. Los dominicos presentaron un escrito pidiendo,
primero, «que se mantuviese a su Colegio de San Fernando en la posesión de las Cátedras
y estudios que había antes de la erección de la nueva Universidad, y de lo contrario se les
volviesen las cantidades que invirtieron en la fundación del referido Colegio y sus
Cátedras y que cuando más se les quitase la facultad de dar grados, pasándose en la
Universidad los cursos que estudiasen los discípulos en dicho Colegio, evitándoles la
salida diaria a la Universidad por ser muy nociva a la juventud; y segundo, que se
anulasen, revocasen y modificasen, como perjudiciales a su Colegio y derrogativos de sus
privilegios, varios artículos de las nuevas Constituciones.
La Representación de los Dominicos fue sometida al examen del Fiscal de la
Audiencia y de acuerdo con su informe proveyó la Junta de Temporalidades Auto
definitivo el 12 de febrero de mil setecientos ochenta y nueve, mandando se guardase y
ejecutase la traslación de Cátedras y la reunión de sus dotaciones, y haciendo varias
declaraciones en cuanto a las impugnaciones propuestas por los Dominicos a las
Constituciones de la mueva Universidad, decretó que, en atención al trastorno: y tal vez
atraso que podía seguirse a los Colegiales si se les precisa desde aquel día a asistir y oír
en la Universidad la explicación de las respectivas facultades que se les estaban dictando
en su Colegio y hallándose avanzado aquel curso, por mero efecto de equidad quedasen
dispensadas por entonces del expresado concurso, sin que se incluyan en el indulto los
estudiantes de Cánones y Leyes por no explicarse estas Facultades en el Colegio, y en la
inteligencia de que para los subsiguientes cursos, empezando desde el día de San Lucas
de aquel año, fuesen obligados todos para ganarlos a asistir a la Universidad.
A la representación de los Dominicos que reclamaban sus derechos, se añadió la de
varios sacerdotes seculares, que impugnaban la elección de Rector hecha en la persona
de don Nicolás Carrión y Baca, alegando que de acuerdo con la Orden Real debía haberse
preferido a un sujeto eclesiástico en vez del seglar, para iniciar la alternativa. Ante estas
dificultades Carrión y Baca renunció el Rectorado y la Junta de Temporalidades encargó
la Rectoría a don José Cuero y Caicedo, Prebendado de la Catedral de Quito. Esta
resolución fue nuevamente impugnada por don Manuel Mateu y Aranda, quien juzgó que
se le había hecho un desaire al haberse prescindido de él, que como Vicerrector debía
haber ascendido al Rectorado.
La oposición de los Dominicos y el problema suscitado en torno al primer Rector
movieron al Conciliario de la Universidad don Tadeo José de Orozco y a los doctores don
Alejandro Egüez de Villamar y don Francisco de Mora, a hacerse cargo gratuitamente de
las Cátedras de Teología Moral y Escolástica, con aceptación del Claustro y aprobación
provisional del Presidente. Pero al mes de haber dictado las clases se les ordenó cesar por
resolución de la Junta de Temporalidades; por cuanto el Obispo se había comprometido
proveer de un Maestro de Teología con rentas del Seminario Conciliar.
Estos incidentes ocasionaron la decadencia de la Universidad. El 18 de marzo de
1790 los Catedráticos de Filosofía y Teología daban cuenta al Rey, del retroceso de los
estudios, ya por la renuncia del primer Rector, ya también por la inasistencia de los
religiosos a los actos públicos de la Universidad. El 1. º De octubre de 1790 el rey Carlos
IV nombró al doctor Cuero y Caicedo de Tesorero de la Catedral de Popayán. Por este
motivo quedó nuevamente vacante el Rectorado y el Claustro Universitario eligió por
Rector a don Pedro Gómez de Medina, Arcediano de la Catedral de Quito. Entretanto, a
fines de febrero de 1791 llegó a Quito como Obispo el ilustrísimo señor don José Pérez
Calama, varón ilustrado y que había traído consigo una copiosa biblioteca. El Presidente
de la Audiencia pidió al señor Obispo que redactase un plan nuevo de estudios para dar a
la Universidad orden y prestigio.
Tardó casi un decenio la resolución del Rey sobre los asuntos de la Universidad. Por
fin el 20 de junio de 1800 expidió una cédula en que definitivamente daba respuesta a
todas las consultas. Concretando a los puntos principales, expresaba la cédula lo
siguiente: He resuelto subsista la unión de estos dos establecimientos que deben formar
la Universidad de Santo Tomás de esa ciudad, pero dos dominicos tendrán las
prerrogativas de que el Rector sea Conciliario nato y que el Prelado principal tenga voto
y honores de Catedrático y serán propios de esta Religión las Cátedras de Gramática,
Filosofía y Teología, proponiendo el Provincial tres religiosos en cada una de las vacantes
al Reverendo Obispo y Presidente, quienes elegirán al más a propósito, y en caso de
discordar me darán cuenta, para que me digne resolver lo conveniente. Y considerando
que el Colegio de San Fernando de esa ciudad nunca fue verdadera Universidad, que los
fondos con que se hicieron las dotaciones de él y de sus Cátedras fueron donados en la
mayor parte por la Religión de Santo Domingo y en alguna parte por el alférez Pedro de
Aguayo dándoles los donantes destino fijo a favor de terceros sustituidos en caso de no
poderse cumplir aquellas fundaciones, declaro justa la solicitud de alternativa de los
religiosos Dominicos de esa ciudad, quedando por ahora subsistente el colegio en clase
de estudios particulares, sin la facultad que por privilegio se la había concedido de
conferir grados, devolviéndose a los religiosos Dominicos las cantidades que adelantaron
y debían satisfacer el Rector y Claustro de la Universidad para costear el testimonio de
autos.
Ordenó también el Rey que los Prelados de las Comunidades Religiosas asistieran
como de costumbre a los actos oficiales de la Universidad. En cuanto a la aprobación de
los Estatutos de la nueva Universidad y el plan de estudios formado por el Reverendo
Obispo de esa ciudad, he resuelto, dijo el Rey, que el Claustro pleno de la Universidad
comisione una Junta de individuos, que teniendo presente lo que haga ver la experiencia
desde la fecha de la extinción de dichos Estatutos y plan de estudios del método
establecido y Reglas dadas para las Universidades de España, con especialidad la de
Salamanca, a fin de que se adapten en lo posible a la de esa ciudad conforme a sus
particulares circunstancias y reformas que contemplen oportunas y calificadas por los
claustros plena y hecho así se pasen a Vos el Presidente, para que oyendo al Reverendo
Obispo, al Fiscal y el voto consultivo del acuerdo me deis cuenta con justificación y
vuestro informe a la brevedad posible incluyendo el punto de Cátedras de Medicina.

Ambiente cultural de Quito en el último decenio del siglo XVIII

Ocho años antes de la reorganización de la Universidad, había escrito Espejo


su Nuevo Luciano. Aunque manuscrito, el libro debió suscitar la curiosidad de los
lectores, que se supieron aludidos. El autor estuvo alerta a los juicios que se hacían de su
obra. Según él, los comentarios eran los siguientes: Es atrevido, pero se sabe insinuar; es
plagiario, pero ha leído mucho; es satírico, pero lleno de gracias; es formidable, pero dice
la verdad; es de un estilo ramplón, dijo uno de aquellos a quienes se atribuye la obra. Dice
Luciano lo que sabemos los doctos, ha dicho otro. Nada trae de nuevo gritaron los que se
precian de letrados: esta es la crítica que he oído.
Al Nuevo Luciano siguió el Marco Porcio Catón y a este La Ciencia Blancardina.
Estas obras de Espejo no llegaron al pueblo. Estaban destinadas a personajes de iglesia y
a profesores y estudiantes. Los aludidos y criticados eran sujetos que ostentaban grados
universitarios. Lo más impresionante era la crítica que se hacía al método de enseñanza
de retórica, oratoria, filosofía y teología. El blanco principal de ataque eran ciertamente
los profesores expulsos de San Luis y San Gregorio; pero no se evadían tampoco los
catedráticos de San Fernando y Santo Tomás. Anotados los defectos había que señalar
los medios de enmienda. Espejo citaba de preferencia autores franceses de la Ilustración
y algún español como el padre Feijoo.
Ya desde 1786 Espejo insinuó, en su Defensa de los Curas de Riobamba, la idea de
fundar una Sociedad Patriótica. Obligado a comparecer ante las autoridades de Bogotá,
salió libre de las acusaciones que se le habían hecho y ahí proyectó el establecimiento en
Quito de la Sociedad llamada Escuela de la Concordia. En Bogotá cultivó la amistad de
Francisco Antonio Zea, Antonio Nariño y Manuel del Socorro Rodríguez, jóvenes en
quienes alentaba ya la idea de la emancipación. En noviembre de 1789 estuvo también en
Bogotá don Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre, amigo íntimo de Espejo, que
también formaba parte del círculo de jóvenes, de quienes escribirá el Precursor: Un día
resucitará la Patria, pero los que formarán su aliento. Vio serán los que, habiendo pasado
las tres cuartas partes de sus años en pequeñeces, no están para aplicar sus facultades a
estudios desconocidos y prolijos; serán esos muchachos que frecuentan las escuelas con
empeño y estudiosidad.
El joven Marqués había interpuesto su influjo para recomendar en la Corte de Madrid
el escrito de Espejo sobre las viruelas, que tuvo un éxito publicitario. En Bogotá Espejo
y Selva Alegre planificaron la organización de la Sociedad, que tendía a la red habilitación
económica y la promoción de la cultura en Quito. Al efecto redactaron una proforma de
Estatutos, en que se señalaban el destino, ocupación y orden que debían guardar los
socios. Desde luego hicieron una lista de los posibles componentes de la Sociedad,
incluyendo todos los representantes del ambiente cultural de Quito, sin prescindir de
socios honorarios de Nueva Granada.
Cuando Espejo regresó a Quito asistió a un cambio favorable de circunstancias. El
presidente Villalengua y Marfil fue trasladado a Guatemala y dejó en su lugar al doctor
Antonio Mon y Velarde cuyo gobierno duró menos de un año. El 13 de julio de 1791
tomó posesión de la presidencia don Luis Antonio Muñoz de Guzmán. A su vez el Obispo
Sobrino y Minayo había sido destinado a Santiago de Chile y en febrero de 1791 se hizo
cargo de la diócesis el ilustrísimo señor don José Pérez Calama.
Espejo aprovechó del momento histórico para llevar a cabo su acariciado proyecto
de fundación de la Sociedad. Efectivamente, el 30 de noviembre de 1791 se instaló con
el nombre de Sociedad Patriótica de Amigos del País de Quito. La sesión inaugural se
verificó en el salón del antiguo Colegio de los Jesuitas. Según una lista previa arreglada
por Espejo, la Sociedad constaba de protectores, socios de número y socios
supernumerarios. Entre los primeros constaban el Virrey, el Presidente y el Obispo. Entre
los segundos, los Condes, Marqueses, gentes de viso cultural y social y representantes de
las comunidades religiosas. Entre los supernumerarios se contaban sacerdotes,
profesionales y extranjeros. A juzgar por dicha lista eran 28 los socios de número y 59
los supernumerarios.
En la primera reunión se organizó el Directorio con algunas variantes del proyecto.
Resultó electo presidente don Luis Muñoz de Guzmán; Director, el ilustrísimo señor
Pérez Calamar Censor, el doctor Ramón Yépez; Tesorero, don Antonio Aspiazu. Para la
redacción de los Estatutos se designó una comisión compuesta por los doctores Espejo,
Yépez y por don Andrés Salvador.
El fin de la Sociedad Patriótica era promover el adelanto del País en todos sus
aspectos. Para conseguirlo se establecieron cuatro comisiones, a saber: de Agricultura, de
Ciencias y Artes útiles, de Industrias y Comercio y de Política y Buenas Letras. Cada
socio tenía libertad de proponer las iniciativas que creyera convenientes al objeto de la
sociedad. Las sesiones debían realizarse los sábados a las tres de la tarde. Cada mes debía
tenerse una conferencia pública y redactarse normas directivas para promover la
agricultura, la industria y la ganadería. La Sociedad tuvo corta duración. Por informes
recibidos de Quito, el Rey Carlos IV expidió una Cédula, fechada el once de noviembre
de 1793, en que decía textualmente al Presidente de la Audiencia: Desaprobando
hubieseis puesto en ejecución el establecimiento de la referida Sociedad de Amigos del
País, sin que hubiese precedido mi Real aprobación con arreglo a las leyes que prohíben
toda Junta sin esta circunstancia, he resuelto como os mando se suspenda su ejercicio
hasta mi Real determinación.
La Sociedad Patriótica, no obstante su precaria duración, dejó una huella imborrable
en la historia de la cultura ecuatoriana. La mirada de Espejo, siempre alerta a las
orientaciones del progreso, procuró que Quito no quedara atrás de las capitales de los
Virreinatos. En Lima había aparecido, en octubre de 1790, el Análisis del Diario, el
primero del Perú y de la América del Sur. Luego, el 14 de enero de 1791, se editó
el Mercurio Peruano, la única revista en su género en las colonias de la América. A la
vez, apareció en Bogotá el 9 de febrero de 1791, el Papel Periódico de la ciudad de Santa
Fe de Bogotá. A ejemplo de Lima y Bogotá, Espejo editó, como órgano de la Sociedad
Patriótica, la Primicias de la Cultura de Quito, cuyo primer número salió a luz el jueves
5 de enero de 1792. El pensamiento de Espejo se reflejó nítidamente en la introducción
de a la revista.
A semejanza, escribió, de las naciones cultas de Europa, y a imitación de nuestras
Provincias vecinas de Norte y Sur, dará Quito sus papeles periódicos, que a la verdad no
serán más que unos rigurosos misceláneos. Luego añadía: La prensa es el depósito del
tesoro intelectual. Repongamos en este el caudal respectivo a los efectos preciosos de
nuestros talentos cultivados. Que juzguen nuestros émulos, si acaso por ventura se nos
suscitan, que estamos en el ángulo más remoto y obscuro de la tierra adonde apenas llegan
algunos pocos rayos de refracción desprendidos de la inmensa luz que baña a regiones
privilegiadas. Que nos falten libros, instrumentos, medios y maestros que nos indiquen
los elementos de las facultades y que nos enseñen el método de aprenderlas. Todo esto
nada importa o no nos impide el que demos a conocer que sabemos pensar, que somos
racionales, que hemos nacido para la sociedad. Estamos en agradable persuasión de que
los extraños que han tocado con sus manos los espíritus de Quito, si nos niegan amplitud
de noticias, penetración de materias y grandezas de observaciones, nos conceden entrar
con decoro al palacio de las ciencias abstractas y naturales.
El prospecto del primer periódico quiteño, que apareció a fines de 1791, mereció
notas de elogio del Mercurio Peruano y del Papel Periódico de Bogotá. El primer número
de las Primicias de la cultura de Quito, aparecida el 5 de enero de 1792, estaba impreso
por Raimundo de Salazar y llevaba la licencia del superior Gobierno. El editorial, escrito
bajo el acápite de Literatura, comenzaba con un verso del Arte Poética de Horacio que
aconsejaba examinar las costumbres de cada edad, para pintar con colores oportunos lo
que convenía a cada una de ellas. Según Espejo, a la organización política de Quito se
encontraba en el período de infancia. Y previniendo la crítica sobre este juicio de
apariencia peyorativa apostrofaba: Amada Patria mía, no hagáis con vuestras quejas
vuestras desgracias. En la sección de crónica se consignaba el dato de la inauguración de
la Sociedad Patriótica Amigos del País». Como suplemento se consignaba una carta
dirigida a los maestros de primera enseñanza, que obedecía al deseo tanto del Presidente,
como del Obispo, de promover la educación de la niñez.
En el segundo número Espejo transcribió la carta que le había escrito el ex Jesuita
Pedro Lucas Larrea. En ella se daba cuenta de la Historia de Quito, escrita por el padre
Juan de Velasco y se refería la grata impresión que había causado en los desterrados
el Discurso del doctor Espejo. Se tenía el proyecto de incluir en la traducción italiana el
bello Discurso del doctor Espejo, dirigido a los socios de la Nueva Sociedad Patriótica.
Verdaderamente es pieza admirable y digna de que la vea todo el mundo. Su autor muestra
en ella su gran talento, su vasta erudición y sus grandes y ventajosas ideas en beneficio
de la Patria.
En el número tercero consagró Espejo un artículo a la educación de la mujer, con el
pretexto de contestar a una carta que se le había dirigido, suscrita con el seudónimo
de Europhilia. Y luego se hizo eco de filos juicios que se habían formulado en el ambiente
sobre el valor y orientación del semanario.
Desde el número cuarto inició la reproducción del Discurso impreso en Bogotá y
dirigido a la Sociedad Patriótica. Contenía el pensamiento de Espejo sobre la situación de
la sociedad quiteña, próspera en los siglos pasados y decaída en aquel entonces, pero
dotada de virtualidades capaces de labrar la felicidad. Fue el primero en hacer conciencia
de los valores de la patria y afianzar la esperanza de su rehabilitación mediante la cultura.
En las Primicias colaboró también el excelentísimo señor Pérez Calama quien
coincidía con Espejo en la necesidad de la educación primaria y de transformar los
métodos en la enseñanza universitaria. La publicación del periódico cesó con el número
séptimo, correspondiente al 29 de marzo de 1792.
En la Instrucción previa a las Primicias de la Cultura de Quito, advirtió Espejo, que
quienes quisieran colaborar en el periódico, echasen sus artículos por la reja de la
Biblioteca con dirección al bibliotecario. Espejo había recibido nombramiento para este
cargo en noviembre 1791. Antes de abrir la Biblioteca al público se hizo el inventario de
los libros y la inauguración de servicios se realizó el 25 de mayo de 1792. La apertura de
la Biblioteca era el cumplimiento de la Orden Real que había mandado que las librerías
de los Jesuitas expulsos se convirtieran en bibliotecas públicas para ilustración de toda
clase de personas. Espejo conoció en Bogotá la Biblioteca, que se había puesto bajo la
dirección de su amigo Manuel del Socorro Rodríguez. Un casi contemporáneo de Espejo,
don Manuel José Caicedo, describe así la Biblioteca: La pieza donde se hallan colocados
los libros, que componen más de diez mil volúmenes, es la más magnífica que hay en
toda la América. Estanterías de buena madera pintadas a chinesca con perfiles de oro,
estatuas colocadas sobre el famoso barandillaje dorado que circunda esta hermosa sala,
las cuales denotan las facultades a que corresponden los libros de aquellos cánones, un
pavimento de madera sólida y sobre todo una biblioteca digna de una ciudad ilustrada.
Disuelta la Sociedad de Amigos del País, suspendida la publicación de las Primicias
de la Cultura de Quito, Espejo halló en la Biblioteca el solaz para su espíritu y el lugar
apropiado para hacer la siembra de sus ideas en los jóvenes que frecuentaban, con fin o
pretexto de lectura, el local de la Real Biblioteca.
Las ideas en la organización de los estudios

Espejo no sólo reclamó un cambio de método de enseñanza de la Retórica, Filosofía


y Teología, sino un interés social por la Economía Política y la Medicina. Tuvo por ideal
realizar en sí las cualidades de un bello espíritu, al modo de la Ilustración francesa. Contó
con amigos de la buena sociedad, en quienes hizo la siembra de sus ideas de cultura. La
crítica de su Nuevo Luciano precedió con ocho años a la formulación de los Estatutos de
la Nueva Universidad, para la cual el excelentísmo señor Pérez Calama trazó el plan de
estudios que se publicó en 1791. En Quito había ya un ambiente preparado para la
amplitud de criterio, dentro de la ortodoxia, con que debían enseñarse la Filosofía y la
Teología, según mandaba el rey Carlos III en su Real Orden del 4 de abril de 1786.
Nada revela mejor la situación de las ideas al finalizar el siglo XVIII, que la respuesta
que dio el cuerpo de profesores de la Universidad a una representación de los Dominicos.
Los padres Sebastián Solano e Isidro Barreto expusieron al Presidente de la
Audiencia, que según parece de los Estatutos que han regido, desde que se erigió en
pública esta Universidad, los que lo formaron se persuadieron a que era propio de una
Universidad pública, admitir, adoptar y seguir en ella toda doctrina que no estuviese
expresamente reprobada. Así se han permitido defender en público opiniones, theses y
sentencias poco conformes en la práctica a la doctrina sana. Siendo Universidad que se
intitula de Santo Tomás, se niega a cada paso y sin el menor embarazo la autoridad y
sentencia de este angélico Doctor. Y sin caer en cuenta de los escandalosos efectos que
ha producido la libertad filosófica y facilidad en opinar si defienden públicamente
opiniones y sentencias nada conformes a los piadosos deseos de un Rey Católico, que
desea en sus vasallos la instrucción y enseñanza de la doctrina pura. En consecuencia,
solicitaban los padres mencionados que se tuvieran en cuenta a los catedráticos de la
Orden para formar los nuevos Estatutos, el plan de estudios y el método de enseñanza.
El presidente Carondelet remitió este oficio al Fiscal, quien opinó que se debía pedir
informe sobre este asunto al Rector y Claustro de la Universidad. De la respuesta se colige
el pensamiento que guiaba entonces a la orientación de la enseñanza universitaria. Los
catedráticos de la universidad vieron en la representación de los dos padres una pretensión
de «tiranizar los entendimientos con una sola doctrina. Las tesis de grados pasaban por el
examen y aprobación del Fiscal de la Audiencia para presentarlas al Rector. No porque
la Universidad llevaba el nombre de Santo Tomás estaban sus catedráticos obligados a
seguir precisamente su doctrina: antes negando su sentencia y autoridad con la debida
reverencia, a nadie injuriaban ni ofendían; pudiendo por lo mismo en materias filosóficas
ir con otro filósofo profundo y en las teológicas con otro Santo Padre o Doctor de la
Iglesia.
Santo Tomás había escrito sobre Filosofía en el siglo XIII, a base de Aristóteles.
Quién ignoraba, al filo del siglo XIX, que para la inteligencia de la verdadera Física, se
necesitaba los principios matemáticos. Ahora bien, los estudiantes de la Universidad no
eran religiosos, sino seglares a quienes interesaba poseer principios de matemáticas y de
física, de que no se hallaban en la Filosofía de Santo Tomás. Había, pues, que buscarlos
en otros autores que los habían enseñado. En cuanto a la teología, después de haber
señalado las opiniones sobre la autoridad de los Padres y Doctores de la Iglesia, concluían
los informantes: que los Santos Padres pueden ser considerados de dos modos: uno como
Doctores, que dicen sus particulares sentencias y opiniones, y por este respecto no es
pecado ni ilícita el separarnos de ellos; otro como testigos integérrimos y riquísimos de
las tradiciones antiguas y según este respecto no nos es lícito separarnos de su sentir,
porque su autoridad y la de la Iglesia, de tal suerte están unidas en materias de nuestra
Santa Fe, que ni puede existir la una sin la otra, ni se puede imaginar el cómo pudiera ser.
Más de cualquiera suerte que se consideren los Santos Padres debemos tener íntimamente
impreso en nuestros corazones lo que dice el doctísimo inglés Enrique Holden en su
análisis de la Fe, que en lo necesario se debe guardar la unidad, en lo dudoso la libertad,
y en todo la caridad.
Tal fue el pensamiento de Carlos III al elevar la Universidad de Santo Tomás a
pública el 4 de abril de 1786. Sus palabras textuales al respecto fueron las
siguientes: «para que de este modo sea la Universidad verdaderamente pública y acudan
con libertad los que se apliquen a estudios, sin preferencia de escuelas ni sistemas, pues
sólo la debe hacer por mérito y aprovechamiento».
Advirtió, desde luego, el Claustro Universitario que no compaginaba con los escritos
de Spinosa, Berkey, Raynal, Voltaire y Rousseau, cuya doctrina no podía llamarse
filosófica; ni aceptaban la denominación de bello espíritu, pretendido filósofo y espíritu
fuerte, que, en definitiva, equivalían a deístas, materialistas e incrédulos.
Con esta salvedad, afirmaba el Claustro: que aunque sea evidente que el
consentimiento unánime de los padres, no siendo en lo perteneciente a la Fe, a la
Tradición, ni a las Sagradas Letras, no hacen un argumento cierto, sino sólo probable; que
aunque la Filosofía, en su extensión está sujeta al tribunal de la razón y no al de la
autoridad; y aunque ella pueda servir mucha para arreglar las costumbres, con todo que
los filósofos no son más que unos niños, si Jesucristo no los hace hombres alumbrando
las tinieblas de su entendimiento. Sabe que Newton mismo, ese genio superior cuyas ideas
parece van más lejos de lo que se podía esperar, enseña clara y positivamente "que el
orden del mundo sólo se debe buscar en la voluntad de Dios y que no sería pensar ni obrar
como filósofo el pretender que las leyes de la Naturaleza que pueden conservar el mundo,
han podido sacarle del caos o ponerle en orden". Sabe también con otros sabios que el
carácter más seguro de la verdadera Filosofía es darse la mano con la Religión, y que por
sólidos, grandes y luminosos que sean los principios de la Moral del Paganismo, dejan al
hombre en el camino sin mostrarle ni el motivo que debe santificar sus acciones, ni el fin
que debe proponerse. Que la Sagrada Escritura y la tradición únicamente nos dan una
noción clara cierta del hombre, descubriéndole las ventajas de su primer origen, su caída
en el pecado y las consecuencias funestas de esta caída, su reparación por el Libertador,
sus diferentes obligaciones respecto de Dios, del prójimo y de sí mismo, el fin donde debe
dirigirse y el camino que puede conducirle a él. Los que entran a estudiar Filosofía ya
deben ir instruidos y radicados en estas verdades de una educación cristiana, que los
maestros deben comentar y no perder de vista jamás.
Después de esta declaración de principios el Claustro Universitario aludió a una
Cédula Real: del 20 de junio de 1800, en que ordenaba, que en los Estatutos y Plan de
Estudios se adopte en lo posible el método establecido y reglas dadas para las
Universidades de España, con especialidad de Salamanca. En virtud de esta orden real, el
Claustro Universitario de Quito tuvo en cuenta, al formular el Plan de Estudios para su
Universidad los Planes de Estudios aprobados y mandados observar por el Rey en
Salamanca, Granada y Valencia, que fueron impresos respectivamente, en 1772, 1776 y
1787. Este informe lo firmaban Juan Ruiz de Santo Domingo, doctor Manuel José de
Caicedo, doctor Ramón de Yépez, doctor José Abarca, doctor Bernardo Ignacio de León
y Carcelén, José Javier de Ascázubi, doctor Pedro Quiñones y Cienfuegos, doctor
Mariano José Murgueitio y doctor Bernardo Delgado.
La Enseñanza Superior en los últimos años de la Colonia

En virtud de la Real Cédula del 20 de junio de 1800 quedó de hecho confirmado el


establecimiento de la Universidad pública de Santo Tomás; los Dominicos tenían la
prerrogativa de que el Rector de San Fernando era conciliario nato, el Prelado Mayor
tenía voto y honores de Catedrático y eran propias de la Orden las Cátedras de Gramática,
Filosofía y Teología. El Colegio de San Fernando quedaba reducido a condición de
Colegio en clase de estudios particulares. La alternativa de cátedras y rentas concedida
en la Cédula de 1800 fue modificada por una nueva Cédula del 19 de enero de 1805 en
que ordenaba el Rey la reunión de Cátedras y rentas del Colegio de San Fernando a la
Universidad de Santo Tomás. A esta nueva situación obedece la siguiente resolución del
Capítulo Provincial Dominicano, celebrado en setiembre de 1808: Por nuestro Real
Colegio de San Fernando y por Catedráticos de la Real y pública Universidad, por gracia
que ha hecho su Majestad, damos en Regente, Catedrático y Lector de Prima al reverendo
padre lector fray Antonio Ortiz; en Catedrático y Lector de Lugares Teológicos al
reverendo padre lector fray Pantaleón Trujillo; en Catedrático y Lector de Moral al
reverendo padre presentado fray Manuel Cisneros; en Catedrático y Lector de Filosofía
al reverendo padre lector fray José Falconí.
La Real Cédula de 1800 ordenaba también que se revisaran tanto los Estatutos como
el Plan de Estudios, acomodándolos a las circunstancias, de acuerdo con los modelos de
las Universidades Españolas. El Claustro Universitario, en consecuencia, en sesión del 9
de enero de 1802, comisionó para la revisión mandada, a los doctores Ramón Yépez,
Antonio Tejada, Bernardo de León y José de Ascázubi. El criterio de los comisionados
fue que el Rey no había desaprobado los Estatutos formulados para la nueva Universidad,
sino que había dispuesto que se hiciesen las adiciones convenientes de acuerdo con las
circunstancias. De este modo fueron pocos los cambios que se hicieron a los primitivos
Estatutos.
En una comunicación posterior se daba cuenta del desenlace que tuvo esta labor de
revisión. A pesar, se decía, de la pronta actividad, con que los comisionados
desempeñaron esta obra, las circunstancias de la época revolucionaria y la obstrucción de
giros embarazaron la remisión de dichas adiciones, no habiendo podido estas insertarse
en el cuerpo de Constituciones, por la confusión que padecieron hasta el año de 1813.
Mientras se tramitaba la aprobación definitiva de los Estatutos y Plan de Estudios, se
verificó un hecho que tuvo especial repercusión en la historia del país. En la Cédula del
20 de junio de 1800 afirmaba el Rey que el Presidente de la Audiencia le había informado
que «había destinado para formar el claustro de Estudios una parte del Colegio Máximo
que fue de los ex jesuitas y otra para acuartelar la tropa y que sin embargo había quedado
buena porción de dicho edificio para dar a cualquier religiosa casa en que vivir. De hecho,
al comenzar el siglo XIX, se distribuyó el edificio de los Jesuitas en el tramo destinado a
la Universidad de Santo Tomás, en otro concedido a la Comunidad de los agonizantes de
Lima y un tercero cuyo piso alto se destinó a oficinas de la Real Hacienda y el bajo para
cuartel de las Compañías Veteranas. Precisamente en este lugar del Real de Lima fueron
sacrificados el 2 de agosto de 1810 algunos catedráticos de la Universidad como los
doctores Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez Quiroga, Pablo Arenas y José Javier
Ascázubi.
Desde la navidad de 1808, en que se planeó la independencia, luego en la Junta que
lanzó el primer grito y en el proceso de la lucha libertaria, fueron los catedráticos de la
Universidad quienes estructuraron el aspecto jurídico del hecho y dieron sentido legal a
los actos que se fueron verificando en el proceso de su realización total. A esto obedece
un acápite de la carta de Toribio Montes que dice textualmente: Habiendo tomado las
armas en la revolución todos los alumnos de los Reales Colegios de San Luis y San
Fernando, quedan ya establecidos, prohibiendo la admisión de aquellos, y también he
arreglado la Universidad, reduciendo el número de clases a lo más preciso, suspendiendo
que se estudie el Derecho Civil, por razón del sinnúmero de abogados que tiene esta
ciudad, la cual en menos de cuarenta años ha promovido varios alzamientos.
Restablecido el orden por acción del Pacificador Montes, el Rey dispuso por Cédula
de 4 de mayo de 1815, que se practicase una visita a la Universidad y los Colegios de San
Luis y de San Fernando y se redactase un nuevo plan de estudios, para reorganizarlos de
acuerdo con las circunstancias. El 11 de noviembre del mismo año Montes comisionó al
doctor Nicolás Joaquín de Arteta que realizase la visita y formulase el nuevo plan de
estudios.
El 23 de febrero de 1817 el doctor Arteta presentó a consideración del Pacificador
su Plan que propone el Comisionado para la visita de Universidad y Colegios al efecto de
que se consiga el mejor establecimiento de sus estudios con arreglo a los artículos
siguientes.
El plan constaba de trece artículos, que comprendían un programa total de enseñanza,
desde las primeras letras hasta las Facultades Universitarias. El artículo primero
comenzaba por las escuelas de primeras letras. La falta de comercio activo había reducido
a un estado de pobreza a las clases sociales, que no podían costear la enseñanza de los
niños. El Gobierno debía estimular al Ayuntamiento para que crease una escuela gratuita
para niños y niñas. Los textos apropiados serían el Arte de escribir de Morante,
la Ortografía y Caligrafía de Torio, la Gramática Castellana, Ortografía y Aritmética de
la Academia Española, el Catecismo de Fleuri, El Niño Instruido y las Lecciones de
Iriarte.
El artículo segundo contemplaba la Gramática Latina y Humanidades. Después de
ponderar su necesidad para los eclesiásticos, insinuaba que las receptorías se adquiriesen
por oposición, tanto para el Colegio de San Luis como de San Fernando. El preceptor de
minoristas debía enseñar hasta la sintaxis, ejercitando a los alumnos en los Diálogos de
Luis Vives, la Ética de Heinecio, las Fábulas de Fedro, Cornelio Nepote y Cartas de
Cicerón. El de mayoristas debía enseñar la Prosodia, el Arte Métrica, la Mitología y
la Retórica. En esta etapa debía destacarse la índole constructiva del latín y castellano,
con la traducción de trozos selectos de Cicerón, Quinto Curcio, Tito Livio y Salustio y de
las poesías de Virgilio, Horacio, Cátulo, Tíbulo, Propercio, Plauto y Terencio. Para los
ejemplos de análisis, traducción y composición se aconsejaba el manejo de las obras de
Francisco Sánchez El brocense y de Justo Lipcio y los Fundamentos del estilo culto de
Heinecio. En cuanto a la enseñanza de la Retórica, se recomendaba a Quintiliano y Hugo
Blair. Cada mes debía realizarse un examen de la materia y cada seis meses un certamen
en forma de conclusiones.
El artículo tercero se refería a la Filosofía. Nadie podía estudiarla sin el certificado
previo y el examen severo del latín y Humanidades. Para la Lógica se recomendaba a
Heinecio, adoptando el curso lugdunense en los puntos manifiestamente erróneos. En los
ejercicios de discusión debían elegirse cuestiones conducentes al conocimiento de las
ciencias. Tanto la Metafísica, como la Física Experimental y la Ética debían enseñarse,
acomodándose a autores modernos, como Brison, Corcini, Altieri, Paradefanges y el
curso lugdunense.
El artículo cuarto trataba de la Teología cuya sublimidad se ponía de manifiesto.
Según el nuevo plan esta ciencia comprendía el Dogma, la Moral y la Disciplina
Eclesiástica. Se insinuaba que el catedrático de Prima enseñara los Dogmas llanamente,
sin escolasticismo, sirviéndose de las exposiciones de Juan Lorenzo Berti y de Juan
Francisco Villarregi y para los Lugares Teológicos de Melchor Cano y del padre Pedro
Annato. El Catedrático de Vísperas debía seguir a Santo Tomás, suprimiendo las
cuestiones inoportunas. El de Moral y Disciplina Eclesiástica debía desechar el
probabilismo y utilizar el Compendio de Pedro Collet y de Santiago Besombes y para la
Disciplina el tratado del padre Tomasino. Para estimular el estudio de la Teología, se
debía obligar a los clérigos la asistencia a este curso; imponer a los estudiantes la
obligación del examen anual para pase de año; no dispensar el curso completo de cuatro
años y conceder las becas para los Colegios de San Luis y San Fernando con la condición
explícita de que los agraciados debían seguir el curso de Teología.
El artículo quinto se refería a la Facultad de Jurisprudencia. En la enseñanza debían
unirse el Derecho Civil con el Canónico, por la estrecha conexión que tenían en la
aplicación práctica. Los que quisieran graduarse en Derecho Canónico debían ser
examinados por el curso del padre Pedro Murillo Belarde y en Derecho Civil por las
Institutas de Rieger, Berardi y Selvagio o por el Compendio de Van Speir. Se describía
con rasgos peyorativos el estado de decadencia a que había llegado el estudio de
Jurisprudencia. Para remediar el mal se insinuaba la reunión de las rentas de las Cátedras
de San Fernando a la Universidad de Santo Tomás y que los catedráticos obligasen a los
alumnos que aprendiesen de memoria las lecciones diarias. El catedrático de Prima de
Cánones debía explicar el origen, concatenación y autoridad de las leyes canónicas,
valiéndose de la Sinopsis de Richard. El de Vísperas debía enseñar, al través de la Historia
Eclesiástica, el proceso formativo de los Cánones, sirviéndose de la Historia
Eclesiásticade Fleuri y del abad Berault Bercastel. El Catedrático Primario del Derecho
Civil debía utilizar el texto de M. Domat, concordando con las Leyes del Reino. Y el de
Vísperas estaba en la obligación de enseñar el Derecho Natural, el de Gentes y el Derecho
Público, sirviéndose de Heinecio y de Domat.
El artículo sexto se concretaba a la Medicina. No obstante ser una Facultad tan
necesaria para el bien público, era la menos atendida en la Universidad. La Real Cédula
de 19 de enero de 1805 había adjudicado a la Universidad las Rentas de las Cátedras de
San Fernando. Pero como era renta sólo ascendía a la suma de sesenta y seis pesos
anuales, era imposible conseguir catedráticos que dictaran sus clases con paga tan exigua.
Tocaba, pues, al Gobierno y al Cabildo excogitar los arbitrios para rentar debidamente a
los Catedráticos y establecer la Facultad de Medicina, que impediría a los empíricos
ejercer el oficio de Médicos.
El artículo octavo se refería al estudio de las Matemáticas. Anotaba que la
ignorancia de las ciencias era el lunar con que se afeaba a los literatos de Quito, cuya
Universidad carecía de una Cátedra de Matemáticas. Insinuaba, como remedio, que su
enseñanza no se limitase al trienio filosófico, sino que se la prorrogase a un año más,
obligando a su asistencia a los alumnos de San Fernando.
Los cinco artículos restantes se referían a los Catedráticos en general (8), a las
elecciones y vocales que elegían (9), a la elección de un Teólogo censor para los actos
literarios (10), a la colación de grados (11), a los Bedeles y Conserjes (12) y a la reforma
de los Colegios (13).
El artículo último sobre la reforma de los colegios estaba redactado a base de la
experiencia que había tenido el doctor Arteta en su visita a San Luis y San Fernando. Lo
primero que insinuó fue la limitación de vacaciones, que se las tenía del 14 de julio al 18
de octubre, en que se perdía la afición a los estudios. Luego pedía que se cortase el abuso
de representaciones de comedias que se las realizaba en los teatros de ambos colegios.
Reprobaba también la fácil asistencia de los colegiales a fiestas y funerales. Pedía
asimismo que se reglamentara el horario de los días festivos. Finalmente se daban normas
para el comportamiento tanto dentro como fuera de los colegios.
El informe y plan de estudios, trazados por orden de don Toribio Montes, quedaron
sin resolución por cuanto el Pacificador hubo de ceder la Presidencia al general don Juan
Ramírez de Orozco, quien tomó posesión de su cargo el 26 de julio de 1817. Con el nuevo
Presidente, la organización de la Universidad se llevó por un camino de aparente
legalidad. El Fiscal observó que tanto en la visita como en el plan de estudios se había
prescindido del claustro universitario, al cual según las Cédulas Reales correspondía
formular las adiciones a los Estatutos y el plan para los estudios de la Universidad. En
consecuencia, el general Ramírez ofició al Rector, el 27 de noviembre de 1817, pidiéndole
informes acerca de las providencias que se habían tomado para la reforma de los
Estatutos. El 15 de diciembre de 1817 el doctor Mariano Miño y Valdez presentó el
informe solicitado, dando detalles de todo lo que se había verificado por parte del claustro
universitario.
Los asuntos políticos provocaron la salida del general Ramírez, encargado de debelar
el alzamiento que se había suscitado en el Alto Perú. Fue reemplazado en el mando por
el mariscal de campo don Melchor Aymerich, quien desde antes había aspirado a la
Presidencia de Quito. Con Aymerich se reanudó el proceso reformatorio de la
Universidad. A petición suya, el doctor Luis de Saá que hacía de Fiscal, presentó un
Informe sobre el estado lamentable de la Universidad, ocasionado por la ambición del
cargo de Rector y la falta de rentas para los Catedráticos. Según él, la reforma
universitaria debía contemplar los siguientes puntos: «Primero, se sirva Vuestra
Excelencia hacer al Claustro la prevención de que en punto a elecciones observe
literalmente la citada Constitución 7.ª, mientras se concluye la reforma del Estatuto,
encargando al Rector cumpla inmediatamente la comisión de exigir y glosar las cuentas
de los obligados como queda dicho. Segundo, que se advierta al Claustro no admita en la
clase de Filosofía a los escolares que no sepan hablar y traducir suficientemente el idioma
latino, en que se nota un considerable atraso; tercero, que no confiera grados en Filosofía
a los que no sean dignos por su saber; cuarto, que proceda con la misma integridad en la
dispensación de los demás grados, sin conferirlos a los que carezcan de cursos y
matrículas legítimamente ganados con la efectiva asidua concurrencia a las aulas, la que
se acredite con certificaciones juradas de los catedráticos y del bedel; quinto, que cuide de
enterarse de si los pretendientes han dado sus respectivos exámenes en los debidos
tiempos, no pasando en el particular por otra clase de prueba que no sea el acta sentada
en el libro correspondiente bajo de responsabilidad a los infractores y de nulidad de
grados; sexto, que se abstenga de hacer mercedes en las contribuciones pecuniarias de los
grados mayores contra lo dispuesto por leyes y Reales Órdenes, bajo de igual
responsabilidad; séptimo, que haga que el bedel asista todos los días a la Universidad para
cuidar de que los escolares lleven sus tareas y llevar el libro de faltas conforme a la
práctica de todas las Universidades a que debe arreglarse el pago de salario; octavo, que
no consientan sustitución de Cátedras contra el tenor del Estatuto; y nono, que en el
perentorio término de cuatro meses dé cuenta de haber concluido la reforma del Estatuto
según lo ordenado por Su Majestad en la citada Real Cédula; observando el actual con
estrecho encargo al Rector de estar a la mira de su cumplimiento y participar a este Real
Vicepatronato cualquiera infracción, en la inteligencia de que dentro del plazo
mencionado debe arreglarse también el Plan de Estudios, teniendo presentes las ideas que
en el particular ha suministrado el mismo señor Rector.
Este informe del Fiscal pasó a examen del auditor general de guerra señor Saravia,
el cual dio su parecer el 29 de mayo de 1821, con algunas observaciones. Al fin Aymerich
dio el siguiente Decreto: Riobamba 4 de junio de 1821. -Me conforme con el antecedente
dictamen del señor Auditor General de Guerra cuyo contenido se practicará en todo por
la Secretaría de Gobierno cuidando de llevar todo lo que queda contenido.- Aymerich.
En cumplimiento de esta orden pasó el expediente de visita de la Universidad a
manos del Rector, que era entonces el mismo doctor Nicolás de Arteta. El 20 de junio de
1821, el Rector acusó recibo del expediente y el 13 de julio se excusó de cumplir la orden
de Aymerich, alegando sus ocupaciones de Provisor y sus obligaciones de Coro y
Ministerio espiritual. La respuesta del Auditor, a que se conformó Aymerich, fue: que
cuando el señor Suplicante fue electo Rector de la Real y Pública Universidad, tenía todos
los demás cargos, pensiones y ocupaciones que expresa; y mediante a que sin embargo
de ellas, admitió aquel y lo ha ejercido por cerca de dos años, no puede ni debe excusarse
de cumplir con las obligaciones que le son anexas, como la tomar las cuentas a los que
han administrado y manejado los privilegiados intereses del Cuerpo Literario y lo que
precisamente debería practicar conforme a la última resolución de esta Superioridad, sin
necesidad de la cual debió haberlo ya verificado por sí o por personas de su confianza
para no incurrir en responsabilidad.
El último decreto de Aymerich sobre la reforma de la Universidad fue expedido
desde Riobamba el 30 de julio de 1821; es decir, cuando estaba a la defensiva en la guerra
de la Independencia. El 24 de mayo del año siguiente se dio la Batalla del Pichincha, que
cambió la orientación política del país.
Los Colegios de San Fernando y de San Luis

Al cumplir el siglo XVIII la Provincia Dominicana de Quito anotaba, en el Capítulo


