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o Introducción
o Capítulo I
o Primeras manifestaciones de realce cultural
La Primera Generación de Quito
Colegio de San Juan Evangelista
El Colegio de San Andrés
Profesorado y Alumnado
Reorganización del Colegio en 1568
Fin del Colegio
o Capítulo II
o Situación histórico-social de Quito en la segunda mitad del siglo XVI
Organización social
Instrucción Pública
Vida de Cabildo
Organización Eclesiástica
La vida religiosa
Las Alcabalas
o Capítulo III
o Las artes en el siglo XVI
Arquitectura
Orfebrería
Imaginería
Diego de Robles
Luis de Ribera
Fray Pedro Bedón
o Capítulo IV
o La instrucción pública durante el siglo XVII
Hacia los estudios universitarios
Universidad de San Fulgencio
Los Jesuitas en la enseñanza pública
La Instrucción Pública en las demás ciudades de la Audiencia
Materias y Textos de enseñanza
o Capítulo V
o La oratoria sagrada en el siglo XVII
o Capítulo VI
o Manifestaciones artísticas, literarias y sociales
Festejos por la canonización de San Raimundo
Festejos por el nacimiento de Felipe IV
La fiesta de Corpus
Los funerales de la reina Margarita de Austria
La colección de obras de arte del presidente Morga
Escritos literarios
Itinerario para párrocos de Indias
El excelentísimo señor fray Gaspar de Villarroel
La obra de Machado de Chaves
Los padres José de Maldonado y Álvarez de Paz
o Capítulo VII
o Las artes en el siglo XVII
I.- Arquitectura
Monasterios y recoletas
La obra de fray Antonio Rodríguez
Construcciones Dominicanas
Guápulo
El hermano Marcos Guerra
El Carmen antiguo
La construcción de San Agustín
o Capítulo VIII
o Las artes en el siglo XVII
II.- Escultura
o Capítulo IX
o Las artes en el siglo XVII
III.- Pintura
Hernando de la Cruz
Miguel de Santiago
Nicolás Javier Goríbar
o Capítulo X
o El colegio de San Fernando y la Universidad de Santo Tomás
I.- Los estudios en la Orden Dominicana
II.- Los Dominicos aspiran a fundar Universidad en Quito
III.- Proceso de la fundación del Colegio de San Fernando y
Universidad de Santo Tomás
IV.- Instalación del Colegio
V.- Biblioteca y enseres del Colegio
VI.- Organización de los estudios
VII.- Los fundadores del Colegio y Universidad
VIII.- Profesorado y estudiantado
IX.- Método de Enseñanza
X.- Textos manuscritos
XI.- Los graduados
Los estudios en San Francisco
o Capítulo XI
o El colegio de San Luis y la Universidad de San Gregorio en el siglo
XVIII
La enseñanza en las ciudades de la Audiencia
o Capítulo XII
o Contribución ecuatoriana a los estudios científicos
-I–
La ciencia antes de la venida de los Geodésicos
- II -
La misión geodésica de Francia con Quito
- III -
Contribución ecuatoriana a la misión geodésica
- IV -
Pedro Franco Dávila y el Museo de Historia Natural de Madrid
-V-
Contribución ecuatoriana de la obra de Mutis
- VI -
Caldas y Humboldt en el Ecuador
- VII -
Mejía y el padre Solano
García Moreno y las primera Politécnica
El Ecuador visto por los extranjeros
o Capítulo XIII
o Nuevos aspectos de cultura
La primera imprenta en la Audiencia de Quito
Aporte cultural de los Jesuitas desterrados
o Capítulo XIV
o La enseñanza después de la expulsión de los Jesuitas
La nueva Universidad de Santo Tomás
Ambiente cultural de Quito en el último decenio del siglo XVIII
Las ideas en la organización de los estudios
La Enseñanza Superior en los últimos años de la Colonia
Los Colegios de San Fernando y de San Luis
o Capítulo XV
o La instrucción pública durante la República
La obra educativa de García Moreno
La enseñanza después de García Moreno
La enseñanza desde el Gobierno del general Alfaro
Ojeada general de la Instrucción Pública después de 1916
o Capítulo XVI
o Las Bellas Artes durante el siglo XVIII
I.- Arquitectura
Fachada de la Compañía
La Sala Capitular de San Agustín
El Carmen Moderno
Capilla del Hospital
El Hospicio
El Tejar
Camarín del Rosario
Iglesia de El Belén
Urbanismo Quiteño Colonial
o Capítulo XVII
o Las Bellas Artes en el siglo XVIII
II.- Escultura
Retablos
Bernardo de Legarda
Caspicara
Platería
o Capítulo XVIII
o Las Bellas Artes en el siglo XVIII
o III.- Pintura
Pintores quiteños en la Flora de Bogotá
Bernardo Rodríguez
Manuel Samaniego y Jaramillo
o Capítulo XIX
o Las Bellas Artes durante la república
o Capítulo XX
o El Arte ecuatoriano en el siglo XX
La interpretación del paisaje ecuatoriano
La pintura ecuatoriana y su función social
La crisis del arte religioso
Individualidad y evolución
Representantes de la escultura
Estímulos y crítica
Museos y colecciones
o Capítulo XXI
o Historiografía ecuatoriana
Primeros protagonistas
Escenario - Toponimia - Lengua
Crisol de Ecuatorianidad
Actas de las Cabildos
Relaciones geográficas
Compendio historial del estado de los indios del Perú
Descripción y Relación del Estado Eclesiástico del Obispado de
San Francisco de Quito, por Diego Rodríguez Docampo, clérigo.
Año de 1650
El padre Pedro Mercado y su Historia de la Provincia del Nuevo
Reino y Quito de la Compañía de Jesús
La Historia del padre Juan de Velasco
Pedro Fermín Cevallos
Federico González Suárez
La Academia Nacional de Historia
Jacinto Jijón y Caamaño
Nuevos Investigadores
Historias con criterio de Partido
La enseñanza de la Historia
Aportes Monográficos
Fuentes documentales para la Historia del Ecuador
Revisión de la Historia Ecuatoriana
o Capítulo XXIII
o La Casa de la Cultura ecuatoriana
La Casa de la Cultura y el Patrimonio Artístico
Economía de la Casa de la Cultura
Historia de la Cultura del Ecuador
Introducción
Hace muchos años me dejé impresionar por la lectura de las Reflexiones sobre la
Historia del Mundo de Jacob Burckhardt. En su afán de comprender la realidad histórica,
insinuaba el estudio de la Religión, la Cultura y la Política, tres factores principales, cuya
eficiencia y mutuas relaciones, permitían adivinar las causas secretas que determinan el
proceso y cambio de la Historia. El mismo Burckhardt aplicó este criterio a su Historia
del Renacimiento Italiano.
Desde entonces acá se han aumentado los puntos de vista para abarcar la realidad
histórica, se han utilizado nuevos métodos de interpretación, se ha organizado una
historiología. Sobre todo, se ha impuesto el término Cultura, como el más adecuado para
traducir el proceso de la Historia, tanto que hoy en día la llamada Historia Universal se
ha convertido en Historia de la Cultura. ¿Cuál es, en este caso, el significado de la palabra
Cultura? Un sentido, de origen germano, entiende como el conjunto de individuos que a
lo largo del tiempo, en un espacio determinado, han poseído una misma concepción de la
vida. Historia de la Cultura sería, según esto, el proceso histórico de un pueblo, juzgado
por sus creaciones espirituales. Otro sentido, de origen francés, entiende por cultura el
conjunto de hechos de un pueblo, que pueden ser comprendidos por el historiador en
testimonios, es decir, en hechos presentes significativos. Como es fácil comprender, estos
dos sentidos se interfieren y completan. La Cultura histórica de un pueblo implica su
cultura espiritual reflejada en la objetividad de los hechos humanos.
Juan Griego fue el primer maestro que enseñó a leer y a escribir a criollos y mestizos,
a costa de los padres de familia. Como su gentilicio lo indica, fue originario de Grecia.
Se estableció en Quito a raíz de la conquista. Asentó plaza de mercader y se comprometió
a enseñar las primeras letras. Más tarde, para sacarlo de Quito, se le acusó de haber
intervenido en la rebelión de Gonzalo Pizarro. En su defensa pudo alegar el testimonio de
fray Jodoco Ricke, fray Pedro Gocial y de algunos de sus discípulos. Estos manifestaron
que su maestro les adiestró en lectura y escritura en la Catedral, que a falta de sitio
adecuado, sirvió de iglesia y de escuela.
Con la venida del ilustrísimo señor Díaz Arias a Quito se sintió la necesidad de una
casa de escuela aparte.
Reclamado el local por el Obispo y de acuerdo con él, se hicieron cargo de la
enseñanza los padres de San Francisco, desde 1551. De la etapa inicial de esta nueva
docencia hay un testimonio de Alonso Trelles, funcionario real que pasó por Quito en
enero de 1552, que dice: «La instrucción y doctrina de los naturales de esta tierra he visto
que se hace muy bien mediante el cuidado que el Obispo y los Religiosos de la Orden de
san Francisco que en esta Provincia residen se pone [...] Es la doctrina en la iglesia y
monasterio y en los pueblos principales de indios hay frailes que con gran voluntad y
buen ejemplo entienden en esto. El postrero día de Pascua de Navidad que ahora pasó vi
bautizar en el Monasterio de San Francisco cien muchachos poco más o menos; todos
ellos saben muy bien la doctrina cristiana y hay otros muchos que saben leer y escribir y
según sus principios y el buen entendimiento que la gente de esta tierra tiene, se cree que
han de aprovechar mucho, como haya perseverancia con el cuidado y diligencia que al
presente».
Del texto de este dato hay que subrayar el aprecio de la capacidad mental que
demostraba esta primera generación de quiteños. A esta sazón vino como custodio del
Convento de San Francisco, el padre Francisco de Morales, espíritu organizador que
fundó el primer centro de enseñanza, con el nombre de Colegio de San Juan Evangelista.
Después de cinco años de funcionamiento de este plantel, el padre Morales levantó una
información, el 3 de julio de 1557, ante el gobernador Gil Ramírez Dávalos, con el objeto
de obtener una ayuda económica para continuar la obra de la educación de la niñez
quiteña. De la respuesta que dieron los testigos, se deducen los detalles de la organización
de este primer Colegio.
Estaba destinado de preferencia a los naturales, luego a los pobres mestizos y
españoles huérfanos, «o de otra cualquiera generación que sean». Los profesores eran de
ordinario dos religiosos que enseñaban, respectivamente, el arte de la gramática y el arte
de canto llano y órgano y a leer y a escribir a todos los alumnos. La enseñanza era gratuita.
Aparte de este alumnado, había en Quito muchos hijos de españoles que habían quedado
huérfanos, a los cuales se podía dar educación si la autoridad civil ayudaba a la economía
del plantel.
Desde el principio esta iniciativa franciscana halló la voz de aliento tanto del Virrey
como del Obispo. Fray Francisco de Morales escribió al respecto a Carlos V, el 13 de
enero de 1552: «para hacer esto tenemos, por la gracia de Nuestro Señor y diligencia de
Vuestra Alteza, todo el favor acá posible con el virrey don Antonio de Mendoza y con el
Obispo de Quito, el cual, como verdadero Obispo, en persona cada fiesta doctrina los
indios cuyo pastor es, y en todo lo demás que a su oficio toca, ninguno pudiéramos desear,
ni más cuidadoso ni más religioso». Cosa de seis años duró el Colegio de San Juan
Evangelista merced al heroico esfuerzo de los padres franciscanos. Pero la obra no podía
continuar sin respaldo económico. El padre Morales, durante su custodianía, pudo darse
cuenta de que aumentaban los alumnos con el proceso de los grados y crecían los gastos
de parte de la Comunidad.
Uno de los testigos afirmó que los religiosos tenían que imponerse privaciones para
poder sostener el Colegio.
La información de julio de 1557 era un reconocimiento de la labor realizada y un
reclamo de ayuda para continuar la obra. Debió verificarse esta probanza de común
acuerdo entre el padre Morarles y Gil Ramírez Dávalos. Era el requisito legal para
justificar las inversiones del tesoro real. Antes de ausentarse de Quito, procuró el padre
Morales dejar asegurada la vida del Colegio por él fundado, al iniciar el gobierno de la
Custodianía franciscana de Quito.
La última etapa del Colegio duró trece años. Desde 1551 a 1581 habían transcurrido
tres decenios en que los padres de San Francisco sostuvieron el plantel a costa de labor
heroica. La ayuda de las cajas reales era escasa y dependía de la voluntad no siempre
favorable de los funcionarios. A la escasez económica se sumó la actitud de los Obispos,
que reclamaban la asistencia de los indios a la iglesia Catedral y el reemplazo en las
Doctrinas de los padres Franciscanos con elementos del clero secular. Además, a partir
de 1568, el obispo de la Peña había distribuido las parroquias y doctrinas de la Diócesis
de Quito, señalando a los Franciscanos treinta y siete en el callejón interandino. Este
servicio religioso requería personal que naturalmente debía salir del Convento Máximo.
Quizá se deba a esto la resolución de los Comisarios de deshacerse de la obligación del
Colegio que demandaba personal estable en Quito.
Se explica de este modo el alcance de la siguiente carta escrita el 28 de febrero de
1581 a Felipe II por el licenciado Diego de Ortegón. «En el Convento de San Francisco
de esta ciudad estaba fundado un Colegio de indios por orden y mandato de Vuestra
Majestad, en que eran enseñados a leer, escribir, cantar y tañer y otras buenas artes,
doctrina y policía y los frailes de San Francisco lo han dexado agora en estos días por
causas y motivos que para ello tuvieron. Y porque tan buena obra no cese esta Audiencia
lo encargó a los religiosos de la Orden de San Agustín de esta ciudad, los cuales la
aceptaron y tomaron a su cargo y la posesión de él, por estar más desocupados que los de
San Francisco ni otra Orden. Halo contradicho el Obispo pidiendo se pasase este Colegio
a la iglesia mayor de esta ciudad y pretende ocurrir a suplicarlo a Vuestra Majestad.
Vuestra Majestad será servido mandar se deniegue al Obispo esta su pretensión y se
confirme lo hecho por la Audiencia; porque de tener este Colegio a cargo de los religiosos
que está dicho se esperan muchos buenos frutos como se ve y se ha visto en las doctrinas
de naturales que tienen a cargo los religiosos y la falta que hay en la de los clérigos y lo
mismo habría en lo del Colegio si clérigos lo tuvieran a su cargo».
El traspaso del Colegio de San Francisco a San Agustín, no tuvo más alcance que el
cambio de asignación de ayuda de parte de las cajas reales. La entrega se hizo por
inventario, en que no constaban sino tres chirimías, cinco cartapacios de música con
motetes del maestro sevillano. Francisco Guerrero, ocho cartapacios de manuscritos,
nueve vestidos de bayeta para danzas y una caja de libros de romance y cartillas para
niños.
La falta de documentos no permite apreciar la labor docente de los padres Agustinos
en el Colegio, que de hecho no tuvo continuidad. Al contrario los padres de San Francisco
prosiguieron en dar cabida en su convento a los indios que a él acudían como a hogar de
confianza, por haber recibido ahí su educación primera y por tener ahí organizadas sus
cofradías y entierros. Todavía en 1582 el padre Luis Martínez y en 1585 el padre Juan de
Alcocer representaban al Rey el interés que el Convento de San Francisco ponía en
instruir a los indios, que no se resignaban a abandonar a padres que los habían formado a
costa de tanto sacrificio.
La realidad en el fondo fue que después de dos generaciones había cambiado el
ambiente de la vida pública. La personalidad enérgica del señor de la Peña organizó la
administración de la Diócesis, de acuerdo con las normas del Concilio de Trento. La
creación de la Audiencia limitó muchas atribuciones al Cabildo y representó de cerca la
autoridad del Rey. Comenzó a tomarse conciencia del sentido de nacionalidad, con el
elemento étnico fusionado, merced a la educación que había proporcionado el Colegio de
San Andrés. La acción benéfica de los padres de San Francisco debía hacerse presente en
adelante en la administración de las doctrinas, donde pudieron continuar aunque en menor
escala, su labor de rehabilitación del indio.
Capítulo II
Organización social
En las actas del Cabildo del 7 de junio de 1549, constan veinte y siete
encomenderos que recibían tributo de los indios. En la información de 1577 el número
asciende a treinta y nueve. De estas encomiendas, once habían pasado a los hijos de los
conquistadores; cinco, a través de las viudas, al nuevo marido de éstas; nueve gozaban
sus encomenderos por dos vidas; las demás habían sido concedidas posteriormente. El
territorio de estos repartimientos estaba comprendido entre Tulcán al norte y Tixán al sur.
El número de indios tributarios, con edad de dieciocho a cincuenta años, era de cincuenta
mil; el total, contando mujeres, niños y viejos, ascendía a doscientos mil. Los tributos,
tanto en dinero como en especies, se pagaban semestralmente, el 24 de junio y el 25 de
diciembre. Eran las fechas en que se proveían con abundancia el mercado y el comercio
y se abarataba la vida.
Había en «la ciudad y distrito de la Real Audiencia dos mil mestizos y mestizas,
hijos de españoles e indias de todas edades. Era gente belicosa, ligeros, fuertes e
ingeniosos y por la mayor parte diestros en las armas y a caballo, a cuyo ejercicio eran
muy inclinados y hacendosos; porque por la mayor parte tomaban lo bueno de los padres.
Estaban casadas muchas con españoles y probaban bien en el matrimonio. Otras estaban
perdidas por no tener abrigo de padres ni deudos por haberse muerto en las conquistas y
batallas pasadas».
Instrucción Pública
Fray Juan Cabezas de los Reyes, en la probanza de 1568, atestiguó que las familias
españolas acomodadas pagaban doce pesos anuales a maestros que instruían
privadamente a sus respectivos hijos.
Vida de Cabildo
El día de Año Nuevo los Regidores, propietarios por merced del Rey, acudían a la
catedral a oír la misa del Espíritu Santo. Luego se dirigían a la casa del Cabildo para
proceder a la elección de dignatarios, con asistencia del Corregidor o Justicia Mayor.
Mediante votos libres elegían dos alcaldes, que después de prestar el juramento recibían
la vara de justicia para ejercer sus oficios. De inmediato se pasaba a elegir al Procurador
o Mayordomo de la ciudad y a los tenedores de los bienes de difuntos.
Los Regidores eran nueve. De ellos se turnaban cada tres meses de dos en dos a
ejercer el oficio de diputados y fieles ejecutores. Los demás desempeñaban los cargos de
alguacil mayor, dos de alguaciles menores, un alcalde de cárcel pública, un tesorero y
contador con voto en el Cabildo.
Asimismo, el Cabildo tuvo cuenta de vigilar los ejidos para defensa de sus
mojones; de impedir la tala de los montes destinados a provisión de leña; de obligar a
empedrar las calles y conservarlas con aseo; de controlar la edificación de las casas; de
imponer los aranceles para las obras de artesanía; de exigir contrato previo para el trabajo
de servicio doméstico y en los campos.
Para establecer este capítulo de ordenanzas hubo de preceder la práctica vivida
por el Cabildo. Este costumbrismo, formulado como ley y aprobado en primera instancia
por la Audiencia, recibió por fin la sanción de Felipe II.
Organización Eclesiástica
Desde la segunda mitad del siglo XVI comienzan a figurar religiosos nativos de
Quito, que integraban el personal con que contaban Franciscanos, Dominicos y
Mercedarios. El número de criollos fue creciendo tanto, que al concluir el siglo se
estableció la ley de la alternativa, como una respuesta de la Iglesia a los derechos que por
igual tenían los religiosos venidos de España y los nacidos en suelo americano.
El primer Concilio Provincial de Lima ordenó que todo cura doctrinero aprendiese
el quichua para poder atender con eficacia a sus indios feligreses. Igual disposición
formuló para la Diócesis de Quito el Sínodo de 1570, dirigido por el ilustrísimo señor de
la Peña. Para convertir en realidad esta orden, la Audiencia creó la cátedra de quichua, a
cargo de los padres dominicos. Esta creación fue confirmada por Felipe II, mediante
cédula del 16 de setiembre de 1586. La enseñanza estuvo desempeñada sucesivamente
por los padres Hilario Pacheco, Pedro Bedón y Domingo de Santa María, quienes
extendieron comprobante de suficiencia a los curas destinados al servicio doctrinero. Por
texto de aprendizaje se adoptó la Gramática de fray Domingo de Santo Tomás.
De este espíritu de apostolado se hizo eco la Orden Dominicana. En el Capítulo
Provincial celebrado en Quito en 1598 se legisló lo siguiente: «Ordenamos que ningún
religioso, que no sepa la lengua de los indios o no sea apto para administrarles los
sacramentos, sea encargado de las Doctrinas de los indios y pedimos encarecidamente a
nuestro Padre Provincial que en ningún caso conceda la Dispensa». Alentador espiritual
de este Capítulo fue el padre Pedro Bedón, quien, para facilitar el cumplimiento de esta
orden capitular, consiguió licencia para hacer imprimir un libro suyo intitulado: Modo de
promulgar el Evangelio a los Indios de estos Reinos e Instrucción para la Administración
de los Sacramentos a los naturales de este Nuevo Mundo.
Los religiosos doctrineros eran elegidos del personal español y criollo que
componían la Provincia. Uno de ellos, el presentado fray Gregorio García, que vino a
Quito en 1587, fue destinado a la Doctrina de los Paltas, en la Provincia de Loja. Ahí
permaneció nueve años después de los cuales regresó a España, recorriendo antes el
territorio de Méjico. Del tiempo libre aprovechó para documentarse sobre los libros que
editó más tarde en la Madre Patria. El uno se intitula Origen de los Indios en el Nuevo
Mundo e Indias Occidentales, y el otro Predicación del Evangelio en el Nuevo Mundo,
viviendo los Apóstoles. En ambos hace alusiones concretas al tiempo que sirvió de
Doctrinero y a las observaciones que hizo en su estadía en Quito y entre los indios paltas.
También atestigua el uso práctico que se dio, para el aprendizaje del quichua, a
la Gramática de fray Domingo de Santo Tomá. Reflejo claro de este apostolado doctrinero
fue también el libro Compendio historial del estado de los Indios del Perú, compuesto por
el Maestre Escuela de Quito, Lope de Atienza. Debió ser escrito antes de 1575, pues está
dedicado a Don Juan de Ovando que murió precisamente en ese año. La obra se refiere a
las costumbres de los indios de la Diócesis de Quito y al método de evangelizarlos con
provecho.
Las Alcabalas
La rebelión quiteña, con motivo de las alcabalas, sacó a lucir los conocimientos
teológico-jurídicos de los religiosos establecidos en Quito. Producido el movimiento, el
Cabildo de Quito se solidarizó con la causa del pueblo. La Audiencia, en salvaguarda de
la autoridad, procuró la venida del General Pedro de Arana para imponer las alcabalas y
castigar al pueblo. El Cabildo recurrió al parecer de los teólogos y juristas para respaldar
su actuación en principios de derecho. El padre jesuita Diego de Torres y el dominico
Domingo de los Reyes expusieron su criterio en el sentido de justificar llanamente el
ingreso de Arana sobre Quito, sin que le asistiese al pueblo más derecho que sufrir con
paciencia la realidad que le sobreviniere.
Las conclusiones a que llegó el padre Bedón fueron las siguientes: «1.ª, no fue
acto virtuoso ni lícito enviar a pedir gente armada para castigar los que en orden de
alcabalas habían dilinquido, ni menos para entablar las alcabalas; 2.ª, no era lícito poner
por fuerza las alcabalas: no quería decir con esto que las alcabalas eran ilícitas siendo
moderadas, sino que se debían imponer con suavidad y no con violencia; 3.ª, aunque
según ley natural pudiera el pueblo defenderse si no tuviese fácil recurso al Rey, de un
Presidente o Juez injusto que apurase su gobierno con armas; sin embargo, si de la defensa
se siguieren mayores inconvenientes, lo aconsejado sería soportar el castigo, dejando al
Juez la responsabilidad de los sucesos».
El padre Bedón en las pruebas de sus conclusiones cita a Santo Tomás en la Suma,
las Sentencias y loas Opúsculos; a Domingo Bañes, el Maestro Orellana y Cayetano en
los Comentarios a Santo Tomás; a Francisco de Vitoria en su relación De Bello y a
Domingo Soto en su tratado De Justicia et Jure.