Provincial de 1798, que eran dieciséis los Magisterios concedidos a la Provincia, doce
por título de enseñanza y cuatro por título de predicación y veinte las Presentaturas, doce
por mérito de enseñanza y ocho por motivo de predicación. Para conseguir los grados de
Maestro y Presentado debían los pretendientes justificar sus méritos ante un tribunal
designado por el Capítulo y ocupar el puesto, en razón de antigüedad de promoción. Los
centros de enseñanza válida, que garantizaban el ascenso, eran el Estudentado de San
Pedro Mártir de Quito, el Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás y el
Convento de la Peña de Francia. En el comprobante de méritos debían constar no sólo el
dato de enseñanza, sino el número de Sabatinas y conclusiones que habían presentado,
con el detalle de haber obtenido la cátedra por rigurosa oposición. Justificada la
documentación de méritos ante el Capítulo, necesita base la aprobación del General de la
Orden para que el graduado pudiese gozar de los privilegios que le concedían las
constituciones de la Orden.
Presentamos, a continuación, los catedráticos nombrados sucesivamente por los
Capítulos Provinciales para el Colegio de San Fernando.
1794.- Regente de estudios y Catedrático y Lector Primario el padre presentado fray
Joaquín Vera y Quevedo; Catedrático de Vísperas, padre fray Francisco Angélico Saá;
Catedrático de Teología Moral, padre fray Mariano Benítez; Catedrático de Filosofía,
padre fray Antonio de Ortiz; Preceptor de Gramática, padre fray Lucas Tenorio.
1798.- Regente Catedrático de Prima, padre presentado fray Ángel Francisco Saá;
Lector de Vísperas, padre fray Pantaleón Trujillo; Lector de Teología Moral, padre fray
Mariano Benítez; Lector de Artes, padre fray Manuel Ture.
1807.- Regente Catedrático de Prima padre fray Antonio Ortiz; Catedrático de
Vísperas y Lugares Teológicos, padre fray Pantaleón Trujillo; Lector de Moral, padre
fray Manuel Cisneros; Catedrático de Filosofía, reverendo padre José Falconí y Preceptor
de Gramática, padre fray Ramón Estrada.
1816.- Regente Mayor y Catedrático de Prima padre fray José Falconí; Catedrático
de Vísperas, padre fray Manuel Cisneros; Catedrático de Moral, padre fray Vicente
Mantilla; Catedrático de Artes, fray Nicolás Jaramillo; Preceptor de Gramática, padre fray
Tomás Guzmán.
Los Estatutos del Colegio de San Fernando, al organizarse bajo el Patronato Real,
habían afirmado el derecho del Rey a vigilar la marcha del plantel mediante visitas
anuales.
Antes de la refundición de la Universidad de Santo Tomás, el Presidente de la
Audiencia don García de León y Pizarro había practicado la visita como Vicepatrono el
año de 1783. Después de casi veinte años el presidente Carondelet tornó a verificar la
visita, de acuerdo con el título tercero, 7.º de los Estatutos. Para ello, el 2 de noviembre
de 1802 comisionó al doctor Juan de Dios Morales, encargándole no sólo de examinar la
situación del Colegio, sino de redactar un plan de estudios para las Facultades de Filosofía
y Jurisprudencia que se cursaban en dicho instituto. El 9 de noviembre fue el día señalado
para la visita. Del examen prolijo de libros y dependencias del Colegio aprovechó el
Presidente para expedir su auto de ordenaciones, que fue notificado y aceptado el 17 del
mismo mes. Desde la visita practicada por García de León el 10 de mayo de 1783 había
cambiado la situación del Colegio, que no poseía ya la facultad de conferir grados.
Respecto al edificio material se reconocía el buen estado de la Capilla; en cambio requería
inmediata reparación una pieza destruida por el terremoto de 1797, que implicaba el
arreglo del refectorio. Una vez rehecha la parte deteriorada, el Padre Rector debía en
vacaciones blanquear todo el edificio para el comienzo de los cursos. Se ordenaba que
todos los colegiales tuviesen su refectorio común, sin permitir en esto excepción alguna.
Según los Estatutos se admitían seis fámulos pobres, que en pago a su servicio se les
concedía seguir gratuitamente los estudios.
Para el Archivo debía hacerse un armario para guardar en él los documentos relativos
al Colegio. En cuanto al Secretario debía ser un Jurista honorable y capaz, nombrado por
el Rector, cuyo despacho estaría en un aposento, con la inscripción de Secretaría del
Colegio sobre el dintel de la puerta. A cargo del Secretario estaría el Archivo. De su
obligación sería hacer el índice de los expedientes y guardarlos en cartapacios por series
de años. A él tocaba también hacer las informaciones de los Colegiales en su ingreso y
rotularlas con el título de Información de D. N año de tantos. No podía ser removido
sino por razón justa y con el visto bueno del Vicepatrono.
El Rector, al término de su cargo, debía rendir las cuentas al Provincial, para que las
pasara a la aprobación del Vicepatrono. A fin de obligar al cumplimiento de este artículo
se le proporcionarían formularios, que comenzarían a llenarlos a partir del primero de
enero de 1803.
Para garantizar la conservación de fondos se ordenó que se tuviese un arca con tres
llaves, donde se depositarían los caudales del Colegio para el pago de los Catedráticos.
Al Rector incumbía exigir el pago de los censos en efectivo.
Tanto las becas reales como las dotadas por particulares debían pasar por la
aprobación del Vicepatrono.
El Rector debía hacer el inventario de todos los libros de la Biblioteca por duplicado,
en forma que un ejemplar se conservase en el Archivo y otro se entregase al Vicepatrono.
Debía, además, facilitar la consulta de los libros necesarios a los colegiales.
De acuerdo con la constitución 15.ª n.º 24 debía evitarse la asistencia de los
colegiales a entierros o fiestas que no estuviesen expresamente mandadas o permitidas.
A cargo del Colegio estaba el pago de barbero que debía rasurar cada quince días y
de remedios de botica para los enfermos. El Rector debía vigilar la asistencia de los
Preceptores de Gramática y rebajar el estipendio de acuerdo con las faltas, lo mismo que
el cumplimiento de las oposiciones para la provisión de las Cátedras.
Debía esmerarse en el examen de pruebas para ingreso en el Colegio. El candidato
debía exhibir no sólo el certificado de buena conducta, sino el comprobante de limpieza
y calidad de familia, condición de la que no podía dispensarse más que en el caso de
certificar su identidad de pertenecer a familia conocida en la sociedad. Esta información
debía sujetarse al examen de la Comisión prevista por los Estatutos y pasar a manos del
Rector, quien a su vez la sometería al juicio del conclave para la aceptación del aspirante.
Luego, el expediente sería enviado al Vicepatrono para su aprobación definitiva
Podían ser aceptados, previa documentación severa, los hijos naturales de padres
nobles y los expósitos. No así los adulterinos, incestuosos y sacrílegos, lo mismo que los
hijos de artesanos o de padres cuyos oficios no eran bien recibidos en la opinión del
público.
Los candidatos así aceptados debían pagar, fuera de los derechos ordinarios, veinte
y cinco pesos destinados al reparo del edificio del Colegio, de cuyo producto se encargaría
el Rector con una cuenta aparte.
En cuanto al vestido se prescribían uno para casa y otro para los concursos oficiales.
El traje ordinario debía constar de fraques de bayetón oscuro del país, pantalón de lo
mismo, media bota y balandrán. En la calle y funciones públicas debían llevar bonete,
guantes, medias negras, mangas negras o chupa entera. Al escudo bordado de oro, seda y
plata debía sustituirse con uno de plata dorada, en que las armas reales debían ir orleadas
con las de la Orden Dominicana y encima la corona real. Para caracterizar a los
estudiantes debían llevar los Gramáticos una cinta negra sobre el cuello de la ropa; los
Filósofos, una azul entera; los Teólogos, azul y blanca; los Civilistas, encarnada entera;
los Canonistas, encarnada y verde.
Por lo que miraba al horario, estaba distribuido en la siguiente forma:
A las 4 ½ levantada y provisión de luz;
A las 5, estudio en los claustros;
A las 6, misa en la capilla; de 6 ½ a 8, estudio;
De 8 a 8 ½, almuerzo y descanso;
De 8 ½ a 10 ½, clase;
De 11 a 12, recreo;
A las 12, comida, luego recreo y reposo;
De 1 ½ a 2 ½, estudio;
De 2 ½ a 5, clase en el aula;
De 5 a 6; esparcimiento en juego de pelota, damas, ajedrez, etc.
De 6 a 6 ½, Rosario en la Capilla;
De 6 ½ a 8, estudio bajo la vigilancia de un Prefecto;
A las 8, cena;
De 8 ½ a 9, recreo;
A las 9, recogerse a dormir.
En lo sustancial se prescribía el mismo horario para los Filósofos, Juristas y
Teólogos, con el cambio de las materias de enseñanza en las horas destinadas a las clases
respectivas. Se recomendaba, para los catedráticos de cada facultad, el método de
enseñanza de acuerdo con el nuevo plan de estudios impuesto por el Vicepatrono el 27 de
setiembre de 1802. En general, se advertía que en las tardes feriales en que no tengan
campo, ni salgan a la calle, cuidarán los superiores de que se diviertan a su vista en los
patios y claustros, sin permitirles que se encierren en sus cuartos dados, naipes, etcétera.
Además las sabatinas se tendrán indispensablemente todo el año por la mañana y tarde,
alternando los Catedráticos de Filosofía, Teología y Jurisprudencia.
En el auto de visita se prevenían castigos por las faltas, pudiéndose aplicar cárcel,
cepo, privación de alimento, de campo, de licencia para salir a la calle, correcciones
públicas, según la gravedad de la falta. Se permitía vapulación sólo a los Gramáticos
chiquitos, como que no hay otro arbitrio para contener sus travesuras.
Se tomaba en cuenta el comportamiento urbano que debían observar tanto dentro
como fuera de Colegio, como expresión de la educación integral que se proporcionaba en
el plantel.
Finalmente, se advertía que Gramáticos y Filósofos debían ingresar el 15 de
setiembre y los Teólogos el 18 de octubre de cada año.
El 18 de noviembre de 1802 el doctor Morales, como Delegado del Presidente,
notificó el Auto de Visita, que fue aceptado y firmado por los Catedráticos y estudiantes.
De la Orden Dominicana firmaron el Rector y los Catedráticos de Prima de Teología, de
Vísperas de Teología y de Moral. De fuera de la Orden, firmaron el doctor Rodríguez de
Quiroga, catedrático de Leyes; el doctor Pablo Arenas, catedrático de Vísperas de
Cánones; el doctor Quijano y los Catedráticos de Derecho Civil y de Artes. Como
alumnos hicieron constar su firma el Maestro Yerovi, Teólogo; el maestro Soto, Teólogo;
el maestro Vicente López Merino, Canonista; el bachiller Ramón Pizarro, Filósofo; el
licenciado José Viteri, Jurista; el maestro José Celi, Jurista; el maestro Luis Gonzaga,
Canonista; el bachiller José Félix Valdivieso y los gramáticos José Vicente Espantoso y
Manuel Segundo Cortez.
Consecuencia de la visita hecha al Colegio, fue la redacción de un nuevo Plan de
Estudios para Filosofía y Jurisprudencia, que se encargó, respectivamente, a los doctores
Luis Quijano, abogado de la Audiencia y Catedrático de Derecho Civil en el mismo
Colegio y Juan de Dios Morales. El doctor Quijano intituló su trabajo: Plan de Estudios
del Curso Ecléctico de Filosofía Moderna para el Colegio Real de San Fernando. El
título indicaba el espíritu que animó la redacción del plan. Se aceptaba a Heineccio como
autor básico de enseñanza, pero se insinuaba otros autores en cada parte de la Filosofía.
El curso duraba tres años: en el primero se enseñaban Historia de la Filosofía, Lógica y
Metafísica; en el segundo, Elementos de Matemáticas y Física General, y en el tercero,
Física particular y Ética. Se reconocía, en general, que los escritos de Heineccio contenían
doctrinas poco sanas, que debían ser sustituidas por otros autores. De este modo se
aconsejaba el Compendio Histórico de Baldinoti y la edición española de Ernesto para la
Historia de la Filosofía. Para la Lógica se recomendaban El Arte de Pensar de Arnaldo,
del Tratado de la investigación de la verdad de Malebranch y la Lógica de Genovesi.
Para la Metafísica se calificaba como clásica la de Ernesto y se recomendaba a Fortunato,
Genovesi y Condillac.
Para el segundo año se indicaba como texto los Elementos de Matemáticas y Física
General de Jacquier. El tercer año comprendía la Física particular y la Ética. Para la
primera se recomendaba al mismo padre Jacquier, completándolo en el sistema del
Mundo con monsieur Para-du-Phanfac; en los tres Reinos de la Naturaleza con el Sistema
Naturae de Linneo y, en general, con las obras de Besout, de Valmont de Bomare, Sigaud
de la Fondy Muskembrock. Para la Ética se señalaba Heineccio, cuyas enseñanzas se
completarían con las del padre Rosek, Nicole y Bergier. Se completaba el Plan con el
reglamento de los actos privados y públicos que debían realizar los estudiantes, los
exámenes que debían rendir y las oposiciones para aspirar a catedráticos.
El 27 de agosto de 1803, el Presidente remitió al padre rector fray Felipe Carrasco el
plan de estudios, pidiéndole que informara en conciencia si había algún religioso que, por
oposición, pudiese merecer la Cátedra de Filosofía, de acuerdo con el plan trazado por el
doctor Quijano. El 8 de octubre del mismo año los padres fray José Falconí y fray Manuel
María Rodríguez se dirigieron al presidente Carondelet, informándole que estaban
dispuestos al examen de oposición, pero recusando al doctor José Mejía que había sido
designado para presidir el acto, por cuanto era declaradamente enemigo no sólo del
Colegio sino de la Orden Dominicana. En consecuencia fue nombrado en lugar de Mejía
el doctor Manuel José Guisado. El resultado puede apreciarse de la siguiente resolución
del presidente de 17 de octubre de 1803: Con esta fecha he nombrado de Catedrático de
Filosofía de ese Real Colegio al padre fray María Rodríguez y lo he hecho aunque ha
venido en segundo lugar, porque estoy cabalmente impuesto que tiene conocimientos
mejores de las Ciencias Exactas y Física Experimental que el primer propuesto. Los actos
de oposición han sido notorios y el público ha quedado complacido al ver que un
Religioso Dominicano haya desempeñado completamente el suyo, defendiendo en la
Theses que produjo toda la Geometría, lo que desde luego no esperaba. Este religioso
promete esperanzas bastante lisonjeras a beneficio de la juventud, y estoy persuadido que
mediante su aplicación y honor saldrán del Colegio de San Fernando sujetos bien
instruidos en la Filosofía moderna, que en el día está recibida en todas las naciones cultas.
La redacción del Plan de Estudios para Derecho se hizo a petición del padre Felipe
Carrasco, Rector del Colegio de San Fernando, quien expuso al Presidente la forma
desordenada con que se dictaban las Cátedras de Jurisprudencia. Carondelet comisionó,
el 25 de setiembre de 1802, al doctor Juan de Dios Morales, que redactase el mencionado
Plan de Estudios.
El plan se concretó a señalar las horas, materia y método que debían seguir los cuatro
catedráticos que componían el cuerpo docente. El de Derecho Civil debía dictar todos dos
días de nueve a diez de la mañana y de tres a cuatro de la tarde. Comenzaría por
el Derecho de Gentes de Heineccio y continuaría el primer año con los libros primero y
segundo de las Instituciones de Justiniano y el segundo con los libros tercero y cuarto,
procurando exigir el aprendizaje de memoria del texto que debía poseer cada alumno.
El Catedrático de Prima de Cánones debía dictar su clase de nueve a diez de la
mañana y distribuiría en los dos años de curso los tres Libros de las Instituciones
Canónicas de Selvagio.
El de Vísperas de Cánones debía tener su clase diaria de 3 a 4 de la tarde y distribuir
en los dos años los cinco libros de las Decretales de Gregorio Nono por Murillo Velarde,
con la que tenía el mérito de establecer concordancia con el Derecho Real de España.
El Catedrático de Leyes Reales o Derecho Público Nacional debía asistir de nueve a
diez ante merídiem y de tres a cuatro post merídiem y enseñar la Instituta Real de Castilla.
Los cuatro Catedráticos debían presentar por turno cada sábado del mes las sabatinas
a que concurrirían, bajo la Presidencia del Rector, los Catedráticos de Derecho, de
Filosofía y Teología y serían invitados al Colegio de San Luis y los Catedráticos de
Derecho de la Universidad.
Cada uno de los Catedráticos debía también organizar una Conclusión Pública que
debía verificarse en la Capilla del Colegio en un día interpuesto entre el 19 al 21 de julio.
Con este nuevo plan se eliminó el desorden que había en concurrir los estudiantes a
diversas materias en una misma hora. Cada estudiante debía rendir examen para pase de
año y concluidos todos los exámenes, el Rector y los Catedráticos darían el certificado
para que pudiese presentarse al Juez y Director General de Estudios, quien debía dar el
pase a la Academia Pública a fin de que se presentase al auto de prueba para adquirir los
grados de Bachiller, Licenciado y Doctor según los Estatutos.
Desde el 21 de noviembre de 1802 se devolvía, en cumplimiento de la Real Cédula
del 20 de junio de 1800, al Colegio Real de San Fernando las Cátedras de Derecho con
las Rentas que le eran propias. El Presidente Carondelet comunicó este particular al
Cuerpo Directivo de la Universidad para que confiriera los grados a los estudiantes que
exhibieren los certificados de haber cursado los estudios de acuerdo con el nuevo plan y
reglamento, acordados para el Real Colegio de San Fernando.
La reorganización del Colegio de San Fernando no encontró dificultad alguna,
mientras duró el gobierno del presidente Carondelet. A su muerte acaecida el 10 de agosto
de 1806, se inició la serie de sucesos políticos, que influyó también en la marcha de los
institutos de educación pública. Entre los invitados por el marqués de Selva Alegre, en la
Navidad de 1808, concurrieron a la Hacienda del Obraje, los abogados Juan de Dios
Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga y Juan Pablo de Arenas, profesores de Derecho
en el Colegio de San Fernando. Ellos intervinieron también en el acto del Primer Grito y
fueron los mentores del ideario que dirigió aquel movimiento inicial de la Independencia.
Morales redactó el texto del acta del establecimiento de la Junta Suprema de Gobierno,
que la escribió Arenas de su puño y letra. Y entre los Ministros Secretarios de Estado
constaron los nombres de Morales para el despacho de Negocios Políticos y de Guerra de
Quiroga para los asuntos de Gracia y Justicia, y de Arenas para Auditor de Guerra.
El día 16 de agosto en la Sala Capitular de San Agustín, estuvieron presentes, para
ratificar el Acta de Independencia, el cuerpo literario de la Universidad y los Rectores de
los Colegios de San Luis y de San Fernando. Cuando, al terminar el año de 1809, fue
debelado el movimiento de Independencia, fueron reducidos a prisión entre los
promotores principales, precisamente Morales, Quiroga y Arenas, que habían enseñado
la Cátedra de Derecho en el Real Colegio de San Fernando. Y fueron también ellos los
que sufrieron el martirio el 2 de agosto de 1810.
La calidad de las víctimas y la forma como se verificó la tragedia excitaron los
ánimos de todos, que se sintieron y mostraron solidarios con la causa de la libertad. Puede
colegirse la intervención valiente de la juventud, de la resolución que tomó don Toribio
Montes, después de su entrada a Quito el 8 de noviembre de 1810. Habiendo tomado las
armas en la revolución todos los alumnos de los Reales Colegios de San Luis y San
Fernando, quedan ya restablecidos, prohibiendo la admisión de aquellos, y también he
arreglado la Universidad, reduciendo el número de clases a lo más preciso, suspendiendo
que se estudie el Derecho Civil, por razón del sinnúmero de abogados que tiene esta
ciudad, la cual en menos de cuarenta años ha movido varios alzamientos.
Los episodios que preludiaron y siguieron al Primer Grito se realizaron durante el
provincialato del padre Julián Naranjo, quien elegido en setiembre de 1807 continuó
frente a la Provincia hasta el 25 de noviembre de 1815, fecha en que murió. El nuevo
provincial padre Felipe Carrasco había sido Rector y Catedrático en el Colegio de San
Fernando y en el Capítulo Provincial de setiembre de 1816 hizo nombrar para Regente y
Catedrático de Prima al padre José Falconí, para Catedrático de Vísperas al padre Manuel
Cisneros, para Catedrático de Moral al padre Vicente Mantilla, para la Cátedra de Artes
al padre Nicolás Jaramillo y para Preceptor de Gramática al padre Tomás Guzmán. En
esta provisión de Catedráticos se hizo la siguiente advertencia previa: Para nuestro Real
Colegio de San Fernando damos para Moderatores no sólo en el Colegio sino también en
la Universidad Regia y Pontificia de Santo Tomás de esta ciudad por gracia hecha a la
Religión por benevolencia de la Majestad Real.
En setiembre de 1820 se celebró normalmente el capítulo Provincial; pero
sobrevinieron los hechos de la guerra de la Independencia, que trastornaron la marcha de
las Instituciones sociales y religiosas. En las Actas del Capítulo de 1824, se consignó
simplemente esta constancia: Denunciamos que el 20 de setiembre de 1820 se celebró el
Capítulo Provincial en el que salió electo el muy reverendo padre maestro ex provincial
fray Luis Sosa, cuyo escrutinio y actas celebradas en dicho capítulo se remitieron a
España a nuestro reverendísimo padre maestro vicario general fray Ramón Guerrero, de
cuya recepción no tenemos noticia ni consuelo alguno para esta Provincia, a causa de la
incomunicación por motivo de las guerras.
En el Capítulo Provincial, celebrado en setiembre de 1824 resultó elegido el padre
Mariano Paredes, doctor en la Pública y Pontificia Universidad de Santo Tomás. En las
Actas se hizo constar la intervención del Gobierno en la vida religiosa. Denunciamos, se
decía, a Vuestra Reverendísima que los Conventos de Popayán, Cali y la Vicaría de Buga
se han suprimido por el naciente Gobierno de la República Colombiana, porque con
motivo de la guerra no hubo en dichos conventos ocho religiosos sacerdotes, conforme a
la ley establecida por la República, a la que le dan fuerza y valor desde el momento de su
sanción y así dichos conventos se suprimieron sin ser requerido el Prelado para que pueda
llenar el número sancionado. Al mismo tiempo se daba a conocer que el Gobierno de la
República Colombiana había decretado que la mitad de los espolios de los religiosos
difuntos se destinasen a la caja del Estado.
En el mismo Capítulo se procuró hacer un reajuste en orden a los estudios, como se
colige de la siguiente amonestación: A nuestra vigilancia y solicitud también importa
mucho el cuidado sobre el adelantamiento de los estudios, por lo que para la instrucción
de los discípulos y para poner por delante la obligación de los Catedráticos, amonestamos
que los Reverendos Padres Lectores continuamente velen y frecuenten sus aulas sin que
falten del mismo modo todos los actos que llamamos sabatinas comunes, conclusioncillas
y meridianas. Más sobre todo amonestamos y encargamos al Reverendo Padre Regente
de Estudios que mirando el estado presente de la Provincia no pierda de vista a dos
estudiantes, cuidando al mismo tiempo no omitan los Reverendos Padres Catedráticos los
actos que respectivamente les pertenezcan». En consecuencia se asignaron al Colegio de
San Fernando por Rector al padre Antonio Ortiz y por Catedráticos a los padres José
Falconí, Felipe Molina y Joaquín López.
En el Capítulo Provincial celebrado en setiembre de 1828 fue elegido Provincial el
padre José Mantilla, doctor en la Universidad de Santo Tomás. En las Actas se hizo
constar la intervención del libertador Simón Bolívar en dos asuntos relacionados con la
Provincia. Dicen literalmente las denunciaciones al respecto: Denunciamos que los
Conventos de Popayán, Cali, Buga y el de Ibarra, que se hallaban suprimidos por el
Gobierno de la República, los ha restituido ya el Señor Libertador Presidente Simón
Bolívar, por un Decreto expedido en 1.º de julio del presente año, cuya devolución se
manda sea con todos sus fondos y paramentos, a excepción de aquellos que legalmente
se hubieren aplicado a algunos colegios o casas de educación. Denunciamos que
igualmente se ha levantado ya la prohibición de que pudiesen vestir nuestro santo hábito
a menos de tener veinticinco años cumplidos, pues por otro Decreto se nos permite que
podamos dar el hábito, según lo dispuesto por el Santo Concilio de Trento.
En la parte tocante a los estudios se repite textualmente la amonestación del Capítulo
anterior y se provee de Catedráticos en la forma que sigue: Para nuestro Colegio de San
Fernando y juntamente para la Universidad del Angélico doctor Santo Thomás, damos
por Catedráticos, primeramente: Por Regente Mayor y Lector de Prima al reverendo padre
presentado fray Antonio Ortiz, Rector.- Lector de Vísperas, vacante.- Lector de Artes, al
reverendo padre presentado fray José Falconí.- Preceptor de Gramática, al reverendo
padre fray Julián Fajardo.
Al padre Mantilla le tocó asistir a la transformación política de la Gran Colombia,
que trajo consigo la creación de la República del Ecuador. Fuera de la intervención del
Gobierno Civil hubo la provincia de resignarse a la inferencia del ilustrísimo señor Rafael
Lazo de la Vega, quien confirió algunos grados propios de la Orden a religiosos que no
exhibían los méritos legales. En setiembre de 1832 se celebró normalmente el Capítulo
Provincial y eligió sedé Superior de la Provincia al padre Mariano Benites, durante cuyo
gobierno fue privada la provincia de los beneficios de Pelileo y Daule, que ayudaban a
las misiones y al fomento de los estudios.
En el Capítulo Provincial, celebrado en setiembre de 1836, salió elegido para dirigir
la Provincia el padre Nicolás Jaramillo. En las actas se hacían constar las prendas del
nuevo Provincial, cuya elección fue del agrado no sólo de los religiosos sino de las
autoridades eclesiásticas y civiles. Entre las denunciaciones se hallaba la
siguiente: «Denunciamos que nuestro Colegio de San Fernando, situado en esta Capital,
ha sido ya prácticamente entregado al régimen secular, por cuanto en virtud de una
determinación del Gobierno de esta República le han sido arrebatadas las principales
cátedras de Filosofía y Teología, dejando únicamente al reverendo padre maestro fray
José Falconí con la cátedra de Matemáticas y al muy reverendo padre fray Francisco
Martínez con el mero título de Rector, y al reverendo padre fray José María Gil de Tejada
con la cátedra de latinidad y el título de Vicerrector. Además todos los bienes temporales,
que a expensas de nuestra religión se dedicaron a beneficio de este Colegio, han sido
entregados a la administración de un colectar secular, sin que hubieran surtido efecto
todos los reclamos que se han hecho sobre el asunto.
Refiriéndose al Decreto con que el Poder Ejecutivo secularizó el Colegio, el padre
Jaramillo dirigió el siguiente oficio a la Comisión del Interior: Quito a 31 de marzo de
1837.- Señor: El infrascrito Provincial del Orden de Predicadores representa: que
habiendo autorizado la Convención por su Decreto de 20 de agosto de 1835 al Poder
Ejecutivo para dictar los medios más convenientes a la conservación y progreso de los
Colegios; el de San Fernando, propio de la Provincia Religiosa de mi mando, se ve
trastornado, según es público y notorio en esta Capital, a consecuencia de las órdenes
expedidas por Su Excelencia el actual Presidente de la República. El trastorno ha
prevenido de la mala inteligencia del Decreto Convencional, que no autorizó al Ejecutivo
para atacar las propiedades de los Dominicanos que regulaban dicho Colegio, sino sólo
para las reformas que no fuesen contrarias a la Constitución y leyes que daba la misma
Convención. Creo, por tanto, que la presente Legislatura, lejos de aprobar el Decreto de
25 de febrero de 1836, inserto en la Gaceta de Gobierno n.º 183 respectivo a San Fernando
debe declararlo anticonstitucional, y de consiguiente contrario al de la Convención. Una
interpretación declaratoria como ésta, está en atribuciones del Poder Legislativo, y es lo
que imploro de la sabiduría de la honorable Cámara del Senado. Para saber que los
Dominicanos del Ecuador son legítimos propietarios del mencionado Colegio y sus
rentas, basta leer los Estatutos de su fundación. En ellos consta que los Dominicos fueron
los que costearon la fábrica y suministraron todo lo material y formal que necesitó para
la erección del Colegio lo erigieron con las condiciones y aclaraciones que tuvieron a
bien, porque los fundadores son libres para modificar su liberalidad, como mejor les
parecía. Una de tales condiciones, que se ve repetida (foj. 4.ª vta. y 6 vta. de los Estatutos)
es la de que las rentas habían de ser para el sustento de los religiosos Catedráticos; que el
Colegio había de estar a cargo de la religión; que si en algún tiempo se extinguía el
Colegio (folio 4.º vta. de los Estatutos) habían de volver las haciendas y casas al Convento
de donde habían salido, que debía servir para la enseñanza de la sana y sublime doctrina
del Angélico Doctor y que sólo servirá para seculares. Sin embargo el Ejecutivo dijo que
secularizaba el Colegio, como si antes hubiera sido eclesiástico o monacal; se sustituyó
al Rey, como si en la República se lo pudiese considerar con potestad regia al Presidente;
y tergiversando el sentido de la fundación dio a entender que no habían sido los dominicos
los fundadores, ni debían volver a ellas los bienes de la fundación en caso de extinción,
como si la parte dispositiva de la Cédula estuviese en contradicción con la parte narrativa
Después de una detenida exposición de los motivos que justificaban su reclamo, concluyó
el padre Jaramillo: Para remedio de todo, os reitero, Señores Honorables Senadores, la
súplica de que declarando el referido Decreto de Ambato, o revocando el del Poder
Ejecutivo, o como viereis ser más justo, restituyáis a los Religiosos por quienes represento
al goce de su Colegio de San Fernando con todas sus Cátedras de Gramática, Filosofía y
Teología, y en los mismos bienes que poseía antes del despojo denominado
secularización.
Don Celiano Monje publicó el discurso pronunciado por el presidente Rocafuerte en
el acto de inauguración del nuevo Colegio secularizado, que conservó el nombre de San
Fernando. Hasta el año de 1841 el Convictorio de San Fernando satisfizo las aspiraciones
del Gobierno, dando pruebas de adelanto, orden y disciplina. El canónigo señor Fabara y
el doctor Antonio Gómez de la Torre, Rector y Regente, desplegaron celo y actividad en
el cumplimiento de sus obligaciones, secundadas por el doctor Manuel Angulo, que
dirigía la clase de Filosofía. Los actos de prueba que presentaron en esta materia y en la
de Humanidades fueron lucidos. Basta citar los nombres de García Moreno, Pablo
Herrera, Francisco Moscoso, Rafael Carvajal, Santur Urrutia, Diego Bayas y otros, que
desde muy temprano conquistaron la reputación de estudiantes inteligentes y
aprovechados.
Desde 1862 el destino del Colegio cambió radicalmente, en virtud del contrato
celebrado en Francia por el doctor Antonio Flores Jijón, representante del Gobierno del
Ecuador, con la Superiora General de los Sagrados Corazones. La Legislatura de 1865
aprobó el contrato, cuya cláusula primera decía textualmente: El Gobierno del Ecuador
en cumplimiento de la Cláusula 4.ª del contrato celebrado en París, da para el
establecimiento del Colegio de niñas que dirigen las religiosas de los Sagrados Corazones
en la Capital del Estado, el edificio conocido con el nombre de San Fernando, con todas
sus pertenencias, a saber: fundos rústicos, casas, tiendas, capitales a censo y rentas.
Del primer cuarto del siglo XIX se conserva manuscrito el texto de Filosofía que se
enseñaba en el Colegio de San Fernando. Se advierte ya en cada tratado la orientación
nueva que se dio a la enseñanza de la materia, insistiendo en las nuevas teorías de la
Cosmología y la Ética. A vuelta de versos maliciosos que recitaban los alumnos, consta
una lista de estos, cada cual, con su apodo familiar. Figuran, entre otros, Vidal Alvarado
(el jetón), Pedro Acosta (el punchaqui), Francisco Landázuri (el cotudo), Pablo Guevara
(el merro), Miguel Jaramillo (el sopas), Antonio Baquero (el buenmoso), Manuel Olivera
(el loro), Pacífico Garzón (el lactarita), Pedro Cadena (el romboides), Mariano Acosta (el
viejo), Joaquín Cárdenas (el rumilión), Felipe Valverde (el trompo), José María Lasso (el
guzguz), José Salazar (el sordo), Manuel Perales (el rosquites), Juan Antonio Hidalgo (el
tordo), José María Peña (el gnoto).
Con la firma de Vidal Alvarado como Secretario, se conserva también el Libro donde
se asientan las recepciones de los Colegiales de San Fernando, a partir del año de 1803.
Se inscriben sucesivamente, los nombres de Vicente López Merino, José Viteri, Francisco
Velarde (1.º de octubre de 1819), Domingo Miño (7 de noviembre de 1819), Basilio
Delgado (30 de noviembre de 1819), Ángelo Larrea (30 de noviembre de 1819), José
Cevallos (6 de diciembre de 1819), José Segundo Arroyo (23 de enero de 1820),
Francisco Azevedo (28 de enero de 1820), José Escudero (2 de febrero de 1820), Plácido
Ibarra (2 de febrero de 1820), José Amezaga (12 de febrero de 1820), Manuel Viteri (17
de febrero de 1820), José María Muñoz (21 de octubre de 1820). En todas las constancias
anteriores firma como Secretario Mariano Veintemillas. José Muñoz (21 de octubre de
1820), Camilo y Mariano García (8 de noviembre de 1820), Antonio de Andrade y
Rendón (8 de noviembre de 1820), Carlos Paz de Burbano y Espinosa (15 de enero de
1821), José Manuel de Guevara (21 de noviembre de 1821), Mariano Saldaña, Pablo
González y Gabriel Munive (6 de noviembre de 1822), Antonio Solís (17 de noviembre
de 1822), Miguel Miranda (8 de diciembre de 1822), Carlos Murriagui (17 de marzo de
1822), Antonio Jurado (5 de mayo de 1823), José Quevedo (6 de noviembre de 1823),
José Peñaherrera (3 de diciembre de 1823), José María Valdivieso (4 de marzo de 1824),
José Guerrero y Francisco Guerrero (29 de mayo de 1824), Antonio Arteaga (14 de junio
de 1824), Manuel Moreno (20 de junio de 1824), Marcos Espinel (4 de octubre de 1824),
Antonio Guzmán (3 de diciembre de 1824), José de San Miguel y Maldonado (4 de
diciembre de 1824), Víctor de San Miguel y Maldonado (2 de enero de 1825), Ángel
Espinosa (3 de febrero de 1825), José León (6 de febrero de 1825), Matías Vázquez (22
de junio de 1825), Pablo Terán (21 de octubre de 1825), Mariano Betancur (24 de octubre
de 1825), Juan García y Nicolás García (22 de octubre de 1825), Domingo Paredes (19
de noviembre de 1825), Vicente Velarde (24 de noviembre de 1825), Nicolás Gómez
(diciembre de 1825), Antonio Zambrano (27 de enero de 1827), Nicolás Sierra (4 de
febrero de 1827), Ramón Pinto (12 de marzo de 1827), Mariano Arroyo y Pío Arroyo (12
de marzo de 1827), José Terán (11 de abril de 1827), Camilo Versal (12 de setiembre de
1827), Santiago Tobar y Manuel Tobar (11 de octubre de 1827), Mariano Montenegro
(18 de diciembre de 1827), Nicolás Ramírez (12 de diciembre de 1827), Francisco Borja
(4 de febrero de 1829), Juan Antonio Jurado y José María Jurado (10 de febrero de 1829),
Vicente Garcés y Ponce (10 de febrero de 1829), Juan Ribadeneira (17 de febrero de
1829), Mariano Zambrano (13 de mayo de 1829), José Baca (14 de junio de 1829),
Raimundo Fajardo (14 de junio de 1829), Mariano Proaño (17 de noviembre de 1829),
Ignacio Saá (19 de junio de 1829), Mariano Zavala (27 de junio de 1829), Rafael
Echeverría (21 de noviembre de 1829), Camilo Quintana (9 de diciembre de 1829),
Francisco Valdés (25 de abril de 1831), Miguel Robalino y Rebalino Robalino (15 de
marzo de 1832).
Los nombres de los alumnos que posteriormente cursaron sus estudios en el
Convictorio de San Fernando constan en una representación que elevaron a la asamblea
el 21 de marzo de 1851. El motivo lo manifestaron al principio y al fin del escrito. La
juventud estudiosa, dijeron, mira con mucho sentimiento la cuestión que se está agitando
en vuestro seno y sobre trasladar la Universidad Central de la República al derruido local
del Convictorio de San Fernando. Mira con mucho sentimiento esta cuestión porque el
triunfo daría por resultado el deterioro de los establecimientos de instrucción pública
como brevemente la manifestaremos. Y tras un largo y sereno razonamiento,
concluyeron: La Asamblea, Señor, debe establecer la paz y la unión en todo el Ecuador y
evitar las discordias y las divisiones. Proteged en buena hora a los Jesuitas, porque así lo
pide el pueblo pero no perjudiquéis los intereses de los demás. No levantéis, Señor, la
prosperidad de los unos sobre la ruina de los otros. Conciliad los intereses de todos. Este
es el deber de los buenos legisladores. Quito a 21 de marzo de 1851. Firmaban este
documento: doctor Francisco Antonio Arboleda, doctor Ramón Viteri, doctor Amadeo
Rivadeneira, don León Espinosa de los Monteros, doctor Agustín Rafael Rivadeneira,
doctor Pablo de Herrera, don Francisco Javier Salazar, doctor Francisco Emilio López,
doctor Gabriel López Moncayo, José María León, Pedro P. Echeverría, Simón Amador,
doctor José Toribio Novoa, Juan de Villavicencio, doctor Francisco Javier Parreño, doctor
Daniel Sáenz de Viteri, Nicolás Zambrano, Tomás Lazo, Mariano Vázconez, Francisco
Valdez, Joaquín Peñaherrera, Francisco Tadeo Salazar, Juan Montalvo, Flavio Regalado,
Rafael Rodríguez, José Illescas, Vicente Piedrahita, Luis Emilio Miranda y Ramón
Balvín.
A esta nómina de alumnos de San Fernando hay que añadir a José Joaquín Olmedo,
quien desde los nueve a los doce años estudió en el Colegio dirigido por los Dominicos.
Fuera del cantor de Junín, Pablo Herrera, Francisco Javier Salazar, Juan Montalvo y
Vicente Piedrahita, intervinieron en la vida pública del país, ya en el campo de la política
y en el de la literatura.
El local del Colegio de San Fernando pasó a propiedad de las religiosas de los
Sagrados Corazones. El Colegio fundado por los Dominicos en bien de la cultura de la
sociedad quiteña no ha perdido su destino inicial. La Capilla, las aulas y los claustros
albergan todavía a quienes aspiran a una formación cultural a base de los principios
religiosos.
En cuanto al Colegio de San Luis, el Presidente Diguja, en carta del 3 de enero de
1768, informó al Rey que había dado las providencias para que continuasen los estudios,
después de la expulsión de los Jesuitas. Efectivamente, en agosto de 1767, el Canónigo
doctoral doctor José Cuero y Caicedo se hizo cargo de la dirección del Colegio Seminario,
cuyas clases se abrieron en el mes de octubre, con el concurso de numerosos alumnos.
Pero no tardó largo tiempo en presentarse dificultades de carácter legal y económico. El
Colegio Seminario con todas sus pertenencias había sido confiscado entre los bienes de
los jesuitas. Ya el ilustrísimo señor Ponce y Carrasco interpuso su reclamo sobre el
Colegio, que había sido fundado con rentas propias y destinado a la formación de
sacerdotes. Comenzó el litigio en 1772, en que se suspendió el funcionamiento del
Seminario y se recurrió al Consejo de Indias para su resolución definitiva. El juicio duró
hasta 1783, año en que la Corte sentenció a favor del Obispo, declarando que pertenecían
al Seminario los bienes raíces que se le habían arrebatado. Con esta sentencia favorable,
el ilustrísimo señor Sobrino y Minayo emprendió la reorganización del Seminario. Según
el auto dictado el 3 de enero de 1786, el nombramiento de Rector debía hacerse por
oposición y mediante una terna que presentaría el Obispo al Presidente de la Audiencia,
a quien incumbía también nombrar los demás oficiales, de entre los propuestos por el
Obispo. Las Cátedras debían ser siete: una de Gramática Latina, otra de Gramática Latina
y Retórica, la tercera de Filosofía, la cuarta de Derecho de Graciano, la quinta de
Decretales de Gregorio Nono, la sexta de Teología Dogmática y la séptima de Teología
Moral. Estas Cátedras podían obtenerse en propiedad mediante oposición. No faltaron
disgustos al Prelado desde el comienzo de esta reorganización. El rector don José
Alejandro de Egüez y Villamar pretendió, alegando disposiciones del Patronato Real, el
Gobierno del Seminario, con prescindencia del Obispo. Ventajosamente el Gobierno
español terminó por reconocer las prescripciones del Concilio de Trento, que establecían
los Seminarios bajo la inmediata jurisdicción de los Obispos. La nueva orientación que
se dio a los estudios influyó también en los del Seminario. El doctor Miguel Antonio
Rodríguez introdujo en el plan de enseñanza el estudio de álgebra, geometría,
cosmografía y física, con aire de novedad reciente.
Sin embargo, la secularización de los colegios alcanzó también al Seminario en
virtud de una Cédula de Carlos IV, que databa del 29 de agosto de 1801. En esta nueva
etapa del Colegio Seminario leyó el curso de artes el doctor José Mejía Lequerica, quien
orientó su enseñanza por el campo de las ciencias naturales. Data de junio de 1803 el
certamen de Física y Botánica que Mejía dedicó al sabio español don José Celestino
Mutis. En aquel acto intervino Cardas con un discurso en que hizo el elogio tanto del
director de la Flora de Bogotá como del joven Mejía que había tenido la iniciativa de
interesar a los alumnos por el estudio de las ciencias naturales. En otra parte publicamos
la lista de los abogados, que hicieron sus estudios de Humanidades en el Colegio
Seminario de San Luis.
Capítulo XV

La instrucción pública durante la República

El 24 de mayo de 1822 quedó el Ecuador independiente del dominio español e


integrado a la Gran Colombia. El 27 de junio el Claustro Universitario reconoció el
cambio de Gobierno y acordó borrar las armas españolas y sustituirlas por las de la
República. Resolvió, al mismo tiempo, exponer al general Sucre la falta de fondos para
dotación de cátedras y sugerir los arbitrios para conseguir las rentas. El 18 de julio de
1822 el Intendente General dio su respuesta favorable y con el objeto de «mejorar la
instrucción pública y fomentar cuanto esté de su parte el progreso de las ciencias», pidió
un informe sobre las actuales cátedras, las materias que se dictaban, los nombres de los
catedráticos y la dotación de cada cátedra. Manifestó, asimismo, su deseo de que el
Claustro Universitario le expusiese los medios de aumentar las rentas para cátedras que
fuesen útiles al progreso efectivo de las ciencias, suprimiendo algunas que eran ya
inoficiosas. Pidió también que se le diese a conocer la situación de los Colegios
particulares en lo relativo a cátedras y becas. Expresó, en fin, su anhelo de tener a la vista
el plan de estudios que seguían tanto la Universidad como los Colegios y las
Constituciones que los regían, con el fin de que «todos los ramos de literatura se
establezcan bajo un pie tan brillante que satisfaga los deseos del Gobierno y las
esperanzas que debe prometerse este país de su prosperidad y esplendor».
A base de los informes del Claustro Universitario, Sucre se interesó por mejorar el
edificio de la Universidad de Santo Tomás y reunir en uno los Colegios de San Fernando
y de San Luis, proyectos que no se llevaron a cabo.
En los ocho años en que el Ecuador formó parte de la Gran Colombia, la Universidad
hubo de reconocer la legislación dictada en 1826 en el Congreso de Cundinamarca.
Entonces se ordenó en el capítulo séptimo, artículo 23: «En las Capitales de los
Departamentos de Cundinamarca, Venezuela y Ecuador se establecerán Universidades
Centrales que abracen con más extensión la enseñanza de Ciencias y Artes» «[...] Estas
Universidades comprenderán todas las Cátedras asignadas por los Departamentos en el
artículo 33, y además las siguientes: Filosofía y Ciencias Naturales, Astronomía y
Mecánica Analítica y Celeste, Botánica, Agricultura y Zoología, Mineralogía, Arte,
Minas y Geografía, Literatura, Historia Literaria Antigua, Moderna y Bibliográfica».
El artículo 33 prescribía las cátedras de Literatura, Lengua Francesa, Inglesa, Griega
y del idioma de los indígenas que se usare en el lugar respectivo; Filosofía, Matemáticas,
Ciencias Naturales, Física, Geografía y Cronología, Lógica, Ideología y Metafísica,
Moral y Derecho Natural, Historia Natural de los tres Reinos, Química y Física
Experimental; Jurisprudencia y Teología: Principios de Legislación Universal, de
Instituciones e Historia, Derecho Civil Rumano, Derecho Patrio, Derecho Público y
Político, Constitución Económica Política, Derecho Público Eclesiástico, Instituciones
Canónicas, Historia Eclesiástica, Fundamentos de Religión y Lugares Teológicos y
Morales, Sagrada Escritura, Estudios Apologéticos. El artículo 44 ordenaba que las
Universidades estableciesen la Escuela de Medicina, con un edificio aparte para su mejor
organización.
Para la ejecución de la mencionada ley el Libertador Presidente de Colombia, Simón
Bolívar dictó un Decreto en que se contemplaba la forma de administración de las
Universidades, mediante una Junta General, Juntas particulares y un Tribunal Académico;
el reglamento que regulaba las matrículas, exámenes y grados y la organización de las
Cátedras con la enumeración de materias y la indicación de algunos textos
Siete meses antes de la muerte de Bolívar el Ecuador se desmembró de la Gran
Colombia, como lo había hecho Venezuela. La formalización de este acto se llevó a efecto
precisamente en el Salón Máximo de la Universidad Central. A insinuación del doctor
Ramón Miño, Procurador General de la Ciudad y con intervención del Ayuntamiento de
Quito se reunieron el 13 de mayo de 1830 los representantes del pueblo y declararon lo
siguiente: «Primero: que constituían el Ecuador como Estado libre e independiente:
segundo, que, mientras se reuniese el Congreso Constituyente del Sur, encargaban el
Mando Supremo Civil y Militar, al general Juan José Flores; tercero: que se autorizaba a
éste para que nombrase a los empleados públicos y ordenase cuanto fuere necesario para
el mejor régimen del Estado; cuarto, que quince días después de recibidas las actas de los
demás pueblos que debían componer el Estado, convocase un Congreso Constituyente,
conforme al Reglamento de elecciones que tuviera a bien dictar; quinto, que si hasta
dentro de cuatro meses no pudiera reunirse el Congreso, el pueblo se congregaría de
nuevo para deliberar de su suerte; sexto, que el Ecuador reconocería en todos tiempos los
eminentes servicios prestados por el Libertador a la causa de la independencia americana;
y séptimo, que estas declaraciones se pasasen al Jefe Supremo, para que las trasmitiera a
los otros Departamentos del Sur por medio de Diputaciones».
Durante la primera Presidencia del general Flores, la Universidad Central siguió su
marcha, sin cambiar de trayectoria. El Rector fue un canónigo, el doctor José Miguel
Carrión y Valdivieso y la Junta de Gobierno integraban canónigos como los doctores
Nicolás Joaquín Arteta y José Parreño, religiosos dominicos y mercedarios y catedráticos
seglares. La novedad que se introdujo fue la organización de la Facultad de Medicina, a
semejanza de la de Caracas, bajo la dirección del doctor José Manuel de la Gala. En 1832
se trazó un bosquejo para el estudio de Ciencias y la Jurisprudencia halló su complemento
en la Academia de Derecho práctico, para ejercicio de la oratoria forense, cuyos directores
fueron el doctor Francisco León de Aguirre, el canónigo Nicolás Joaquín de Arteta y los
doctores Víctor Félix de San Miguel y José María Lasso, ex alumnos de San Fernando.
Al general Flores sucedió don Vicente Rocafuerte. El nuevo Presidente fue el
primero que tuvo un concepto cabal de la necesidad de la instrucción para un gobierno
democrático. En su mensaje a la Constituyente de 1835 echó de menos la instrucción en
la masa del pueblo y atribuyó a la ignorancia la falta de moral cívica y la tendencia a las
revoluciones. Por consiguiente concluyó, «la Instrucción pública entra en los deberes
esenciales del Gobierno; porque en el momento que el pueblo conoce sus derechos, no
hay otro modo de gobernarlo, sino el de cultivar su inteligencia y de instruirlo en el
cumplimiento de sus deberes. La instrucción de las masas afianza la libertad y destruye
la esclavitud. Todo gobierno representativo que saca su origen de la elección debe
establecer un extenso sistema de educación nacional, gradual e industrial, que arroje luz
sobre la oscuridad de las masas».
Este planteamiento claro del problema educacional mereció la confianza plena de la
Asamblea, la cual, mediante decreto sancionado el 25 de agosto de 1835, autorizó al
Gobierno la organización total de los estudios. Rocafuerte, en consecuencia, dictó, el 20
de febrero de 1836, el decreto orgánico de enseñanza pública. La Dirección General de
Estudios se puso a cargo de una Junta compuesta por un doctor en Jurisprudencia, otro en
Medicina y el tercero en Teología. Al principio se tuvo en cuenta tan sólo la
reorganización de la enseñanza secundaria y de la Universidad. La Legislatura de 1837
integró el plan de estudios con la organización de la enseñanza primaria. Se creó el cargo
de Director General de Estudios, que fue confiado al doctor José Fernández Salvador,
quien formuló el «Decreto Reglamentario de Instrucción Pública», que expidió
Rocafuerte el 9 de agosto de 1838.
El ramo de instrucción se constituyó con un Director y Subdirector Generales de
Estudios con Subdirectores de Instrucción Pública, que debía haber en Cuenca y
Guayaquil y con Inspectores para las Provincias de Manabí, Laja, Chimborazo e
Imbabura. Las escuelas debían ser primarias y secundarias. Para cada sección se señalaron
las materias de enseñanza, cuya aplicación se dejó al criterio de los Subdirectores de
Estudios. En cada capital de Provincia se establecerían Colegios, en los cuales, además
de las materias comprendidas en la Instrucción secundaria, había de enseñarse Latinidad,
Humanidades y Filosofía.
Para el doctorado en Jurisprudencia, Medicina y Teología se exigían seis años de
estudios y el título de abogado o médico no se otorgaría sino después de dos años de
práctica bajo la dirección de un maestro experimentado.
Además de estas disposiciones generales para la instrucción pública, Rocafuerte
mandó que se establecieran escuelas en todos los Conventos Máximos de Quito; creó una
cátedra de Medicina en el Hospital de Cuenca; determinó que los estudiantes de
Jurisprudencia y Medicina de Quito asistiesen, respectivamente, a los cursos de
humanidades y de química y botánica que se dictaban en el Convictorio de San Fernando;
procuró que las rentas de los Colegios se administrasen con honradez acrisolada;
reorganizó los Colegios de San Fernando de los Dominicos de Quito y de San Bernardo
de Loja, que se regía por un reglamento que había dictado el Libertador y creó en Quito
la Escuela de Obstetricia.
En el último año de su mando inauguró en febrero de 1838 la Escuela Militar, con el
fin de dar prestigio a la carrera de soldado y el 21 de julio publicó el Decreto que
establecía un Instituto Agrario, que tenía por objeto enseñar la ciencia del cultivo. Con
visión de alta cultura hizo reconstruir las pirámides de Caraburo y Oyambaro, que
sirvieron de base de triangulación a los académicos franceses; estableció un Museo de
pintura, en que se exhibieran las obras de nuestros artistas coloniales y se interesó por la
mejora de la Biblioteca Nacional.
En el vasto plan de educación, Rocafuerte tuvo en cuenta también a la mujer. De
acuerdo con la autoridad eclesiástica, convirtió la casa del Beaterio, de Asilo de
arrepentidas en Instituto de educación femenina, donde se recogieron diez niñas huérfanas
hijas de los mártires de la independencia y se proporcionó educación a las señoritas de la
sociedad, que en 1837 ascendían ya al número de sesenta y siete.
El afán de realce cultural estimuló a un grupo de jóvenes universitarios a organizar
la Sociedad Filantrópica Literaria, que influyó en la inquietud espiritual de la generación
de entonces.
Por lo visto, el aspecto educacional comenzó a preocupar al Gobierno como una de
las finalidades de la administración política. La falta de fondos se suplió con la orden de
que los conventos máximos de religiosos y los municipios estableciesen escuelas gratuitas
de enseñanza. Se insinuó, al mismo tiempo, que como método pedagógico se adoptase el
sistema Lancasteriano. El general Flores, que sucedió a Rocafuerte, no hizo sino secundar
el movimiento iniciado por su antecesor. Mediante decreto de 16 de febrero de 1839,
instituyó el cargo de Director General de escuelas primarias, que confió al conocido
pedagogo don Juan Rodríguez Gutiérrez, a quien encargó que recorriese todas las
provincias, con el fin de establecer «el método de mutua enseñanza en todos los lugares
cabezas de cantón y de provincia, erigiéndolas en todas las parroquias por el método
común, mientras se fabriquen los locales acomodados al sistema Lancasteriano». A la
Legislatura de 1841 pudo exhibirse ya el resultado de este primer impulso dado a la
instrucción primaria. Las escuelas de varones ascendían entonces a 139 con 4323 alumnos
y las de mujeres a 31 con 546 alumnas. De estos 170 centros de enseñanza los 126 eran
privados o municipales y los 44, fiscales.
La segunda enseñanza asumió también un incremento. El ex presidente Rocafuerte,
nombrado por Flores Gobernador de Guayaquil, obtuvo la autorización del 26 de
diciembre de 1841 para crear en la capital del Guayas el Colegio Secundario que lleva su
nombre. Al mismo tiempo, el 7 de mayo de 1840, se inauguró en Latacunga el Colegio
Vicente León, en el que el ayo del Libertador, don Simón Rodríguez, ensayó los métodos
pedagógicos de Pestalozzi y Froebel.
A la vez la Legislatura de 1839 autorizó al Ejecutivo para que contratara en Europa
dos o tres profesores de ciencias, artes y oficios, para el realce de la enseñanza
universitaria. Vino con este fin el ingeniero don Sebastián Wisse, a quien acompañó
García Moreno en su primera excursión al Pichincha. El ingeniero francés llegó al
Ecuador a fines de 1843 y se puso a disposición del Gobierno, para dirigir las obras
públicas y organizar los estudios relacionados con la ingeniería técnica. Por entonces la
Cartera de Gobierno e Instrucción Pública estaba a cargo del doctor Benigno Malo, quien
comprendió de inmediato el valor de Wisse y de acuerdo con él redactó un plan de
estudios, que se puso en práctica en un local del antiguo colegio franciscano de San
Buenaventura. No fue del todo estéril este primer esfuerzo de habilitar el elemento
nacional para las labores de carácter técnico. El mismo ingeniero francés informó, al
término del primer año, que habían sacado fruto del curso de geometría descriptiva y de
construcciones civiles, los jóvenes Luis Malo y José Sánchez Rubio, como algunos otros
alumnos del Colegio Militar.
No tuvo continuidad este afán de enseñanza técnica. Sin embargo, la idea de
propender a una instrucción planificada iba robusteciéndose, no obstante las dificultades
de la política. A través de los informes de los Ministros encargados del ramo de educación
se puede apreciar el proceso de la educación pública en el Ecuador. El señor Marcos
Espinel, en los informes de 1853 y 54, afirmó que se habían dictado disposiciones para
que la enseñanza primaria fuese completamente gratuita y se extendiese hasta los últimos
rincones de la República. Manifestaba, al mismo tiempo, que los Colegios de San Vicente
de Latacunga y el mixto de Cuenca iban en progreso, a la par que el Colegio del Socorro
de Quito, dedicado a las jóvenes.
El señor Ramón Borja informaba en 1856 que la enseñanza primaria iba en acción
progresiva, ya por el número de escuelas, ya también por la dedicación de los maestros.
Agradecía a la vez a los Conventos de Santo Domingo, San Francisco y la Merced por el
afán con que sostenían las escuelas, dotándolas de institutores rentados a su costa. Pedía
también a la Legislatura que derogase la ley de libertad de estudios que se había dictado
de modo inconsulto. Su razonamiento al respecto fue el siguiente: «La Ley de 28 de
octubre de 1853, ha atrasado la instrucción científica de la juventud ecuatoriana, pues
ordena que los estudiantes de latín, filosofía, jurisprudencia, medicina y teología den
cuando quieran los exámenes; que con la misma libertad obtengan sus grados que no es
necesaria la asistencia a las aulas, ni el certificado de sus preceptores; que de igual libertad
gocen los practicantes y que los exámenes no pasen de media hora, distribuida entre los
examinadores. Dispone también que la enseñanza continúe en la Universidad y Colegios
para los que quieran concurrir a ellos voluntariamente, y que el aprendizaje se haga por
las obras que designe el Cuerpo Universitario. Por la razón antepuesta y por el anhelo que
tengo de que el país progrese, pido que se derogue esa ley y que con las reformas
convenientes se restablezca el Decreto reglamentario que se hallaba en observancia».

La ley de libertad de estudios había relajado la enseñanza superior en general: el


Ministro anotaba que por caso de excepción se habían superado el Colegio de San
Bernardo de Loja, el de Vicente León de Latacunga y los Seminarios de Quito y
Guayaquil, en tanto que habían quedado estacionados el Colegio de San Diego de Ibarra,
el de San Fernando de Quito y el Olmedo de Manabí.
El Ministro señor Antonio Mata, en su informe del 19 de septiembre de 1857, hacía
el balance del progreso obtenido en el transcurso de veinte años, a partir del impulso dado
por Rocafuerte a la instrucción pública del país. La falta de fondos había impedido dotar
a las escuelas y colegios de un local adecuado, ni implantar todos los ramos de enseñanza
prescritos en el decreto reglamentario. Con todo se había conseguido ya interesar al
pueblo por la educación primaria. «Existen, decía, en toda la República 213 escuelas de
niños, entre ellas 192 públicas dotadas por los Concejos Municipales o por el Gobierno y
62 privadas costeadas directamente por los padres de familia. El número total de alumnos
que concurren a las primeras ascienden a 8839 y a las segundas 1509. La cantidad que
anualmente se gasta en las escuelas públicas de uno y otro sexo es de 31405,6 pesos».
En el anhelo de mejorar la instrucción, el Ministro opinaba que «no había otro medio
que hacer de la pedagogía una profesión honrosa y lucrativa, estableciendo en cada una
de las capitales de distrito una escuela normal de preceptores y dotando a las escuelas de
institutores con un sueldo no menor de doscientos pesos en las parroquias de la sierra y
cuatrocientos en las del litoral».
Además recomendó a la Legislatura la asignación presupuestaria para crear en la
imprenta de Gobierno una sección destinada a la impresión de libros que servirían de
textos en las escuelas. Destacó, asimismo, las ventajas que se habían obtenido con la labor
de los inspectores escolares en las provincias de Chimborazo, Cuenca y Manabí.
En 1857 se había creado en Loja el Colegio de «La Unión», bajo la dirección de tres
pedagogos colombianos, los señores Francisco Ortiz Barrera, Belisario Peña y Benjamín
Pereira Gamba, quienes habían sido comprometidos por el señor Miguel Riofrío,
Encargado de Negocios del Ecuador en Bogotá.
El Ministro Mata tuvo palabras de encomio para los Colegios del Socorro de Quito,
el Mixto de Cuenca, el San Bernardo de Loja, el de San Vicente de Latacunga, y el de
San Diego de Ibarra. El de Latacunga se había puesto a la cabeza con la enseñanza de
Ciencias Naturales y el establecimiento de laboratorios para la química aplicada a la
agricultura y para mineralogía, bajo la acertada dirección del señor Cássola. En cuanto a
la Universidad, el Ministro Señor Mata ratificaba la observación de su predecesor. «Puede
asegurarse, informaba, que desde la publicación de la ley de 28 de octubre de 1853, sobre
libertad de estudios, han quedado reducidos, este importante establecimiento y el cuerpo
de profesores que a ella pertenecen, a recibir los exámenes y a conferir los grados
científicos a los jóvenes que siguen la carrera literaria. Se conservan las diez cátedras de
latín, medicina, jurisprudencia civil y económica y derecho público en todos sus ramos;
mas el número de asistentes a cada una de las aulas, excepto a la de Gramática Latina, es
tan limitado que puede decirse que la juventud no utiliza de ellos en manera alguna y que,
por lo mismo, en el pie que se ha encontrado la Universidad en estos últimos cuatro años,
ha sido y es casi enteramente infructuosa para el progreso de las ciencias en el Ecuador».

La obra educativa de García Moreno

Como Rocafuerte, pensó García Moreno que la instrucción pública constituía uno de
los deberes esenciales del Gobierno. En su estadía en Francia se había dado cuenta de la
labor benéfica que realizaban, en el campo de la enseñanza, los Institutos de
reciente fundación. Ya en carta de 22 de junio de 1861, anunció el doctor Antonio Flores
el inminente viaje del Arcediano de Cuenca, doctor Ignacio Ordóñez, quien debía ir a
Europa con la comisión de comprometer a los Hermanos Cristianos para la enseñanza de
los niños, a las religiosas de los Sagrados Corazones para los Colegios de niñas y a las
hermanas de la caridad para los hospitales.
Efectivamente, el 14 de noviembre de 1861, el señor Ordóñez firmó en París el
contrato con la Superiora General, para el envío de religiosas de los Sagrados Corazones,
las cuales establecieron sus Colegios, en julio de 1562, en Quito y en Cuenca. En la capital
ocuparon el local del Colegio de San Fernando, restaurado recientemente por el Gobierno.
Las religiosas se comprometieron a enseñar gratuitamente a las niñas del pueblo y a
cobrar una reducida pensión a las demás.
Los Hermanos Cristianos llegaron al Ecuador en marzo de 1863 y abrieron sus
escuelas en Quito, Cuenca y Guayaquil. A la Compañía de Jesús se encargó la segunda
enseñanza. Los padres de la Compañía vinieron a Quito en 1862 y el 18 de abril de 1864
aprobó el Congreso un contrato con ellos, que les autorizaba para establecer casas y
colegios en todo el territorio de la República y servir en las misiones orientales.
El Ministro encargado del ramo de educación anotaba en su informe de 1863 el
progreso conseguido con el aporte pedagógico de estos nuevos institutores y enumeraba,
como iniciativas de adelanto, la creación del Colegio Bolívar de Ambato, por decreto
legislativo del 27 de abril de 1861; la introducción de la enseñanza de Filosofía en la
Universidad y la derogación de la ley de libertad de estudios. Don Pablo Herrera,
colaborador y amigo de García Moreno, trazaba en agosto de 1865, el cuadro de los
primeros resultados de la labor docente de los religiosos y religiosas contratados por el
Gobierno. Ponderaba a la vez el éxito obtenido por la enseñanza de los Jesuitas en el
Colegio Nacional de Quito, donde se habían establecido un observatorio meteorológico y
un gabinete de geología e historia natural. Con razón observaba el señor Herrera que «el
Gobierno, como en ninguna de las administraciones anteriores había invertido grandes
sumas de dinero en la instrucción pública, es decir, en escuelas, colegios, compra de
imprenta, instrumentos y útiles para estudios y observaciones científicas».
El impulso dado a la educación por García Moreno iba intensificándose en extensión
y profundidad. El ministro señor Manuel Bustamante informaba en agosto de 1867, que
había mejorado la educación secundaria en el Colegio Bolívar de Ambato, el Nacional de
Quito, el Seminario de Guayaquil, el San Felipe de Riobamba, el San Bernardo de Loja,
el Nacional y Seminario de Cuenca, en los cuales se habían introducido nuevas cátedras
y afianzado la disciplina. Recomendaba, además, el patriotismo de los Concejos
Municipales que habían establecido las escuelas en numerosas parroquias y aumentado
el sueldo de los profesores. Había, sin embargo, que lamentar, la deficiencia de locales y
maestros en las parroquias rurales.
En cambio era evidente que las escuelas dirigidas en Quito, Guayaquil y Cuenca por
los hermanos de las Escuelas Cristianas habían progresado notablemente. El ministro del
ramo atestiguaba al respecto: «el establecimiento en la República de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas ha operado un cambio radical en la educación primaria, por la
superioridad del método empleado por estos infatigables obreros de la civilización,
método que va introduciéndose en las escuelas de esta capital y causando resultados
favorables. Sensible en extremo es que a pesar de los esfuerzos constantes del Gobierno
y de los Concejos Municipales de Latacunga, Ambato, Guayaquil, no se haya podido
aumentar el número de tan distinguidos profesores para establecerlos en los cantones que
los han pedido con instancia, votando al efecto, de sus rentas naturales, la cantidad
necesaria para traerlos de Europa, en donde no se encuentran hermanos libres para
contratarlos. Sin embargo, no se desespera todavía de conseguir algunos para llenar —
371→ los deseos de la autoridad y de los pueblos. En esta ciudad se ha fundado un
noviciado de este instituto y ojalá acreciese el número de los hermanos para llevar la
civilización a todos los ángulos de la República, y con ella, la paz a las familias, la riqueza
a los pueblos y el engrandecimiento a la nación».
Débese destacar el hecho de la fundación del noviciado de los Hermanos Cristianos,
como también de las religiones de los Sagrados Corazones, a los que siguieron las
religiosas de la Caridad, del Buen Pastor y de la Providencia. Sin desligarse de la
dependencia de sus Casas Madres, afirmaron la continuidad del espíritu y apostolado
docente y asistencial, con elemento nacional que garantizó la eficacia de la acción, no
obstante el cambio de los gobiernos.
Como era lógico el beneficio de la enseñanza con el profesorado religioso se
concentraba en las capitales de Provincia. En el informe de 1871 el Ministro señor
Francisco Javier León insinuaba la necesidad de crear Escuelas de Pedagogía bajo la
dirección de los Hermanos Cristianos y de las religiosas de los Sagrados Corazones, para
formar maestros y maestras que se distribuyeran por cantones y parroquias. Como
muestra del progreso que obtenía la educación, informaba el Ministro que en la Provincia
de Pichincha funcionaban 47 escuelas de niños y dos de niñas, fuera de las que regentaban
los padres de San Agustín, San Francisco, La Merced y Santo Domingo y sobre todo los
Hermanos Cristianos con 600 alumnos y las religiosas de los Sagrados Corazones con
una escuela gratuita para niños pobres.
En el mismo informe de 1871 se daba a conocer que se había establecido ya en Quito
la Escuela Politécnica, creada por el decreto legislativo de treinta de agosto de 1869.
Jesuitas alemanes dictaban las ciencias exactas a profesores y estudiantes selectos de toda
la República que acudían a este alto centro de formación técnica. En la antigua casa de la
Universidad se habían organizado museos de geología, botánica y mineralogía, así como
un gabinete de física y un laboratorio de química, con aparatos traídos de Europa, para
la enseñanza práctica de la ciencia. No se le ocultó al Gobierno la situación excepcional
de Quito para las observaciones astronómicas y mandó para el efecto construir un
observatorio astronómico, al que dotó de un telescopio de reciente factura.
En el plan de estudios ideado por García Moreno, la Politécnica fue la culminación
de la enseñanza que necesitaba el país, para orientar la formación a un sentido pragmático,
tan propio del temperamento del ilustre Presidente. Pero su visión alcanzaba todos los
sectores de la cultura. Sensible al gusto del arte musical, aprovechó de la presencia de
don Antonio Neumane, quien había llegado a Guayaquil como director de una compañía
lírica. En marzo de 1870 le comprometió para la organización del Conservatorio de
Música, quien comenzó con la enseñanza de piano, canto y orquesta. De inmediato dio
orden el Presidente para la formación de una banda militar con veinte y ocho jóvenes
seleccionados. A la temprana muerte de Neumane quedó encargado provisionalmente de
la dirección el señor Antonio Guerrero. El Conservatorio demostró desde el principio,
con sus intervenciones públicas, que había en el ambiente la afición al arte musical. En
1872 llegó a Quito, para dirigir el Conservatorio, el maestro Francisco Rossa, profesor
del de Milán. Vinieron luego, para integrar el profesorado, los señores Antonio Casarotto
y Pedro Traversari, maestros, respectivamente, de trombón y flauta y Vicente Antinori
para enseñar el canto. A este personal extranjero se juntaron algunos nacionales, como el
mencionado Guerrero, Manuel Balzar, Manuel Checa, Miguel Pérez, Manuel Jurado y
Manuel Valdivieso. Bajo el magisterio de este selecto profesorado, se cultivaron en Quito
todas las formas del arte musical, tanto sagrado como profano. El número de alumnos
llegó a 73118.
Junto con la música, también las Artes Plásticas recibieron el impulso del Presidente
García Moreno. Con el fin de promover la arquitectura hizo venir de Europa al alemán
señor Francisco Schmidt y al inglés señor Tomás Reed. Con ellos y los profesores de la
Politécnica se inició en Quito una etapa de nuevas construcciones, que determinaron la
adopción de un nuevo estilo. A cargo de Reed estuvieron la Penitenciaría y el túnel y
puente de la Paz, Schmidt dirigió la construcción de la Escuela de Artes y Oficios. Los
padres Menten y Dressel de la Politécnica vigilaron la edificación del Observatorio
Astronómico. El mismo Reed prestó sus servicios en la construcción de la casa del propio
García Moreno, en el edificio del Hotel París y la mansión de don Salvador Ordóñez y
Schmidt tuvo a su cargo la casa de la familia León.
Para enseñanza de la Pintura y Escultura inauguró en mayo de 1872 la Escuela de
Bellas Artes, bajo la dirección del pintor Luis Cadena, recientemente venido de Italia. La
finalidad de esta nueva institución era conservar los tesoros artísticos que encerraban las
iglesias y conventos y reanudar la tradición quiteña de los maestros de taller. Para dar
continuidad a este proyecto envió de becarios a Italia a Juan Manosalvas y Rafael Salas
con la consigna de que integraran a su vuelta el cuerpo del profesorado de pintura. Para
Maestro de escultura comprometió al escultor español Juan González y Jiménez,
domiciliado en Roma.
Consecuente con su plan de educación total del país, el Presidente inauguró el 1.º de
marzo de 1872 el Protectorado o Escuela de Artes y Oficios, destinado a la clase del
pueblo. Para dirigirlos contrató en Norte América al hermano Conald, de los
Protectorados Católicos de aquella nación, quien trajo consigo varios artesanos
especializados en diversas profesiones técnicas.
Además de la artesanía, preocupó a García Moreno la colonización de zonas del país
con elemento europeo, como también la tecnificación del cultivo agrícola. Con este fin
hizo venir de Europa dos benedictinos para examinar el sitio donde podía establecerse la
Escuela de Agricultura. Como ensayo práctico se formó una Escuela Normal para
indígenas, que llegó a contar con doce alumnos, representantes de Loja, Otavalo, Perucho
y Saquisilí.
Finalmente, bajo los auspicios del Gobierno, se inauguró en Quito la Academia
Ecuatoriana, correspondiente de la española, el 4 de mayo de 1875. Después de la
colombiana, que se había organizado pocos años antes, la ecuatoriana influyó, mediante
la iniciativa del doctor Julio Castro, para que se fundara similares en las capitales de las
demás naciones hispanoamericanas.
El informe ministerial, presentado el 10 de agosto de 1873, por el señor Francisco
Javier León, hacía una síntesis de la labor educacional procurada bajo el Gobierno de
García Moreno. Con el ánimo de unificar los métodos de enseñanza, se había puesto en
vigencia el Reglamento de Escuelas, redactado oficialmente por los Hermanos Cristianos.
Se había, asimismo seleccionado el personal docente, desplazando a los maestros que no
reunían condiciones para enseñar con eficacia y aumentando el sueldo a los eficientes. En
todas las Provincias se habían creado escuelas en las parroquias. Este afán de difundir la
educación primaria había dado excelentes resultados, hasta permitir al Ministro enunciar
la siguiente conclusión: «El sistema de educación obligatoria y gratuita establecido en el
Ecuador, ha hecho dar un paso de gigante a la instrucción pública, difundiendo las luces
en todas las clases de la sociedad. Todos los niños sin distinción de edad, sexo y raza a
que pertenezcan, encuentran hoy buenos planteles donde aprender, no sólo a leer y
escribir, sino también otros ramos importantes para las artes y oficias». Para confirmar
este aserto daba el Ministro cifras estadísticas que comprobaban el ritmo del progreso. En
1871 concurrían a las escuelas 14000 niños; en 1873 el número de escolares avanzaba a
22448; y en 1875 la cifra subía a 31790 sin contar los educandos de la Provincia de
Esmeraldas, con los cuales podía afirmarse que eran 32000 los niños que recibían
educación primaria. El número de niñas incluido en la cifra anterior era de 8513, que
recibían su educación en locales separados; pues se habían eliminado las escuelas mixtas.
La enumeración simple de las obras realizadas por García Moreno patentiza su
preferencia por la educación primaria y secundaria, lo mismo que por la formación de la
juventud en las ciencias exactas, de aplicación práctica a la economía del país. La
Universidad había venido a menos con la ley de Libertad de Estudios promulgada por
Urbina. García Moreno procuró reorganizar los estudios universitarios en la facultad de
Derecho y sobre todo en la de Medicina. A principios de 1874 comprometió a Domingo
Domec, doctor en Medicina de Montpellier, para profesor de Anatomía y al doctor
Esteban Gayraud, para cirugía. Este último nombrado decano de la Facultad, la organizó
con el siguiente personal: doctor Domec, profesor de Anatomía general y descriptiva;
doctor Rafael Barahona, de Fisiología general y especial e higiene privada y pública;
doctor Antonio Sáenz, de Patología general, medicina legal, toxicología y obstetricia;
doctor Rafael Rodríguez Maldonado, de terapéutica y clínica interna; y el doctor Gayraud,
de Cirugía. Para completar la enseñanza hizo venir de París a la señora Emilia de Sión,
perita en obstetricia, para instalación de una maternidad en Quito.
A los doctores Gayraud y Domec tocó practicar la autopsia del cadáver de García
Moreno y presentar la relación del estado en que se hallaba a raíz del asesinato. Más tarde
publicaron en París, el 1886, el libro intitulado La capitale de l'Équateur au point de vue
médico-chirurgical.
La rápida ojeada que hemos dado a la obra educativa de García Moreno nos convence
de que nadie como él se ha interesado tanto por el realce cultural del país. Su información
personal le hizo apreciar el valor de una educación integral y práctica. Y la tenacidad de
su carácter le llevó a poner por obra un plan meditado y metódico, que abarcaba todos los
ramos del saber. El mayor éxito estuvo en establecer institutos de enseñanza, que no
desaparecieron con su muerte. Mientras los profesores aislados suspendieron su labor a
falta del hombre que les dio apoyo, las comunidades religiosas docentes continuaron su
apostolado, no obstante las dificultades que comenzaron a ofrecerse con los cambios de
Gobierno.