Veinte años antes, el padre franciscano fray Juan Cabezas de los Reyes había
predicado una serie de sermones en la Semana Santa de 1568. En esas pláticas al pueblo
sostuvo algunas proposiciones que desconcertaron el buen sentido cristiano de los fieles.
A pedido de ellos hubo de intervenir el prior de dominicos fray Domingo Valdés para
exponer, en la vigilia de la Ascensión, la doctrina verdadera sobre el pecador, la gracia y
la oración. El celo pastoral del ilustrísimo señor de la Peña tomó a serio el asunto y obligó
a discutir la ortodoxia de los principios dogmáticos sostenidos por el predicador
franciscano. En esta ocasión se puso de manifiesto la preparación teológica de
franciscanos y dominicos, que representaban a las Escuelas, respectivamente, de Escoto
y Santo Tomás. El padre Cabezas de los Reyes se vio obligado a consignar por escrito los
principios que había sostenido para someterlos al tribunal de la Inquisición. El asunto
terminó con la fuga a México del predicador franciscano, con quien, desde luego, no se
solidarizaron sus hermanos de hábito.
Capítulo III
Arquitectura
Durante el siglo XVI el factor religioso se impuso en Quito a los demás factores que
componen la totalidad de la vida histórica. A servicio de la Religión pusieron sus recursos
el Estado y la Cultura. Mientras la Audiencia carecía de un palacio y el Cabildo
funcionaba en una casa municipal modesta, se erigían la iglesia y el convento de San
Francisco sobre atrio monumental, se levantaba la catedral con aire de magnificencia y
Santo Domingo y San Agustín emplazaban sus templos y conventos con proyecciones de
grandeza. Para la construcción de la catedral contribuyeron, en iguales proporciones, el
Rey, los españoles y los indios. Las construcciones conventuales, en cambio, se llevaban
a cabo con donativos y la limosna del pueblo.
La economía en el siglo XVI se fundamentó principalmente en los tributos de las
encomiendas y la explotación minera de Santa Bárbara, Zamora, Zaruma y Popayán, que
dependían de la Audiencia de Quito. Gran parte de la riqueza convergió a los templos,
donde las personas acomodadas costearon los retablos y erigieron.
Sus criptas para entierros familiares. Los Pizarro costearon la capilla de San Juan de
Letrán en la Merced; Rodrigo de Salazar tomó por su cuenta la construcción de la Capilla
de Santa Marta en San Francisco; en la catedral, Ana de Castañeda se hizo cargo del culto
de Santa Ana; Rodrigo Núñez de Bonilla erigió un retablo a la Inmaculada; Alonso
Dorado levantó un altar en honor de San José y el Cabildo construyó los retablos de San
Jerónimo y de San Pedro.
Quito asumió desde el principio un aspecto monumental. La configuración
geográfica del suelo determinó el emplazamiento de los bloques de construcción sobre
planos diferentes y la diversa proyección de las fachadas. Mientras San Francisco veía
desde su atrio levantarse el sol, Santo Domingo gozaba del espectáculo del sol poniente,
la Catedral orientaba su perspectiva al norte y San Agustín dirigía al sur el frontispicio de
su templo. El desnivel del suelo obligó también a la construcción de atrios para dar planta
horizontal a las dependencias conventuales. Para estas abras se tuvo a la mano la
inagotable cantera del Pichincha, que proporcionó piedras de color gris que fueron
asumiendo con el tiempo la pátina de austera nobleza.
El conjunto de construcciones hubo de caracterizarse por la envoltura de colinas que
limitaban el horizonte. No hubo sector de la ciudad que no tuviese la visión panorámica
de un monte familiar. La altura de 2800 metros permitía gozar de la limpidez de un cielo
azul, por cuyo centro caminaba el sol ecuatorial, sin deslumbrar con la caricia de su luz.
Ya el relator anónimo, de 1573 conjugaba los conceptos de campo, clima y paisaje,
cuando describía: «La tierra no es estéril, antes abundosa y fértil. [...] La tierra es sana,
los hombres comúnmente viven más que en España. [...] El temple de la ciudad es antes
frío que caliente. [...] El cielo es claro y sereno y el sol sale y se pone con mucha alegría
y nunca está cubierto de nublados, sino cuando llueve o quiere llover».
La arquitectura conjuga a la vez una idea espiritual y un fin práctico y refleja, tanto
el carácter colectivo como las inquietudes de una época histórica. El templo es la casa de
Dios y del pueblo destinada al culto. La capacidad espacial depende del número de fieles
para quienes de ordinario se destina. Los templos quiteños del siglo XVI fueron
planificados sobre planta de cruz latina, con tres naves, presbiterio y coro. De ellos el de
San Francisco es el que más ha conservado su estructura primitiva. Situado a la mitad del
atrio, el frontispicio se destaca a través del abanico de gradería que desciende a la plaza.
En función del culto, la arquitectura reclamó el concurso de la escultura para cubrir
con retablos el vuelo del presbiterio y los muros de las naves laterales, que respondía en
el fondo a los arcos de la nave central. El espíritu del barroco presidió el modelado de
columnas y molduras, en tanto que la sensibilidad islámica tejió en el artesonado su red
de lacería, combinada con rosetones. Fue la convergencia de corrientes estilísticas que
reflejaban el mestizaje etnográfico y cultural que comenzó a verificarse desde la
fundación de la ciudad.
Un ideal teológico dio el compás a la estructura del retablo mayor. A base del zócalo
se labraron a los lados en relieve las representaciones de los evangelistas, sobre cuyo
fundamento se levantaron las columnas para sostener en alto las virtudes en imágenes
simbólicas. El retablo culminaba al centro con la figuración de la Trinidad en el episodio
del Bautismo de Cristo. De este modo la escultura entró en función del culto religioso.
Los altares de las naves sirvieron a la imaginería de los santos y advocaciones familiares
de la orden franciscana.
La primera descripción del templo se debió al padre Fernando de Cozar, que firmada
en noviembre de 1647, sirvió al padre Córdova Salinas para su crónica franciscana del
Perú. Ahí se dice textualmente: «Su fábrica se dilata hermosa en tres naves, tan
desahogadas las capillas, que se les puede leer de lejos el adorno, sin fatigar la vista. La
nave del medio es muy alta, cubierta de lazo mosaico de incorruptible cedro a manera de
bóveda hecha una ascua de oro.
La iglesia corre de follaje labrado en cedro con ocho retablos dorados en sus pilastras,
que la ciñen en redondo. Las capillas por banda añaden belleza con sus bóvedas,
guarnecidas con molduras de ladrillo que rematan en las naves con claraboyas o linternas,
por donde introducida la luz entre a ilustrar los retablos dorados, y con primoroso arte las
adornan. El crucero, que se estima por de mejor garbo de cuantos el Perú contiene, es de
cuatro arcos torales, fabricados sobre cuatro pilares, la cubierta del mismo lazo que la
iglesia. Cíñenle alrededor muchos santos de media talla sobre curiosas molduras.
Acompáñanle por los dos lados dos grandes capillas, la una en que se venera y admira un
riquísimo relicario de innumerables reliquias. [...] El retablo del altar mayor poblado de
estatuas, a imitación del Panteón de Roma, da vuelta a toda la capilla mayor en redondo,
todo de cedro: obra superior por la valentía del arte y escultura con que labraron escogidos
artífices».
¿Quiénes fueron estos escogidos artífices del templo franciscano? A la cabeza de la
construcción estuvo fray Jodoco Ricke, con su espíritu y energía de formación
renacentista. Bajo su dirección hizo de maestro de obra Jorge de la Cruz Mitima con su
hijo Francisco Morocho. En cuanto a los talladores de los retablos y artesanados, ellos
constituyeron ese grupo anónimo que trabajaban, satisfechos de servir a la fe colectiva e
interpretar los anhelos religiosos del ambiente. Los cedros robustos e incorruptibles
fueron modelándose en sus manos para convertirse en elementos estructurales de un altar,
en que debían mostrarse al culto las imágenes simbólicas de las verdades de la Fe cristiana
y de Cristo, la Virgen y los Santos. Para las generaciones del siglo XVI los retablos y
efigies estimulaban las prácticas piadosas: para nosotros constituyen un recuerdo del
pasado y principalmente un documento de arte religioso.
En la descripción de Córdova Salinas se mencionan también los diversos tramos del
convento y la portería. «Los claustros del convento son cuatro, el principal está fundado
sobre ciento y cuatro columnas de orden dórico, todas de cantería. El segundo carga sobre
cuarenta y cuatro pilares de cal y canto. El tercero sobre pilares de piedra y los altos de
cal y ladrillo. Y el cuarto (que está ahora en obra) con muchas buenas celdas. En medio
del claustro principal está una hermosísima pila de piedra mármol blanco, con tres bellas
copas, con tanta copia de agua, que arroja un penacho de siete cuartas en alto».
Factor eficiente de la construcción franciscana fue el impulso dado por fray Jodoco
y sus compañeros flamencos y hermanos de hábito. Hubo en San Francisco un espíritu de
familia, que dio aliento a la totalidad de la obra. No pasó lo mismo con la Catedral. La
comenzó el obispo Díaz Arias; el arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo llevó a cabo la
parte arquitectónica; la decoración y los altares se realizaron en tiempo del señor de la
Peña. El ilustrísimo señor Lizárraga refiere que el artesanado primitivo lo labró un
hermano lego dominico. La relación de 1573 dice simplemente: «La iglesia mayor está
de piedra, ladrillo y adobes cubierta de teja, curiosamente maderada, es templo espacioso
y bueno, de tres naves».
Simultánea a la labor constructiva de la iglesia franciscana, se desarrolló la
pedagogía práctica del Colegio de San Andrés. En el programa de enseñanza constaba la
formación de los alumnos para toda clase de artesanía. El arte de construir se insinuaba
con el ejemplo y el ejercicio. Las artes manuales se desarrollaron con las exigencias del
culto religioso. Al principio el apostolado tenía que atender a la vez a los indios y
españoles: labor de catequesis y organización de culto. El resultado fue la formación de
las artes plásticas y la exteriorización de la fe religiosa en imágenes y ceremonias de
ingenuo dramatismo, que interesaban a la par a los neófitos y a los conquistadores.
Una artesanía que sirvió al mismo tiempo a los intereses religiosos y profanos fue el
de la platería y orfebrería. Los españoles hallaron entre los indios de la región de Quito
una tradición muy ahondada en el laboreo de los metales. El oro labrado con primor lucía
en los collares de chaquiras de las indias y en narigueras que se descubrían en las huatas.
El 12 de junio de 1541, Alonso de Orejuela y Martín de la Calle se presentaron al Cabildo
a reclamar patente de derecho sobre unas minas de plata que habían descubierto en la
zona de Tungurahua. Para comprobar la calidad del metal, el Cabildo, ordenó que lo
examinasen cuatro indios plateros y fundidores.
El primer platero español avecindado en Quito fue Luis García, cuya presencia
reclamó el Cabildo del 9 de julio de 1537, para que fundiese el oro y señalara los quintos
reales correspondientes al erario. En 1557 se aprovechó de la pericia de Juan Mosquera
Samaniego, para que determinara en Loja el oro correspondiente a los diezmos y al
noveno de impuesto. En octubre de 1559 se hizo mención del platero Leonis Delgado
quien trabajó cuatro cálices y patenas para el convento de San Francisco por el precio de
ciento veinte pesos oro de diez y nueve quilates y tres granos.
Diego de Robles
Luis de Ribera
¿Quiénes eran estos pintores españoles e indios, que trabajaron para las honras de
Felipe II? De entre los españoles, fue probablemente uno, Luis de Rivera, a quien ya
conocemos. Otro pudo ser fray Pedro Bedón, que se hallaba entonces de prior del
Convento de Quito y bajo cuya dirección se hallaban algunos pintores indios. En 1598 el
padre Bedón pasaba de los cuarenta. Había cursado sus estudios de Teología en Lima,
donde aprendió el arte de la pintura. Siguiendo a Meléndez se ha tenido por cierto que el
maestro del padre Bedón fue Mateo Pérez de Alesio. Se ha comprobado ya la
inconsistencia de este dato, por cuanto la presencia del pintor italiano en Lima fue
posterior a la estadía del padre Bedón en ella. Hoy se acepta, más bien, el influjo sobre
nuestro pintor del hermano jesuita Bernardo Bitti, que estuvo en Lima entre los años 1576
y 1585, con cuyas pinturas guardan semejanza las del padre Bedón41. De esta etapa de
aprendiz dice Meléndez que el joven sacerdote ocupaba el tiempo libre «en pintar cuadros
de Nuestro Señor y de su Madre Santísima y otros santos, que hacía con gran primor».
En 1586 volvió a Quito. Aquí alternó el tiempo entre la enseñanza y el apostolado,
sobre todo del Rosario. Como en Lima, organizó la cofradía y para la inscripción de sus
miembros abrió un libro, en cuya primera página diseñó el busto de una imagen, al estilo
de las de Bitti. Inscritos con su letra, entre los años 1588 y 1592, constan con el
calificativo de pintor, los nombres de Alonso de Chacha, Andrés Sánchez Gallque,
Antonio, Cristóbal Ñaupa, Felipe, Francisco Gocial, Francisco Guijal, Francisco
Vilcacho, Jerónimo Vilcacho, Juan José Vázquez y Sebastián Gualoto; los cuales
debieron trabajar a órdenes del corregidor Diego de Portugal, para el túmulo de las
exequias de Felipe II.
Entre éstos el más conocido es Andrés Sánchez Gallpe, con quien hizo pintar el oidor
Barrio de Sepúlveda el retrato de los negros de Esmeraldas, para enviarlo a Felipe III el
año de 1598. Sánchez Gallque era de los más fervorosos cofrades del Rosario y en unión
de otros indios costeó no pocas veces los gastos de la fiesta de Nuestra Señora. Entre 1591
y 1592 estuvo de paso en Quito el pintor italiano Ángel Medoro, quien pintó para el
Convento de Santo Domingo un blasón heráldico, sostenido por cuatro ángeles y para la
Concepción una Imagen de Nuestra Señora, ambas pinturas en telas de idéntica factura.
Fue a la segunda vez que el padre Bedón estuvo en relación con un pintor italiano, que
dejó huella en su manera de ejercitar el arte.
En 1593 el padre Bedón salió para Nueva Granada por motivo de las alcabalas, en
que había dado a conocer su pensamiento por escrito. Se estableció al principio en Bogotá,
donde distribuyó su actividad entre la enseñanza y la práctica de la pintura. Refiriéndose
al año de 1594, escribe el padre Alonso de Zamora: «Muy a principios del Provincialato
del reverendísimo padre maestro fray Pedro Mártir, tuvo esta Provincia y convento del
Rosario, la dicha, de que de la de Quito viniera el venerable padre maestro fray Pedro
Bedón, cuyas firmas se veneran en sus libros como reliquias. En ellos se hallan, como
Depositario en estos años, y en el Refectorio en el año de 1594, cuya pintura se debe a
sus manos. Con ellas manifestó las imágenes de diferentes pensamientos, el gran espíritu
y devoción que tenía a los santos. Siendo toda la pintura en las paredes de todo el
Refectorio y habiendo cien años que lo pintó, están hoy tan vivos los colores, que no sólo
admiran, sino que mueven a devoción, porque en todo imprimió la viveza de la que tenía
en el corazón. Estuvo también en la ciudad de Tunja, en que pintó algo de su Refectorio,
que hasta hoy permanece con grande ostentación y reverencia, rezando todos los días el
rosario a coros en su capilla, que empezó a fabricar y en todo resplandece la devoción
cordial, que tenía a la Virgen Santísima su venerable Fundador».
En Tonja debió apreciar las pinturas que hacía poco habían realizado ahí su maestro
y amigo, Ángel Medoro. En 1598 estuvo de vuelta en Quito, donde fue elegido de Prior
y como tal intervino en el Capítulo Provincial, celebrado ese mismo año en el mes de
septiembre. En la epístola preliminar a las actas se contiene la teoría del arte, tal como se
entendía a fines del siglo XVI en Quito. «Tres cosas son sumamente necesarias, para que
alguien pueda adquirir con perfección la ciencia de alguna cosa: el arte, el uso y la
imitación. El arte, para enseñar las reglas y principios; el uso para la práctica del ejercicio
y la imitación para poner ante la vista los modelos. Esta doctrina se pone en evidencia en
un pintor perito, el cual, para adquirir a perfección su arte, necesita primeramente que le
enseñen las reglas del arte, los modos de componer los colores, la proporción con que se
los debe mezclar y la manera de pintar las imágenes; en segundo lugar, necesita el uso,
porque nunca resultará pintor si no se ejercita en la pintura; en tercer lugar, ha menester
de excelentes modelos, en los cuales vea cumplidos a cabalidad todas las reglas de teoría».
Por estas expresiones se echa de ver que el padre Bedón no fue simplemente un pintor;
sino que, en el afán de enseñar el arte a sus discípulos, llegó a formular las reglas prácticas
que debían ellos observar en la Escuela de Pintura.
En 1600 levantó el Convento de la Recoleta, donde pintó en el descanso de la grada
la imagen de Nuestra Señora de la Escalera y en los claustros las escenas de la vida del
beato Enrique Susón. Con referencia a este cuadro, escribió en 1687, el doctor Francisco
de Montalvo: «Además de Nuestra Señora de la Escalera, otras muchas imágenes de la
Virgen hizo este Apeles Sagrado, aunque sus diseños no observan en todo las
puntualidades del arte, según las maravillosas que Dios obra por ellas, no puede dudarse
que pintaba, como quería, parece que fueran sus pinturas de los cielos».
El padre Bedón introdujo, a fines del siglo XVI, la forma de representar a la Virgen
del Rosario, con Santo Domingo y San Francisco a los pies. En el museo de Santo
Domingo se conserva un libro coral con viñetas del padre Bedón y la data de 1613.
Capítulo IV
El padre Bedón no hizo sino insistir en una vieja aspiración de la ciudad de Quito.
Ya el ilustrísimo señor de la Peña expuso al Rey, el 15 de febrero de 1570, la conveniencia
de que hubiese Universidad en Quito. El Cabildo de la ciudad, en sesión del 31 de agosto
de 1576, acordó dirigirse a Felipe II en este mismo sentido y nombró comisionado para
el efecto al padre Hernando Téllez, que estaba de viaje para España. Posteriormente en
1580, Alonso de Herrera presentó al Monarca este justo anhelo de la ciudad de Quito y
consiguió que expidiese una Cédula Real a la Audiencia, pidiendo informes al respecto.
Esta cédula firmada en Badajoz el 5 de agosto de 1580, fue presentada a la Audiencia por
el Procurador General de la ciudad don Juan de Londoño, quien expresaba la necesidad
del estudio de las ciencias por parte del «mucho número de hijos de españoles pues de
otra manera no puede ser república con la pulicia y modo de vivir que conviene». La
Audiencia dio su informe favorable el 2 de noviembre de 1581. El razonamiento en que
apoyaba comprendía todos los aspectos. Quito era una «ciudad que iba ennobleciéndose
en edificios y multitud de gente». Tenía un clima de un temple medio, de que gozaba todo
el año. Se hallaba a distancia de doscientas leguas de Bogotá y trescientas de Lima y
contaba a la redonda con las ciudades de Cuenca, Guayaquil, Pasto, Baeza y Ávila, que
podrían ser beneficiadas con la Universidad. Disponía de productos agrícolas y de
obrajes, para provisión de alimentos y vestidos. Los Conventos contaban con estudiantes
que anhelaban coronar su carrera con título académico. La economía podría obtenerse de
la contribución impuesta a las Doctrinas y la aplicación de los dos novenos. Podríase,
además, contar con un catedrático gratuito que daría cada Comunidad Religiosa. Para
comenzar, podría el programa de enseñanza comprender, dos cátedras de Teología, dos
de leyes, dos de cánones, dos de medicina, tres de súmulas, lógica y filosofía, dos de
gramática y una de la lengua del Inga. En cuanto al edificio se lo señalaba por de pronto
el sitio de Santa Bárbara. Advertía, finalmente, el informe que la organización de la
Universidad se dejara totalmente a cargo de la Audiencia.
Fray Luis López de Solís, cuando Provincial de los Agustinos del Perú, envió a
Quito a los padres Luis Álvarez de Toledo y Gabriel de Saona, con la misión de establecer
la Orden Agustiniana en el territorio de la Audiencia. Los fundadores, ambos de prestigio,
trajeron recomendación de Felipe segundo y del virrey Francisco de Toledo, lo cual les
facilitó el cumplimiento de su cometido. Al principio se hospedaron transitoriamente en
la parroquia de Santa Bárbara y luego tomaron posesión del sitio definitivo que les
proporcionó la Audiencia. El padre Álvarez de Toledo, deudo del Virrey, consiguió en
el capítulo de 1575 la aceptación canónica del primer Convento Agustiniano de Quito y
el envío de un grupo de selectos religiosos. En 1581 se comenzó la construcción de la
iglesia y el convento, bajo la dirección del arquitecto extremeño Francisco Becerra.
El 21 de febrero de 1581 la Audiencia confió la dirección del Colegio que habían
renunciado los Franciscanos, después de una benéfica labor docente de treinta años. El
nuevo instituto tomó el nombre de Colegio de San Nicolás de Tolentino e inició la
enseñanza con alumnos externos. No estaban ya las circunstancias para atender a los
educandos en la forma gratuita y con alcance práctico como lo habían hecho los padres
de San Francisco. Los religiosos Agustinos de Quito advirtieron en el ambiente social el
anhelo de cultura superior y el padre Saona aprovechó de un viaje a Roma para conseguir
del papa Sixto Quinto la facultad de entablar estudios universitarios en el Convento de
San Agustín. Además alcanzó de Felipe II una cédula para el obispo de Quito pidiendo
informes acerca de la renta con que pudiera contarse para el efecto. Los padres del
convento escribieron al Rey el 5 de marzo de 1595, interesándole en este asunto y
pidiéndole de merced «funde (universidad) en este convento pues será esto grande parte
para que se remedie en pobreza y vaya en aumento esta provincia». La Bula Pontificia
facultaba conceder los grados de Bachiller, Licenciado, Doctor y Maestro en Artes,
Teología, Cánones, Leyes y Medicina. Entretanto los Agustinos de Quito no contaban
con fondos ni local para pensión de catedráticos y funcionamiento de clases. El ilustrísimo
señor Solís, no obstante ser Agustino, debió ver la realidad y, según ella redactar su
informe. Así se explica que tardase hasta el 2 de septiembre de 1602 la licencia del
General de la Orden para hacer uso de la Bula y limitando los grados a los frailes del
Convento.
Entretanto que llegase el tiempo de conseguir el pase regio a la Bula, los Agustinos
de Quito aprovecharon de la facultad concedida por el General de la Orden y en el capítulo
Intermedio celebrado en diciembre de 1603 procedieron a erigir la Universidad de San
Fulgencio, limitando la concesión de grados a los religiosos de la Orden. La cláusula
relativa al caso dice textualmente: «Que en este convento de Nuestro Padre San Agustín
de Quito pueda haber y haya Estudio General y Universidad en la cual los Religiosos de
dicha Orden siendo beneméritos y doctos en Sagrada Teología puedan ser premiados y
sus trabajos sean remunerados en la dicha Universidad con el grado e insignias de Maestro
en Santa Teología».
Apenas se hizo cargo de la Diócesis, fue preocupación del ilustrísimo señor López
de Solís establecer el Seminario de modo formal y duradero, tal como lo habían mandado
el Concilio de Trento y los Concilios Provinciales de Lima. El que existía desde el tiempo
del ilustrísimo señor de la Peña era prácticamente provisional y reclamaba su
organización definitiva. Fuera de las prescripciones de la autoridad eclesiástica, había
intervenido también la recomendación de Felipe II, quien estaba interesado en dotar de
vida propia a las Diócesis de la América.
No fue del agrado pleno del Padre General la aceptación del Seminario. Habría
preferido que la Compañía tuviese su Colegio independiente para seglares como había
comenzado. A los padres que habían intervenido en la fundación del Colegio Seminario
pidió explicaciones para justificar el hecho. Una vez aceptada esta realidad, la Compañía
de Quito tuvo que atender a la vez a los seminaristas y a los alumnos seglares. «Su
enseñanza se extendía a toda clase de personas sin excepción de ninguna clase, a sus
religiosos, hasta terminar el curso de teología en su propio colegio, llamado Máximo
porque incluía la filosofía y teología; a los alumnos del Seminario desde la gramática
latina hasta terminar la teología; a los seglares desde primeras letras hasta concluir esta
misma facultad». Estos se dividían en externos, o sea los que vivían en la ciudad de Quito,
y en Colegiales, que moraban en el Seminario, pagando su pensión. Para esta paga se
procuraron becas para Seminaristas y para los estudiantes pobres.
Cada tres años, al terminar el curso, se graduaban hasta treinta, de los cuales unos
eran los estudiantes regulares de San Gregorio, otros que habían cursado estudios en otros
centros y algunos religiosos de las Comunidades de Quito.
Pero con medio siglo de enseñanza continuada en Quito se habían dado cuenta las
ciudades de que los Jesuitas eran los llamados a establecer Colegios destinados a la
instrucción de los seglares. El afán de cultura hizo que de los pueblos llegaran peticiones
a la Compañía, solicitando que fundasen planteles para la educación de la juventud. De
este modo fueron escalonándose en las diversas ciudades de la Audiencia los Colegios de
los Jesuitas. No hace al caso referir los detalles que rodearon a cada fundación.
La oratoria sagrada fue el medio normal para conseguir que la cultura trascendiese
a la comunidad social. El señor de la Peña, en el Sínodo quítense de 1570, dio normas,
tanto para la enseñanza catequética como para la predicación al núcleo de españoles y
criollos. Señaló, en el calendario litúrgico, las fiestas oficiales en que debían predicar los
párrocos al pueblo. En la organización del culto en la Catedral formuló el orden de
Sermones, distribuyendo su prédica entre las comunidades religiosas.
Fuera de estos sermones de tabla, había los panegíricos de los santos Patronos y
Fundadores de las Órdenes Religiosas y las fiestas del Señor y de la Virgen y de los
titulares de las Cofradías.
Con los Jesuitas se introdujo la práctica de las misiones a los pueblos, según el
sistema de San Ignacio. Según esto, la Oratoria Sagrada en el siglo XVI recorrió toda la
escala de predicaciones, desde la sencilla explicación catequética hasta el sermón
cuaresmal y el panegírico de compromiso. De los predicadores no se han conservado sino
algunos nombres, como Diego Lobato de Sosa, el padre Pedro Bedón y el obispo de la
Peña, cuyo «Sermón de la Fe», predicado en Lima, se imprimió en España, al decir de
Sánchez Solmirón.
Del siglo XVII hay, conocidos hasta el presente, tan sólo cuatro referencias de
sermones que fueron impresos. La primera es la oración fúnebre del padre Alonso de
Rojas en las honras de Mariana de Jesús, que se imprimió en Lima el año de 1646. La
segunda es el Panegírico de San José, predicado en la Iglesia de la Merced, por el padre
dominico fray Juan de Isturizaga, que vio la luz en Lima el año de 1652. La tercera, la
colección impresa en Lima en 1688 de tres sermones predicados por don Francisco
Rodríguez Fernández, sobre la maternidad de María, en la iglesia de la Concepción el año
de 1680, acerca de Santa Gertrudis en la iglesia de San Agustín en noviembre de 1680 y
en Lima, entre 1687 y 1688, a los desagravios de Nuestra Señora del Aviso. La cuarta es
la Exhortación panegírica y moral en las rogativas que hizo la Real Audiencia y la ciudad
de Quito, por causa de los terremotos que ha padecido la ciudad de Lima, que predicó el
día sexto del Novenario el muy reverendo padre maestro Pedro de Rojas y fue impresa en
Lima el año de 1689.
Este corto número de discursos impresos apenas puede reflejar los caracteres de
la oratoria sagrada del siglo XVII. El padre Sánchez Astudillo ha observado con agudeza
que para valorar las obras de arte en general hay que acudir al criterio espacio-tiempo,
que permite en la práctica el aprecio de la época y el ambiente en que fueron compuestas
y también de la trascendencia como valor estético universal. Un discurso de Bossuet, por
ejemplo, a la vez que refleja el gusto acrisolado del gran siglo francés, constituye un
modelo permanente de oratoria sagrada.
Al auditorio quiteño de nuestro siglo XVII, podíase, en discursos de compromiso,
entretenerlo con abundantes citas en latín, entresacadas de autores sagrados y profanos y
con un estilo salpido de conceptos y de frases de un discreto culteranismo. En profesores
de teología, como los padres Alonso de Rojas y Juan de Isturizaga, es explicable que
brotaron los textos latinos, no menos que los razonamientos argumentativos de las clases.
Más asequibles y patéticos se exhibieron el padre Pedro de Rojas y el cura Francisco
Rodríguez, cuyos sermones abundan en apóstrofes y en locuciones ligeras y variadas.
Son, en cambio, copiosos los datos y sermones manuscritos del siglo XVII, que
reflejan el ambiente religioso que respiró el pueblo. El escribano Diego Rodríguez de
Ocampo escribió la relación de las fiestas que se hicieron en Santo Domingo de Quito,
para celebrar la canonización de San Raimundo de Peñafort, obtenida por la mediación
de Felipe III. Las solemnidades fueron oficiales, con asistencia, por consiguiente, de las
autoridades civiles y eclesiásticas. El domingo, 26 de julio de 1603, primer día de los
festejos, predicó el padre dominico fray Gaspar Martínez, sobre el tema: Vos estis sal
terra. Se desempeñó «doctamente y con la gallardía y doctrina que de ordinario predica a
satisfacción de tan buenos oyentes como tuvo». El lunes, que corrió por cuenta del
Cabildo Catedralicio, llevó la palabra el doctor Andrés de Zurita, quien predicó «con linda
traza, lenguaje y curiosidad, ponderando como Dios es admirable en hacer santos como
lo hizo en San Raimundo».
Entre los sermones manuscritos, unos pocos llevan el nombre del autor; los más
son anónimos. En todo caso, constituyen documentos para conocer por ellos el estilo con
que se predicaba y las devociones que tenían los fieles del siglo XVII. Del franciscano
fray Diego de Escalante se conserva el sermón predicado el tercer miércoles de Cuaresma
del año 1658. Del padre Dionisio Guerrero existen manuscritos un panegírico de San Juan
Bautista predicado en Cádiz en 1650 y un Sermón de Nuestra Señora del Buen Suceso
predicado en Quito el 14 de julio de 1674. Del padre jesuita Isidro Gallegos se ha
conservado un sermón de San Jerónimo, predicado en la Catedral de Quito el 30 de
setiembre de 1686. A San Jerónimo se eligió como Patrono contra los temblores que
sacudían periódicamente a Quito. El tema versa sobre el temor y la fortaleza y desarrolla,
a base de las concordancias bíblicas, un discurso ágil y patético, no obstante las reiteradas
citas de textos en latín. Aduce ya una razón física explicativa de los sismos. «El temblor
de la tierra, dice, es efecto de la vanidad e inquietud altanera de los aires que en sus
entrañas encierra, los cuales no pudiendo sufrir la opresión de encerramiento tan abatido,
bulliciosos hasta romperla la conmueven por salir al desahogo de su esfera». Del padre
fray José Fernández Velásquez existe, predicando en 1680 un Sermón de Nuestro Seráfico
Padre San Francisco, Hermandad de Nuestro Padre Santo Domingo y amistad con la
Compañía de Nuestro Padre San Ignacio, en día que se estrenaron las andas y demás ricas
preseas en este Convento de San Pablo de Quito.
Fuera de los actos estrictamente religiosos, hubo otros de carácter social, el día que le
tocó al Cabildo. El 6 de agosto de 1603, «después de comer se dijeron las Vísperas con
mucha solemnidad en el Convento del Señor Santo Domingo, donde asistió la Audiencia,
Cabildo de la ciudad y los Prelados y los Religiosos de las Órdenes y el resto de la ciudad
y acabadas las Vísperas se hizo solemne procesión por el claustro del dicho convento con
la imagen del bienaventurado Santo y estuvo adornado de altares y colgaduras y en medio
del jardín del claustro estuvo hecho un tablado donde se recitó un coloquio y se acabó
con un sarao bien ordenado de moras y moros, damas y galanes, villanos y matachines
que danzaron y bailaron a satisfacción de los que lo vieron, que fue toda la junta referida
y aquella noche hubo luminarias en toda la ciudad y repique de campanas, atabales,
fuegos de pólvora, mosquetes, trompetas, chirimías y otros instrumentos en la plaza y
calles, hubo máscaras, carros de invenciones y música que duró hasta media noche».
El 8 «hubo juego de toros y cañas en la plaza mayor de esta ciudad, donde asistieron
la Real Audiencia, Cabildos y Prelados y mucho concurso de gente y estuvo colgada y
adornada de doseles, damascos y muchos tablados y antes de lidiar los toros se juntaron
casi doscientos soldados que el General Don Lope de Mendoza condujo en esta ciudad y
su comarca por orden del Virrey de estos reinos para socorro del de Chile y entraron en
la dicha plaza haciendo salva con encomiendas de San Juan en los pechos y se fueron a
un castillo que estaba en medio de ella, el cual combatieron dos navíos que venían
armados sobre dos carros grandes con sus velas y lo demás necesario para que pareciesen
navíos en los cuales había cantidad de gente con arcabuces y se dispararon en
acometimiento al castillo y los soldados de él hicieron lo mismo concierto y pareció bien
este entretenimiento figurado en el maestre y soldados de Malta contra las galeras
turquescas».
A los tres años de las fiestas de San Raimundo tuvo Quito ocasión de presenciar
nuevos festejos. Esta vez fue para celebrar el nacimiento del Príncipe sucesor de Felipe
III. El 20 de febrero de 1606 se recibió en el Cabildo la noticia oficial del suceso. Por de
pronto el Ayuntamiento comisionó la organización de las fiestas a los regidores Luis de
Cabrera y Cristóbal de Troya. El 20 de abril, aniversario del nacimiento del Príncipe, se
ordenó decir misas de acción de gracias en los Conventos y Monasterios y se corrió
bando, al son de atabales, trompetas y clarines, anunciando los festejos públicos. En
sesiones sucesivas se fue conformando el programa. El 20 de febrero se acordó que
hubiese corrida de toros y juego de cañas con libreas: el 19 de mayo se dio a conocer que
estaba llegando de Castilla un pedido de telas apropiadas para las fiestas y se nombraron
los diputados que se encargarían de la confección de los vestidos; el 15 de julio se
concluyó el programa. Además de la corrida de toros y juego de cañas, se resolvió que se
diesen a los toros lanzadas a caballo, costeando las lanzas, el hierro y los caballos y que
se corriese la sortija a la brida y la jineta. Se deputaron premios a costa del Cabildo, «al
aventurero o mantenedor que mejores lanzas corriere a la brida, el segundo al que mejores
lanzas corriere a la jineta, y el otro al que mejor invención sacare, y el otro premio al que
mejor letra aclare y otro premio al que saliese más galán y menos costoso y otro premio
al que sacase más costosa y más galana».
El jurador discernidor de premios lo componían el maese de campo don Juan
Londoño, el licenciado Alonso de Carvajal, don Sancho de Marañón y el capitán don
Cristóbal de Miño.
La fiesta de Corpus
En marzo de 1607 se hizo cargo del Obispado de Quito el ilustrísimo señor fray
Salvador de Ribera, quien, no obstante su rigorismo y severidad, era muy aficionado al
género dramático. Cuando era prior del Convento del Rosario de Lima en 1594, llegó la
noticia de la canonización de San Jacinto de Polonia. Con ese motivo se organizó un
programa de festejos y entre los números principales constó la presentación en el
convento de un Coloquio que resultó famoso, acerca de la vida de San Jacinto muy
venerado por el pueblo español. Cuando Obispo de Quito festejó el matrimonio de su
sobrina doña Micaela Dávalos con el corregidor don Sancho Díaz Zurbano, con la
presentación de una comedia en su propio palacio, en que actuaron los propios clérigos.
Debió ser de carácter cómico cuando se conservó la memoria de la reacción del público
para con el actor que hizo el papel de Bobo.
El acto social de mayor trascendencia para conocer el ambiente del primer cuarto del
siglo XVII fue la celebración de las exequias de la reina Margarita de Austria. El 22 de
octubre de 1613 se conoció en Quito la noticia oficial de la muerte de la Reina. La
Audiencia encargó al Cabildo la realización de las honras fúnebres. En consecuencia, el
Cabildo previó el dinero necesario para el efecto y comisionó a los Regidores, capitanes
Cristóbal de Troya y Pedro Ponce Castillejo que organizasen los funerales, de acuerdo
con el corregidor y capitán general don Sancho Díaz de Zurbano. La intervención de este
funcionario, acostumbrado al lujo cortesano de Lima, dio a las exequias un realce
extraordinario. Comenzó por abrir un concurso entre los maestros artífices para el diseño
del túmulo, ofreciendo un premio al que saliese triunfador. Cada uno de los concursantes
presentó tres proyectos. El jurado calificó de mejor al diseño dibujado por Diego Serrano
Montenegro, «hombre generalísimo de grandes trazas», a quien el Cabildo le nombró de
Fiel Almotacín de la ciudad en 8 de enero de 1597, por ser «persona que entiende bien el
dicho oficio».
A los escultores se les impuso la tarea de labrar diez y siete figuras de las virtudes
cardinales y teologales, de la muerte y otras representaciones simbólicas, cada una con su
insignia tradicional. No hubo necesidad de modelos, puesto que estaba en el ambiente el
conocimiento de las verdades teológicas y morales, a través del simbolismo de las figuras,
como se demostró en los carros alegóricos de las fiestas de San Raimundo.
Una taza de plata y seis varas de tafetán constituían los premios destinados a los autores
de una oda o elegía latina que comentara el verso de Morsus tuus ero inferne.
El cuarto tema debía ser un jeroglífico o emblema que interpretara las siguientes
expresiones de San Pablo: Absorta est mors in victoria. Ubi est victoria tua, ubi est
stimulus tuus? Los dos premios asignados a las dos mejores composiciones eran un corte
de tela rica y unos guantes de ámbar.
El quinto tema insinuaba el comentario del nombre de Margarita en cualquier género de
verso o la interpretación de los rótulos que debían ponerse al pie de las figuras de las
virtudes. Por premio se señalaron asimismo un corte de buena tela y un par de guantes de
ámbar.
El sexto tema debía desarrollar la siguiente redondilla:
A las dos mejores composiciones se señalaron los premios de cuatro varas de raso y
unas medias de seda.
El octavo tema debía celebrar en un soneto la piedad de la Reina difunta, dando
opción a los premios de una cortina de tela y cuatro varas de tafetán.
El noveno tema debía ser una canción que enalteciera la liberalidad de la Reina con
los pobres. Los triunfadores podían optar por los premios de cuatro varas de damasco y
unas medias de seda.
Por fin, el último tema debía desarrollar en octavas la compenetración en la reina
Margarita de la dignidad con la benignidad. Las mejores composiciones serían premiadas
con un corte de jubón de raso y unos borceguíes de lazo.
Las condiciones a que debían sujetarse los concursantes fueron las siguientes:
primero, las poesías debían ser ingeniosas y escritas con propiedad; segundo, concretarse
al tema propuesto; tercero, no ser comunes a otros intentos y cuarto, debían estar escritas
en dos ejemplares, el uno para los miembros del jurado y el otro para examen del público.
Para integrar el jurado fueron designados el oidor doctor Matías de Peralta, el fiscal
licenciado Sancho de Mújica y el doctor Juan de Villa, tesorero del Cabildo Catedralicio.
Se impuso el plazo de un mes para todos estos preparativos. A partir del veinte de
noviembre comenzase a armar el túmulo. Conozcámosle en su conjunto por el relato del
cronista oficial. «En la Iglesia Catedral, fuera de la capilla mayor en la primera nave, se
plantó un túmulo de maravillosa y singular arquitectura de ordenanza dórica y forma
cuadrada que tuvo por todo su cuadro cuarenta y ocho varas y de altitud veinte y cuatro,
a que se subía por ocho gradas espaciosas y bien trazadas: en cada una de las esquinas de
los cuadros salía con maravilloso compás un cubo redondo que se guarnecía con basa y
contrabasa con que se acababa la planta. Sobre esta planta se formó el primer cuerpo del
túmulo guardando la forma cuadrada de ella sobre que se asentaron doce columnas, las
cuatro de la parte de afuera sobre sus pedestales, los cuerpos en forma redonda, el primer
tercio de estrías llenas y los dos tercios hasta sus capiteles de estrías acanaladas que
parecían graciosamente a la vasta. Las otras cuatro columnas que se pusieron por la parte
de dentro hicieron otro cuerpo en forma cuadrada que con propiedad se dicen pilastras,
éstas tuvieron su planta más alta que las cuatro columnas una vara a que se subían por
cuatro gradas y en ellas estaban puestas cuatro muertes de bulto cada una en su pilastra,
la una con un arco y flecha. [...] La otra con una hoz en la mano derecha y en la izquierda
un manojo de figuras cortadas de hombres y mujeres. [...] La otra con una ampolleta en
la mano. [...] La otra con un huso y rueca en las manos. [...] Las cuales estaban tan al
natural que parecían sacadas de algún osario y causaban un grandísimo horror y espanto.
Las otras cuatro columnas hicieron otro cuerpo en forma cuadrada y sobre ese último
corrían sus comizamentos por lo alto de los capites con grande gentileza mostrando el
arquitrabe, friso y cornisa, miembros que forman el cornisamiento en cuyo remate se pintó
la gloria y se hicieron de artificio unas nubes que al desplegarse se descubrían serafines
y querubines que parecían que subían y bajaban como al recibir el alma de la Reina
Nuestra Señora que en este último remate estaba sobre una tumba cubierta de brocado
con un cojín de lo mismo que recibía su figura las rodillas sobre el de talla entera y del
medio de la gloria que estaba pintada pendía una gran corona, de la cual asidos puestos
en el aire cuatro ángeles de bulto como que querían coronarla y un letrero que decía: Veni
amica mea, veni de Libano coronaberis».
En el segundo cuerpo del túmulo estaban colocadas las figuras de las virtudes, con
bandas en que estaban escritas sentencias de la Escritura. Las gradas que conectaban los
tres cuerpos del túmulo tenían barandillas, que daban vistosidad al conjunto. Al medio
del frontispicio central se levantó el altar en forma que pudiese destacar las ceremonias
de los oficiantes. A los lados aparecían dos cuadros grandes con pinturas de las armas
reales y luego, hasta las rejas del coro, estaban colocados los retratos de los antepasados
de la Reina. Al fondo, sobre las rejas del coro, estaba en el centro el blasón de la ciudad
de Quito y a los lados los de las demás ciudades y villas que componían la Audiencia.
Tanto las paredes como el piso estaban cubiertas de tela negra, que permitían destacar la
estructura del túmulo, relievando los detalles con la combinación de luces dispuestas
sobre candelabros.
El ceremonial de las exequias respondió a la magnitud del túmulo. Ocho días antes
se dio el pregón por la ciudad, al son de clarines y tambores, previniendo a todos que
dispusiesen vestidos de luto. Luego, el veinte y siete de noviembre, Díaz Zurbano hizo
reunir el Cabildo para organizar la forma de la asistencia. El veinte y ocho por la tarde se
tuvo la Vigilia. El jueves veinte y nueve, comenzaron a decirse las misas desde las seis
hasta las diez de la mañana, hora en que se celebró la Misa Solemne, con la oración
fúnebre que pronunció el padre agustino fray Agustín Rodríguez.
Nada revela más el espíritu quiteño de comienzos del siglo XVII, que estas exequias
de la reina Margarita de Austria. A juzgar por la descripción del túmulo, la sociedad
estaba familiarizada con los órdenes de la arquitectura clásica, con el simbolismo
religioso, con las genealogías de los reyes y la heráldica de las ciudades, con los
certámenes y géneros poéticos y con las exigencias y desahogos de una economía
equilibrada. A la explotación del oro, que estuvo en auge en la segunda mitad del siglo
XVI, se había añadido la organización de los obrajes, que habían alentado el comercio de
telas con Lima, Popayán y Panamá. Había holgura económica en el pueblo, a que
respondió un realce de cultura que propició la formación de la Escuela quiteña de arte
La colección de obras de arte del presidente Morga
La presidencia del doctor Morga duró cosa de veinte años, desde 1616 hasta julio de
1636. Durante su cargo fue residenciado dos veces. Como resultado hubo de pagar una
crecida multa, que no pudo satisfacer en vida. Murió sin hacer testamento. La justicia
cayó sobre sus bienes, ordenando hacer el inventario y luego el remate de sus haberes.
Además de las obras de arte, compradas por intermedio de Vázquez Albán, se enumeraron
diez retratos de familiares y dos de los Reyes de España, dos lienzos de la Concepción,
veinticinco cuadros del Señor y de muchos Santos, trece lienzos que representaban a las
Sibilas, cuatro que figuraban las Estaciones y un Cupido rodeado de Niños. Entre las
esculturas se contaban una imagen de la Concepción, un niño de marfil y una estatuilla
de la diosa Venus. El remate descubrió los nombres de los quiteños aficionados a las obras
de arte y el precio en que se las cotizaba. La totalidad era de procedencia europea y
asiática. No sólo iglesias y conventos eran relicarios de arte: también en casas de
particulares existían colecciones de lienzos y esculturas.
Escritos literarios
El año de 1666 apareció publicado, en abril, un poema heroico sobre San Ignacio de
Loyola, obra póstuma del doctor Hernando Domínguez Camargo. En 1675, editado en la
misma capital de España, vio la luz pública el Ramillete de varias flores escogidas y
cultivadas en los primeros abriles de sus años por el maestro Jacinto de Evia, natural de
Guayaquil. Investigaciones recientes del padre Aurelio Espinosa Pólit han dado a conocer
que estas publicaciones se hicieron por diligencias del padre jesuita Antonio Bastidas,
natural de Guayaquil y no de Sevilla, como se ha venido asegurando a partir de la
afirmación de Menéndez y Pelayo. Del análisis del Ramillete se colige que de las
cuatrocientas seis páginas de que consta el libro, ciento diez y nueve corresponden a Evia,
ciento nueve a Camargo, ciento setenta y tres a Bastidas y nueve a autores desconocidos.
Este dato demuestra la coexistencia en Quito de los tres poetas Bastidas, Camargo y Evia,
como se confirma, además, por la dedicatoria de algunas poesías a personajes conocidos
en el ambiente social quiteño de entonces y por los temas referentes algunos a motivos de
naturaleza local.
Según esto, Navarro Navarrete fue también ex jesuita y tuvo en sus manos los
originales del poema de Domínguez Camargo, cuya dependencia estilística de Góngora
puso de manifiesto. La intervención de Bastidas en la publicación comprueba el aprecio
que brindó al nuevo estilo introducido por el poeta cordobés en la literatura castellana. En
cuanto a Evia, confiesa paladinamente que fue discípulo del padre Bastidas, su
compatriota.
Por lo que mira al valor literario, el padre Espinosa Pólit ha señalado el mérito de
cada uno de estos poetas. «No es Bastidas un poeta superior de inspiración y aliento
propios, que revele una vida poética interna y que aporte algún latido nuevo a la lírica
universal. Es, en su época y en su escuela, un buen artífice, versificador de ordinario
impecable, fácil, suelto, ingenioso, adiestrado en las peculiaridades del habla y de las
sintaxis gongorinas, capaz de adaptarse a los más arbitrarios requerimientos de Rengifo».
Evia, «es menos rebuscado; el verso le sale más limpio, más colorido, más claro; no
se hallan en él estrofas ininteligibles como las hay, por desgracia, no pocas en su
maestro».
Domínguez Camargo, en su Poema Heroico, «desde sus primeras octavas está a cien
codos por encima de cuanto se puede hallar en Bastidas. [...] Bastidas es un buen
versificador; el autor de un poema es un poeta; poeta desde luego bravamente gongorino,
pero que, con defectos y todo, se remonta a otra esfera, se mueve en otra atmósfera, se
lanza en vuelo de aletazos, violentos tal vez, pero noblez y seguros».
Hay, a mediados del siglo XVII, un afán de destacar su americanismo, entre los
escritores, frente a la cultura europea. El caso de Villarroel no es aislado. También
manifestó esta misma idea el editor del Poema Heroico de Domínguez Camargo. Igual
inquietud demostró el padre Ignacio de Quesada en la recomendación que hizo a
la Philosophía Thomistica de don Juan de Espinosa Medrano, profesor del Seminario del
Cuzco, cuyo libro se editó en Roma en 1688. Escribió el padre Quesada: «El doctísimo
escolista peruano Jerónimo Valeras experimentó en sí el prejuicio que se tenía al oír:
¿Puede de Nazaret o del Perú salir algo bueno? Esta pregunta reiterada le obligó a replicar:
poderoso es Dios para de las piedras peruanas hacer que se susciten los hijos de Abraham.