La enseñanza después de García Moreno

A raíz de la muerte de García Moreno la educación hubo de experimentar los


vaivenes de la política. El ministro señor Javier Endara, en su informe de diciembre de
1877, lamentó la decadencia general de los estudios, anotando que la Escuela Politécnica
había venido a menos con el retorno de los alemanes a su patria y que el Colegio San
Vicente de Latacunga había perdido su anterior prestigio. Además por decreto del 23 de
febrero se había restablecido la ley de la libertad de estudios. Y ante la necesidad de
atender a los alumnos que habían comenzado su carrera, el Gobierno se vio obligado a
encargar provisionalmente la dirección del Colegio Nacional a los padres de la Compañía
de Jesús.
En agosto de 1880, el ministro señor Cornelio E. Vernaza, se reducía a reclamar del
Gobierno que hiciese una deuda del Estado la instrucción primaria, para lo cual debía
subvencionarse cumplidamente a los preceptores y ordenar la organización de
conferencias regulares entre los maestros de primaria para la adopción de textos
adecuados. Sin embargo, durante el Gobierno de Veintimilla se edificó el Teatro Sucre
desde sus cimientos, se formó el parque de la Alameda, se reorganizó el Protectorado y
se refaccionó el Hospital San Juan de Dios.
El informe del señor José Modesto Espinosa, presentado el 9 de octubre de 1883 a
las Cámaras Legislativas, ponía de manifiesto la situación a que había descendido a la
Universidad con los ataques del general Veintimilla. Privados los profesores y
empleados de sus sueldos, habían, no obstante, conservado su dignidad y ofrecido
resistencia con una altivez invencible. Para 1883 la Universidad había restablecido sus
estudios y trataba de recuperar su antiguo prestigio. Destacaba también el informe la
acción que estaban desplegando las religiosas del Buen Pastor en un pensionado de niñas,
no menos que las hermanas de la Caridad con una escuela normal que habían fundado en
Cuenca. Los Hermanos Cristianos habían fundado un Colegio nuevo en Riobamba y el
Gobierno Provisional apoyaba a los Colegios que las Religiosas de los Sagrados
Corazones dirigían en Quito, Cuenca y Guayaquil.
La Constituyente de 1884 creó el Ministerio de Instrucción Pública y designó como
primer funcionario del ramo el señor Julio Zaldumbide, el cual presentó su renuncia al
cabo de pocos meses. Al subsecretario señor Carlos Tobar le tocó, por consiguiente,
presentar el informe a las Cámaras Legislativas en 1885. Según datos oficiales el nuevo
Ministerio había contratado con los Hermanos Cristianos la fundación de una escuela en
la ciudad de Ambato. Con este nuevo centro de docencia, los hermanos regentaban
escuelas en Quito, Latacunga, Ambato, Riobamba, Guano, Guaranda, Guayaquil, Cuenca
y Loja. Para las escuelas que se crearon en diversas parroquias se exigió del maestro el
título y solvencia moral, de acuerdo con los artículos 29 y 33 de la ley de instrucción
pública. Mediante decreto legislativo del 5 de abril de 1884 se estableció un Colegio
Nacional en la ciudad de Ibarra. Con esta nueva creación, contaban con Colegios Quito,
Guayaquil, Cuenca, Ambato, Riobamba, Ibarra, Latacunga, Guaranda, Loja y Portoviejo.
Por decreto ejecutivo de 22 de diciembre de 1883 se instauró la Escuela Politécnica
y la Facultad de ciencias, con una Escuela de Agronomía anexa. Para volver práctico el
estudio de la agricultura, se acordó la formación de fincas normales, para el cultivo
técnico de las distintas especies de plantas que se producían en el Ecuador. En Quito,
junto a la Alameda, se estableció un jardín botánico, con el objeto de aclimatar las plantas
raras y propender a su propagación en el país.
En San Antonio de Ibarra se había conservado una tradición artística, especializada
en imaginería. Con el fin de fomentar las dotes naturales de sus habitantes se fundó en el
mencionado pueblo una Escuela de Bellas Artes el 1.º de setiembre de 1884.
Una vez restablecida la Universidad se inició la Facultad de Filosofía y Literatura,
en la cual se comprometió a dictar gratuitamente la cátedra de Filosofía racional el
dominicano padre Jacinto La Cámera. Se inauguró también la escuela práctica de
anatomía para el estudio experimental del organismo humano.
En contraste con la enseñanza superior promovida por el Ministerio, se retrocedió en
la primaria, con la supresión de escuelas en diversos lugares de la República, por falta de
fondos. En algunos cantones, como Manta, Montecristi, Azogues y Babahoyo, los
Consejos Municipales suplieron el vacío del apoyo del Estado. Durante el Gobierno del
presidente Caamaño, estuvo a la cabeza del Ministerio de instrucción el señor José
Modesto Espinosa, varón de cultura, que procuró atender con interés a funciones del ramo
de educación pública. Además de las nuevas creaciones anotadas en el informe de 1886,
en el de 1887 enumeró los adelantos que se habían conseguido en el transcurso del año.
En Tulcán habían tomado a su cargo, una escuela de niñas, las madres Betlemitas.
Por iniciativa del obispo ilustrísimo señor González Calisto se estableció en el
Seminario conciliar de Ibarra la enseñanza de la Jurisprudencia y las hermanas de la
Caridad fundaron un Colegio Femenino. Al Arzobispado de Quito había ascendido el
ilustrísimo señor José Ignacio Ordóñez, a cuyo dinamismo se debió el establecimiento en
la capital de los padres Salesianos, para dirigir el Protectorado Católico y la función en
Ambato del Seminario de Santo Toribio. A la vez en Guano las hermanas de la Caridad
tomaron a su cargo el Asilo de la Infancia y en Azogues las Madres de la Providencia
fundaron una escuela de niñas. El Obispo Schumacher dio desde el principio aliento a la
obra educacional. Merced a su gran iniciativa se crearon, además del Colegio Olmedo, el
Seminario Diocesano, las Escuelas San Luis Gonzaga, Santa Teresa de Jesús y de San
José. Como dato trascendental informaron el Ministro que la Universidad de Quito, con
la colaboración de distinguidos profesores, había adquirido una imprenta, para
publicaciones de relieve cultural.
En marzo de 1883, a iniciativa de profesores y alumnos de la Universidad, apareció
el número I de Anales de la Universidad de Quito, periódico oficial de la Universidad,
destinado al fomento de la instrucción pública y al cultivo de las ciencias y las letras en
el Ecuador. En esta entrega inicial se daba cuenta del prospecto de la Revista y de la
reinstalación de la Universidad realizada el 18 de ese mes. Se consignaban a continuación
los dos cursos pronunciados en esa ocasión, en que hablaron el doctor José Modesto
Espinosa, Ministro del Interior; don Pacífico Villagómez, estudiante de Jurisprudencia;
don Manuel María Casares, cursante de Medicina; don Pedro Antonio Guarderas,
estudiante en la Facultad de Ciencia; el doctor Camilo Ponce, rector de la Universidad el
doctor Julio B. Enríquez, Decano de la Facultad de Jurisprudencia; el doctor Carlos
Casares, profesor de Derecho Civil; don Manuel María Pólit, profesor de Lengua y
Literatura francesa; don Antonio Muñoz, don Carlos Pérez Quiñones, don Ángel Polibio
Chávez, teniente coronel doctor Manuel Nicolás Arízaga, don Leónidas Pallares Arteta,
don Eduardo Pérez Chiriboga, don José Ricardo Carrión, don Adolfo Baquero Montaño
y el doctor Luis Cordero, miembro del Gobierno provisional. Esta larga lista de
intervenciones demuestra el alivio que sintió la culta sociedad de Quito, después del
episodio de silencio obligado por la dictadura del general Veintimilla. La publicación de
los anales ha constituido a la vez la historia de la Universidad y el exponente de la cultura
de sus maestros y alumnos.
El doctor José Modesto Espinosa aludió en su informe de 1887, además de la
adquisición de la imprenta para la publicación de los Anales, a la inauguración de clases
prácticas de telegrafía eléctrica, en Ambato y Riobamba. Asimismo en Latacunga se había
confiado a las madres Betlemitas la dirección del Colegio de Santa Teresa y a las del
Buen Pastor el Colegio femenino de Bolívar. A estas mismas abnegadas religiosas se
encargó la dirección de una escuela en Archidona. El Ministro anunció también que había
gestionado para que el Brigadier de Infantería de Marina don Antonio de Vivar se pusiese
al frente de una Escuela Naval en la República. La paz que gozaba el país propició la
continuidad de la instrucción pública.
Durante el gobierno del doctor Antonio Flores estuvo a la cabeza del ramo de
educación el señor Elías Lazo, que tenía la experiencia pedagógica por sus largos años de
enseñanza. Con conocimiento, por consiguiente, de causas, presentó en junio de 1890 el
proyecto de una ley orgánica, de instrucción pública. Según él, el Reglamento existente
no había conseguido establecer la uniformidad en el método de enseñanza, o porque no
había llegado a todos los extremos de la República o porque no se observaba, a causa de
no hallarse ordenado con fuerza de ley.
El proyecto consultaba para la enseñanza secundaria la adopción del método
concéntrico de Ferry, que aunque truncaba los estudios, proporcionaba, en cambio,
elementos generales que podrían desenvolverse después. Para enseñanza suprema
insinuaba el método alemán que combinaba el oral y escrito para grabar mejor las ideas
en los alumnos. En cuanto a la enseñanza primaria, insistía en la idea de la obligación del
Estado de procurarla obligatoria y gratuita a todos los ciudadanos. «Leer, escribir y contar
y los principios generales de la moral son, decía conocimientos que debe poseer todo
elector» en un país democrático.
De acuerdo con este criterio se crearon nuevas escuelas en todas las Provincias: en
Carchi, la escuela de Taya; en Imbabura las de San Rafael de la Laguna, Atuntaqui y
Pimampiro; en Tungurahua la de Yanaurco; en Azuay, la de Guarainac, en Guayas para
varones, las Torifa, Taguada y Sacachun y para niñas, las de Aguada, Barranea y Olón;
en Manabí filas de Estancia Vieja y Paján para niños y para niñas; las de Paján y
Pedernales; en Tena una de niños y otra para niñas. Al Gobernador de Esmeraldas se
autorizó para que creara escuelas en Taechina, Viche, Calvario, Tabiazo, Colope,
Ostiones, Lagarto y Playa de Oro. Fuera de estas nuevas escuelas se procuró conservar y
fomentar las ya existentes.
Para la enseñanza secundaria se aprovechó de las asignaciones hechas por la ley
reformatoria de aduanas, que permitió establecer cinco nuevos Colegios y organizar
mejor la docencia. Uno de ellos fue el de señoritas en Ibarra, a cargo de las madres
Betlemitas. Al Colegio Nacional de Ibarra se le dotó de un aparato telegráfico Morse y
de algunos aparatos de física para la instalación de un Gabinete. En Otavalo se creó un
Colegio de niñas bajo la dirección de las hermanas de la Caridad. En Quito se organizó
una escuela dominical de dibujo a cargo de los Hermanos Cristianos, con quienes se hizo
también un contrato para que abrieran una clase de tipografía utilizando la Imprenta
Nacional. Con los fondos sobrantes del Colegio Vicente León de Latacunga se construyó
la casa del Colegio de Santa Teresa. En el Colegio Bolívar de Ambato se establecieron
las Cátedras de Botánica y de Historia y para la misma ciudad se abrió un Colegio de
Señoritas a cargo de las madres de la Providencia.
El ministro señor Lazo llamó especialmente la atención sobre la Congregación de
madres Marianitas, de origen nacional que la había fundado el ilustrísimo señor Ordónez
cuando Obispo de Riobamba y que tenían ya sus Colegios en Riobamba, en Guaya y en
Loja. Dio también cuenta que el Colegio Nacional de Cuenca se había establecido la
enseñanza de ciencias físicas y naturales, con los profesores alemanes señores Carlos y
Augusto Rimbach. Otro dato de importancia consignó el Ministro. Se había adquirido
para todos los establecimientos de educación y bibliotecas públicas un ejemplar de
la Historia de la República del Ecuador, escrita por el doctor Pedro Fermín Cevallos. Es
la primera vez que se habla de la historia nacional que comenzó a enseñarse a base de un
texto de consulta. El señor Lazo celebró también la acción desplegada por el doctor José
M. Santistevan como Rector del Colegio Nacional San Vicente de Guayaquil. No menos
digna de alabanza fue el celo del Obispo de Portoviejo quien mantenía a su costa el
Colegio Comercial de Bahía, las escuelas dirigidas por las religiosas Benedictinas, los
Seminarios Mayor y Menor y una escuela que proyectaba establecer en Esmeraldas.
En cuanto a la enseñanza superior informó el Ministro que en la Universidad se
habían creado las cátedras de Historia y Religión. El Gobierno había obtenido en Berlín
instrumentos nuevos por hallarse dañados los del Observatorio, con el fin de reanudar las
clases de Astronomía. Había, además, contratado al señor Gustavo Lagerhein para la
enseñanza de Bacteriología en la Universidad de Quito. Con la ayuda del doctor Juan
Bautista Aguirre y bajo la dirección de los profesores Rimbach se habían iniciado, en la
Universidad de Cuenca, los estudios de Química con un magnífico laboratorio, como
también dos de Botánica, Mineralogía y Zoología.
El Ministro observó, en el informe de 1892, la inestabilidad que había afectado a la
Legislación en el campo educativo. Se había declarado obligatorio el aprendizaje del
francés e inglés en todos los Colegios y se había luego suprimido el inglés y aún el francés
limitado a sólo tres Colegios. Se establecieron Juntas universitarias y administrativas que
presto fueron disueltas. Los consejos de inspección se habían organizado de distintos
modos y con otro personal. Ley hubo que a costa de la Universidad, acordó premiar a
todos los jóvenes que habían intervenido en la Restauración Política. Anotó también el
abandono educativo en que se tenía tanto al indio de la región Interandina como al
montubio de la Costa.
El señor ministro Lazo presentó el balance de las actividades realizadas durante el
período de su cargo. De 1890 a 1892 se habían creado 240 escuelas nuevas en toda la
República. El Estado había tomado a su cargo todas las escuelas municipales del Azuay
y Cañar y de algunas otras provincias, dejando de este modo a los Municipios en la
posibilidad de mejorar los locales de enseñanza.
Los Hermanos Cristianos contaban en sus escuelas con siete mil alumnos repartidos
así: Escuela de Quito, 1525; de Tulcán, 446; de Ibarra, 438; de Latacunga, 380; de
Ambato, 509, más 64 de la Escuela Dominical; Riobamba, 652; Guaranda, 273; Azoguez,
430; Cuenca, 567; Loja, 418 y Guayaquil 858 alumnos.
La Provincia de Manabí era la mejor servida. Contaba con 58 escuelas nacionales,
20 municipales y dos libres, con 2631 las primeras, 1078 las segundas y 46 las terceras.
La enseñanza secundaria se había perfeccionado y extendido con Colegios para
hombres y mujeres en todas las Provincias. Los Hermanos Cristianos habían fundado un
Colegio en Quito y el 14 de octubre de 1891 los padres Oblatos se habían hecho cargo
del Colegio Bolívar de Ambato. En esta misma ciudad el 2 de noviembre de 1891 las
madres Marianitas abrieron un Colegio para niñas y otro en Pelileo.
Para el establecimiento de la Escuela de Pintura en Cuenca el Gobierno había
contratado al pintor español don Tomás Pobedano y Arcos y para la enseñanza de
litografía al señor Kern, quien había traído de Europa los aparatos necesarios.
Se había también organizado el Colegio Nueve de Octubre en Machala y en
Esmeraldas un Colegio femenino dirigido por las madres Benedictinas.
El Ministerio se había interesado en la organización de la Biblioteca Nacional,
poniéndola bajo la dirección del señor Federico Donoso, quien había formado un catálogo
y procurado la adquisición de 2086 volúmenes nuevos.
El Gobierno del doctor Antonio Flores Jijón fue de comprensión para todos los
sectores políticos del país. Se acentuó entonces la idea de progresismo, que conciliaba
la convivencia de la tradición católica con las nuevas ideas de orientación de procedencia
liberal. Al doctor Flores sucedió en el Gobierno el doctor Luis Cordero, hombre de
cultura, de intachable catolicismo y amante de la libertad bien entendida. A la cabeza del
Ministerio de Instrucción Pública puso al doctor Roberto Espinosa, conocido por su
preparación en el campo de las letras. Este Ministro en el informe presentado a la
Legislatura de 1894 destacaba el valor que debía darse al estudio de las ciencias y las
artes por la utilidad práctica que reportaba al país. Anotaba que, gracias al interés de los
Gobiernos anteriores, el Ecuador contaba con 24 Colegios Secundarios para hombres y
24 para señoritas y que la mayor parte de ellos estaba a cargo de instituciones religiosas
extranjeras. Además se habían establecido escuelas de Artes y Oficios en Quito,
Guayaquil, Cuenca y Riobamba. La intención del Gobierno era principalmente mejorar
los colegios existentes. Observaba también la ineficacia que resultaba en la educación
secundaria el aprendizaje del griego y del latín. En consecuencia debía fomentarse más
bien el estudio del francés y del inglés.
Durante el Gobierno de Caamaño y Flores se habían dado facilidades al doctor
Teodoro Wolf para sus estudios y en 1892 apareció, publicada en Leipzig, a costa del
Supremo Gobierno, la Geografía y Geología del Ecuador, que sirvió de texto de consulta
para enseñanza de esa materia en los institutos de estudios superiores. El doctor Roberto
Espinosa, en abril de 1885, prologó la publicación de Ecos del Destierro, que compuso
Honorato Vázquez cuando hubo de alejarse de la Patria durante el Gobierno de
Veintimilla. «Tiempo ha, decía Espinosa que cuatro amigos, digo mal, cuatro hermanos,
solemos reunirnos, sin que nunca faltase ninguno, todos los jueves por la noche», para
leer por turno composiciones literarias y para charlas y discusiones sobre asuntos de
cultura. Esos amigos eran Vázquez y Espinosa, el doctor Carlos R. Tobar y don
Quintiliano Sánchez. Ese grupo inicial se aumentó luego con don Carlos M. León y don
Vicente Pallares Peñafiel y por iniciativa de estos dos últimos jóvenes se organizó
el Ateneo de Quito, cuya instalación solemne se llevó a cabo el 2 de abril de 1891 con
una velada memorable. Ante un público selecto y con asistencia del Presidente de la
República, intervinieron con sus discursos don Juan León Mera, Presidente de la Entidad;
el doctor Julio Castro, Vicepresidente; don Miguel Valverde, Secretario de la Sección de
Ciencias Naturales, Físicas, Médicas y Matemáticas y el señor Leónidas Pallares Arteta,
miembro de la sección de Literatura y Bellas Artes. La parte musical estuvo a cargo del
maestro Aparicio Córdoba y de las señoritas Victoria Villagómez, Genoveva Zaldumbide
y Rosa Elvira Tola.
Otro acto social se verificó, durante la Presidencia de Cordero, que demostró el
espíritu de culta comprensión que alentaba el ambiente. Fue con motivo de la
inauguración del monumento al mariscal Antonio José de Sucre. Como fecha clásica se
había escogido el 10 de agosto de 1892. En 1874 el Concejo Municipal de Quito había
celebrado un contrato con el escultor español don José González Jiménez para la
realización de la estatua de Sucre, conforme a un proyecto trazado por el mismo artista,
que no pudo llevarlo a cabo. Por fin, en 1887, el Concejo se dirigió a don Clemente Ballén,
Cónsul General del Ecuador en París, encargándole que hiciese trabajar la estatua, de
acuerdo con el modelo diseñado por el ingeniero nacional don José Gualberto Pérez. La
fundición estuvo a cargo del artista francés monsieur Falguiere. El plano del pedestal
trazó el arquitecto francés monsieur C. Chedanne y lo ejecutó el ingeniero civil monsieur
H. Beer.
El Municipio Capitalino, para la inauguración del Monumento, envió una invitación
que fue correspondida por telegrama por los municipios y Gobernaciones de la República.
Al mismo tiempo organizó un programa que comprendía una Exposición, un acto
académico y el acto de inauguración del Monumento. El señor Alcides Enríquez fue el
encargado de organizar la Exposición, que se dividió en cuatro secciones: ciencias
naturales y agricultura; artes liberales y bellas artes; artes mecánicas y manufacturas, e
industrias. El acta académica se verificó en el Teatro Sucre, con asistencia del Presidente
de la República y sus Ministros, de representantes del Poder Legislativo y del Municipio
y de público escogido. El programa comenzó por el discurso del doctor Luis Cordero,
quien hizo alusión a la parte que tomó el Ecuador en la Exposición Universal celebrada
en París en 1889 y estimuló a los expositores a enviar sus obras, a costa del Gobierno,
para la Exposición que se proyectaba realizar en Chicago en los Palacios delYachkson
Park. Luego, alternando con piezas musicales, se pronunciaron discursos al entregar el
premio a los expositores triunfantes.
En el acto inaugural del Monumento tomó nuevamente la palabra el presidente
Cordero y, después de él, el ex presidente doctor Antonio Flores; el presidente del
Concejo Municipal doctor José María Bustamante; el ministro de Colombia doctor
Francisco de Paula Urrutia y el doctor Lorenzo R. Peña, en representación de la prensa
de Guayaquil. Luego hubo tribuna libre, que ocuparon varios otros ciudadanos.
Al presidente Cordero le tocó también presidir el programa de festejos, organizado
para celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América. Los actos principales
fueron la Misa de Acción de Gracias, en que llevó la palabra de ocasión el padre José
María Aguirre. Luego, al pie de un monumento que se había levantado en el centro de la
Plaza Mayor, pronunció un discurso alusivo, al hecho el doctor Francisco Andrade Marín,
Ministro de Obras Públicas. La concurrencia se dirigió enseguida, al son de la música, a
la inauguración de la nueva calle que el mismo Ministro había abierto para conectar la
carrera Ambato con la García Moreno. De vuelta al Palacio de Gobierno, el
presidente Cordero dirigió una alocución a la multitud, declarando inaugurados el
Colegio Militar y la Escuela Naval del Ecuador, hechos que destacó en su discurso el
ministro de guerra y marina general José María Sarasti. El relator de las fiestas, señor
Antonio Alomía Ll. anotaba lo siguiente: «Verdaderamente nuestra patria ha tenido la
fortuna de celebrar el cuarto centenario del Descubrimiento, con actos que no son para
olvidarse. Los de beneficencia ejecutados por el excelentísimo señor Presidente del
Ecuador y la inauguración de edificios públicos, nuevas y útiles vías, escuelas de pintura,
de música y de educación general en varias provincias de la República, claramente
pregonan que ésta ha pactado ya estrecho maridaje con el progreso». Entre las obras de
beneficencia constaba el terreno que el Gobierno entregó a los padres Salesianos para que
ampliasen la obra de educación de los niños desvalidos. Por la noche se verificó el Acto
Académico organizado por la Academia Ecuatoriana. Llevaron la palabra el presidente
Cordero, académico correspondiente; el director de la Academia doctor don Julio Castro;
don Quintiliano Sánchez con su poema titulado Colón y la Fe y el señor Emilio María
Terán, Secretario particular del Presidente.
Por los actos mencionados se echa de ver el realce cultural del ambiente de Quito
durante la Presidencia de Cordero y su visión de la política en los colaboradores que
escogió para su Gobierno. Antes de narrar el cambio de orientación que se va a imprimir
a la instrucción pública, es preciso echar una ojeada a los principios que dirigieron hasta
entonces la educación ecuatoriana. La idea de la educación gratuita y obligatoria, como
deber del Gobierno democrático, la formuló y enunció Rocafuerte y fue la que alentó a
sus sucesores en la difusión de la enseñanza primaria, que comenzó por las capitales de
Provincia, se extendió a los cantones y a algunas parroquias, sin llegar al campesinado,
ni a los indios. A partir de García Moreno la educación primaria y media se puso en manos
de institutos religiosos, procedentes particularmente de Francia, que dieron a la enseñanza
su metodología y su orientación católica. Con García Moreno se acentuó también la idea
de dar a la enseñara superior y universitaria una orientación técnica con el fin de
aprovechar las riquezas del país. En el fomento de la educación intervinieron los
Municipios y los Obispos en colaboración con el Gobierno. La educación superior formó
una generación de profesionales, médicos, abogados y científicos, que elevaron a un nivel
considerable la cultura ecuatoriana. En ese período surgió Cuenca como centro de
proyecciones literarias, que mereció el calificativo de Atenas del Ecuador. Cabe anotar,
por fin, que los vaivenes de la política se dejaron sentir en el campo de la educación; pero
conservaron la orientación católica que imprimió García Moreno.

La enseñanza desde el Gobierno del general Alfaro

Producida la renuncia del presidente Cordero, subió al poder el general Eloy Alfaro.
El Ministro encargado de la Instrucción Pública señor José de Lapierre, en su informe a
las Cámaras Legislativas de 1896, después de ponderar la necesidad de una
educación, «bajo los modernos principios científicos adoptados en todo el mundo», pidió
a los Legisladores textualmente lo siguiente: «que establezcáis la enseñanza laica
obligatoria; que fundéis las Escuelas Normales, por lo menos en Guayaquil y en Cuenca,
de donde surgirán institutores idóneos para regentar las escuelas en toda la República,
después de haber optado en grado de maestro; que autoricéis al Ejecutivo para contratar
pedagogos alemanes competentes para la dirección, y que esto no lo dejéis al tiempo, sino
que le deis preferencia a cualquiera otro asunto». Para la educación de la mujer pedía el
Ministro además de la instrucción general la «pintura, la música, las labores de mano, en
una palabra, las Bellas Artes». «Os pido, concluía, en nombre de la mujer, la apertura de
Colegios Pestalazianos, donde puedan ellas beber las saludables aguas de la instrucción.
El alabado sistema Pestaloziano, cuya enseñanza se dicta por medio del cuento o
narración, tiene la ventaja de abarcar la educación primaria y secundaria: un niño o niña
sale de esos planteles con el grado de Maestro a Maestra de pedagogía, porque allí mismo
aprende esta ciencia prácticamente en la instrucción primaria que dan esos
establecimientos los alumnos de las clases superiores».
A la formulación de la enseñanza laica había precedido el hecho consumado de la
privación de sus escuelas a los Hermanos Cristianos en Quito, Tulcán, Ibarra, Otavalo,
Ambato, Riobamba, Guayaquil y Loja. Tan sólo subsistieron los de Latacunga, Azogues
y Cuenca. En Quito, el ilustrísimo señor González Calisto, compadecido de los mil
quinientos niños que quedaban sin escuela, tomó a su cargo sostenerla con fondos de la
Curia, en un local provisional y con el pago de veinte sucres mensuales a cada hermano
profesor. Comenzó, de este modo, la Iglesia a promover por su cuenta la educación
católica de la niñez frente a la enseñanza oficial, definidamente laica1. Manabí fue la
Provincia más afectada por la transformación liberal. Después de diez años de labor
educacional emprendida y costeada por su celoso Obispo, fue éste perseguido y hubo de
abandonar la Diócesis y tras él salieron las Franciscanas de Chone, las Benedictinas de
Rocafuerte, Calceta y Jipijapa y los padres del Sagrado Corazón. Toda la Provincia quedó
sin escuelas y las parroquias sin curas.
Igual suerte que a los Hermanos Cristianos les tocó a los padres Salesianos, que se
vieron obligados a abandonar las obras que dirigían en Quito y Riobamba.
El informe de 1898, después de tres años de experiencia liberal, declaraba la
educación como monopolio del Estado. Decía al respecto el Ministro doctor Rafael
Gómez de la Torre: «Sin aceptar el principio de que la enseñanza se deje enteramente a
los particulares, aunque éstos merezcan el apoyo del Gobierno, ha tomado el actual la
educación e instrucción como un deber sagrado que está estrictamente obligado a
cumplirlo. De hecho continuaban algunas escuelas de regímenes anteriores: la
preocupación del Gobierno en este caso era no aumentar el número sino reglamentar su
funcionamiento de acuerdo a los sistemas modernos de enseñanza. Por falta de fondos
acordó el Ministro que tan sólo en las Provincias de Pichincha, Azuay y Loja subsistiese
el cargo de Director de Estudios; debiendo ejercerlo en las demás los Gobernadores».
Por decreto legislativo de 11 de junio de 1897 se creó el Colegio Nacional «Mejía»
con instrucción primaria, secundaria y normal. Comenzó a funcionar en el Beaterio, con
un gabinete de física y un laboratorio de química entregados por los Hermanos Cristianos,
con una biblioteca de 400 volúmenes obsequiados por Alfaro y un jardín y un invernáculo
para enseñanza de botánica. Pocos meses después, el 10 de agosto de 1897 se fundó el
Colegio «Olmedo» de Guayaquil y se reorganizó el Colegio «Bolívar» de Tulcán.
Al doctor Gómez de la Torre sucedió en el Ministerio de Instrucción Pública el
doctor José Peralta, uno de los pensadores del liberalismo. En el informe de 1900 aportó
como ideas nuevas, la necesidad de crear escuelas nocturnas para educación de los
adultos, centros de enseñanza para los indios y de hermanar, con la instrucción, el trabajo
manual, a fin de desarrollar todas las aptitudes en los niños y niñas del Ecuador. Conforme
a estos principios, se creó, mediante decreto legislativo del 21 de setiembre de 1900, la
Escuela Nocturna para adultos con todos los elementos de enseñanza, edificio espacioso,
material didáctico y profesores preparados. Con el afán de facilitar la instrucción de
huérfanos y pobres se establecieron 581 becas, repartidas en los diferentes Colegios de la
República: 20 en el Colegio Vicente Rocafuerte, 50 en el Instituto Mejía, 200 en la
Escuela de Artes y Oficios, 30 en el Liceo Rocafuerte, 70 en el Colegio del Buen Pastor,
30 en el Colegio de la Providencia de Quito, 30 en el de la Providencia de Guayaquil,
45 en el Colegio de los Sagrados Corazones de Quito, 30 en el de la Inmaculada
Concepción, 10 en el Colegio de Santa Teresa de Latacunga, 10 en el Colegio de la
Providencia de Ambato y en el Colegio Mariana de Jesús. Además 4 en la Universidad
Central y 12 en el exterior.
El doctor Peralta expresó por primera vez la idea de admitir a la mujer en los estudios
universitarios. Además, en la Universidad Central restableció a Facultad de Matemáticas
e introdujo algunas materias especiales en la Facultad de Medicina. Por decreto ejecutivo
de 5 de diciembre de 1900 se instalaron en el Colegio Bolívar de Ambato las cátedras de
Jurisprudencia y Matemáticas y en el Colegio Vicente Rocafuerte de Guayaquil, las de
Agronomía y Topografía, especialmente para oficiales del ejército. Ya en 1895, por
Decreto de la Jefatura Suprema de 26 de diciembre se había establecido en el Colegio San
Bernardo de Loja las Facultades de Jurisprudencia y Medicina.
Con el fin de continuar la labor del Conservatorio de Música contrató para profesores
a los señores Marconi, Traversari y Traversari Salazar. Con igual fin puso el Observatorio
bajo la dirección del Astrónomo francés señor Gonnessiat, y la Escuela de Artes y Oficios,
del señor Murillo.
En 1901 daba cuenta el doctor Peralta que se habían establecido en Quito Institutos
Pedagógicos de varones y señoritas y de varones en Cuenca y que se había reorganizado
en Quito la Escuela de Bellas Artes. Al mismo tiempo destacaba el hecho de que se habían
publicado escritos que honraban al Ecuador como la Historia General del Ecuador por el
ilustrísimo señor González Suárez, Obispo de Ibarra; los «comentarios del Derecho Civil
Chileno» del doctor Luis Felipe Borja; Tratados de Botánica del padre Luis Sodiro;
la Clave de Jurisprudencia del doctor Francisco Andrade Marín;Recopilación de Leyes
del Ecuador por el doctor Aurelio Noboa; los textos de enseñanza primaria arreglados
por don Roberto Andrade y Cuestiones Pedagógicas, escritas por don Manuel de Jesús
Andrade.
Por decreto ejecutivo de 2 de julio de 1900 se erogó la suma de 4000 sucres para
sostenimiento de la Sociedad «El Liceo de la Juventud» de la ciudad de Cuenca. Y se dio
decidido apoyo a la Comisión Geodésica, compuesta por Jefes del Ejército Francés, que
había iniciado sus estudios en la Provincia del Chimborazo. El doctor Peralta pudo trazar,
al terminar su trienio de Ministerio, la estadística siguiente: a las 407 escuelas nacionales,
regentadas por 459 instituciones y a las 130 municipales, dirigidas por 161 profesores,
concurrían 36296 alumnos. A las 360 escuelas nacionales de niñas, con 403 preceptoras
y 75 municipales a cargo de 125 institutoras, concurrían 24480 niñas. A los 20 colegios
nacionales de varones concurrían, aproximadamente 1948 alumnos, y a los 28 Colegios
de niñas asistían 6252 educandas.
Al doctor Peralta sucedió el señor Julio Arias. A la Legislatura de 1902 interesó para
que se asignaran fondos suficientes a fin de mejorar los sueldos y condiciones de los
maestros y proveer del material necesario a los centros de instrucción. Con este objeto
tuvo la iniciativa de crear almacenes escolares en Quito y Guayaquil, pidiendo a los
Estados Unidos y a Europa textos y útiles de enseñanza. Al señor Arias se debió también
la idea de implantar la estadística en las escuelas, para conseguir lo cual hizo el reparto
de cuadros con las instrucciones debidas sobre matrículas y asistencia media de los
alumnos.
La obra educacional iniciada por el doctor Peralta trató de continuarla el señor Julio
Andrade otro de los dirigentes del liberalismo en el Ecuador. A su juicio había entrado la
Patria en un renacimiento intelectual, que debía pasar a la historia, no sólo como una
época de paz, fundando para ello sociedades literarias y científicas, fomentando la labor
del Conservatorio de Música y las Escuelas de Pintura y Escultura, promoviendo
concursos artísticos con gratificaciones a los triunfadores, alentando los estudios
científicos y la literatura periodística. Insistió también en la necesidad de formar maestros
capacitados en los Institutos Pedagógicos, lo mismo que de perfeccionar los métodos de
enseñanza, difundiéndoles mediante la revista y conferencias especializadas. Durante
el Ministerio del señor Andrade se reorganizó la Escuela de pintura en Cuenca,
anexándola a la Universidad y poniéndola bajo la dirección del artista quiteño don Joaquín
Pinto. Se publicaron asimismo los tomos IV y V de la Historia del ilustrísimo señor
González Suárez y los tres tomos de Límites Ecuatoriano-Peruanos del dominico padre
Enrique Vacas Galindo, a quien el general Alfaro facilitó el trabajo de investigaciones
históricas en el Archivo de Indias de Sevilla. Como militar distinguido supo por
experiencia la utilidad del desarrollo físico y se interesó por introducir en la Escuela
Normal de varones la enseñanza de la gimnasia a cargo del profesor señor Pimental.
Favoreció también el establecimiento de escuelas profesionales, la «Escuela Filantrópica»
en Guayaquil y otra en Quito, bajo la dirección del padre Salesiano Guido Roca.
En los años de 1904-1905 estuvo al frente del ramo de instrucción el señor Luis A.
Martínez, hombre conocedor de los problemas educacionales, bajo cuya dirección trabajó
con eficiencia el Consejo General de Instrucción Pública. A su juicio el plan de estudios
de la escuela primaria adolecía, entre otros defectos, del recargo de materias, que mal
podían asimilar los niños, mucho menos en las escuelas rurales. Era menester organizar
un plan general armónico que permitiera a los educandos pasar de la escuela de orden
inferior a la del inmediato superior sin solución de continuidad, a fin de proporcionar a
los alumnos los conocimientos adecuados al medio en que les tocara vivir. Juzgaba para
esto oportuno distribuir las materias en seis grados, con la división en escuelas elemental
y superior, de acuerdo con la condición y necesidades de los alumnos que las
frecuentaran.
Para la secundaria se había expedido un nuevo plan de estudios formulado por el
Consejo General de Instrucción Pública, en que se había introducido para todos los
Colegios la instrucción militar, como medio de formar generaciones vigorosas y
valientes. Los Colegios Normales no habían dado los resultados apetecidos, acaso por
haber sido prematuramente creados. Creía conveniente clausurarlos por entonces y
destinar los fondos a costear becas en el exterior para alumnos idóneos, que una vez
capacitados en la técnica del magisterio, pudiesen asentar sobre base segura la reforma
de la enseñanza.
Entretanto, de acuerdo con el Consejo de Instrucción Pública, se había obligado a los
maestros de primaria a rendir exámenes de aptitud en un plazo fijo y ante un tribunal
designado para el efecto. Por otra parte se había dictado un reglamento para los exámenes
de secundaria, dejando la prueba oral en segundo término e imponiendo la tarea del
examen escrito.
El Congreso de 1904 había autorizado al Ejecutivo para que previa consulta con el
Consejo de Instrucción Pública, pudiese clausurar los Colegios que no llenasen las
condiciones del Reglamento vigente. Por esta causa fueron clausurados los Colegios de
Azogues, Guaranda y Pelileo.
El 12 de octubre de 1904 había facultado al Ministro de Instrucción Pública para que
reorganizara la Universidad, clausurada un año antes. El Consejo de Instrucción Pública
llevó a cabo esa reorganización, con el nombramiento de profesores para las Facultades
de Jurisprudencia y Medicina, los empleados de Secretaría y el personal de servicio. Esta
vez nombró el Congreso para Rector de la Universidad al doctor Carlos Freile
Zaldumbide, quien inauguró el 20 de octubre el año lectivo correspondiente a 1904-1905.
Se estableció también la Escuela de Farmacia para Señoritas, como la sección de
litografía bajo la dirección de don Víctor Puig, con excelente material traído de Alemania.
Frente al Conservatorio de Música se puso al señor Domingo Brecia, nativo de Chile, en
vez del señor Traverssari, que había fallecido.
El señor Martínez introdujo también reformas en las Escuelas de Artes y Oficios,
modificando el programa de enseñanza, con el fin de hacerlo efectivamente práctico.
Anexa a la Universidad creó asimismo la Escuela de Ciencias Físicas y Naturales,
bajo la dirección del señor Gonnessiat y con la cooperación de los señores Gentey,
Boirivant, Lagrulla y Elavette, contratados para dictar las clases de Física, Química,
Historia Natural, Matemáticas, Mecánica Superior e Ingeniería Civil.
En marzo de 1904 se instaló en Ambato una Estación Meteorológica, dependiente
del Observatorio de Quito, con una sección sismográfica, con dos aparatos de primera
clase. En la misma capital del Tungurahua, se adquirió para el Colegio Bolívar la
Biblioteca que había pertenecido al señor Juan León Mera.
Con ayuda del Gobierno se publicaron las siguientes revistas: Revista de la Sociedad
Jurídica Literaria, Revista de la Corporación de Estudios de Medicina, Revista Literaria
del Azuay, Guayaquil Artístico, las Monografías Botánicas del padre Sodiro y el
Repertorio de Instrucción Pública.
Entre 1906 y 1910 se sucedieron en el Ministerio de Instrucción Pública los señores
Julio Román, Alfredo Monge, César Borja y Alejandro Reyes. La preocupación por la
enseñanza organizada siguió su ritmo. Pero hubo algo nuevo en los informes oficiales y
fue la declaración de la orientación laica de la enseñanza. Refiriéndose concretamente a
la mujer, expresó el señor Román en octubre de 1906: «El afán del Gobierno ha sido la
instrucción laica en la conciencia de la mujer. Para ello ha multiplicado los planteles y
Liceos, que con el carácter de normales comienzan a organizarse satisfactoriamente, sin
que se encuentren como antaño la sistemática resistencia de añejas preocupaciones».
Más o menos igual concepto manifestó el señor Monge en el informe de junio de
1807. «El Gobierno liberal desde su ascensión al poder, empapado de la importancia que
encierra la educación de la mujer, ha prestado su preferente atención a su
desenvolvimiento, ha fundado instituciones normales en varias ciudades de la República,
ha abierto cursos especiales para señoritas en el Conservatorio Nacional de Música y en
la Escuela de Bellas Artes, ha fomentado por medio de becas los estudios de obstetricia,
facilitándoles también el ingreso a la Facultad de Farmacia». «El feminismo triunfa en el
Universo entero y entre nosotros también. La mujer ha hecho sentir su poderosa
influencia en los diversos ramos de la actividad humana y en el literario una distinguida
poetisa ha sido coronada, doña Dolores Sucre. Se funda en la ciudad de Guayaquil una
sociedad para el cultivo de las gayas ciencias, la Academia de Señoritas, y en Quito se
funda la Revista literaria La Mujer, donde se ensayan nuestras jóvenes intelectuales y
doña Mercedes González de Moscoso, escribe su drama La Abuela y otros más».
En cuanto al espíritu de la educación oficial del país se proclamó en el artículo 16,
de la Ley Orgánica de Instrucción Pública, que la enseñanza oficial y la costeada por las
Municipalidades eran esencialmente seglares y laicas y que la enseñanza primaria,
además de laica, sería obligatoria y gratuita.
El señor Monge insistió también en la eficacia del concepto de moral. Según él, «la
instrucción moral es una verdadera necesidad exigida por la sociedad a los encargados de
la enseñanza de la juventud: exigencia que se explica satisfactoriamente si se tiene en
cuenta que dicha educación contribuye eficazmente al bienestar, a la paz y solidaridad
universal [...] Moralidad, Moralidad y más Moralidad es lo que la civilización moderna
reclama incesantemente; moral social, moral política, moral conventual para llegar a la
moral universal, la augusta religión del porvenir».
La estadística escolar de 1907 permite colegir los resultados del afán educador en el
país. Contaba entonces la República con 1339 escuelas primarias; 12 colegios de
enseñanza secundaria; 3 Universidades y una Junta Universitaria y 30 establecimientos
de enseñanza. A las escuelas acudían 69634 niños, o sea que por 934 habitantes había una
escuela.
El 27 de marzo de 1909 el presidente general Eloy Alfaro expidió un Decreto en que
se reglamentó la forma de distribuir el presupuesto de Instrucción Primaria señalado por
el Congreso de 1908, que consistía en el producto íntegro del impuesto sobre timbres, el
10 por ciento de los impuestos municipales y el 20 por ciento sobre los derechos de
importación.

El señor Reyes, en su informe de junio de 1910, dio a conocer que de acuerdo con el
n.º 10 del Artículo 17 de la Ley de Instrucción Pública, se había patrocinado la
publicación de la Revista Pedagógica, destinada a divulgar los principios filosóficos de
la enseñanza, como también la Educación Popular para los maestros de primaria; en Loja,
la Organización Escolar, y en Guayaquil, el Boletín de las Escuelas
Primarias y Pedagogía y Letras.
El Ministro mencionado enumeró el número y calidad de los Colegios entonces
existentes. El Colegio «Juan Bautista Vázquez», de Azogues, fue establecido con el
carácter de exclusivamente mercantil. A los Colegios de San Alfonso de Ibarra y San Luis
de Cuenca se les cambió de nombre, por el de Teodoro Gómez de la Torre y Benigno
Malo. Además de estos Colegios se enumeraban el del Seminario «San Diego» de Ibarra
(particular); en Quito, el «Mejía» (fiscal), el «San Gabriel» y el Seminario de «San Luis»
(particulares); en Latacunga, el «Vicente León» (fiscal); en Riobamba, el «Maldonado»
(fiscal) y el «San Felipe» (particular); en Guaranda el «Pedro Carbo» (fiscal); en Cuenca,
el Seminario Conciliar (particular); en Loja, el Seminario (particular) y el «Bernardo
Valdivieso» (fiscal); en Machala, el «Nueve de Octubre» (fiscal); en Ambato, el
«Bolívar» (fiscal); en Guayaquil, el «Vicente Rocafuerte» (fiscal); y, en Potoviejo, el
«Olmedo» (fiscal).
En cuanto a la primaria, Carchi contaba con 62 escuelas y un alumnado de 13469
alumnos; Pichincha, con 154 escuelas y un alumnado de 36655; León, con 83 escuelas y
9853 niños; Tungurahua, con 79 escuelas y 23390 educandos; Chimborazo, con 123
escuelas y un total de 16250 alumnos; Bolívar, con 51 escuelas y 8390 niños; Cañar, con
30 escuelas y 15142 alumnos; Azuay, con 177 escuelas y un total de 25181 niños; Loja,
con 250 escuelas y un alumnado de 22776; El Oro, con 65 escuelas y 4466 niños; Guayas,
con 20 escuelas y 22253 alumnos; Los Ríos, con 26 escuelas y 3756 niños; Manabí, con
122 escuelas y 16454 alumnos; Esmeraldas, con 44 escuelas con un total de 2844
educandos; en el Oriente había 14 escuelas y una en el Archipiélago de Colón.
En 1910 había transcurrido tres lustros de la implantación del liberalismo en el país.
El poder ejecutivo había tenido al frente, alternativamente, a los generales Eloy Alfaro y
Leónidas Plaza. Pasada la primera etapa de violencia, había sucedido un período de
organización del país conforme a un criterio liberal, que trascendió principalmente al
ramo de educación pública. Desde luego la idea de que la educación del pueblo era un
deber del Estado la había formulado Rocafuerte. García Moreno la puso en práctica con
una orientación de sentido católico, como convenía a un pueblo de formación tradicional.
El liberalismo transformó el espíritu de la educación oficial, imponiéndola con un sentido
laico. La Iglesia, a través de sus institutos docentes, asumió la labor heroica de mantener
escuelas y colegios, que comenzaron a llamarse particulares, o sea al margen del erario
público. De hecho los católicos se vieron obligados a contribuir a la vez para la educación
oficial y laica y para la educación de sus hijos en institutos particulares.
Fuera de esta marginación fiscal, la educación católica se vio afectada también por
la ley de cultos, formulada en el Congreso de 1904 y sancionada por el General Leónidas
Plaza. Se proclamó la libertad de cultos, se prohibió la inmigración de Comunidades
Religiosas y se limitó a los ecuatorianos de nacimiento el derecho de ser superiores en las
congregaciones religiosas. Además se prohibió el cobro de diezmos y se estableció el
control administrativo sobre los bienes eclesiásticos.
El Congreso de 1908, bajo el Gobierno del General Alfaro, expidió la «Ley de
Beneficencia», por la que se declaraba del Estado todos los bienes raíces de las
Comunidades Religiosas, dedicándolos a la beneficencia pública. Las Juntas de
Beneficencia no tenían más obligación que suministrar la congrua sustentación a los
religiosos que entonces eran profesos. Es fácil colegir las consecuencias que de esta
situación hubieran de redundar a la educación católica de la niñez ecuatoriana.
Sin cambiar el espíritu de la educación oficial, pero reconociendo la realidad de la
educación particular, se consignó en el Modus Vivendi firmado el 26 de julio de 1937
entre el Gobierno del Ecuador y la Santa Sede, el artículo 2.º que dice textualmente: «El
Gobierno del Ecuador garantiza en la República la libertad de enseñanza. La Iglesia
Católica tiene, pues, el derecho de fundar planteles de enseñanza, proveyéndolos de
personal suficientemente idóneo y de mantener los existentes. En consecuencia, el
Gobierno se obliga a respetar el carácter propio de los institutos; y, por su parte, la Iglesia
se obliga a que ellos se sujeten a las Leyes, reglamentos y programas de estudios oficiales,
sin perjuicio del derecho de la iglesia para dar, además, a dichos planteles carácter de
orientación católica. Los estudios en los Seminarios y Escolásticos de religiosos
dependerán de los respectivos Ordinarios y Superiores».
Después de cuarenta años de Gobierno liberal se había ya impuesto el laicismo en la
educación. El Modus Vivendi consiguió a lo más que el Gobierno del Ecuador garantizase
la libertad de enseñanza y reconociese el derecho de la Iglesia Católica a fundar planteles
propios, pero obligándola a sujetarse a las leyes, reglamentos y programas de estudios
oficiales.
Es preciso, sin embargo, reconocer que la educación pública había entrado en los
cauces de la técnica, sin dejar de inspirarse en el espíritu del laicismo. En esta, obra de
orientación definitiva intervinieron con eficacia los ministros Luis Napoleón Dillon y
Manuel María Sánchez.
El ministro Dillon, en su informe de 1913, afirmó su propósito de
procurar «educación para todo y para todos», como medio de regeneración personal y
colectiva. Por decreto de 3 de octubre de 1912 se estableció la Procuraduría con los
fondos necesarios para adquirir muebles, útiles y textos escolares, con el fin de
distribuirlos en las escuelas. De hecho comenzaron a llegar de los Estados Unidos bancas
unipersonales graduables, que ofrecían comodidad a los alumnos.
Por Decreto de enero de 1913 se reorganizó la oficina de Estadística destinada a
formar el censo escolar en la República, el escalafón del personal docente, el registro de
propiedad escolar y el control de enseres, que demandaba la técnica administrativa de esta
función pública.
El 28 de abril de 1913 decretó el Ministerio la creación de un Museo Pedagógico,
que fuese a la vez la muestra objetiva del progreso en la enseñanza y un medio de
ilustración para los maestros. El 8 de abril de 1913 reorganizó la escuela «Rita
Lecumberry» de Guayaquil convirtiéndola en escuela normal elemental, con un plan de
estudios adecuado, anexándole una escuela fiscal para la práctica de la enseñanza.
Con el fin de proporcionar a la mujer las posibilidades de una carrera que le redimiese
la economía de la vida, creó un Instituto de Señoritas con un curso para oficinistas, con
el estudio del castellano, redacción oficial y comercial, contabilidad, taquigrafía,
mecanografía, francés e inglés.
Dependiente del Museo Pedagógico, estableció una Biblioteca especializada, con
una sección circulante en beneficio de los maestros rurales que residían fuera de Quito y
otra sección didáctica compuesta de obras de consulta y una compilación de textos
escolares adoptados en los países más cultos de América y Europa.
Mediante repetidas circulares promovió la organización de sociedades pedagógicas,
destinadas a estudiar y discutir los problemas comunes al Magisterio.
Después de García Moreno fue el ministro Dillon quien mejor comprendió la
necesidad de contratar técnicos europeos para inyectar nueva vida en la educación
ecuatoriana, esta vez con elemento alemán de preferencia. En 1913 manifestó que había
conseguido en Berlín un grupo de siete profesores normalistas para los dos Institutos de
la capital; dos especialistas en París, uno de Viticultura y otro de Horticultura para la
Quinta Agronómica de Ambato; y para la escuela de Bellas Artes, uno en París como
profesor de Arquitectura, dos en Roma, una para pintura y otro para escultura y uno en
Hamburgo para enseñar litografía.
Se hallaban ya prestando sus servicios en la Escuela de Bellas Artes los señores Raúl
María Pereira, profesor de pintura; León Camarero, profesor de composición y colorido;
Alfredo Bar, profesor de dibujo y francés; y A. Dobe y Juan Castells, profesores de
litografía: en el Instituto Normal Juan Montalvo, Fernando Pons, Francisco San Cristóbal
y Francisco Estrada, como profesores, respectivamente, de pedagogía y matemáticas; en
el Conservatorio de Música, José María Trueba, como profesor de canto y Enrique
Fosfero, profesor de instrumentos de metal. Enrique Williams y Eduardo Adams
enseñaban inglés en la Escuela Nocturna de Obreros y en el Instituto Normal «Manuela
Cañizares» y en ambos Institutos era profesor de gimnasia el señor Flores Sanhuesa.
Durante el Ministerio del señor Dillon se creó la Dirección General de Bellas Artes,
anexa al Ministerio de Instrucción Pública. El señor Pedro Pablo Traverssari, encargado
de la dirección, llevó a cabo la reconstrucción del teatro Sucre e inauguró la Galería
Nacional de Arte, destinada a exposiciones y concursos anuales de los artistas del país y
extranjeros, y comenzó a coleccionar las obras notables de los grandes artistas nacionales,
como Miguel de Santiago, Goríbar, Legarda, Caspicara, Salas, Vélez, Salguero y Pinto.
Bajo los auspicios de la Sociedad Geográfica de Lima, el ministro Dillon creó la
Sociedad Geográfica del Ecuador, compuesta de un núcleo de jóvenes entusiastas y
preparados, que organizaron un plan de trabajo que comprendía estudios geográficos,
hidrográficos y cartográficos. Se inauguró, por fin, el monumento en la Alameda, que
recordaba a los Geodésicos franceses que vinieron en dos ocasiones el Ecuador para medir
un arco de meridiano; y se comenzó a reconstruir las señales geodésicas que esos sabios
habían dejado en el territorio de sus operaciones. Con el propósito de obligar al pueblo a
educar a sus hijos, prohibió el ejercicio de cualquier arte u oficio a quien no supiera leer
y escribir correctamente; prohibió asimismo aceptar, bajo penas severas, en talleres,
fábricas y casas particulares a niños analfabetos que se hallasen en edad escolar;
compulsó, con amenaza de multas, a padres y patronos al cumplimiento de la Ley Escolar
a los hijos y sirvientes y estableció el Registro, la Libreta y la Policía escolar.
En cuanto a la enseñanza secundaria observó, que, por falta de un programa cíclico
concéntrico que eslabonara lógicamente la escuela con el colegio, hacía que los primeros
años de colegio significara una repetición de materias, con la consiguiente pérdida de
tiempo de los alumnos. Con vista a esta realidad insinuó la conveniencia de traspasar los
cursos de Filosofía a la Facultad Universitaria de Filosofía y Letras y reorganizar los
Colegios de Secundaria convirtiéndoles en Escuelas Superiores en que se refundieran los
cursos de Humanidades. Opinaba el ministro Dillon que el medio mejor para promover
la educación en el país sería centralizar el ramo de educación en el Poder Ejecutivo y
dictar una buena ley de enseñanza común, basada en la experiencia de los pueblos más
adelantados en la aplicación de los principios de la pedagogía moderna
Al señor Dillon sucedió en el Ministerio de Instrucción Pública el doctor Manuel
María Sánchez, que tenía en su haber la experiencia pedagógica y literaria de su padre,
señor Quintiliano Sánchez. El nuevo Ministro continuó y perfeccionó la obra orientadora
de su predecesor en el cargo. Mediante circulares trató de elevar la moralidad profesional
del elemento docente. Ante todo se interesó en la seriedad, con que debían actuar los
tribunales examinadores para la concesión de títulos de maestros. Prohibió a los
visitadores escolares alojarse en las casas de habitación de las maestras para evitar
suspicacias. Reclamó honradez en la concesión de certificados a los maestros con el fin
de prevenir conflictos entre las autoridades del ramo. Insistió en la importancia de la
práctica de la gimnasia y recomendó la creación de Boy Scouts, para cuyo establecimiento
envió a los maestros el reglamento de esta institución. Insinuó la conveniencia de
introducir en las escuelas femeninas de las provincias los cursos de costura, lavado,
aplanchado y cocina, conforme el plan que adoptaron los Consejos Escolares.
Por primera vez aclimató en el ambiente la idea del indujo que ejerce sobre el
educando la aula escolar espaciosa, saturada de aire y luz, que consulta la higiene y la
alegría infantil. Con este criterio comenzó la serie de construcciones cómodas y provistas
de los elementos necesarios. «Educar es hacer el porvenir», fue el pensamiento que dirigió
las actividades del ministro doctor Sánchez. Para tecnificar el magisterio y la docencia
hizo venir de Alemania un grupo selecto de profesores, entre los que constaban el
doctor Augusto Rubbel, Walther Hinmelmann, Otto Scharnow, Franz Warzawa, Elena
Sohler y Eleonora Nauman. Con este personal comenzó una nueva etapa del Normal Juan
Montalvo, instalado en la histórica Quinta de «El Placer», dotándole de un gabinete de
Física y un laboratorio de Química y de pupitres modernos unipersonales. Convencido de
que el aporte extranjero debía completarse con elemento nacional, aprovechó de la oferta
generosa del Gobierno de Chile y envió becarios al Normal «Abelardo Núñez», a los
jóvenes ecuatorianos Rafael Coronel y Segundo Moscoso, del Instituto Mejía, Emilio
Uzcátegui y Reinaldo Murgueytio, alumnos distinguidos del Instituto Juan Montalvo.
Dio a conocer los resultados de la oficina de Fomento, establecida por el señor
Dillon. Desde entonces se había desterrado de las escuelas fiscales los libros de lectura
basados en el método llamado del silabeo y sustituido por otros, dispuestos según los
métodos fonéticos, de palabras normales y combinado con la escritura. Se habían también
reemplazado los textos de gramática escritos en forma catequística, por aquellos que
tendían a enseñar más el lenguaje mismo que las reglas. Para la enseñanza de la
Geometría se habían introducido textos del método intuitivo. Se repartieron en las
diversas escuelas del país 2300 pupitres americanos unipersonales y 100 pizarrones de
factura alemana a planteles de instrucción primaria del Pichincha; 10 para Chimborazo;
100 para Bolívar y 80 para el Guayas.
Por cuenta del Ministerio, se comenzó a publicar una serie de obras que debían
constituir la Biblioteca del Maestro Ecuatoriano. Además se inició la publicación de
la Revista de Educación como órgano del Ministerio del Ramo.
Ha recibido, asimismo, notable incremento el Museo Pedagógico, que contaba ya
con aparatos para las escuelas y material didáctico para enseñanza en los Kindergarten,
según el sistema de Froaebel; utensilios, mapas murales, cuadros, carteles, aparatos
mecánicos, colecciones varias para la enseñanza de todas las materias.
Iniciativa trascendental del doctor Sánchez fue establecer en la capital, adscritos a
los Normales, cursos rápidos de profesores de uno y otro sexo. A ellos debían asistir dos
maestros y maestras, menores de treinta años, seleccionados entre quienes se hubieran
distinguido por su comportamiento y eficiencia. Ganarían el sueldo como si estuvieran en
función de servicio. Concluidos los cursos obtendrían el título correspondiente.
El 8 de noviembre de 1913 se creó, en el Colegio «Benigno Malo» de Cuenca, una
sección especial de Agrimensura, Topografía y Nivelación. Igual adelanto se procuró para
el Colegio «Bolívar» de Ambato, mediante acuerdo del 17 de diciembre del mismo año.
El 28 de marzo de 1914 se creó también la sección especial de Comercio en el Colegio
«Vicente Rocafuerte» de Guayaquil. En octubre de 1913 se restableció el Colegio «9 de
Octubre» de Machala y en mayo de 1914 se creó en Babahoyo el Colegio «Francisco
Santa Cruz y Espejo».
También las Universidades del País merecieron las atenciones del comprensivo
Ministro. En la de Guayaquil se estableció el estudio de Farmacia. En la Central de Quito
se incrementaron los Gabinetes de Física, Química y Bacteriología, y se creó el de
Electroterapia con aparatos pedidos al exterior; asimismo se dieron providencias para
adquirir útiles a la enseñanza de clínica y prácticas de anfiteatro: para estas materias se
contrataron profesores extranjeros. En la Universidad del Azuay se formaron los
Gabinetes de electricidad médica y Bacteoreología y un laboratorio de Química. En la del
Guayas se incrementaron también los laboratorios existentes. En todas las Universidades
se hacían edificaciones. Para entonces habían aumentado en el país los centros de
educación. A las escuelas concurrían 86981 alumnos: a los 18 colegios existentes asistían
1840 estudiantes y a las Universidades de Quito, Cuenca y Guayaquil y Junta
Universitaria de Loja concurrían 474 alumnos.
El señor Ministro Sánchez permaneció en el Ministerio el tiempo suficiente para ver
el fruto de sus iniciativas reformadoras de la educación ecuatoriana. En su informe de
junio de 1915 anotaba varios hechos demostrativos de su espíritu organizador. Bajo la
dirección técnica de la misión alemana, se habían elaborado y puesto en vigencia los
Reglamentos para los Institutos Normales, para los exámenes de los mismos
establecimientos y para la obtención de títulos. Se había llevado a cabo el curso intensivo
de profesores, iniciando en octubre de 1914. Vale la pena consignar los nombres de los
primeros graduados, que habían de sobresalir más tarde en puesto de figuración docente.
De la Provincia de Imbabura: Manuel de Jesús Burgos, Amador Sandoval, José A.
Villamar y Rafael A. Varela; de la Provincia de Pichincha: José Vinueza, Leopoldo
Chávez, Ricardo Murgeytio y Eloy Bracero; de la Provincia, de León: Agustín Albán,
Pastor Mata, Juan Navas y Carlos Suárez; de la Provincia de Tungurahua: César Silva,
Luis Darquea y Óscar Efrén Reyes; de la Provincia de Chimborazo: Tomás y Neptalí
Oleas, y de la Provincia del Azuay, José Nivelo.
El 10 de agosto de 1914 se inauguró la II Exposición Anual de Bellas Artes y
obtuvieron premios: en la sección de paisajes, Antonio Salguero, Eugenia Mera de
Navarro, Pablo Bar y Juan León Mera; y en la pintura de figura humana, Víctor Mideros,
José Yépez y Enrique Gómez Jurado; en la sección de pinturas de género, Luis Salguero;
en la de Dibujos, Roura Oxandaberro y en la de Arte Retrospectivo, Jesús Vaquero
Dávila. A la galería de Arte habían enviado trabajos los ecuatorianos becados en el
exterior, señores Manuel Rueda, Antonio Salgado, José Salas Salguero, José Moscoso,
Luis Aulestia, Luis Veloz y Nicolás Delgado. A la Escuela de Bellas Artes se adjudicó el
kiosco de la Alameda, para los cursos superiores de escultura y pintura decorativa, para
salón de exposiciones, anuales y galería permanente de obras de arte.
El Ministro hizo venir a Quito, en mayo de 1915, un regulador eléctrico para anunciar
la hora meridiana por medio de un cañonazo y un péndulo normal de la casa Favarger
para hacer funcionar eléctricamente más de ochenta relojes, distribuidos en zonas de
cuatro grupos. En el Normal «Manuela Cañizares» se creó una cantina escolar, destinada
a niñas pobres, se organizaron dos centros o clubs para estimular la sociabilidad entre las
alumnas y se enrumbó la enseñanza según planes de estudios y métodos nuevos,
trabajados por la misión alemana.
Fue, además, el doctor Sánchez el primero en insinuar la idea de dar autonomía a las
Universidades, a fin de que se hallasen a cubierto de influencias extrañas.
Estimulados por el Ministro trabajaron de consumo el Consultor técnico del
Ministerio y el Consejo Superior de Educación y como resultado se expidieron, además
del Reglamento para los exámenes del preceptorado, el Reglamento de Régimen escolar,
el Acuerdo sobre clasificación de escuelas, el Plan de estudios para las escuelas medias y
elementales y el Plan de estudios para escuelas superiores.
A fin de poner en práctica estas reformas esenciales, el Ministerio organizó una
Conferencia Escolar en la ciudad de Quito, en la que intervinieron los visitadores
escolares y un representante de cada sección cantonal, con el objeto de solucionar las
dificultades que pudieran presentarse en la aplicación de los nuevos planes de enseñanza.
El afán reformador del ministro doctor Sánchez se extendió también a la enseñanza
superior. Bajo su influjo, el Consejo Superior organizó una Comisión formada por los
delegados de las Universidades de la República y encargada de formular un plan, que
consultara la unificación de la enseñanza en esos centros de cultura, y los progresos de la
ciencia.
El Ministro propició también la reunión del primer Congreso Médico Ecuatoriano
que se inauguró el 9 de octubre de 1915, en la ciudad de Guayaquil, con asistencia de las
autoridades locales y representantes de las Facultades de Medicina de las Universidades
del país. Se presentaron como cien trabajos y se aprobaron cincuenta y cinco
conclusiones, que contribuyeron al adelanto de la ciencia médica en el Ecuador y a la
vinculación solidaria entre los profesionales.
También se organizó, por primera vez, bajo la dirección del profesor Franz Warzawa,
de la misión alemana, un curso rápido de gimnasia, para todos los preceptores que
quisiesen obtener título de especializados en educación física.
En el informe de 1916 el ministro Sánchez daba el siguiente cuadro estadístico:
Escuelas fiscales de niños 496de niñas 481
Escuelas municipales de niños 67de niñas 53
Escuelas particulares de niños 66de niñas 56
Colegios nacionales de niños 13particulares 5

Universidades 4

Ojeada general de la Instrucción Pública después de 1916

En el segundo período de gobierno del General Plaza se definió ya la orientación


francamente laica de la instrucción pública en el Ecuador. Tanto el general Alfaro como
el general Plaza tuvieron acierto en escoger hombres capacitados para implantar las ideas
nuevas de la revolución liberal. Hay que reconocer al doctor José Peralta como al doctor
Manuel María Sánchez cual los padres del laicismo en la educación ecuatoriana.
La idea de que la instrucción pública era función obligatoria del Gobierno se
interpretó en la práctica, como el Monopolio del Estado en asuntos de educación. Al
mismo tiempo se estableció la libertad de enseñanza, dentro de los cauces impuestos por
el Estado, como también la enseñanza gratuita y obligatoria, que presuponía en el Estado
el número suficiente de maestros capacitados y el presupuesto necesario para la
construcción de aulas adecuadas.
Consecuencia lógica de este nuevo orden de ideas fue la creación en 1901 de los
Normales «Juan Montalvo» y «Manuela Cañizares». Desde la venida de la primera
misión alemana en 1913 y de la segunda, traída por el Ministro doctor Pablo A. Vázcones,
durante el Gobierno del doctor José Luis Tamayo, la educación ecuatoriana se orientó por
los principios de la técnica pedagógica alemana. Fuera de este aporte, el Ministerio del
Ramo no ha cesado de enviar becarios ecuatorianos a diversos centros europeos y
americanos, con el fin de aprovechar de las experiencias nuevas en el campo de la
pedagogía. Durante el Gobierno del doctor Isidoro Ayora se hizo una revisión del sistema
educativo, que fue una toma de conciencia de la educación ecuatoriana. Para la Reforma
de la ley de Instrucción Pública intervinieron ya elementos experimentados del
profesorado nacional, como los doctores Emilio Uzcátegui, Leónidas García, Alfonso
Cordero Palacios y los señores Leopoldo Chávez, Abelardo Flores e Isaac Barrera y el
técnico extranjero señor Otto Sharnow.
En el acápite de la Educación Común, se hacía la declaración de principios que
regían la enseñanza en el país. «La Instrucción y Educación comunes son funciones
privativas del Estado. Sin embargo, toda persona en el pleno ejercicio de sus derechos
cívicos, puede fundar establecimientos docentes y enseñar cualquier ramo de los
conocimientos, sujetándose en todo a los principios fundamentales de la Instrucción
Pública y a las condiciones prescritas en la presente Ley» (Artículo 1).

La Instrucción primaria es pública o particular: es pública


la que se da en los establecimientos nacionales por el Estado:
es particular la que se da en los establecimientos que no son
fundados ni sostenidos por el Estado, sino por corporaciones o
por particulares.

(Artículo 2)

La enseñanza primaria es gratuita y además, obligatoria.

(Artículo 39)

El Ministro de Educación Pública es la autoridad superior


administrativa de todos los servicios y organismos escolares.

(Artículo 44)
El Ministro debía ejercer sus funciones mediante el Director General de Educación
Común, los Inspectores Provinciales y los Visitadores Escolares.
En el Capítulo de la Enseñanza Secundaria, después de señalar el ciclo de cursos para
obtener el Bachillerato en los Colegios Oficiales, se consignaba lo siguiente: «Todos los
Planteles de Enseñanza Secundaria de fundación particular estarán, en consecuencia
sujetos de modo expreso a la vigilancia suprema del Ministerio de Educación».
Se creó en esta nueva Ley el Consejo Técnico de Educación Secundaria, adscrito
al Ministerio de Educación Pública, compuesto por el Ministro del Ramo, el Director de
un Colegio o Profesores de enseñanza secundaria y de un ciudadano especializado en el
ramo de Segunda Enseñanza. Correspondía al Consejo Técnico dictar el Reglamento
General, los planes de Estudio y los respectivos Programas.
La mencionada Ley señalaba finalmente los sueldos del preceptorado y el escalafón
del Magisterio. Durante los años 1930 y 1931 estuvo nuevamente a la cabeza del
Ministerio de Educación el doctor Manuel María Sánchez. Volvía a ese cargo después de
quince años. Su afán fue ahora aumentar el número de preceptores. Con este fin consiguió
establecer cursos de aspirantes en el Magisterio en las ciudades de Ibarra, Quito,
Riobamba, Cuenca, Guayaquil y Portoviejo. Al mismo tiempo se crearon secciones de
pedagogía en los Colegios «Vicente Rocafuerte» de Guayaquil y «Nueve de Octubre» de
Machala. Por decreto del 28 de octubre de 1929 se facultó a los Bachilleres el ingreso
directo al sexto curso de los Institutos Normales. Y el 19 de diciembre de 1929 se dictó
el Plan de Estudios para la sección Pedagógica de la Facultad de Filosofía y Letras, con
un horario que facilitase al profesorado la asistencia al curso. En ese mismo año se creó
también el Servicio Médico Escolar.
En 1930 se reunió el Primer Congreso Nacional de Educación Primaria bajo la
Presidencia del doctor Leónidas García e intervención del doctor Emilio Uscátegui, como
Director General de Educación. Se analizó en él el funcionamiento actual de la educación
primaria y la preparación del personal docente de acuerdo con las condiciones del
alumnado. Se estudió, asimismo, la orientación que debía darse a la Escuela ecuatoriana,
para poner en práctica los principios de la «Escuela Activa». Como consecuencia, se creó,
por decreto, del 30 de setiembre de 1930, un tipo especial de escuela rural, con un plan
de estudios que tendía a despertar y arraigar en el campesino el amor por la tierra y elevar
su nivel económico y social, capacitándolo para el aprovechamiento racional de los
recursos naturales y enseñarles haciendo prácticamente las cosas.
Por decreto de 25 de octubre de 1929 se estableció y reglamentó el Escalafón del
Magisterio Primario. Al doctor Sánchez se debió también la creación de la Escuela de
Pintura en la Universidad de Cuenca, las de Arquitectura y Enfermería en la de Guayaquil
y la Facultad de Filosofía y Letras con el de Pedagogía en la Universidad Central. Por
primera vez también se nombraron Senadores Funcionales por la Educación Pública.
En el informe presentado por el doctor Catón Cárdenas en 1933 se anotaba la
adquisición, para el Ministerio de Educación, de la casa que fue de García Moreno y que
por concepto de impuestos a la herencia vino a parar en poder del Gobierno. Además se
puso en vigencia un nuevo plan de estudios para la enseñanza secundaria, en que se hacían
constar las materias asignadas a cada uno de los seis cursos normales del Bachillerato.
En 1934 ascendió al Gobierno el doctor José María Velasco Ibarra, quien preocupado
por la formación integral de la mujer, estableció el Colegio «24 de Mayo», en el local en
que venía funcionando la escuela y jardín de Infantes del mismo nombre. Además en
febrero de 1935 creó la Escuela Politécnica y mediante decreto de abril del mismo año,
organizó la Misión Pedagógica, compuesta por un ingeniero, un agrónomo, un médico,
un visitador del Ministerio de Educación.
En 1936 estuvo a la cabeza del Ministerio el doctor Carlos Zambrano, quien informó
que se habían fijado las dependencias que funcionaban en el Ministerio, con el objeto de
dar eficiencia, seriedad y continuidad a la labor educacional. Dos eran las dependencias
caracterizadas con una función específica: una de carácter administrativo, que
comprendía las secciones Jurídica y de personal, de correspondencia y archivo, de
contabilidad y pagaduría, de almacén escolar y de estadística; y otra de carácter técnico
que abarcaba las Direcciones General de Educación, de Higiene Escolar, de Educación
Física y Deportes y las secciones de Educación Rural, Educación primaria y Normal,
Educación Primaria y Superior, Educación profesional y Especial, de Publicaciones y
Extensión Educativa, de Construcciones Escolares y de Bellas Artes.
Por lo visto, a partir de 1936, se sistematizó el control del Estado sobre la enseñanza
Secundaria, mediante inspectores y la organización y reglamentación precisa para los
Colegios particulares. Además la Educación Secundaria se especializó en tres
direcciones, a saber: Ciencias Físico-Matemáticas, Ciencias Biológicas y Ciencias
Sociales. En 1937 se llevó a cabo también la primera Conferencia Nacional de Rectores
de Colegios y Directores de Educación. La Estadística de educación en el país ofrecía ya
las características de un control técnico. De los cinco mil cuarenta y tres maestros que
prestaban sus servicios, el 1,6 % tenían títulos de primera clase, el 1,77 % de segunda, el
20,55 % de tercera, el 7,97 % solamente certificado de aptitud y el 43,75 % no tenían
título.
El 23 de julio de 1937, bajo el Gobierno del señor ingeniero Federico Páez, se firmó
el Modus Vivendi, en que el Gobierno del Ecuador garantizaba la libertad de enseñanza,
reconociendo a la Iglesia el derecho de fundar planteles propios y a su vez la iglesia se
comprometía a sujetarse a las leyes, reglamentos y programas oficiales de la educación
en el país.
A partir de 1937 se puso de manifiesto la situación a que había llegado en el Ecuador
el aspecto educacional. El Estado ejerce el control de la educación total del país y costea
la instrucción impartida en los planteles oficiales, cuya orientación es definidamente
laica. La educación particular, en sus niveles de primaria y secundaria, sólo tiene derecho
a subsistir, sometida a la supervigilancia del Estado, mediante las secciones técnicas del
Ministerio de Educación. En cuanto a la Educación Particular Universitaria, ella goza de
autonomía, en virtud del artículo 172 de la Constitución de 1946. La autonomía se
interpretó como una forma de Gobierno propio en el cual participan profesores y alumnos.
También en la educación Universitaria, las Particulares se encuentran al margen del erario
nacional.
En el proceso educativo del país, cabe anotar su progreso constante, tanto en el
aspecto técnico como en la extensión de la cultura. No cabe tampoco desconocer que en
estos últimos años, gracias a los estímulos creados por el Proyecto Principal n.º 1 de la
Unesco, para América Latina, la educación ecuatoriana ha tomado notable incremento.
Es posible que la idea de fomentar hábitos de convivencia y cooperación parar alcanzar
la seguridad y libertad, obligue a una revisión del sistema educativo, en forma que la
educación sirva a los fines de mejoramiento individual y social.
Capítulo XVI

Las Bellas Artes durante el siglo XVIII

I.- Arquitectura

No es posible prescindir en la historia ecuatoriana de un factor negativo de


consecuencias positivas. La situación del país a norte y sur de la línea ecuatorial y en las
vertientes de las cordilleras andinas ha determinado la sucesión periódica de erupciones
volcánicas y de terremotos de carácter plutónico, que han reducido a escombros algunas
ciudades y afectado en otras la integridad de sus construcciones. Quito ha sido también
víctima de estos fenómenos cósmicos, pero no hasta el estado de desaparecer como las
antiguas Ibarra y Riobamba, o de tener que reconstruir como Ambato y Latacunga. La
sociedad quiteña presenció la erupción del Pichincha el 8 de setiembre de 1575 y
reaccionó eligiendo a Nuestra Señora de la Merced como patrona contra los terremotos.
El del 20 de junio de 1698, que azotó Riobamba y Ambato, dejó sentir sus efectos
también en Quito y el edificio más afectado fue el templo de la Merced. El pueblo de
Quito en esta ocasión, como en otras similares, sacó en procesión la imagen de Nuestra
Señora de las Mercedes. Los padres Mercedarios, a su vez, se vieron en el caso de
construir un nuevo templo, que iba a ser el tercero y definitivo. Los dos anteriores habían
durado cada uno un siglo y experimentado los efectos de su emplazamiento junto a la
quebrada que descendía por entre Toctiucu y el Tejar.
Fue el provincial fray Francisco de la Carrera quien tomó, por cuenta de la Provincia,
la nueva construcción. Para allegar los fondos necesarios, echó mano de un doble arbitrio.
Fue el primero firmar un compromiso entre la Comunidad y un devoto de Nuestra Señora,
que establecía la participación de las gracias espirituales y el servicio funerario, a cambio
de la limosna de doscientos pesos para la fábrica del templo. El segundo fue enviar
religiosos a recoger limosnas por los pueblos con la imagen llamada la Peregrina de
Quito. Uno y otro medio tuvieron un éxito favorable. El padre Joel Monroy, en la Historia
del Santuario, ha consignado los nombres de los confraternos que desde 1700 a 1736
suscribieron el contrato y que alcanzan al número de 96, fuera de quienes hicieron
donativos voluntarios para la construcción del templo de Nuestra Señora. Fuera de los
religiosos limosneros, contribuyeron asimismo con dinero los padres que servían en las
Doctrinas y se aplicaron a la fábrica los espolios de los religiosos que morían.
Con estos ingresos se comenzó en 1700 el trabajo y se prosiguió hasta llevarlo a
cabo. El 15 de enero de 1701 los padres Mercedarios comprometieron al arquitecto José
Jaime Ortiz para la dirección técnica de la obra constructiva. El registro del archivo ha
consignado los nombres de José Landa y Pascual Chalco, albañiles que realizaban el
trabajo, bajo la vigilancia del padre Felipe Calderón, designado por el Padre Provincial
como maestro mayor de la obra. Las piedras provenían de la cantera del Pichincha y los
ladrillos se hornaban en el Tejar, con combustible obtenido de una hacienda que para el
objeto habían arrendado a los Dominicos.