Puesto que se nos juzga bárbaros, a quienes vulgarmente se nos llama indianos no sin
razón recelo que en el autor del libro encuentren algunos barbarismos y solecismos
latinos». Es de notar aquí que Juan de Espinosa Medrano, llamado el lunarejo, publicó en
Lima, el año de 1694, su Apologética en favor de Don Luis de Góngora.
Durante el siglo XVII, tres escritores nativos de Quito realzaron con el prestigio de
su pluma las letras americanas. El primero fue fray Gaspar de Villarroel, el segundo el
doctor Juan Machado de Chávez y el tercero el padre fray José de Maldonado.
Villarroel nació en Quito hacia 1587. Cursó sus primeros estudios en el Colegio
Seminario de San Luis. Aquí conoció al ilustrísimo señor López de Solís, de quien hizo
un cumplido elogio en el primer tomo de su Gobierno Pacífico y cuya santa muerte
presenció en Lima en 1606. Había vestido el hábito de Agustino en la ciudad de los
Virreyes en 1607 y profesado el año siguiente. La carrera de los estudios llegó a coronarse
con el Magisterio de Artes y Teología en su Convento y la Cátedra de Prima en la
Universidad. En la Orden sus hermanos le brindaron la confianza y el reconocimiento al
mérito, nombrándole, sucesivamente, de Definidor al Capítulo Provincial, Prior del
Cuzco y Vicario del de Lima y Secretario del Visitador General. Con la cátedra y los
cargos alternaron la predicación y el ejercicio de la pluma, como cumplimiento del deber
a la vez que como desahogo de una inclinación natural.
Cuando frisaba un poco más de los cuarenta viajó a España por la vía de Buenos
Aires. Una vez en Lisboa, publicó ahí el primer tomo de sus Comentarios, Dificultades y
Discursos Literales y místicos sobre los evangelios de la Cuaresma. Con esta
recomendación literaria pasó a Madrid, donde dirigió personalmente la edición del
segundo tomo y preparó el tercero que sacó a la luz en Sevilla en 1634. Con estos sus
libros interesó al medio eclesiástico y de relieve cultural. Pero en la Corte llamó la
atención por su oratoria convincente y agradable. Resultado de esta presencia y actuación
en España fue la promoción por Felipe IV al Obispado de la Concepción de Chile.
En la dedicatoria de este libro al Rey consignó el siguiente dato: «Catorce años a que
me mandó Vuestra Majestad servir la Iglesia de Santiago de Chile, en que he fabricado
este y otros cinco libros, que con los cuatro que imprimí en España serán diez tomos los
impresos a costa de grandes trabajos». Los libros nuevos a que se refería eran las Historias
Sagradas y Eclesiásticas Morales, con quince misterios de nuestra fe, de que se labran
quince coronas a la Virgen Santísima Señora Nuestra, obra en tres tomos que se imprimió
en Madrid en 1660.
Entre nosotros fue el padre Nicolás Conceti, quien dedicó una amplia biografía al
ilustrísimo señor Villarroel en La República del Sagrado Corazón de Jesús en 1888.
Después, en 1895, consignó don Pablo Herrera algunos datos en su Antología de los
Prosadores Ecuatorianos (1895). Más tarde Honorato Vázquez con el título de Un
quiteño Ilustre publicó un estudio en La Unión Literaria de Cuenca. Pero ha sido don
Gonzalo Zaldumbide el que, con el prestigio de su pluma, ha dado más a conocer el valor
personal y literario de fray Gaspar de Villarroel, primero, en 1917, en la Revista de la
Sociedad Jurídico-Literaria y más tarde en el volumen I de los Clásicos Ecuatorianos y
últimamente en la Biblioteca Mínima.
Quito fue también la cuna del doctor Juan Machado de Chaves, autor del Perfecto
Confesor y Cura de almas, publicado en dos volúmenes el año de 1641, en Barcelona.
Nació en 1594 y cursó sus primeros estudios en el Colegio Seminario de San Luis.
Adolescente se trasladó a Lima y de ahí a España a proseguir sus estudios universitarios.
Recibiese de abogado en la Cancillería de Granada y regentó la cátedra de Derecho en la
Universidad de Salamanca. En la carrera sacerdotal alcanzó los cargos de Tesorero y
Arcediano de la Catedral de Charcas, luego de Tesorero de la Iglesia de Lima y Arcediano
de la Catedral de Trujillo. Fue promovido al Obispado de Popayán el 17 de febrero de
1651 y murió sin consagrarse en 1653.
La obra del doctor Machado se publicó en dos tomos de 618 páginas el primero, que
es como la metafísica de la Teología Moral, y el segundo, de 863 páginas, en que se hace
la aplicación de los principios generales a los estados y personas en particular. Por su
método y claridad, mereció que se redujera a un vademécum práctico, que lo publicó en
1661 el padre Francisco Apolinar con el título de Suma Moral y Resumen Brevísimo de
las obras del Doctor Machado.
Otro hijo de Quito que dio lustre a su ciudad de origen fue el padre franciscano fray
José de Villamor Maldonado. Había nacido en el último cuarto del siglo XVI. En 1618
marchó a la Madre Patria en representación de su Provincia y tomó parte en el Capítulo
celebrado en junio de ese mismo año en Salamanca. El General de la Orden le nombró
confesor de las religiosas del Monasterio de Valdemoro, cargo que desempeñó por el
largo tiempo de diecisiete años. De esta función espiritual fue elevado al honroso puesto
de Comisario General de Tierra Santa, que lo desempeñó por el período de siete años.
Fue nombrado entonces confesor y director espiritual de la Condesa Duquesa de Olivares.
Igualmente el rey Felipe IV le designó Comisario General de Indias, cargo en que le
confirmó el Ministro General de la Orden el 16 de enero de 1641. En 1648, por muerte
del reverendísimo padre Juan de Nápoles, recayó en sus manos el Comisario General de
la Orden. Murió el padre Maldonado en Madrid el año de 1652.
Mediante una patente del padre Pedro Manero, firmada en Madrid el 11 de abril de
1650, el padre Maldonado certificó que enviaba al Convento de Quito una copia exacta,
hecha por un escultor español, de la imagen de la Virgen del Pilar de Zaragoza, para que
se exhibiese al culto en la Iglesia del Convento de San Pablo. El culto se inició en la
capilla de Santa Marta con la organización de una Cofradía, cuyos estatutos aprobó el
ilustrísimo señor Alonso de la Peña y Montenegro el 7 de mayo de 1677.
Mayor influjo ejerció en Quito el padre Juan Camacho, nativo de Cádiz. Había
ingresado a la Compañía a la edad de 16 años y hecho su noviciado en Sevilla. Apenas
ordenado sacerdote vino a Quito hacia 1623 y se hizo cargo de la Cátedra de Prima en la
Universidad de San Gregorio. Doña María de Paredes y Acevedo, su dirigida espiritual,
le puso en contacto con Mariana de Jesús cuando tenía tan solo ocho años y desde 1626
hasta 1634 fue el confesor y director de la Santa quiteña, quien se complacía en atribuir
al padre Camacho la orientación de su espiritualidad.
El padre Camacho fue un asiduo lector de las obras del padre Álvarez de Paz y
escribió un compendio de ellas, intitulado De vita spirituali perfecte instituenda, que se
publicó en Valencia el año de 1655. Esta síntesis abarca toda la enseñanza ascética y
mística del maestro. El compendio lo dividió en cinco libros que estudian sucesivamente:
1) la naturaleza, perfección y estímulos de la vida espiritual; 2) el primer grado de
perfección, o sea la fuga del mal por el combate a los pecados, vicios y tentaciones; 3) el
segundo grado de perfección, es decir, la consecución del bien mediante el ejercicio de
las virtudes; 4) el tercer grado, que consiste en la unión con Dios por medio de la práctica
de la oración; 5) el Libro quinto trata en concreto de la oración mental y el 6) estudia la
perfección de la vida espiritual demostrada en el ejercicio de las obras ordinarias de la
Religión. El compendio concluye con un apéndice de oraciones vocales.
El padre Juan Camacho murió en Quito el 30 de junio de 1664. En sus últimos años
tuvo la suerte de iniciar en la vida espiritual a otra quiteña, que desde su niñez «dispuso
en su propia casa un oratorio a su modo repartió el tiempo y las horas y empezó a rezar
sus devociones y a gustar del retiro». La niña que de este modo comenzó la vida espiritual
era hija del caballero sevillano don Diego Dávalos y Mendoza y de la quiteña doña Beatriz
Sánchez Valverde. A los diez y siete años ingresó en el Monasterio de Santa Clara, donde
vistió el hábito con el nombre de sor Gertrudis de San Ildefonso. Había nacido en 1652
y murió en 1709. Escribió su autobiografía que recibió después añadiduras de su confesor,
el padre carmelita fray Martín de la Cruz. Así resultó una obra voluminosa en tres tomos
manuscritos, con el título de La perla mística escondida en la concha de la humildad. El
original lleva algunas viñetas que interpretan los principales episodios de la vida de la
monja Clarisa. «La autobiografía de la Madre Gertrudis está llena de pequeños y grandes
episodios referentes a lo externo y lo íntimo. En todo se detiene la autora con prolija
nerviosidad, en un estilo agitado e inquieto, que a la vez que prueba su total sinceridad la
libra de los remilgos culteranos a que la habría llevado necesariamente el gusto de la
época, como llevó de hecho al confesor en los párrafos que él ha redactado». Algunos
capítulos de esta autobiografía publicó el padre Miguel Sánchez Astudillo en el tomo de
la Biblioteca Ecuatoriana Mínima, dedicado a los prosistas de la Colonia.
Capitulo VII
Arquitectura
Monasterios y recoletas
Desde el punto de vista urbanístico, las Órdenes Mendicantes habían emplazado sus
Iglesias y Conventos en sitios apropiados para determinar la estructura social de los
barrios. Dentro del plano de la ciudad se fueron ubicando los Monasterios de acuerdo con
el tiempo de su respectiva fundación. El primero en establecerse fue el de la Limpia
Concepción, que ocupó una manzana, cuya esquina daba a la plaza mayor. Su origen se
debió a una necesidad social. El presidente don Hernando de Santillán informó en enero
de 1564 a Felipe II que «trataba de hacer una casa de recogimiento, donde se recogiesen
muchas doncellas pobres, mestizas y españolas, hijas de conquistadores». Esta idea trató
de realizarla el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña y en este sentido pidió el
consentimiento del Cabildo, en agosto de 1575. La respuesta fue la compra de la casa de
Alonso de Paz en el precio de nueve mil quinientos pesos. Luego, notificada la Audiencia,
se dio posesión del sitio al Padre Provincial de franciscanos fray Antonio Jurado, el 12
de octubre de 1575, bajo cuya dirección se colocó el Monasterio, con todos los privilegios
que el papa Paulo II había concedido a la Congregación fundada por doña Beatriz de
Silva. Cerca de un año y medio duró la adaptación del local. Por fin el 13 de enero de
1577 el padre Jurado vistió con el hábito de conceptas a trece religiosas, de cuyo hecho
informó la Audiencia al Rey en los términos siguientes: «Dos días ha entraron trece, once
doncellas y dos viudas, mujeres principales y todas hijas de buenos con mucho contento
de esta tierra por ver comenzado un remedio de doncellas pobres y puerta abierta para
que en esta casa se alabe y sirva a Dios».
El 4 de abril de 1594 la Audiencia informó a Felipe II que «de dos años a esta parte se
había fundado en esta ciudad un Monasterio de Monjas de Santa Catalina de Sena, de la
Orden de Santo Domingo, en que había más de treinta monjas y las once de ellas profesas
y que llevaba muestra de que iría muy adelante». La fundadora fue doña María de Siliceo,
viuda del acaudalado español don Alonso de Troya y sobrina nieta del maestro Siliceo,
Arzobispo de Toledo. El prestigio social de la fundadora fue parte a que ingresaran en el
Monasterio solteras y viudas nobles, entre éstas una bisnieta de Cristóbal Colón. El Primer
Monasterio estaba ubicado en la calle que va de la esquina de Cantuña a Santa Clara. El
7 de julio de 1613 se trasladaron las religiosas al sitio definitivo, que fue el solar donde
se hallaba la casa de don Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús.
El 18 de mayo de 1596 se llevó a cabo la fundación del Monasterio de Santa Clara, a una
cuadra de distancia del Convenio de San Francisco, en dirección al Panecillo. La
fundadora fue doña Francisca de la Cueva, viuda del capitán Juan López de Galarza, que
intervino como alguacil en la prisión del ilustrísimo señor de la Coruña. El Monasterio se
fundó bajo la iniciativa y dirección de los padres de San Francisco. El provincial fray Juan
de Cáceres «bendijo seis hábitos de sayas pardas y los seis escapularios y cuerdas y hecho
esto se los vistieron y se llegaron al altar donde las comulgó fray Luis Martínez que dijo
la misa y habiendo hecho esta dieron gracias a Dios y el dicho Padre Provincial mandó
segunda vez tañer las campanas [...] y se tocaron chirimías y trompetas y los religiosos
cantaron el himno Veni Creador Spíritus».
El primero en establecerse fue la Recoleta de San Diego merced al padre franciscano fray
Bartolomé Rubio, quien asentó los fundamentos de esa casa en 1598. A ejemplo de los
franciscanos, el padre dominico fray Pedro Bedón fundó la Recoleta del Machángara. Los
padres de la Merced, a su vez, establecieron más tarde su Recolección de El Tejar.
Con la fundación de las Recoletas se completó a principios del siglo XVII el plano
urbanístico de Quito. Esos emplazamientos conventuales señalaban los límites de la zona
urbana por el sur y el oeste de la ciudad. Al centro, sobre lomas y barrancos, se habían
ubicado conventos y monasterios con la esperanza de superar con el tiempo las
desigualdades geográficas que causaban las quebradas en surcos caprichosos de poniente
a levante.
Para ese entonces estaba ya de fama el arquitecto fray Antonio Rodríguez, que había
profesado el 23 de octubre de 1633 y fue el continuador de la obra del padre Benítez y el
técnico que dirigió la mayor parte de las construcciones quiteñas del siglo XVII.
La urgencia del asunto hizo que al día siguiente, 17 de julio, el presidente don Pedro
Vázquez de Velasco intimase al guardián de San Francisco la orden de suspender el viaje
de fray Antonio, comprometiéndose a tramitar el caso con el Comisario General. La
respuesta del Guardián fue que el hermano fray Antonio había salido ya de la ciudad el
14 de julio con destino a Lima. No retrocedió el Presidente con esta respuesta. Al
contrario ratificase en su decisión, ordenando que se diesen las providencias necesarias
para hacer volver al hermano a Quito de dondequiera que se hallare, porque «la persona
del dicho fray Antonio era de las más esenciales y necesarias en esta República y de quien
tenían mucha necesidad todas las religiones de ella». Efectivamente la Audiencia puso en
conocimiento del Comisario General todo lo sucedido en Quito en torno al asunto del
viaje del hermano Antonio. El Comisario, sospechando que los superiores de Quito
hubiesen intervenido con las autoridades para evadir el cumplimiento de sus órdenes,
intimó al Provincial que, bajo pena de excomunión, enviase al hermano arquitecto a Lima
y junto con él a los padres Andrés Izquierdo y Diego Carrillo, a quienes, decía,
necesitarlos en la ciudad de los Reyes. Esta orden terminante, firmada el 20 de septiembre
de 1657, fue notificada a los interesados el 5 de noviembre; ante toda la Comunidad
reunida en la iglesia y con las solemnidades del ceremonial. Ante este nuevo episodio se
inquietó toda la ciudad y tornó el Cabildo a recurrir a la Audiencia en demanda de auxilio
para impedir la salida del hermano fray Antonio y de los padres sus compañeros. El
presidente Vázquez de Velasco no halló otra salida que recurrir al Consejo de Indias para
la resolución de este asunto, que había alterado la paz de la Comunidad Franciscana de
Quito y sembrado inquietudes en toda la ciudad.
Desde 1633, año en que se hizo su profesión fray Antonio, hasta 1657 en que se pretendió
trasladarlo a Lima, habían mediado cerca de cinco lustros de servicio a la ciudad. Su
competencia técnica se había impuesto por sus obras. Pero más que admirado, era querido
por su desinterés y afán de darse a los demás. De ahí su popularidad. El reclamo que la
ciudad hizo de su presencia le obligó a recompensarle con la consagración de su habilidad
a obras de beneficio público.
Desde luego, la construcción de Santa Clara fue la de su preferencia. A causa de los
temblores sucedidos en 1645 habían sufrido notable menoscabo la iglesia y los claustros
del Monasterio. La abadesa sor Jerónima de San Agustín se propuso reconstruir la obra
total del Monasterio y comprometió los servicios del hermano arquitecto. Derrocada la
primitiva Iglesia se pasó al Santísimo a un aposento interior cuya pared de adobe daba a
la Calle Larga. La noche del 19 de enero de 1649 acaeció el robo de los vasos sagrados,
que conmovió a la ciudad hasta mediados de abril, en que se descubrió a los autores. La
Capilla del Robo fue el pequeño monumento de desagravio que se levantó con tanta
presteza que pudo inaugurarse el 20 de enero de 1650, haciendo de prioste el presidente
don Martín de Arriola y su mujer doña Josefa de Aramburo.
Este suceso hubo de influir en el aporte de limosnas para agilitar la construcción del
Monasterio. En la presentación que hizo la abadesa en 1657, a favor de fray Antonio, dijo
que en la dirección de la obra faltaba la media naranja de la Iglesia, el refectorio y el
dormitorio. Aclaró, además, que el arquitecto no había confiado los planos al papel, sino
que los problemas de estructura los iba resolviendo en el proceso del trabajo.
La obra del Monasterio reflejó toda la pericia del arquitecto. El templo es de tres naves
inscritas en un rectángulo, las laterales con bóveda de crucería y la central con bóveda de
cupular elíptica. No tiene una torre de frontispicio a la entrada, sino un campanario que
se levanta en un ángulo del coro. El acceso al interior se franquea por dos puertas que
daban antes a la plaza y exhiben hasta el presente en sus tímpanos dos grupos de bajo
relieve en que se representan la Coronación de la Virgen y Santa Clara cortejada por San
Francisco y Santo Domingo.
Stevenson describió esta obra en los siguientes términos: «La iglesia perteneciente al
Monasterio de Santa Clara es noble por su domo elíptico, cuyo eje transversal tiene 41
pies y el otro 26; el nacimiento de la bóveda 29 pies 2 pulgadas: está construida de piedra
y la superficie interior es enteramente unida. Vista desde el suelo de la iglesia el domo
que tiene 36 pies de altura aparece casi plano. Esta bella muestra de arquitectura fue
enteramente ejecutada por indios en el año 1657».
La galería baja levanta sus arcos sobre columnas de fuste ochavado de base cuadrada. La
ubicación del Monasterio ha permitido que desde sus corredores altos se pudiese gozar
de la visión del Panecillo y de las faldas australes del Pichincha. Adelantándose al criterio
de su tiempo el hermano fray Antonio supo dar a la vida religiosa el aliciente de un
panorama, que varía de espectáculo con los cambiantes de luz del sol y de las estaciones
que matizan los campos con el verde tierno de la mies naciente o el oro viejo de las eras
en cosecha.
Construcciones dominicanas
Los trabajos de la iglesia y del convento prosiguieron durante todo el siglo XVII. El padre
Bedón se interesó en la construcción de la Capilla del Rosario que se concluyó en el
Provincialato del padre Juan de Amaya (1621-1624), gracias al aporte económico del
acaudalado español don Benito Cid, muy devoto de la Virgen del Rosario. En 1640 el
padre visitador fray Miguel Martínez consignaba en su informe al Padre General: «Es el
Convento de Quito, convento que tiene iglesia de cal y canto muy bien acabada, dos
dormitorios muy buenos, con todas las oficinas necesarias». Diez años después, en 1650,
Rodríguez de Ocampo atestiguaba que los religiosos tenían la cantidad de 4905 pesos de
ingreso para el sustento diario, «el cual tienen limitado por el gran costo de la iglesia y su
sacristía de cal y canto y claustros que se han hecho y van haciendo. Y esta iglesia se
fabricó, hace más de cuarenta años, de madera de cedro y artesones bien labrado; toda la
cubierta dorada y pintada de imágenes al óleo de curiosas hechuras, comportada toda ella
curiosa y rica, con crucero en la capilla mayor de gran arte y bien dispuesto. El retablo es
superior, que ocupa todo el lienzo con muchos santos de la Orden, rico y sagrario y por
colateral al lado del Evangelio, capilla aparte de Nuestra Señora del Rosario, imagen de
bulto que se trajo de España al principio de la fundación. [...] El Coro de este convento es
grande, con sillería dorada y por los paredes Santos de mediana talla, sobre tablas de
madera, dorados».
De estos datos se colige que para 1650 estaban concluidos la iglesia con la capilla del
Rosario y el tramo principal de claustros del Convento. Sin embargo, la decoración se fue
completando en la segunda mitad del siglo XVII. El padre Pedro de la Barrera escribía al
padre Ignacio de Quezada en 1681: «Nuestra iglesia la dejó nuestro Padre Maestro
Jerónimo de Cevallos hecha una ascua de oro hasta los arcos torales. La Capilla del
Rosario es de los mayores relicarios que hay: el señor presidente don Lope Antonio de
Munive está acabando un gran retablo para un lado e Infante para el otro».
La labor constructiva de los dominicos ocupó, por lo visto, todo el siglo XVII. Comenzó
por la iglesia con la capilla del Rosario, continuó con los dos tramos del Convento y
concluyó con el Colegio de San Fernando. La fachada del Convento conserva la unidad
en las dos plantas. No así la estructura interior de los claustros. El principal levanta sus
arcos sobre columnas de fuste ochavado, mientras el segundo rodea la planta baja de
columnas cilíndricas. La iglesia fue de una sola nave con capillas abovedadas a los lados,
artesonado mudéjar y retablo mayor de grandes proporciones. Para el segundo claustro
ha debido superarse con alta cimentación la desigualdad del suelo. El primer claustro es
de una unidad perfecta y de gran lucidez por la ubicación a distancia de los montes que
cercan la ciudad.
Guápulo
La construcción de la Sagrario es otra de las obras en que ayudó fray Antonio Rodríguez.
En 1649 el hermano Marcos Guerra se ocupaba en levantar la arquería de canalización de
la quebrada que dividía el Colegio de la Compañía del antiguo palacio episcopal. Para la
parte que desahogaba detrás de la Catedral se aprovechó de la pericia técnica del
arquitecto franciscano. Precisamente a este trabajo aludió el Cabildo, cuando reclamó la
presencia del hermano Antonio en Quito en 1657. Larga fue la labor de cimentación que
exigió la obra constructiva del Sagrario, que estuvo a merced de la Cofradía del
Santísimo. La planificación del edificio hubo de acomodarse a las condiciones del suelo
y a las limitaciones del espacio. La planta es de tres naves de cubierta abovedada y
dividida con robustas pilastras de mampostería. La central se corona en la mitad con una
ancha cúpula y las laterales con capulines y linternas. El templo impresiona por su altura
en relación con la estrechez de espacio de la planta. La mampara lleva la inscripción
siguiente: «Comenzase esta portada al cuidado de don Gabriel de Escorza Escalante el 23
de abril de 1699 y se acabó el 2 de junio de 1706».
En enero de 1605 los jesuitas habían adquirido el sitio para levantar definitivamente tanto
su Colegio como su iglesia. De inmediato el padre Nicolás Durán Mastrillo consiguió del
Padre General la aprobación de los planos de la iglesia cuya construcción recomendó el
padre visitador Gonzalo de Lyra en 1606. A partir de este año se prosiguió la obra bajo la
dirección sucesiva de los hermanos Ayerdi y Gil de Madrigal, hasta 1634.