La estructura del plano trazó el arquitecto sobre el modelo del templo de la


Compañía, cubierta de bóveda y cúpula en el crucero. Al principio se estipuló la paga de
doscientos pesos al arquitecto Ortiz por su trabajo, que después subió a la cantidad de
doscientos cincuenta pesos anuales. Fuera de esta labor de carácter técnico, Ortiz se
comprometió, por ocho mil pesos, a realizar la construcción de las cuatro pilastras de
piedra sobre que descansa la media naranja de la cúpula y las dos del presbiterio.
El emplazamiento del templo como parte integrante del cuadro de claustros obligó a
construírselo de oriente a poniente y abrir la puerta principal de ingreso en la mitad del
muro que daba a la plaza con dirección al sur. Esta misma ubicación exigió salvar el
desnivel, con la construcción del atrio que se alza a partir de la calle y da acceso al templo
con una gradería abanicada. El frontispicio con su enorme torre ha sacrificado su
visibilidad por la estrechez de la vía que pasa por su delantera.
Por las datas del archivo mercedario es posible consignar algunos nombres de artistas
quiteños, que intervinieron en la hechura de las diversas obras de arte que enriquecen el
templo de Nuestra Señora de las Mercedes. Al escultor Uríaco se debe el tallado de los
cuatro Doctores que figuran en las pechinas del crucero y del grupo de la Trinidad que se
destaca sobre el nicho central del retablo mayor.- Entre 1748 y 1751 se llevó a cabo la
construcción del retablo central. Una partida, que corresponde a 1754 dice
textualmente: «Diéronse a don Bernardo Legarda un mil novecientos ochenta pesos, más
doscientos tablones de a peso, para los forros del altar mayor; ambas partidas hacen dos
mil cuatrocientos ochenta pesos. Este gasto es hecho siendo Provincial el padre maestro
Tomás Baquero, quien desempeñó este cargo de 1748 a 1751». A partir de 1709, el platero
Javier de Albuja hizo el trono de plata para una custodia nueva, lo mismo que la
renovación del frontal de Nuestra Señora. Para estas obras los padres proporcionaron el
material necesario. En 1780 el padre José Yépez y Paredes comprometió al maestro
Gregorio, escultor, para que dirigiese la refacción del nicho de Nuestra Señora, lo mismo
que al platero Vicente Solís para el trabajo de la peana de plata del trono del Santísimo

Fachada de la Compañía
Durante todo el siglo XVII se llevó a cabo la construcción del templo de la Compañía «en
su obra material», que comprendía el artesanado de la bóveda central con la decoración
de los arcos y pilastras, que tan gratamente impresionaron por la unidad y armonía del
conjunto. En 1722 el padre Leonardo Deubler comenzó la construcción de la fachada, que
interrumpida en 1725, la reanudó el hermano Venancio Gandolfi y la prosiguió hasta
concluirla el 24 de julio de 1765. El simple cotejo de fechas explica la diferencia de estilos
entre el cuerpo de la iglesia y la fachada. Mientras la estructura del templo delata el influjo
renacentista, que de Italia trajo a Quito el hermano Marcos Guerra; en la disposición del
frontispicio alienta el dinamismo barroco del siglo XVIII, que inició Bernini con las
columnas salomónicas del baldaquino de la Basílica de San Pedro de Roma. El padre
Deubler diseñó el imafronte con una estructura de líneas arquitectónicas sencillas, que
contrastan con el primor decorativo puesto de relieve en la dura piedra. Sobre el zócalo
de línea horizontal, interrumpida por el claro de las puertas, se levanta un cuerpo que
abarca en su anchura y delata la composición de las naves interiores. Frente a la central
se ha sobrepuesto un segundo cuerpo sobre un entablamento que se extiende
horizontalmente en paralelismo con el zócalo. Al centro asciende un callejón vertical que
rompe las líneas del zócalo y el entablamento para enmarcar, abajo, a la puerta principal
del templo y, arriba el gran ventanal del coro, que se corona con un tímpano semicircular
sobre el que culmina una cruz de bronce con el anagrama de la Compañía. El frontispicio
sugiere la idea de un retablo lapídeo, pilastras y columnas se ordenan para enmarcar los
nichos en que se exhiben de cuerpo entero las estatuas de San Ignacio, San Francisco
Javier, San Estanislao de Kostka y San Luis de Gonzaga. Pero ahí adquieren personalidad
de protagonistas el juego de columnas salomónicas, cuyas espiras dialogan, como una
oración encarnada en piedra. El espectador queda como deslumbrado por el esfuerzo que
implica el primor del decorado, relieve de encaje obtenido sobre la dura consistencia del
material.
Para conseguir este efecto los Jesuitas acudieron a la cantera de su hacienda Yúrac, en
Pintac, donde extrajeron una piedra dura y consistente, que permitió al artista labrar los
detalles resistentes a la acción del tiempo. Fuera de la habilidad de sus manos de artista,
el padre Deubler demostró sus conocimientos teológicos en el simbolismo desarrollado
en los bustos de los apóstoles Pedro y Pablo con sus jeroglíficos correspondientes y en
los Corazones de Jesús y María, representados sobre el dintel de las puertas laterales, que
atestiguan la antigüedad de la fe y culto del pueblo quiteño a los Sagrados Corazones.

La Sala Capitular de San Agustín

En el tramo oriental del claustro bajo de San Agustín se halla la Sala Capitular, que
mide 22,50 metros de largo por 7 de ancho. En el libro de gastos y recibos,
correspondiente a los años de 1741 a 1761, consta la siguiente data relativa al
Provincialato del padre Juan de Luna y Villarroel: «Gastamos en el General en bóvedas,
retablos, hechuras, escañería, cáthedra, espejos, lámpara, hechura de Piscis, diademas de
plata, misal, cuatro ornamentos, atril de plata, digo en su hechura y cuatro marcos que se
añadieron, órgano con todos los dorados y pinturas, seis mil trescientos diez y seis pies».
No consta el nombre de ningún artista; pero se ha consignado el del Mecenas que
patrocinó la construcción. No hay convento ni monasterio que carezca de una sala de
capítulo. Es un departamento que integra la organización de la vida monástica. La Sala
Capitular está destinada a las reuniones oficiales de los religiosos que gobiernan la
Provincia o de los conventuales que escuchan y reciben las órdenes de su Prelado. Para
ello bastan los escaños y una tribuna. El mérito del padre Luna y Villarroel está en haber
procurado que la Sala Capitular se convirtiese en un Salón artístico, por la talla de la
tribuna coronada por una concha acústica, por el contorno de bancas sobrepuestas con los
frentes y espaldares labrados en primoroso calado, por el retablo del Calvario que cubre
todo el muro del testero y por el artesonado de entrelazados geométricos a base de círculos
y elipses y medallones con lienzos, dispuestos en dos callejones paralelos, a lo largo de
la techumbre, que remata con faldones decorados por una serie de santos y santas de la
Orden Agustiniana.
La Sala Capitular se ha convertido en monumento nacional histórico, desde el 16 de
agosto de 1809. En ese día los patriotas de Quito acordaron ratificar, en un ambiente
conventual de religiosidad y arte, el primer grito de independencia, lanzado a la faz de
América, el memorable diez de agosto. El 2 de agosto de 1810 se abrieron nuevamente
las puertas de la Sala Capitular de San Agustín, para dar cabida en su cripta a los restos
de los patriotas que sellaron con su sangre la primera acta de la libertad de
hispanoamérica.
El Carmen Moderno
El terremoto de 1698 azotó el Monasterio de Carmelitas de Latacunga, después de
treinta años de fundado por el ilustrísimo señor —421→ Alonso de la Peña y
Montenegro. Para esa fundación habían precedido todas las formalidades de ley. Los
moradores de Latacunga habían pedido, a través de la Audiencia, la licencia al Rey, para
establecer en su ciudad el Monasterio Carmelitano. La cantidad exigida para llevar a cabo
esa licencia fue de 50000 pesos. El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, encargado
de verificar la efectividad de la oferta, encontró que los vecinos de Latacunga habían
aportado la cantidad de 22750 pesos. Con el ánimo de realizar la fundación se
comprometió el Prelado a proporcionar de sus rentas la suma de los veinte y siete mil
doscientos cincuenta que faltaban, con las condiciones de que el nuevo Monasterio
llevaría el nombre de Nuestra Señora de las Angustias, que el Obispo y sus sucesores
ejercerían el patronazgo sobre el Monasterio y que la Comunidad haría celebrar
perpetuamente ciento cuarenta misas anuales por el alma del donante y de sus parientes.
Con estas formalidades se realizó la fundación el 8 de setiembre de 1669, llegando a
ser «el mayor y mejor Monasterio e Iglesia que tenía todo el Obispado».
Destruido el edificio del Monasterio, las religiosas se trasladaron a Quito y el
ilustrísimo señor Andrade y Figueroa las hospedó en el Carmen de San José. Desde el
principio se tuvo el propósito de dotar a la Comunidad de Latacunga de casa
independiente. Por lo pronto se arrendó para ellas la de don Pablo de Troya por la cantidad
de doscientos pesos anuales. Quizás a esta situación precaria se deba el hecho de que las
principales familias de Riobamba contribuyeran con sumas de dinero para obtener que
las Carmelitas de Latacunga se establecieran en esa Villa.
Las Carmelitas tuvieron de su parte a los Obispos, lo que les valió su establecimiento
definitivo en Quito, en el Monasterio que comenzó a llamarse el Carmen Moderno, en el
que fueron vistiendo el hábito las hijas de las mejores familias de Quito y Riobamba. El
5 de setiembre de 1691 hizo la renuncia de sus bienes para profesar la madre María
Magdalena Dávalos y Larráspuro. Vino a Quito con sus hermanas de hábito. Ella fue el
aliciente para la vocación de sus sobrinas Magdalena Dávalos Maldonado e Isabel
Maldonado y Palomino.
El ilustrísimo señor Andrade y Figueroa donó a las religiosas de Latacunga las casas
que había comprado en 2800 pesos, «para el hospicio o convento que se pretende fundar
en esta ciudad» de Quito. Bajo la dirección del presbítero Diego Suárez se construyó el
primer tramo de claustros, a donde se trasladaron las religiosas en 1706. Más tarde, en
1723, el ilustrísimo señor Romero compró a don Alonso Maldonado unas casas para
integrar las dependencias del Monasterio. Su sucesor el ilustrísimo señor Pérez y
Armendáriz se empeñó en llevar a cabo la construcción de la iglesia y el segundo tramo
de claustros, para el que compró el 26 de agosto de 1743 unas casas a don Pedro Enríquez.
Un dato de la crónica del Monasterio consigna escuetamente: «En el año de 1745 se
estrenó la iglesia. El 6 de junio de 1746 se estrenó el Sagrario y el púlpito del señor Obispo
don Andrés Paredes y Armendáriz, a cuyas expensas se hizo la iglesia. Murió el 23 de
julio de 1745».
La ubicación del Monasterio y su construcción sucesiva en sitios de casas
particulares influyeron, a no dudarlo, en la estructura arquitectónica. Los dos tramos de
claustros son reducidos pero de una unidad perfecta. En sus dependencias se han ido
formando una colección de obras de arte, allegadas por las religiosas. Como recuerdo de
Latacunga conserva en la sala de recreo un lienzo de la Inmaculada con San Ildefonso y
San Lorenzo a los pies. La tradición atribuye a esta imagen el aviso de que se pusieran a
salvo las religiosas, que de hecho no murió ninguna. Se ha destinado también toda una
sala al Belén o Nacimiento, donde se han consignado excelentes ejemplares del Folklore
popular, grupos escultóricos de los misterios gozosos del rosario y una colección de la
antigua cerámica, establecida en el tiempo de Diguja. En la iglesia se destaca el magnífico
retablo, en cuyo nicho central se halla la imagen de la Virgen del Carmen, labrada por
Magdalena Dávalos, que al vestir el hábito tomó el nombre de sor María Estefanía de San
José. En el muro del Presbiterio del lado de la Epístola se exhibe la efigie en actitud
orante del Obispo Paredes y Armendáriz. En el Monasterio tomó el hábito del Carmen
una discípula de Nicolás Cabrera, sor Ángela de la Madre de Dios Manosalvas, quien dio
las primeras lecciones de pintura a su sobrino Juan Manosalvas.
Capilla del Hospital
Obra del siglo XVIII es también la Capilla del Hospital, fundada en 1565 por el primer
Presidente de la Audiencia don Hernando de Santillán. El Hospital consta de dos tramos
ordenados, al estilo de los conventos, con cuadro de claustros altos y bajos. En la esquina
que da al arco de la Reina, se levantaba la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, de
cuyo recuerdo no ha quedado más constancia que una inscripción lapídea que
dice: «Acabose esta capilla de Nuestra Señora de los Ángeles a 14 de setiembre, año de
1682, siendo Mayordomo Joseph de Luna y Diego Ruiz, sus esclavos».
Con el Presidente de la Audiencia Francisco López de Castillo vinieron de Lima los
religiosos betlemitas, que se hicieron cargo de la dirección del hospital el 6 de enero de
1706. Desde entonces comenzaron a reconstruir el edificio y a levantar la capilla, que
quedó concluida ya en 1779. La capilla tiene un pequeño atrio con pretil de piedra. La
fachada también lapídea exhibe sobre el dintel de la puerta una tarjeta con un relieve
representativo del Nacimiento, propio de los belermos. A los lados de los muros se
destacan retablos barrocos que enmarcan un solo nicho, los seis de igual tamaño, pero de
factura variada y los dos, que responden a los trazos del crucero, de tamaño mayor, mas
también de un solo nicho. El retablo central es de cuerpos sobrepuestos, a base del estilo
barroco, caracterizado por las columnas salomónicas. En el nicho superior aparece el
cuadro tradicional de Nuestra Señora de los Ángeles, es decir, la Virgen del Rosario con
Santo Domingo y San Francisco a sus plantas. Como muestras de imaginería colonial, se
han conservado la estatua de Santa Rosa de Lima, una sedente del Corazón de Jesús y el
grupo del Calvario. También es notable el púlpito como ejemplar de arte.

El Hospicio

El ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila comenzó en 1751 la construcción del
edificio que es hoy el Manicomio. Estaba destinado a casa de ejercicios como obra pía
con fondos propios. Como para una fundación de esta clase se requería la licencia del
Rey, el Obispo acudió al Monarca en carta del 2 de mayo de 1753. La respuesta fue el
reconocimiento del hecho, pero la negación de la pretendida licencia. El terremoto de
abril de 1755 destruyó la casa del noviciado de los jesuitas. En consecuencia, el
ilustrísimo Nieto Polo del Águila, de acuerdo con el Presidente de la Audiencia, cedió la
casa de ejercicios a la Compañía para residencia de los estudiantes. Ahí permanecieron
hasta la expulsión, realizada en agosto de 1767.
Por orden de Carlos III se había destinado uno de los edificios de los Jesuitas
expulsos a Hospicio de pobres y establecimiento de Caridad. Al Presidente García de
León y Pizarro tocó el cumplimiento de esa disposición del Rey. De este modo la antigua
Casa de Ejercicios se convirtió en Hospicio de Jesús María y José, bajo el Episcopado del
ilustrísimo señor Blas Sobrino y Minayo, cuyo retrato se exhibe a la entrada del actual
Manicomio.
El Tejar
En una cédula firmada por el rey Fernando VI el 17 de setiembre de 1754, se
consignaba el dato de que el 2 de julio de 1748 se había recibido en la Corte una petición
acompañada del respectivo informe, de parte del padre Francisco Bolaños, quien
solicitaba la debida licencia para construir una recolección en la Ermita que los
Mercedarios poseían en el sitio denominado El Tejar. Obtenido el permiso, el padre
Grande, llamado así por su notable altura, emprendió la construcción de la recoleta del
Tejar, que puso bajo el patrocinio de San José. La obra se hizo de limosnas, recogidas por
los padres Pedro Yépez y Salvador Saldaña, que en su recorrido portaban la imagen de
Nuestra Señora denomina de La Peregrina.
En la fábrica de los claustros y la iglesia se gastaron más de 40000 pesos, allegados
por conceptos de limosnas, las cuales se emplearon también en dotar al convento de una
copiosa librería. Para decorar los claustros fue comprometido el pintor Francisco Albán,
quien desarrolló escenas de la vida de San Pedro Nolasco.
Junto al Tejar se llevó a cabo la construcción de una Casa de Ejercicios, gracias al
empeño de don Manuel Hipólito Pacheco. A falta de los Jesuitas, esta casa del Tejar sirvió
de lugar de cita para los ejercicios anuales en encierro. Ahí se han conservado la serie de
lienzos en que el pintor Francisco Albán interpretó los temas que eran objeto de las
predicaciones de ejercicios ignacianos. Al pie de cada cuadro se ha hecho constar el
nombre de los ejercitantes que los costearan. Fueron ellos dos Nicolás Pacheco, 1760;
don Francisco Javier Saldaña, 1760; doctor don Gregorio Freire, canónigo, 1763; don
José de Izquierdo, 1763; don Gregorio Alvear y Verjuste, 1764 y don Cayetano Sánchez
de Orellana, 1764.
Camarín del Rosario

Don Pablo Herrera en sus Apuntes Cronológicos consigna, para el año de 1732, el
siguiente dato referente al Camarín de Nuestra Señora del Rosario. El 3 de abril concedió
el Cabildo cuatro varas de la parte de la calle pública, que va de Santo Domingo a la
Loma, para que se formase un Camarín para la Santísima Virgen del Rosario. Jacinto
González fue el Mayordomo de la Cofradía de esta santa Imagen, que hizo la solicitud.
Previa la vista de ojos de don Francisco Javier de Piedrahita, Alcalde del primer voto, el
Ayuntamiento concedió la licencia solicitada,

La construcción corrió a cargo de la Hermandad de los Veinticuatros de Nuestra Señora


del Rosario. En el libro de actas y en el de cargos y descargos de la Cofradía, constan las
datas de los gastos que se hicieron en la obra del Camarín. El nombre de Bernardo de
Legarda se consigna repetidas veces entre los Cofrades, recolectores de limosnas. A él se
debe probablemente el plano y la decoración del interior del Camarín.

Iglesia de El Belén

La Iglesia parroquial de El Belén tiene un historial remoto, que se remonta a la


infancia de la ciudad. Desde el año de 1546, en que se dio la batalla de Iñaquito, surgió
en el sentimiento del pueblo el recuerdo tradicional de ese hecho memorable, que se
tradujo en la erección de una ermita de piedra, a la cual se bautizó con el nombre de
Humilladero de Santa Prisco. La Audiencia la tomó bajo su patronazgo y mandó erigir
una capilla, un recuerdo del desventurado virrey Núñez Vela y de cuántos murieran con
él en la batalla. Hasta el año de 1597 estaba servida por el párroco de San Blas. En esa
fecha el ilustrísimo señor López de Solís elevó la primitiva ermita en parroquia con la
advocación de Santa Prisca.
No lejos del Humilladero de Santa Prisca había otra ermita, que recordaba la primera
misa que se celebró en Quito en la fundación de la ciudad. Creada la parroquia, los
comerciantes se interesaron en establecer el culto de la Santa Cruz, en el sitio de tan grato
recuerdo a los quiteños. El 3 de mayo de 1612, día de la invención de la Santa Cruz,
colocaron, bajo doseles, una cruz de madera, que dio ocasión a que desde entonces
comenzara a llamarse el Humilladero de la Vera Cruz. Para este acto consiguieron
previamente del Cabildo la adjudicación de un solar, a donde condujeron la Cruz desde
el templo de San Francisco, «a repique de campana, con cruces y pendones, ceras
encendidas y música entonada, acompañada de otras Órdenes Religiosas», además de la
de San Francisco. Una vez en el sitio de la ermita de la Vera Cruz, celebró Misa cantada
el canónigo García de Valencia. Desde entonces se volvió célebre la Ermita de la Vera
Cruz, a que hace referencia Rodríguez de Ocampo, en su Relación de 1650, donde afirma
que «cada viernes de los cuaresmales se les predicaba (a los indios) en la Ermita de la
Cruz, extramuros, a donde concurría numerosa gente y en particular el viernes de la
dominica in passione, que iba más de seis mil personas, indios en procesión, con pasos
de la Pasión».
Durante el siglo XVII la Ermita de la Cruz estuvo algún tiempo a cargo de los padres
Agustinos y también de los Mercedarios, que trataron de fundar ahí una Recolección.
Entre 1694 y 1697 se llevó a cabo la construcción de una Capilla por orden del ilustrísimo
señor Andrade y Figueroa, a cuenta del cura de Santa Prisco. Esta edificación duró hasta
el año de 1787, en que el presidente Villalengua y Marfil la reemplazó con la iglesia de
El Belén que existe hasta el presente. Para perpetuar la memoria de este hecho, el
Presidente mandó grabar en una placa de mármol el texto de una leyenda, que recuerda
la dedicación de la Capilla a la evocación de la Primera Misa que se dijo en Quito al
fundarse la ciudad. Para dar continuidad al culto, consiguieron los padres Agustinos que
se les adjudicase mediante inventario. Pero no bien se hicieron cargo, interpuso reclamo
judicial el doctor José Aispuro, cura de Santa Prisca. El desenlace de este pleito hicieron
constar los Agustinos en la siguiente data: «El sitio de la Cruz llamado hoy la Alameda,
cuyo derecho recobró el Maestro López, lo perdió el Maestro Paredes. Ganó el doctor
don José Aispuro cura de Santa Prisca, porque quemó los títulos sacándoles de la
Secretaría de don Luis Cifuentes».
En la iglesia del Belén se venera hoy la imagen del Señor de los Remedios y al fondo
se destaca la imagen del Crucifijo, integrante del grupo del Calvario, atribuido a la gubia
de Caspicara.
Urbanismo Quiteño Colonial

Tres factores han intervenido de consuno a caracterizar la urbanística de Quito


Colonial: el paisaje, la religión y el arte. Fundada la ciudad a las faldas del Pichincha, este
monte desahogó su lava hacia el poniente y ocultó la vista de sus picachos abruptos,
anteponiendo al levante la muralla de Cruz loma. En cambio, a la ciudad que se albergó
en su seno le proporcionó una chorrera de agua y una cantera de piedra, para obligarle a
rellenar sus quebradas e impedir en la urbe los rasgos de la fisonomía adusta del indio
Rumiñahui.
La altura de 2800 metros y la cercanía a la línea equinoccial determinaron las
condiciones de un clima propicio a la vida y la salubridad de los habitantes. Sin los
extremos del frío ni el calor el ambiente es tolerable, aún más, agradable a los moradores,
cuyo corazón se adapta fácilmente a las exigencias de una respiración normal. El cambio
de estaciones se limita al verano y al invierno, con ligeros matices otoñales y de
primavera, que han influido en la regulación de la agricultura.
Esta situación geográfica ha permitido a Quito, más que el goce de un paisaje, el
placer de un panorama. La urbe se clausura en un contorno de collados con perspectivas
de horizontes lejanos que dejan ver las cimas nevadas de las avenidas de los volcanes
andinos. El sol ecuatorial, que es el protagonista del paisaje y panorama, acaricia con su
luz y destaca el colorido natural tan sólo al levantarse y al ponerse: la mayor parte del día
deshace con su claridad la cromática de los detalles para dar relieve a la masa tectónica
de las montañas y a la mancha oscura de los bosques. En este suelo desigual y
resquebrajado se hizo la traza de la urbe, aprovechando al principio de la estrecha
superficie que de poniente a levante habían respetado las quebradas. Durante los siglos
XVI y XVII se levantaron, en extensos emplazamientos, los conventos e iglesias de la
Catedral, San Francisco, la Merced, Santo Domingo, San Agustín y la Compañía y de los
Monasterios de Santa Clara, la Concepción, Santa Catalina y el Carmen de San José, que
ocuparon el núcleo central de la ciudad, con las parroquias urbanas de Santa Bárbara, San
Blas, San Marcos, San Sebastián y San Roque. Fue también la época de construcción de
acueductos, de arcadas y muros de contención de rellenos y cimentaciones, de graderías
y puentes. En torno a estos bloques conventuales se fueron edificando las casas civiles y
constituyendo los barrios, bautizados con el nombre de los Fundadores de las Órdenes
Religiosas y los santos titulares de las parroquias. De este modo, sin premeditación, Quito
resultó una urbe monumental de color gris y brumo, con la pátina asumida por las piedras
procedentes del Pichincha.
Durante el siglo XVIII la urbe cerró el cerco de su clausura de ambiente conventual.
Al norte, la iglesia del Belén señalaba la división entre la ciudad de la colonia y la nueva,
abierta al porvenir. Hacia el mediodía el montículo natural del Panecillo vio levantarse a
las faldas del Yavirac la Casa de Ejercicios convertida luego en Hospicio. La Recolección
de El Tejar indicaba al poniente el término de la población urbana. Al levante se hundía
el cauce del Machángara, para desagüe y cloaca, sin más servicio de sus aguas que dar
vida a los molinos.
Dentro de este medio austero se desarrollaron las Bellas Artes con profusión casi
inverosímil. Cofradías, Prelados y devotos acaudalados patrocinaron a los artistas que
cubrieron de retablos las naves de los templos, labraron imágenes para los nichos e
interpretaron en lienzos los motivos del culto.
Cabría suponer que en un ambiente de austeridad casi conventual se desarrollaría el
elemento humano con un ritmo lento de seriedad ascética. Sin embargo, la historia
comprueba todo lo contrario. En torno a los muros monacales se ha movido una ola
popular, que acudía ciertamente al templo para desahogar su piedad en fiestas y
procesiones, pero también recurría a las armas como un deporte colectivo y tomaba parte
en regocijos de estudiantes. La Madre Patria hubo de registrar escenas que caracterizaban
al pueblo quiteño. La batalla de Iñaquito, la revolución de las alcabalas, la reacción social
contra los estancos, el primer grito de Independencia: hechos fueron que destacaron la
fisonomía de un pueblo cuyo mestizaje conservó las notas inconfundibles de su
procedencia étnica y cultural.
Al ponerse el sol de la Colonia, Quito quedó definitivamente estructurado en su
urbanismo y en su valor histórico. Núcleo Central del viejo Reino de Quito, cabeza del
Obispado y de la Audiencia, se convirtió en capital de la nacionalidad ecuatoriana. Dentro
de un espacio limitado geográficamente en sus contornos y al través del tiempo, ha
procurado conservar estables las huellas de las generaciones sucesivas, mediante el arte
a servicio de la religión. La visión de los extraños, quizá más que de los propios, se
complace en apreciar el esfuerzo de cada edad, para contribuir al desarrollo y
configuración de la ciudad, cuyo pasado determina su presente. Quito centralizó la
administración eclesiástica y política y se convirtió en un museo de arte religioso, pero
irradió a las Provincias de la Audiencia el realce de su espíritu y su inquietud por la
cultura.
Capítulo XVII

Las Bellas Artes en el siglo XVIII

II.- Escultura

Retablos

Transición normal de la arquitectura a la escultura constituyen los retablos. En la


construcción de un templo intervino, como gestor principal, un representante de la Iglesia,
que financió los gastos y vigiló la dirección del arquitecto y la mano de obra de los
albañiles. En la estructura de los retablos figuró, como factor eficiente, el mayordomo de
una cofradía, que quiso dotar a la imagen de su advocación, de un altar propio, labrado
por un artista de renombre. Las cofradías constituyen el testimonio de las devociones, que
alimentaron la fe del pueblo y su sentimiento religioso. A través de ellas se pueden
comprobar la evolución de los motivos del culto y el influjo que ejerció cada devoción en
las generaciones sucesivas.
En 1735 el hermano tirolés Jorge Vinterer comenzó el trabajo del retablo mayor de
la Compañía. Entre 1739 y 1743 se llevó a cabo tanto el labrado como el dorado del altar
de nuestra Señora de Loreto. Simultáneamente se dotó de retablo propio a Nuestra Señora
de la Luz, cuyo culto propagó con fervor el padre José María Maugeri. Por el relato del
padre Bernardo Recio se sabe que para 1752 estaba concluido el dorado de todos los
altares de las naves laterales, incluso el mayor de la nave central.
En el actual archivo de la Casa de la Cultura se ha conservado el texto del contrato
suscrito entre el padre Rector del Colegio de la Compañía y don Bernardo de Legarda, el
cual se comprometió, el 28 de enero de 1745, a «Emprender la obra del dorado en el
tabernáculo del altar mayor de la Iglesia de la Compañía de Jesús, con los calados y forros,
desde la última columna hasta el arco toral, entrando las dos tribunas de los mismos dos
lados; según y en la forma que se halla acabado de forrar dichos lados y altar mayor hasta
la última copa, la ha de acabar de dorar y finalizarla la ha de entregar para el día y
festividad del glorioso santo San Ignacio, patrón de dicho Colegio, que ha de ser el día
treinta y uno de Julio [...] por la cantidad de seis mil pesos de a ocho reales.
Entre 1748 y 1751, el mismo artista Bernardo de Legarda labró el retablo mayor del
templo mercedario, para cuya obra proporcionó el padre provincial fray Tomás Baquero,
la suma de mil novecientos ochenta pesos, más doscientos tablones de a peso para los
forros del altar mayor.
En la capilla franciscana de Cantuña funcionaban las Cofradías de Nuestra Señora
de Dolores, adscrita a la Basílica Liberiana de Roma y la de San Lucas, Patrono del
gremio de escultores, cuya imagen, labrada por el padre Carlos, retocó en dos ocasiones
Bernardo de Legarda. Este mismo artista fue también el autor del retablo y del grupo del
Calvario que se destaca al fondo de la Capilla.
Del siglo XVIII son todos los retablos que decoran los templos de la Merced, del
Sagrario, del Hospital y del Carmen Moderno.
En su testamento declaró Legarda que había recibido del padre dominico fray
Domingo Terol la cantidad de doscientos pesos, «Que se le dieron para una mampara bajo
del coro, para la que tenía aprontada madera» y los pedestales de piedra, obra que no llegó
a realizar.
Fuera de estos trabajos realizados por Legarda, los demás retablos y obras de arte no
han conservado los nombres de sus autores. De esos artistas anónimos del siglo XVIII el
padre Juan de Velasco ha trazado una página de elogio, en su Historia Moderna del Reino
de Quito. Con la advertencia de valorar los hechos como testigo ocular escribió lo
siguiente: «Los mismos indianos y los mestizos, que son casi los únicos que ejercitan las
artes mecánicas, son celebradísimos en ellas por casi todos los escritores. A la verdad
tienen un particularísimo talento, acompañado de natural inclinación, y ayudado de
grande constancia y paciencia, para aplicarse a las cosas más arduas que necesitan de
ingenio, atención y estudio. No hay arte alguna que no la ejercite con perfección. Los
tejidos de diversas especies, los tapetes y alfombras, los bordados que compiten con los
de Génova, los encajes y catacumbas finísimas, las franjas de oro y plata, de que un
tiempo tuvo la ciudad fábrica, como las mejores de Milán, las obras de fundición, de
martillo, de cincel y de buril, todas las especies de manufacturas, adornos y curiosidades
y sobre todo, las de pintura, escultura y estatuaria, han llevado los reinos americanos, y
se han visto con estimación en Europa. No pocos de éstos se han hecho célebres y de gran
nombre. Entre los antiguos, se llevó las aclamaciones de todos, en la pintura, un Miguel
de Santiago, cuyas obras fueron vistas con admiración en Roma, y en los tiempos medio
un Andrés Moral. Entre los modernos, que eran muchos, conocía varios que estaban en
competencia y tenían sus partidarios protectores. Eran un maestro Vela, nativo de Cuenca,
otro llamado el Morlaco, nativo de la misma ciudad, un Maestro Oviedo, nativo de
Ibarra, un indiano, llamado el Pincelillo, nativo de Riobamba, otro indiano joven, nativo
de Quito, llamado el Apeles; y un Maestro Albán, nativo también de Quito. Varias
pequeñas obras de este último, y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por
los Jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero sí con grande admiración,
pareciendo increíble, que puedan hacerse en América cosas tan perfectas y delicadas. Para
hacer juicio de la escultura, sería necesario ver con los ojos los adornos de muchas casas,
pero principalmente las magníficas fachadas de algunos templos, y la multitud de grandes
tabernáculos o altares en todos ellos. Soy del dictamen, que aunque en estas obras se vean
competir la invención, el gusto y la perfección del arte, es, no obstante, muy superior la
estatuaria. Las efigies de bulto, especialmente sagradas, que se hacen a máquinas, para
llevar a todas partes, no se pueden ver, por lo común, sin asombro. En lo que conozco de
mundo, he visto muy pocas como aquellas muchas. Conocí varios indianos y mestizos,
insignes en esta arte; más a ninguno como un Bernardo Legarda, de monstruosos talentos
y habilidad para todo. Sus obras de estatuaria, me atrevo a decir que pueden ponerse sin
temor en competencia de las más raras de Europa».
El siglo XVIII fue el de la floración de los retablos, con las características propias
del barroco. A propósito del término barroco, es necesario antes precisar su sentido, para
luego aplicar y explicar las modalidades del barroco quiteño.
La palabra Barroco fue introducida por los escolásticos para señalar una forma
alambicada del silogismo. En este sentido Juan Luis Vives ridiculizó a los profesores de
París, llamándolos sofistas en barroco y baralipton. Con este significado peyorativo,
Benedicto Croce aceptó el término barroco y aplicó a las Bellas Artes como sinónimo de
mal gusto, de fealdad estética, en contraposición al orden y armonía del estilo clásico.

Enrique Wölfflin extendió el alcance del término barroco al campo de la Literatura


y significó con él un sentido de penetración emotiva, de fuerza dinámica, de exuberancia
figurativa, en contraste con el ritmo de mesura, de orden lógico y de limitación directiva,
que caracterizan al estilo clásico. Tratando de definir esta visión ideológica, estableció
categorías fundamentales que contrastan los estilos clásico y barroco; frente a lo lineal,
lo pictórico; a la superficie, lo profundo; a la forma cerrada, la forma abierta; a la unidad,
la pluralidad; a la claridad nítida, la claridad ambigua.
El término barroco ha tomado hoy carta de ciudadanía en la cultura. Su sentido, más
o menos definido, se ha aplicado a todas las Bellas Artes. Su influjo se ha advertido en
las épocas más diversas. Expresa una visión peculiar del mundo y de la vida: un
dinamismo realista, una tendencia a la expresión vital. Eugenio d'Ors, en su estudio sobre
el barroco ha formulado las siguientes conclusiones: 1.ª El barroco es una constante
histórica, que se encuentra en épocas y regiones distintas; 2.ª Es un fenómeno que
interesa, no sólo al Arte, sino a toda civilización; 3.ª Su carácter estético es normal; y 4.ª
Lejos de proceder del estilo clásico, se opone a él como modalidad de categoría nueva.
Como constantes formales, se le asignan las notas de multipolaridad y de continuidad en
el espacio y en el tiempo.
En el proceso evolutivo del barroco quiteño, que floreció en el siglo XVIII, cabe
anotar los primeros pasos en las fachadas de los templos y retablos del siglo anterior, que
aceptó en la estructura lógica y elegante de los órdenes clásicos, el arqueo del
entablamiento a la mitad y al remate, sin modificar mayormente los cánones de la
arquitectura del renacimiento.
El segundo paso se advierte en una función puramente decorativa, en que echa mano,
por lo general, de la técnica del estucado. En el retablo mayor de San Francisco se ha
aprovechado del zócalo para representar, en relieve de madera, las figuraciones de los
cuatro evangelistas. En el templo de Guápulo el barroco estucado se aplica a las pilastras
y al friso para destacar los elementos arquitectónicos. Pero donde desarrolla esta
modalidad barroca la riqueza de su morfología es en el templo de la Compañía. Ahí ha
cubierto las pilastras, los frisos, los arcos y las bóvedas de modelados, a base de figuras
geométricas, de reminiscencia mudéjar. La característica de este barroco es ser puramente
decorativo, es decir, que respeta las estructuras a que se aplica. La impresión que causa a
primera vista el templo de la Compañía es de una unidad perfecta, en que la decoración
pone de relieve la armonía arquitectónica. En la Capilla del Rosario se han cubierto
también los arcos y los vacíos intermedios de figuras geométricas, labradas en madera,
en que el fondo rojo contribuye a resaltar las líneas doradas.
La fachada de la Compañía delata la transición del barroco puramente decorativo al
barroco caracterizado como estilo independiente, que asume el apoyo, columna o pilastra,
como elemento propio de expresión. Los tres pares de columnas salomónicas; que
dialogan con la dirección de sus espiras; tienen personalidad definida, recuerdan a las de
Bernini y sirven de punto de partida a las que se prodigarán, como flora de un bosque, en
los retablos de los templos quiteños. El esfuerzo que informó de dinamismo a la dura
piedra modelará a su placer la suavidad del cedro, para imprimir en los fustes de los
apoyos toda la variada riqueza de la fantasía decorativa.
En los retablos mayores de la Compañía, la Merced; el Hospital, el Carmen Moderno,
puede decirse que el barroco, a pesar de su alarde ornamental, guarda un respeto por las
formas arquitectónicas de fundamento clásico. Las líneas horizontales del zócalo y los
entablamentos sobrepuestos no se rompen con las líneas verticales que trazan las
columnas, con su basa y capitel, por lo general corintios.
El barroco desarrolla todos los recursos de su dinamismo en los retablos pequeños,
destinados al culto de un santo de advocación particular. Hasta el nivel de la mesa del
altar obedece a la exigencia del zócalo, en que no pocas veces se inicia ya el ritmo de la
vitalidad ornamental. A partir de esta base, el nicho central dirige el compás del
movimiento decorativo. En torno al nicho se alzan las columnas hasta el remate, con
realce de profundidad, para sostener variedad de frontones, decorados como doseles.
Diríase que un aire vital empuja hacia afuera la estructura total del retablo en un afán de
milagro de equilibrio de todos sus componentes.
Ante la dificultad de describir todas las modalidades que utiliza el barroco en los
retablos quiteños del siglo XVIII, bastará caracterizar las variantes que introdujo en el
fuste de las columnas, que es donde desarrolló sus alardes decorativos. No pocas veces
sobre el fuste cilíndrico añadió simplemente relieves decorativos, a base de caprichosas
figuras, que cubrieron un tercio o toda la columna, al modo del barroco estucado.
Algunas veces imprimió en el fuste estrías como líneas ondulantes; dentro de las
verticales extremas; o líneas en juego de zigzag, cual fuelle de acordeón, que dio un perfil
dentado a todo el fuste del apoyo.
La caracterización más esencial se inició con el fuste helicoidal o salomónico, de
cinco o siete espiras, según las exigencias de la estructura del retablo. No fue ya una
simple añadidura decorativa. El fuste torcido en espirales entrañó un movimiento de
levedad ascensional, propia del culto religioso. A veces fue la columna de simples espiras
sin adorno. Otras como en las de la fachada de la Compañía, con estrías en el tercio
intermedio del fuste. Las más de las veces se cubrió las espiras de ramas de vid con sus
hojas y racimos de frutas, como en los retablos de las naves del templo jesuítico. No faltó
la ocurrencia de sobreponer a una espira el pelícano que sostiene en el pico una rama de
la vid que rodea todo el fuste, como en el retablo de la antigua capilla de San Fernando y
en el de San Francisco de Paula en el templo de San Francisco. En este mismo templo, en
la Capilla del Santísimo, se advierten unas columnas, cuyo fuste está formado de
anillos sobrepuestos y esferas caladas y encima una suerte de pilastras que sugieren los
soportes llamados estípites. Alguna rara vez el fuste se convierte en el busto de un ángel
que soporta el capitel corintio.
El primor de los labrados ha debido contar, por una parte, con la generosidad
económica de las Cofradías y por otra, con la habilidad de los artistas que acariciaron con
su gubia la madera hasta convertirla en la finura de los adornos.

Bernardo de Legarda

Al barroco quiteño de los retablos va ligado el nombre de Bernardo de Legarda; a


quien calificó el padre Velasco como hombre «de monstruosos talentos y habilidad para
todo». En Legarda se repite el caso de Miguel de Santiago. Desde su primera obra firmada
hasta la fecha de su muerte, el artista prodiga su labor, ganando para la escultura la palma
del triunfo.
En 1731 hizo de prioste de la fiesta de San Lucas, patrono del gremio de escultores
y pintores. Con esta ocasión retocó por primera vez la imagen del santo Evangelista, que
había labrado en el siglo anterior el padre Carlos. En 1734 talló la imagen de la
Inmaculada, para el nicho central del retablo de San Francisco. El 7 de enero de 1745
firmó con el padre Rector de la Compañía un contrato, por el cual se obligaba a dorar el
tabernáculo del retablo mayor. En 1746 decoró la media naranja de la cúpula del Sagrario.
Entre 1748 y 1751 trabajó el retablo mayor del templo de la Merced. En 1754 actuó como
perito para hacer el inventario y tasación de los bienes que dejó doña Francisca Pérez
Guerrero y Peñalosa, viuda de don Joaquín Gómez Lasso de la Vega. En 1762 era síndico
de la Cofradía de San Lucas, cuya imagen volvió a retocar para la fiesta de ese año. En
1767 se comprometió con el padre Domingo Terol para hacer una mampara bajo el coro
del templo de Santo Domingo. El 29 de mayo de 1773 dio poder a don Antonio Romero
con instrucciones escritas para que otorgara su testamento. En el registro de fallecidos de
la parroquia del Sagrario se hizo constar la siguiente data: «En 1 de junio de mil
setecientos y setenta y tres años, acompañó la cruz alta de esta Iglesia hasta el Convento
Máximo, de San Francisco al cadáver de don Bernardo Legarda, soltero. Recibió los
santos sacramentos y dio poder para testar ante don José Enrique Osorio, Escribano de
Provincia, de que doy fe.- Doctor don Cecilio Julián de Socueva». Al margen de esta data
se ha consignado la nota que sigue: «Dignus aeterna gratitudine apud omnes cujusque
status Nomines», es decir: «Digno de eterna gratitud ante todos los hombres de cualquier
estado».
Aunque en la partida de defunción se hizo constar que era soltero, Legarda casó muy
joven con Alejandra Velázquez, a la cual abandonó por haber ella faltado a la fidelidad
del matrimonio. El vacío de este afecto lo llenó con el arte, al que consagró todas sus
energías. Tampoco echó de menos los alicientes del espíritu familiar. Para sus atenciones
personales contó con los servicios cariñosos de sus hermanas Getrudis y Juana de Jesús.
Además su hermano Juan Manuel, casado con María Eusebia Velázquez, tuvo por hijos
a Mariano de Jesús, religioso franciscano, Ana María de Legarda, María Micaela, María
Francisca, María Bernarda y María Josefa de Legarda. Se explica que en este ambiente,
lleno de gracia femenina, hallara el artista los modelos para sus imágenes, que se
distinguen por su delicadeza y su ternura. Legarda guardó entrañable afecto para todas
sus sobrinas. A cada una de ellas dejó cien pesos en su testamento, aclarando que algunas
habían sido sus ahijadas.
Por lo demás, Bernardo y Juan Manuel estaban unidos no sólo por el vínculo de
sangre, sino por la habilidad artística. Los dos se completaban en las obras de artesanía y
tenían sus casas en la inmediación de San Francisco. Basta reparar en la enumeración de
bienes, que uno y otro hicieron en su estamento, para darse cuenta de las labores en que
cada uno se ocupaba. Juan Manuel dictó su última voluntad el dos de marzo de 1773, es
decir, tres meses antes que su hermano Bernardo. En la lista de sus teneres enumeraba
aquél lo siguiente: «yunques de fierro, tornillo inglés de herrerías, organito de flautas de
madera que está por acabar, y otro de seguiñuela, mesa de azogar espejos, cantidades de
azogue, metal de estaño de azogar, lunas de vidrieras finas, mesas de tirar hojas de estaño,
mesas para biselar cristales y de tornear piezas redondas, tórculo para imprimir estampas,
tablón y varas de cedro, alambique con su cabeza corriente, romana con su pilón, balanzas
grandes y pequeñas, libras de alambre de fierro, cobre y latón; machos de herrería de
mayor a menor, tachuelas, ampolletas de cristal, herramientas de platería con tijeras de
cortar metal, escoplos, limas, compases, punzones, tenazas, alicates, cinceles y otras cosas
de dicha herramienta; cepillos de carpintero y de cepillar metal, cribillo de hacer
munición, fierros de cauterios, moldes de hacer óvalos, sierras grandes y chicas, barra,
azadón, hacha, machete, pala, palustre, pailas, libras de bermellón y carmín de grana,
cantidades de cena de varios colores, hojas de azogar, hojas de estaño cepilladas, dos
claves por acabar», etc.
Bernardo de Legarda, a su vez, enumeró entre sus bienes, «cuatro lienzos, uno del
Nacimiento, otro de la Adoración de los Reyes, otro de la Degollación de los Inocentes y
otro de Nuestra Señora de los Dolores, y unos sobrepuestos de bronce, dos flautas y un
diamante de cortar espejos», que debían entregarse al padre Domingo Terol.
Además, «seis espejos que tenía en el oratorio, cosa de treinta corazones de cristal», que
pertenecían a don Mariano Ubillus. Asimismo declaró que el oidor don Serafín Veyán le
debía «la hechura de una cajuelita o estuche». También ordenó que se entregasen al doctor
Javier Madrid, «una imagen pequeña de marfil de Nuestra Señora del Rosario, un Niño,
un marquito de cristal y unas molduras de espejo de cuadros». Hizo constar,
además, «que los Señores Oficiales Reales de la Real Caja, debían de resto alguna
cantidad por la hechura de ocho cureñas, hechuras de plomo, paileros y tacos». Aclaró
que dejaba inconclusa una imagen de Nuestra Señora del Quinche, que había mandado
labrar don Tomás Hernández Salvador. Deudor suyo era, por el contrario, don Joaquín
Tinajero por «seis espejos con marco de cristal, unas figuritas de Nacimiento, un cuadro
de la Degollación de los Santos Inocentes con moldura y una cabeza de San Antonio».
Mencionó también, como bienes, «dos bruñidores de pedernal, engastado el uno en latón
y lata y una batea de amoldar». De San Francisco había obtenido una paja de agua, del
remanente que salía a la plaza, comprometiéndose por ello a restaurar las pinturas del
claustro. Como inquilinos de su casa, ocupaban tiendas un pintor y el carpintero Juan
Benavides.
Por lo visto se concluye que los hermanos Legarda tenían talleres de artes y oficios.
En sus oficinas de trabajo se construían órganos, se labraban retablos, se hacían marcos,
se tallaban imágenes, se pintaban cuadros, se imprimían estampas, se modelaban frontales
y mariolas y se acuñaban cureñas. A ellos acudía toda clase de clientes, desde los Oidores
hasta los curas y religiosos.
Bernardo de Legarda, por su fama de artista, por su carácter comunicativo, por su
profundo sentido religioso, ocupaba un puesto social de distinción. En el gremio de
escultores y pintores llegó a ser síndico en 1762, año en que renovó la imagen de San
Lucas «a su costa a que concurrieron siendo priostes en otros años don Luis Basco, don
Victorio Vega, don José Cortés y don Joseph Riofrío, con diadema de plata, brecha y
tienta, todo lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata».
Donde hubo de alternar con la buena sociedad de Quito fue en la Cofradía de los
veinticuatros del Rosario, establecida en Santo Domingo. En el Libro Nuevo de Recibo
de la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, abierto en abril de 1769128, se hace constar
el nombre de Legarda entre los señores y señoras Veinte y Cuatros. Basta enumerar
algunos de ellos para darse cuenta del ambiente en que se movía el artista. Entre los
cofrades figuran el señor Marqués Deán, el señor Comisario doctor Cayetano Sánchez, el
Conde Selva Florida, el Marqués de Villarrocha, el Marqués de Villa Orellana, el sargento
mayor Diego Donoso, el capitán de caballería don Mariano Ubillús, don Bernardo de
León, el doctor Nicolás Carrión, etc.Entre las Cofrades se anotan la señora Marquesa de
Villa Orellana, la Marquesa de Villarrocha, la Marquesa doña Isidora Sánchez, doña
Ignacia Chiriboga, doña Francisca Borja, doña Luisa y doña Catalina Vélez de Larrea, la
Condesa Mariana Sánchez, etc.
Los cofrades tenían sus sesiones mensuales y cada año elegían su Directorio.
Designaban a los más representativos para que pidieran limosna los sábados. Entre estos
figura varias veces el nombre de Bernardo de Legarda, como también en las sesiones en
que se acordó la construcción y decorado del Camarín de la Virgen. Acto central de la
Cofradía era la Procesión de la Soledad de la Virgen, que se realizaba el Viernes Santo.
En el Libro de actas de los Veinticuatros se ha consignado, con acopio de detalles, la
organización de este desfile religioso, seguramente el más piadoso y pintoresco, que se
repitió cada año hasta la prohibición liberal.
El artista, en el poder que confirió para otorgar su testamento, ordenó que «se lleve
su cuerpo difunto a la iglesia del Convento Seráfico, donde será sepultado en la bóveda
del altar de Nuestra Señora de la Concepción, por ser su síndico actual, sin pompa ni
vanidad».
Legarda fue el imaginero que prodigó la efigie de la Inmaculada por satisfacer
precisamente la devoción franciscana a este privilegio de la Virgen.
En la enorme personalidad de Legarda se armonizaron el sentimiento místico y el
estético, bajo el signo del barroco. A su sensibilidad artística se le ofreció
simultáneamente la visión del retablo con la imagen que guiaba el compás de los detalles.
Una suerte de lirismo trascendía a sus manos, que labraban las espiras de los fustes y las
cubrían de caprichosa flora con racimos de uvas y quebraban las líneas de los frotones,
para enmarcar el nicho de la imagen, animada también ella de un aire de ágil dinamismo.
No cabe dudar de la sinceridad y emoción religiosas de Legarda. Pero como artista
imaginero, él convirtió las naves de los templos en galerías de arte, en museos de arte
religioso. En las obras de Legarda sobresalen quizá la belleza y el valor decorativo, sin
menoscabo, desde luego, de la emoción devota. Por temperamento se desempeñó mejor
en las Inmaculadas en actitud de hollar con sus pies la cabeza de la serpiente, en las
Vírgenes en ademán de vuelo, en los calvarios en que se representa a Cristo en el
momento de agonía, en los grupos del Nacimiento con el episodio de la Adoración de los
Reyes Magos.
Para apreciar cómo se debe la imaginería legardiana, precisará recordar los principios
directivos de la Teología. Una imagen entraña, a la vez, el valor de forma y de signo. Bajo
este doble aspecto ha sido defendido el culto a través de las imágenes, contra los ataques
de los iconoclastas. La imaginería puede ser considerada también como testimonio de la
fe de una generación y en este sentido cabe considerarla como un capítulo de sociología
religiosa.
Cuando el imaginero es un verdadero artista religioso conjuga en su obra el
sentimiento estético con el místico y produce imágenes, bellas por su forma y
significativas por su expresión. Puede darse el caso, y es el de Legarda, que las imágenes
por sí mismas entrañen un valor estético que agrada como obra de arte y al mismo tiempo
signifiquen el misterio que representan. Sin embargo, no debe ocultarse el hecho de que
no hay imagen de Legarda que haya provocado la continuidad del culto, como ha sucedido
con las imágenes de Diego de Robles. Aquí debemos simplemente observar que la
Religión acepta el concurso del arte, pero no permite que el sentimiento religioso esté a
merced de la emoción estética.
En cambio, las imágenes de Legarda ofrecen un dato fehaciente de las devociones
populares de mediados del siglo XVIII. Legarda fue el mejor intérprete del culto quiteño
a María, en sus privilegios de la Inmaculada Concepción y de su Asunción al cielo. La
Virgen sin mancilla, en actitud de aplastar la cabeza de la serpiente fue el tema favorito,
que divulgó el artista, para satisfacer la demanda de los doctrineros franciscanos y de la
gente devota. Se ha sostenido que esta forma de representación era original de Legarda.
Pero es fácil comprobar que esta manera de figurar a la Virgen fue anterior a Legarda. El
mismo Miguel de Santiago pintó a María Inmaculada, en actitud de la mujer del Génesis
y de la Apocalipsis, que quebrantaba la cabeza del dragón Legarda, al interpretar el tema,
supo informar a la imagen de una gracia y dinamismo, propios de su temperamento
finamente artístico. También el Tránsito de la Virgen, fue un motivo que desarrolló
Legarda con encanto singular. La esencia misma del misterio exigía representar a María
en ademán de vuelo. En su testamento aludió también a la escena del Nacimiento, con su
cortejo de pastores o de Reyes Magos y las figurillas del costumbrismo quiteño
dieciochesco.
Legarda consiguió que el fiel de la balanza se inclinara en el siglo XVIII del lado de
la Escultura, en cotejo con la pintura: acaso porque fue un imaginero completo, pero más
escultor que pintor.
Caspicara

El sucesor de Legarda, en el arte de la imaginería fue Manuel Chili, conocido con el


nombre popular de Caspicara. Su nombre auténtico no lo hemos encontrado, sino grabado
en letras de molde al revés de una tabla, sobre la que había tallado un Niño Dios dormido.
Caspicara es un artista viviente en sus obras; caracterizadas por la finura de sus
expresiones y la delicadeza en los detalles.
Espejo, su contemporáneo, trazó su elogio en el célebre discurso dirigido a la
Sociedad de la Concordia: «Podemos decir, escribió en 1791, que hoy no se han conocido
tampoco los principios y las reglas; pero hoy mismo veis cuánto afina, pule y se acerca a
la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre el mármol y la madera, como Cortez
sobre la tabla y el lienzo. Estos son acreedores a vuestra celebridad, a vuestros premios,
a vuestros elogios y protección. Diremos mejor: nosotros todos estamos interesados en su
alivio, prosperidad y conservación. Nuestra utilidad va a decir en la vida de estos artistas;
porque decidme, señores, ¿cuál en este tiempo calamitoso es el único, más conocido
recurso que ha tenido nuestra Capital para atraerse los dineros de las otras provincias
vecinas? Sin duda que no otro que el ramo de las felices producciones de las dos artes
más expresivas y elocuentes, la escultura y la pintura. ¡Oh! ¡Cuánta necesidad entonces
de que al momento elevándoles a maestros directores a Cortez y Caspicara los empeñe la
Sociedad al conocimiento más íntimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus
discípulos, y al de la perpetuidad de su nombre! Paréceme que la Sociedad debía pensar,
que acabados estos dos maestros tan beneméritos, no dejaban discípulos de igual destreza
y que en ellos perdía la patria muchísima utilidad: por tanto su principal mira debía ser
destinar algunos socios de bastante gusto, que estableciesen una academia respectiva de
las dos artes».
Espejo habló de la escultura y la pintura, no sólo como valor estético, sino como
fuente de ingresos. El arte quiteño era cotizado en las Provincias y de los talleres de Quito
salían las imágenes para satisfacer las devociones de los pueblos de la Real Audiencia.
De Caspicara se han conservado en Quito las imágenes de las Virtudes y el grupo de la
Sábana Santa en la Catedral; el grupo del Tránsito de la Virgen en el nicho que se
sobrepone al de San Antonio en el templo de San Francisco; una Virgen del Carmen, un
San José y una Coronación de María, que se exhiben en el Museo Franciscano; un grupo
pequeño de la Sábana Santa, que se guarda en una vitrina del Museo Jijón y Caamaño; un
San José en la Iglesia de San Agustín de Latacunga y el Cristo del Calvario del Belén.
Fuera de estas imágenes, hay muchos Cristos y Niños Dios atribuidos al artista. Todas las
imágenes de Caspicara se caracterizan por el primor de los detalles y la armonía
maravillosa de los grupos.
En vano se buscaría en las obras de este artista algún indicio que delatara su
procedencia indígena. Su gusto acrisolado y fino tiende más bien a la preciosidad, propia
de quienes se han formado en un ambiente de distinción y de cultura.
Espejo al alabar a Caspicara, pensaba tal vez en la capacidad del indio para llegar a
ser un bello espíritu, cuando el afán de superación vencía las resistencias del medio
ambiente. Antonio de Ulloa había anunciado una verdad cuando escribió sobre la
artesanía de Quito lo siguiente: «los mestizos menos presumptuosos se dedican a las Artes
y Oficios; y aun entre ellos escogen los de más estimación, como son pintores, escultores,
plateros y otros de esta clase; dejando aquellos que consideran no de tanto lucimiento
para los indios. En todo trabajan con perfección y con particularidad en la pintura y
escultura [...] Imitan cualquier cosa extranjera con mucha facilidad y perfección por ser
el ejercicio de la copia propia para su genio y flema. Hácese aún más digno de admiración
el que perfeccionen lo que trabajan, por carecer de toda suerte de instrumentos adecuados
para ello».

Platería

Del taller de los Legarda salían no solamente imágenes y molduras de retablos, sino
frontales y mariolas de plata, destinados al culto. Ellos habían sido los continuadores de
la tradición quiteña de la platería.

En torno a 1700 se distinguió como platero Jacinto del Pino Olmedo, como se deduce
por la inscripción que lleva el frontal de plata de la Catedral, destinado a Santa Ana. El
texto que rodea el marco central dice lo siguiente: «El Mo. Don Franco de Cárdenas dio
este frontal a mi Sa. Sa. Ana de limosna - año de 1700 en 1 de Enero - Y lo hizo el Maestro
Mayor Jacinto del Pino Olmedo - Jesús - María - José - AMÉN».
Desde la segunda mitad del siglo XVIII se destacó en el arte del repujado Vicente
López de Solís, a quien comprometió la Cofradía del Rosario la refacción de las andas de
la Virgen, en abril de 1779. Una placa, colocada en la anda primitiva, llevaba la
inscripción que sigue:
Es de los dios el primero
quien rige cual Provincial
de este cielo de Domingo
las esferas sin igual.

Quien hollar supo del mundo


la pompa y la vanidad,
que un trono de plata pise
no es cara no de amirar.
Que un Espinosa y Errique
expliquen su caridad
en afectos de un deseo.

Es prior sabio y prudente


el segundo y en su obrar
tan vigilante que pudo
Vencer la dificultad.

El primero a que se refiere la inscripción fue el padre José de Arias y Espinosa, que
desempeñó el cargo de Provincial entre 1728 y 1732 y el segundo fue el padre José
Florentino Enrique, que hacía de Prior del Convento de Quito. La hechura del anda, por
consiguiente debe colocarse en el período comprendido entre esas dos fechas.
En el libro de descargos de la Cofradía del Rosario, correspondientes a abril de 1779,
se hace constar la siguiente data: «Se gastaron veinte y cinco pesos que se dieron al
Maestro Platero don Vicente Solís para principiar la refacción de las Andas que se
compraron para Nuestra Señora»
En los meses siguientes se hace constar igual descargo hasta noviembre del mismo
año de 1779. En el libro de actas, se consigna la sesión del 20 de marzo de 1779, en que
los Cofrades Veinticuatros acuerdan comprar al Convento las andas del Patriarca para
destinarlas a la Virgen del Rosario. El precio se estipuló a siete pesos la libra. Por lo
pronto se pagó la cantidad de dos mil ochocientos ochenta pesos. La venta realizaron los
padres para sufragar los gastos ocasionados por el avío del visitador padre Lucas Vara,
que había venido de España. El expendio de fondos por esta compra obligó a los Cofrades
Veinticuatros a suspender por de pronto la construcción del Camarín de la Virgen, que
por entonces se llevaba a cabo.
El retrato del platero Vicente López de Solís consta al pie de un cuadro de San Eloy,
que mandó pintar en 1775, por el artista Bernardo Rodríguez.
Capítulo XVIII

Las Bellas Artes en el siglo XVIII

III.- Pintura

Los dos grandes pintores del siglo XVII, Miguel de Santiago y Goríbar, alcanzaron
también a los comienzos del siglo XVIII. El primero murió el 4 de enero de 1706. En
cuanto al segundo, estampaba su firma a la cabeza de los parroquianos de San Roque, en
la petición que hicieron al Cabildo de Quito, el 5 de febrero de 1726.

El padre franciscano Antonio de Santa María, en su Vida Prodigiosa de la Venerable


Virgen Juana de Jesús, religiosa Clarisa que murió el 26 de setiembre de 1703, cita los
nombres del capitán Antonio Egas «aficionado a la pintura y de su esposa Isabel de
Santiago señalada en el arte, que fueron llamados para trazar el retrato de aquella
venerable monja cuyo cadáver se mantuvo fresco, como si estuviera con vida».

Espejo, en su Defensa de los curas de Riobamba, escrita en 1786, cita al acaso un hecho
revelador: «No era indio dice, ni hacía fiestas eclesiásticas, el famoso pintor Gregorito, y
éste, después de tener extrema habilidad y gusto para la pintura, después de ser rogado
con la plata, a trabajar en su bellísima arte, se moría de hambre y no vestía sino andrajos,
y era preciso que algún dueño de obra le hiciese violencia, aprisionándole en su casa, para
que tomara con alguna constante uniformidad de aplicación el pincel. Dicen los viejos
que pasaba lo mismo con el insigne Miguel de Santiago, que fue comparable con los
Ticianos y Miguel Ángel». Legarda, en su testamento, aludió también a este maestro
Gregorio, que trabajó asimismo para el templo de La Merced.

La decadencia de la pintura, en la primera mitad del siglo XVIII, iba al compás de la


situación social. Faltaban los mecenas y el favor de las Cofradías se habían inclinado por
el gusto de la escultura, que labraba retablos y tallaba imágenes policromadas, haciendo
servir la pintura para el primer decorativo.

El padre Velasco, que hubo de salir con sus compañeros de expulsión en 1767, escribió
evocando recuerdos: «Entre los modernos que eran muchos, conocía varios que estaban
en competencia y tenían sus partidarios y protectores. Eran: un Maestro Vela nativo de
Cuenca; otro llamado el Morlaco, nativo de la misma ciudad; un Maestro Oviedo, nativo
de Ibarra; un indiano llamado el Pincelillo, nativo de Riobamba; otro indiano joven nativo
de Quito, llamado el Apeles; y un maestro Albán, nativo también de Quito. Varias
pequeñas obras de este último y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por
jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero si con grande admiración,
pareciendo increíble que puedan hacerse cosas tan perfectas y delicadas».

El maestro Albán, a que se refiere el padre Velasco, se llamaba Francisco. De él nos fue
dado encontrar en la Galería Windsor de Montevideo una pintura en cobre procedente de
Europa, que llevaba la siguiente inscripción: «Aparición de Nuestra Señora de Aranzazu
por Francisco Albán. 1747. Tacunga». Su nombre hizo constar también en la serie de
lienzos que se hallaban en la antigua Casa de Ejercicios del Tejar y que desarrollaban
los temas obligados de predicación, de que se valían los jesuitas en el retiro anual del
clero. Al pie de cada cuadro se consignaba leyenda del ejercitante que costeó la pintura.
De este modo figuran sucesivamente: don Nicolás Pacheco, 1760; don Francisco Javier
Saldaña, 1760; canónigo doctor Gregorio Freire, 1763; don José de Izquierdo, 1763; don
Gregorio Álvarez y Verjuste, 1764 y don Cayetano Sánchez de Orellana, 1764. Esta lista
de nombres recuerda justamente la de quienes, hacía un siglo, hicieron constar al pie de
los lienzos de la vida de San Agustín, pintados por Miguel de Santiago. Pero ahora, a
mediados del siglo XVIII, se echaba de menos un Mecenas de la talla de Basilio de Ribera
o de José de Herrera y Cevallos. Con todo, los padres de Santo Domingo y la Merced
comprometieron a Francisco Albán para que pintara la serie de lienzos representativos de
la vida de su respectivo Patriarca, inspirándose en la colección de grabados de los
hermanos Klauber, que comenzó a circular entonces sobre las vidas de los Santos. A partir
de esos modelos data la modalidad de los pintores de la segunda mitad del siglo XVIII,
de representar las imágenes cercadas por un marco caprichoso que integra la composición
del cuadro.

Del mismo apellido y acaso hermano de Francisco fue Vicente Albán, cuyo nombre figura
en un lienzo de la Crucifixión, que se halla en el Museo Jijón y Caamaño y lleva la
inscripción siguiente: Vicente Albán pinxit a 1780. En 1783 pintó una serie de lienzos de
asunto folklórico, que se encuentra en Madrid, en el Museo de América. Consta de seis
cuadros en que se representan de cuerpo entero: La Llapanga, Señora principal, India en
traje de gala, Indio en traje de gala, Indio Yumbo e Indio cargador. En el contorno y al
fondo de la figura principal, constan los productos de la flora ecuatoriana, señalada cada
especie con un número y su real equivalencia. Lo que induce a suponer que fueron
pintados para satisfacer los deseos de Mutis, que estaba por entonces preocupado en
coleccionar la Flora de Bogotá y buscaba en Quito pintores que colaboraran en su
gabinete de trabajo. Vicente colaboró también con Francisco en la pintura de la vida de
San Pedro Nolasco. Con la data de 1783 hizo el mismo pintor el retrato del ilustrísimo
señor don Blas Manuel Sobrino y Minayo, en ademán de bendecir.

A la familia de estos dos pintores pertenecieron también los padres Dominicos fray Juan
y fray Antonio Albán. Del primero se conserva manuscrito el curso trienal de Filosofía
que dictó entre los años 1766-1768. Lleva el título encuadrado en marco de viñeta, lo
mismo que la inicial del último tratado. Del padre Antonio Cecilio Albán se guarda un
retrato en busto del padre Pedro Bedón, que obsequió a la Recoleta Dominicana en 1788.

Contemporáneo de los pintores Albán fine Antonio Astudillo, con los cuales colaboró en
la serie de lienzos de la vida de San Pedro Nolasco, que se exhibe en los claustros del
Tejar. Hizo constar su nombre en el cuadro de la archivolta de la puerta de ingreso al
Convento de San Francisco, donde se representa fray Jodoco Ricke en actitud de bautizar
a un niño indio.

Pintores quiteños en la Flora de Bogotá

La fama de Quito, como centro floreciente de arte, se imponía a norte y sur por el mercado
de imágenes y cuadros. Los temas religiosos constituían motivos de inspiración y, al
mismo tiempo, fuentes de ingreso para imagineros y pintores. En el último cuarto del
siglo XVIII se abrió un horizonte nuevo a los artistas de Quito.

Desde 1760 se hallaba en Nueva Granada don José Celestino Mutis, quien vino en calidad
de médico del virrey don Pedro Mecía de la Zerda. Aficionado desde la juventud a las
ciencias matemáticas y naturales concibió, desde su llegada al Nuevo Reino, la idea de
fundar un instituto científico, que se dedicase al estudio de las riquezas naturales del país.
Por iniciativa personal comenzó el trabajo, que fue luego patrocinado por el arzobispo
virrey don Antonio Caballero y Góngora, quien consiguió del rey Carlos III la expedición
de la cédula real de 1. º de noviembre de 1873, mediante la cual creaba oficialmente el
instituto botánico de Bogotá, encomendando su dirección a Mutis.

El plan del sabio director abarcaba la investigación y estudio del inmenso campo de las
ciencias naturales. Bajo su influjo paternal y a la sombra de su prestigio se formó una
pléyade de jóvenes, que tomó conciencia de la riqueza inexplotada de Nueva Granada.
Entre ellos figuraron Francisco Antonio Zea, Joaquín Camacho, Jorge Tadeo Lozano,
Francisco José de Caldas, Salvador Rizo, Francisco Javier Matiz, Eloy de Valenzuela,
José Manuel Restrepo, José Domingo Duquesne, y algunos más que figuraron en el
movimiento de la Independencia.

La rama de la flora mereció la preferencia de Mutis. Para su estudio juzgó indispensable


la pintura. En un oficio al Virrey le decía al respecto: «En todos mis oficios relativos a la
Expedición Botánica y formación de mi flora, he manifestado mis suspiros por la parte
no menos esencial de la pintura». Bajo la dirección del sabio se formó experto dibujante
Pablo Antonio García, que se separó a fines de 1784. En su reemplazo llegaron de España,
enviados por el Rey, los pintores José Calzado y Sebastián Méndez: el primero formado
en la Escuela de Pintura de Madrid y el segundo, discípulo de Antonio Rafael Mengs.
Ambos defraudaron la expectativa de Mutis.

En cambio Mutis depositó la confianza en Salvador Rizo, que se convirtió en el


colaborador más eficaz de la Expedición. A su afición a la pintura, Rizo juntaba la pericia
en la administración de los asuntos económicos, junto con un carácter bondadoso. Resultó
el intérprete ideal del proyecto del Maestro, tanto para el buen gusto como por el
entusiasmo con que llevó a cabo la Flora de Bogotá. El primero en alistarse como
dibujante fue Francisco Javier Matiz, cuyo nombre perpetuó Humboldt en la Matizia
Cordata que impuso al guaco, antídoto eficaz contra el veneno de las culebras.

Ante la necesidad de procurar dibujantes, el Virrey de Nueva Granada escribió desde


Tumaco, con fecha 11 de agosto de 1786, al presidente de la Audiencia de Quito
Villalengua y Marfil, pidiéndole que comprometiera seis pintores «para el adelantamiento
y conclusión de las científicas ideas de don José Celestino Mutis». Superadas algunas
dificultades, los dos maestros pintores José Cortés de Alcocer y Bernardo Rodríguez,
recomendaron a sus discípulos más aprovechados. Del taller de Cortés fueron sus dos
hijos Antonio y Nicolás con Vicente Sánchez y del obrador de Rodríguez, Antonio
Barrionuevo y Antonio Silva. Cortés quiso asegurarse del buen comportamiento de sus
hijos; por esto decía que «siendo ellos muchachos sin vicios, debían vivir haciendo cuerpo
de la familia del comisionado para que sean observantes y cumplidos con dicho señor en
todo». A su vez Rodríguez recomendaba a los suyos «como prácticos y hombres de bien».
Antes habían estos pintores enviado maestrías de su trabajo, que fueron aprobados por
Mutis, quien garantizó que los jóvenes quiteños hallarían en él «amor, afabilidad y buen
tratamiento, con las demás preferencias que se hiciesen acreedores por su docilidad y
buena conducta».

Firmado el contrato, el grupo de artistas salió de Quito en noviembre, en compañía de


don Juan Pío Montúfar. Tras una larga demora en Popayán a causa de enfermedad que
atacó a todos, prosiguieron su viaje hasta Mariquita, donde iniciaron sus tareas en abril
de 1787. Ahí permanecieron hasta 1790 en que el Gobierno, atendiendo a la salud de
Mutis, ordenó el traslado de la expedición a Bogotá. Antes de este paso había Mutis
procurado contratar en Quito nuevos pintores para integrar el grupo de dibujantes. De este
modo viajaron sucesivamente, primero, Francisco Villarroel y Francisco Javier Cortés en
compañía de Manuela Gutiérrez esposa de Antonio; luego, Mariano Hinojosa, Manuel
Rueles y José Martínez y, por último, José Xironza, Félix Tello y José Joaquín Pérez.

En cuanto al método de labor «trabajaban nueve horas al día, guardando profundo


silencio en la oficina, donde, en lugar respectivo, cada uno se ocupaba en dibujar sobre el
papel, ya solamente con lápiz, ya con colores, la planta que tenía delante. El jornal se les
pagaba cada semana deduciendo lo que cada cual había perdido por sus faltas, no
justificadas, a juicio del Director». Los jornales eran los siguientes: Cortés, el mayor, dos
pesos diarios; Silva, catorce reales; Sánchez y Barrionuevo, doce; Cortés, el menor, diez.
Los días de trabajo eran doscientos ochenta y ocho al año.

Respecto al valor de la pintura escribió Humboldt: «Hacíanse los dibujos de la Flora de


Bogotá en papel grand aigle y se cogían al efecto las ramas más cargadas de flores. El
análisis o anatomía de las partes de fructificación se ponían al pie de la lámina. Parte de
los colores procedía de materias colorantes indígenas desconocidas en Europa. Jamás se
ha hecho colección alguna de dibujos más lujosa, aún pudiera decirse que ni en más
grande escala».

El trabajo de los pintores quiteños continuó regularmente hasta la muerte de Mutis,


ocurrida el 11 de setiembre de 1808. En la dirección lo reemplazó Sinforosio Mutis, cuyo
nombramiento no fue del agrado de los miembros de la expedición que deseaban la
designación de Caldas. Pronunciado el movimiento de la Independencia, el Pacificador
Murillo liquidó la expedición y el tesoro artístico de la Flora, que consta de 6617 láminas,
fue trasladado a España y reposa en el jardín botánico de Madrid.

Disuelta la expedición en 1817, algunos pintores regresaron a Quito. Mariano Hinojosa


se radicó en Bogotá y estableció una escuela de dibujo, a la que concurrió don José
Manuel Groot. Francisco Escobar Villarroel sufrió un año de prisión por sus ideas
patriotas en 1816 y murió poco después en Bogotá. Antonio Cortés cultivó el retrato y
murió en Bogotá el 15 de setiembre de 1813.

Aludimos ya al elogio que hizo Caldas del mérito de los pintores quiteños, que rivalizaron
en habilidad con el grabador Smith. Debió ser halagüeño para Quito oír la alabanza de
sus compatriotas, cuando aún trabajaban en Bogotá. «Los mejores pintores, dijo Caldas
en su discurso de 1805 a los alumnos del Seminario, han nacido en este suelo afortunado.
La familia de Cortés está inmortalizada en la Flora de Bogotá. ¿Quién creyera, señores,
que el pincel quiteño se había de elevar hasta ser émulo de Smith y de Carmona? ¡Cuánto
valen el talento y la educación unida al premio y al honor! Los hijos de Cortés, Matiz,
Sepúlveda, no habrían salido en Quito de la clase de pintores comunes; pero al lado del
sabio Mutis, en quien hallaron un tiempo padre celoso de la pureza de sus costumbres, un
director de su genio y un admirador de sus talentos, desarrollaron sus ideas y han hecho
ver al Universo que el quiteño con educación es capaz de las mayores empresas. ¡Ah! si
el ilustre Mecenas como pensaba ahora diez años visitar este suelo, lo hubiera verificado,
estoy seguro que Cortés, los Samaniego, Rodríguez, habían representado en el Nuevo
Continente a Mengs, Lebrount y el Ticiano».

La historia de la Flora de Bogotá proporciona el dato de la existencia en Quito de dos


maestros pintores con taller, al que concurrían buen número de discípulos. Fueron ellos
don José Cortés de Alcocer y don Bernardo Rodríguez. Del primero hizo ya mención
Legarda, al inscribirlo como uno de los Priostes de la fiesta de San Lucas el año de 1762.
En 1786 consta como jefe de numerosa familia de pintores. De sus hijos, Antonio y
Nicolás fueron a trabajar con Mutis en 1787. Un tercer hijo, Francisco Javier viajó diez
años después a Bogotá y más tarde a Lima para dirigir la Academia de dibuja establecida
ahí en tiempo del virrey don José conservó su fama de pintor toda la segunda mitad del
siglo XVIII. Espejo, en su discurso de 1792, mencionó a Cortés y Caspicara, como los
representantes máximos de la pintura y escultura, respectivamente. De su pincel se
conservan dos grandes lienzos, uno en la pared del presbiterio de la Capilla del Hospital
San Juan de Dios y otro en el descanso de la grada del Hospital Eugenio Espejo. Su
nombre consta también en una serie de misterios del Rosario, que se halla en el palacio
Episcopal de Popayán. Finalmente, un lienzo de Nuestra Señora de Nieva que se venera
en la iglesia matriz de Tulcán, lleva la siguiente inscripción: Josephus Cortés me fecit
anno Domini 1803. Miembro de la misma familia fue don Casimiro Cortés que pintó, en
asocio de Antonio Astudillo, algunos cuadros de la vida de San Pedro Nolasco para los
padres de la Merced.

Además de los discípulos que fueron a Bogotá, parece que concurrió al taller de Cortés el
pintor Luis Alarcón, que puso su nombre al pie de una imagen de San José (propiedad de
José Luis Arango, Bogotá) y de un lienzo de la Inmaculada, que perteneció a la familia
Muñoz de Cuenca (propiedad de Max Konanz).

Bernardo Rodríguez

El dato más antiguo, referente a Bernardo Rodríguez, consta en un lienzo que representa
a San Eloy, patrono de los plateros. El Santo, vestido de Obispo, está rodeado de figuras
que llevan los emblemas del oficio. Al pie se encuentra el retrato del platero Vicente
López de Solís, muy conocido por su habilidad artística. La fecha de la pintura es de 1775.
El cuadro se conserva en la colección de Víctor Mena.

A partir de 1780 estuvo a servicio de los padres Mercedarios, como se colige del descargo
de «seis pesos siete reales dados a los depositarios, por veinte y siete varas y media de
lienzo de a dos reales para los cuadros del claustro que los está pintando Bernardito». Este
diminutivo demuestra el afecto que los padres de la Merced sentían para con el pintor que
más contribuyó a propagar la devoción a Nuestra Señora de la Merced, en la segunda
mitad del siglo XVIII. A este auge del culto de Nuestra Señora respondió la reimpresión
en 1782 de la Novena Deprecatoria a la Santísima Virgen María de la Merced, por fray
Antonio de Vidaurre.

También el Convento de San Francisco aprovechó de la habilidad de Bernardo Rodríguez.


En el Museo Franciscano se encuentran algunos lienzos firmados por este pintor. Entre
ellos, algunos representativos de los milagros de San Antonio de Padua y una Inmaculada,
coronada por la Trinidad, con los bustos de San Joaquín y Santa Ana a los lados y el pie
un blasón heráldico.

En el Museo Jijón y Caamaño hay varios cuadros pintados por el mismo artista. Uno de
San Camilo de Lelis lleva la siguiente inscripción: Fecit - Quito - 1797. Bernardo
Rodríguez por ruego de don Juan María Albán. Otro que representa el Descendimiento
tiene la siguiente constancia: Bernarda Rodríguez me fecit. Abril 11 de 1783. También
consta el nombre del artista en los lienzos figurativos de los países de Europa. J. Roberto
Páez posee un libro de: Cuadros del antiguo y del nuevo Testamento que en ciento
cincuenta figuras representan las más notables historias del antiguo y nuevo Testamento,
según los grabados de los maestros más hábiles. No lleva fecha ni pie de imprenta; sólo
se indica que se halla en Amsterdam, en casa de Reinier y Josua Attens. El valor del libro
para el caso es que, en la primera página, consta la inscripción de: «Soy de Bernardo
Rodríguez de la Parra y Jaramillo: costó 58 pesos». Y en la última página se consigna el
siguiente detalle: «Lo compré este libro en 22 de febrero de 1795 en 58 pesos y por ser
verdad lo firmo yo su dueño Bernardo Rodríguez». De este libro reprodujo el pintor los
grabados n. º 149 y 160, que representan a San Pedro y San Juan en la actitud de curar a
un cojo en la puerta del templo y a San Pablo en ademán de arrojar la víbora al fuego.
Estos dos lienzos de gran tamaño se encuentran en la nave derecha de la Catedral de
Quito.

El mejor lienzo de Bernardo Rodríguez es, sin duda, el cuadro de las almas, que se
conserva a la entrada de la sacristía de Santo Domingo. Transcribimos a continuación el
contrato firmado entre el pintor y el cliente, que revela una serie de datos sobre las
condiciones impuestas al artista para la realización de su obra. Dice así: «Quito, a 1 de
octubre de 1793. Digo yo don Bernardo Rodríguez que he tratado con fray Joaquín Yánez
del Orden de Santo Domingo y me he obligado a hacerle un cuadro de las Benditas Almas,
de tres varas de largo y dos y medio de ancho, por el precio de cincuenta pesos; los
cuarenta y seis me ha de dar en pan y velas, medio real de pan cada día y tres velas por
un real los sábados, cuya contribución se cuenta desde hoy.- 2.º que he de entregar el
cuadro dentro de ocho meses contados desde esta fecha, esto es todo el mes de mayo del
año venidero de 94. 3.º que fuera de las efigies que representan las benditas almas ha de
contener el lienzo once imágenes que serán de Nuestra Señora del Rosario, con el vestido
y los rayos sisados con oro, Señor San José, San Joaquín, Santa Ana, Santo Domingo,
San Francisco, San Vicente Ferrer, Santa Teresa, Santa Rosa, el venerable Porras y
venerable Masías.- Que a más de los Ángeles que tiene el cuadro de Santa Bárbara ha de
tener el contrato seis más y un sacerdote en representación de decir misa. Y confieso que
tengo recibidos en plata buena y corriente, los cuatro pesos que restan para el entero de
los cincuenta. Debiendo ser la entrega del lienzo acabado y perfecto, pronta el plazo
señalado, pudiendo el dicho padre, en caso de demora reconvenirme ante la justicia. Pues
para que todo lo pactado conste, firmamos los dos en esta ciudad. Fray Joaquín Yánez -
Bernardo Rodríguez».
Este lienzo lleva al pie la inscripción que sigue: «Se acabó el día lunes a 22 de setiembre
de 1794.- Pintó este cuadro a devoción y expensas de Joaquín Yánez con permiso de sus
superiores para que de esta Capilla de los naturales no se traslade ni se mueva a otra
parte porque así es su voluntad».

En 1797 pintó los lienzos de los Doctores de la Iglesia, que se conservan en la sala
superior del Convento de San Agustín.

Manuel Samaniego y Jaramillo

Discípulo y pariente de Bernardo Rodríguez fue Manuel Samaniego y Jaramillo, el pintor


más caracterizado del siglo XVIII y principios del XIX. Nacido en el barrio de San Blas,
poco antes de 1767, casó muy joven con Manuela Jurado López de Solís, sobrina
posiblemente de Vicente López de Solís, que figura en el cuadro de San Eloy pintado por
Rodríguez en 1775.

A raíz de su matrimonio hubo de experimentar el carácter enérgico de su esposa, mayor


a él con doce años, que se sintió ofendida por la infidelidad de su marido.

Entre los años 1796 y 1797, Samaniego concurría a la iglesia de Santa Clara a dirigir la
obra del retablo mayor. Entonces conoció ahí a Josefa Yépez, depositada en el Monasterio
y tuvo en ella una hija llamada Mariana. En noviembre de 1797, Manuela Jurado siguió
causa criminal contra su esposo, denunciando el adulterio. Además, consiguió el
encarcelamiento de los culpados, Samaniego en la cárcel de la Audiencia y la Yépez en
la clausura de Santa Marta. El Juez que conoció la causa fue el oidor don Antonio Suárez
Rodríguez. Samaniego nombró por defensor a don Joaquín Aguiar y Venegas, Procurador
de causas de la Real Audiencia. De las declaraciones en el proceso se deducen algunos
datos acerca de la persona y profesión del artista. Dijo: «llamarse don Manuel Samaniego,
natural y vecino de esta ciudad, ser de edad más de treinta años, casado con doña Manuela
Jurado, de ejercicio pintor». «Con motivo de estar el declarante dirigiendo cierta obra de
carpintería o retablo de la iglesia en el convento de Santa Clara, hace el tiempo de dos
años escasos», trató allí con doña Josefa Yépez. Desde la cárcel elevó una solicitud al
Juez, pidiendo que se le pusiera en libertad, «respecto a que en el día me hallo precisado
a concluir la obra de la casa preparada para el señor Regente, y que los oficiales no pueden
seguir sin mi dirección la obra y que tal vez por esto se me seguirá perjuicio». La esposa
se opuso a esta demanda, alegando que «no faltan artesanos en esta ciudad a quienes
pueden pasar las obras que comenzó Samaniego». El 15 de noviembre insistió Samaniego
en su petición y consiguió la libertad el 23 de diciembre. En la nueva solicitud decía su
procurador Aguiar y Venegas: «Hago presente a la sabia consideración de Vuestra
Señoría, que mi parte es un oficial público bien acreditado en las artes liberales de
escultura y pintura: que están a su cargo varias obras que debe entregar con prontitud y
remitir a Santa Fe, Lima, Guayaquil y otras partes: que su detención no sólo le hace quedar
mal y le atrasa privándole del ingreso del valor de su trabajo con que subsiste, sino que le
desconceptúa para cualquiera que Ignore el verdadero motivo de su arresto, y lo crea
acaso delincuente de algún exceso, de otra gravedad que le infame».

Desde luego, al concederle la libertad bajo fianza, se le obligó a prometer enmienda, por
lo que miraba al adulterio y, además, «a no ofender, injuriar, ni maltratar de obra ni de
palabra, directa ni indirectamente, a su legítima mujer».

Este episodio de juventud no volvió más a repetirse. Su esposa le dio dos hijas, la primera
María Josefa, que murió soltera al cumplir los quince años y la segunda, Brígida que casó
con José Fortún. Doña Manuela sobrevivió al marido cosa de seis años. En el testamento
que otorgó el 19 de agosto de 1830, declaró: «cuando contrajimos matrimonio fuimos
ambos cónyuges pobres, sin que ninguno haya introducido nada al matrimonio, y lo poco
que se ha adquirido ha sido mediante el trabajo e industria personal de ambos».

Es posible que doña Manuela hubiese heredado la habilidad de los López Solís, que se
distinguieron en el arte de la platería. Las obras de miniatura, que llevan el sello del taller
de Samaniego, delatan la finura de manos femeninas. Lo que si es evidente es que
Samaniego fue un artista muy cotizado y que le faltaba tiempo para satisfacer a sus
clientes, no sólo de Quito, sino de Guayaquil, Bogotá y Lima. Con el fruto del trabajo
mancomún, compraron ambos, el 7 de enero de 1795, en el precio de tres mil doscientos
veinticinco pesos «unas casas de altos y bajos, cubiertas de teja, en la parroquia de Santa
Bárbara y esquina nombrada de la Sábana Santa, al andar de la calle que tira de la
carnicería a la planta de San Blas». Estas casas colindaban con las de doña Josefa
Cañizares. Samaniego había construido, anexa a las suyas, una pared que dominaba la
casa vecina y daba ocasión a que las lluvias rebotasen al inmueble. En setiembre de 1802
la señora Cañizares levantó querella por perjuicio. La causa duró hasta 1806. Por fin,
Samaniego se comprometió a evitar perjuicios a la casa vecina y presentó el plano de la
construcción que proyectaba realizar. Al pie del plano, consta del puño y letra del pintor
la inscripción siguiente: «Diseño del moda que propongo poner la cubierta, en la pared
propia mía, de mi casa, y el alar mediano bajo que aquí lo muestro, para preservar de toda
humedad que por algún acaso, con vientos recios, pudiera ocasionar: quedando con este
dicho modo, libre de todo perjuicio, de ambas partes, como aquí se ve.- Manuel
Samaniego».

Durante su vida Samaniego gozó de la fama de ser el mejor artista de su tiempo. Caldas
había recibido de su compatriota don Antonio Arboleda la comisión de hacer trabajar
unas imágenes para Popayán. Dándole cuenta del trabajo le escribió el 6 de diciembre de
1801: «Los ensayos de usted avanzan: Samaniego, pintor de genio, ha formado los
diseños de los santos, bien contrastados, equilibrados con sus niños, aptitudes naturales y
expresiones propias; en fin, no perdonó cuidado para que tenga dos santos buenos, o, a lo
menos, que salgamos de la rutina antigua».

También en el discurso de 1805, Califas aludió a Samaniego, al elogiar el mérito de los


pintores quiteños, que trabajaron en la Flora de Bogotá.

Por los datos referidos se colige que Samaniego fue un artista que, además de la pintura,
practicaba también las demás artes plásticas. A petición del Barón de Carondelet vino
desde Popayán a Quito el arquitecto español don Antonio García para dirigir la
construcción del duomo de la Catedral. Una vez trazados algunos proyectos, el Cabildo
Catedralicio aprobó el que se llevó a cabo y se conserva hasta el presente. El arquitecto
estuvo frente al trabajo hasta 1803, en que llamado por sus superiores hubo de regresar a
Popayán. Dejó en su lugar para concluir la obra al artista Manuel Samaniego, que por
entonces se ocupaba en la decoración interior de la catedral.

El mejor encomio de Samaniego trazó el literato chileno Pedro Francisco Lira, en


su Plutarco de los Jóvenes - Tesoro Americano de Bellas Artes, donde escribió lo
siguiente:

Vivamente apasionado al estudio de su profesión, Samaniego se distinguió, tanto en la


pintura del paisaje, como en la de la figura humana. Son muchos los cuadros que ha
dejado, señalándolos con un estilo peculiar y propio de su escuela. Los lienzos que existen
en la Catedral de Quito son los siguientes: la Asunción de la Virgen en el altar mayor,
el Nacimiento del Niño Dios, la Adoración de los Reyes Magos, el Sacrificio de San Justo
y San Pastor y algunos otros relativos a la Historia Sagrada.
«La entonación de su colorido es sumamente dulce. Feliz en la encarnación y frescura de
sus toques, se distinguió en los cuadros de Vírgenes y de otros santos, en cuyo ejercicio
empleó una gran parte de su vida. Sus paisajes son conocidos por la destreza en la pintura
de los árboles, aguas, terrazos y arquitectural; siendo sólo sensible que a su paleta le
hubiese faltado el número suficiente de colores para diversificar el colorido; mas no
debemos atribuir esta falta a su poca habilidad, sino a los tiempos de atraso en que vivió,
pues se veía obligado a servirse de los pocos y malos colores que entonces existían en
Quito.

»Samaniego daba gran importancia a sus cuadros, y no los pintaba sino a precios muy
subidos; motivo por el cual sólo existían, además de los nombrados anteriormente, una
galería pintada por él en una casa de campo del antiguo Marqués de Selva Alegre; pues
no todos tenían medios para encomendarle sus obras. Parece que no era de su agrado el
pintar retratos, porque según se asegura, decía que en los retratos, tenían voto hasta los
cochinos.

»Tampoco debemos pasar en silencio y olvidar su grande habilidad para el trabajo de la


miniatura y obras al óleo de una pequeñez que admira. Este artista falleció repentinamente
en edad avanzada, dejando muchos discípulos y dando pruebas de mucha moralidad y
consagración al trabajo». El año más probable de su muerte se ha señalado el de 1824.

Samaniego fue el artista más destacado del final de la Colonia. Los colores favoritos a su
pincel fueron el azul, el rojo, el verde y el blanco, que respondían, por otra parte, a la
delicadeza de su alma. En pinceladas de leves veladuras ha sabido inspirar a las figuras
un aire de gracia y de frescura, que se imponen, además, por la destreza del dibujo. Los
temas que más se ofrecieron a su paleta fueron la Divina Pastora, la Inmaculada, el
Tránsito de la Virgen. Las imágenes están generalmente dispuestas en un fondo de paisaje
ideal, que integra la composición del cuadro. Eugenio d'Ors ha definido la gracia como
una belleza sonriente. Samaniego ha sabido informar a sus pinturas de gracia entre divina
y humana, una categoría de esa belleza que agrada a la vista y también al corazón.

Tuvo algunos discípulos. Entre ellos, Antonio Salas y José Lombeida, que dejó algunos
lienzos en Riobamba. Samaniego fue el último representante de nuestra pintura colonial.
Quizás para enseñanza de sus alumnos escribió un Tratado de Pintura, en que compendió
las lecciones de los grandes maestros españoles, italianos y flamencos y dio las recetas
para preparar las pinturas con ingredientes asequibles al ambiente.
Capítulo XIX

Desde el 10 de agosto de 1809, en que estalló el Primer Grito de libertad política, hasta
el 24 de mayo de 1822 en que se consumó la Independencia, Quito vivió un ambiente de
inquietud, nada favorable al desarrollo de las Bellas Artes. Esta etapa de intranquilidad
hay que prolongarla hasta el 6 de marzo de 1845, fecha de la caída del general Juan José
Flores.

Shaftesbury, nutrido de las ideas del neoplatonismo, estableció una íntima dependencia
entre los ideales políticos de libertad y el desarrollo y florecimiento de la cultura. Según
él, sólo en un estado libre pueda asegurarse una alta cultura espiritual, en que florezcan
las Bellas Artes. ¿Hasta qué punto es verdadero y aceptable este criterio?

El paso de la dependencia a la libertad política se dejó sentir en todo el ambiente social


de la nueva República. Como contribución directa se impuso el dos por ciento de los
haberes individuales. En el Registro correspondiente a 1825, se hace constar la lista
especificada de los contribuyentes. Ahí figuran los pintores, los escultores y los plateros.

La proporción de bienes registrados indica la situación económica, generalmente escasa,


que vivían los artistas. A la cabeza se hallaban, entre los pintores, Antonio Salas y Diego
Benalcázar con el haber de quinientos pesos y la contribución de diez anuales; seguía José
Olmos, calificado de pintor y escultor, con cuatrocientos pesos y la cuota de ocho; venían
luego Javier Navarrete y Matías Navarrete, con trescientos y el impuesto de seis; a
continuación constaban Esteban Riofrío, con doscientos cincuenta y cinco de cuota;
después se hallaban Mariano González, Antonio Vaca, Feliciano Villacrés, José Díaz,
Mariano Flor, José Páez, Pedro Villagrán y José María Riofrío, con doscientos pesos y
cuatro de impuesto y, finalmente, Mariano Unda, Mariano Rodríguez, Javier Pazmiño,
Agustín Vaca, Ignacio Mora, Joaquín Paz y Baltazar González, con ciento cincuenta
pesos de haber y tres de contribución.

Entre los escultores figuraban Manuel Puente, Manuel Jara y Toribio Escorza, el primero
con doscientos cincuenta y los dos restantes con doscientos pesos y la cuota de cinco y
cuatro, respectivamente.
Los maestros plateros constaban todos con tres pesos de impuesto, que correspondían al
haber de ciento cincuenta. Eran Antonio Ruiz, Miguel Solís, Juan Mogro, Eugenio
Aguirre, José Solís y Aldana, José Antonio Mogollón y Andrés Solano.

En 1825 estaba todavía fresco el recuerdo de Manuel Samaniego, quien había muerto y
repentinamente el año anterior. Su mujer, Manuela Jurado y Solís, otorgó su testamento
el 19 de agosto de 1830, dejando por heredera a su hija Brígida Samaniego, casada con
José Fortim. Samaniego era deudo de Bernardo Rodríguez por el apellido materno
Jaramillo y, por su esposa, tenía parentesco con los plateros de apellido Solís. En este
ambiente de arte se formó Antonio Salas, quien demostró su afecto a Samaniego,
bautizando a una de sus hijas con el nombre de Brígida, que era el de la heredera del
maestro.

Entre los artistas, Antonio Salas fue favorecido con un don excepcional, el de una
descendencia en que perpetuó su nombre y la afición a la pintura. De su primera esposa
doña Tomasa Paredes, tuvo a Ramón, quien fue padre de Camilo y Alejandro, ambos
pintores que alcanzaron este siglo y dejaron una sucesión de nuevos artistas. Del segundo
matrimonio con doña Eulalia Estrada y Flores nacieron Rafael Salas, becario en Roma,
como Luis Cadena y compañeros más tarde en el profesorado en la Escuela de Bellas
Artes, fundada por García Moreno; Diego que optó por la medicina, sin renunciar al
ejercicio de la pintura; Brígida, de notable habilidad pictórica y muy cotizada por sus
obras de tema religioso y Josefina, madre de Antonio Salguero, tronco, a su vez, de una
nueva generación de artistas. Por lo visto, de Antonio Salas procede una larga
descendencia que se ha prolongado hasta el presente.

Antonio Salas ofrece, en su personalidad de artista, el caso típico de la evolución ante las
circunstancias de la vida. Nacido antes de 1790 y muerto en 1860, participó del espíritu
de la colonia y de la Independencia. De sus Maestros Rodríguez y Samaniego aprendió
la pintura, caracterizándose desde el principio por su dibujo y colorido personal. Del
ambiente de la Colonia heredó la temática religiosa, en que hubo de satisfacer a clientes,
como se demuestra en los lienzos de la Muerte de San José y la Negación de San Pedro
en la iglesia Catedral; el Hijo Pródigo en el Carmen Antiguo; la Dolorosa en el Museo
Colonial; los cuadros de la Vida de la Virgen en los claustros de San Agustín y San
Francisco de Sales, de propiedad particular.
La etapa de la libertad política le ofreció un nuevo tema a su pincel. A vista del artista
posaron Bolívar y Sucre y los generales y coroneles que lucharon por la independencia.
La galería de estos retratos se exhibe hoy en el Museo Jijón y Caamaño. Un episodio
singular le amargó la vida con experiencia triste el 19 de marzo de 1824, cuando se
disponía a concurrir al Palacio de Gobierno para proseguir una obra de encargo del
general Juan José Flores, quiso la suerte que se encontrara con su amigo Antonio López,
el cual le convidó a libar unas copas. Prolongase la tenida hasta mediodía, hora en que se
acordó que era día festivo. Oída la misa de mediodía en la Catedral y vuelto a la casa,
sacó una daga y, en estado casi de inconciencia, vengó una injuria que la víspera había
recibido de una negra llamada Nicolasa Cansino. Procesado ante la justicia fue condenado
a cinco años de prisión en el fuerte de Punta de Piedra, que luego se cambió por el confinio
en Loja, donde hay memoria de haber dejado algunas obras.

El 31 de enero de 1852 debe tenerse como una fecha simbólica para el Arte Ecuatoriano.
Ese día memorable se inauguró la sociedad llamada Escuela Democrática de Miguel de
Santiago .Con el nombre del máximo pintor de la Colonia se organizó una entidad social,
que propiciaba el cultivo del arte, pero que no pudo prescindir del ambiente político, que
anhelaba la liberación definitiva del influjo del general Flores. Como objetivo de la
sociedad se señalaba «cultivar el arte del dibujo, la Constitución de la República y los
principales elementos del Derecho Público», bajo el lema de Libertad, Igualdad y
Fraternidad.

La instalación de la Sociedad revistió el carácter de un acontecimiento público. Invitados


oficialmente concurrieron a ocupar sus puestos los Presidentes de las Sociedades de la
Ilustración, doctor Miguel Riofrío, y de la Filarmónica, don Baltazar Antonio Guevara.
«Abierta la sesión con los señores protector doctor Javier Endara, presidente Ramón
Vargas, vicepresidente Juan Agustín Guerrero, noventa y dos socios y el secretario don
Fernando Polanco, se leyó y aprobó el acta de la sesión anterior». Luego una comisión
nombrada por el Presidente fue a conducir al Gobernador de la Provincia Comandante
don Daniel Salvador, quien acudió con las demás autoridades públicas.

Abierto el acto llevaron la palabra el Gobernador, el Presidente, el Vicepresidente y el


Protector de la Escuela Democrática; el Presidente de la Ilustración y el de la Filarmónica;
el Teniente Coronel José Sánchez Rubio y el doctor Marcos Espinel, socios honorarios y
el socio efectivo Manuel Riofrío. Los discursos alternaban con piezas musicales,
ejecutadas por los profesores de la Filarmónica.

La tónica general de los discursos fue de matiz político. Se aludió a la revolución de


marzo como de un acto redentor. Se insistió en la Democracia, como niveladora de las
clases sociales. «Querer atajar la democracia, se dijo entonces, es luchar contra la
voluntad del mismo Dios».

La Escuela Democrática Miguel de Santiago dio, pocos meses después, pruebas de su


influjo en la promoción de las Bellas Artes. El 6 de marzo de 1852, con motivo de celebrar
el séptimo aniversario de la caída del general Flores, organizó una nueva sesión solemne,
con el objeto de galardonar a los artistas triunfadores en la primera Exposición de Arte,
promovida por la Escuela, y de coronar al poeta quiteño Julio Zaldumbide.

El escenario y el auditorio fueron los mismos que del acto solemne de inauguración. En
cambio fueron otros los principales oradores. Esta vez hablaron, además del Protector,
don Fernando Polanco, don Francisco Paz, el doctor Antonio Cárdenas, don Pablo
Bustamante, don Modesto Espinosa, don Francisco Gómez de la Torre y don Juan
Montalvo. El tema de todos los discursos versó en torno a la fecha que se conmemoraba.
Tan sólo el señor Gómez de la Torre se refirió directamente al Arte, con ideas que revelan
la orientación que entonces se buscaba.

Tomando, dijo, en la pintura por modelo a Miguel de Santiago, desaparecerá de ella una
unidad de objeto; porque hasta ahora la pintura se ha contraído sólo a representar
imágenes melancólicas y meditabundas. El pincel ha tenido por único elemento el aspecto
sombrío del claustro; y jamás ha propendido a entregarse en brazos de la naturaleza para
ser fecundo como ella en presentar imágenes grandiosas, ni menos seguir impulsos de
los fantásticos caprichos de la imaginación; pudiéndose decir de nuestra pintura lo que un
viajero decía respecto de la española: que todas las paredes estaban adornadas con
magníficas pinturas; pero que todas incitaban a la piedad y al cilicio.

Aún hay más: la pintura entre nosotros se ha mantenido campeando en el teatro servil de
la imitación. Pero ahora ella se lanza de la invención y de la originalidad para tomar un
carácter nacional.
La literatura, la música y la pintura, representadas por las sociedades Ilustración,
Filarmónica y Escuela Democrática empiezan a conquistar su independencia y
nacionalidad para no mendigar la ciencia y la inspiración en las naciones que llevan la
vanguardia de la civilización.

Cabe destacar de paso las observaciones sobre la pintura ecuatoriana, que todavía se
encerraba en la temática religiosa y en la imitación y necesitaba interpretar la naturaleza
y propender a la originalidad.El acto de pleno matiz artístico fue la intervención de
Zaldumbide con sus versos «A la música» y luego la ceremonia de la coronación, con el
discurso del doctor Miguel Riofrío, Director de la Ilustración.

Se procedió luego a la premiación de los triunfadores en la Exposición. Para el veredicto


se había previamente designado un jurado calificador, compuesto por Antonio Salas, José
Páez y Medrano y José Ildefonso Páez y Juan Pablo Sanz como Secretario. A juicio de
esta comisión resultaron acreedores a los premios en el orden siguiente:

1. º- Luis Cadena, por su cuadro La Aldea Campesina;

2. º- Juan Pablo Sanz, por su dibujo del templo de la Compañía;

3. º- Agustín Guerrero, por su lámina intitulada El Pudor;

4. º- Ramón Vargas, por su lienzo que representaba: Dos Profesores de pintura


retratándose el uno al otro;

5. º- Leandro Venegas, por su cuadro Oración del Huerto y sus retratos de los protectores
de la Escuela Democrática y de la Filarmónica;

6. º- Vicente Pazmiño, por sus cuadros de Los Reyes de Judá; y

7. º- Nicolás Alejandrino Vergara, por su miniatura Rosa Elena.

Puede advertirse que los temas que preocupan a los pintores fueron, aparte de los motivos
religiosos, el retrato y el paisaje.

A la Escuela Democrática de Miguel de Santiago había precedido el Liceo de Pintura,


fundado en Quito en 1849, bajo la dirección del dibujante francés Ernesto Charton, cuya
enseñanza costeaba gentilmente el doctor Ángel Ubillus. El Liceo fue el centro de
iniciación de jóvenes, que constituían una generación, de la que iban a surgir algunos
pintores de renombre. Entre ellos se encontraban Rafael y Ramón Salas, Luis Cadena,
Ramón Vargas, Leandro Venegas, Nicolás Miguel Manrique y Telésforo Proaño.

La Escuela Democrática Miguel de Santiago justificó su nombre, abriendo sus puertas a


todos los aficionados al arte. El Protector, en su Discurso del 6 de marzo, anotó que en la
Escuela, algunos artesanos y letrados habían aprendido a leer y escribir correctamente, a
la par que se habían habilitado en el dibujo y que muchos escultores y arquitectos, ajenos
al Establecimiento, habían sometido sus trabajos al examen del personal docente de la
Escuela.

Como ejemplar de estímulo el Protector citó el caso de José Carrillo, «nuestro


contemporáneo, dijo, que viajando por varias Cortes de Europa, se fijó en la de Grecia y
mereció ser profesor de dibujo en la Patria del divino Apeles». Carrillo había aprendido
pintura en el taller de Antonio Salas. Llevado por el espíritu de aventura fue a parar en
Guayaquil, donde se presentó como voluntario a lord Cockrane que se convirtió en
mecenas del joven pintor quiteño. Al amparo de su protector, cursó una escuela de pintura
en Londres, luego se perfeccionó en Italia y pasó después a Grecia, en cuya capital se le
puso al frente de una escuela de dibujo. Más tarde se estableció en Roma, donde se ocupó
en reproducir cuadros importantes para clientes de Inglaterra. Estuvo también en Francia.
Con el pensamiento puesto en su tierra natal, se trasladó a los Estados Unidos, con acopio
de cuadros y esculturas procedentes de Atenas y Roma. Al fin se embarcó en 1851, rumbo
a su patria; pero cerca de Panamá el barco sufrió naufragio y el artista se vio obligado a
ganar la vida, para buscar medios de continuar su viaje. De Panamá pasó a Lima, desde
donde vino a Quito en 1863, a concluir su vida en la mayor pobreza, víctima de los
caprichos del destino.

Entre los artistas del siglo XIX ocupó puesto de prestancia Juan Agustín Guerrero,
Vicepresidente de la Escuela Democrática, hombre de múltiples habilidades. Comenzó
su carrera pública como preceptor de primaria en Latacunga, donde trató al maestro del
Libertador don Simón Rodríguez, en 1851. Desde 1854 inició en Quito su magisterio en
el Colegio de Santa María del Socorro, alternando el dibujo con la música. La pericia en
las dos artes le facilitó sucesivamente la enseñanza de dibujo de la figura humana y canto
en la Escuela Municipal en 1869 y de piano en el Conservatorio de Música en 1871. Fue,
además, instructor de banda en 1866 y examinador de pintura y escultura en la Escuela
de Bellas Artes en 1873.

Fruto de su estudiosidad y magisterio fue su libro intitulado: La Música Ecuatoriana


desde su origen hasta 1875, editado en 1876. De su ejercicio en la pintura ha quedado
una colección abundante de acuarelas que reflejan variados aspectos de folklore, retratos
de personajes representativos y dibujos de frontispicio de algunos templos. Practicó
también el dibujo litográfico, en la primera planta que se instaló en Quito en 1857.

Fuera de los quehaceres de arte fue un ciudadano de representación. En el segundo


Batallón de Milicias de Quito llegó a ser capitán de la Compañía de Granaderos y en
varios períodos desempeñó la función de Elector Principal de la Provincia de Pichincha.

Con Guerrero la pintura quiteña descendió a temas populares y se aclimató en el ambiente


el uso de la acuarela.

Amigo de Guerrero y compañero de labor y gusto artístico fue Ramón Salas, el


primogénito de Antonio Salas. Aprendió la pintura en el taller de su padre y convirtió su
propio hogar en obrador, donde se ejercitaron sus hijos Camilo, Víctor, Agustín, Felipe y
Alejandro. Su delicada sensibilidad compaginó con escenas de costumbrismo popular,
que las trasladó al papel, como quien expresa impresiones del momento. Interpretó
también la visión del paisaje ecuatoriano. De Ramón Salas como de su amigo Guerrero
se ha conservado una colección de acuarelas firmadas; que hoy poseen repartidas los
herederos de don Luis Antonio Cevallos

Otro artista de renombre que trabajó durante el siglo XIX fue Juan Pablo Sanz, quiteño
de nacimiento. Figuró como Secretario del jurado calificador en la Exposición de 1852 y
obtuvo el segundo premio por su dibujo del templo de la Compañía. Dotado de gran
capacidad artística, aprendió sucesivamente la pintura, el grabado, el dorado y la
arquitectura. Con profundo sentido social estableció en 1847 una escuela de dibujo,
colaboró en 1849 en la organización de la Escuela Democrática de Miguel de Santiago y
enseñó dibujo y perspectiva en el Convictorio de San Fernando. En 1852 dirigió la
Exposición artística de la Escuela Democrática y abrió una escuela de pintura y
arquitectura.
En 1854 fue comprometido a Cuenca a trabajar en diversas obras. De represo regentó una
imprenta instalada en el Colegio de los Jesuitas y en 1859 estableció un taller de litografía
y en 1862 exhibió sus impresos litográficos en variedad de tintas. A partir de 1860 se
ocupó principalmente en obras de ingeniería y arquitectura. En 1860 dirigió la Capilla del
Colegio de los Jesuitas y en 1865 levantó el puente de Pansaleo. El 28 de enero de 1870
firmó, con el Convento de Santo Domingo, un contrato por el que se obligaba a construir
el edificio destinado a Noviciado, cuya primera piedra colocó el 2 de febrero de ese
mismo año. La obra le llevó todo el año de 1870. Ese mismo año intervino en la
transformación de la capilla colonial, llamada de los naturales, convirtiéndola en la actual
de las Terciarias, decorándola con lienzos pintados por Brígida Salas. De 1870 en adelante
se ocupó en la reconstrucción de las torres de las iglesias de Santa Clara y el Carmen de
San José, del templo de San Agustín, del claustro Mercedario y de la iglesia del Hospicio.
En 1880 restauró el palacio de Gobierno en la parte que hace frente a la iglesia de la
Concepción y en 1892 levantó el remate de la torre de Santo Domingo. Murió en 1897, a
la edad de 77 años.

En la primera mitad del siglo XIX cultivaron y establecieron taller de pintura Nicolás
Cabrera y sus hermanos Tadeo y Ascencio. Fueron los mantenedores de la tradición del
arte religioso. Firmado por Nicolás se conserva en el Museo de Jijón y Caamaño un lienzo
que representa al jesuita Francisco Gerónimo. El nombre de Tadeo consta en un cuadro
de Nuestras Señora de la Merced, que se halla en el descanso de la grada del Tejar. El
padre Matovelle afirma que «los cuadros de la nave (del Santuario de Guápulo) son obra
del reputado artista Tadeo Cabrera y fueron trabajados en la primera mitad del siglo XIX».
Nicolás alcanzó a dar lecciones de pintura a Joaquín Pinto, cuyo testimonio confidencial
transcribe así el doctor José Gabriel Navarro: «Yo tuve muchos maestros: Ramón Vargas,
Rafael Venegas, Andrés Acosta, Tomás Camacho, Santos Cevallos y Nicolás Cabrera;
pero de todos ellos el que me guió por el camino que he seguido fue don Nicolás Cabrera.
Él me enseñó el toque franco y fresco que tenía en sus cuadros, opuesto al refinado de su
maestro Astudillo; y él me hizo copiar todos los Profetas de Gorívar». Firmados por
Tadeo y Nicolás existen varios lienzos que representan al Buen Pastor que rescata a la
oveja de un cerco de espinas.

La Escuela Democrática de Miguel de Santiago no sólo hizo eco en el ambiente social,


sino que llegó a interesar a los poderes públicos. El Congreso Nacional de 1854 destinó
la suma de seis mil pesos, para costear el viaje y permanencia en Europa de dos artistas
jóvenes que se especializaran en pintura. Los agraciados entonces fueron Rafael Salas y
Luis Cadena.

Fue éste el principio de la preocupación del Estado para patrocinar las Bellas Artes. Don
Roberto de Ascázubi, en su informe del 8 de enero de 1861, daba cuenta del
establecimiento de una Academia de dibujo y pintura, bajo la dirección de Luis Cadena,
que había regresado ya de Roma. Don Pablo Herrera, en su informe del 19 de agosto de
1865, anotaba que en el Colegio de los Sagrados Corazones, se había impuesto como
materia obligatoria la enseñanza de la pintura y el dibujo. Con vista a la fundación de la
Escuela de Bellas Artes, la Legislatura de 1869 autorizó el contrato de dos artistas
especializados en pintura y escultura y el envío de Juan Manosalvas como becario, para
que se perfeccionara en la pintura.

Por fin el 2 de mayo de 1872, García Moreno instaló la Escuela de Bellas Artes, bajo la
dirección de Luis Cadena, quien con Rafael Salas se encargó de la enseñanza de la pintura.
Para la escultura comprometió al escultor español José González y Jiménez, domiciliado
en Roma. Además para contar con profesores nacionales en el futuro, envió becario a
Roma a Rafael Salas

A la Escuela de Bellas Artes se había adelantado el Conservatorio de Música, que se


estableció en 1870, bajo la dirección de Antonio Neumanne, autor de la música del Himno
Nacional. El artista corso había venido al país en 1854 como director de una compañía
lírica. García Moreno firmó con él un contrato, para que dirigiera al Conservatorio,
encargándole al mismo tiempo que formara una banda militar. El director Neumanne
murió en 1871 y fue reemplazado provisionalmente por Agustín Guerrero. Al año
siguiente se hizo cargo de la dirección el maestro Francisco Rossa, profesor del
Conservatorio de Milán y llegaron luego los maestros Pedro Traversari para flauta,
Antonio Casarotto para trombón y Vicente Antenori para canto. Juan Agustín Guerrero
narró el desarrollo de la música durante el Gobierno de García Moreno.

También la arquitectura recibió impulso, al par de las otras artes. Nuevamente contratado
por García Moreno estuvo al servicio del país el ingeniero francés Sebastián Wisse, quien
dirigió la construcción de la casa del propio presidente, en su primera estadía en Quito.
Vinieron también a la capital los arquitectos Tomás Reed, inglés, quien construyó la
Penitenciaría y el puente y túnel de La Paz, y Francisco Schmidt, alemán, a cuyo cargo
corrieron la Escuela de Artes y Oficios y la casa de la familia León. Los padres Menten
y Dresset, de la Politécnica, dirigieron la construcción del Observatorio Astronómico.
Con García Moreno se introdujo en Quito un estilo monumental de arquitectura civil. No
obstante la paralización de las obras iniciadas por García Moreno, no desapareció el
interés del Gobierno por el Arte. El doctor Carlos Tobar, en su informe a la Legislatura
de 1885, daba cuenta que en el pueblo de San Antonio de Ibarra se había establecido, en
setiembre de 1884, una Escuela de Bellas Artes, para estimular su cultivo en sus
moradores, dotados para el efecto de excelentes cualidades.

El señor Elías Lazo, en su informe de 1892, daba a conocer que, para fundar una Escuela
de Pintura en Cuenca se había comprometido al pintor español Tomás Pobedano y Arcos
y para enseñar litografía al señor Karn, quien trajo de Europa los aparatos necesarios. El
año siguiente, el doctor Honorato Vásquez, Rector de la Universidad, encargó la dirección
de la Escuela de Pintura al artista quiteño don Joaquín Pinto.

Las transformaciones políticas no habían extinguido la afición quiteña a las Bellas Artes,
que mantuvieron con honor los Salas, Pinto y Manosalvas. El 24 de mayo de 1904, a
iniciativa del ministro señor Luis Martínez, se inauguró la Escuela de Pintura y Dibujo,
con profesorado nacional. El señor Julio Román, que sucedió a Martínez en el Ministerio,
informaba en 1906, que desaparecidos los tres artistas mencionados, habían
comprometido a artistas europeos para dirigir la enseñanza. Seis años más tarde, el
ministro señor Luis Dillon daba testimonio del éxito que se había conseguido para la
Escuela de Bellas Artes con la enseñanza del señor Raúl María Pereira, en la pintura; de
León Camarero, en colorido y composición; de Alfredo Bar, en dibujo. Al mismo tiempo
se destacaba la labor de A. Dobe y Juan Castells en su enseñanza de litografía.

Antes de pasar revista a los artistas contemporáneos, es de justicia destacar las figuras de
algunos pintores que sobresalieron durante el siglo XIX. Luis Cadena nació en Quito, el
12 de enero de 1830. Dotado de innata inclinación al arte, alternó con los estudios el
ejercicio de la pintura. Para seguir un aprendizaje dirigido, frecuentó el taller de don
Antonio Salas. Tras una breve estadía en Chile, estableció en Quito su estudio
independiente.
En 1854 acordó el Congreso enviar becarios para especializarse en la pintura y fue
Cadena, el favorecido con una beca en Italia. De regreso a su patria dio clases de pintura
en una Academia organizada en 1861. Cuando en 1872 se fundó la Escuela de Bellas
Artes, fue Cadena llamado a dirigirla. El desastre que sobrevino a la muerte de García
Moreno afectó también a la Escuela y el pintor vio deshechas sus ilusiones ante el
vandalismo de la fuerza.

A las dotes de artista reunía Cadena un alma delicada que le volvía amable a cuantos le
trataban. Hizo numerosos retratos que llevan su firma. En 1888 pintó la imagen de
Nuestra Señora de Pompeya, a petición del Dominico padre La Cámera, el cual hizo pintar
también con el mismo artista las series de misterios del Rosario, que adornan el retablo
del Rosario y las esquinas de los arcos de la nave central del templo de Santo Domingo.

Los padres Agustinos continuadores de la tradición del padre Basilio de Ribera, habían
hecho pintar, en 1838, por Antonio Salas, la serie de ocho lienzos representativos de
escenas de la vida de la Virgen. En 1864 aprovecharon de Luis Cadena para integrar la
galería de cuadros de la Vida de San Agustín. Son asimismo ocho los lienzos pintados
por Cadena. Con este artista estuvo también en San Agustín el pintor Juan Manosalvas
autor del lienzo, llamado El Padre Eterno, que se volvió célebre por la graciosa leyenda
que narra el padre Valentín Iglesias. En 1881, el pintor Antonio Salguero completó las
series de cuadros de San Agustín con ocho lienzos que se hallan en los claustros del
segundo piso del convento.

Diez años después de Cadena, nació en Quito en 1840 el artista Juan Manosalvas. Una tía
suya, la religiosa Carmelita Ángela de la Madre de Dios Manosalvas le inició en la
pintura. Luego su padrino y tutor don Francisco Navarro y La Graña le colocó en el taller
del pintor Leandro Venegas. A los doce años experimentó el influjo social y artístico de
la Escuela Democrática Miguel de Santiago.

Vinculado a Cadena en la práctica del arte y el parentesco, pintó con él en 1864 algunos
cuadros para el convento de San Agustín. En 1871 fue favorecido con una beca en Roma,
donde ingresó en la Academia de San Lucas. Recibió ahí lecciones de Alejandro Marini
y conoció y trató a Mariano Fortuny, de quien aprendió el encanto de la acuarela. A su
regreso de Italia en 1873 compartió con Cadena el profesorado de arte en la Academia de
Bellas Artes, fundada por García Moreno. Extinguida la institución con la muerte del
Presidente, Manosalvas siguió ejerciendo por su cuenta la pintura, de la que han quedado
numerosas muestras, que se pueden apreciar en el Museo Municipal y en el de Jijón y
Caamaño.

El doctor José Gabriel Navarro, testigo presencial de los últimos años del artista, escribe
lo siguiente: «Manosalvas, ahijado de mi abuelo, vivió largos años en mi casa y en ella
murió. Excusado decir que su habitación era un lugar de interesante tertulia artística. Allá
venían Rafael y Alejandro Salas, el doctor Diego Salas Pinto, un hijo de Cadena que era
sobrino político -ya que las esposas de Manosalvas y Cadena eran hermanas- Antonio
Salguero, Leandro Venegas, el Sordo, un español José Durán, discípulo de Cadena, el
escultor Benalcázar y varios otros artistas, y de sus conversaciones saqué abundante
documentación para la historia de la pintura quiteña. Manosalvas fue tomado en cuenta
para profesor de la Escuela de Bellas Artes en 1904 y falleció el 23 de febrero de 1906.

Dos años después de Manosalvas, nació en Quito Joaquín Pinto el 18 de agosto de 1842,
del matrimonio del caballero portugués don José Pinta Valdemoros y de la ambateña doña
Encarnación Ortiz y Cevallos. Cuando el niño contaba cuatro años, su padre, interesado
en la economía del país, denunció que se había defraudado al tesoro público una ingente
cantidad que se había dado al general Flores por espolios del Obispo Santander. Dotado
de talento artístico, aprovechó de las enseñanzas de los maestros entonces conocidos.
Frecuentó sucesivamente los estudios de Ramón Vargas, Rafael Venegas, Andrés Acosta,
Tomás Camacho; Santos Cevallos y Nicolás Cabrera. Fuera de estos maestros de
tradición local quiteña, asimiló por su cuenta las experiencias que se desprendían de los
modelos traídos por Cadena desde Italia.

Su formación artística la integró con una cultura general, adquirida en la lectura de


variados autores, para lo cual aprendió algunos idiomas vivos y también los clásicos. En
1876 formó su hogar, casando con una discípula suya, doña Eufemia Berrío y
estableciéndose con ella en una casa del barrio de San Roque, que se volvió célebre, como
retiro de arte, a donde convergían amigos y discípulos.

Pinto fue un pintor genial que tomó el arte como vocación y destino y se impuso el
problema de la técnica para resolverlo y superarlo. Había aprendido los secretos de la
geometría y la perspectiva y para desahogo de su creación artística eligió la limitación de
lo pequeño. El tamaño natural fue la medida adoptada por el sentido clásico, que
compaginaba con la perfección humana. En contraste, la miniatura exigía la contracción
a lo pequeño, que reclama mayor esfuerzo y prolijidad en el artista. Pinto siguió en su
producción la manera de Jacques Callot. En el círculo diminuto de un centavo compuso
toda la escena del Calvario. En un marco reducido representó el juicio final del Dies Irae.
En un pequeño papel volante captó la impresión de la primera luz eléctrica en Quito. En
cuadros de tamaño limitado interpretó las costumbres populares, panoramas y paisajes,
naturaleza muerta, aves y motivos religiosos. Son pocos los retratos y lienzos de mayor
tamaño que brotaron de su pincel. Acostumbraba firmar sus producciones con la data del
año de composición. Alguna vez reflejó su sentimiento en la escena de un cuadro como
en el de la Inquisición y el Don Quijote.

En 1902 fue comprometido a Cuenca para dirigir la Escuela de Pintura. La Unión Literaria
celebró el hecho con una nota, que transcribimos a continuación: «Bellas Artes en
Cuenca.- El doctor Honorato Vázquez como Rector de la Universidad del Azuay ha
restablecido la primitiva Escuela de Pintura que se hallaba a cargo del distinguido artista
sevillano señor Tomás Povedano y de Arcos, que fue contratado, por iniciativa del mismo
doctor Vázquez, durante la administración presidencial del doctor don Antonio Flores y
la decidida cooperación que el Concejo Municipal de Cuenca y el doctor Juan Bautista
Vázquez prestaron entonces a esa fundación. Povedano dejó concluido el curso de
dibujo.Faltan el colorido y su técnica. Para esto viene el señor don Joaquín Pinto, el artista
de más imaginación de Quito, Patria de los Pintores, y entre ellos el más ilustrado en la
literatura pictórica. [...] El señor Pinto nació en Quito el 21 de agosto de 1842. Con lo que
inexactamente se llama el instituto del Arte, que no es sino la conciencia de lo que el arte
significa, tuvo la buena suerte de aislarse de las corrientes de la moda, e inspirarse en los
buenos modelos. En Quito -y nacionales- los ha habido muy buenos: por desgracia casi
todos han viajado fuera del Ecuador, por haberlos adquirido algunos aficionados
extranjeros. Algún día, se juzgará a Pinto en sus méritos de artista. Entre tanto, y, al vuelo,
consigno la lista de algunas de las obras originales del maestro, que en estos días empieza
la dirección de la Escuela de dibujo y pintura, en Cuenca. La Beata Mariana de Jesús que
enseña la doctrina cristiana a los niños. Este cuadro ha sido reproducido varias veces: los
conocedores sabrán distinguir del original las copias.- Soliloquio de María.- Corazón de
Jesús.- San Jacinto, dos ejemplares: uno por el dorso, otro de frente.- La
Transverberación (Santa Teresa).- San Dimas, ejemplar único existente en poder del
doctor Honorato Vázquez y; cosas del artista, concluyó el cuadro un viernes santo a las
últimas horas del día conmemorativo de la escena representada. Para la concepción de la
idea concurrieron Pinto y Vázquez; la maestra ejecución es exclusiva de Pinto. Artista tan
delicado, cuando fue admirado su cuadro en la capital y solicitado una copia suya,
contestó que nada podía resolver sino de acuerdo con Vázquez, con quien ideó lo
dramático del cuadro. Vázquez, agradecido, extrañó se le consultase en un punto
libérrimo para el artista. Pinto no dio la copia solicitada.- La Cena, que está en la Catedral
La Serena en Chile; gran lienzo de soberbia ejecución. Cuadros de género. La Taberna,
una Barbería, el Velorio (se reprodujo en Francia por el grabado), La fiesta de las
cabezas, Asalto de una tribu salvaje, Capítulo que se le olvidó a Cervantes, el Herrero,
Baile de indios historia, del mismo: Dos de Agosto - Mitología: Muerte de Dido,
Himeneo.

»Paisajes: Vistas de las montañas.

»En el programa de la Escuela de Pintura entra la enseñanza a mujeres y hombres,


con la alternativa a que se acordará».

Las obras de Pinto se exhiben en el Museo Municipal, en el Museo Jijón y Caamaño y en


la Colección de Don Víctor Mena. Vuelto a Quito dedicó sus últimos años a la enseñanza
en la Escuela Nacional de Bellas Artes.

Al hablar de Antonio Salas destacamos el hecho de haber sido el progenitor de una vasta
familia de artistas, que heredaron con la sangre la afición al arte y aprovecharon de su
padre las enseñanzas, que trasmitieron a sus descendientes.

Ramón, el mayor, fue a su vez padre de Camilio, Víctor, Agustín, Felipe y Alejandro. De
ellos profesaron el arte de la pintura Camilo, muerto en 1905 y Alejandro, que hizo de su
taller escuela de arte para sus hijos Carlos, Manuel y José que murió en Roma, a donde
había ido en goce de una beca del Gobierno. Del segundo matrimonio de Antonio Salas,
se destacó Rafael, quien aprendió de su padre el dibujo y los secretos del colorido. Con
Luis Cadena fue favorecido con una beca a Roma. De regreso a la patria, se le tomó en
cuenta para profesor de la Academia de Bellas Artes, fundado por García Moreno.
Después convirtió su estudio en escuela de pintura para sus hijos y algunos discípulos,
entre los que se contó Luis Martínez. El Congreso de 1902 le concedió, en atención a sus
méritos y servicios, una pensión vitalicia, que no gozó sino hasta el 24 de marzo de 1906,
fecha en que murió. Fue el que despertó la sensibilidad por la estética del paisaje
ecuatoriano, que se volvió tema favorito de pintores posteriores.