El padre Mercado, testigo ocular de todo el trabajo del hermano Marcos Guerra, describió
la iglesia y la casa, tal cual las dejó el arquitecto. «El templo, dice, es alegre por lo claro,
rico por lo adornado, excelente por lo artificioso. El cuerpo está ricamente artesonado con
varios lazos y sobrepuestos dorados; todas las capillas son excelentes adornadas de
bellísimos retablos, todas de media naranja con sus linternas que las agracian y dan mucha
claridad con que sobresalen más, y varias labores de yeso que las pulen, tarareados de
oro. De los tres coros que tiene la iglesia, los dos colaterales que corresponden a estas
capillas están lustrosos con otras dos medias naranjas con el mismo adorno que las
pasadas que esclarecen y adornan más la iglesia por su mayor capacidad. El crucero y
capilla mayor es obra muy primorosa, así por el retablo mayor que la hermosea, como
también por las tribunas que la acompañan; dos sobresalen a los lados del altar mayor y
otras cuatro a las capillas que corresponden al crucero estofadas de varios matices y
colores; y habiendo tanto que ver y admirar, lo que más se lleva los ojos es el púlpito por
ser raro en el artificio de obra corintia; está cubierta de ordinario, y cuando en los días
festivos quitado el paño se descubre, parece nuevo aún a los ojos que muchas veces lo
han visto, y así siempre agrada a la vista como cosa nueva. La sacristía se parece tanto a
la iglesia, que se echa de ver que tiene parentesco espiritual. Levanto el hermano Marcos
desde sus cimientos; hizo la bóveda muy vistosa por su belleza. En el frontispicio puso
un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro
pincel del hermano Hernando de la Cruz». Esta descripción del padre Mercado coincide
sustancialmente con la de Rodríguez de Ocampo. Hemos preferido, sin embargo, la de
aquél por el valor que representa. El padre Mercado ingresó en la Compañía el año de
1636 y convivió con el hermano Marcos Guerra hasta su muerte, acaecida el 25 de octubre
de 1668. Trató en el Colegio durante casi diez años al hermano Hernando de la Cruz, para
cuya imagen de San Ignacio, colocada en la sacristía, hizo un retablo el hermano Marcos.
A la puerta de esta sacristía se verificaban los coloquios espirituales del hermano
Hernando con Mariana de Jesús, quien tenía su puesto de oración precisamente al pie del
púlpito descrito por el padre Mercado. Estos nuevos datos han venido a confirmar el
hecho de la identidad del templo de la Compañía, que con lógica irrebatible probó el padre
Aurelio Espinosa Pólit en su libro acerca de Santa Mariana de Jesús.
En cuanto a las dependencias del Colegio, escribió el padre Mercado: «La casa sobre ser
muy fuerte es muy hermosa. Compónese de tres claustros y en ellos hay aposentos,
librería, capilla y las demás oficinas convenientes al servicio de la comunidad religiosa.
En medio de los dos claustros principales se levantan dos perennes pilas de agua y
también la tienen corriente las oficinas que necesitan de ella, excusando a los oficiales a
que salgan fuera a traerlas».
Hay, por fin, un dato que acredita la intervención del arquitecto jesuita en la canalización
de la quebrada que dividía el Colegio de la Compañía de la casa episcopal. Cuando en
septiembre de 1649 hicieron los jesuitas el trueque de la casa episcopal con la que ellos
poseían en la otra esquina de la plaza, se deliberó sobre las conveniencias del cambio y,
entre otras razones, se adujo la siguiente: «Por ir la quebrada en medio del lindero de las
dos casas, hay poca seguridad en la clausura, compradas las casas y dueños de la
quebrada, se podrán hacer arcos y cubrirla toda. El hermano Marcos Guerra, que al
presente construye la casa, es muy entendido y pondrá fácilmente y con seguridad los
cimientos de estos arcos, porque el dicho Huaico, respecto de traer en invierno grandes
avenidas de agua suele robar las paredes y poner en gran peligro las casas, obligando a
gastar muchos ducados, como se ha visto en las casas del señor Villacís que cae también
encima del dicho huaico, en calle más abajo. Si nos falta el hermano Marcos, no habrá
después quien fundamente esas casas. Con ellos tenemos lo que nos falta de cuadra».
El Carmen antiguo
En la biografía que el padre Mercado escribió del hermano Marcos Guerra, afirma que
este arquitecto Jesuita, con beneplácito de sus superiores, «acudió por cinco años
continuos, mañana y tarde a la fábrica de la iglesia» y claustros del Monasterio del
Carmen antiguo. El hermano Marcos fue testigo durante nueve años, de los actos de
piedad que realizaba Mariana de Jesús en el templo de la Compañía. La vinculación
estrecha de la Virgen Quiteña con la Compañía debió haber sido parte, para que los
superiores permitiesen que el arquitecto jesuita cooperase a la realización de la profecía
de Mariana, de que su casa familiar había de convertirse en Monasterio de Monjas
Carmelitas. En el templo se dispuso el coro en el lugar preciso en que oraba la Santa,
frente a la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles. En el cuadro principal de claustros
se conservó la parcela de jardín en que floreció la azucena del milagro. De este modo todo
el Monasterio se convirtió en un recuerdo viviente de Mariana de Jesús, con la cruz de
madera que cargaba sobre sus hombros, los corredores que rodeaba en procesión y el
huerto que integraba el amplio solar de la familia
La mención del padre Bastidas evoca nuevamente la publicación del Poema Heroico en
honor de San Ignacio escrito por Domínguez Camargo. La edición de esta «obra
póstuma», dada a la estampa en 1666, estaba dedicada al padre Basilio de Ribera, cuya
vida y actuación se ponían de relieve por una voz amiga. Antonio Navarro Navarrete, a
fuer de extraño pudo decir imparcialmente todo lo que el Provincial de los agustinos había
realizado en bien de su Convento. De en medio de la fronda exuberante e intrincada del
escrito de Navarro, surge la personalidad del padre Ribera, recomendándose por sus
propias obras. A él se debió la pila de piedra que se halla al centro del Convento. Labor
suya en la iglesia fueron la cúpula del crucero, el artesonado de lacería, la sillería del coro
y una lámpara espaciosa que pendía en el presbiterio. En cuanto al frontispicio del templo,
la inscripción del dintel de la portada señala el nombre del autor: «Esta portada mandó
hacer el padre maestro fray Basilio de Ribera siendo Provincial. Comenzase año 1659 y
se acabó el de 1669». Navarro Navarrete celebra, además, la diligencia con que el padre
Ribera consiguió para su Comunidad las casas que rodean al Convento. Y
añade: «Acabado el de profundis, en breve veremos consumado el refectorio. Obras tan
grandes, que ellas solas sirven de segundo claustro tan fuertes y soberbias, que en su
eminencia se hallan divididas muchas celdas con la capacidad del claustro primero, que
admiramos ya perfeccionada: no sólo con todo el primor de la arquitectura pero con los
esmeros y aliños que publica la fama de tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran
padre agustino, ya con los ingeniosos atributos desta mayor lumbrera de la iglesia, a
donde los pinceles más delicados pudieran estudiar perfecciones; ya con la pila coronada
del sol». Es la primera vez que se hace mención con encomio de las pinturas de Miguel
de Santiago, que adornaban las galerías de los claustros. Pero ellas reclaman un capítulo
aparte.
Las construcciones monumentales del siglo XVII constituyen la expresión mejor del
poder de la Iglesia y del influjo social de las Comunidades religiosas. La presencia del
hermano Marcos Guerra fue decisiva para introducir en Quito la cubierta abovedada de
la nave central y la cúpula en el crucero. La descripción del túmulo, levantado en la
Catedral para las exequias de la reina Margarita en 1613, demuestra que eran familiares
en el ambiente las características de los órdenes griegos, en la estructura de las columnas,
con el significado que les asignó Vitruibio.
La morfología de la cultura puede advertir que en el siglo XVII se produjeron las abras
más notables de que puede gloriarse la historia ecuatoriana. A la construcción de templos
y conventos, correspondieron, simultáneamente, la organización de los estudios
universitarios, la publicación de obras notables de jurisprudencia, el florecimiento de las
Bellas Artes y la gran acción misionera en las selvas orientales.
Capítulo VIII
II.- Escultura
Los frontispicios de los templos del siglo XVII conservaron los cánones del estilo clásico
en la sobreposición de las columnas con la división horizontal de los entablamentos. En
cambio, en las bóvedas, arcos y pilastras se introdujo un elemento puramente decorativo
de reminiscencia mudéjar y de inspiración barroca. Del hermano Marcos Guerra afirmó
una vez más el padre Mercado, que «no sólo era arquitecto, sino también grande escultor».
Este dato explica la unidad que se observa en el templo de la Compañía entre la estructura
arquitectónica y la ornamentación decorativa. El templo de San Francisco y la primitiva
catedral adornaron la techumbre con artesonado mudéjar, que se adoptó también para el
de Santo Domingo. La Compañía, en cambio, consultó en su plano, tanto la estructura
abovedada como la decoración, en unidad constructiva. Esta modalidad inició el primer
paso del llamado barroco estucado, con la técnica de la yesería modelada o el labrado de
madera que se sobrepone a los paños en que se aplica, sin comprometer las líneas
arquitectónicas.
La arquitectura que se sirvió del barroco para decorar sus elementos estructurales propios,
ofreció sus muros al pleno desarrollo del movimiento dinámico del barroquismo, que
asumió personalidad en la composición de los retablos. Este estilo histórico apenas
reconoce límites en sus manifestaciones, como que es la expresión vital del espíritu
humano. Nos limitaremos aquí a señalar algunas de las modalidades que se ofrecen en los
retablos quiteños.
Mejor suerte han tenido los retablos colaterales del Santuario de Guápulo. El diseño lo
trazó el capitán don Marcos Tomás Correa. Aprobado luego por los capitanes Pedro de
León Maldonado y Agustín de la Sierra, fue ejecutado por el escultor Juan Bautista
Menacho, en el último decenio del siglo XVII. El retablo del altar ha sido reconstruido
sobre el modelo del primitivo, que consta en uno de los lienzos de Miguel de Santiago.
Las columnas tienen decorado el fuste. Debiendo cubrirse un espacio notable, se han
dispuesto los retablos en tres cuerpos divididos por un entablamento horizontal y por
cuatro pares de columnas verticales, que forman con el cruce tableros rectangulares
cubiertos de pinturas. En el retablo principal, el nicho destinado a la imagen de Nuestra
Señora de Guápulo ha determinado la verticalidad del callejón del centro, nota
característica de los retablos del siglo XVII.
De ese mismo siglo data el retablo de la Capilla del Rosario. Puesto que la imagen de
Nuestra Señora constituía el motivo único del altar, todo el conjunto converge y se explica
por el nicho central, que tiene debajo un pequeño ostensorio y encima un nicho para el
grupo de la Trinidad. Dos columnas corintias, decoradas en el fuste con palmas
sobrepuestas en espiral, cortejan al ostensorio y el nicho del medio y hacen consonancia
con dos esquineras, para soportar el entablamento que sirve de base al segundo cuerpo
que se contrae para rematar a modo de corona. Ningún detalle se aísla con personalidad
independiente. Todas las partes intervienen en función de una totalidad. Hasta hace un
siglo los espacios brillaban con espejos: hoy se los ha reemplazado con representaciones
de los misterios del Salterio mariano. En su estructura, el retablo del Rosario es la
expresión más caprichosa del barroquismo del siglo XVII.
En Quito hay que destacar un factor social que intervino en la construcción de los retablos.
Nos referimos a las Cofradías que pugnaron por demostrar su vitalidad religiosa. Cada
iglesia contaba con numerosas asociaciones con personería propia, que se preocuparon
por dotar de altares a la imagen de su devoción. En la Catedral había la de San Pedro. San
Francisco tenía las de Vera Cruz, de San Lucas y la de la Virgen de Dolores en Cantuña.
En la Compañía se habían organizado la de Nuestra Señora de Loreto, de la Trinidad y
del Ecce Homo. Santo Domingo dirigía las del Rosario, del Dulce nombre y San Isidro
Labrador. En el Sagrario, se habían establecido las del Santísimo y del Salvador. La
Merced contaba con las Cofradías del Señor del Amor y de San Miguel Arcángel. San
Agustín tenía la Cofradía del Señor de la Buena Esperanza y de la Virgen de la
Consolación. El Quinche y Guápulo habían organizado Cofradías propias para el culto de
sus respectivas imágenes. Era esto una herencia de España, que había proliferado en
América. Cuando se redactó el documento de erección de la Diócesis de Quito hacia 1550,
se dijo expresamente que se adoptaba el ceremonial de la Diócesis de Sevilla, donde
estaban ya organizadas las célebres cofradías de los pasos de Semana Santa. Las
Cofradías resultaron las asociaciones religiosas que patrocinaron a tallistas e imagineros,
organizados a su vez en gremios con talleres de trabajo especializado.
A comienzos del siglo XVII algunas cofradías habían convertido las Procesiones en parte
integrante de función religiosa. Durante la Cuaresma los franciscanos habían organizado
la Procesión de los pasos los miércoles con los indios y los viernes con los españoles. La
Cofradía de la Vera Cruz tenía su «Procesión de Sangre» los jueves de Cuaresma. Las
procesiones más célebres y concurridas eran las de la Cofradía del Rosario de los
naturales, que se tenía el Miércoles Santo, y de la de los españoles, el Viernes Santo. De
una y otra da testimonio Rodríguez de Ocampo. «Esta hermandad (de los naturales) dice,
ha lucido y permanecido muchos años ha incesablemente, como se ha demostrado en las
procesiones generales de los Miércoles Santo, cuando salen en procesión con insignias y
cruces de la Pasión de Nuestro Señor, con gran número de penitentes, a donde se llevan
más de 1500 luces de cera con mucha devoción juntamente con la gran procesión de la
Soledad de Nuestra Señora, cofradía de españoles, que se ha hecho de muchos años a esta
parte con la devoción, reverencia, luces, silencio, insignias de la Pasión, sepulcro con la
imagen de Nuestro Redentor difunto, que ha dado memoria en todo este reino de la
veneración con que se ha celebrado y celebra cada Viernes Santo». Concluida la
procesión de la Soledad, salía de inmediato la de la Cofradía de españoles e indios,
organizada en el templo de la Merced. El domingo de Pascua en la madrugada salía la
procesión de Jesús Resucitado del templo de San Agustín, que entraba en la Catedral por
la puerta del Perdón y volvía después de haber recibido la bendición de su Divina
Majestad.
Imaginería
Podían los imagineros haber constituido una rama independiente, por la técnica especial
que requería su labor. Desde luego debía seleccionarse la materia prima, que por lo
general fue el cedro incorruptible. Labrada la imagen se seguía el trabajo del encarnado
en las partes desnudas y del policromado en las partes cubiertas de vestido. La calidad del
policromado dependía de las posibilidades económicas del cliente. El fondo plateado o
dorado daba esplendor a los dibujos sobrepuestos. Otras veces el dibujo se hacía en oro o
plata sobre fondo de color. El encarnado era por lo general brillante, efecto conseguido
mediante la frotación con la vejiga del carnero. No pocas veces el vestido era estofado, o
sea, con tela encolada que permitía la figuración de los pliegues en caprichosas formas.
Los imagineros formaban parte del gremio de escultores, trabajadores anónimos que
interpretaban las devociones del culto religioso popular.
Este carácter de anonimato se puede observar en los datos que refieren la hechura de la
imagen sin mencionar al imaginero. Sánchez Solmirón escribe que en la Catedral había
dos imágenes en bulto de San Jerónimo, una que hizo trabajar el Cabildo Eclesiástico
y «otro de bulto más pequeño que hizo otro escultor por orden del dicho Diego de
Portugal». En el libro de cuentas de la Cofradía de San Pedro se asienta la data del gasto
por la hechura de una imagen del apóstol (1645). El padre Antonio Bastidas compuso
unas décimas para celebrar «una imagen de bulto de San Francisco Javier», que mandó
labrar el presidente don Martín de Arriola. En el Museo de San Francisco se exhibe la
imagen del tamaño natural del Señor Paciente, que lleva en el vuelo de la peaña la
inscripción del devoto que lo mandó hacer a principios del siglo XVII. Recordamos ya
que para los funerales de la reina Margarita en 1613, el regidor Sancho Díaz de Zurbano
reunió al gremio de escultores para que hicieran las imágenes que debían integrar la
composición del túmulo en la catedral. Fueron diecisiete las imágenes talladas; pero no
consta el nombre de ninguno de los escultores imagineros.
Los escultores
Por la relación de la madre Mariana de Jesús Torres, se sabe que la imagen de Nuestra
Señora del Buen Suceso fue labrada por el escultor Francisco del Castillo, quien hizo
también para el Monasterio de Conceptos las imágenes del Señor atado a la Columna y
de la Virgen de los Dolores. El escultor vivía junto al Monasterio de San Clara y vendió
su casa a las monjas para que ampliaran el sitio de los claustros.
Como escultor imaginero se distinguió también el hermano Marcos Guerra, quien hizo
las imágenes de San Ignacio y de San Francisco Javier para los retablos de los brazos del
crucero del templo de la Compañía.
Al padre Francisco Benítez se atribuyen los relieves de los santos franciscanos, que
decoran los espaldares de los escaños del coro de San Francisco.
El imaginero más representativo del siglo XVII fue el padre Carlos, conocido con este
nombre sin más referencia familiar. El único dato positivo es el encontrado al pie de la
imagen de San Lucas, de la Cofradía de pintores, donde se consigna lo siguiente: «El año
de 1668 se acabó esta efigie del Señor San Lucas Evangelista y la hizo el padre Carlos y
la renovó Bernardo de Legarda siendo su Síndico el año de 1762, a su custa, a que
concurrieron siendo priostes en otros años don Lucas Basca, don Victorio Bega, don
Joseph Cortés y don Joseph Riofrío, con diadema de plata, paleta, brocha y tienta, todo
lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata».
La fama del padre Carlos, como imaginero notable, se conservó en el ambiente y fue
Eugenio Espejo quien consignó el aprecio tradicional, lo mismo que la referencia de las
obras que se le atribuían. En Primicias de la Cultura de Quito escribió Espejo: «Cuando
estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus
primorosos cuadros el diestro tino de Miguel de Santiago: entonces el mismo padre
Carlos, con el cincel y el martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería
superar en los troncos vivas expresiones del pincel de Miguel de Santiago; y en efecto
puede concebirse a qué grado habían llegado las dos hermanas, la Escultura y la Pintura,
en la mano de estos dos artistas, por cola la Negación de San Pedro, la Oración del
Huerto y el Señor atado de la Columna del padre Carlos».
Al mismo imaginero se atribuyen las imágenes de San Juan Bautista y San Francisco de
Paula, que se hallan en el altar de Santa Ana de la Catedral de Quito.
La tradición ha señalado a Olmos como autor del Cristo de la agonía, que se venera en la
parroquia de San Roque. De ser cierto este dato, habría que hacer a este imaginero, al cual
se le ha dado el apodo de Pampite, contemporáneo del padre Carlos y de Miguel de
Santiago. La razón es porque don José Valentín de Goríbar, padre del pintor Goríbar, en
su testamento, otorgado el 20 de setiembre de 1685, ordena que se le entierre en la
parroquia de San Roque, «en el altar del Santo Cristo de la Misericordia, donde están
enterrados sus deudas y de donde es parroquiano».
La imagen de este Crucifijo es de un dramatismo impresionante, por la actitud y las llagas
sangrantes. Acaso esta forma de representación haya sido la causa para que se atribuyeran
a Pampite una serie de Cristos, con las llagas abiertas, de contorno amoratado y de
expresionismo trágico.
Por lo visto, son pocos los escultores e imagineros del siglo XVII, de que hace mención
la historia. Los más han quedado anónimos, no obstantes que sus retablos embellecían los
templos y sus imágenes habían dado aliento al culto.
CAPÍTULO IX
III.- Pintura
Hernando de la Cruz
Miguel de Santiago
Refiere el padre Mercado que dos amigos del hermano Hernando de la Cruz
procuraron que pintores hiciesen varios retratos del difunto sobre el modelo del cadáver.
¿Qué pintores había en Quito hacia mediados del siglo XVII? Con data de 1645 y las
iniciales de Miguel de Santiago existe, en la colección de don Víctor Mena, un lienzo de
la Flagelación. En el Monasterio de la Concepción de Cuenca se conserva un cuadro de
Santa Lucía que lleva esta inscripción al pie: «Frater Thomas del Castillo - Fecit anno
1654 - Noviembre 28». Es el dominicano quiteño, conocido como «lindo pintor de pincel,
nacido en Indias, edad cuarenta y siete años», en 1640. En la misma colección de Víctor
Mena consta un lienzo de San Francisco de Asís, pintado en Quito en 1657 por Juan
López. Estos pintores contemporáneos al hermano Hernando de la Cruz, no pudieron
prescindir del ambiente artístico creado por el pintor jesuita.
En este ambiente surgió la figura de Miguel de Santiago, que llevó el arte colonial
quiteño a la máxima altura en el arte hispanoamericano. Nació en el Alto de Buenos Aires,
parroquia de Santa Bárbara, donde pasó toda su vida. Fue hijo de Lucas Vizuete y de
Juana Ruiz. De la madre heredó la casa nativa, que la amplió con solares para huerta y
una nueva casa. Joven se casó con doña Andrea Cisneros y Alvarado, allegada a la familia
de Mariana de Jesús. En su matrimonio tuvo por hijos a dos Agustines y un Bartolomé,
que murieron niños; a Isabel Cisneros y Alvarado que casó con el capitán Antonio Egas
y a Juana de Ruiz y Cisneros, que le dio un nieto llamado Agustín. La naturaleza le dotó
de larga vida. En el transcurso de los años fue perdiendo sucesivamente a sus tres hijos
varones, a su esposa, a su hija Juana y a su yerno Antonio Egas. Para su cansada vejez no
le quedaran más que su hija Isabel, su nietecito Agustín de ocho años y una sirvienta
llamada Ana Galarza, a quien gratificó sus servicios con un pedazo de tierra en el Alto de
Buenos Aires. Tal fue el escenario de familia en que se desarrolló su vida.
Dos sucesos extraordinarios determinaron en su juventud la suerte futura de su vida.
El uno fue la adopción legal que le hizo don Hernando de Santiago y el otro el mecenazgo
del padre fray Basilio de Ribera. Por el primero adoptó el apellido de Santiago, con que
firmó sus lienzos y fue conocido socialmente. Es, sin embargo, de notar que a ninguno de
sus hijos transmitió este apellido adoptado. En su testamento afirmó
expresamente: «Declaro que durante el matrimonio tuvimos y procreamos por nuestros
hijos legítimos a Agustín de Cisneros, otro Agustín, Bartolomé de Cisneros, doña Isabel
de Cisneros y Alvarado, viuda del capitán don Antonio Egas y a doña Juana de Ruiz y
Cisneros; y los dichos varones murieron sin dejar herederos y la dicha doña Juana falleció
dejando un hijo llamado Agustín Ruiz, de edad al presente de ocho años que lo tengo en
mi poder». Por lo visto, a sus hijos impuso el apellido de su esposa o el de su madre.
Para su porvenir de artista resultó providencial el encuentro con el padre Basilio de
Ribera. Rodríguez de Ocampo, en su Relaciónescrita en 1650, dice simplemente que el
padre Basilio de Ribera era entonces «religioso esencial» de su Religión. En cambio, hace
un cumplido elogio del padre maestro Francisco de la Fuente y Chaves, a quien atribuye
la organización de la economía del convento, con la adquisición de la hacienda del Callo,
la instalación de un obraje de paños, la dotación de Capellanías al Convento y con la
explotación de canteras y tejares para la fábrica del Convento, el cual se estaba
edificando «con claustro bajo de cal y canto, arquería y pilares curiosamente labrados,
sacristía, enfermería, refectorio y demás oficinas, que después de todo acabado será de
los edificios más supremos que haya en todos estos reinos». Desde 1632, cuando aún era
estudiante, aparece fray Basilio de Ribera como Secretario del provincial padre de la
Fuente y Chaves. En 1637, ordenado ya de sacerdote, fue designado Prior del Convento
de Latacunga. En 1640 reanudó su carrera de estudios hasta adquirir el título de Lector
Primario de Teología. Designado nuevamente como Secretario del Provincial, el padre de
la Fuente y Chávez le nombró de Visitador de la Provincia con el título de Vicario
Provincial. En 1645 recibió el grado de Doctor y Maestro en Sagrada Teología. Data de
esta fecha la poesía del padre Antonio de Bastidas, que celebró el ascenso del padre
Ribera. En esta composición, que consta de treinta cuartetos, el poeta jesuita descubre las
relaciones íntimas entre la fuente y la ribera, para celebrar la unión espiritual entre el
padre de la Fuente y Chávez y el padre de Ribera.