Al apellido Salas se vincula un motivo religioso, que se tornó común en el ambiente


ecuatoriano. Bajo la inspiración de García Moreno, Rafael Salas compuso el lienzo, que
presidió la consagración de la República al Corazón de Jesús. El hecho tuvo resonancia
en el país y se multiplicaron los cuadros representativos del suceso. Firmados por alguno
de los Salas se hallan muchos lienzos en los hogares de la República. El primero, que
sirvió de modelo, se venera actualmente en la Basílica del Voto Nacional.

Vástago en segunda generación de Antonio Salas fue Antonio Salguero, hijo de doña
Josefina Salas. Nació en 1864 y cursó humanidades en el Colegio de los padres jesuitas.
Aprendió la pintura en el estudio de su primo Alejandro Salas. Desde 1886 estableció su
propio taller y luego viajó a Chile, donde dejó muestras de su habilidad artística. En 1901
fue a Roma para perfeccionarse en el Arte. Aprovecho de su estadía en Europa para sacar
copias de las pinturas de los grandes artistas y volvió a Quito con una colección de
modelos. En 1904 fue designado profesor de la Escuela de Bellas Artes. A su muerte, los
herederos vendieron los cuadros de don Antonio. Gran parte de esa colección se encuentra
hoy en el Colegio de la Dolorosa y en el Museo de Cotocollao de los padres Jesuitas.
Firmados por el artista hay muchos lienzos del Corazón de Jesús, como cuadros
representativos del folklore quiteño.

De la generación formada por Luis Cadena fue el pintor Ibarreño Rafael Troya, nacido el
25 de octubre de 1845 y muerto el 10 de marzo de 1921. Adolescente fue compañero de
González Suárez, en la Compañía de Jesús. Esta vinculación se convirtió en trato
frecuente cuando su condiscípulo ocupó el Obispado de Ibarra.

En 1872 se definió su especialización en el paisaje ecuatoriano, cuando los dos sabios


alemanes Reiss y Stübel le comprometieron a colaborar con ellos en calidad de dibujante.
A la seguridad de la visión y sentido de la perspectiva, añadía Toya la propiedad del
colorido y firmeza de la técnica. Con estos recursos, recorrió las selvas orientales y
nuestras montañas andinas, tomando apuntes, para luego interpretar en grandes lienzos el
paisaje ecuatoriano.
Era para él un principio directivo «no destruir la forma de la Naturaleza», que traducía en
la práctica con la observación meticulosa del paisaje, el goce estético que producía la
visión y el traslado al lienzo con esmerada fidelidad. El resultado se condensaba en una
escena pintoresca en que podían apreciarse los cambiantes de la luz ecuatorial en la gama
de los verdes.

Desde 1890 se estableció definitivamente en Ibarra, sin ceder a las propuestas de Rafael
Pombo y Rafael Reyes, de colocarlo con ventaja en Bogotá. Sin poseer bienes materiales,
tenía ante sí la riqueza del panorama de Ibarra, que lo conceptuaba completo, con sus
prados, su río, sus colinas cercanas, con sus montes vigilantes, con sus perspectivas
abiertas hacia el occidente y en dirección al Cayambe. Desde Yaguarcocha consiguió
captar la vista de la población, en un cuadro que se conserva en la sala Municipal de
Ibarra.

Sus obras se hallan dispersas en la Catedral de Ibarra, en la iglesia de Atuntaqui y en


colecciones particulares de Quito. Durante el siglo XIX la Escultura tuvo sus cultivadores,
que se limitaron al tema religioso. Entre ellos se mencionan a Manuel Benalcázar, maestro
de Domingo Carrillo, que labró el grupo de San Francisco de Paula, que se halla en el
retablo dedicado al Santo en el templo de San Francisco; la imagen de San Juan de Dios
para la capilla del Hospital y San Joaquín y Santa Ana con la niña María para uno de los
retablos del Carmen Antiguo. Firmado por José Domingo Carrillo y la data de 1865 se
conserva una hermosa Inmaculada en el Colegia de los Sagrados Corazones. Carrillo
murió prematuramente en Guayaquil en 1883.

De no escaso mérito fue asimismo el escultor Juan Díaz a quien se debió la estatua de la
Constitución, que se hallaba en el palacio de gobierno y las imágenes del Corazón de
Jesús y de Santo Domingo, para la iglesia dominicana.Mientras en Quito se atenúa y casi
extingue la tradición de escultura imaginera, surge en Cuenca un movimiento que florece
durante el siglo XIX. La raigambre es de hondo sentido religioso, que se desarrolla bajo
el signo de las letras. El padre Solano, en su Defensa de Cuenca, publicada en 1851, exalta
la memoria de Gaspar Zangurima, autor de una guitarra, que se creía de fractura española,
y anota que «vivía en tiempo del señor Caldas y dejó hijos y discípulos muy hábiles».
Cuando estuvo el Libertador en Cuenca, apreció debidamente la habilidad de Zangurima
por un retrato que le dibujó al vuelo y le gratificó con la pensión vitalicia de treinta pesos
mensuales, mediante un decreto del 24 de setiembre de 1822.

Además, con el propósito de aprovechar de las cualidades del maestro en bien de la


juventud cuencana, dispuso la creación de una Escuela de Artes y Oficios, en que
Zangurima sería el Director de las «nobles artes de Pintura, Escultura y Arquitectura y de
las mecánicas de carpintería, relojería, platería y herrería». De acuerdo con Zangurima el
Gobernador Tomás de Heres redactó un Reglamento, en que constaban las directivas para
la marcha del Instituto. El Libertador dio su aprobación el 26 de octubre de 1822.

En el Tesoro Americano de Bellas Artes, publicado en París en 1837, se trazaba la nota


biográfica de Lluqui, en los términos siguientes: «Zangurima, hijo de Cuenca, fue uno de
los más afamados artistas y ha dejado una prole ilustre que tal vez ha excedido en
habilidad al primero que dio nombre a su apellido, por apodo Lluqui (zurdo), siendo una
notabilidad artística del Ecuador».

De este apellido figuraron, además de Gaspar, Cayetano y José María Zangurima, como
insignes orfebres. Gaspar se distinguió por sus Cristos de variados tamaños, que se
encuentran en el Museo Municipal de Cuenca. A su gubia se atribuyen el Calvario del
Sagrario de Quito y el Cristo de la parroquia de San Alejo de Guayaquil.

Continuador de la tradición cuencana fue José Miguel Vélez, cuya biografía publicó el
doctor Alberto Muñoz Vernaza, en el número primero de la Unión Literaria (abril de
1893). Nació en julio de 1829. Inició su formación artística en el taller del maestro
Eusebio Alarcón. Vinculado al matrimonio a la edad de diecinueve años estableció su
taller propio y definió su personalidad artística, sin más estímulos que su genio creador y
su constante dedicación. Se especializó en los Cristos de talla clásica, parco en llagaduras,
de encarnado mate, de actitud noblemente serena y los paños de delicada honestidad.
También consagró su habilidad al tallado de la figura del Niño Dios, con las manecitas
alzadas, las mejillas de color vivo, los labios frescos y el cabello ensortijado. Se distinguió
asimismo en la escultura de los bustos de personajes célebres, como Bolívar, Sucre y
Olmedo y de conocidos y amigos como el padre Solano, don Benigno Malo, el doctor
José María Rodríguez y don Miguel Córdoba. Concurrió a varias exposiciones dentro y
fuera del país, obteniendo los primeros premios y el reconocimiento de la calidad de su
arte.

Fue, además, un excelente maestro que formó escuela en su ciudad natal. A su taller
concurrieron Antonio Castro, Ángel María Figueroa, Belisario Arce, Tomás Díaz, José
Velasco y el más aprovechado de todos, Daniel Alvarado, en cuyo estudio se conservaban
algunas obras de Vélez, a quien sucedió en la hechura de Calvarios y escultura de bustos
de personalidades del lugar.

Otro centro de producción imaginera fue San Antonio de Ibarra. Recordamos que en
setiembre de 1884 se fundó ahí una Escuela de Bellas Artes, para estimular la habilidad
de sus moradores. Hoy esa escuela lleva el nombre de Daniel Reyes, padre de una familia
de escultores, que han trabajado en Quito y Colombia, y maestro de una generación de
artistas, que han conservado para el pueblo la fama de ser el emporio de la imaginería y
el tallado.
Capítulo XX

El Arte ecuatoriano en el siglo XX

Una ojeada histórica al Arte ecuatoriano del siglo XIX ha permitido colegir el afán del
país por conservar la tradición quiteña de afición a esta rama de la cultura. En el interés
de prolongar la visión al arte del siglo XX, procuraremos, antes que insistir en detalles
biográficos, insinuar puntos de vista nuevos, que faciliten la comprensión de las
manifestaciones artísticas de nuestro tiempo.

Factor decisivo en la promoción del arte ecuatoriano ha sido la creación definitiva de


la Escuela de Bellas Artes, el 24 de mayo de 1904, por iniciativa del ministro entonces de
Instrucción pública señor Luis Martínez. La enseñanza comenzó con los artistas quiteños
Salas, Pinto y Manosalvas. Pero ya en el informe de 1906 el señor Julio Román hubo de
lamentar la muerte de los viejos maestros, que dieron las últimas muestras de su pericia
y experiencia.

El anhelo de poner al día la Escuela de Bellas Artes obligó a echar mano de un recurso,
que se convirtió en un factor nuevo del movimiento artístico ecuatoriano. Consistió en
comprometer en Europa a profesores que aclimataran en Quito las corrientes nuevas del
arte y también en enviar becarios a centros europeos a que asimilaran los últimos
adelantos de la técnica. Años más tarde, a este expediente se sumó la presencia en el
Ecuador de artistas europeos, que se sintieron seducidos por los motivos que ofrecía el
ambiente y enseñaron, con el ejemplo, a expresar en forma nueva las impresiones del
medio físico y social.

Hay que tomar también en cuenta el fácil intercambio de experiencias, mediante viajes,
exposiciones internacionales y publicaciones ilustradas, que los artistas de hoy pueden
aprovechar, para informarse de las modalidades que va asumiendo el arte en los diversos
sectores del mundo de la cultura.

La Escuela de Bellas Artes constituyó para el Gobierno un timbre de honor. En el


informe, presentado por el ministro señor Luis Dillon, el 30 de junio de 1913, ponderaba
el éxito conseguido en la Institución por la enseñanza del señor Raúl María Pereira,
profesor de Pintura; del señor León Camarero, profesor de colorido y composición; del
señor Paul Alfredo Bar, profesor de dibujo; del señor A. Dobe, profesor de Litografía y
del señor Juan Castells, profesor pinturista en la misma sección de Litografía.
Presto la Escuela de Bellas Artes comenzó a dar sus frutos. Muestra obligada de
adelanto constituyó la Exposición anual de los trabajos, con premios a los vencedores. El
ministro doctor Manuel María Sánchez, en su informe de 1915, dio cuenta de la II
Exposición anual de la Escuela de Bellas Artes, inaugurada el 10 de agosto de 1914.
Entonces obtuvieron premios Antonio Salguero, Eugenia de Navarro, Paul Bar y Juan
León Mera, en el tema de paisaje; Víctor Mideros, José Yépez y Enrique Gómez Jurado,
en la pintura de figura humana; Luis Salguero, en pintura de género; Roura Oxandabero,
en la sección de Dibujo y Jesús Vaquero Dávila, en la de Artes retrospectivos.

A la Exposición enviaron también trabajos los ecuatorianos que gozaban de becas en


el exterior y fueron: Manuel Rueda, Antonio Salgado, José Salas Salguero, José Moscoso,
Luis Aulestia, Luis Veloz y Nicolás Delgado.

El ministro Sánchez informó asimismo que había adjudicado a la Escuela de Bellas


Artes el kiosco de La Alameda, para los cursos superiores de escultura, pintura decorativa,
salón de exposiciones anuales y galería permanente de obras de arte.

La Dirección de la Escuela ha estado a cargo de personas que se han interesado en


mantener la orientación con que fue fundada. Frente a ella han figurado don Pedro
Traversari, don Víctor Puig, José Gabriel Navarro, Víctor Mideros, Nicolás Delgado,
Pedro León Donoso, Diógenes Paredes.

Como institución ha sido el centro por donde han pasado casi todos los artistas que
han dado prestigio al arte ecuatoriano, primero como discípulos y después como maestros.

Desde el punto de vista moderno, que tiende al desarrollo de la intuición creadora,


cabe anotar que en la Escuela de Bellas Artes se ha propendido de preferencia a la
formación academicista. La enumeración de motivos pictóricos, como el paisaje, la figura
humana, pintura de género, dibujo, arte retrospectivo, demuestra la insistencia en la
clasificación de temas y en el adiestramiento del aprendiz para producir una obra
determinada de arte. No cabe, sin embargo, desconocer el provecho que de esta formación
obtenían los alumnos. Al respecto, debemos recordar la observación de Baudelaire, a
propósito de la obra y vida de Eugenio Delacroix: «Es claro que los sistemas de retórica
y prosodia no son formas de tiranía arbitrariamente establecidas, sino una colección de
normas exigidas por la organización misma del ser espiritual: nunca los sistemas de
retórica o de prosodia impidieron que se manifestara claramente la originalidad de un
artista. Más bien acontece lo contrario, esto es, que hayan favorecido el florecimiento y
la manifestación de la originalidad».

Pedro León Donoso da testimonio de la transición, de la forma de enseñanza


académica, a la manera nueva introducida por Paul Alfredo Bar. El método antiguo
consistía en ejercitar al aprendiz en copias de modelos extranjeros, exhibidos ante el
grupo de alumnos, en el aula de la Escuela. Fue una suerte de revolución el hecho de
obligar a los aprendices a pintar al aire libre, trasladando al lienzo la impresión del paisaje
natural, el interior de un patio colonial o un episodio de vida campesina. De esta nueva
orientación de la Escuela brotaron los paisajes de Juan León Mera, los rincones coloniales
de Sergio Guarderas, los patios conventuales de Alfonso Mena y los cuadros
impresionistas de Ciro Pazmiño y Luis Moscoso.

La interpretación del paisaje ecuatoriano

La docencia de Paul Alfredo Bar se verificó en Quito, cuando en Francia había pasado
ya de moda el impresionismo, iniciado por Monet, Renoir y Degas en 1874 y
cuando Signac había formulado los principios, del impresionismo científico en su
libro D'Eugène Delacroix au Neo-Impressionisme. En todo caso, en nuestro ambiente,
resultaba novedosa la orientación señalada por el impresionismo.

El hecho de obligar a los alumnos a instalar su caballete al aire libre para copiar la
impresión de la naturaleza fue un paso decisivo en la evolución del arte ecuatoriano. El
impresionismo presupone el realismo. Pero la realidad de la Naturaleza se presenta al
impresionista en apariencias transitorias ocasionadas por los cambiantes que producen la
luz y sus reflejos sobre los seres. La luz se convierte en una realidad con personalidad
objetiva. La técnica de los impresionistas tomaba en cuenta los descubrimientos nuevos
de la física. Para el pintor impresionista, «los colores se exaltan con su complementario,
nuestra retina tiñe la sombra con el complementario del color del cuerpo que la proyecta,
la simple yuxtaposición de dos colores primarios producen en la retina el secundario
correspondiente: por eso, en lugar de aplicar los colores previamente mezclados en la
paleta, decide emplear la técnica denominada de la "división del tono", es decir, el empleo
de los colores puros en el cuadro para que sea nuestra retina la que realice la fusión y cree
el nuevo color. El pincel, en lugar de acariciar la forma al extender el color, se limita a
dar pinceladas sueltas creadoras de vibraciones cromáticas. Vista de cerca la factura
produce el efecto de no estar terminada, pero a cierta distancia esas vibraciones la hacen
ligera y llena de vida y se convierte en un incesante fluir de pequeños reflejos».

La Naturaleza ecuatoriana ofrece al espectador una variedad casi infinita de paisajes.


Pero, ante todo, ¿qué entendemos por paisaje? La palabra paisaje tuvo origen pictórico.
Significó la vista de la naturaleza introducida como fondo de sus cuadros por los pintores
italianos del Renacimiento. De la representación parcial y en función de perspectiva pasó
a ser objeto independiente de inspiración artística en la pintura holandesa y después en la
francesa. El Romanticismo abrió los ojos a la percepción del paisaje natural y entabló
coloquio sentimental con la Naturaleza. Hoy el paisaje es una realidad definida. La busca
el hombre de la ciudad como un lenitivo de descanso, lo interpreta el artista, lo siente el
poeta, lo protege la cultura.

Para nuestro caso aceptamos la definición de Parpagiola, para quien «paisaje es una
parte de territorio cuyos elementos constituyen un conjunto pintoresco o estético a causa
de la peculiar disposición de sus líneas, formas y colores». Ahora bien, en la región
ecuatorial, la naturaleza por razón de su estructura geográfica, se ofrece a la vista con un
contorno de montes desiguales de color gris opaco, a cuyas faldas se extienden valles con
gamas de verduras. El sol, protagonista del color, inunda el ambiente con su luz diluyendo
la cromática. A la vista se ofrecen perspectivas de distancias infinitas. En cualquier marco
de paisaje se presenta el indio, como elemento integrante de la naturaleza andina.

Una exposición llevada al Uruguay nos permitió apreciar por contraste del ambiente
de la pampa con el de nuestro suelo montañoso, el influjo de la naturaleza andina en el
Arte Ecuatoriano y del indio como componente del paisaje.

Alberto Colama, de formación europea, se planteó el problema de la representación de


un panorama quiteño y no halló mejor solución que situarse en días repetidos en el Censo,
para desde ahí captar la visión del abra que franquea el Machángara, en las horas de la
tarde, único tiempo en que el sol respeta el colorido natural. Casi no hay pintor quiteño,
que no hubiese experimentado la sugestión del ambiente paisajístico. José Enrique
Guerrero ha interpretado el rincón de Mama Cuchara, ha captado la visión de Quito
horizontal y Quito vertical y se ha dejado seducir por el encanto de los sectores coloniales
de la capital. Bolívar Mena Franco ha expresado su visión de La Cantera; Luis Moscoso
ha plasmado un aspecto de Iñaquito. Poco antes, Pedro León identificó una pareja de
indios con la naturaleza de Cangahua y representó al Mayordomo en actitud de vigilancia.
A su vez Camilo Egas interpretó una escena de La Cosecha.

De los pintores de procedencia europea, quien más se ha compenetrado, con la


naturaleza ecuatoriana es Guillermo Olgieser, quien terminó por nacionalizarse en el país.
Su sensibilidad de artista, desarrollada en el ambiente rumano, se sugestionó con los
matices de color que produce el sol ecuatorial. Sin preocupaciones de interés social
interpretó el paisaje, desde el punto de vista meramente estético. El pueblo de Cotocollao,
La laguna de San Pablo, Paisaje con río, Tarde de verano, Regreso de la feria exhiben
escenas de nuestra naturaleza, contempladas con emoción poética.

Con Olgieser, comentado por Pedro León Donoso, se aclimató en el ambiente artístico
el aporte de Paul Cézanne a la pintura moderna. Los impresionistas habían interpretado
la naturaleza de acuerdo a los aspectos que confiere el estudio de la luz. Cézanne se
impuso el problema de conjugar la subjetividad creadora con la significación íntima de
las cosas visibles para expresarse en una refundición pictórica. Suyas son estas
confidencias a Joachim Gasquet: «Para pintar un paisaje, tengo que descubrir ante todo
las bases geológicas. Imagine usted que la historia del mundo data del día en que dos
átomos o dos torbellinos se encontraron, combinándose dos ritmos químicos. Esos
enormes arco iris, esos prismas cósmicos, este amanecer de nosotros mismos por encima
de la nada, los veo crecer y me saturo de ellos leyendo a Lucrecia. Bajo esta fina lluvia
respiró la virginidad del mundo. Un agudo sentido de los matices me invade y me siento
coloreado por todos los matices del infinito. En ese momento, yo y mi cuadro somos un
solo ser, como un caos irisado [...] He querido copiar la naturaleza, pero no he podido.
He buscado bien, he revuelto, para tomarla en todos los sentidos. Irreductible. Por todos
lados. Pero he quedado contento de mí al descubrir que el sol, por ejemplo, no se puede
reproducir, sino que les preciso representarlo por otra cosa [...] Por el color. No hay más
que un camino para conseguirlo todo, traducirlo todo: el color. El color, si así puede
decirse, es biológico. El color es viviente, sólo proporciona las cosas vivientes [...] Hay
una lógica coloreada, ¡pardiez! El pintor sólo debe obedecer a ella. Nunca a la lógica del
cerebro: si se abandona está perdido. Siempre a la lógica de la visión. Si la siente justa,
pensará con justeza, ya lo creo. La pintura es óptica ante todo. La materia de nuestro arte
está ahí, en lo que nuestros ojos piensan».
Como observa Jean Cassou, Cézanne es un autor difícil. Sus caminos para llegar a la
pintura son los de la inteligencia, mucho más dificultosos y severos. El suyo, «es un
esfuerzo cartesiano, una verdadera vuelta a empezar, a partir de la tabla rasa; reconstituye
la pintura, la instituye». La orientación de Cézanne es el punto de partida de la pintura
moderna.

Ernesto La Orden destacó, con espíritu cezanniano, que en Quito las mañanas de
verano evocan la alborada de la creación cuando el sol acaba de nacer, con luz pura,
incontaminada. La mole inmensa del Pichincha emerge y se alza sobre el fondo azul. Las
nubes «redondas, blancas y esponjosas como copos de algodón parecen insustituibles para
presentar a los bienaventurado, tienen en el aire de Quito su decoración todos los días,
bogan por el azul empíreo más intacto y se traspasa con los rayos puros de un sol
acabadito de acuñar».

¿Pero cómo traducir plásticamente «lo que nuestros ojos piensan» a la contemplación
de esta grandiosa naturaleza? Quizá Olgiezer tenía en cuenta la lección de Cézanne al
pintar sus paisajes, lo mismo que Oswaldo Gauayasamín al interpretar a Cuicocha y a
Quito recostado en un lecho de montes.

La pintura ecuatoriana y su función social

Mario Barata, crítico brasilero de arte contemporáneo, ha señalado el contraste entre


el criterio del artista europeo actual del americano. El artista europeo, influido
principalmente por el ambiente del país, ha llevado el individualismo hasta el exceso.
Para el artista actual se han convertido en mito el yo del artista, o sea que el artista es el
centro del mundo y nada tiene que ver con los otros hombres, y el arte puro, es decir, el
artista nada tiene que ver con la sociedad ni con la política. Al contrario, en la América
latina, existe un arte social, el artista considera su profesión como servicio, a veces como
propaganda de ideario político. Esta orientación ha hecho que el artista compaginara con
el tema del indio en sus múltiples realidades: desde el indio como simple motivo estético,
hasta el indio como problema social, que reclama una solución de justicia, intermediando
la riqueza de su folklore.

Los pintores ecuatorianos han llevado a la representación plástica la temática del indio,
que, por otra parte, ha interesado a sociólogos y literatos. Basta recordar algunos libros
publicados en los tres últimos decenios para comprobar que el indio ha sido objeto de
estudio como realidad social ecuatoriana.

En 1933 Moisés Sáenz escribió Sobre el indio ecuatoriano; en 1937 José de la Cuadra
publicó El Montuvio Ecuatoriano; en 1943 Luis Monsalve Pozo sacó a luz El Indio:
Cuestiones de su vida y de su Pasión; en 1947 Gonzalo Rubio publicó Nuestros Indios y
en 1954 prologó la recopilación de la Legislación Indigenista del Ecuador, hecha por su
hermano Alfredo Rubio Orbe. Además, desde 1922, Pío Jaramillo Alvarado llamó la
atención del público con su libro El Indio Ecuatoriano, que ha tenido ya su cuarta edición
en 1954.

Desde el punto de vista de su especialización han escrito sobre el indio los doctores
Humberto García Ortiz, Víctor Gabriel Garcés, Luis Bossano, Aníbal Buitrón, Antonio
Santiana y Aquiles Pérez, etc.

De mayor trascendencia al público han sido las novelas sobre tema indigenista. Plata
y Bronce de Fernando Chávez apareció en 1927. Luego, en 1934 se
publicó Huasipungo de Jorge Icaza, que ha tenido un éxito inusitado de publicidad y ha
puesto de moda en el ambiente el tema del indio. Han completado los aspectos de la Costa
Enrique Gil Gilbert con sus novelas Junga y Nuestro Pan, José de la Cuadra con su Los
Sangurimas y Demetrio Aguilera Malta con su Don Goyo y La Isla Virgen.

Dentro de este clima de preocupación indigenista no llama la atención que nuestros


pintores trataran de interpretar el contenido social que encierra el indio ecuatoriano. Los
mexicanos Diego Rivera y José Clemente Orozco habían introducido en el arte el realismo
social, movimiento artístico relacionado íntimamente con las condiciones económicas,
sociales y políticas, de que no puede prescindir el artista. Sobre el tema «Objetivo» del
indio bien podían aprovecharse de las tendencias impresionistas o cubistas para
expresarlo. Aunque, en general, nuestros artistas prefirieron el expresionismo, que les ha
llevado a deformar la realidad, en un afán de revelar un celo reinvindicador de la situación
del indio. Pintores de la sierra y de la costa han representado, ya al indio adherido al
campo interandino, ya al montuvio con su racimo de plátano, ya al pescador o al negro
de la costa. En esta corriente de pintura indigenista, basta citar algunos de nuestros
pintores, que de profeso o de pasada, han expresado su visión del indio. Camilo Egas fue
de los primeros en introducir en el arte ecuatoriano la temática del indio. Sus cuadros
iniciales de este tema decoran el friso central de la Biblioteca Jijón y Caamaño. El folklore
religioso del incario está interpretado con figuras ágiles y colores vivos que entrañan
pulsación de vida. En un lienzo que intituló Desolación dio una interpretación surrealista
de la situación del indio en la Colonia. Últimamente expuso su visión de los indios
colorados con una figuración abstracta.

Pedro León Donoso fue otro de los pintores que sintió la sugestión del tema
campesino. Su Mayordomo es una representación típica, con vivo colorido, de una escena
de la siega. Igual interpretación dio a la pareja que duerme su resignación en la etapa
desolada dio Cangahua.

Después de León figura toda una generación de artistas que halló en el indio un motivo
de reacción social. La labor de casi todos ellos coincidió con el éxito obtenido
por Huasipungo. Algunos han interpretado la realidad sin mayor afán propagandista.
Otros han deformado al indio para acentuar su situación de postergado social. En este
sentido todos han coincidido en un expresionismo, delator de un estado de alma y de una
ideología tendenciosa. José Enrique Guerrero ha pintado a los Danzantes y a los
indios Colorados con una riqueza de colores y vivacidad de formas, que emergen del
cuadro sin necesidad de perspectiva. Enrique Gómez Jurado ha captado la altivez
del Alcalde Indio, la escena de una Procesión Indígena y las Cabezas de indios. Bolívar
Mena ha plasmado la actitud de los indios Músicos y de los vendedores de Esteras.
Leonardo Tejada ha trazado acuarelas de la Familia Montuvia y de las Aguadoras.
Eduardo Kingman representó el esfuerzo de Los Guandos, la danza de los Abagos y la
estampa humillante del Carbonero. Diógenes Paredes captó una escena
de Merienda indígena, caracterizó Los Pondos de los aguadores campesinos y destacó los
efectos que El Páramo produce en los indios. Enrique Tábara ha llevado al lienzo la
representación del negro y el montuvio de la Costa. Carlos Rodríguez ha caricaturizado
las escenas sociales de la explotación del indio pagador de la Primicia y del abuso de la
Religión en Tráfico Legal.

Pero quien ha elevado el motivo indígena a una representación de carácter intelectual


ha sido Oswaldo Guayasamín. Con colores austeros y pinceladas sobrias y valientes ha
trazado su Huacayñán, El Camino del llanto que ha recorrido la vida del indio
ecuatoriano.

Hemos simplemente enumerado algunas manifestaciones del arte indigenista


ecuatoriano, que el lector puede verificar, añadiendo muchas obras más. Por lo visto el
tema es sugestivo y de actualidad. Falta abordar como asunto al Cholo, que en su
mestizaje reviste característica de variado matiz social y folklórico.

La crisis del arte religioso

Anotamos la transición que se verificó en el Arte ecuatoriano con la independencia


política. La tónica religiosa que dominó en la Colonia se cerró con dos representantes de
relieve: Manuel Samaniego en la pintura y Caspicara en la imaginería. Antonio Salas
hubo ya de inspirarse en temas religiosos y también en el retrato de los héroes de la
emancipación. A sus descendientes tocó divulgar la corriente introducida por García
Moreno de consagrar patria y hogares al Corazón de Jesús.

Fuera de este movimiento de pintores tan sólo esporádicamente se han inspirado en


temas religiosos. La fundación de la Escuela de Bellas Artes, el 24 de mayo de 1904, se
realizó durante el Gobierno llamado liberal que orientó la educación oficial con un criterio
laicista. Si bien es cierto que la Escuela de Bellas Artes, por su índole técnica, debía
insistir en enseñar a los alumnos a dominar los medios de expresión; no podía aislarse de
las orientaciones de indiferentismo religioso que inspiraba la educación proporcionada
por el Estado. Al liberalismo sucedió el socialismo, de fondo marxista, que inspiró a los
pintores indigenistas. En este ambiente estaba por demás el tema religioso.

Por otra parte, el pueblo católico se ha mantenido adherido a sus prácticas tradicionales
de culto y las nuevas devociones se han visto satisfechas con imágenes y estampas
provenientes del mercantilismo influido por San Sulspicio. Pero ni los motivos
educacionales ni la simplificación del culto explican la crisis del arte religioso.
Mauricio Denis y el padre Couturier han planteado el problema en Francia y señalado los
caminos de la solución. El mencionado dominico procuró, en la decoración de la iglesia
de Assy, la colaboración de Rouault, Bonnard, Matisse, Braque y Lurcat, en un afán de
interesar al artista moderno por el tema religioso.

El fondo de la crisis proviene del exagerado subjetivismo que hoy inspira al arte. El
artista, encerrado en su yo, no siente los anhelos religiosos, que pueden relacionarlo con
la divinidad. Por otra parte, al estado de alma ha respondido una técnica que obedece a
un ritmo temporal esencialmente transitorio. Y el arte religioso es todo lo contrario. Su
raíz es de esencia comunal. Como forma expresiva debe plasmar una realidad que
represente una verdad comprensible a los fieles, recuerde un hecho religioso o estimule
el culto. Por la misma razón el arte religioso tiene un destino ritual, cuya característica,
es la permanencia, dentro de la variedad inherente a los estilos. El arte religioso obliga al
artista a salir de sí para inspirarse en temas capaces de dialogar y conmover a los fieles.

En este ambiente de indiferentismo religioso se destaca, con contorno de soledad, la


figura de Víctor Mideros, no como intérprete de la religiosidad del pueblo, ni para
dialogar con él mediante su pintura; sino para expresar su honda espiritualidad, rayana en
mística visión.

Hay en la actualidad un conato de explicar el fenómeno artístico, comparándolo con la


experiencia mística. Simplificando la visión, el esfuerzo por dominar la técnica tendría
semejanzas con la ascética y la intuición poética hallaría analogía con la contemplación
mística. Desde luego, hay que hacer la salvedad de que el fenómeno estético es de
naturaleza estrictamente humana, mientras la experiencia mística se desarrolla en una
esfera sobrenatural. Pero puede darse el caso que el artista sienta el doble efecto, el
natural, del dominio de la técnica y el sobrenatural, de la vivencia de la mística. Bastaría
recordar, para el caso, al beato Angélico de Fiésole y a San Juan de la Cruz. Con la reserva
que exige la prudencia podemos afirmar que Víctor Mideros es un artista connaturalizado
con temas de procedencia bíblica, que los traduce con una técnica personal. A esta cima
ha llegado después de un largo proceso sicológico y artístico. Sus primeros ensayos, que
los conserva el doctor Alejandro Maldonado, comprueban la orientación señalada por
Paul Bar en la Escuela de Bellas Artes. Son pequeños lienzos que interpretan, con un dejo
impresionista, el paisaje de la antigua Alameda. Al principio, alternó su vocación entre la
medicina que cursó algunos años y la pintura que no dejaba de practicar. Al fin se decidió
por la segunda, favorecido por una beca a Roma, que la concedió el presidente Baquerizo
Moreno. De vuelta al país visitó los Estados Unidos y regresó a Quito para no ocuparse
sino en pintar.

En la Sala de Santo Domingo se conserva un lienzo que lleva por data el año 1922 y
representa a Cristo con la inscripción griega de «Mi reino no es de este mundo». Luego
lo vimos preocupado en interpretar los episodios de la vida de Santa Mariana para el
locutorio del Carmen Alto, que los pintó gratuitamente, como un voto de acción de gracias
por la salud de su hermano Luis, que padeció un atentado. Desde entonces se ha dedicado
a profundizar el contenido bíblico para dar expresión pictórica a sus misterios. El ejercicio
constante del arte le ha revelado los secretos de los matices de la cromática, para
conseguir efectos por el color más que por el dibujo. Aislado, como Cézanne, en su
temática y su técnica, se ha mantenido indiferente a los reparos de la crítica, como una
voz aislada que clama en el desierto.

Alguna vez ha revelado sus concepciones íntimas, entre religiosas y teosóficas. Para
él «el Arte es una ascensión en búsqueda del tipo eterno de las cosas. El arte es el
sentimiento de la presencia universal de Dios. Y el cuadro, una palabra escrita con luces
y sombras, formas y colores, animados con soplo de espíritu: una palabra mensajera que
va en pos de dialogar con otra alma.

»Cada color del Iris es una nota musical, un destello vital de ritmo planetario, un signo
sugerente, una emoción solar. Cada color del Iris es un punto inicial en las realizaciones
cósmicas de la luz, un mundo septiforme y espectral, una época distinta y milenaria. Cada
color del Iris es aura milagrosa en la mística escala de las almas que buscan la claridad de
Dios. Y el conjunto armónico de las Siete Cadencias o la Rosa cromática de los siete
Esplendores suele ser imagen de un ciclo Esotérico».

Por lo visto, Mideros no puede ser un pintor accesible a todos. La comprensión de sus
lienzos demanda cultura bíblica y aprecio de la técnica. Fuera de sus cuadros de
inspiración religiosa, ha hecho, retratos, ha representado a los indios salasacas y ha
sentido la sugestión del paisaje.

Sus obras se encuentran en el templo de la Merced, en la Sala del Hogar Javier y en


colecciones particulares.

Un hermano suyo, fray Enrique Mideros consagró su habilidad natural a decorar las
iglesias dominicanas de Ibarra, Latacunga, Loja y Baños y a pintar numerosos lienzos de
motivos religiosos.

Individualidad y evolución

Estos dos conceptos, que caracterizan al historicismo, pueden aplicarse al arte


moderno, para explicar, por una parte, el afán de ahondar en la sicología de la creación
artística y por otra, el fenómeno de la evolución de los estilos. André Breton en
su Manifiesto del Surrealismo, de 1934, señaló el proceso seguido por el artista moderno
en su empeño de creación pura. El primer paso fue la liberación de las sugestiones de la
naturaleza y de sus formas. Luego, la independencia del control de la razón lógica y de
las normas de la moral y de la estética. Liberado de este modo el artista, puede
abandonarse al automatismo síquico puro, estado en el cuál se da la creación auténtica.
En observación de Maritain ya Santo Tomás había descrito el proceso de los actos que
verifica el alma, como centro de unidad de la persona humana. Las impresiones de los
sentidos, transmitidos por la imaginación, son recogidos en el entendimiento posible para
que actúe sobre ellos el entendimiento agente y formule el concepto, quedándole al alma
un fondo inagotable de influjo creativo. La sicología estética ha estudiado este proceso,
dando nombres nuevos a una realidad conocida desde mucho antes. La historia del arte
moderno señala, con el nombre de estilos, las formas en que se ha ido manifestando la
preferencia de los artistas. El realismo y el impresionismo basaron en la impresión de la
realidad su inspiración artística. Cézanne introdujo en la pintura una preocupación
intelectual al afirmar que «todo en la naturaleza se modela según la esfera, el cono y el
cilindro y que es preciso aprender a pintar sobre estas figuras simples y a continuación
uno podrá hacer todo lo que quiera». Esta lección de Cézanne completada con el
entusiasmo colorista de Gaugin y Van Gogh, sugirió el cubismo de Derain y Picasso, que
teorizó Apollinaire en El Mundo como representación. El surrealismo, que evadió la
realidad de la naturaleza y aun las formas de la lógica, ha llevado al artista al arte llamado
abstracto, defendido y practicado por Kandinsky, según el cual: «las obras normales de
la pintura abstracta brotan de la fuente común de todas las artes: la intuición, la razón, en
este caso, desempeña el mismo papel: colabora, trátese de obras que reproduzcan o no
determinados objetos, pero siempre como factor secundario».

Dentro de estas formas generales en que se ha desarrollado el arte moderno se han


interpuesto algunas otras, con matices más o menos definidos. Pero basta para tratar de
explicar los ensayos de nuestros artistas. Desde luego, no hay artista verdadero que no
hubiese experimentado en sí la evolución, bajo el influjo de las corrientes modernas de
arte. Anotamos ya el caso de Camilo Egas, que del impresionismo y el surrealismo pasó
a la representación abstracta. Kingman ha evolucionado del color sombrío a la lucidez
cromática ejercitando también el xilograbado y el dibujo ilustrativo. Igual proceso e
inquietud puede advertirse en Galo Galecio. De los pintores ecuatorianos de formación
europea, Reindón Seminario cultivó el cubismo y Alberto Coloma Silva representó, con
figuras geométricas, los arlequines parisienses. Sin abandonar la tónica de un espíritu
delicado, ha ensayado expresar el influjo de las corrientes artísticas, el pintor Luis
Moscoso. También ha dado muestras de las tendencias actuales Galo Galecio en sus
murales decorativos de las salas de la Casa de la Cultura. Pero merece un comentario
especial el pintor Oswaldo Guayasamín, cuyo nombre ha rebasado las fronteras patrias.
Connaturalizado con el arte, ha procurado informarse del aporte introducido en la pintura
por los grandes maestros del arte contemporáneo, Cézanne, Picasso, Matisse, Braque,
Rouault, Kandinsky. En medio de ellos ha afirmado su personalidad de americano,
sensible a los temas sociales, como Rivera y Orozco. De ahí su Huacaiñan, el camino del
llanto trajinado históricamente por el indio de hispanoamérica. Sin embargo el artista ha
prodigado su fecundidad, afrontando toda clase de motivos. El caso de Guayasamín se
brinda a la aplicación de la psicología de la intuición poética y creadora. Su espíritu, en
tensión constante, concibe fácilmente el tema, que lo expresa con un vigor de líneas
marcadas, casi esquemáticas y un colorido austero, cuando no con una explosión de
cromática impresionista.

Fuera de la pintura de caballete, cotizada por aficionados y coleccionistas,


Guayasamín se ha puesto al día con las exigencias de la pintura mural expresada en el
mosaico. La arquitectura moderna, que ha eliminado los elementos del orden clásico,
ofrece en su estructura grandes espacios murales, que requieren una decoración en
función de servicio público. En este aspecto de decoración funcional, el artista quiteño ha
sido comprometido para decorar el gran mural del edificio del Centro Simón Bolívar de
Caracas y en Quito para los murales de la Facultad de Jurisprudencia y del Palacio de
Gobierno.

Ha realizado, con gran éxito, exposiciones en los centros principales de América y en


la Tercera Bienal Hispanoamericana de Arte, realizada en Barcelona en 1955, obtuvo el
gran premio de pintura.

Representantes de la escultura

En 1940 Luis Mideros publicó un Álbum con 109 grabados, que reproducían sus obras
realizadas en terracota, mármol, bronce y piedra, que se hallaban dispersas en las ciudades
del Ecuador y Colombia. Algunas de ellas, simples retratos de personas conocidas; otras,
representación de personajes históricos; algunos monumentos y creaciones alegóricas.
Desde esa fecha hasta el presente seguramente se ha duplicado el número de trabajos
verificados por el artista. Porque Luis Mideros es un consagrado total a su profesión.
Desde el tiempo de aprendiz en la Escuela de Bellas Artes, asimiló las enseñanzas de
Luigi Cassadío, de quien aprendió sobre todo el gusto clásico en la concepción de los
grupos y la anatomía de las figuras. De los trabajos en grande se destacan la lucha de
los Centauros en el portón de la Circasiana y el enorme friso del Palacio Legislativo. Se
han vuelto familiares las figuras de Benalcázar, Espejo y Montalvo, interpretadas por Luis
Mideros en los monumentos de Guayaquil, del «Hospital Eugenio Espejo» y de la entrada
de la Alameda.

La rama de la talla ha revivido la artesanía colonial, con el gusto de decorar las iglesias
con retablos y marcos y las casas con artesonados. En esta labor se han distinguido Miguel
Ángel Tejada, Constantino y Alfonso Reyes y Neptalí Martínez Jaramillo. Obras del
primero son el retablo mayor de Guápulo, la mampara de San Agustín y los marcos que
se destacan en el templo de la Merced con las pinturas de Víctor Mideros. Los hermanos
Reyes trabajaron el retablo de San Judas en el templo de Santo Domingo. Martínez
Jaramillo, fuera de ser un tallista delicado, ha elaborado el diseño para el retablo mayor
del Quinche, que lo ha ejecutado en parte el imaginero y escultor Alfonso Rubio. Se ha
distinguido también por el primor de sus imágenes y tallados el escultor Aguirre.

También la escultura ha experimentado las orientaciones ideológicas del arte moderno.


Se ha insistido, desde luego, en la distinción que marca el significado preciso de las
palabras esculpir y modelar. Los clásicos, a lo Fidias y Miguel Ángel, esculpían, es decir,
restaban volumen a una materia sólida para configurar, mediante decidido esfuerzo, una
imagen interna. Los modeladores, en cambio, manipulan sobre una materia blanda, que
configurará en el vaciado la imagen en el bronce. El artista moderno ha querido recuperar
y prestigiar su voluntad de esfuerzo y para ello ha escogido la materia dura, la piedra y
actualmente el hierro. Además, evadiendo el retrato a base de modelo ha descubierto
formas, cuyos contornos se destacan con vacíos y oquedades, para insinuar, no figuras
identificables, sino ideas generales.

Entre los escultores modernos, influidos por tendencias nuevas, debemos mencionar a
Jaime Andrade, que ha decorado el muro oriental del tramo administrativo de la ciudadela
universitaria, ha esculpido el relieve del zócalo del edificio de la Caja del Seguro y ha
labrado la alegoría de la reviviscencia del diario de El Comercio, después del incendio.
Igual mención merece la señora Germania Paz y Miño de Breil, cuya Anatomía del
deseo le hizo acreedora a una recompensa. Sus esculturas se hallan informadas del espíritu
actual, tanto en la originalidad de las formas, como en la materia de que aprovecha para
plasmarlas.
Estímulos y crítica

La creación de la Escuela de Bellas Artes tuvo su complemento lógico en la exposición


anual de los trabajos que realizaban los alumnos. Fin 1914 el Ministro de Instrucción
Pública doctor Manuel María Sánchez dio cuenta de la 1.ª Exposición oficial que se
realizó en la fecha clásica del 10 de agosto, certamen que se verificó en años posteriores,
en el Salón Anual de Bellas Artes, dedicado al efecto.

El éxito de este concurso de obras artísticas suscitó el entusiasmo del mecenazgo. Un


filántropo quiteño, doctor Mariano Aguilera, dejó en su testamento un inmueble, cuyo
arriendo anual debía distribuirse en tres premios destinados a las tres mejores obras de
arte, a juicio de un jurado, designado por el Concejo Municipal de Quito, responsable de
la correcta administración del donativo.Desde el 10 de agosto de 1917, el Certamen
Mariano Aguilera fue el mejor estímulo que hallaron los artistas. Al principio la cantidad
se limitó a 316 sucres para el primer premio, 218 para el segundo y 108 para el tercero.
En todo caso fue el honor el móvil principal que daba aliento a los expositores. El
galardón del premio Aguilera fue discernido, entre otros muchos, a Víctor, Luis y Jorge
Mideros; a Guillermo Latorre y Enrique Terán; a Luis Veloz, Pedro León y Abraham
Moscoso; a Enrique Gómez Jurado y a Camilo Egas; a Antonio Salgado, Juan León Mera
y Eugenia Mera de Navarro; a José Amacaña, José Espín y Luis Crespo Ordóñez; a
Atahualpa Villacrés, Alberto Vallejo y José Sigcha Parra; a América Solazar, Eduardo
Kingman y José Enrique Guerrero; a Oswaldo Guayasamín, Sergio Guarderas y Jaime
Andrade, etc.

La creación del premio Mariano Aguilera fue un estímulo de procedencia extraña al


círculo de los artistas. En 1924 se organizó el Centro Nacional de Bellas Artes con
elemento profesional y en 1932 se fundó el Círculo de Bellas Artes, compuesto,
asimismo, por un grupo de artistas.

Pero desde 1939 se organizó el Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador, que
establecieron el Salón de Mayo, para exhibir las obras de arte, al margen de las
exposiciones oficiales. Para acentuar una tendencia de reacción y desinterés se impuso la
ausencia de toda premiación. Se recordaba tal vez la actitud de los artistas franceses,
cuando en 1863, organizaron el Salón de los Rechazados, como réplica a las Exposiciones
oficiales de tipo academicista. A lo menos así se da a entender en uno de los capítulos del
manifiesto de sus fundadores:
Este salón, decían, da cabida a todas las tendencias, puesto
que valiéndose de innumerables formas puede plasmarse la
creación artística del espíritu humano. Todo pronunciamiento
por un criterio único significa una reducción del amplio
campo de las posibilidades. Es por esto que, en el arte, el
criterio oficial ha dejado casi siempre a la vera todo aquello
que llevaba la palpitación de un nuevo modo de sentir.
Libertad en el arte es nuestra norma. Y sobre todo, sabemos
que los frutos del esfuerzo necesitan del calor del estímulo
dentro del cual se desenvuelve nuestra ética intelectual y
artística.

El Salón de Mayo, en años sucesivos, acogió las obras de toda una generación de
artistas, nacionales y extranjeros, que exhibieron sus creaciones con un afán de puro amor
al arte.

El 28 de octubre de 1940 se fundó la Galería Caspicara, bajo la dirección de Eduardo


Kingman, que brindó a pintores y escultores la oportunidad de exhibir sus obras
respectivas. El entusiasmo con que los artistas recibieron la iniciativa se demuestra por el
número de exposiciones que se hicieron en el curso del primer año. Se inauguró con una
exhibición conjunta de obras de pintores y escultores jóvenes, a la que siguieron
exposiciones individuales de los pintores Michelson, de Roura Oxandaberro, fotografías
de Andrés Roosevelt, muestras de Oswaldo Guayasamín, pinturas de Guillermo
Olgiesser, lienzos de Eduardo Kingman, etc.

El 9 de agosto de 1944 se creó la Casa de la Cultura, mediante Decreto Ley del Doctor
José María Velasco Ibarra. Su fin era apoyar y fomentar las diversas manifestaciones de
la Cultura. Entre ellas fue tomado en cuenta el Arte, para cuya promoción se insinuaba la
organización de exposiciones artísticas dentro y fuera de la República, con premios para
las mejores obras. Con el fin de llevar a la práctica el estímulo del arte se creó la sección
de Literatura y Bellas Artes.

A raíz de la creación de la Casa de la Cultura, la Asamblea Nacional Constituyente


expidió, el 22 de febrero de 1945, la ley de Patrimonio Artístico, que facultaba a la
Institución el control y vigilancia de las obras de arte existentes en el país.
El Congreso de la República mediante Decreto del 3 de noviembre de 1948, anexó a
la Casa de la Cultura la Biblioteca, el Museo y el Archivo Nacionales. La anexión del
Museo facilitó a la Institución las posibilidades para promover las Exposiciones de Arte.

El 4 de noviembre de 1949, el Congreso de la República decretó la creación de la


Orquesta Sinfónica Nacional, adscrita a la Casa de la Cultura. Este aspecto del arte tuvo
su realce con la organización del Museo de Música, que lleva el nombre de su principal
promotor Pedro Trasversari Salazar.

La Casa de la Cultura en cumplimiento de su misión, ha patrocinado exposiciones de


arte, de autores nacionales y extranjeros, estimulando a los artistas, ya con premios a las
mejores obras, ya también con la adquisición de algunas de ellas. En los corredores de la
Casa pueden apreciarse los ejemplares adquiridos por la Institución en las Exposiciones
por ella patrocinadas.

En 1942 apareció, editado en Quito, un libro que contenía un estudio de José Alfredo
Llerena intitulado La Pintura Ecuatoriana del siglo XX, con un apéndice de Alfredo
Chaves, que, contenía El primer Registro Bibliográfico sobre Artes Plásticas en el
Ecuador. Desde entonces no han faltado hasta el presente nuevos estudios críticos de las
últimas manifestaciones del Arte Ecuatoriano. Poco antes, el mismo Alfredo Llerena
analizó la psicología del artista moderno en un opúsculo publicado en 1938 con el título
de Aspecto de la Fe Artística. En los Anales de la Universidad de Quito se introdujo una
sección con el título de Cuadernos de Arte y Poesía, en que han ofrecido sus apreciaciones
críticas Galo René Pérez, Atanasio Viteri y Carlos Bravomalo Roatta. Tanto
la Revista como Letras del Ecuador, que publica la Casa de la Cultura, contienen
apreciables aportes sobre crítica artística e ilustraciones demostrativas de las obras de
arte. También la Revista del Núcleo del Azuay como La Semana del Núcleo del Guayas,
ofrecen valiosas escritos sobre el arte contemporáneo.

Desde el punto de vista de la investigación de las fuentes, se ha enriquecido mucho


más la historia del arte. El doctor José Gabriel Navarro ha proseguido en su labor
de Contribuciones a la Historia del Arte en el Ecuador, desempolvando los archivos, con
el afán de descubrir documentos nuevos sobre el Arte Ecuatoriano.

Don Alfredo Flores Caamaño publicó los testamentos de Miguel de Santiago y de


Bernardo de Legarda, que pusieron en claro la personalidad humana de esos grandes
artistas coloniales. El debate suscitado por la escritora panameña señora Teresa López de
Vallariño, en torno al autor de los cuadros de los Profetas de la Compañía, dio ocasión
para esclarecer la vida y las obras, tanto del hermano Hernando de la Cruz como de
Nicolás Javier Goríbar. La reciente publicación de la historia de la Compañía por el padre
Pedro Mercado, permitió rectificar algunos errores y definir el influjo y la labor de los
hermanos Hernando de la Cruz y Marcos Guerra.

Por lo que se refiere a la crítica del arte, no han faltado en la prensa informaciones
sobre las muestras exhibidas en las Exposiciones, con su comentario respectivo. Incluso,
en la sección literaria, se ha procurado divulgar el pensamiento europeo sobre las
corrientes artísticas del día. No han faltado tampoco casos en que un artista hubiese
juzgado a otro de la misma profesión. Carlos Bravomalo ha estudiado el arte de José
Enrique Guerrero y éste a su vez publicó un estudio acerca del pintor Guayasamín. Pero
se echa de menos todavía un estudio sistematizado y serio de nuestro arte contemporáneo.
Acaso el vacío se deba a las mismas exigencias de la crítica. Baudelaire, refiriéndose a la
crítica literaria, escribió «Sería verdaderamente algo nuevo en la historia del arte que un
crítico se convirtiera en poeta; ello entrañaría la revocación de todas las leyes
psicológicas; entrañaría una monstruosidad. Por el contrario todo gran poeta se convierte
naturalmente y de un modo inevitable en crítico». Aplicada esta teoría al arte de la pintura
implicaría la exigencia de que para hablar de los pintores se requería que el crítico fuese
también pintor. La verdad en este caso la señaló Platón en su Ion, cuando exigió que el
crítico fuese invadido por la misma inspiración que ha conmovido al artista, para que
pudiese descubrir así las intuiciones creadoras que han motivado la obra, como los
aciertos en la ejecución. El crítico necesita explicarse primero a sí mismo, antes que a los
demás, lo que ha experimentado frente a una obra de arte.

Y aquí estriba la dificultad por la crítica del arte moderno, en que cada artista se
encierra en su propia individualidad. Lionello Venturi, el gran crítico de arte moderno, ha
subrayado esta característica de la crítica de nuestros días. Antes bastaba conocer la
estética, las ideas de arte como expresión de sentimientos, forma significante,
imaginación creadora, para entender y dar a entender una producción artística.

Hoy cada artista obliga a comenzar de nuevo, a desechar continuamente lo que se había
aprendido, a destruir en uno mismo las llamadas leyes de arte. Porque para las obras
nuevas se necesitan leyes nuevas. Y esta labor de Sísifo es la más difícil para el crítico
del arte moderno.
Museos y colecciones

Quito, con la riqueza de sus templos, es como un Museo Público de arte religioso. De
las mismas iglesias han salido los objetos para constituir los museos y colecciones
particulares.

El doctor Manuel María Sánchez, en su informe oficial de Ministro de Instrucción en


1914, dio cuenta que se había destinado el Kiosco de la Alameda para que constara en él
una galería permanente de obras de arte.

El afán coleccionista se suscitó en Quito, cuando a consecuencia de la nacionalización


de los bienes de las Comunidades Religiosas, quedaron los Monasterios reducidos a un
estado de suma pobreza. En esta coyuntura la autoridad eclesiástica de entonces facultó a
los superiores la venta de las obras de arte que no estuvieran destinadas al culto. De este
modo las personas particulares pudieron adquirir, a precios como de subasta, cuadros,
imágenes y enseres, para formar sus colecciones.

En 1939 el Estado adquirió las colecciones de don Pacífico Chiriboga y don Alfredo
Flores Caamaño, que sirvieron de fondos para organizar el Museo de Arte Colonial,
inaugurado el 24 de mayo de 1944, bajo la dirección de don Nicolás Delgado. Para su
instalación se adecuó una casa de estilo colonial, que había pertenecido a los
descendientes de don Francisco Villacís. Una sala del piso alto se destinó a Miguel de
Santiago y otra a las obras de Bernardo Rodríguez, Manuel Samaniego, Bernardo de
Legarda y Caspicara. En la sala principal se colocaron imágenes y cuadros, generalmente
anónimos. En los corredores, colocados en vitrinas, se exhibieron ejemplares de imágenes
y figuras, labradas en madera, marfil y corozo, por los escultores de la colonia. En el piso
bajo se ha destinado la sala mayor a las exposiciones que patrocinaba la Casa de la
Cultura.

En 1951 se inauguró el Museo Municipal en el llamado Cuartel Real de Lima, que


fue adecuado para Archivo del Municipio y para Museo. Los fondos de que consta
provinieron del donativo hecho a la ciudad por don Alberto Mena Caamaño, coleccionista
no sólo de obras de arte colonial quiteño, sino de algunas adquisiciones hechas en España.
También aportó a la riqueza del Museo el donativo de don Miguel Ángel Álvarez. El
Museo Municipal contiene un valioso ejemplar de Miguel de Santiago, cuadros de la
época colonial y abundante representación de Pinto, Manosalvas y Troya. En el sótano
que sirvió de cárcel a los Próceres, se exhiben ejemplares de armería antigua. Una
pequeña sala se ha destinado a la exposición de obras de los artistas plásticos
contemporáneos.

De los particulares, el rico en obras de arte es el Museo Jijón y Caamaño. En la


familia Jijón había una tradición de mecenazgo y protección a la cultura. Procedentes de
la época colonial se conservan los retratos hechos por Samaniego de los antepasados del
apellido Jijón. Don Manuel Jijón y Larrea aprovechó de la habilidad de Pinto y
Manosalvas para decorar los pasadizos de su casa residencial «La Circasiana». Pero entre
todos, se destacó por su magnanimidad don Jacinto Jijón y Caamaño. Orientado desde su
adolescencia a los estudios arqueológicos, echó mano de sus propios recursos para hacer
personalmente excavaciones y costear las investigaciones del doctor Max Hulle. Con los
objetos descubiertos organizó elMuseo Arqueológico que es el más copioso con que
cuenta la ciudad de Quito. Al mismo tiempo fue adquiriendo libros especializados de las
diversas ramas de la historia y con ellos y con los fondos que constituyeron la biblioteca
americanista del ilustrísimo señor González Suárez, formó la Biblioteca Jijón y
Caamaño, la más completa en su género con que cuenta el Ecuador. Además, integró el
Museo Arqueológico con la sección de arte colonial, que contiene ejemplares de todos
los artistas, incluyendo valiosas colecciones de Pinto, Cadena y Manosalvas. «La
Circasiana», con la Biblioteca y los Museos, constituye un monumento de cultura
nacional.

De hecho han sido las comunidades religiosas las patrocinadoras de los artistas, de
quienes se han servido para promover el culto. Adelantándose a la Ley de Patrimonio
Artístico, el artículo octavo del Modus Vivendi, del 24 de julio de 1937, dispuso lo
siguiente: «En cada Diócesis formará el Ordinario una Comisión para la conservación de
las Iglesias y locales eclesiásticos que fueron declarados por el Estado monumentos de
arte y para el cuidado de las antigüedades, cuadros, documentos y libros de pertenencia
de la Iglesia que poseyesen valor artístico o histórico. Tales objetos no podrán enajenarse
ni exportarse del país. Dicha Comisión junto con un representante del Gobierno,
procederá a formar un detallado inventario de los referidos objetos».

De acuerdo con el espíritu de esta ley las Comunidades Religiosas de Quito han
organizado sus Museos Conventuales, en que se exhiben las obras de arte, no destinadas
al culto. El de San Francisco contiene la serie de cuadros de la Doctrina Cristiana de
Miguel de Santiago, con lienzos de Andrés Sánchez Gallque, Goríbar, Rodríguez y
Samaniego y esculturas del padre Carlos Legarda y Caspicara. San Agustín posee la
galería de cuadros de la vida del Patriarca, pintados por Miguel de Santiago y sus
discípulos, junto con la Sala Capitular, que es una joya de arte y de tradición histórica. El
museo de Santo Domingo cuenta con relieves de la escuela de Diego de Robles, con los
Reyes de Judá atribuidos a Goríbar, con esculturas de Legarda y un par de grandes Cristos
de marfil de hechura italiana. La Merced ha dedicado una sala de su segundo claustro
superior a la custodia de sus obras de arte. Esta colección contiene ejemplares de
procedencia europea y de los artistas Goríbar, Rodríguez, Samaniego y Pinto. La
Compañía ha organizado su museo en la casa de Cotocollao. La colección guarda
muestras de Samaniego, Pinto, Antonio Salguero y Víctor Mideros.

De los Monasterios, el de la Concepción ha destinado una sala a la exhibición de las


obras de arte; el Carmen Moderno ha consagrado también una sala especial a un
Nacimiento permanente, en que se guardan grupos escultóricos de la vida de la Virgen y
muestras escogidas de cerámica quiteña; en el Carmen Antiguo se ha dedicado toda una
sala para el grupo de la Muerte de la Virgen con un apostolado de tamaño natural. Por lo
demás, en todos los Monasterios están los coros, salas de labor y pasadizos, adornados
con lienzos de valor artístico.

De las colecciones particulares son dignas de mención la de don Víctor Mena, rica en
obras selectas de Miguel de Santiago, Goríbar, Rodríguez, Samaniego y Pinto; la de don
Carlos Manuel Larrea, con ejemplares escogidos de Legarda, Olmos y de los pintores
coloniales; la de la familia Gangotena y Jijón, con imágenes y lienzos conservados con
esmero; las de Eduardo y Filoteo Samaniego.

Fuera de Quito, los Municipios de Guayaquil y Cuenca se han interesado por la


conservación de las Obras de Arte, organizando Museos con fondos locales, adquiridos a
su costa. En Cuenca existe un Museo selecto, establecido por el padre Carlos Crespi, en
la casa de los Salesianos.

Desde el establecimiento de la Casa de la Cultura en 1944 se procuró patrocinar


exposiciones de arte, que se han realizado ya en el salón del Museo de Arte Colonial, ya
en locales de instituciones culturales. Con el fin de acrecentar los fondos del patrimonio
artístico nacional, aprobó el 12 de noviembre de 1953 el Reglamento para la adquisición
de obras de arte. En los artículos sexto y séptimo determinaba lo siguiente: «La Casa de
la Cultura Ecuatoriana adquirirá de preferencia, para incrementar las Colecciones de arte
moderno, las obras que hubieran merecido premios en los concursos organizados o
auspiciados por la misma Casa. Si no hubiera mediado algún contrato acerca de la
realización de la obra artística y su precio, las adquisiciones que hiciere la Casa de la
Cultura requerirán el informe previo de las Comisiones técnica y financiera. La Casa de
la Cultura podrá adquirir obras de los artistas que ejecutaren exposiciones por su cuenta,
pero en todo caso dispondrá, que las Comisiones Técnica y Financiera presenten los
respectivos informes».

Esta reglamentación no fue sino la norma formulada, a base del hecho que venía
practicando desde mucho antes la Casa de la Cultura. Esta directiva debía servir de
orientación también a los Núcleos Provinciales. El cumplimiento de esta iniciativa de la
Casa ha enriquecido el patrimonio artístico nacional con obras de los pintores y escultores
modernos, que figuran en las galerías de la Matriz y los Núcleos del Guayas y el Azuay.
Capitulo XXI

Primeros protagonistas

Para los historicistas la palabra historia tiene dos significados: el relato de los
hechos y los hechos mismos. Shotwell ha tratado de descubrir la cualidad que revisten las
personas y los hechos para volverse históricos, o más bien, historiables. Según él el hecho
humano se vuelve histórico cuando se lo considera como parte del proceso del desarrollo
social. En otros términos, el hecho, deja de ser aislado y se vuelve histórico cuando se lo
considera en relación con otros en el espacio y en el tiempo.

Dilthey ha precisado más el carácter del hecho humano, histórico, al destacar el


contraste entre la singularidad esencial de todo suceso histórico y la exigencia dialéctica
de conexión con los demás hechos que componen la realidad histórico-social.
Para Dilthey, «cada acción, cada pensamiento, cada creación comunal, en una palabra,
cada parte de un todo histórico, recibe su significación de sus relaciones con el total de
su época».

El valor relativo de un suceso o personaje depende del mayor o menor influjo que
han ejercido en el proceso de la vida social. La misma biografía se torna histórica, en
cuanto se considera al individuo dentro del marco de la sociedad en que le ha tocado vivir.
En torno al hecho de la conquista de Quito, fue preocupación de los protagonistas
hacer informes legales de su intervención personal, para acreditar su derecho a la
recompensa. Esta consistió en blasón de nobleza familiar y en concesión de una
encomienda. En el archivo de Indias, sección Patronato, constan las probanzas de los
capitanes que intervinieron tanto en las acciones de armas como en la fundación de las
primeras ciudades del actual Ecuador.

Presentamos a continuación los nombres de algunos capitanes, que tomaron parte


activa en los primeros hechos de nuestra historia y que procuraron dejar constancia en sus
respectivas probanzas.

Rodrigo Núñez de Bonilla, compañero de Benalcázar en la conquista y fundación


de Quito. Practicó su información ante el escribano, Gómez Mosquero, en Quito el 10 de
julio de 1537 se le concedió escudo de armas el 4 de abril de 1542.
Gonzalo Díaz de Pineda, capitán con Benalcázar en la conquista de Quito y primer
expedicionario al país de la Canela. Hizo su probanza en Quito el 21 de agosto de 1539,
ante el escribano Antonio Ruiz. Obtuvo escudo de armas mediante cédula firmada en
Valladolid el 4 de marzo de 1542.
Diego de Sandoval, conquistador y fundador de Quito, acudió con indios de su
encomienda a defensa de Francisco Pizarro en Lima. Practicó su primera información en
Quito el 7 de marzo de 1542, ante el escribano Gonzalo Yánez.
Sebastián de Benalcázar, el principal conquistador y fundador de Quito. Mandó
practicar la información de sus servicios, ante el escribano Antonio de Oliva, en Cali el 2
de marzo de 1545.
Baltazar García, fundador de Portoviejo con el capitán Diego de Olmos. Practicó
su probanza, ante el escribano Pedro de Álvarez, en Portoviejo o Villanueva, el 21 de
abril de 1539.
Alonso de Bastidas, primer minero en Santa Bárbara, favorecedor al virrey Núñez
Vela. Abrió su información en Quito el 6 de noviembre de 1550, ante el escribano
Gonzalo Yánez Ortega.
Juan de Londoño, hijo de Francisco de Londoño, muerto en Iñaquito en defensa de
Núñez Vela. Practicó su probanza en Quito el 5 de diciembre de 1558, ante el escribano
Antón de Sevilla.
Rodrigo de Salazar, que asesinó a Pedro de Puelles y levantó bandera para la causa
de La Gasca. Hizo informe de sus méritos ante el escribano Antón de Sevilla el 13 de
septiembre de 1556.
Gil Ramírez Dávalos, Gobernador de Quito y fundador de Cuenca y de Baeza.
Mandó a practicar probanza de su actuación en Lima, ante el escribano Antón Díaz Villa,
el 5 de octubre de 1558.

Escenario - Toponimia – Lengua

Cieza de León fue el primero en advertir la necesidad de destacar el elemento


geográfico como escenario de los hechos históricos. Personalmente recorrió todo el
territorio de la Audiencia de Quito, a partir de Cali hasta Piura. En su Crónica del
Perú trazó la descripción de los sitios en que se ubicaban los pueblos primitivos, con sus
costumbres vernáculas, sin omitir la flora ni la fauna. Vino al Nuevo Mundo de edad de
trece años y se mantuvo diez y siete, durante los cuales, «ni las asperezas de tierras,
montañas y ríos, intolerables hambres y necesidades, nunca bastaron para estombar mis
dos oficios de escribir y seguir a mi bandera y capitán sin hacer falta [...] muchas veces
cuando los otros soldados descansaban, cansaba yo escribiendo [...] mucho de lo que
escribo vi por mis ojos estando presente y anduve muchas tierras y provincias por ver lo
mejor, y lo que no vi trabajé de me informar de personas de gran crédito, cristianos e
indios». Con Cieza de León se volvieron familiares en España, desde 1553, los nombres
geográficos de los pueblos del Ecuador. Los Andes se dividen en dos Cordilleras
paralelas, llamadas oriental y occidental, según como ven levantarse o ponerse el sol. A
trechos se unen por los nudos, que semejan columpios gigantescos y ponen límites a las
Hoyas. A cada una de éstas domina, por lo general un monte nevado, que caracteriza a
las Provincias. De norte a sur se escalona la avenida de volcanes, el Imbabura y el
Cotacachi; el Cayambe, el Antisana y el Pichincha; el Cotopaxi y el Iliniza; el
Tungurahua; los Altares y el Chimborazo; el Azuay, el Villonaco. En las Hoyas, cercadas
por los montes y a más de 2500 metros sobre el nivel del mar, se ubican las ciudades y
pueblos, que por lo general han conservado sus nombres autóctonos o quichuas, que
evocan un origen, pre o protohistórico.
Son familiares en nuestra geografía los nombres de Tulcán, Caranqui, Atuntaqui,
Cotacachi y Otavalo; Cayambe, Quinche, Yaruquí, Quito, Pomasqui, Conocoto; Alaques,
Mulahaló, Pujilí, Saquisilí, Latacunga; Ambato, Píllaro, Patate, Pelileo, Mocha;
Riobamba, Punín, Yaruquies, Colta; Alausí, Sibambe, Tixán, cañar; Paute, Gualaceo,
Sigsig, Cogitambo, Chordeleg y Jima; Saraguro, Paltas, Celca, Cariamanga y Malacatos.
Este índice fragmentario de vocablos señala la toponimia vernácula de montes y de
pueblos. Habría que añadir una larga serie de nombres patronímicos, junto con los de la
fauna y flora, que persisten en el idioma de nuestra cultura. Los más de ellos son de
fonética preincaica. En cuanto a su significado, posible es que la lingüística y etimología
deban atribuir al origen de las lenguas, cuando a los seres del Universo se imponían
vocablos apropiados a la impresión que causaban en el hombre primitivo.
Caldas ponderaba la iniciativa de los indios en imponer nombres significativos a los
objetos que los rodeaban. «Un volcán que arroja de su cima columnas de humo espeso,
mezclado con llamas, se le nombra Cotopaxi (masa de fuego); otro lanza de su seno nubes
de arena, conmueve los fundamentos de la provincia, y arruina los templos y los edificios:
se le llama el Pichincha (el temible, el amenazador); una cima inmensa cubierta de nieve
y colocada el otro lado de un río, se nombra Chimborazo (nieve al otro lado); a una
población establecida en una garganta estrecha que corta la cordillera, se le impone el
nombre de Latacunga (garganta estrecha); y en fin, una planta que fortifica los músculos,
que da vigor, que hace andar a un tullido, se llama calpachina yuyu (yerba que hace
caminar)».
La toponimia ha conservado muchos elementos de cultura, que provienen de los
pobladores primitivos y que se han convertido en parte sustancial de nuestra historia,
constituyendo el patrimonio geográfico.
Huainacapac, para consolidar su dominio, impuso a los pueblos conquistados, el
culto al sol y el habla del idioma quichua. La lengua del Inga, observa Garcilaso, alternó
en los niños con el uso del seno de las madres y llegó a hablarse presto en el trato social
y el desempeño de los cargos públicos. El idioma quichua fue lengua de relación y de
cultura. Aceptada luego por los españoles, se convirtió en el vehículo de instrucción
religiosa. Un espíritu tan culto y observador, como el del padre fray Domingo de Santo
Tomás, descubrió admirable consonancia del quichua con el castellano y el latín. Este
religioso dominico vino al Perú en 1540, aprendió enseguida la lengua del Inga y compuso
la primera gramática, que junto con el vocabulario quichua, publicó en Valladolid en
1560. Según él, por la Gramática se puede apreciar «la gran policía de esta lengua, la
abundancia de vocablos, la consonancia que tienen las cosas que significan, las maneras
diversas y curiosas de hablar, el suave y buen sonido al oído de la pronunciación de ella,
la facilidad de escribir con nuestros caracteres y letras: cuán fácil y dulce sea a la
pronunciación de nuestra lengua, el estar ordenada y adornada con propiedad del nombre,
modos, tiempos y personas del verbo. Y brevemente, en muchas cosas y maneras de
hablar, tan conforme a la latina y española y en el arte y artificio de ella, que no parece
sino que fue un pronóstico que españoles la habían de poseer».

El quichua convivió casi medio siglo con los dialectos vernáculos de los paltas,
cañaris, panzaleos, quitos e imbayas. Hubo de aceptar de todos ellos los nombres
toponímicos, que estaban consagrados por el uso tradicional. La conquista española
facilitó por de pronto la supervivencia dialectal, no obstante la imposición oficial del
quichua.
El Relator anónimo de 1573 anota en su descripción de Quito: «En los términos de
la dicha ciudad son muchas y diversas las lenguas que los naturales hablan, sin embargo:
que por la general del Inga se entienden todos». Reconociendo la realidad de este hecho
y ante la necesidad de evangelizar a todos, acordó el excelentísimo señor fray Luis López
de Solís, en el Sínodo de 1594, la constitución que sigue: «Por la experiencia nos consta
que en nuestro Obispado hay diversidad de lenguas, que no tienen ni hablan las del Cuzco
y la Aymará, y para que no carezcan de la doctrina Cristiana es necesario hacer traducir
el Cathecismo y Confesonario, en las propias lenguas: por tanto conformándonos por lo
dispuesto en el Concilio Provincial último, habiéndonos informado de las mejores lenguas
que podrían hacer esto, nos ha parecido cometer este trabajo y cuidado a Alonso Núñez
de San Pedro y a Alonso Ruiz, para la lengua de los Llanos y Otallana; y a Gabriel de
Minaya, presbítero, para la lengua cañar y puruay; y a Francisco de Jerez y a fray Alonso
de Jerez, de la Orden de la Merced, para la lengua de losPastos; y a Andrés Moreno de
Zúñiga y Diego Bermúdez, presbítero, la lengua quilaringa».
El siglo XVII asistió a la agonía lenta de estos dialectos primitivos, para ceder
definitivamente el puesto al quichua y castellano. Tan sólo han sobrevivido hasta el
presente el jívaro entre los indios del oriente y el Colorado en la tribu de las vertientes
occidentales del Pichincha.

Don Jacinto Jijón y Caamaño, en los volúmenes de su obra El Ecuador Interandino


y Occidental, antes de la conquista Castellana, ha formado el índice de las voces de
idiomas vernáculos, que subsisten aún, incorporados a nuestra toponimia.
Octavio Cordero Palacios trazó igual elenco de las voces del primitivo cañari.
El castellano, y quichua han convivido hasta el presente reflejando los azares del
mestizaje etnográfico. Son como dos corrientes paralelas, que se entrelazan a trechos,
para luego recobrar la prístina pureza de sus aguas. Con hondo sentido social observó este
hecho fray Domingo de Santo Tomás, quien asistió al primer contacto espiritual de las
dos lenguas.
Los indios, dice, usan de barbarismos que es tomando términos nuestros (españoles)
y aprovechándose de ellos corrompiéndolos y usando de ellas, no a nuestro modo sino al
suyo. Y este barbarismo no es vituperable sino laudable, porque lo usan por necesidad y
falta de términos de las cosas que ellos no tenían y ahora tienen, lo cual hacen los latinos
muchas veces, usando de términos griegos y hebraicos, y hacemos los españoles cada día,
aprovechándonos de los términos extranjeros para significar sus casas de que carecíamos
y al presente usamos. Así los indios usan de muchos términos, para significar nuestras
cosas de que ellos carecían.

Cerca de medio siglo después que el padre Domingo de Santo Tomás publicó su
gramática quichua, compuso otra el padre Diego González Holguín, jesuita que estuvo en
Quito a fines del siglo XVI. Su propósito principal fue ofrecer en su gramática algunas
reglas que se referían al manejo elegante del idioma.

El español y el quichua se han impuesto definitivamente al pueblo ecuatoriano. No


se puede hablar de su cultura sin recurrir a los dos idiomas dominantes, en que se refleja
la esencia de su vida. Ni se puede prescindir de los elementos lingüísticos, que anteceden
al castellano, y quichua, que provienen de los pueblos primitivos y continúan viviendo en
nuestra toponimia. Nuestra geografía nos ha familiarizado con nombres vernáculos,
incaicos y castellanos, que reflejan la procedencia étnica. Y es digno de notarse el
porcentaje. Los más de ellos son primitivos, algunas de fonética quichua y son pocos los
hispánicos.
Los conquistadores españoles bautizaron algunas veces, añadiendo el nombre de un
Santo, al del pueblo conquistado. Así Santiago y luego San Francisco de Quito, Santiago
de Guayaquil. Otras veces, al fundar una ciudad, evocaron el nombre del pueblo español
de donde procedían sus fundadores, como Loja, Cuenca, Baeza, Ávila, Zamora, Sevilla
de Oro, Macas y Logroño.

Crisol de Ecuatorianidad

En el escenario de este factor estático, se realizaron el desarrollo y transformación


étnicas del actual Ecuador. La prehistoria nos ofrece un mosaico de pueblos, de raza,
cultura e idioma diferentes, que habían hecho ya remanso a las antiguas oleadas
migratorias. La gran inmigración incaica verificó, entre otras cosas, la primera reunión
política de los componentes heterogéneos, que facilitó muy luego el establecimiento de
los españoles.
Somos, étnicamente, un pueblo heterogéneo. Por los elementos dominantes en la
mezcla, pertenecemos a la amalgama indoibérica de razas, y dentro de ellas, al grupo
hispánico. El proceso evolutivo de mezcla y transformación continúa todavía. Las
corrientes etnográficas persisten con características inconfundibles. El crisol de la
ecuatorianidad no podrá realizar el milagro de la fusión, sino mediante la educación, a
base de la unidad religiosa del realce de la cultura y del goce efectivo de los derechos
políticos.
La geografía humana permite adivinar los resultados etnográficos, que ha ocasionado
la inmigración en el Ecuador. «Quizás la raza española, al fundirse en la americana, ha
perdido su índole ancestral, en una curva de degeneración». «En todo caso, a la raza
española debemos las cualidades principales, que informan nuestro ser colectivo. Desde
la fundación de Quito (1534) en adelante, el Ecuador asistió a la inmigración de españoles
al suelo de la Patria. Fueron ellos una legión de voluntarios, que viajaron con el propósito
deliberado de establecerse definitivamente en el territorio ecuatoriano. Ellos y sus
descendientes inmediatos han sido los forjadores de la nueva Patria. Por de pronto, fueron
202 españoles y dos negros los fundadores del Quito hispano o hubo por entonces una
sola mujer española. La historia consigna en parte y adivina en otra las primeras alianzas
de españoles con indios. Fue ciertamente el choque de dos razas, pero también la mezcla
de sangre, el intercambio de cualidades, la creación de un nuevo pueblo.
En el proceso, adinámico de nuestro vivir histórico, la inyección de la sangre
española en la linfa americana determina la conciencia del patriotismo. Había el soporte
físico de nuestra variada y bella naturaleza. La sangre española informó de principios de
individuación a nuestro pueblo. Con la conquista comenzamos a tener tradición e historia.
El ayuntamiento de nuestras tierras ecuatoriales y de nuestros hombres indoibéricos, con
un patrimonio de historia y miraje al porvenir, constituye el alma de la ecuatorianidad.

Actas de las Cabildos

Quito celebró el IV Centenario de su fundación hispánica en 1934, con la publicación


del Libro Primero de sus Cabildos. Al presente son ya veintisiete los editados y
constituyen la fuente más auténtica de la vida histórica de la ciudad capital, en el siglo
Primero de su existencia Wolfram Schottelius ha comparado los Cabildos de Lima y
México con los de Quito y a su parecer los nuestros se llevan la palma por la continuidad
y el interés.
Desde luego, los Libros del Cabildo son prueba fehaciente de la capacidad
colonizadora del español. Pasado el episodio dramático de la conquista, el soldado
hispano se convirtió en fundador de ciudades, único modo práctico y eficaz de afirmar la
posesión sobre el suelo conquistado. El Libro Primero de Cabildos nos permite asistir al
proceso de la fundación de Quito. Se destaca, ante todo, la verticalidad del derecho.
Pizarro, en representación de Carlos V, delega a Diego de Almagro el poder para fundar
la ciudad, que se establece definitivamente en el suelo conquistado por Benalcázar. Por
de pronto es Almagro quien nombra los funcionarios del Cabildo, que en adelante será
provisto por libre erección anual. Presto el Cabido asume tal autoridad, que aún Vaca de
Castro y el licenciado La Gasca, hubieron de presentarle sus credenciales para ser
obedecidos. El Cabildo, en defensa de los derechos del pueblo, se enfrentó a Benalcázar
y a Gonzalo Pizarro.

En función organizadora de la vida cívica, el Cabildo trazó el plano, dio la ciudad,


repartió los solares y distribuyó las tierras; legisló la convivencia social y religiosa,
estableció las costumbres y vigiló el desempeño de los oficios; asistió a la creación de las
artes manuales, resolvió los primeros conflictos de los artesanos y señaló el precio
mínimo a los víveres, mercancías y artefactos.
Al través dio las Actas, desfilan los personajes que más actuaron en las guerras
civiles y los que fueron haciendo la historia del país, en los aspectos económico, civil y
cultural. Ahí están reflejados en sus propias frases o en sus actuaciones públicas
Benalcázar, Díaz de Pineda, Pedro de Puelles, Gonzalo Pizarro, Diego de Sandoval,
Alonso de Bastidas, Juan Londoño, Lorenzo de Cepeda, los Suárez de Figueroa, los
Cevallos y Villegas.
Los Libros del Cabildo, publicado ya, avanzan hasta el primer cuarto del siglo XVII
y son la fuente imprescindible de la Historia General del Ecuador. En la serie los
volúmenes XII y XX están consagrados a los Cabildos de la ciudad de San Miguel de
Ibarra y el XIII a los de la ciudad de Cuenca.
Schottehus observa con acierto que en España la fundación de ciudades se había
realizado según el ideal teórico de Santo Tomás de Aquino. En el siglo XV con Isabel la
Católica y luego con Carlos V, las ciudades españolas perdían su importancia frente al
absolutismo político, que centralizaba la administración y la economía. Precisamente
entonces surgieron las ciudades en América, como una perfecta unidad político-
económica, en que la cooperación de las funciones había de satisfacer las necesidades de
todos los ciudadanos.
La vida cívica de Cuenca y de Ibarra se realiza y desarrolla bajo la dirección de sus
Cabildos, al igual que la de Quito. Solamente que en ella pudo tenerse en cuenta la
advertencia sagaz de Santo Tomás de Aquino, quien en el Libro II, capítulo IV de su
Política, dice lo siguiente: «Al fundar un pueblo, ha de elegirse sitio cuya amenidad
deleite a los habitantes. Porque ni la gente emigra fácilmente de los sitios amenos, ni los
feos atraen concurso de habitantes, porque sin recreo no puede alargarse mucho la vida
de los hombres». La elección de sitio ameno consta claramente en las fundaciones de
Cuenca y de Ibarra.
En el volumen XIII de los Cabildos se relata la fundación de Riobamba como villa,
con el nombramiento de funcionarios propios. El volumen XVIII es la trascripción
del Libro de Proveimientos de tierras, cuadras, solares y aguas hechos por los Cabildos
de la ciudad de Quito. Para la historia de la Cultura interesa conocer la forma con que
aquí se llevó a cabo el establecimiento de la propiedad y su dominio.

Relaciones geográficas

El descubrimiento de América y su colonización plantearon problemas de interés


trascendental a la Cultura. La Geografía física del Universo, la náutica, la astronomía, la
etnología, hallaron capítulos nuevos que añadir a la Cultura general del Renacimiento.
Un escritor tan concienzudo como Humboldt pudo escribir que «uno se asombra de hallar
en germen, en los escritores españoles del siglo XVI tantas verdades importantes en el
orden físico [...] ya que su acuciosa curiosidad [...] se planteó desde el comienzo la mayor
parte de los problemas que aún hoy día nos ocupan».
El mismo año, dio la fundación de Quito (1534) apareció en Sevilla la Verdadera
Relación de la Conquista del Perú, por Francisco de Jerez. Fue sagaz iniciativa de
Francisco Pizarro tener consigo un secretario, que escribiese la relación de los hechos, a
medida que se iban verificando. Fue Jerez el primero de les cronistas que consignó datas
acerca de los pueblos de la Costa ecuatoriana y recogió algunos nombres toponímicos y
patronímicos. Quito se recomienda por Patria de Atabalipa, cuyo nombre y el de sus
generales se traducen como el primer balbuceo castellano de los patronímicos incaicos.
En 1552 vio la luz pública en la misma Sevilla la Parte Primera de la Crónica del
Perú, de Pedro Cieza de León. El autor estuvo ya en Cartagena de Indias en 1535. Militó
como soldado en las expediciones de Alonso de Cáceres (1536), del licenciado Vadillo
(1538), de Jorge Robledo (1541) y de Benalcázar (1542).
Más tarde se integró al ejército, de La Gasca, hasta la batalla de Jaquijaguana (1549).
Anduvo todo el tiempo con la pluma en la mano. En su Dedicatoria de la Crónica confiesa
expresamente: «Me ocurrió muchas veces que mientras los otros soldados mis
compañeros dormían, yo descansaba escribiendo». Y también advierte: «Yo he visto lo
que digo y he hecho en todo la experiencia».
En su Crónica trazó la descripción geográfica de las actuales Provincias del Ecuador
y consignó datos de experiencia personal tal cual los observó en 1547. Después con
informes facilitados por don Pedro de La Gasca, compuso la historia de la Guerra de
Quito, en que comparecen los fundadores de la ciudad, alistados unos en el ejército de
Gonzalo Pizarro y otros en el de Núñez Vela, hasta el triunfo definitivo de la causa del
Rey. Quito entra a figurar como ciudad de primer orden entre las principales de la
América del Sur.

Hacia 1555 se estableció en Quito Baltazar de Ovando, quien al vestir el hábito


dominicano tomó el nombre de fray Reginado de Lizárraga. Tenía entonces quince años
y comenzó a cursar Humanidades con el propósito de hacerse sacerdote. Recibió la
tonsura de manos del primer Obispo de Quito, ilustrísimo señor Díaz de Arias, cuyo
retrato trazó con líneas claras y precisas. De seglar y luego como religioso y más tarde
como Obispo recorrió todo el Ecuador, el Perú, Chile y la Argentina y escribió después,
reviviendo impresiones, la Descripción breve del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile.
Consciente de la exactitud de sus observaciones, previene al lector: «No hablaré de oídas
sino muy poco, lo demás he visto con mis propios ojos, y como dicen, palpado con las
manos: por lo cual lo visto es verdad y lo oído no menos».
La parte que se refiere al Ecuador corresponde al decenio comprendido entre 1550 y
1560. Las descripciones geográficas son exactas, como lo son también las referencias de
carácter biográfico. Consagra un capítulo a cada una de las poblaciones de Portoviejo,
Santa Elena, Guayaquil, Quito, Quijos, Tomebamba y Loja y dedica un párrafo, especial
a los Obispos de Quito que él llegó a conocer: ilustrísimo señor Díaz Arias, fray Pedro de
la Peña, fray Antonio de San Miguel y fray Luis López de Solís.
A las Relaciones Histórico-Geográficas de iniciativa privada, superó el caudal de
noticias oficiales, procuradas par el Consejo de Indias. Ya en la Junta de pilotos, presidida
por Fernando el Católico en 1508, se dispuso que los marinos llevasen el diario de sus
observaciones náuticas y marítimas. Después, cuando el Consejo de Indios asumió el
Gobierno de América, ampliando las atribuciones de la Casa de Contratación (1519), se
sistematizó la información obligando a los funcionarios públicos de Hispano-América, a
dar exacta cuenta de la geografía física y de los hechos administrativos del Nuevo Mundo.
Más tarde, bajo el Gobierno de Felipe II y en la Presidencia de don Juan de Ovando, se
llevó a cabo una indagación metódica y total de los asuntos relativos a Indias. El
Cosmógrafo y cronista mayor, don Juan López de Velasco redactó después un
cuestionario de cincuenta preguntas, que contenían los aspectos principales y más
variados, para elaborar unas tesis de la descripción e historia de América. La respuesta de
la Audiencia de Quito fue copiosa y detallada y consta y ocupa el tercer tomo de
las Relaciones Geográficas de Indias, que publicó Jiménez de la Espada, en 1897.
El licenciado Solazar de Villasante fue el primero en dar respuesta a la investigación
geográfica procurada por Ovando y López de Velasco. El informe integral se refiere al
Perú y al Ecuador de entonces. La parte que mira a Quito está compuesta con acopio de
detalles de un testigo ocular de lo que describe y narra y también de un actor directo en
los sucesos que refiere.

Pedro de Valverde y Juan Rodríguez, oficiales de la Real Hacienda, redactaron su


informe respectivo en 1576, con el título de Relación de la Provincia de Quito y distrito
de su Audiencia. Se concretan en su referencia al aspecto económico. Sin fecha ni nombre
del autor consta luego una Relación de las ciudades y villas que hay en el distrito de la
Audiencia Real que reside en la ciudad de San Francisco de Quito y de los oficios de
Administración de Justicia, de las vendibles y no vendibles y del valor de cada uno de
ellos y de los que se podrían criar y acrecentar. El contenido es de carácter
administrativo. Jiménez de la Espada opina que fue escrito después de 1582.
Firmada por el Maestrescuela de Quito Lope de Atienza y por el Notario Apostólico
Francisco de Corcuera, se consigna enseguida una Relación de la Ciudad y Obispado de
San Francisco de Quito.- 1583. Es un informe de la organización del Obispado, con datos
estadísticos de las personas que ocupaban los beneficios del Cabildo y servían las
parroquias y doctrinas. Este informe se completa con otro de igual carácter que escribió
el Arcediano de Quito, licenciado Pedro Rodríguez de Aguayo.
Sigue, a continuación, una relación anónima intitulada La Ciudad de San Francisco
de Quito.- 1573. Es la más interesante y extensa. Responde al interrogatorio de 200
preguntas formulado por Ovando y contiene como apéndice un plano de la ciudad de
Quito. El número 98 exhibe la estadística de los encomenderos, con el nombre de la
encomienda y la cantidad que producía. De esta Relación aprovechó el Real Cronista
Herrera, para escribir los capítulos X, XI y XII del Libro X de la Década V.

Similar a la anterior fue la Relación relativa a la ciudad de Loja, escrita por Juan
Salinas de Loyola. Contiene la respuesta cada uno de los 200 números del cuestionario
antedicho. La contestación es lacónica y sin ropaje literario. El autor fue uno de los
personajes más destacados de la conquista y colonización de la Provincia de Loja. Militó
en las filas de Hernán Cortés y vino al Perú en 1535. Fue compañero de Mercadillo en la
fundación de la ciudad y realizó a su costa la conquista y población de Yahuarzongo y
Bracamoros.

El informe relativo a Cuenca lleva por título: Relación que envío a mandar su
Majestad se hiciese de esta ciudad de Cuenca y de toda su Provincia. La orden del Rey
se cumplió distribuyendo, en sujetos capacitados, la relación de cada distrito. Hernando
Pablos escribió el informe relativo a la ciudad de Cuenca. El dominico fray Domingo de
los Ángeles concretó su relato al pueblo de Pacecha. El franciscano fray Melchor de
Pereira se encargó de informar acerca de Paute y Gualaceo. El informe relativo a Azogues
corrió a cargo de fray Gaspar de Gallegos de la Orden de San Francisco. Pedro Arias
Dávila concretó en 34 números la relación sobre Pacaibamba (Girón). La data de junio de
1582 lleva el informe que sobre Cañaribamba compuso el Vicario de esa doctrina Padre
Juan Gómez. El clérigo Martín de Gaviria trazó en ese mismo año en informe sobre
Chunchi. Y el Presbítero Hernando Italiano escribió la relación acerca de Alausí.
La Audiencia pidió, asimismo, a los Corregidores de Otavalo y Chimbo que
redactasen el informe de sus respectivos corregimientos. De la Relación de Otavalo y de
sus pueblos se encargó el mismo Corregidor don Sancho de Paz Ponce de León. El
mercedario fray Andrés Rodríguez redactó, en noviembre de 1582, el informe acerca de
Lita. Fray Jerónimo de Aguilar, también Mercedario, escribió la relación sobre Lita y
Caguasquí y el clérigo Antonio Borja redactó el informe sobre Pimampiro. La Relación
relativa al Corregimiento de Chimbo se hizo el 12 de setiembre de 1582 ante el Corregidor
Miguel de Cantos, actuando como Secretario Pedro de Galarza.
Las Relaciones Geográficas se completan con un informe detallado acerca del
asiento del cerro y minas de Zaruma y una lista de las encomiendas establecidas en la
ciudad de Santiago de Guayaquil. Del año de 1577 data un informe suscrito por los
miembros del Cabildo de Quito, en respuesta a una orden de la Real Audiencia. No es de
la extensión del relato anónimo de 1573, que respondía al interrogatorio formulado por
don Juan de Ovando. Satisface más bien a la encuesta de don Juan López de Velasco.
Tiene la ventaja de la precisión de datos, como que fueron escritos sobre fuentes oficiales
del Cabildo. Algunas noticias son completamente originales. Se consignan observaciones
etnológicas y se dan detalles sobre instrucción pública y costumbres populares. No figura
esta Relación en la obra de Jiménez de la Espada. El original firmado por los Cabildantes,
se halla en el Archivo de Indias con la signatura de 76-6-10.
Compendio historial del estado de los indios del Perú

Es un libro que consta de dos partes. En la primera, que contiene XLVI capítulos se
describen los ritos y costumbres de los indios del actual Ecuador. La segunda, de XIII
capítulos, está dedicada a instrucción de los sacerdotes llamados a trabajar entre los
indios. El autor Lope de Atienza, se califica de «Clérigo Presbítero, criado de la
serenísima Reina de Portugal, Bachiller en Cánones». Lo cual da entender que compuso
su libro cuando regresó de Quito a España para optar grados en Alcalá de Henares. Lope
de Atienza había nacido en Talavera de la Reina en 1537. Su juventud pasó en servicio
de la Reina Catalina hermana de Carlos V. En 1560 vino con destino al Perú y se
estableció en Quito en 1562. El ilustrísimo señor de la Peña le confió algunos curatos,
donde adquirió la experiencia de las costumbres de los indios. En 1572 regresó a España
para obtener la licenciatura en Cánones. El libro que escribió respondía en parte al afán
demostrado por don Juan de Ovando de conocer los asuntos de Indias. Quizá por esto se
halla dedicado a este licenciado que ocupaba entonces el cargo de Presidente del Real
Consejo de las Indias. El 20 de noviembre de 1575 fue Lope de Atienza favorecido por
Felipe II, con el beneficio de la Maestrescolía de la Diócesis de Quito. Ascendió más
tarde a Provisor, Vicario General y Administrador de la Diócesis. En 1583 escribió, en
cumplimiento de una orden del Rey, la Relación sobre el Obispado de Quito, que figura
entre las Relaciones Geográficas de Indias. El Compendio historial se conserva
manuscrito en la Colección Muñoz, de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia
de Madrid. Lo publicó por primera vez el señor Jacinto Jijón y Caamaño, en 1931, como
el volumen primero de Apéndices, a La Religión del Imperio de los Incas.

Descripción y Relación del Estado Eclesiástico del Obispado de San Francisco de


Quito, por Diego Rodríguez Docampo, clérigo. Año de 1650

El rey Felipe IV mediante cédula de 8 de noviembre de 1648, ordenó a los


Arzobispos y Obispos de América, que hiciesen una relación del Estado Eclesiástico de
sus respectivas Diócesis, desde los principios de sus ciudades y provincias hasta el tiempo
de la expedición de la cédula. El Conde de Salvatierra, Virrey del Perú, remitió la cédula
Real al ilustrísimo señor don Agustín de Ugarte Saravia, quien se dio por notificado el 14
de octubre de 1649 y comisionó al presbítero Rodríguez Docampo, Secretario del Cabildo
Eclesiástico, que diese cumplimiento a la orden del Rey. De inmediato se puso a la labor
el Comisionado, que estaba por entonces escribiendo ya la historia general de estas
provincias, que, al decir de don Pablo Herrera, no llegó a publicarse por falta de recursos.

Para la relación que nos ocupa investigó Rodríguez de Ocampo en los Archivos,
tanto del Cabildo Eclesiástico como Secular, como también de los Conventos. Después
de dar datos generales acerca del aspecto, armas y clima de la ciudad, traza el autor una
ojeada a la vida y actuación de los Obispos y hace una estadística de las parroquias y
doctrinas de la Diócesis. Escribe luego sobre cada uno de los Conventos y Monasterios
de la ciudad, con detalles históricos de su organización y personal. Concluye con la
narración de algunos sucesos que le parecieron de interés.

Puso fin a su trabajo el 24 de marzo de 1650, aclarando que tenía ya escrito el primer
libro tocante al estado en que estaban las Provincias y que faltaban ocho para concluir la
obra.

La Relación de Rodríguez de Ocampo es, por lo general, exacta, señaladamente en


cuanto se refiere a hechos contemporáneos al Autor.

El padre Pedro Mercado y su Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la


Compañía de Jesús

El padre Pedro Mercado nació en Riobamba en 1620. El 23 de febrero de 1636


ingresó en la Compañía de Jesús en Quito. A partir de 1650 residió en el Colegio de
Popayán. En 1655 se le halla de Párroco del Real de Minas de Santa Ana (Tolima). En
1659 estuvo de Rector del Colegio de Honda y desde 1667 desempeñó en Tunja el cargo
de Rector y maestro de novicios. En 1678 ocupó nuevamente la Rectoría del Colegio de
Honrada, de donde pasó a Santa Fe como superior de la residencia de las Nieves. En 1687
fue nombrado Rector del Colegio Máximo y de la Universidad Javeriana de Bogotá y en
1689 ejerció el cargo de Viceprovincial. Murió en Santa Fe el 11 de julio de 1701.

De 1655 en adelante publicó varios libros de ascética en las imprentas de Madrid,


Sevilla, Valencia, Cádiz y Amsterdam. Escribió también la Historia de las Provincias del
Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús. Su crónica avanza hasta el año de 1683 y
parece que el plan obedeció al propuesto por el padre Claudio Aquaviva para la historia
de la Compañía de Jesús, que comprendía las fundaciones de los colegios, la reacción
favorable de los pueblos, nombres de los bienhechores, sucesos prósperos y adversos de
la Compañía, biografía de los varones ilustres, vocaciones extraordinarias, conversiones
notables obtenidas por el apostolado y desastres de los infieles a la Compañía.
La obra permaneció inédita, no obstante el empeño de los Superiores en publicada
en vida misma del autor. En 1957 la sacó a luz la Biblioteca de la Presidencia de Colombia
dirigida por Jorge Luis Arango. Consta de cuatro volúmenes, de los cuales el tercero y
cuarto están consagrados a la historia de la Compañía en la Provincia de Quito. En ellos
se traza la Crónica de los Colegios de Quito, Panamá, Cuenca, Popayán, Latacunga y de
las Misiones en el gran Pará o Marañón. Aunque el autor bautizó su obra con el nombre
de historia es más bien una crónica de la provincia jesuítica del Nuevo Reino y Quito.
Para escribirla echó mano de las Cartas Annuas y de datos de experiencia personal.
Convivió con las personas, cuya biografía trazó con afán panegirista, como la mayor parte
de los cronistas religiosos de su época. Con todo, la obra del padre Mercado es una fluente
imprescindible para la historia del Ecuador. Muchos de los personajes que figuran en ella
fueron protagonistas de sucesos que forman la tragara de la vida ecuatoriana en el siglo
XVII.

La Historia del padre Juan de Velasco

Dos historiadores actuales han procurado aquilatar el mérito del padre Velasco y de
su Historia del Reino de Quito. Son ellos Isaac J. Barrera, en su Historiografía del
Ecuador, publicada en México en 1956, y Gabriel Cevallos García, en sus Reflexiones
sobre la Historia del Ecuador, Cuenca, 1957.

El padre Velasco nació en Riobamba el 6 de enero de 1727; entró en la Compañía el


22 de julio de 1744, donde profesó de cuatro votos el 12 de mayo de 1763 y murió en
Faenza el 29 de junio de 1792.

El padre Velasco fue el primer ecuatoriano que compuso una verdadera historia del
Ecuador. La causa determinante de su empresa fue la orden de Carlos III, comunicada por
medio de su Secretario de Estado don Antonio Porlier, hombre de cultura y conocedor de
los asuntos de América. El mismo padre Velasco aduce los motivos que pudieron ser
tomados en cuenta para esta comisión. Eran ellos dice él, «ser yo nativo de aquel Reino;
haber vivido en él por espacio de 40 años; de haber andado la mayor parte de sus
provincias en diversos viajes; haber personalmente examinado sus antiguos monumentos;
haber hecho algunas observaciones geográficas y de historia natural en varios puntos
dudosos o del todo ignorados; haber poseído la lengua natural del Reino en grado de
enseñarla y de predicar en ella el Evangelio y finalmente, de hallarme un poco impuesto
no sólo en las historias que han salido a luz, sino también en varios manuscritos y en las
constantes tradiciones de los indianos con quienes traté por largo tiempo».
No obstante estos motivos favorables, el padre Velasco se dio plena cuenta de los
requisitos para ser un buen historiador y de las exigencias del ambiente europeo para
componer una buena historia.
Faenza se convirtió para él en el mirador desde donde pudo seguir las corrientes del
siglo de la Ilustración, que planteó problemas nuevos a la interpretación histórica. Pero,
en sus disquisiciones filosóficas sobre los americanos, había ideado una América
emergida de los mares, con un clima pésimo, aún bajo la zona tórrida. El abate Raynal,
en su Historia filosófica y política de los establecimientos de los europeos en las Indias,
había estampado falsedades sobre la acción de los conquistadores. No ese había librado
de esta orientación ni Guillermo Robertson, cuyos méritos reconoce el padre Velasco, si
bien anota su tendencia a «caracterizar la nación española con los colores de bárbara,
fanática e ignorante, y a la nación indiana con los de poco menos que irracional».

Frente a esta corriente pesimista, había surgido una opuesta, sostenida por el Conde
Juan Reinaldo Carli y Juan Nuixe que vindicaban la América de las imputaciones falsas
de los anteriores. Dentro de este ambiente, observa el padre Velasco, habían salido a luz
no pocas historias generales y particulares de Quito. Desde luego no fue inconsulta la
orden que de escribirla había recibido. Desde mucha antes había el padre Velasco pensado
en una historia general del Reino de Quito.
«Cerca de veinte años ha que me apliqué a la constante fatiga de recoger impresos y
manuscritos de que fui formando los convenientes extractos: averigüé muchos puntos con
varios sujetos no menos doctos que prácticos en aquellos países, especialmente
misioneros: gasté el espacio de seis años en viajes, cartas y apuntes: y al tiempo que me
hallaba medianamente proveído y en estado de ordenar a lo menos aquellos indigestos
materiales, quiso Dios que me fallase del todo la salud». Fue, pues, menester el estímulo
de una orden superior para consagrarle al trabajo, que lo realizó con el aliciente del «deseo
de hacer un corto servicio a la Nación y a la Patria». Tales son las circunstancias que
explican el orden que impuso el padre Velasco a su Historia del Reino de Quito y los
capítulos de discusión que intercaló en el proceso de su narración.
A la visión del padre Velasco la Historia del Reino de Quito se ofreció en tres partes
esenciales: el paisaje o ambiente físico en que ese inició el proceso, de la vida histórica,
la historia antigua que va desde su origen hasta la muerte de Atahualpa y la historia
moderna que comprende la conquista española y su gobierno.

A la primera parte llamó Historia Natural y la dividió en cuatro libros, en que


describió sucesivamente la estructura geográfica, la flora, la fauna y el origen del hombre
americano. De acuerdo con el espíritu de la época bautizó con el nombre de Reinos a cada
uno de esos cuatro libros.

La estructura material, formada principalmente por montes elevados y los ríos de


hoyas profundas, bajo los rayos de la zona tórrida, determinaba la reacción del clima,
propicio a la vida de plantas, animales y del hombre. El padre Velasco trazó un cuadro de
los montes en jerarquía de alturas, de los ríos en orden de volumen de los lagos, mares y
puertos, señalando las riquezas naturales de cada uno de estos elementos.
En el Reino Vegetal formuló un diccionario descriptivo de las plantas, comenzando
por filas útiles a la medicina y a la industria, luego las especiales por la belleza de la flor,
enseguida las caracterizadas por la bondad, de su madera y sus productos en gomas,
resinas, aceites y especerías. Completó este estudio con la descripción de las plantas y sus
frutos comestibles, sin olvidarse de los «vegetales que parecen maravillosos por sus
efectos de difícil inteligencia».

En el Reino animal enumeró, sucesivamente, los cuadrúpedos mayores y menores,


las aves, reptiles, insectos y peces, describiendo, sus características y distinguiendo las
especies extranjeras. Para la incorporación de la historia natural en el plan de su historia
general tuvo por modelos a Gonzalo Fernández de Oviedo, que escribió la Historia
general y natural de las Indias Occidentales y al padre José de Acosta que compuso
su Historia natural y moral de las Indias, a quienes cita expresamente en algunas de sus
descripciones. Además de sus observaciones personales, aprovechó de las experiencias
de sus hermanos de destierro, como también de las obras publicadas por Buffon, Antonio
de Ulloa y La Condamine.
El libro cuarto que intituló Reino Racional, lo dedicó a investigar el origen del
hombre americano y más en concreto, de los primeros habitantes del Reino de Quito. Por
la misma índole de la cuestión se vio obligado a discutir los sistemas ante y postdiluviano
sostenidos por Buffon y Paw, respecto del continente americano. Analizó luego las
conjeturas sobre el origen asiático del hombre de América y la Atlántida de Platón. Y se
concretó al origen de los pobladores del Perú y Quito, sin desechar la tradición acerca de
los gigantes que pasaron a la América ni de las mujeres amazonas que se encontraron en
el Río Marañón.

Concluida la Historia Natural y avanzada la Historia Antigua, el padre Velasco


escribió el 29 de noviembre de 1788 a don Antonio Porlier, pidiéndole licencia, para
imprimir y dedicarle su Historia del Reino de Quito. La respuesta favorable se le dio el
11 de marzo de 1789, solicitándole que enviase los originales. Al remitírselos el 15 del
mismo mes, decía el padre Velasco: «El haberme atareado por concluir la segunda parte,
me ha costado el quedar inhábil de los ojos, por una pertinaz flucción que no ha querido
ceder por más que han hecho los médicos, quienes me han prohibido leer, escribir y aún
rezar el Oficio Divino.
Este nuevo incómodo, sobre mis años y males crónicos de cabeza, me hacen ya dudar
si podré o no trabajar la tercera y última parte, para la cual apenas tengo apuntes y
materiales indigestos [...]». En carta de 10 de junio de 1789 manifestaba que había puesto
manos a la obra, no obstante su mal de ojos, su sordera total y dolores de cabeza y
añadía: «La tercera y última parte de la Historia, la cual necesariamente saldrá más larga
que las precedentes y llevará dos cartas geográficas adjuntas, espero mandar a mano de
Vuestra Señoría dentro de dos meses. He comenzado a escribirla después de ordenados
todos los materiales. Caso que por agravarse mis indisposiciones no pudiera concluirla,
lo hará mi sobrino don Joseph Dávalos y Velasco, joven de talento al cual pongo como
en testamento, bajo la protección, de Vuestra Excelencia porque habiendo venido de
novicio y no habiendo alcanzado ni el Orden sacro, se halla, como yo, abandonado y
olvidado de los suyos».

Peor intermedio de Porlier la Historia del padre Velasco fue sometida al examen de
la Academia de la Historia, cuyo director era el Conde de Campomanes. El dictamen de
la Academia se sustanció en el siguiente juicio: «la Academia juzga que esta obra es digna
de la luz pública, después que su autor la haya arreglado, a las advertencias que propone
la Academia comunicándoselas a este fin: por cuyo trabajo útil al público y aplicación,
merece la aprobación de Vuestra Majestad».

El examen del escrito del padre Velasco comenzó la Academia por la Historia
Militar, Civil y Política, que era «la mejor que desempeñaba el autor». La primera época
que remontaba al origen remoto de la población hasta la conquista de Carán Scyri estaba
fundada en «la opinión común de las tradiciones fabulosas». La segunda, que comprende
casi quinientos años hasta la conquista por Huaynacapac, «ofrece copiosa materia si se
hubiesen de adoptar cuentos, fábulas y hechos dudosos e inverosímiles inventados por la
sencillez y superstición de los indios».
La tercera época de cuarenta y seis años hasta la entrada de los españoles «es más
clara y cierta» y por donde debe empezar la verdadera historia. La cuarta que abarca sólo
18 años hasta la pacificación por La Gasca demuestra el afán de investigar la verdad, al
haber el padre Velasco cotejado los relatos de los primeros cronistas. La Academia
encomió, además, el aporte dado por el autor sobre la religión, conocimientos
astronómicos, arquitectura y organización civil de los primeros quiteños. Finalmente hizo
algunos reparos sobre el uso de modismos italianos, que se le habían escapado al
historiador por su permanencia de veintiún años en Italia.

Respecto al tomo sobre Historia Natural, la Academia reconoció la labor


investigadora del padre Velasco en la Geografía descriptiva. No así en los libros segundo
y tercero, «que trata de los Reynos Vegetal y Animal, no tiene el mismo mérito la obra,
pues el autor carece de los principios de Historia Natural como él mismo confiesa y no
puede pasar de un catálogo de plantas, flores, frutas, aves, peces, insectos y otros
animales».

El padre Velasco, en carta del 16 de noviembre de 1791, se hacía eco de la aprobación


de la Academia a las dos primeras partes de su Historia y afirmaba que había enviado ya
la Tercera Parte de su trabajo. No consiguió el ilustre desterrado ver publicada
su Historia. Una copia de ella quedó en manos de su sobrino padre Dávalos y Velasco.
Entre 1822 a 1825, el manuscrito del padre Velasco, fue entregado al doctor José Modeito
Larrea, quien hallándose en París en 1837, confió la publicación de la Historia al médico
francés doctor Abel Victorino Brandin. Esta primera edición contiene un fragmento de la
Historia antigua. En 1840, bajo el cuidado de los señores Ternaux-Compans, se publicó
una traducción francesa de la Historia Antigua, que sirvió de base a una versión italiana,
que salió la luz en Prato en 1842.

Por diligencias del mismo doctor Larrea, la Historia del padre Velasco fue publicada
en Quito entre 1841 y 1844 en tomos separados, a carga del doctor Agustín Yerovi. Esta
edición ha servido de base para los estudios ya históricos ya críticos, que se han hecho,
posteriormente.

Agotada la edición anterior, El Comercio la reeditó sin modificación alguna, en 1946.


Finalmente, en 1960, el padre Aurelio Espinosa Pólit dirigió la edición del texto completo
de la Historia del Reino de Quito del padre Velasco, estableciendo su texto sobre la base
del manuscrito original. Esta edición contiene una introducción biográfica del padre
Velasco y una crítica de su obra, por el doctor Julio Tobar Donoso.

Pedro Fermín Cevallos

El padre Velasco echó los fundamentos de la Historia Patria. Para él todavía fue
el Reino de Quito, el sujeto del estudio. Treinta años antes, el oidor Juan Romualdo
Navarro había escrito una relación que intituló Idea del Reyno de Quito. El padre Velasco,
en su narración de los sucesos preincarios, aceptó las tradiciones fabulosas de los indios
y dejó sus afirmaciones, sometidas al examen y comprobación de investigaciones futuras.
Esta primera parte de su historia ha tenido la virtualidad de provocar la discusión que
continúa todavía.
Al constituirse en país independiente, el Reyno de Quito asumió el nombre de
República del Ecuador. Este nuevo nombre de Ecuador que sustituyó al de Reyno de
Quito fue posiblemente insinuado por primera vez por La Condamine. En el prefacio a
su Relation abrégé d'un Voyage, fait dans l'interieur de l'Amérique méridionale,
publicado en París, en 1745, escribió el Académico francés: «El primero proyectado y el
último concluido de los tres visajes que en estos últimos tiempos han tenido por objeto la
medición de los grados terrestres es el del Ecuador, emprendido en 1735
pormonsieur Godín, monsieur Buguer y por mí».

La República del Ecuador comenzó su historia con el Primer Grito de Independencia,


cuyos antecedentes y consecuencias inmediatas, constituyen el primer capítulo de la vida
ecuatoriana. Siguió luego el proceso evolutivo de su organización republicana, cuya
relación emprendió Pedro Fermín Cevallos.

Cevallos había nacido en Ambato en 1812. A la edad de catorce añas inició en Quito
su carrera de filosofía y humanidades en el Colegio de San Luis. Prosiguió sus estudios
en la Universidad de Santa Tomás y obtuvo el título de abogado en 1838. En 1847
concurrió al Congreso como diputado por la Provincia del Pichincha. Luego se trasladó a
Guayaquil, donde abrió su estudio de abogado. Simpatizante con la política de Urbina,
aceptó colaborar en su gobierno con el puesto de Ministro y como tal firmó el Decreto de
expulsión de los jesuitas. De este Ministerio pasó a la Secretaría de la Asamblea reunida
en Guayaquil, cuya clausura le llevó a desempeñar la Fiscalía de la Corte Superior del
Puerto. En 1853 se trasladó a Quito con el cargo de Ministro Juez de la Corte.
La intervención en la vida pública le proporcionó las experiencias, que habían de
darle la serenidad de juicio, demostrado en sus escritos. El primero fue un Cuadro
Sinóptico de la República del Ecuador, publicado en La Democracia, en 1855. El mismo
autor calificó de ensayo escrito a la ligera, con destino a un periódico que se lee y se
olvida luego. En 1862 publicó con el título de Ecuatorianos Ilustres, las biografías de
Pedro Vicente Maldonado, Juan de Velasco, Juan Bautista Aguirre y Antonio de Alcedo.
Esta serie de biografías, publicadas en El Iris fue un anticipo de su Resumen de la Historia
del Ecuador, desde su origen hasta 1845.

En la parte referente a las épocas prehispánica y colonial, Cevallos extractó a


Velasco, apartándose del texto tan sólo en los hechos comprobados con mayor
documentación y mejor criterio. En cambio, fundamentó en fuentes de investigación
personal, la relación de los sucesos, a partir de los antecedentes de la Independencia.

No obstante haber actuado en la política y haber sido hombre de partido, supo


mantenerse en actitud de imparcialidad para juzgar a los hombres y los hechos. Él mismo
reclamó el reconocimiento a la honradez de este criterio. «Merced a esta disposición de
mi ánimo dijo he tenido como consultar a toda clase de hombres sin pararme en sus
banderías, y aceptar o desechar sus informes, según la conformidad o disconformidad con
los documentos que he tenido a la vista; y merced a esta mi disposición, puedo responder
de la recta imparcialidad con que he manejado la pluma».
Tuvo, además, conciencia de la calidad del estilo: natural y sencillo en la narración
de los sucesos; medianamente elevado en las descripciones y razonamientos. Al respecto,
hay que tener en cuenta que el doctor Cevallos había escrito el Breve catálogo de errores,
quichuismos y galicismos, que podían afectar a la pureza del idioma; y también que fue
el primer director de la Academia Ecuatoriana. La edición del Resumen fue impresa en
Lima en 1870. Del éxito que tuvo desde su aparición puede juzgarse por el informe del
Ministro de Instrucción Pública, señor Elías Laso, quien en 1890, decía que con el fin de
divulgar el conocimiento de la Historia Patria había dotado a los establecimientos de
Educación y a las bibliotecas de la República de un ejemplar de la Historia del doctor
Pedro Fermín Cevallos.
El historiador murió en Quito el 21 de mayo de 1893. En junio de ese mismo año La
Revista Ecuatoriana publicó la biografía del doctor Cevallos escrita por su coterráneo y
amigo don Juan León Mera y el señor Vicente Pallares Peñafiel le consagró una nota
literario-biográfica, en que enaltecía la memoria del ilustre fallecido.

Federico González Suárez

Cevallos, en sus últimos momentos, hizo llamar a Federico González Suárez, para
que le asistiera en ese difícil trance de la vida. Mientras se apagaba una luz que había
iluminado el sendero de nuestra historia, se encendía una más potente que proyectaría su
resplandor con más intensidad y eficacia. González Suárez nos ha dejado, en
sus Memorias Íntimas y en el prólogo a su Historia General, el itinerario de su formación
como historiador. Nacido en Quito el 12 de abril de 1844, no tenía aún quince años,
cuando había leído ya al padre Velasco y al Inca Garcilaso. Luego leyó la Historia
Universal de César Cantú y con el fin de respaldar su criterio en principios directivos,
estudió a los autores que habían escrito sobre filosofía de la historia.

En 1862 ingresó a la Compañía, de la que hubo de salir en 1872. El mismo mes de


su salida, se ordenó de sacerdote en Cuenca, donde permaneció hasta enero de 1883.
Durante su estadía en Cuenca, fue huésped de la familia Izquierdo Serrano, uno de cuyos
miembros, José Miguel Izquierdo, fue cura párroco de Gualaceo. Esta amistad le facilitó
visitar en agosto de 1872, la vecina parroquia de Chordeleg, donde en 1852 habían
excavado unas ricas sepulturas (huatas) dos parientes del cura de Gualaceo, Antonio e
Ignacio Serrano. Varias veces estuvo González Suárez en Chordeleg en busca de objetos
antiguos. Don Antonio Serrano le obsequió el llamado Contador de madera, descubierto
en el sitio denominado Patente. Estos hallazgos le estimularon a investigar sobre la vida
y organización de los cañaris. Fruto de este trabajo fue su libro publicado en 1878, con el
título de Estudio Histórico sobre los cañaris, antiguos pobladores de la Provincia del
Azuay.
Apenas salió el resumen de la Historia del Ecuador de Cevallos, lo leyó con vivo
anhelo en sus tomos sucesivos. Su intuición crítica se sintió insatisfecha sobre muchas
afirmaciones relativas al período prehispánico que Cevallos las había extractado de
Velasco. Además, en el período colonial, echó de menos la referencia a la acción de la
iglesia en la vida histórica del país. Para aclarar sus dudas y formar su criterio propio,
empleó todos sus recursos, para formar una biblioteca de autores americanistas. Como
resultado de esta primera etapa de investigación histórica, publicó, en 1881 suHistoria
Eclesiástica del Ecuador (tomo primero). Luego, en 1890, sacó a luz, en la imprenta del
clero, su tomo primero de la Historia General de la República del Ecuador, con el
subtítulo de Tiempos Antiguos o El Ecuador antes de la Conquista. Dos años después
publicó el Atlas Arqueológico, que fue un estudio documental, comprobatorio de sus
conclusiones, del tomo anterior.

No sólo con su ejemplo sino con su enseñanza fue González Suárez el promotor de
las investigaciones arqueológicas. En 1910 publicó un volumen sobre Los Aborígenes de
Imbabura y del Carchi. En 1914 sacó a luz la Advertencias para buscar, coleccionar y
clasificar objetos arqueológicos pertenecientes a los Indígenas Antiguos pobladores del
territorio ecuatoriano. En 1916, en sus Notas Arqueológicas, sintetizó sus
investigaciones al respecto, cotejando sus conclusiones con las de los especialistas que
habían escrito hasta entonces sobre la materia.
Para la historia de la época colonial juzgó indispensable revisar los documentos en
los archivos de la Madre Patria. Para esta labor halló la voz de aliento y el mecenazgo,
primero del ilustrísimo señor Remigio, Estévez de Toral y luego del ilustrísimo señor José
Ignacio Ordóñez, quien adquirió la imprenta del Clero, con —el fin prevaleciente de
imprimir en ella la Historia General de la República del Ecuador. El ilustrísimo señor
Ordóñez en su visita ad Límina, llevó por Secretario al señor González Suárez, el cual
pasó de Roma a España, con el objeto de estudiar los documentos relativos al Ecuador.
Primeramente se instaló en Sevilla, donde examinó más de mil legajos en el Archivo de
Indias. Luego se trasladó a Madrid y revisó los manuscritos de la Biblioteca Nacional, de
la Real Academia de Historia y del Depósito Hidrográfico. Estuvo también en Alcalá de
Henares y en Simancas.

En sus Memorias íntimas describe él mismo su método de trabajo: «Leía despacio,


documento por documento, foja por foja, sometiéndolo todo al análisis minucioso de la
crítica histórica. Luego, copié varios documentos y extracté muchísimos».

A su regreso de Europa redactó su Historia General de la República del Ecuador,


que fue publicando año tras año desde 1890 hasta 1894, hasta el tomo quinto. Los tomos
sexto y séptimo sacó a luz en 1903. El propio actor describe la impresión que causó en el
ambiente la publicación de suHistoria. «Publiqué, dice, el volumen primero, el segundo,
el tercero, el Atlas Arqueológico, y hubo aplausos de una parte y un silencio de mal
disimulado encono por otra parte. Salió a luz el cuarto, y se desató la tempestad»
(Memorias Íntimas, capítulo III).
Efectivamente, el Ministro de Instrucción Pública, doctor Rafael Gómez de la Torre,
en su informe del 10 de agosto de 1900, enumeraba, entre los libros publicados entonces,
la Historia del Ecuador escrita por el Obispo de Ibarra, a la par que los Comentarios del
Derecho Civil Chileno del doctor Luis Felipe Borja; la Clave de Jurisprudencia, del
doctor Francisco Andrade Marín, y los Textos de Enseñanza Primaria, arreglados por don
Roberto Andrade. Asimismo, el señor Julio Andrade, que ocupaba la Cartera en 1903
informaba al Congreso que se habían publicado los tomos IV y V de la Historia del Señor
González Suárez. O sea, que en el ambiente oficial de aquel entonces se recibió con
aplauso la publicación de la Historia General.

La tempestad a que alude el autor se suscitó con la aparición del Tomo IV. El padre
Dominico Reginaldo Duranti, escribió un folleto intitulado La veracidad del señor doctor
don Federico González Suárez en orden a ciertos hechos histórico referidos en el tomo
IV de su Historia General. La cuestión debatida en el folleto se suscitó ante el hecho de
haber aparecido en el Diario de Avisos, correspondiente al 29 de marzo de 1894, una nota
de crónica en que se destacaban los sucesos narrados en el tomo IV, relativos a los
Dominicanos. La Prensa de Guayaquil se hizo eco de este juicio peyorativo a que daba
lugar la narración. El folleto tendía a demostrar la inconveniencia e inutilidad de tales
relatos, aún dando por verdaderos aquellos hechos, que se trataba de demostrar que no
eran del todo exactos. El señor Pedro Schumacher, Obispo de Portoviejo, llamó la
atención de los Prelados sobre las consecuencias que en la opinión pública iba a suscitar
la prensa liberal en contra de la iglesia en el Ecuador. El ilustrísimo señor González
Suárez refiere en sus Memorias Íntimas la amargura que le causó esta polémica, que no
contribuyó sino a difundir la lectura de su Historia, particularmente del tomo cuarto.

En torno a este asunto escribió en 1911 la Defensa de mi criterio histórico, que se


publicó en 1937. En los prólogos a las obras publicadas había revelado el señor González
Suárez los detalles que motivaron la composición de cada libro, sin aludir expresamente
a una teoría elaborada respecto de su criterio histórico. Sólo después de las discusiones
motivadas par la publicación del tomo IV, precisó los fundamentos de su criterio sobre la
historia y el modo de narrarla. Definió, ante todo su posición providencialista frente a la
totalidad histórica, en forma de negar la posibilidad de interpretación justa de la historia
a toda otra escuela que no fuera la católica. «Una idea justa y exacta, escribió, de lo que
es da historia considerada como ciencia de moral social, no puede darla sino la escuela
histórica católica:
Las mismas escuelas históricas cristianas disidentes son incapaces de poseer la
noción cabal de la historia. Se advierte, desde luego, al sacerdote católico, que desde su
punto de vista dogmático, hace converger la totalidad histórica a los cauces de la
Providencia. Cabe observar en este punto que no había madurado aún el pensamiento
historicista, que había de descubrir un nuevo sentido para interpretar la historia. Nietzsche
atribuye, precisamente a los alemanes de procedencia protestante, el descubrimiento
de «la capacidad de adivinar rápidamente el orden jerárquico de los valores con arreglo a
los cuales ha vivido un pueblo, una comunidad o un individuo, el instinto adivinador de
las relaciones de esos valores, de la relación entre la autoridad de esos valores y la
autoridad de las fuerzas operantes». En suma, no se había definido todavía el valor que
hay que atribuir a la individualidad y la evaluación en el proceso del desarrolló histórico.

Para el señor González Suárez, la Historia es una ciencia de moral social. La misma
narración de los hechos debe tender a leccionar a la sociedad. Conocida la verdad hay que
referirla con valentía. En cuanto al historiador, debe ser veraz e imparcial. El autor de
la Historia General estaba persuadido de haber descubierto la verdad histórica, incluso la
verdad histórica social. Por esto abundan en sus escritos las palabras siempre y nunca.
Consecuente con su criterio de moralizador, a cada hecho narrado, añade como
epifonema, una conclusión de alcance moral. En la Defensa de su criterio histórico aduce
pruebas justificatorias de su pensamiento y actitud. Gabriel Cevallos García ha señalado
el efecto que produce la lectura de las Memorias Íntimas y de la Defensa. «Pocas personas
de letras en el Ecuador ofrecen tamañas dificultades interpretativas o tratan de esquivar y
demostrar al propio tiempo, tan profundo secreto existencial.
De un lado la obra y la franqueza con que la escribe; de otro, la doctrina y las
argumentaciones en que reiterada y hasta excesivamente la apoya, argumentaciones tan
explicadas que nos hacen suponer que, con respecto a ellas, nunca estuvo firme en sus
posiciones internas [...] La firmeza exterior que anhela robustecer en la más ínfima
inseguridad».

Escrita con este criterio, la Historia General abarcó todo el período colonial. A través
de la narración aparecen los Presidentes de la Audiencia y los Obispos que gobernaron la
Diócesis de Quito. La exposición de los hechos se basa en las fuentes que le fue dado
revisar al autor en el Archivo de Indias. El estilo delata las cualidades literarias de quien
fue maestro de retórica y oratoria en los años de su juventud.
El prestigio del señor González Suárez, que llegó a ocupar la dignidad Arzobispal de
Quito, influyó en la formación del criterio del ambiente en lo que respecta a la Historia
del Ecuador. En el tomo VII en que traza la historia de la cultura, llega a esta
conclusión: «Las Comarcas que actualmente forman la República del Ecuador, eran pues,
una colonia obscura y de importancia secundaria en tiempo del Gobierno Colonial: la
imparcialidad histórica, exige de nosotros esta confesión». Para los sucesos había que
acudir a las fuentes existentes en los archivos de España y del Ecuador. Pero para la
cultura, no había sino que observar los monumentos conventuales, que son los mejores
testimonios de la fe a la vez que de la acción de las Comunidades Religiosas. El señor
González Suárez careció de sensibilidad frente a estas muestras de cultura, que han
llegado a concluir que no podía ser obscura la vida histórica de un pueblo capaz de reflejar
su espíritu en obras de arte que todos admiran y enaltecen. Para el autor de la Historia
General es imposible que en Quito hubiese surgido un Miguel de Santiago, un Goríbar,
ni siquiera un Samaniego.
En el prólogo a la primera edición de la Defensa, se consigna este acápite: «Voces
aviesas -por felicidad aisladas- se alzan, de tiempo en tiempo, en ciertos rincones de la
prensa, permitiéndose criticar al gran ecuatoriano por haber expuesto llagas y lacerías de
la época colonial. A todas las críticas contesta victoriosamente el Prelado, con este estudio
deslumbrador e irrefutable como la misma verdad. González Suárez, filósofo, teólogo,
canonista, erudito, adquiere proporciones excelsas en este libro».
Desde 1894 en que aparecieron los tomos principales de la Historia General han
pasado setenta años de vida histórica, durante las cuales se han allegado nuevas fuentes
para integrar la documentación sobre nuestra historia en la colonia. Además se ha operado
un cambio radical en la historiología, a partir del último cuarto del siglo XIX. Todo lo
cual no permite afirmar para nuestra historia una verdad de pretensión dogmática.

La Academia Nacional de Historia

El señor González Suárez abarcó en su personalidad muchos aspectos de cultura,


destacándose coma historiador. Su prestigio y su ejemplo estimularon a algunos jóvenes,
estudiosos y patriotas, a organizar la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos
Americanos, bajo el mecenazgo espiritual del Arzobispo de Quito. El Acta de fundación,
del 24 de julio de 1909, lleva las firmas que siguen: Federico, Arzobispo de Quito; Luis
Felipe Borja (hijo); Alfredo Mores y Caamaño, Cristóbal Gangotena y Jijón; Jacinto Jijón
y Caamaño; Carlos Manuel Larrea y Aníbal Viteri Lafronte. A estos nombres se
añadieron los de Juan León Mera y José Gabriel Navarro, que no concurrieron a la
inauguración por hallarse ausentes. En la sesión del 9 de julio de 1915 fueron aceptados,
como individuos de número, Celiano Monge e Isaac Barrera. A los jóvenes fundadores
dirigió la carta que consta como introducción a la Defensa. A ellos les decía: «Cuando
di principio a mi labor histórica estaba solo, aislado: ahora cuando para mí se aproxima
ya el ocaso de la vida, no estoy solo, no me encuentro aislado [...] Mi palabra ha caído en
tierra fecunda, mi trabajo no ha sido estéril [...] Vuestra labor comienza: no he hecho más
que trazaros el camino [...] Mañana, vuestros trabajos dejarán eclipsado mi nombre, y de
ellos yo no me duelo [...] ¿por qué habría de dolerme? [...] antes me alegro, porque con
vuestros trabajos progresarán los estudios históricos, y con ellos habrá luz, y con la luz se
conocerá mejor la verdad».
El grupo de jóvenes fundadores de la Sociedad formaba lo que hoy se denomina una
generación. Casi todos eran de la misma edad: a todos les animaba la afición a la historia:
se reunían todos en las sesiones ordinarias: todos reconocían como caudillo indiscutible
al autor de la Historia General, cuya muerte en diciembre de 1917 contribuyó a
mantenerlos unidos en el recuerdo y veneración al maestro.
Prueba de ello fue dejar vacante el cargo de Director, en reconocimiento a la memoria
del máximo historiador. La Sociedad eligió como Subdirector a don Jacinto Jijón y
Caamaño, el discípulo más allegado al señor González Suárez, quien dispuso que se le
entregaran, previo pago del precio, los libros de su biblioteca, que componían la sección
americanista. Antes de la muerte del señor González Suárez habían sido llamados a
integrar la sociedad Julio Tobar Donoso y Homero, Viteri Lafronte. Bajo la dirección de
Jijón y Caamaño, se acordó publicar el órgano de la sociedad con el título de Boletín de
la Sociedad de Estudios Históricos Americanos, cuyo primer número salió en junio de
1918. La holgura económica del subdirector facilitó la elegancia de la presentación y el
valor documental de la revista, cuya primera etapa fue de un lujo inusitado en el ambiente.
Las labores de la Sociedad continuaron sin interrupción hasta merecer el reconocimiento
de los poderes públicos.