El padre de la Fuente y Chávez vació su espíritu en el padre Ribera, para que fuera
el continuador de sus obras. La posición social de que él gozaba facilitó al padre Ribera
el cultivo de amistad con personas influyentes en el medio ambiente. Así se explica que,
en el tiempo que estuvo a la cabeza del Convento y luego de la Provincia, el padre Ribera
llevase a cabo las obras, tanto de la iglesia como de los claustros, comenzados por el padre
de la Fuente.
Aludimos; ya al elogio que hizo del padre Ribera el editor del Poema heroico de
Hernando Domínguez Camargo, en la dedicatoria. La edición apareció impresa en Madrid
en 1666. Para ese año, en que el padre Ribera concluía el segundo período de su
Provincialato, se refería a las obras realizadas y que estaban realizándose en el Convento
de San Agustín. «Atendiendo, se decía, con el desvelo que vemos al adorno de la iglesia,
prosigue cada día con más calor, no sólo en la erección de la portada, en que tantos meses
se esmera el primor y el cuidado; pero también en el edificio interior. Pues acabado el de
profundas, en breve veremos consumado el refectorio. Obras tan grandes, que ellas solas
sirven de segundo claustro; tan fuertes y soberbias, que en su eminencia se hallan
divididas muchas celdas con la capacidad del claustro primero, que admiramos ya
perfeccionado: no sólo con todo el primor de la arquitectura pero con los esmeros y aliños
que publica la fama, de tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran padre agustino,
ya con los ingeniosos atributos esta mayor lumbrera de la iglesia, a donde los pinceles
más delicados pudieran estudiar perfecciones; ya con la pila o fuente coronada del sol».
Es la primera vez que se hace alusión a la galería de lienzos pintados por Miguel de
Santiago, cuando no habían transcurrido sino diez años de su inauguración. El padre
Basilio de Ribera había convertido su convento en taller de artes y oficios. Los
picapedreros labraban los bloques lapídeos para el frontispicio del templo. Los albañiles
se ocupaban con la construcción del segundo piso del convento. Los talladores modelaban
las figuras del artesonado de los claustros bajos y hacían los marcos en que debían
encuadrarse los lienzos de la vida de San Agustín. Para la ejecución de la pintura, el padre
Ribera había puesto los ojos en el joven Miguel de Santiago, que acababa de cumplir sus
veinte años. No podía darse mejor oportunidad a un artista para el comienzo de su carrera.
Dos factores se unían para propiciar la obra, la una favorable a la formación del artista, la
otra, a la trascendencia de su fama: eran la procuración de modelos y el patrocinio
económico sobre cada lienzo concluido.
Los padres Leonardo de Araujo y Basilio de Ribera, en su viaje a Madrid y Roma,
habían traído consigo la colección de grabados de la vida de San Agustín, debida al buril
de Shelte de Bolswert (1586-1659). Esta serie de láminas facilitó a los agustinos del
Cuzco y de Lima para decorar los claustros conventuales con los episodios de la vida de
su santo fundador. A Miguel de Santiago se le impuso la tarea de interpretar, a su vez, los
grabados, en lienzos de tamaño igual, que pudieran enmarcarse en un espacio de 3,10 x
2,70, componiendo la galería de molduras labradas y doradas que rodeaban los claustros
bajos del Convento.
La serie de grabados ofrecía una gran variedad de elementos a la interpretación del
artista. Para la tectónica de la composición había como fondas, estructuras arquitectónicas
y paisajes de profundidad o simplemente aglomeración de personajes. El protagonista, de
edad varonil, vestía a veces el hábito religioso y más de ordinario llevaba la capa pluvial
con la mitra. Fuera del santo, había de acuerdo con los motivos, una infinidad de
personajes erectos o sedentes y en diversas actitudes. De hecho se ofrecía al artista la
posibilidad de ejercitarse en toda clase de representaciones.
El joven artista optó, para figurar el cielo, un blanco de ocre, con una capa de verde
frío y sobre posición de nubes sombreadas. Para las estructuras arquitectónicas utilizó el
gris café, interponiendo a veces ocre según los elementos. En los fondos de paisaje
contrastó la figuración de árboles cercanos con la profundidad en tonos de verde frío que
terminaban en nubes ligeramente sombreadas. En las apariciones celestes rodeaba a las
figuras de un contorno de ocre amarillo claro. La capa pluvial del santo se decoraba con
una cenefa bordada de diversas figuras en ocre oscuro y claro con flores estilizadas en el
cuerpo del manto.
Esta iniciación de la carrera con modelos europeos por delante, desarrolló en el
artista el sentido de la composición y el colorido. Sin procurarlo personalmente, se vio en
el trance de comenzar su profesión imitando modelos. En realidad era el modo de
formación utilizado entonces por los artistas españoles. La crítica moderna ha
comprobado el influjo que Flandes e Italia tuvieron en los pintores españoles. Durero y
Holbein y más tarde Rubens y Van Dyck inspiraron también a los pintores de América, a
través de los grabados. De los grabados de Bolswert aprovechó también, el pintor
cuzqueño Basilio Pacheco para los lienzos de las galerías agustinianas de Lima y el
Cuzco. Sin embargo, nuestro artista de veinte años supo dar vida duradera a los cuadros
que pintó para el Convento de San Agustín de Quito.
El ascendiente social del padre Ribera se convirtió en medio eficaz de propaganda
de la habilidad precoz de Miguel de Santiago. El Provincial de los Agustinos había
conseguido que sus amigos costeasen la hechura de los cuadros, con el aliciente de hacer
constar sus nombres en cada lienzo respectivo. Aún más, los que tenían blasón nobiliario
de familia harían pintar el escudo familiar al pie del cuadro. Al artista se le ponía en el
caso de interpretar la heráldica, lo cual le facilitaba ponerse en contacto con los
interesados.
Fueron dieciséis los donantes, con blasón nobiliario, que patrocinaron la pintura de
un lienzo. Entre ellos constaban funcionarios de la Audiencia, como el presidente doctor
Pedro Vázquez de Velasco y los oidores Juan de Morales Aramburo y Luis José Mello
de la Fuente; personajes de Iglesia, como el ilustrísimo señor Alonso de la Peña y
Montenegro; los canónigos doctores José de Borja, Fernando de Loma Portocarrera y
Francisco de Velasco y Zúñiga; señores representativos como Francisco Ponce Castillejo,
capitán Francisco Álvarez Bortello, el corregidor Gabriel de Avendaño y Zúñiga y el
contador y Juez Oficial de la ciudad Antonio de la Chica Cevallos, el mercader don Pedro
Montero de la Calle y doña Leonor de Saavedra y Monroy, el doctor Pedro Jiménez de
Veles y el Comisario del Santo Oficio don Francisco Serrano Montero. Entre los
religiosos, sólo el padre Pedro de San Nicolás, Definidor de la Provincia, hizo constar su
blasón de familia en el lienzo costeado por él. La interpretación de la heráldica fue el
aporte original de Miguel de Santiago en los cuadros de la vida de San Agustín.
A mediados del siglo XVII era corriente el aprecio de los blasones nobiliarios.
Sánchez Solmirón en 1650 insistió en este aspecto, al hablar de los canónigos que
integraban el personal del Cabildo. Se refirió precisamente al doctor Francisco de Velasco
y Zúñiga, nieto de Sebastián de Benalcázar; a don Fernando de Loma Portocarrera, hijo
del Tesorero de la Real Audiencia del mismo nombre y de doña Leonor de Zorrilla, hija
a su vez del oidor don Pedro de Zorrilla y a don Álvaro de Cevallos, tío de Antonio de la
Chica Cevallos, descendientes del Registrador de la Cancillería. El canónigo Borja
exhibía en su blasón el toro característico de este noble apellido.
Fuera de estos dieciséis con escudo de nobleza, figuran treintitrés donantes más que
hicieron constar su nombre en los cuadros de la galería. Unos fueron sacerdotes, otros
seglares acomodados y los más, religiosos de San Agustín que ocupaban cargos. No todos
los lienzos fueron pintados por Miguel de Santiago. La inscripción que lleva el cuadro de
la dedicatoria dice simplemente: «Este lienzo con doce o más pintó Miguel de Santiago
en todo este año de 1656 en que se acabó esta Historia». Algunos lienzos llevan las
iniciales M de S que identifican al artista y permiten, por comparación, señalar los otros
que deben atribuírsele.
Al pie de cada lienzo de la colección, consta, después del nombre del donante, la
descripción del motivo desarrollado, con indicación de la fuente en que se hallaba narrado
el episodio representado. Con el detalle del libro y del capítulo se mencionan a San
Próspero, Posidonio, Maburno, Angelis, Jacobo de Vorágine, que escribieron acerca de
San Agustín.
En conclusión, para la vida artística de Miguel de Santiago, fue una escena simbólica
este primer triunfo en su larga carrera de pintor. No fue únicamente su gran ensayo
pictórico. Para interpretar los grabados hubo antes de compenetrarse de los episodios de
la vida del santo, estudiándolos en los biógrafos más autorizados. Mientras pintaba tuvo
ocasión de tratar con las personas más representativas de la sociedad, que se convirtieron
en sus clientes.
Desde el punto de vista humano, surgió en su corazón el amor a San Agustín, que le
acompañó toda la vida. Buscó un medio de manifestarlo, bautizando a sus hijos con el
nombre del Doctor de la gracia. Cuando murió, el escribano Cevallos y Velasco «halló el
cuerpo de Miguel de Santiago tendido en el suelo, con hábito de la Religión del Gran
Padre San Agustín por mortaja y un santo Cristo Crucifijo en el pecho, asido a las manos»,
tal como él había pintado a San Nicolás el año de 1672. Además en su testamento hizo
constar esta cláusula: «Encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor, que la crió y redimió
con su preciosa muerte y pasión, y el cuerpo a la tierra de que fue formado, el que quiero
y es mi voluntad sea sepultado en la iglesia del Convento del gran padre San Agustín y
entierro de los religiosos de él, en virtud de Bula que tengo para ello en mi poder».
Años más tarde se ofreció a Miguel de Santiago ocasión de trabajar en compañía de
una nueva generación de artistas. Desde fines del siglo XVI se había inaugurado en
Guápulo el culto de Nuestra Señora de Guadalupe, con una imagen labrada por Diego de
Robles. La santa efigie se convirtió en milagrosa y Guápulo en su santuario, que comenzó
a ser frecuentado por devotos romeriantes. El ilustrísimo señor López de Solís hizo
levantar la primitiva iglesia y dio aliento a la Cofradía organizada para el culto de la
imagen. A mediados del siglo XVII era cura de Guápulo el licenciado Lorenzo de Mesa
Ramírez y Arellano, quien comenzó en 1649 la construcción del nuevo templo, a cargo
de la Cofradía de Nuestra Señora. Al licenciado sucedió en el curato el doctor José de
Herrera y Cevallos, quien llevó a cabo la obra total del templo, con limosnas procuradas
en un recorrido que hizo en 1676, para acrecentar los fondos de la Cofradía.
Bajo el patrocinio de este generoso sacerdote se juntaron en Guápulo los artistas de
renombre en aquel entonces. El arquitecto franciscano hermano Antonio Rodríguez
vigilaba la construcción. El capitán Marcos Tomás Correa trazaba los diseños de los
retablos, que los ejecutaba el escultor Juan Bautista Menacho. Miguel de Santiago recibió
el encargo de realizar la obra pictórica. En este ambiente de familiaridad artística se
verificó el 10 de octubre de 1688 la ceremonia del bautizo del primer hijo del joven pintor
Nicolás Javier Goríbar, vinculado con Miguel de Santiago por el parentesco y la afición
al arte.
Miguel de Santiago pasaba de los cincuenta cuando pintó los cuadros de Guápulo.
Habían transcurrido treinta años desde que pintara la vida de San Agustín. Ahora se le
encargó pintar lienzos para los marcos de los retablos e interpretar los episodios de los
milagros hasta entonces realizados por Nuestra Señora de Guápulo.
De los favores concedidos por la Virgen, unos habían sido individuales, realizados
en la intimidad de un hogar, ante la faz del público, o en un escenario de paisaje natural;
otros habían sido colectivos, en que intervenían el pueblo y la Naturaleza. Todos
constituían el asunto que se ofrecían a la interpretación del artista. Esta vez no había
modelos. Los hechos se mantenían frescos en la memoria de los devotos.
Ente los lienzos, que representan un favor personal, hay uno que lleva las iniciales
del pintor. En la inscripción del pie se enuncia un doble motivo «Habiendo prometido
don Francisco Romo ir a pie a un novenario, fuese a mula y le arrastró desde la esquina
de la plaza en el año de 1665. Y un hijo suyo estando comiendo se le atravesó un hueso
y lo sacaron lleno de sangre». La imagen de Nuestra Señora desde el cielo del lienzo
preside las dos escenas, la del caballero echado al suelo por la mula y el grupo que rodea
al niño en actitud de extraer el hueso. El artista para interpretar este doble asunto ha
utilizado un lienzo en que se hallaba pintada una Sagrada Familia, que va reapareciendo
por efecto del tiempo, que ha diluido los colores sobrepuestos.
Otro lienzo representa una gracia realizada en el templo a presencia de un público
espectador. La inscripción anota: «En el año de 1646 en presencia del señor obispo don
Agustín Duarte y el presidente don Martín de Arriola, llegó una india endemoniada
estando en la Misa Mayor y quedó muerta y después que se acabó la Misa se levantó sana
y buena». En el fondo de la composición aparece el antiguo retablo del Santuario. A lado
y lado se hallan con su comitiva el obispo Duarte y el presidente Arriola. Las miradas de
todos convergen a la india en ademán de levantarse.
Con fondo de paisaje montañoso se representa otro milagro individual, cuyo asunto
consta en la inscripción que sigue: «En el año 1634 trajeron una india del pueblo de Pujilí
enferma que había estado años tullida; viéndose imposibilitada de la salud acudió al
remedio de la Virgen Santa y fue a su casa habiendo asistido diez días luego de ir [...]
sana y buena».
Entre los favores de tipo colectivo figuran tres en que el artista ha representado el
ambiente paisajístico. Uno de ellos lleva esta inscripción poética: «Con el sol con el agua
por todos tiempos a pedir de boca a los labradores Nuestra Señora de Guadalupe nos
ampara». La imagen de la Virgen con un fondo ocre de amarillo claro contrasta con las
nubes preñadas de agua que se cierne sobre los campos sedientos de la lluvia.
Un caso similar se representa en otro lienzo que interpreta el milagro contrario de
suspender la caída de la lluvia amenazante, para permitir que los campesinos concluyan
su cosecha de trigales.
Otro lienzo ofrece el espectáculo del ambiente calcinado por el sol del verano, con
la tierra reseca y agrietada. La siguiente inscripción señala el asunto: «En el año 1621
hubo en la ciudad de Quito una ceca grande que se abría la tierra en muchas grietas y
llegó a morir todo el ganado y en punto de perecer la gente, si no acordaran llevar a la
Virgen en procesión y la pusieron en Santa Bárbara de donde la llevaron a la Catedral y
al punto con lluvia socorrió la necesidad».
Son doce los lienzos que componen la colección de la Sacristía de Guápulo y se
pintaron bajo la dirección de Miguel de Santiago.
Frente a esta tradición constante, suscitó una revisión crítica la Señora Teresa López
de Vallarino en 1950. En su vida del hermano Hernando de la Cruz, atribuyó a éste la
paternidad artística de los Profetas de la Compañía, basándose en la afirmación del padre
Morán de Butrón, que decía que todos los cuadros existentes en la Compañía habían sido
pintados por el hermano Hernando.
No fue difícil volver por la tradición. El hermano Hernando murió en 1646. Ahora
bien, data de 1710 la Biblia Sacra, editada en Venecia por Nicolás Pezzana, donde se
encuentran los grabados de que se sirvió el artista para pintar los cuadros de los profetas.
Por otra parte, el grabado, cuya composición hizo Goríbar en 1718 comprueba las
relaciones del artista con la Compañía de Jesús.
En 1957 se publicó en Bogotá la Historia de la Compañía en el Nuevo Reino y Quito,
escrita por el padre Pedro Mercado. Al referirse el autor al hermano de la Cruz le atribuyó
un lienzo que todavía se conserva en la Sacristía. La simple comparación de técnica y
colorido obliga a concluir que los Profetas no pudieron ser pintados por el hermano
Hernando de la Cruz.
Con Goríbar se cierra el cielo de influjo de Miguel de Santiago. Los dos pintores
elevaron su arte a la altura máxima a que llegó el arte pictórico en Hispanoamérica. La
calidad de la tela, la preparación de fondos, la composición de las figuras, la aplicación
de los pigmentos de color, fueron características en los dos pintores quiteños. Después de
ellos el arte del siglo XVIII decayó en técnica, y colorido, como podremos comprobar
más tarde.
Capítulo X
En Quito había desde el siglo XVI, una aspiración legítima por los grados
universitarios. El Cabildo, en sesión del 31 de agosto de 1576, acordó conferir poder al
padre dominico Hernando Téllez para que pidiese al Rey fuese servido «de hacer merced
a esta ciudad el que en ella se asiente y haga Universidad para que en ella se lean todas
ciencias y facultades, atento a la comunidad y buen aparejo que hay y necesidad».
Sin efecto este primer intento, el padre Pedro Bedón escribió por cuenta propia al
Rey el 10 de marzo de 1598. Con experiencia personal que había adquirido en Lima y
Bogotá, razonó su petición, exponiendo los motivos que reclamaban el establecimiento
de Universidad en Quito. Había en la provincia sujetos excelentes que se privaban de
adquirir grados por la enorme distancia en que se hallaban las universidades de Lima y
Bogotá. Quito gozaba de un clima favorable a los estudios y de fácil provisión de
alimentos. El padre Bedón aducía su experiencia de trece años de Catedrático en Quito y
cuatro en Bogotá, donde había formado muchos discípulos que trabajaban ya en el
apostolado.
El florecimiento de los estudios en el Colegio de San Pedro Mártir de Quito reafirmó
en el criterio de profesores y alumnos el anhelo de coronar la carrera con grados
universitarios. El Capítulo Provincial de 1624, celebrado en el Convento de la Recoleta,
nombró por Definidor para el próximo Capítulo General y Procurador ante las cortes de
Madrid y Roma, al padre Raimundo Hurtado. Además de las recomendaciones como
Definidor, llevaba, como Procurador, la comisión expresa de conseguir para el Colegio
Dominicano de Quito la facultad de conferir títulos universitarios. No fue precisamente
el padre Hurtado, sino el padre José Ferrer, quien consiguió interesar al Rey sobre el
asunto de la Universidad. En efecto, con fecha 24 de agosto de 1626, el Monarca despachó
una cédula, tanto al Virrey de Lima, como al Presidente de la Audiencia de Quito,
pidiéndoles que informasen sobre el particular. En ese documento declaraba el Rey que
el Papa, a instancias de Felipe III por pedimento de las Órdenes de Santo Domingo y la
Compañía de Jesús, había extendido un Breve, por el que facultaba que los estudiantes
que cursasen las facultades de artes y Teología en los Estudios Generales, que dichas
religiones tenían en Chile, Nuevo Reino y Filipinas, pudiesen ser graduados de
Bachilleres, Licenciados, Maestros y Doctores en dichas facultades. El padre Ferrer, a
nombre de la Provincia, pedía, pues, que la facultad de conferir grados se concediese al
Colegio y Estudio General de San Pedro Mártir de Quito.
No dio resultado favorable esta solicitud oficial. El Colegio contaba con número
suficiente de maestros y alumnos, pero no con rentas que garantizasen la organización de
Universidad. Además la Compañía de Jesús había obtenido, el 2 de febrero de 1622, el
pase regio al Breve de Gregorio XV In super eminenti del 8 de agosto de 1621, en que se
concedía a los Colegios de América y Filipinas la facultad de conferir los grados
académicos. El padre Florián de Ayerve presentó ante la Audiencia de Quito los
documentos pontificio y regio y estableció la Universidad de San Gregorio.
El proyecto de Universidad quedó diferido, pero no deshecho. Con el objeto de
preparar su realización, el Capítulo General de 1656 mandó a la Provincia construir un
edificio aparte para un Colegio especial, destinado a doce estudiantes teólogos, a modo
de los colegios establecidos en España y que últimamente se había fundado en Lima.
Debían estudiar en él tan sólo los estudiantes más aprovechados, que podían obtener plaza
por concurso formal entre sus compañeros de la Provincia.
El padre general fray Juan Bautista Marinis insistió, en 1662, en la Ordenación del
Capítulo General y para obligar su cumplimiento mandó organizar estudios generales con
esta nueva modalidad en los Conventos de Quito y de Pasto, nombrando de hecho
Regentes respectivamente a los Padres Francisco de la Torre y Cristóbal Villafuerte.
Determinó que las cátedras de estos estudios las obtuviesen los lectores por rigurosa
oposición llevada a cabo en el Convento de Quito por un día natural, sobre tesis señaladas
por el Padre Provincial, el Regente y el Maestro más autorizado del Convento y ante un
tribunal compuesto por el mismo Provincial, el Prior del Convento y los maestros
presentes en Quito.
Rehabilitado el Colegio de San Pedro Mártir con las medidas eficaces tomadas por
el reverendísimo padre de Marinis, la Provincia pudo dar los pasos legales para realizar
el soñado proyecto de Universidad. Efectivamente, el Capítulo Provincial, reunido en
Quito en setiembre de 1676, acordó llevar a cabo la fundación de un Colegio para seglares
y de una Universidad oficial. Con este fin nombró para Definidor al próximo Capítulo
General y Procurador en las Cortes de Madrid y Roma al Padre Ignacio de Quezada. El
padre Quezada, durante el mes de junio de 1677, consiguió recomendaciones a favor del
proyecto, de parte de la Audiencia, del Obispo, de los Cabildos secular y eclesiástico, de
la Provincia Dominicana y del Obispo de Popayán. Para prevenir la objeción de que había
ya Universidad en Quito, todos convinieron en afirmar que el Colegio de San Luis y la
Universidad de San Gregorio, tanto por el local como por el número de alumnos, no
bastaban a satisfacer las aspiraciones de muchos estudiantes que optaban por los grados
académicos. Además, la justa emulación de dos institutos superiores provocaría el mayor
adelanto en los estudios. Asimismo, la enseñanza obligatoria de Santo Tomás daría un
respaldo doctrinal y seguro a los aspirantes al sacerdocio como también a los seglares.
Todo esto sería sin menoscabo del fisco, puesto que los Dominicos se comprometían a
sufragar los gastos por su exclusiva cuenta.
Provisto de abundante documentación, el padre Quezada viajó a España, donde llegó
a mediados de 1679. Sin pérdida de tiempo, representó sus credenciales y oficios a la
Corte. En el Consejo de Indias se formó opinión favorable al proyecto; pero se exigió la
justificación documentada de las rentas con que iba a contar el nuevo Colegio por
fundarse. En consecuencia, el 23 de marzo de 1680, expidió el Rey una cédula en que
ordenaba al Presidente de la Audiencia y al Obispo que, de acuerdo con el Provincial,
informasen acerca de los fondos económicos de la nueva fundación, de las cátedras que
se habían de dictar, del personal dirigente y del local de funcionamiento.
El padre Quezada, desde Roma y Madrid, seguía los pasos que iba dando en Quito
la fundación del Colegio. Su espíritu magnánimo abarcaba la totalidad de la organización.
Con el fin de dotar al Instituto de libros de consulta y de menaje adecuado, recorrió las
librerías de mayor prestigio en la Península y adquirió los mejores libros de Teología,
Filosofía y Derecho; al mismo tiempo que compró cuadros de valor artístico e imágenes
y objetos de culto. Para prevenir objeciones de aspecto legal, consiguió que el mismo
padre general fray Antonino Cloche, pusiese su firma en la lista de las cosas que enviaba
con destino al Colegio de San Fernando.
Sin comentario transcribimos a continuación el inventario que con la firma antedicha
se presentó al Consejo de Indias.
El maestro fray Ignacio de Quesada mi Compañero
Definidor y Procurador de las Provincias de Quito y Nuevo
Reino, Provincial de Santa Cruz de las Indias, me consta tiene
prevenido para nuestro Real Colegio de San Fernando de Quito
lo siguiente:
Primeramente tiene una librería que está ya en el Puerto
de Cádiz que se compone de tres mil y quinientos cuerpos de
libros, poco más o menos, que tienen de costo ocho mil pesos.
Más otra librería de quinientos cuerpos de libros poco más
o menos para la Celda Rectoral, o para la del Regente, todos
libros selectos y muy importantes; estos cuestan mil pesos más
o menos con muchos duplicados para el Convento de Quito.
Tiene muy cerca de trescientos cuadros entre grandes y
pequeños para adorno del Colegio y su Iglesia y Sacristía, en
que se incluyen cuarenta y dos cuadros grandes pintados al
través de la vida de Santo Thomás para el claustro principal de
la Universidad y Real Colegio. Se aprecian en cuatro mil pesos
más o menos, todas pinturas de estimación dentro de Roma.
Un cuadro grande de altar de Santo Tomás, cuando los
ángeles le ciñeron con el cíngulo de pureza, pintura de Carlos
Maraso, y de lo mejor que ha pintado: tiene de costo
trescientos pesos.
En la ciudad de Sevilla tiene dos estatuas, una del Santo Rey y otro de Santo Tomás;
aseguran ser muy perfectas, cuestan trescientos pesos.
Para la dicha estatua de Santo Tomás tiene dos hábitos, uno de recamo sobre raso
con su capa de terciopelo negro y otro de brocado fino blanco: costarían trescientos y
cincuenta pesos.
Para la Iglesia y Sacristía lleva una partida de láminas y entre ellas algunas muy
preciosas que valdrán quinientos pesos. Para cada uno de los Generales de los estudios
lleva los doctores de la Iglesia y la efigie verdadera de Santo Tomás.
Lleva Bula de su Santidad para fundar la milicia angélica del cíngulo de Santo
Tomás: lleva una lámina grande para tirar estampas de Santo Tomás y un libro nuevo que
ha hecho imprimir de las Constituciones de la confraternidad y ejemplos de la pureza.
[...]
Varios pedazos de tela rica para casullas con dos cálices con sus platillos y vinajeras
labradas en esta corte de mucho arte.
Cuatro niños grandes de Nápoles, dos de Luca, otros dos dormidos, estos son de
marfil.
Más dos hechuras de Cristo Crucificado de Marfil, de más de una vara sin la cruz
con sus martes a los pies, preciados de toda estimación.
Más seis crucifijos de bronce dorado con cruces de ébano para Colegio y Convento.
[...]
Más para adornar la fachada del Real Colegio al tiempo
de la procesión del Santísimo colchas de Mesina, otras de
tafetán doble y muy rico, países de varios géneros y
perspectivas y fruteros, todo muy selecto.
[...]
Esto es lo que con licencia mía y de mi antecesor,
confirmada por Su Santidad, tiene prevenido mi compañero
para mayor ornato del Colegio y culto divino, no habiendo
ofrecido la religión y obligándose a este gasto y a los demás
que allá se han hecho, como constará distintamente a vuestra
Majestad por los autos y testimonios.
Esta constancia lleva por fecha el 29 de mayo de 1689 y
la firma del General de la Orden.
Este fondo de libros, con la anotación del lugar que ocupaban en la Biblioteca del
Colegio de San Fernando, se halla en la actualidad en la Biblioteca del Convento de Quito.
Asimismo, algunos de los objetos enumerados en este inventario se conservan hoy en el
Museo Dominicano del Convento Máximo.
Los Estatutos del Colegio fueron redactados por el Presidente de la Audiencia don
Lope Antonio de Munive y el padre Bartolomé García, de acuerdo con las Constituciones
de los Colegios de España y del Colegio Mayor de Santa Fe de Bogotá. Aprobados en el
Consejo de Indias se los dio a la luz pública en Madrid el año de 1694.
De ellos entresacamos el horario de las clases:
A las 4 a.
Despertada y provisión de luz.
m.
A las 6 Misa en la Capilla del Colegio.
A las 6½ Desayuno.
De 7 a 8 Cátedras de Prima de Teología Escolástica y de Prima de Cánones.
Cátedra de Sagrada Escritura, Cátedra de Instituta (seglar), Cátedra de
De 9 a 10
Código (seglar) y Cátedra de Filosofía Natural.
De 10 a
Artes, Tratados de Generatione et Corruptione.
11
A las
Almuerzo, luego recreo.
12 m.
De 2 a Cátedra de Vísperas de Teología Escolástica y Cátedra de Vísperas de
3 p. m. Cánones (seglar).
De 3 a 4 Cátedra de Vísperas de Leyes (seglar) y lengua General del Inga.
A las 5 Refacción y Recreo.
A las 5½ Rosario Coral.
Después, Conferencia, merienda, y recogimiento a las celdas.
Por lo que mira a certificados de estudio, decía la Constitución LVII: «Declaramos
y ordenamos que para dar las certificaciones de haber acabado sus estudios, cada
estudiante ha de haber oído tres años enteros el curso de Artes, conviene a saber, Súmulas,
Lógica, Física, de Anima, deGeneratione et Corruptione y Metafísica. En cuanto a
Teología ha de haber cursado los cuatro años enteros de Teología, las cuatro cátedras
arriba mencionadas y habiéndose justificado lo referido se le dará certificación con firma
de los catedráticos y sellos del Colegio, y se pondrá un tanto de dicha certificación en
registro y un libro que se ha de tener para este efecto. Y en cuanto a los estudiantes a las
Cátedras de Cánones, Leyes y Medicina, respectivamente se observará la misma
diligencia. Y en cuanto al tiempo y cursos que ha de ganar para obtener los grados en su
facultad, se ha de observar lo mismo que en las Universidades de Lima y Méjico».
El resultado del primer trienio de funcionamiento del Colegio conoció el padre Quezada
antes de salir de España. Sobre bases de los informes recibidos desde Quito pudo exponer
al Rey. «En cuanto a lo formal de los estudios, tenía el Colegio hasta febrero de 91
cuarenta colegiales, de la primera y más calificada nobleza de la ciudad, y de las demás
del Reino, y de los Obispados de Panamá y Popayán muy aplicados y aprovechados en
los Estudios; de modo que el año de 90, se tuvieron cinco conclusiones generales, las
primeras dedicadas a la Santísima Trinidad, como a principio de todas las cosas. Las
segundas dedicadas a la Reina de los Ángeles María Santísima del Rosario, como especial
Madre, Abogada y Protectora de la Religión de Predicadores y del dicho Real Colegio.
Después de las dos Majestades del Cielo, las terceras se dedicaron a Vuestra Majestad
como a su Rey, Señor Natural, Monarcha y especial Patrono y Dueño del Real Colegio
de San Fernando. Fue día tan célebre este para la Religión de Predicadores, como el día
de la posesión, concurriendo a las referidas conclusiones -como era debido- todos los
Tribunales y Religiones Sagradas, en que el sustentante desempeñó a la Religión, de
forma que causó admiración, según refieren religiosos de mucha autoridad que se hallaron
presentes y están en estas partes y un Ministro el más antiguo de la Real Audiencia de
Quito, que de presente está en la Corte, acredita lo referido, la respuesta del Fiscal de
Quito, sobre la pretensión de las cátedras de ambos Derechos, que está en los autos. El
mismo año de 90, día de San Agustín, se graduaron en Artes 17 colegiales y este día fue
muy igual en los regocijos, aplausos y concursos de la posesión. Tiene también el Colegio,
además de los Colegiales, más de 100 estudiantes de Gramática, que esperaban a que se
comenzase el segundo curso de Artes, por el mes de setiembre de 91 y los del curso
antecedente pasaron a cursar Sagrada Teología, habiendo salido grandemente
aprovechados en las Artes».
Cursantes de estas facultades eran treinta y cinco alumnos, de los cuales diez y ocho
eran convictores que contribuían con ochenta pesos al año, dos becarios de presentación
y los quince restantes no pagaban porque se los había recibido gratuitamente. Uno de los
becados era el hijo de don Manuel Ponce Castillejo, Conde de Selva Florida, quien había
vendido su casa para integrar el edificio del Colegio e impuesto la condición a favor de
sus descendientes.
Con el establecimiento de la Universidad de Santo Tomás en Quito, coincidió la
publicación del texto comentado de las Constituciones de la Orden, bajo la dirección del
reverendo padre Antonino Cloche, de quien había sido socio el padre Quezada. En el
Capítulo dedicado a los Estudios se legisló sobre la organización de las Universidades
que estaban bajo el gobierno de la Orden. A la cabeza de los Estudios estaba el Regente,
de quien dependían los demás oficiales y profesores, en todo lo que concernía a la
enseñanza. Distribuía las materias a los lectores, presidía los actos académicos y tenía la
última palabra en las discusiones. Después del Regente se hallaba el Bacaláureo, o
segundo lector de Teología, quien hacía las veces del Regente cuando estaba ausente. El
tercer lugar ocupaba el Maestro de Estudios, a quien incumbía proponer las cuestiones en
los círculos diarios y dirigir las discusiones. A estos cargos debían ser ascendidos quienes
hubiesen seguido la carrera de enseñanza y distinguiéndose por su competencia. Los
Lectores de Lógica, Filosofía y Metafísica tenían que haber cursado por tres años esas
disciplinas y concluido el curso de Teología. Para enseñar la Teología se exigía la carrera
continuada de los estudios coronada brillantemente. A la Universidad podían concurrir
los religiosos estudiantes para adquirir los grados. Para ellos se requería la aprobación de
los superiores. Su conducta en la vida y los estudios estaba bajo la vigilancia del Maestro
de Estudiantes.
Para los estudiantes de la Orden se advertía en las Constituciones que a los religiosos
convenía más que todo el estudio de las ciencias sagradas, como más adecuadas al fin de
la Religión que eran la contemplación y la enseñanza. Según esto se declaraba que aunque
no estaba prohibido el estudio de las ciencias profanas, sin embargo, debía hacérselo con
medida, evitando la simple curiosidad y vanagloria. De las lenguas antiguas era
obligatorio el latín y se recomendaba el aprendizaje del Griego y el Hebreo. En
cumplimiento de esta ordenación se adoptó como texto en Quito la Gramática Griega de
Urbano Belunense, publicada en Basilea en 1594. El ejemplar que sirvió para enseñanza
lleva acotaciones a los márgenes. El padre Quezada, con el objeto de facilitar los estudios,
envió a la Biblioteca de San Fernando.
En cuanto a los estudios de Teología, la Constitución prescribía lo
siguiente: «Prescribimos, bajo pena de privación de grado fuera de las penas establecidas
por el derecho, que ningún Maestro, Regente o Lector, o cualquiera de nuestra Orden, se
atreva a afirmar o defender, pública o privadamente, ningún artículo que estuviera en
contra de los Decretos del Sagrado Concilio de Trento, con aserciones que minaran a los
dogmas de la fe o a las buenas costumbres: particularmente en aquel Canon que se refiere
al Sacramento de la Confesión y a la sumpción de la Sagrada Eucaristía, no obstante que
algunos de nuestros insignes doctores, como Durando y Cayetano hubiesen patrocinado
algún principio extraño». Además «recomendamos expresamente a los Lectores y
Sublectores, que lean, aprendan y enseñen siempre la autorizada doctrina de nuestro
Angélico doctor Santo Tomás, y según ella resuelvan y definan las cuestiones y
discusiones e instruyan en ella a sus discípulos y procuren que los estudiantes la cultiven
con todo el ardor de su alma».
Más tarde, el reverendo padre Juan Tomás de Boxadors, refiriéndose expresamente
a los estudios del Colegio de Quito, escribió lo siguiente: «En lo que toca a los estudios
de Sagrada Theología que tanto nos conviene y que tan necesario es para que cualquiera
pueda explicar, instruir y enseñar la doctrina tan sana, cual es la de Nuestro Doctor Santo
Thomás de Aquino, siendo como es la más segura, inconcusa y sin algún error, y por tal
celebrada, encomiada y autorizada con tantas y tan debidas alabanzas de varios Sumos
Pontífices y no menos por los grandes de la Iglesia y por esto en el camino que seguimos
para las Españas, visitando sus respectivas Provincias fue todo nuestro estudio la
restitución de la Ley importantísima de varios Capítulos Generales de que se lea letra de
muestro angélico Preceptor y como de facto la restituimos y no sólo en las Provincias
pertenecientes a la Europa pero aún en otras varias tocantes a la América con grandísimo
provecho de la Orden y no menos aplauso y gusto de los Príncipes, de los Doctores y
demás ilustres hombres. Y siendo nuestra voluntad que esta misma ley se restituya en esa
Provincia de Quito, mandamos que en todas las clases de estudios y en cada una de ellas
los Lectores así Matutinos como Vespertinos que ahora están y en adelante fueren se
abstengan en adelante de dictar y explicar cualquiera otras instrucciones Theológicas,
sean manuscritas o sean impresas, y sólo interpreten y expliquen a sus discípulos el texto
a la letra de la Suma Theológica de nuestro doctor Angélico. Asimismo mandamos y no
menos seriamente prohibimos no sea que por algún pretexto se omita algún artículo de la
Suma porque si bien se repara, es tal la concordia y engaste entre todos los artículos, que
el primero, como principio del segundo etc. Del mismo modo prohibimos que se quite
algún argumento o respuesta de dichos artículos, por haberlos coactado y distribuido de
tal suerte el mismo doctor Angélico que el segundo argumento le da mayor vigor al
primero y el tercero a una y otro y al fin en la fuerza del postrero se halla la más clara y
genuina explicación para todos».
«Y por esta misma razón advirtiendo que la doctrina De Locis Theologicis de nuestro
célebre Melchor Cano es como precursora de la Sagrada Theología, pues que la verdad
en ellos se descubren, fácilmente las fuerzas para todos los argumentos que se han de
disputar en la Sagrada Doctrina, tenemos por muy útil y oportuno el que los escolásticos
después de perfectamente terminar el tercer año del curso de Philosofia se ejerciten e
instruyan por un año completo en la ya citada obra De Locis Theologicis de Melchor Cano
y que para esto tenga su debida ejecución, así lo mandamos y ordenamos y con la
autoridad que en Nos reside instituimos y sentamos en nuestro Convento de San Pedro
Mártir de Quito una Cátedra para que se dicte y se explique la referida obra De Locis
Theologicis: siendo nuestra voluntad que los lectores que la han de servir la tomen
precediendo una formal oposición y el año que gastasen en la lección de dicha cáthedra
queremos que se computen como si se hubieran empleado en las cátedras del texto y letra
de la Suma Angélica.
»Ninguno sea aprobado para Lector si no hubiese cursado las Aulas y oído
explicación de la Suma Theológica del doctor Angélico por el tiempo de cinco años
completos, y de lo contrario es nuestra voluntad sea írrita y nula su aprobación.
»Asimismo ordenamos que los Lectores de Theología y Philosofía, olvidando en
adelante de otras cualesquiera obras filosóficas ya impresas ya manuscritas sean de
cualesquiera autores, la dicten y expliquen a sus alumnos -hasta que demos órdenes- las
obras del padre Antonio Goudín Theólogo: en el primer año explicarán a sus discípulos
toda la Lógica, en el segundo toda la Física y los Tratados De Coelo et Mundo, De
Generatione et Corruptione y en el tercer año el tratado De Anima y toda la Metaphisica».
Del padre Román se conserva, manuscrito por el padre Miguel Jaramillo, el curso de
Filosofía, dictado entre los años 1710 y 1712. El primer año dedicó a la cosmología
insistiendo en el estudio de la materia, sus causas y sus efectos. El segundo consagró al
tratado de las causas. Y el tercero lo intituló: Liber Physicorum Quaestio De Motu, De
actione et De Patione.
El padre Román, comprobada su carrera de Filosofía y Teología, fue instituido
Maestro de Teología el 17 de enero de 1720. En 1745 fue elegido Provincial. El Capítulo
Intermedio de 1747 describía su actuación: «Denunciamos que tenemos remitidas las
Actas del Capítulo próximo pasado en que fue electo por provincial nuestro muy
reverendo padre maestro fray Manuel Román Doctor en la Real Universidad, Examinador
Sinodal de este Obispado, ex Vicario General, quien con su gran celo, vigilancia y
cuidado tiene adelantados los estudios, la devoción del Santísimo Rosario por toda la
Provincia, levantándose personalmente a las cuatro de la mañana a rezar las tres partes
del Rosario y oír misas, celebrándola todos los días, a cuyo ejemplo concurren muchos
religiosos y gran concurso de afuera en este Convento de San Pedro Mártir de Quito.
Tiene también gastado mucho dinero, así metiendo muchas piezas de esclavos en las
haciendas para la labranza, como también en componer los ornamentos y aparar la
Sacristía y adornar los claustros del Convento con molduras con cuadros lucidos de la
vida de nuestro Patriarca Santo Domingo». El Capítulo Provincial de 1770 le da por
difunto.
Ni Aristóteles te encaja,
ni das a Platón tu voto,
Descartes es tu devoto,
Porque todo lo baraja.
En el tratado de las Causas se refiere a la doctrina de la premoción física, según la
mente de San Agustín, Santo Tomás y los Concilios. Plantea y refuta la argumentación
establecida por los Jesuitas.
En la exposición de su materia prescinde del rigor escolástico para dialogar con los
alumnos y amenizar la enseñanza con citas de autores filosóficos y poetas antiguos y
contemporáneos.
Discípulo suyo fue el padre Lorenzo Ramírez quien aprovechó en parte de los
apuntes del Maestro.
Del texto escrito por el padre Juan Albán aprovecharon para sus clases los padres
Julián Naranjo y Mariano Caicedo. El primero comenzó su noviciado el 12 de diciembre
de 1760 y el segundo el seis de febrero de 1764. Del padre Naranjo se conserva
manuscrito el Tractatus de principüs entis naturalis tum in communi tum in particulari,
que cursó en 1768. Del padre Caiaedo se encuentra, con la anotación, de scripta manu et
labore, la Dialéctica y la Lógica.
El padre Diego de Córdova Salinas dice, refiriéndose a uno de los claustros de San
Francisco: «En este claustro están las aulas de Artes y Teología y un grandísimo tesoro
que es la librería de innumerables y curiosos libros, que ocupa más de medio lienzo del
claustro». Y poco después: «Es casa de noviciado y seminario de toda virtud: en él se han
criado muchos y grandes siervos de Dios. También florecen en ella las sagradas letras con
grandes ventajas. Para esto, tiene tres lectores jubilados, más otros tres lectores actuales
de Teología escolástica, que para jubilarse han de leer quince años. Otros dos de Lógica
y Filosofía y un Maestro de Estudios, con que la Provincia goza de muchos sujetos doctos
y de insignes predicadores».
Con el fin de promover mejor los estudios, el padre Dionisio Guerrero consiguió la
erección del Colegio de San Buenaventura en el último cuarto del siglo XVII, así como
el Colegio de Misioneros que se estableció en Pomasqui. De los catedráticos de este
colegio se conservan manuscritos los textos que escribieron algunos para sus clases. Del
padre Bartolomé de Ibarra se enumeran: Summularum tractatus, subtilissimo Scotto
conformis; Commentaria in universam logicam, cum quaestionibus hoc agitari tempore
solitis, juxta D. Subt. Scotti mentem tradita; Commentaria in universam Aristotelis
Metaphysicam, juxta mentem Scotti, y Commentaria in octo libros Physicorum, juxta
mentem Subt. Scotti tradita.
El padre Manuel Argandoña fue contemporáneo del padre de Ibarra y como él
Catedrático y Rector del Colegio de San Buenaventura. De su enseñanza filosófica dejó
manuscrita su Commentaria in duos libros Aristótelis de ortu et interitu sive de
generatione et corruptione, juxta S. N. D. Scottum. Compañero de Magisterio de los dos
anteriores fue también el padre fray José Janed, quien vino desde España a Quito en 1672.
Dejó también escrito el texto de sus clases en su Expositio clara in octo libros Physicorum
secundum mentem D. Subt. et Mariani ac omnium Theologorum Principis oannis Duns
Scotti.
A comienzos del siglo XVIII ocupó la Regencia del Colegio de San Buenaventura el
padre fray Francisco Guerrero, Doctor en Sagrada Teología. De él se conservan
manuscritos sus lecciones de Teología y Derecho en sus Commentaria in universum
tractatum de Angelis secundum principia S. N. D. Scotti, in quo ejus legitima mens
aperitur y Commentaria super universum tractatum de Jure et Justitia, juxta mentem N.
S. M. D. Joannis Duns Scotti.
Fuera del Colegio de San Buenaventura, los Franciscanos tenían también el Colegio
de San Diego, donde estaban organizados los estudios de Filosofía y Teología. De este
nuevo centro de enseñanza se conservan la Physica naturalis juxta D. Joannis Duns Scotti
mentem y Exornatio peregrina in tres Aristotelis animasticos libros, juxta mentem N. S.
D. Joannis Mariani Duns Scotti, del padre Bernabé Serrano de Ugarte.
Además dejaron también manuscritos sus cursos de Filosofía los padres Clemente
Rodríguez, Gregorio Tomás Enríquez, Cristóbal López Merino, Pedro de Alcántara
Mejía, Juan Caballero, José Antonio de la Concepción y Arroba y algunos otros más,
cuyos originales se conservan en el Archivo Franciscano de Quito.
Los franciscanos enseñaron y escribieron, tanto la Filosofía como la Teología según
los principios de Duns Escoto. El 12 de mayo de 1701, el Definitorio de San Francisco
aceptó el principal de 4000 pesos que donaba el presbítero doctor Ignacio Ponce de León
Castillejo, con el objeto de establecer una Cátedra del sutil doctor Escoto en la
Universidad de Santo Tomás. Esa Cátedra, a la vez que difundía la doctrina de Escoto,
facilitaba a los franciscanos la adquisición de grados académicos. El padre Compte en
sus Varones Ilustres ha trazado la nómina de 50 religiosos que adquirieron el grado de
doctor en la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Entre ellos se cita al padre Fernando
de Jesús Larrea, quien compartió su apostolado de predicación con el dominico padre
Tomás del Rosario Corrales; al padre José Díaz de la Madrid, que llegó a ser Obispo de
Cartagena después de Quito y al padre Eugenio Díaz Corralero, que construyó el actual
artesonado de la Iglesia de San Francisco.
Cuando el padre Quezada pidió la facultad de erigir en la Universidad de Santo
Tomás las Cátedras de Cánones y Leyes, alegó la observación del Fiscal de la Audiencia,
sobre la falta de abogados para servicio de esa entidad, como también para la Canonjía
doctoral de la Iglesia de Quito. Se dio el caso de que convocada la oposición, no se
presentó sino el doctor José Fausto de la Cueva quien obtuvo sin dificultad el cargo y
también la cátedra. Con la fundación de la facultad de ambos Derechos, se proveyó a los
ciudadanos y diócesis de la Audiencia de abogados y canonistas, que ejercieron su
profesión en los cargos públicos y asuntos particulares.
Presentamos a continuación la estadística de graduados, que a partir de 1740, fueron
aceptados oficialmente.
Lista de incorporados al cuerpo de abogados a partir de junio de 1740
(Archivo de la Corte Suprema)
1745 Marzo 25Doctor Gabriel Álvarez del Corro, colegial de San Francisco y
estudiante de la Universidad de Santo Tomás
1751 Enero 18Doctor Antonio de Paz Soldán, Panameño, colegial de San Francisco
y estudiante en la Universidad de Santo Tomás
1758 Abril 14Doctor Antonio José Fernández de Ayala, colegial de San Francisco
y estudiante de la Universidad de Santo Tomás
1768 Abril 20Doctor José Cleto Díaz de Gamboa, colegial de San Luis y estudiante
en Universidad de Santo Tomás
1769 Enero 30Doctor José Mejía del Valle, colegial de San Francisco y estudiante
en Universidad de Santo Tomás
1774 Febrero 25Doctor José de Ascázubi y Matheu, colegial de San Luis y estudiante
en Universidad de San Gregorio
Junio 18Doctor Ignacio Núñez y Cea, de San José de Dagua (Cali), colegial
de San Francisco y Universidad de Santo Tomás
Julio 5 Doctor Juan José de Mena, de Quito, colegial de San Francisco y
Universidad de Santo Tomás
1786 Marzo 9 Doctor Joaquín Ruiz y Mendoza, colegial de San Luis y estudiante en
Universidad de Santo Tomás
Bajo la dirección de la Compañía estuvieron, desde principios del siglo XVII, el Colegio
Seminario de San Luis, el Colegio llamado de Quito propio de la Compañía y, desde 1622, la
Universidad de San Gregorio. No fue del gusto pleno del padre general Aquaviva el que la
Compañía se hubiese hecho cargo de la dirección del Seminario. Todas las providencias que se
tomaron para garantizar la autonomía no podían evitar las dificultades, provenientes de la
intervención de los Obispos. De hecho, se suscitaron no pocos problemas, que afectaban a la
disciplina interna como también externa del Seminario. Con todo, el Seminario de San Luis fue
el semillero de sacerdotes que sirvieron a la Diócesis de Quito, durante los siglos XVII y XVIII.