—555→

En efecto, el Congreso de la República, mediante Decreto de 27 de setiembre de


1920, elevó la Sociedad a la categoría de Academia Nacional de Historia, sin cambiar las
directivas aprobadas por el Acuerdo Ejecutivo, del 21 de setiembre de 1909. A partir de
1920, el Boletín de la Sociedad se convirtió en Boletín de la Academia Nacional de
Historia.

El ejemplo de Quito fue seguido luego por Cuenca y Guayaquil. En 1915 se


estableció en la capital del Azuay, el Centro de Estudios Históricos y Geográficos de
Cuenca, con su Revista por órgano de publicidad. Fueron sus fundadores Julio Matovelle,
Remigio Crespo Toral, Honorato Vázquez, Ezequiel Márquez y Francisco Tálbot, a los
que se añadieron luego Rafael María Arízaga, Alberto Muñoz Vernaza, Octavio Cordero
Palacios, Alfonso María Borrera, Agustín Iglesias y Miguel Ángel Jaramillo. Todos estos
miembros de la Sociedad publicaron sus colaboraciones en la Revista del Centro. Algunos
de ellos editaron aparte obras de valor histórico. Alfonso María Borrero, sacó a
luz Cuenca en Pichincha (1922) y Ayacucho (19[...]) con abundante documentación.
Octavio Cordero Palacios publicó en 1924 un estudio sobre El Quichua y el Cañari y, en
1926, El Azuay Histórico, síntesis documentada de los cañaris, antes y en la conquista
incaica. Francisco Tálbot ha compuesto el Diccionario Toponímico de la provincia del
Azuay. Julio Matovelle publicó sus Imágenes y Santuarios célebres. Jesús Artiaga sacó a
la luz en 1922, sus Apuntes de Arqueología Cañar.

Honorato Vázquez y Remigio Crespo Toral habían afrontado la cuestión de límites


entre el Ecuador y el Perú, el primero en su Memoria Histórico-Jurídica y el segundo en
su Pleito Secular.

El 9 de julio de 1930 se fundó en Guayaquil el Centro de Investigaciones


Históricas, con el lema de «hacer presente lo pasado, describiendo la verdad sin
deformarla» y con su Boletín como órgano de divulgación.

Jacinto Jijón y Caamaño

Cuando el señor González Suárez fundó la Sociedad de Estudios Históricos


Americanos en 1909, Jacinto Jijón y Caamaño caminaba a los diecinueve años. Era de
los más jóvenes del grupo, pero afirmaba ya su distinción, tanto por su posición social,
como por sus cualidades personales. La circunstancia de ser hijo único de una familia
acomodada contribuyó a que hallara, entre los jóvenes de la sociedad, un sentido de
amistad fraterna. Sobre todos imponiéndose con su prestigio, estaba la figura venerada y
amable del Arzobispo de Quito.
El señor González Suárez, vinculado afectivamente con la familia Jijón, vio en
Jacinto una promesa y le estimuló a los estudios históricos, ponderándole a las ventajas
que podría sacar de su brillante situación económica. Huérfano de padre en temprana
edad, su inteligente madre le llevó en 1913 a Europa, con el fin de que desarrollara sus
aptitudes en los centros culturales de Madrid y París.

En julio de 1909 dirigió personalmente unas excavaciones en los pueblos de Urcuquí


y en enero de 1910 en las cercanías del Quinche, acompañado de Juran León Mera, en
calidad de fotógrafo y dibujante. Prescindiendo por entonces de los datos de los cronistas
de Indias quería fundamentar los estudios de la arqueología ecuatoriana sobre bases de
investigación científica. El material conseguido lo llevó consigo e hizo imprimir a todo
lujo en Madrid, primero, El Tesoro de Itschimbía y, luego, Los Aborígenes de la
Provincia de Imbabura.
El señor González Suárez, al recibir el ejemplar de esta obra, le escribió el 18 de
mayo de 1915: «Le confieso a usted que vi su libro y lo hojee con un cierto sentimiento
de complacencia vanidosa, por ser obra suya, y por ser fruto de nuestra modesta Sociedad
de Estudios Americanos Históricos. No sé si me engañe mi afecto; pero lo que he podido
leer de su trabajo arqueológico me ha gustado mucho. Con laudable cordura declara usted
su parecer respecto al valor científico de las investigaciones arqueológicas, que hasta
ahora se han llevado a cabo en el Ecuador: ¡todavía no hay ciencia! Se van acumulando
datos para conclusiones científicas, que se deducirán en lo futuro».

La obra, primicia de sus estudios, dedicó Jijón a Otto von Buswald, cuyas Notas
Etnográficas, se publicaron en el Boletín de la Academia Nacional de Historia de 1924.
Fue una de las características de Jijón estar en contacto espiritual con todos los
especialistas en estudios arqueológicos, cuyas obras le ponían al día en los progresos de
las ciencias auxiliares de la Historia. El señor González Suárez había dispuesto, antes de
morir, que la sección Americanista de su copiosa biblioteca se entregare previo pago del
debido precio, a su discípulo predilecto. De este modo, parte del patrimonio familiar entró
en función de cultura nacional, mediante la organización de una biblioteca especializada,
una de las más ricas de Sudamérica.

Pero, la intuición científica de Jijón y Caamaño le llevó al campo de la investigación


personal, o por medio de técnicos, cuya labor corría a cargo de su peculio. Tal fue el caso
de Max Huhle que recorrió el Ecuador realizando excavaciones, cuyos resultados iba
dando a conocer a su generoso e ilustrado mecenas. Fruto de este trabajo, realizado en
largos años, fue la formación del Museo Arqueológico, con piezas clasificadas por zonas
y referencias de origen, que le sirvieron para sus publicaciones de indiscutible valor
científico. Su afición a esta clase de estudios mitigó aún las penas del destierro. Cuando
en 1925 se vio forzado a permanecer en Lima, aprovechó de esa estadía para realizar
excavaciones en las huatas de Maranga y enriquecer su Museo con una dotación de restos
que aclaraban el problema planteado sobre el período, llamado Potolimeño por Max Uhle.
El hábito de fundamentar sus conclusiones en la experiencia le guió en el Examen
crítico de la veracidad de la Historia del Reino de Quito, del padre Velasco. Este estudio
ha tenido la virtualidad de suscitar el espíritu investigador, para impugnar o defender las
afirmaciones del historiador jesuita, ocasionando polémicas, que en todo caso han
contribuido a enriquecer la bibliografía arqueológica ecuatoriana. Del primer impulso
juvenil datan también su Contribución al conocimiento de las lenguas indígenas que se
hablaron en el Ecuador y el grueso volumen de la Religión del Imperio de los Incas con
un apéndice documental del Compendio Historiado del estado de los indios del Perú,
escrito por Lope de Atienza.

Entre los amigos de su generación fue común el afán por las disciplinas de
la Historia. Prueba de ello fue la mutua colaboración entre Jijón y Carlos Manuel Larrea,
cuyos nombres figuraban en Un Cementerio Incásico en Quito y Notas acerca de los
Incas en el Ecuador, que se publicó en 1918.

Extendiendo el área de sus investigaciones, publicó, en entregas sucesivas del


Boletín, Puruhuá, contribución al conocimiento de los aborígenes de la Provincia del
Chimborazo (1921-1924).

En 1925 aprovechó de su permanencia en el Perú para allegar el material


arqueológico, que le sirvió para publicar en 1949 el volumen intitulado Maranga. Pudo
también entonces visitar detenidamente el Cuzco, viaje que dio ocasión a sus Notas de
Arqueología Cuzqueña, que sacó a la luz en 1928.

Hacia 1939 se consagró con ahínco a recoger y examinar los resultados de sus
investigaciones y compuso su gran obra intitulada El Ecuador Interandino y Occidental
antes de la conquista española, en cuatro tomos voluminosos, que publicó en 1941.
Encerrado en su museo pasó luego a ordenar el fichero de los objetos allegados en largos
años de trabajo y dejó preparado el volumen, que su esposa e hijo sacaron a luz en 1952,
intituladoAntropología Prehistórica del Ecuador.
El señor González Suárez limitó su relación a las épocas prehispánica y colonial del
Ecuador. La tarea de rehacer los hechos, a partir del primer grito de la Independencia,
dejó como programa de labor, a los jóvenes de la Sociedad de Estudios Históricos. Del
cumplimiento de esta consigna dan buenas muestras los documentos que se han venido
publicando en el Boletín de la Academia. También en este nuevo campo, aportó Jijón el
fruto de sus investigaciones. Poseedor de la correspondencia del general Juan José Flores,
primer Presidente de la República, no le fue difícil allegar los documentos, que ilustran
los hechos de los primeros años de la vida republicana. En 1922, con ocasión del primer
centenario de la batalla del Pichincha, publicó, con el título de Documentos para la
Historia, el Solemne pronunciamiento de la Capital de Quito y demás pueblos del sur de
Colombia, por el cual se constituye el Ecuador en Estado Soberano, Libre e
Independiente.

Quince años después en 1937 sacó a luz pública su Sebastián de Benalcázar, en dos
tomos, en que hizo un estudio prolijo de la fundación de Quito, con acopio de
documentos, pertinentes a la vida y acción del fundador.

Desde el punto de vista simplemente histórico, llama la atención la fecundidad


literaria de Jijón. La explicación estriba en su método de trabajo. Todo el tiempo libre lo
dedicaba, en la mañana, a su labor en la biblioteca o en el archivo. Su personal de servicio
se había acostumbrado al sistema de estudio del señor. Bastaba que dijera la lista de los
libros de consulta o de los objetos por examinar y ellos estaban presentes a la vista del
investigador en su escritorio, para volver a su puesto de origen y conservarse en el anaquel
o en la vitrina, según el orden impuesto por el acucioso historiador y arqueólogo.
El hábito del estudio fue el ritmo dominante de su vida. Sin embargo, a raíz de su
matrimonio, surgió en él la inquietud del político, que le vino por la afinidad con el
general Juan José Flores, abuelo de su esposa. Por herencia de familia encabezó el partido
político tradicional, del que fue jefe nato durante toda su vida de actividad cívica. Para
orientación ideológica y práctica de sus partidarios escribió el libro en dos tomos,
intitulado: Política Conservadora. Firme en sus convicciones y dispuesto siempre al
servicio de sus conciudadanos, aceptó el puesto de Presidente del Municipio de Quito y
fue su primer Alcalde, cargo que desempeñó con generosidad y sacrificio.

Pero en el fondo de su personalidad alentó siempre el espíritu magnánimo de sus


ascendientes. De ellos heredó la visión de la economía en función de servicio social. A
uno de sus abuelos celebró Espejo en su Discurso a la Sociedad de Amigos del País, por
haber introducido la industria del tejido. A esas fábricas primeras dotó Jijón de
maquinarias nuevas, para proveer a sus compatriotas de telas que no pedían favor a las
extranjeras. Ese mismo espíritu le alentó a proteger las investigaciones históricas, dando
facilidades de publicación a los aficionados, en las entregas sucesivas del Boletín.
Además, en la mansión señorial de la «Circasiana», añadió departamentos nuevos,
dedicándolos a Museo de Arqueología y Arte Colonial y a la Biblioteca especializada de
Historia Americana.
Nuevos Investigadores

Compañero y amigo de Jijón en las investigaciones arqueológicas fue Don Carlos


Manuel Larrea, quien ha sobrevivido al mecenas, para mantener viva la inquietud por las
ciencias auxiliares de la Historia. Su carrera diplomática le ha facilitado la adquisición de
obras especializadas, con que ha enriquecido su biblioteca particular. Con el fin de
estimular a sus compatriotas al estudio de la Historia, publicó en 1948 la Bibliografía
Científica del Ecuador, en cuatro volúmenes, donde puede el aficionado hallar el dato
preciso de quienes, directa o incidentalmente, han escrito sobre el Ecuador.

Tanto en el Boletín de la Academia como en la Revista Científica de la Casa de la


Cultura, se encuentran sus estudios sobre temas relacionados con la Historia Nacional.
En 1958 publicó el estudio sobre El Archipiélago de Colón (Galápagos) en que presentó
la historia del descubrimiento, exploraciones científicas y bibliografía de las islas.

Últimamente ha sacado a luz la obra intitulada La Real Audiencia de Quito y su


Territorio.

En estos últimos tiempos se ha despertado la afición por estudios afines a la


arqueología. Telmo Paz y Miño ha publicado valiosas contribuciones sobre idiomas
primitivos comparados. Igualmente Aquiles Pérez, que escribió sobre las Mitas en la Real
Audiencia de Quito (1947), ha consagrado los números de Llacta a sus estudios sobre
los Quitus y Caras (1960) y a los Seudo Pantzaleos (1962). A propósito, cabe destacar
aquí la organización del Instituto Ecuatoriano de Antropología y Geografía, que señaló
entre sus actividades las secciones de Antropología, Arqueología, Geografía e Historia.
Una generación nueva de investigadores ha orientado sus estudios, con precisión
científica, a los nuevos campos abiertos por la visión histórica moderna. Son dignos de
mención en este nuevo estadio de trabajos conjuntos de Alfredo Costales Samaniego y su
señora, de Antonio Santiana y su esposa y de Aníbal Buitrón y su consorte.

El interés por las investigaciones arqueológicas halló en Guayaquil un nuevo


mecenas, dotado a la vez de afición personal y de recursos económicos. Emilio Estrada
Icaza realizó en la zona de la costa ecuatoriana, lo que Jijón y Caamaño había verificado
en los pueblos de la región interandina. Coincidió su labor con los adelantos de la técnica
en la investigación y en los análisis de los objetos arqueológicos. En 1956 publicó en
Guayaquil su estudio Valdivia, un sitio arqueológico formativo en la Provincia del
Guayas y en 1957, Últimas civilizaciones prehistóricas de la cuenca del Río Guayas.

En el mismo año sacó a luz su estudio sobre Prehistoria de Manabí.

Con los objetos extraídos de las excavaciones formó un Museo Arqueológico, al


estilo del de Jijón y Caamaño. Con esta colección cuenta ya el Ecuador con un nuevo
centro de investigaciones y estudio, que servirá para el conocimiento de la cultura
prehispánica en la zona ecuatorial.

El señor Estrada fue también un generoso patrocinador de estudios de índole


arqueológica. Merced a su ayuda económica, ha podido realizar el padre Pedro I. Porras
excavaciones en la región del Alto Napo, con valiosos resultados, para integrar el material
arqueológico ecuatoriano, con los aportes extraídos del Oriente. En 1961 publicó el padre
Porras su Contribución al estudio de la Arqueología e Historia, de los Valles Quijos y
Misagualli en la región oriental del Ecuador. El libro lleva un Apéndice de Emilio
Estrada Icaza.

Merece destacarse aquí la labor paciente de coleccionador acucioso de Max Konanz,


quien durante más de treinta años fue adquiriendo, en todas las provincias de la República,
objetos arqueológicos, con los cuales llegó a formar un verdadero museo de ejemplares
selectos. En su hacienda, situada en las cercanías de Azogues, estableció la colección,
cuyos fondos fue clasificando con detalles del sitio de origen. Últimamente, el Banco
Central ha adquirido esa valiosa colección, para cuya exhibición proyecta construir un
edificio apropiado, que dará facilidades de estudio a los investigadores.

La Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas, ha destinado un tramo de su edificio al


Museo de Oro, donde se guardan piezas de inestimable valor, procedentes principalmente
de la Zona de la Costa Ecuatoriana. El autor de esta colección es el Señor Carlos
Menéndez Zevallos, quien ha dedicado todo su esfuerzo para devolver a cada objeto su
estructura primitiva. El valor de estas piezas revela una etapa adelantada de cultura de los
pueblos de la costa ecuatorial.

Historias con criterio de Partido

Pedro Fermín Cevallos, en la advertencia a su Resumen de la Historia del Ecuador,


destacó su posición de imparcialidad política en la interpretación de los hechos. Cuando
en 1862 allegaba las fuentes para su relación, halló una valiosa colección de apuntes y de
impresos en poder de un talentoso hombre público don Pedro José Cevallos Salvador. De
esa misma fuente aprovechó también don Pedro Moncayo para su trabajo intitulado El
Ecuador de 1825 a 1875, sus hombres, sus instituciones y sus leyes (Valparaíso 1887).

Este libro dio ocasión al señor Cevallos Salvador para publicar en 1887 un opúsculo,
en que refutaba muchas de las afirmaciones de Moncayo y rectificaba el criterio con el
aprecio justo de los hombres y los hechos.

Remigio Crespo Toral observa al respecto: «Don Pedro Moncayo trasplantó aquí los
métodos de esta escuela (de partido): se constituyó juez, que a tal debe aspirar el
historiador, sino fiscal: y para sacar verdaderas consecuencias, hubo de ocultar hechos y
abultar los delitos, trocando en estos casi siempre los simples errores. Perdido el equilibrio
de la imparcialidad, su libro pasó a la mera condición de obra periodista. Fue una positiva
desgracia; pues, ese hombre por su sinceridad, por su elevada intervención, en muchos de
los acontecimientos, ha podido darnos un resumen que determinase más amplios trabajos
posteriores. El ejemplo de Moncayo, no obstante la victoriosa refutación del talentoso
hombre don Pedro José Cevallos, ha influido grandemente, para desviar la historia de su
recto y tranquilo cauce. Se han prodigado las relaciones, los folletos, las monografías: de
todo lo cual no se obtiene en definitiva sino datos mutilados, apologías, acusaciones y el
testimonio del ardor de la pasión en nuestra turbulenta democracia. Se ha llegado por este
camino, a la historia, y, ¡quién lo creyera! historia oficial y de enseñanza obligatoria
partidarista hasta llegar al término vituperable, no sólo de atenuar, sino de enaltecer el
tremendo puñal que ¡el más grande de nuestros retóricos llamó de vindicta y de salud!196

El caso de Pedro Moncayo, rectificado por Cevallos Salvador, abrió una serie que
fue repitiéndose en la segunda mitad del siglo XIX.

En 1890 Marietta de Veintimilla publicó en Lima su libro intitulado Páginas del


Ecuador, en que trataba de justificar la actuación política de su tío el general Ignacio de
Veintimilla. Los hechos referidos eran demasiado recientes y aludían a varios factores de
la vida pública. Se explica, entonces, que surgieran refutaciones de los diversos sectores
de la vida nacional. El Deán de la Iglesia Metropolitana de Quito, don José Nieto
publicóLa Verdad contra las calumnias de la señora Marietta de Veintimilla, cuyo título
indica ya el contenido polémico del libro. También refutaron algunas afirmaciones de
las Páginas del Ecuador los señores Rafael M. Mata y Juan Benigno Vela. Pero quien
asumió una actitud elevada frente a los hechos fue don Antonio Flores Jijón. En 1891
sacó a luz su libro intitulado Para la Historia del Ecuador, en el que, después de exponer
la verdad de los sucesos, allegó la suma de 83 documentos, que permiten rehacer la
situación histórica en que hubo de actuar el general de Veintimilla.

Más notorio fine el caso de García Moreno y de la etapa de su gobierno. En 1887


apareció, editado en París, el libro del padre A. Berthe, intitulado García Moreno,
Presidente del Ecuador, Vengador y Mártir del Derecho Cristiano (1821-1875). La obra
tuvo un éxito publicitario en Europa, donde llegó a ser conocido el Ecuador a través de
García Moreno. En 1889 se editó en Guayaquil la Refutación del libro del padre Berthe,
escrita por Antonio Barrero Cortázar, quien hacía una nueva interpretación de los hechos
con notable acopio de documentos. La dualidad de juicio, sobre un mismo personaje
excitó a don Juan León Mera a escribir un libro «no simplemente histórico sino de
polémica», acerca de García Moreno. Justificaba su intervención con la siguiente
razón. «Han traído esta necesidad los libros que sobre García Moreno han publicado el
padre A.Berthe, Redentorista francés, y nuestro compatriota el doctor don Antonio
Borrero; libros totalmente opuestos en la manera de juzgar a aquel Grande Hombre, y no
conformes aún respecto de otros personajes y hechos, y de algunos puntos de doctrina
política muy importantes. Juzgamos, pues, indispensable poner entre esos dos libros
antitéticos un tercero que los corrija». Don Juan León Mera no pudo terminar su trabajo.
La parte que dejó escrita se publicó en 1904 con el título de García Moreno.

A este fragmento de Mera se refirió Roberto Andrade en su libro Montalvo y García


Moreno, que publicó en Guayaquil en 1925. Desde el prólogo puso de relieve que no
podía prescindir de la pasión política al enjuiciar a los hombres y los hechos. A raíz de la
publicación de la Historia General del señor González Suárez comenzó a escribir
su Historia del Ecuador, particularmente de la época republicana. En la introducción se
refirió a Moncayo, Pedro Fermín Cevallos, Cevallos Salvador y Juan León Mera, a
quienes tildó de parciales. Pretendió ser imparcial en la interpretación de los hechos, pero
resultó el más parcial en su tarea de historiador. En la síntesis que hizo de la época colonial
destacó únicamente aquellos hechos que redundaban en menoscabo de la Religión.
La Historia de Roberto Andrade alcanzó al tomo VII y al año de 1849.

La enseñanza de la Historia
No bien salió a luz el Resumen de la Historia del Ecuador, su autor, don Pedro
Fermín. Cevallos, escribió el Compendio de la Historia del Ecuador, que fue declarado
texto oficial para la enseñanza en las escuelas de la República, el 29 de setiembre de 1871.
En cuanto al método, advertía el doctor Cevallos: «Va reducido a Catecismo, porque,
antes de componerlo, me informó el hermano José, Director Generad de las escuelas
cristianas, que esta forma era la más a propósito para la enseñanza de los niños». La forma
consistía en dividir en capítulos y exponer los hechos mediante preguntas y respuestas.
El compendio avanzaba hasta la revolución del 6 de marzo de 1845. Ante la insinuación
de proseguir la narración de los hechos, respondía el alumno: «¡Oh! No señor; porque
para la narración de los sucesos en que hemos sido actores o siquiera hecho de padrinos;
eso es, para los de un tiempo en que aún imperan candentes el amor propio, las afecciones
y los odios, hallo muy difícil, no el dar con la verdad, sino el hablar conforme a la verdad
y con calma, rectitud y buena fe; y así, contentaos con el conocimiento de los referidos
hasta 1845».

Del compendio del doctor Cevallos se hicieron ediciones sucesivas para la enseñanza
en las escuelas del Ecuador.

En su informe al Congreso de 1903, el Ministro Julio Andrade, daba a conocer que


se había publicado la Historia General del Ecuador del señor Federico González Suárez.
Pero la obra servía; más bien para libro de consulta y de hecho contribuyó a crear la
opinión respecto del pasado. Pero no era a propósito para texto de enseñanza. El propio
autor se dio cuenta de este hecho y de la necesidad de redactar un compendio que pudiese
adaptarse a la enseñanza. En 1915 redactó y publicó su Historia Elemental de la
República del Ecuador.- Tomo Primero (Tiempos Antiguos), para el Pensionado
Nacional, fundado y dirigido por el doctor Pedro Pablo Borja.

—567→

El mismo año de 1915, Camilo Destruje publicó en Guayaquil un Compendio de la


Historia del Ecuador, arreglado para las escuelas y colegios de la República. A base de
un cuestionario, donde los asuntos numerados, se consignaban los datos escuetos de la
historia patria, que abarcaba desde la época prehistórica hasta la muerte de Alfaro.

Belisario Quevedo publicó en 1919 un texto de Historia Patria, en entregas sucesivas


de la Revista de la Sociedad Jurídico Literaria. En 1931 Alfonso y José Rumazo
González editaron la obra de Quevedo con el título de Compendio de Historia Patria. A
partir de 1920 el padre José Le Gaouhir, S. J., sacó a luz su Historia de la República del
Ecuador, concretada al período de la independencia. El primer tomo abarcaba de 1809 a
1860; el seguido que apareció en 1925, narraba el período de 1860 a 1877 y el tercero,
publicado en 1938, contenía los hechos comprendidos entre 1876 y 1900. No le fue dado
al autor proseguir su narración, no obstante haber allegado copioso material para exponer
los sucesos hasta 1925. El trabajo del padre Le Gaouhir está realizado con método y
honradez interpretativa de los hechos.

Óscar Efrén Reyes, formado en el primer Normal y con la práctica de muchos años,
escribió desde 1931 varios capítulos de historia patria. En 1938 publicó su Breve Historia
General del Ecuador, que ha tenido éxito notable, por el método didáctico, de claridad y
precisión.

Los hermanos Cristianos publicaron en 1915, con el nombre de G. M. Bruño,


el Compendio de la Historia del Ecuador, que ha servido de texto en sus escuelas. La
edición hecha en París ha tenido muchas reediciones publicadas en Quito.

En 1954, Alfredo Pareja Diezcanseco escribió la Historia del Ecuador, que ha


obtenido ya su segunda edición. El autor, conocido por novelista, se ha esforzado por dar
a la narración el atractivo de la forma literaria, que rodea a los hechos con el ropaje de la
imaginación. Con este mismo espíritu publicó en 1952 la Leyenda de Miguel de Santiago.
La necesidad de proporcionar a los alumnos textos apropiados, ha estimulado a sintetizar
los hechos, ordenándolos con método y claridad expositiva. De este estilo son los textos
escolares de Leopardo Moscoso, Emilio Uzcátegui, Homero Villamil, Alfredo Ponce
Ribadeneira, Guillermo Bossano y Aquiles Pérez, por no citar sino los más conocidos.

Aportes Monográficos

La historia abarca el campo total de la vida humana. A su mirada todo detalle


contribuye a enriquecer su patrimonio. Se explica, entonces, que una visión de síntesis
deba tomar en cuenta tanto las biografías como las monografías, que se han escrito, desde
un punto especial de vista. En 1962 se publicó la Historia de la Iglesia en el Ecuador
durante el patronato español. Su objeto era exponer la moción del factor religioso en la
vida de la Patria, antes de la emancipación política. En el campo de la Iglesia se han
escrito algunas monografías de las Comunidades Religiosas, que han actuado en la vida
religiosa ecuatoriana.

En 1883 el padre Francisco María Compte publicó el libro intitulado Varones Ilustres
de la Orden Seráfica en el Ecuador. En torno a los datos biográficos se exhibía el texto
de documentos originales, que ilustraban los hechos.

En 1930 el padre Joel Leónidas Monroy inició, en el Boletín de la Academia


Nacional de Historia, la publicación de la historia de El Convento de la Merced de Quito,
que abarcó, en esta primera entrega, desde el año de 1534 a 1617. Luego, en 1932,
continuó el trabajo en un segundo tomo que comprendía la etapa de 1616 a 1700.
Finalmente, en 1943, publicó un tercer tomo que continuaba la narración de 1700 a 1800.
Más que una exposición organizada de los hechos la obra del padre Monroy contenía una
serie de documentos relativos a la acción de los Mercedarios en el Ecuador.

Entre 1941 y 43, el padre José Jouanen sacó a luz, en dos copiosos tomos, la Historia
de la Compañía de Jesús en la antigua Provincia de Quito. La obra es profundamente
documentada y abarca desde el establecimiento de los Jesuitas en Quito hasta su expulsión
por Carlos III.

En 1942, el padre José María Vargas publicó la Historia de la Provincia de Santa


Catalina Virgen y Mártir de Quito de la Orden de Predicadores. Este ensayo avanzó
hasta 1634. Para proseguirlo se editó un segundo volumen escrito por el padre Enrique
Vacas Galindo, que comprendió el período entre 1634 a 1676. En 1950, el padre Enrique
Terán sacó a luz una guía explicativa de la pinacoteca de cuadros que adornan los
claustros del Convento de San Agustín, con datos biográficos del padre Basilio de Ribera.

Finalmente, en 1942, el padre Benjamín Gento Sanz publicó la Historia de la obra


constructiva de San Francisco, desde su fundación hasta nuestros días (1535-1942), con
datos procedentes del Archivo Franciscano.

Desde el punto de vista religioso, la historia ecuatoriana cuenta con el libro de fondo
apologético, escrito por Julio Tobar Donoso, con el título de La Iglesia modeladora de la
nacionalidad, editado en 1953. Es una obra muy bien planificada y escrita con elegancia
y dominio de la materia.
Fuera del campo de la Iglesia, la Historiografía del Ecuador se ha visto enriquecida
con aportes monográficos en las esferas de la Cultura y la Política. El doctor José Gabriel
Navarro ha consagrado su vida a la investigación de datos sobre el Arte Ecuatoriana. En
el Boletín de la Academia de la Historia inició la serie de Contribuciones para la Historia
del Arte en el Ecuador, que contienen un arsenal de documentos, casi exhaustivos de la
materia. En 1945, editado por el Fondo de Cultura Económica, apareció publicado en
México, el estudio sintético de las Artes Plásticas Ecuatorianas.

El padre José María Vargas ha publicado también algunos trabajos de interpretación


del Arte Ecuatoriano. A su primer ensayo de Arte Quiteño Colonial (1944) han
seguido María en el Arte Ecuatoriano (1954), Los Maestros del Arte Ecuatoriano (1955)
y Arte Religioso Ecuatoriano (1956).

La celebración del cuarto centenario de la fundación de Quito dio ocasión al padre


Alfonso Jerves a hacer un estudio crítico de los datos relativos al hecho que se
conmemoraba y publicar, en 1934, el libro intitulado La Fundación de la Ciudad de
Quito.

Igual interés despertó el cuarto centenario de la fundación de la ciudad de Cuenca.


Para conmemorarlo, se publicaron Biogénesis de Cuenca por Rafael Euclides Silva y Gil
Ramírez Dávalos, fundador de Cuenca por José María Vargas.

El cuarto centenario de la expedición de la cédula de erección de la Audiencia de


Quito, ha dado también margen a la publicación de dos libros relativos al suceso. El uno
intitulado, La Real Audiencia de Quito y su territorio, por Carlos Manuel Larrea, y el
otro, Don Hernando de Santillán y la Fundación de la Real Audiencia de Quito, ambos
editados por la Casa de la Cultura en 1963.

Más copiosa bibliografía ha provocado el hecho de la Independencia política y de


los personajes que han actuado durante la vida republicana. El sesquicentenario de la
emancipación ha motivado la publicación de dos libros que han enfocado el
acontecimiento en sus causas, circunstancias y proyecciones inmediatas. Ambos llevan
por título La Revolución de Quito del 10 de agosto de 1809. La coincidencia se debió a
que fueron escritos para un concurso provocado para conmemorar el hecho. Sus autores
son el doctor Carlos de la Torre Reyes, que obtuvo el premio único, y el doctor José
Gabriel Navarro.
Aparte del concurso, pero con el mismo motivo, el doctor Alfredo Ponce Ribadeneira
publicó, en 1960 en Madrid, el libro intitulado Quito 1809-1812, con un aporte de 106
documentos tomados del Archivo de Indias.

En torno al hecho de la Independencia política, publicó el doctor Manuel María


Borrero un libro intitulado Un Centenario que lacera nuestra angustia. A base del
proceso seguido contra los próceres del primer grito, destacó el autor la actitud indecisa
de ellos frente al suceso de 1809. La unilateralidad de la fuente de información fue causa
para enjuiciar a los actores, sin tomar en cuenta la totalidad del hecho. La Academia
Nacional de Historia dio su dictamen sobre el libro. Jorge Salvador Lara y Pío Jaramillo
Alvarado rectificaron muchas afirmaciones del doctor Borrero, con pruebas de
documentos fehacientes.

En 1955 salió a luz pública en Guayaquil un libro que llevaba por título: Las
fundaciones de Santiago de Guayaquil. Su autor, el señor Miguel Aspiazu Carbo,
pretende demostrar que la fundación primera de Santiago de Quito, hecha por Almagro
en Cicalpa, hubiese tenido su realización en Chilantomo, es decir, que la ciudad de
Santiago de Guayaquil hubiese llevado la primacía cronológica entre las ciudades
fundadas en el territorio del antiguo Reino de Quito.

Rafael Euclides Silva publicó en Guayaquil un opúsculo con el título de Breves


Apostillas al libro del Señor Miguel Aspiazu C., en que procuró explicar con precisión el
sentido que había que dar a la palabra fundación dentro del espíritu de las Leyes de Indias,
para señalar el alcance que tenían las afirmaciones del señor Aspiazu.

Fuentes documentales para la Historia del Ecuador

El Instituto Panamericano de Geografía e Historia propició la publicación de


monografías de las Misiones Americanas en los Archivos Europeos. La finalidad fue
facilitar a los estudiosos el conocimiento e intercambio de documentos procedentes de
Europa, sobre temas históricos relativos a los países de la América. La contribución del
Ecuador enumeraba el aporte documental, allegado por Federico González Suárez, el
padre Enrique Vacas Galindo, José Rumazo González, Segundo Álvarez Arteta, Abel
Romeo Castillo, y Neptalí Zúñiga.
La colección más copiosa de documentos, referentes a la Audiencia de Quito, es sin
duda, la del padre Enrique Vacas Galindo, que consta de 140 volúmenes, distribuidos en
32 de la sección de Patronato, 32 de la de Cedularios, 34 de Asuntos Eclesiásticos y 42
de la sección secular, que se refiere a oficios de la Audiencia de Quito. Además, se añade
una serie de 32 volúmenes de fotocopias. De estos fondos aprovechó en parte el mismo
padre Vacas Galindo para algunas rectificaciones a la Historia General del Ecuador del
señor González Suárez.

Bajo el patrocinio del mismo Instituto, el padre Limo Gómez Canedo publicó, en
1961, dos volúmenes con el título de Los Archivos de la Historia de América. En el
primero, trazó una descripción de los Archivos y Bibliotecas del Ecuador. Respecto del
Archivo Nacional, hizo mención de los proyectos de organizarlo con los fondos
existentes, que en 1964 sumaban 600 volúmenes. Posteriormente se han concentrado al
Archivo Nacional de la Casa de la Cultura, los fondos provenientes del Archivo de la
Corte Suprema y de las Notarías de Quito.

Para guarda de los documentos se ha destinado, en la Casa de la Cultura, el tramo


superior del edificio, dotándolo de estantería metálica. Actualmente se están ordenando,
en serie cronológica, los volúmenes de la Corte Suprema y las Notarías. Tanto la sección
de manuscritos de los antiguos jesuitas como de documentos del siglo XVIII, ordenados
en volúmenes con índice, se encuentran en una de las salas del departamento destinado a
la administración del Archivo.

Con sobrada razón el padre Gómez Canedo ponderó el valor del Archivo Municipal
de Quito, custodiado con afecto por el Cabildo de la ciudad. Con ocasión del cuarto
centenario de la fundación de Quito, inició el Cabildo la publicación de las actas
municipales, que alcanzan hasta el primer cuarto del siglo XVII, con un volumen
dedicado a las cédulas destinadas al Cabildo de Quito. Además, el mismo Cabildo acordó
la publicación de la Gaceta Municipal y luego del Museo Histórico, como órganos
oficiales del Municipio quiteño. En estas revistas se consignan, no sólo las actividades
del Cabildo, sino algunos documentos provenientes de los fondos del Archivo. El gestor
práctico de las publicaciones del Municipio ha sido Jorge A. Garcés, quien ha dedicado
todos sus esfuerzos a la organización del Archivo y del Museo Municipal.
El padre Gómez Canedo registra también en su libro el Archivo Eclesiástico de
Quito en sus dos secciones de Archivo Arzobispal y Archivo del Cabildo Eclesiástico. El
primero se halla establecido en el palacio arzobispal, en el piso superior a las oficinas de
despacho. El ilustrísimo señor Manuel María Pólit Laso, tan aficionado a los estudios
históricos, nombró de archivero, en 1926, al presbítero Juan de Dios Navas, quien acababa
de publicar su libro Guápulo y su Santuario. El señor Navas comenzó a ordenar los
documentos en tres grandes secciones: Colonial, Independencia, y República. Cada
sección la subdividió en diez grupos de documentos con los acápites siguientes: 1)
Documentos Pontificios; 2) Documentos Interdiocesanos; 3) Documentos concernientes
a Diócesis extranjeras y a los Institutos religiosos; 4) Documentos civiles en relación con
la Arquidiócesis; 5) Documentos de Administración de la Diócesis, cartas y visitas
pastorales; 6) Estado del clero y expedientes de ordenaciones del clero secular y regular;
7) Beneficios Eclesiásticos; capítulo catedralicio, personal de Seminarios; 8) Solicitudes
y comunicaciones de los fieles a la Autoridad eclesiástica; 9) Temporalidades, y 10)
Documentos cruzados entre las autoridades eclesiástica y civil.

El señor Navas dejó, como fruto de su trabajo, un Catálogo provisional de los fondos
ordenados por él en el Archivo. Quedaron por clasificarse una serie de más de 50 legajos
del juzgado eclesiástico, dispuestos en orden cronológico (siglos XVII-XIX); algunos
legajos de índole varia de los siglos XVIII y XIX; una serie de libros como el de órdenes
conferidas por el ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, el de la lista de Seminaristas
y el correspondiente a la parroquia de Guápulo.

El Archivo del Cabildo Eclesiástico. Se conserva en la Sala Capitular, adonde se


exhibe la galería de las Prelados que han gobernado la Diócesis y Arquidiócesis de Quito.
Los fondos documentales pueden ordenarse en los capítulos siguientes: 1) Actas
Capitulares, que comienzan con la administración del reverendísimo señor Pedro
Rodríguez de Aguayo en 1562 y continúan sin interrupción hasta el presente; 2)
Cedulario, cuya serie se inicia en 1557 y prosigue con algunos vacíos toda la época del
Patronato; 3) Un voluminoso tomo de «Varios», que contiene las costumbres y el
ceremonial de la Catedral y Cabildo Eclesiástico de Quito; 4) Inventarios de los siglos
XVIII y XIX con un tomo de «Oficios» del siglo XVIII; 5) Resumen de libros y papeles
relativos a los bienes del Colegio Máximo de los Jesuitas expulsos; 6) Un paquete de
«Cartas Antiguas», correspondientes al siglo XVIII; 7) Un tomo de materias varias,
decretos de los Obispos del siglo XVIII.

De los fondos de este Archivo se sacaron los documentos, que constan en los
volúmenes XXII y XXIV de las Publicaciones del Archivo Municipal de Quito.

Entre los Archivos Conventuales debe mencionarse el de San Francisco. El padre


Gómez Canedo da cuenta de dos inventarios manuscritos, el uno de 1868 que enumera
15 legajos, el otro de 1916 que sólo habla de 12. Un examen prolijo del archivo
franciscano registra 13 legajos, con documentos distribuidos en números. El primero
contiene dos paquetes de testimonios concernientes a candidatos a la primera orden, hasta
el año de 1800.- El segundo consta de una docena de documentos referentes a las
Cofradías establecidas en San Francisco en los siglos XVI-XIX.- El tercero contiene una
serie de documentos enumerados: del 1 al 4, cuatro volúmenes de revés Apostólicos y
Cédulas Reales (siglos XVII-XIX); del 8 al nueve, Breves Apostólicos referentes a
Canonizaciones Nuevas fiestas e Indulgencias; Número 10, Papeles referentes a la Misión
(1708).- El legajo cuarto contiene cuatro libros de Profesiones (siglos XVI-XIX), 4 libros
de ingresos de Novicios (siglos XVIII-XIX) y un libro de profesiones en la Recolección
de San Diego (1789-1850); 8 volúmenes de Disposiciones, Nuevas fiestas e Indulgencias;
Número 10, Papeles referentes XVIII y XIX).- Legajo quinto, 5 volúmenes de «Patentes»
de las diversas autoridades de la Orden (siglos XVI-XIX).- Legajo sexto, Becerros del
Definitorio y de los capítulos Provinciales, seis volúmenes (siglos XVII-XIX).- Séptimo
Legajo, 20 inventarios de los conventos de la antigua Provincia (siglos XVI-XIX).-
Legajo octavo, 10 volúmenes de documentos sobre las Doctrinas Franciscanas (siglos
XVI y XVII).- Legajo noveno: 24 fascículos de documentos sobre asuntos conventuales
(siglos XVII-XIX).- Legajo décimo: cuentas varias referentes al Convento Máximo, a
San Diego, San Buenaventura, Pomasqui, Riobamba y diversos de Quito (siglos XVIII y
XIX).- Legajo undécimo: Número 1 dos libros de Misas y seis diversos (siglos XVII-
XIX).- Legajo duodécimo: 3 volúmenes de Censos (siglos XVI-XIX), con índices de los
censos.- Legajo decimotercero: un libro de tierras de la parroquia de Chimbacalle, 2
Documentos truncos y Documentos extráneos.

De los fondos de este archivo aprovechó el padre Franciscano Compte para su


libro Varones Ilustres de la Orden Seráfica en el Ecuador.
El padre Gómez Canedo menciona muy de paso el Archivo de Santo Domingo, que
no estuvo organizado cuando él visitó el Ecuador. Actualmente el Archivo Dominicano
se halla ya ordenado y se ha hecho un índice de todos los documentos, conservando la
numeración antigua de los volúmenes. Este archivo consta, en primer lugar, de la
Colección Vacas Galindo, cuyo inventario publicó en 1956 la Comisión de Historia del
Instituto Panamericano de Geografía e Historia, en el volumen intitulado Misiones
Ecuatorianas en Archivos Europeos.

El archivo dominicano consta de 360 legajos enumerados, de diverso volumen y


valor. Los más de ellos se refieren a asuntos económicos: escrituras de inmuebles (1-34),
libros de censos y capellanías (42, 62, 138) y registro de ingresos y egresos; tanto del
Convento Máximo, como de la Recoleta y Colegio de San Fernando (86-121).- La
Cofradía del Rosario registra los nombres de los Cofrades con una continuidad perfecta.
El primer libro (127), abierto por el padre Bedón en 1588, contiene la nómina de cofrades
españoles y naturales, las Actas de sesiones de los Veinticuatro y las datas de ingresos y
egresos de la Cofradía. Los volúmenes 160-162 registran las actas y resoluciones de los
veinticuatro, a partir del año 1766 con el Oidor Juan Romualdo Navarro por Mayordomo.-
También existe un libro (124) de la Cofradía de Jesús Nazareno, establecida en la Capilla
de los Naturales el año 1774. Para la Historia de la Provincia Dominicana son de interés
los libros de vesiticiones y profesiones (115, 131-33) y los de actas de las consultas de
Provincia (126, 128-30).- Constan, asimismo, los libros de estudios y exámenes (134 y
35) de los religiosos del Convento Máximo y principalmente los libros referentes al
Colegio de San Fernando, como el de matrículas (85), de visita al plantel (118), y de
recibos y de gastos (119-122). El volumen 247 contiene las cédulas Reales despachadas
para la Orden desde 1553 a 1813. En el 248 constan las comunicaciones oficiales de
autoridades eclesiásticas y civiles. De estos fondos se ha publicado ya un volumen que
contiene las Actas de los Capítulos Provinciales, celebrados en los siglos XVI, XVII y
parte del XVIII.

El padre Gómez Canedo menciona también el Archivo de los Jesuitas de Quito,


ordenado por el padre Jouanen. El padre Oswaldo Romero Arteta inició la publicación
de El Índice del Archivo de la Antigua Provincia de Quito de la Compañía de Jesús, en
el número 12 del Boletín del Archivo Nacional de Historia, correspondiente a agosto
de 1963. El Archivo consta de 32 legajos, en que se contienen documentos varios, cartas
de los Padres Generales, datos de Temporalidades, inventarios de los antiguos colegios,
manuscritos y libros varios. En la introducción se establece la historia de la recuperación
de estos fondos documentales, incautados en la expulsión de los jesuitas en 1767 y
recuperados en 1862 por decreto firmado por el doctor Rafael Carvajal en tiempo de
García Moreno. De los fondos de este Archivo aprovechó el padre Jouanen para escribir
suHistoria de la Compañía de Jesús en la Antigua Provincia de Quito.

El Archivo de la Orden de la Merced ha sido ampliamente aprovechado por el padre


Joel L. Monroy en su Historia del Convento de la Merced y la Santísima Virgen de la
Merced y su Santuario.

Los padres Agustinos han lamentado la destrucción de gran parte de su archivo


debido a la ocupación militar de su convento. De los fondos conservados se sirvió el padre
José Conceti para las biografías de los ilustrísimos señores López de Solís y Gaspar de
Villarroel, que publicó en la revista La República del Corazón de Jesús.

El padre Gómez Canedo se refiere, por fin, al Archivo de la Universidad Central y


algunos Archivos locales. El primero custodia el llamado Libro de Oro, o sea, al primero
en que consta el origen, reglas y constituciones y registro de graduados en la Universidad
de San Gregorio. A este libro primero siguen otros en que se consignan los asientos de
Doctores y Maestros, lo mismo que las datas de nombramientos de funcionarios de la
Universidad. De estos fondos aprovechó la señora Germania Moncayo de Monge para su
monografía intitulada La Universidad de Quito. Su trayectoria de tres siglos, 1551-1931,
publicada en 1944.

De los archivos locales son dignos de mención el municipal de Cuenca, como


también el de Ibarra. Ambos municipios costearon la edición de sus libros primeros de
Cabildos, que vieran la luz pública respectivamente en 1938 y 1937, con la
numeración correspondiente a los volúmenes XVI y XX, de las publicaciones del
Archivo Municipal de Quito.

La relación del padre Gómez Canedo concluye con un acápite dedicado a colecciones
particulares, en las cuales cita los fondos conservados por los señores Jacinto Jijón y
Caamaño, Carlos Manuel Larrea, Cristóbal Gangotena y Jijón, Roberto Páez y doña Lola
Lasco de Uribe.
Revisión de la Historia Ecuatoriana

El Instituto Panamericano de Geografía e Historia planificó la publicación de una


serie de Historiografías de los países de América, con el objeto de examinar y poner a la
vista de los aficionados a la historia los resultados obtenidos en esta rama de la cultura.
Al Director de la Academia de Historia Ecuatoriana, el señor Isaac Barrera, se dio la
comisión de trazar la síntesis de la Historiografía del Ecuador, que fue publicada en
México, en 1956. En siete capítulos encerró el señor Barrera el aporte ecuatoriano al
estudio de la historia, destacando la labor del padre Juan de Velasco, Pedro Fermín
Cevallos, Federico González Suárez, Jacinto Jijón y Caamaño y otros historiadores de
menor trascendencia. A través de la biografía y valorización del trabajo de estos
historiadores, se puede apreciar el estado en que se halla el Ecuador en punto a la
investigación de su pasado. El mismo señor Barrera ha contribuido eficazmente, no sólo
a acrecentar el caudal de nuestra historia patria, sino a divulgar entre nosotros el fruto de
los investigadores de los demás países de la América. Tanto el Boletín de la
Academia como el diario El Comercio de Quito, contienen los escritos de este infatigable
escritor, de exquisita sensibilidad a todos los movimientos de la Cultura.

Últimamente ha surgido en Cuenca la robusta personalidad de Gabriel Cevallos


García, con una preparación extraordinaria para interpretar la historia nacional con
sentido moderno. Este sentido histórico, reconocido en el siglo XIX como un sexto
sentido, ha definido, Nietzsche «la capacidad de adivinar rápidamente el orden jerárquico
de los valores, con arreglo a los cuales ha vivido un pueblo, una comunidad o un
individuo, el instinto adivinador de las relaciones de esos valores, de la relación entre la
autoridad de esos valores y la autoridad de las fuerzas operantes».

Cevallos García, en sus Reflexiones sobre la Historia del Ecuador (Cuenca, 1957),
parte del principio de que «sin respaldo doctrinal no hay historia», porque, en
definitiva, «Historia es la doctrina del historiador». El valor de este principio «radica en
la coincidencia del panorama con la elaboración que hagamos del mismo, en la
hermandad que se logre crear entre lo externo objetivo y lo íntimo subjetivo» (p. 23).

Con este principio se afronta la cuestión de la diferencia entre la verdad científica y


la verdad histórica. La objetividad de la verdad, en el primer caso, prescinde de la
disposición intelectual del sujeto, excepto en la virtud de la ciencia. No así en el segundo
caso. La objetividad histórica compromete al sujeto Pensante, como agente
intelectual. «Para el historiador, observa Maritain, es un requisito previo que posea una
profunda filosofía del hombre, una cultura integral, una aguda apreciación de las diversas
actividades del ser humano y de su comparativa importancia, una correcta escala de los
valores morales, políticos, religiosos, técnicos y artísticos. El valor, quiero decir, la
verdad de la labor histórica estará en relación con la riqueza humana del historiador».

Cevallos García inicia su libro con un pensamiento, de Hegel, entresacado de


sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Según Hegel, «Lo verdadero
es algo en sí universal, sustancial; y lo que es así sólo existe en y para el pensamiento.
Pero lo espiritual, lo que llamamos Dios, es precisamente la verdad verdaderamente
sustancial y es en sí esencialmente individual, subjetiva. El ser pensante; y el ser pensante
es en sí creador; como tal lo entendemos en la Historia Universal. Todo 1o demás que
llamamos verdadero, es sólo una forma particular de esta eterna verdad, tiene su base en
ella, es un rayo de ella. Si no se sabe nada de ella, nada se sabe verdadero, nada recto,
nada moral».

Con Hegel la filosofía de la Historia ha sido reconocida como una disciplina


filosófica. El pensador alemán se consideró como un filósofo-Dios que recreó no
solamente la historia humana sino el universo entero, merced al movimiento mediante el
cual la Razón eterna, es decir Dios, se actualiza a sí mismo en el tiempo. A esta conclusión
llegó Hegel a través de la interición básica de la movilidad y la inquietud esenciales a la
vida, y esencialmente al ser del hombre, quien nunca es lo que es y siempre es lo que no
es (Maritain).

Además de Hegel, Cevallos García ha leído a los filósofos e historiadores alemanes,


que han elaborado el historicismo, principalmente Troeltschy Dilthey. Tampoco le son
desconocidos los aportes de los ingleses Whitehead y Toynbee y de Juan Bautista Vico,
el italiano que más contribuyó a estructurar el historicismo moderno. Más cerca se halla
Ortega y Gasset, el pensador español que interpretó y formuló en castellano las
inquietudes y orientaciones de la filosofía contemporánea. Mencionamos tan sólo algunos
nombres de los autores leídos y citados por Cevallos García.

Dentro de este círculo de influencias exteriores, nuestro autor ha desenvuelto sus


ideas en el ambiente universitario, como catedrático de Historia de la Cultura y de Historia
Patria. Del diálogo entre maestro y alumnos han brotado sus Reflexiones sobre la Historia
del Ecuador, en que aparece hecho carne y sangre propias el caudal de sus lecturas.

Con este «respaldo doctrinal» ha valorado el mérito de nuestros principales


historiadores: el padre Velasco, expresión del siglo XVIII, el de la Ilustración francesa;
Pedro Fermín Cevallos, reflejo del Romanticismo; Federico González Suárez, situado al
filo de los siglos XIX y XX, sin definición marcada. Fuera de este aspecto valorativo y
crítico, Cevallos García ha emprendido la tarea de interpretar la Historia Nacional con
sentido del siglo XX. Sobre la base de escrupulosa documentación ha tramado de rehacer
nuestra historia.
Capítulo XXIII

La Casa de la Cultura fue creada por el doctor José María Velasco Ibarra, cuando
Presidente de la República, mediante el Decreto Ley del 9 de agosto de 1944. Según los
artículos 9 y 10 del Decreto, la Casa de la Cultura tenía la misión de apoyar y fomentar
las investigaciones y estudios científicos en general y procurar, para los ecuatorianos, el
aprovechamiento de la cultura universal, a fin de que el país marchara al ritmo de la vida
intelectual moderna.

Los medios para conseguir este ideal serían la organización de conferencias dictadas
por nacionales y extranjeros, especializados en las diversas ramas de la Cultura; el
establecimiento de una Editorial para la publicación de libros y revistas a cargo de las
diversas secciones; el patrocinio de exposiciones científicas y artísticas dentro y fuera de
la República; el estímulo con premios a los escritores y artistas nacionales; la orientación
del teatro, música y coreografía nacionales; la dirección de las artes populares y el
estímulo para la creación de Institutos de altos estudios y de investigaciones científicas.

La Casa de la Cultura debía constar de las siguientes secciones: 1) de Ciencias


Jurídicas y Sociales, 2) de Ciencias Filosóficas y de Educación, 3) de Literatura y Bellas
Artes, 4) de Ciencias Histórico-Geográficas, 5) de Ciencias Biológicas; 6) de Ciencias
Exactas, y 7) de Instituciones Culturales Asociadas: total, siete secciones compuestas por
miembros representativos de las diversas ramas de la Cultura.

Cada sección debía tener su miembro titular, para componer el Directorio, al que
correspondía resolver los problemas ordinarios, de la Institución. El Directorio debía
reunirse una vez cada semana y una vez por año la Junta General, integrada por todos los
miembros Titulares de las secciones, para conocer y vigilar la marcha general de la Casa
de la Cultura.

Cada sección estaba en el deber de organizarse internamente en la forma que creyera


conveniente para mayor eficacia de sus trabajos, de elaborar un plan de acción a realizarse
dentro de cada año, de presentar al Directorio la proforma de gastos para la realización
de sus labores y de organizar las publicaciones en la Editorial de la Casa de la Cultura.

La Casa de la Cultura fue creada como Institución, Autónoma, con personería


jurídica. Al instituirla se hizo el nombramiento de los miembros titulares de cada sección.
Pero en el mismo Decreto creador se autorizaba a que la Junta de los miembros, por esta
única vez nombrados, redactase los Estatutos, que debían regir a la Casa de la Cultura,
como así se hizo de inmediato, quedando la Institución con Estatutos aprobados desde el
2 de diciembre de 1944.

El artículo 34 de los Estatutos Generales prevenía la creación y funcionamiento de


Núcleos Provinciales, para lo cual expidió un Reglamento el 9 de agosto de 1945, que les
autorizaba a redactar su Reglamento Interno para su organización y para crear las
secciones que fuesen posibles. Los fondos destinados para los gastos de cada Núcleo
Provincial debían ser provistos por la Tesorería de la Institución.

Al facilitar la creación de los Núcleos Provinciales, la Casa de la Cultura ha


propendido a resolver un problema de alcance nacional. La mejor forma de realizar la
unidad ecuatoriana es reconocer y respetar las individualidades precisas y bien definidas
de las Provincias que componen la Nación. No absorción, sino colaboración: he ahí el
lema práctico de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

Con este ideal la Casa Matriz de Quito ha demostrado siempre el mayor interés en la
organización de los Núcleos Provinciales, a fin de que se multiplicaran, en toda la
República, los centros estimuladores de la Cultura. Con la ayuda económica que ha
proporcionado la Tesorería de la Casa de la Cultura, los Núcleos del Guayas y del Azuay
han construido ya sus edificios propios, con dependencias adecuadas para biblioteca,
museo, teatro y editorial. Se han constituido también los Núcleos del Tungurahua,
Manabí, Loja, Esmeraldas y del Chimborazo, que realizan sus actividades culturales, de
acuerdo con las exigencias del ambiente.

Por principio la Casa de la Cultura ha debido mantenerse al margen de la política de


partidos, aspirando a ser únicamente la Casa del Espíritu, con ventanas abiertas a todas
las orientaciones de la Cultura del país. Quien ha querido aprender o tenido un mensaje
que decir, ha encontrado abiertas las puertas de la Institución.

Este apostolado de cultura ha suscitado una reacción de simpatía y de confianza de


parte de los Poderes Públicos. Así se explica que los Cabildos de Quito y Guayaquil y
últimamente los de Loja y Ambato, hicieran donación a la Casa de la Cultura de sitios
apropiados y costosos, para construcción de sus edificios respectivos. Al cumplirse el
séptimo año de la fundación de la Casa de la Cultura, el Congreso de la República aprobó
un acuerdo de felicitación, con los considerando de «que dicha Institución que prestigia
al país ha contribuido a enaltecer el acervo científico, literario y artístico nacional» y
de «que la difusión de nuestra Cultura llevada a cabo por este organismo dentro y fuera
de la República ha afirmado el prestigio de nuestros valores en dos diversos ramos del
saber».

La Casa de la Cultura y el Patrimonio Artístico

La sección de Ciencias Histórico-Geográficas está compuesta de cuatro miembros


titulares, que representan a la Arqueología, a la Investigación Histórica, a la Historia
propiamente dicha y a la Geografía. La primera preocupación de la sección fue redactar
un Proyecto de Ley sobre Protección del Patrimonio Artístico, para someter al estudio y
aprobación de la Asamblea Nacional, reunida en el Congreso desde el 10 de agosto de
1944. Efectivamente ese Proyecto fue aceptado, estudiado y discutido en sesiones
sucesivas y aprobadas y publicadas como Decreto de Ley el 22 de febrero de 1945.

La Ley del Patrimonio Artístico comienza por concretar los objetos que se
consideran como tesoros artísticos y son: los objetos arqueológicos, ruinas de
fortificaciones, templos, conventos y otros edificios prehispánicos y coloniales (a. 1). Los
propietarios de esos objetos están en el deber de dar a conocer su existencia a la Casa de
la Cultura, a fin de que forrase el Inventario del Patrimonio Artístico (a. 2). La vigilancia
de la Casa de la Cultura no priva al propietario de su derecho sobre el objeto artístico;
pero controla la enajenación, traslado, reparación, restauración o modificación que se
pretendiera hacer del monumento histórico (as. 3, 5 y 6). Los Municipios y Organismos
Estatales no pueden autorizar la reparación de edificios comprendidos en el Patrimonio
Artístico, sin permiso previo de la Casa de la Cultura (a. 7). Se prohíbe la exportación de
objetos pertenecientes al Patrimonio Artístico Nacional (a. 10). La Casa de la Cultura
tiene la facultad de proceder a la restauración de las obras de Arte deterioradas y tomar
todas las medidas para evitar el posterior deterioro de las existentes (a. 11). «Ninguna
persona o entidad puede realizar en el Ecuador trabajos de excavación arqueológica o
paleontológica sin conocimiento de la Casa de la Cultura, la misma que puede
suspenderlas cuando crea que peligran objetos de valor artístico e histórico» (a. 13). La
Casa de la Cultura Ecuatoriana, de acuerdo con la Academia Nacional de Historia y las
Instituciones Indigenistas, debe levantar el Mapa Arqueológico Nacional y dar el apoyo
posible a quienes se dediquen a las investigaciones arqueológicas (a. 15). La Casa de la
Cultura está en el deber de organizar, por medio de expertos, la formación de Museos, y
enviar al Exterior becados que adquieran los conocimientos técnicos necesarios para la
mejor organización de cursos sobre cuidado y conservación de los Museos (a. 25).

En cumplimiento de estas disposiciones, la Casa de la Cultura ha hecho la


adquisición de colecciones privadas de objetos de arte para incrementar los tesoros del
Museo de Arte Colonial y ha organizado el Museo de Instrumentos Musicales, con la
valiosa colección de don Pedro Trasversari, que se exhibe en el mismo edificio de la Casa
Matriz.

La Ley de Patrimonio Artístico propendió también a la conservación de fiestas,


costumbres y tradiciones folklóricas, para incorporarlas al acervo de la Cultura
Ecuatoriana. Con este fin la Casa de la Cultura propició la fundación del Instituto de
Folklore. Al respecto, es de justicia mencionar la colaboración eficaz que ha prestado a
la Casa de la Cultura el Asesor del Instituto Ecuatoriano de Folklore, Paulo de Carvalho
Neto, cuyo Diccionario del Folklore Ecuatoriano, editó la Casa en 1964.

Finalmente el artículo 10 de la Ley del Patrimonio Artístico determina: «Ningún


objeto perteneciente al Patrimonio Artístico Nacional puede salir del país, excepto en los
casos en que se trate de Exposiciones o para otros fines de divulgación y en este caso, con
permiso del Presidente de la República, previo informe técnico de la Casa de la Cultura».

Previo cumplimiento de esta ley se han verificado Exposiciones de Arte Ecuatoriano


en Montevideo (1953), Buenos Aires (1956), Lima (1959) y en algunas ciudades de
España (1965).

Economía de la Casa de la Cultura

El artículo 11 del Decreto de fundación de la Casa de la Cultura decía


textualmente: «Como fondos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana se asignan el 20 % del
producto ya recaudado y del que se recaudaría en lo sucesivo del impuesto de tres cuartos
por ciento ad valorem sobre las exportaciones que se hicieren del Ecuador, creado en el
artículo 89 del Decreto n.º 1755 del 11 de noviembre de 1943, y el manto actual y el que
en lo sucesivo se señalare en las partidas respectivas del presupuesto del Estado para el
sostenimiento de la Biblioteca Nacional y del Museo y del Archivo Nacionales». Por el
artículo 7.º se adscribía a la Casa de la Cultura Ecuatoriana la Biblioteca Nacional y el
Museo y Archivo Nacionales.

El fondo inicial con que fue creada la Institución era de 568627,4 sucres. La
recaudación en los dos primeros años ascendió a más del millón y medro anuales. De
1945 a 1949 pasó de dos millones y medio. A partir de 1950 subió a cuatro millones y
medio anuales. En 1953, en virtud de un Decreto Ley de Emergencia del 11 de julio del
52, se señaló a la Casa de la Cultura el 3,42 % para fondos de operación y el 1,46 % de
Capital, del cual se asignaba el 40 % para el Núcleo del Guayas, el 40 % para el Núcleo
del Azuay y el 20 % para la Matriz. Del fondo de Operación se debía asignar a los demás
núcleos. La asignación provenía de la recaudación por impuestos arancelarios aduaneros.

La nitidez de la administración de los fondos ha estado garantizada por el examen


anual de la Contraloría del Estado. En setiembre de 1951 la Junta General acordó la
creación de una oficina Interventora propia, que vigilara la marcha administrativa,
examinando los ingresos e inversiones, coordinando los gastos dentro de un plan de
conjunto, distribuyendo los fondos de acuerdo con el interés de las obras y, en general,
asesorando a la Tesorería.

La honradez administrativa, puesta a servicio de la cultura nacional, explica la


amplitud de labor realizada por la Casa de la Cultura en beneficio del país.

Como obras permanentes se deben destacar La Editorial de Quito, en que se editan


de ordinario los libros de autores nacionales y extranjeros, revistas especializadas y
catálogos de Exposiciones y Programas de Actos de Cultura: la Radioemisora con un
Boletín mensual que consulta programas culturales, educativos y artísticos,
radiodifundidos en la mañana, a mediodía y por la noche: la Biblioteca General con
libros modernos al alcance del público lector, con la Exposición permanente del Libro
Ecuatoriano; el Museo Etno-Organográfico, con más de mil instrumentos musicales,
único en su género por la selección y número de ejemplares y por fin el patrocinio a
Exposiciones, Congresos, Conciertos y Conferencias de nacionales y extranjeros.
Mención especial merece el Coro de la Casa de la Cultura, que se ha prestigiado dentro y
fuera del país.

Los Núcleos del Guayas y el Azuay se adelantaron a la Casa Matriz en las


construcciones necesarias para la promoción de la cultura regional. La Casa del Núcleo
del Azuay inauguró sus servicios en 1957 con motivo del cuarto centenario de la
fundación de la ciudad de Cuenca, en donde se llevó a cabo el Congreso del Instituto
Panamericano de Historia y Geografía. La Casa Matriz confiaba en tener su edificio
definitivo con ocasión de la Undécima Conferencia Interamericana. Con el objeto de
contar con una edificación moderna y funcional, promovió un concurso de proyectos, en
que salió triunfador el del ingeniero señor René Denis. La celebración del vigésimo
aniversario de la fundación de la Casa de la Cultura ha puesto en marcha el viejo anhelo
de la Matriz. En el acto solemne de conmemoración, la Junta Militar de Gobierno, en
gesto digno de encomio, asignó la cantidad de cuatro millones de sucres, para que se
llevase a cabo la construcción del edificio, que ha reiniciado ya sus trabajos. En no lejano
día la Casa Matriz tendrá su casa propia y definitiva, para servicio de la cultura del país.

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