El Colegio de Quito proporcionó, a su vez, a los seglares una formación humanística, según el
método tradicional de la Compañía, lo mismo que la carrera de Filosofía.
La Universidad de San Gregorio, dio aliento a los estudiosos, recompensándolos con los grados
de Doctor en Filosofía y Teología.
Establecidos el Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás hubo un estímulo de
sana evolución, que redundó en beneficio de la cultura. Los padres de la Compañía de Quito se
dieron cuenta de la anomalía que resultaba los profesores que conferían grados no tuviesen ellos
mismos el grado de Doctor. Para esto consiguieron del padre general Tirso González la facultad
de adquirirlos en la Universidad de San Gregorio. El 18 de mayo de 1697, escribía al Padre
Provincial en este sentido lo siguiente: “Para que los grados literarios de Bachiller, Licenciado,
Maestro y Doctor que en nuestros Colegios se dan a personas seglares en Filosofía y Teología
tengan más autoridad y nuestros estudios mayor esplendor, ha parecido muy conveniente que los
nuestros que confieren dichos grados, sean ellos también graduados por alguna Universidad.
Hará Vuestra Reverencia que, en esa Provincia, en que según la costumbre se dan los grados, se
gradúen luego los sujetos que los dan; y lo mismo se observa en adelante. Si esta orden tuviera
allá alguna dificultad que acá no se pueda proveer, Vuestra Reverencia en la primera ocasión me
avisará de ella”.
El padre Jouanen anota que esta concesión del Padre General fue aprovechada más de lo que
convenía, tanto que el mismo Padre General se vio en el caso de limitarla a los Prefectos de
Estudios. Cabe al respecto reiterar la observación de que el profesorado estaba compuesto de
religiosos extranjeros, que provenían de los principales centros culturales de Europa.
También la facultad de Leyes establecida en la Universidad de Santo Tomás estimuló a los Padres
de la Compañía a procurar igual privilegio para la Universidad de San Gregorio. Para conseguirlo
se vieron en el caso de asegurar un capital con cuyas rentas se pudiesen costear las Cátedras de
Cánones y Leyes. Tan sólo en setiembre de 1704 se concedió el pase al Breve Pontificio y el 5
de noviembre del mismo año se ofició a la Audiencia de Quito para que permitiese a la Compañía
establecer la facultad de Leyes, como tenía la Universidad de Santo Tomás.
El funcionamiento de las dos Universidades, con los actos públicos obligatorios, multiplicó de
hecho los compromisos sociales. No faltó semana en que una de las dos Universidades reuniera
a la gente representativa para un acto académico. Reflejo de la realidad que se comenzó a vivir
en el siglo XVIII es la intervención del presidente don Mateo Mata Ponce de León, quien estuvo
en Quito hasta 1701.
Este funcionario convocó a su despacho al Deán del Cabildo, a los Provinciales de las Religiones,
a los dirigentes y Catedráticos de San Gregorio y Santo Tomás y discurrió con ellos en aras del
bien público, sobre la reglamentación de los actos académicos que debían realizarse en Quito.
Según parecer del presidente, «las conclusiones públicas habían ido creciendo en tanta manera,
que casi los más días del año concurrían a los teatros (aulas) los principales republicanos
(ciudadanos). Cabildos y gremios de la ciudad, pervirtiéndose los estados y ocupaciones públicas
con los convites (invitaciones), que no podían excusar, sirviéndoles de molestia notable y atrasos
a las asistencias de su propia obligación y estado, como varias veces se lo tenían representado a
su Señoría». Oído este razonamiento, «acordaron unánimes y conformes que de aquí en adelante
cada una de las Religiones sustente cuatro conclusiones públicas cada año y no más, y la Religión
de San Francisco, por su Colegio de San Buenaventura, un Acto de conclusiones en cada año y
que en los Colegios de San Fernando, y San Luis y sus Reales Universidades, se tengan seis
conclusiones públicas en cada uno, de las materias y facultades que en ellos se inscribieren y
enseñaren, sustentándolas los estudiantes que por más aprobados se eligieren por los Maestros y
Catedráticos y por los Colegiales más antiguos y se prohíbe que los Regulares puedan convidar
a seglares en los teatros de dichas conclusiones, para que se evite la pública molestia que
ocasionaban en la República.
La enseñanza en las ciudades de la Audiencia
Como resultado de la visita que el padre Francisco Sierra hizo a la Provincia Jesuítica de Quito
consta una estadística que demuestra el estado de la enseñanza entre los años 1711 y 1712. Los
datos concretan el número de religiosos residentes en cada Colegio como también las rentas que
rendían los capitales, destinados a su sostenimiento.
En el Colegio de Quito había dos profesores de Gramática, dos de Filosofía, dos de Teología y
uno de Moral.
En el Seminario de San Luis había un padre, dos escolares y un hermano Coadjutor.
En Latacunga, había un hermano Escolar, que enseñaba Gramática y un hermano Coadjutor que
enseñaba las primeras letras por deber de fundación.
En Panamá un padre enseñaba Gramática y un hermano las primeras letras.
En Popayán un padre estaba hecho cargo de la enseñanza de Gramática.
En Cuenca había un padre que enseñaba la Gramática.
En Ibarra, un hermano Escolar enseñaba Gramática y un hermano Coadjutor las primeras letras
por compromiso de fundación.
En Guayaquil, un padre enseñaba Gramática y un hermano las primeras letras por obligación de
fundación.
En Riobamba, un hermano estudiante enseñaba Gramática y un hermano Coadjutor las primeras
letras por compromiso de fundación.
Junto a esta estadística, que refiere la enseñanza de los padres de la Compañía en las diversas
ciudades de la Real Audiencia, precisa añadir los datos que reflejan la enseñanza, proporcionada
por los padres Dominicos. El Capítulo Provincial, celebrado en Quito en 1747, que es un índice
de la legislación dominicana del siglo XVIII, hizo los siguientes nombramientos:
Para el Colegio de San Pedro Mártir de Quito.
Instituimos en Regente Maestro de Estudios al reverendo padre maestro fray Juan Villafuerte en
primer lugar; en segundo Regente al reverendo padre lector fray Vicente Ramírez Doctor en la
Real Universidad y Catedrático de Prima; en Maestro de estudiantes al reverendo padre lector
fray Baltazar Egas Doctor en la Real Universidad y Lector de Artes; en Lector de Vísperas al
reverendo padre lector fray Manuel Orosco Doctor en la Real Universidad; en Lector de Artes al
reverendo padre lector fray Juan Santayo Doctor en la Real Universidad; en Lector de Súmulas
y Lógica al padre lector fray Pedro Barragán Doctor en la Real Universidad; en Lector de
Gramática al padre lector fray Isidro Ramírez.
Por nuestro Colegio Real de San Fernando.
Damos un Regente y Catedrático de prima al muy reverendo padre presentado fray Domingo
Terol Doctor en la Real Universidad y Rector de dicho Colegio, quien aunque tiene acabada su
lección según costumbre en esta nuestra Provincia, prosigue ocupando dicha Cátedra; en
Catedrático de Vísperas al reverendo padre lector fray Ignacio Castra, Doctor en la Real
Universidad; en Catedrático de Moral al reverendo padre lector fray Tomás de Santa Coloma
Doctor en la Real Universidad y actual Secretario de Provincia; en Catedrático de Arte al
reverendo padre lector fray Cristóbal Garrido, Doctor en la Real Universidad Prior de Latacunga;
y en preceptor de Gramática al padre Francisco Valda.
Por nuestro Convento de Loja. - Instituimos en Lector de Gramática y juntamente predicador
Mayor y Capellán del Rosario, al reverendo padre predicador fray Clemente Celi.
Por nuestro Convento de Pasto. - Damos en Lector de Gramática, Predicador Mayor y Capellán
del Rosario, a padre fray Francisco Guerrero.
Por nuestro Convento de Guayaquil. - Damos en Predicador. Mayor, Lector de Gramática y
Capellán del Rosario al padre fray Ignacio Castro.
Por nuestro Convento de Popayán. - Damos en Predicador Mayor, Lector de Gramática y
Capellán del Rosario, al reverendo padre fray José Suasti.
Por nuestro Convento de Cuenca. - Damos en Predicador Mayor y Lector de Gramática al padre
fray Juan Ordóñez y por Capellán del Rosario al reverendo padre fray Manuel Jara.
Por nuestro Convento de Riobamba. - Damos en Lector de Gramática y Capellán del Rosario y
Predicador Mayor al reverendo padre fray Manuel Pérez.
Por nuestro Convento de la Villa de Ibarra. - Damos en Lector de Gramática, Predicador Mayor
y Capellán del Rosario al reverendo padre fray Manuel Oñate, Prior de dicho Convento.
Por nuestro Convento de Tacunga. - Damos en Lector de Gramática, Predicador Mayor y
Capellán del Rosario al padre fray Antonio Ortiz.
Por nuestro Convento de Cali; damos en Preceptor de Gramática, Predicador Mayor y Capellán
del Rosario al padre fray José Orosco.
Por nuestra Vicaría de Buga. - Damos en Lector de Gramática y Capellán del Rosario al padre
Fernardino Pedrosa.
A base de estos datos estadísticas cabe deducir una serie de conclusiones, que permiten explicar
nuestro pasado histórico. En primer lugar, el influjo de Quito en la formación del espíritu
nacional. Montesquieu observó al respecto: «Llamo genio de una nación las costumbres y el
carácter de espíritu de diferentes pueblos, dirigidos por la influencia de una misma corte y de una
misma Capital». Y a propósito del significado de espíritu, escribió: «Diversidad de cosas
dominan los hombres, el clima, la religión, las leyes, los principios de gobierno, los ejemplos de
las cosas pasadas, las costumbres, los usos: de ello se engendra un espíritu general, resultante de
todas ellas». Quito resultó la capital de la nación, por ser la sede tanto del Obispado como de la
Audiencia.
De Quito procedían las constituciones sinodales para organización de las vicarías, parroquias y
doctrinas, como también las leyes de gobierno civil de los pueblos. A su vez a Quito convergían
los candidatos a sacerdotes y religiosos al igual que los seglares para su formación cultural.
En el siglo XVI, el Colegio de San Andrés fue la Escuela práctica de Artes y Oficios, a donde
concurrían los hijos de los caciques a prepararse para poder auxiliar a curas y doctrineros en el
apostolado religioso. Fue la época de implantación de costumbres, de acuerdo con un programa
unificador de enseñanza y práctica sociales.
Por otra parte, la Audiencia, en ejercicio del patronato regio, supervigiló el cumplimiento de las
leyes.
Creado el Seminario al par de los estudiantados religiosos, de Quito salieron los sacerdotes de
ambos cleros a servir las parroquias y doctrinas y poblar los conventos. Su acción se limitó a
conservar la fe del pueblo y a mantener las costumbres sociales que revistieron los caracteres y
matices de folklore.
Organizadas las Universidades, Quito se convirtió en el centro de cultura superior para todas las
ciudades de la Audiencia. Se hizo conciencia del clima favorable a los estudios. A la enseñanza
de Filosofía y Teología, se añadió la Cátedra de Leyes, que promovió el realce cultural de los
seglares. La fundación de las Universidades en Quito trajo consigo la fundación de colegios en
las demás ciudades de la Audiencia. La enseñanza en las capitales de provincia atendió a la
educación primaria y un ensayo de secundaria como preparación de candidatos para los estudios
universitarios de Quito.
Al respecto, citaremos aquí las atinadas observaciones que hizo el presidente Molina, sobre la
situación de Cuenca y Loja, en relación con la cultura. Hablando del pueblo de Cuenca, escribió
lo siguiente: «Es religioso, sencillo, natural, fiel a sus obligaciones, fraterno para Europeos y
Americanos, sumiso y obediente a las autoridades y amante a su rey. La ilustración que ha tenido
especialmente desde que faltan los Jesuitas, ha sido como precaria y sujeta a la que podían recibir
de Quito. Compuesto el vecindario por la mayor parte de mercaderes y labradores de limitados
fondos, apenas se animaban los padres en corto número a remitir sus hijos a aquella Capital,
donde tomaban lecciones de una filosofía poco luminosa y metódica; otros de Moral, que era lo
que llamaba esencialmente su atención, con el fin de que sus hijos adoptasen al sacerdocio, a lo
que aspiraban preferentemente, siendo muy raro el que se destinaba al Foro, y por esta razón sólo
se enumeran hoy dos abogados nativos de esta ciudad. En ella lo más que se enseña es hasta
gramática latina, sin perfección».
Mejor aspiración a la cultura manifestaba los lojanos: «Los moradores son algo inclinados a las
ciencias y de espíritu regularmente despejado. La educación por esta parte se dirigía
principalmente a preparar los jóvenes para las órdenes eclesiásticas; también se aplica uno u otro
al estudio de Leyes. Con este objeto y el de comercio se encaminaban para Quito, donde han
adquirido relaciones, aumentadas por los enlaces de familias».
Igual observación podía aplicarse a las demás ciudades, con salvedad para Guayaquil, que
enviaba jóvenes de proporciones a estudiar a Lima y para Popayán que contaba con un Seminario
propio, con estudios más avanzados de secundaria y enviaba algunos estudiantes a graduarse, ya
en Quito, ya en Bogotá.
¿Cuál fue el aporte de las ciudades a la cultura que se encontraba en Quito e irradiaba a los
pueblos de la Audiencia? La lista de Catedráticos de la Universidad de San Gregorio que han
dejado manuscrito el texto de su enseñanza, se distribuye en cuatro quiteños, cinco lojanos, tres
guayaquileños, tres cuencanos, tres riobambeños, dos ibarreños y un ambateño. Los quiteños son:
El padre Nicolás Cisneros que ingresó a la Compañía en 1684 y profesó en 1701. De él se ha
conservado el texto de lógica. - Padre Nicolás de la Puente, nacido en 1677, profesó en la
Compañía en 1701. De su magisterio se conservan el curso de Filosofía y el Tratado de la Gracia.
- Padre Marcos de Escorza, quien ingresó en la Compañía en 1705 e hizo su profesión en 1722.
De su enseñanza de Filosofía y Teología han quedado manuscritos los Tratados de Lógica,
Cosmología, Sicología y Ontología y del Sacramento de la Penitencia. - Padre José Ortega, que
ha dejado un volumen sobre Cosmología.
Nativos de Guayaquil fueron: el padre Sebastián Luis Abad, catedráticos de Filosofía y Teología
Moral. Fue Rector del Colegio de Quito. Hizo su profesión en 1682 y murió en 1727.- Padre
Jacinto Morán de Butrón. De él se conservan los tratados de Filosofía. Escribió la biografía de
Mariana de Jesús y fue Rector del Colegio de Popayán el 1710 y del de Popayán en 1703. Murió
en 1749.- Padre Juan Bautista Aguirre, originario de Daule. Escribió sobre Filosofía y Teología.
Fue además excelente orador y poeta. Murió en el destierro en 1786.- En este acápite precisa
recordar nuevamente al padre Antonio Bastidas y a Jacinto de Elvia, nativos también de
Guayaquil. Según esto el aporte de Guayaquil no se limitó a Filosofía y Teología. Guayaquileños
fueron los representantes más caracterizados de nuestra poesía en la Colonia.
La contribución de riobambeños a la cultura fue, comparativamente, la más trascendental. A la
cabeza debemos colocar al padre Pedro de Mercado, quien nació en Riobamba en 1620. En 1636
ingresó a la Compañía, y tuvo su formación en Quito. Desde 1655 fue al Nuevo Reino de Granada
y ejerció su enseñanza en Tunja y Bogotá, donde falleció en 1701. En 1655 publicó en Madrid
su primer libro intitulado Destrucción del ídolo que dirán que fue traducido al italiano y al latín.
A partir de ese año publicó varias obras de carácter ascético, incluso una sobre el Rosario con el
título de Rosal Ameno y devoto. Dejó manuscrita la Historia de la provincia del Nuevo
Reino y Quito de la Compañía de Jesús, que publicó en cuatro tomos la Biblioteca de la
Presidencia de Colombia en 1957. Entre los catedráticos riobambeños de la Universidad de San
Gregorio, constan: el padre Marcos de Alcocer, que ingresó a la Compañía en 1639.
Enseñó Humanidades y más tarde los Tratados Teológicos sobre Dios Uno y el Verbo
Encarnado. - Padre Jacinto Serrano, que ingresó en la Compañía en 1724. Ha dejado manuscritos
sus tratados de Lógica y Cosmología. A todos estos Jesuitas supera, por el influjo que ha ejercido
en la cultura nacional, el padre Juan de Velasco. Su Historia del Reino de Quito y la Crónica de
la Compañía de Jesús del mismo Reino han servido de base para estudios posteriores sobre la
Historia del Ecuador, en los períodos prehistórico y colonial. Fue, además, el compilador de las
poesías que constan en el Ocioso de Faenza y constituyen un capítulo de nuestra literatura
nacional.
Junto a estos ilustres riobambeños es de justicia colocar a don Pedro Vicente Maldonado, amigo
y compañero de labor de La Condamine y la máxima representación ecuatoriana en el campo de
las ciencias.
Según la observación del presidente Molina, era reducido el número de cuencanos que se
dedicaban al sacerdocio, o a la carrera de leyes. Entre los Jesuitas que dejaron manuscrita su
enseñanza constan los padres Rodrigo Narváez, autor de una Teología Moral; Luis de Andrade,
que ingresó a la Compañía en 1716 y enseñó en el Colegio de Quito Lógica y Cosmología. Fue
también Rector de los Colegios de Loja y Guayaquil; Fernando Espinosa, Catedrático de los
tratados de Lógica, Cosmología y Ontología y también de un tratado teológico sobre la
Esperanza. A estos jesuitas cuencanos hay que añadir a Don Ignacio de Escandón, militar y
literato de relieve. En su elogio del padre Feijoo hizo la lista de unos cuantos jesuitas y sacerdotes
que eran lectores asiduos del popular benedictino, que alivió sus escritos del lastre escolástico
que dominaba en el ambiente.
Entre los Jesuitas lojanos que consignaron por escrito su enseñanza, se enumeran los padres
Antonio Ramón de Moncada, de quien se conserva el tratado De Auxilius, de carácter polémico
entre jesuitas y dominicos; Pedro de Rojas, Rector del Colegio de Quito en 1676 y Catedrático
del Tratado de Dios Uno y Trino; Diego de Ureña, Procurador del Colegio de Quito en 1685 y
su Rector en 1689. Desempeñó las cátedras tanto de Filosofía como de Teología y dejó
manuscritos el texto de Lógica, Cosmología y Sociología y el Tratado sobre los Pecados;
Sebastián Rendón, que ingresó a la Compañía en 1733, enseñó Filosofía en Popayán y en Quito
el tratado de los Novísimos y Pedro Garrido, Catedrático de Ontología en el Colegio de Quita.
Escandón mencionaba al doctor Nicolás Carrión y Vaca, sujeto de gran capacidad, que fue uno
de los lectores asiduos de las obras de Feijoo.
Representantes de Ibarra fueron los padres Manuel Manosalvas, confesor de Santa Mariana de
Jesús y catedrático de Ontología y Miguel Manosalvas, que ingresó a la Compañía en 1720 y
dictó las Cátedras de Sicología y el tratado del Verbo Encarnado.
Ambato tuvo su representante en el padre Joaquín Ayllón, conocido por su texto de Arte Poético y
de Teología Moral. Para completar el cuadro de la aportación de las Provincias a la Cultura
Ecuatoriana debemos mencionar al lojano Pedro Vicente Ramírez, autor del texto de Filosofía y
al latacungueño padre Juan Albán, que escribió también su curso filosófico.
Por lo visto, la cultura nacional durante la colonia fue ante todo de carácter religioso.
La Filosofía estuvo a servicio de los estudios tecnológicos, las exigencias de la vida pública
propiciaron también la carrera de las leyes durante el siglo XVIII. Al pueblo irradiaba esta cultura
religiosa a través de la predicación, en las iglesias el culto se mantenía mediante el influjo de las
Cofradías que era la expresión religiosa de los gremios. En el siglo XVIII se extendió la cultura
a las capitales de provincia por medio de los colegios que fundaron jesuitas y dominicanos, pero
no se dieron ya personajes representativos como en el siglo XVII, de la talla de Villarroel,
Machado Chávez, o de la Peña y Montenegro. En cambio, a mediados del siglo XVIII se
despertaron nuevas inquietudes de cultura, con la presencia de los geodésicos franceses y con el
espíritu de la Ilustración también francesa que se dejó sentir a través de Espejo.
Capítulo XII
-I-
- II -
El año de 1734 debe ser considerado como el del descubrimiento de América para la
ciencia. Ese año la Academia de Ciencias de París resolvió comprobar la teoría de la
redondez de la tierra, que constituía entonces un problema candente. Newton había
sostenido que nuestro planeta era un globo achatado a los polos. En virtud de la ley de la
gravitación universal, la tierra se ensanchaba en la cintura ecuatorial y al dar la vuelta
sobre sí misma fijaba la duración del día y de la noche. Cassini, en cambio, sostenía que
el mundo era un esferoide fusiforme, alargado en la dirección de los polos y era esta la
teoría corriente en la Academia de Ciencias de París. Voltaire; al margen de la Academia,
había traducido al francés los Principia de Newton y, por otra parte, los capitanes de la
marina francesa se quejaban de que los mapas trazados por los cartógrafos oficiales no
eran exactos, a causa de la teoría de Jacques Cassini, que era el astrónomo del Rey. Para
resolver el problema no vio otra solución la Academia que enviar expediciones científicas
a Laponia y al Ecuador, encargadas de medir un grado de meridiano. Los resultados,
puestos en cotejo con las medidas obtenidas en Francia por Jean Picard, darían una
solución exacta al problema de la redondez de la tierra.
¿Por qué la Academia eligió el territorio de la Audiencia de Quito como campo
propicio a la labor de la Expedición? Cuestión -era esta que implicaba el monto de gastos
necesarios para llevarla a cabo y de que dependía no sólo el éxito del fin concreto que se
pretendía, sino una serie de experiencias útiles para el progreso de la humanidad. Por otra
parte, bastaba hacer girar el mapamundi para observar que el África ecuatorial era aún
inexplorada, Borneo se hallaba todavía en el misterio y el bajo Amazonas era un tremedal
inasequible. Quito, al contrario, estaba junto a la línea ecuatorial, con montes y
explanadas que facilitaban la triangulación. Elegido el sitio, no restaba sino conseguir el
visto bueno del Rey de España, con la recomendación consiguiente a sus funcionarios de
América.
La Condamine ponderaba de este modo las ventajas de la expedición al
Ecuador: «Sin insistir en las consecuencias directas y evidentes que pueden colegirse del
conocimiento exacto de los diámetros terrestres para perfeccionar la geografía y la
astronomía; el diámetro del Ecuador reconocido más que el que atraviesa la tierra de un
Polo al otro, proporciona un nuevo argumento, por no decir una nueva demostración de
la revolución de la tierra sobre su eje, revolución que implica a todo el sistema celeste. El
trabajo de los académicos, tanto en la medición de los grados como en las experiencias
perfeccionadas del Péndulo, hechas con tanta precisión en diferentes latitudes, proyecta
una nueva luz sobre la teoría de la gravedad que ha comenzado en nuestros días a salir de
las tinieblas; enriquece la física general de nuevos problemas, insolubles hasta el presente,
sobre las cantidades y direcciones de la gravedad en los diferentes lugares de la tierra. En
fin, nos pone en el camino de descubrimientos aún más importantes como el de la
naturaleza y leyes verdaderas de la Gravedad Universal, esta fuerza que anima los cuerpos
celestes y gobierna todo en el Universo»102.
La finalidad de la expedición, por una parte, y por otra, el sitio elegido para las
observaciones, determinaron el número y calidad de los miembros que debían componer
el grupo expedicionario. Estaba integrado por sujetos especializados, que tenían una
misión concreta en el trabajo de conjunto. Eran Pedro Bouguer, astrónomo; Luis Godín,
matemático, con su primo Juan Godín des Odanais; el capitán Verguín, de la Marina Real;
Juan de Marainville, dibujante; José de Jussieu, botánico; el doctor Juan Senièrgues,
médico; M. Hugot, relojero y mecánico; M. Mabillon y el joven Couplet, sobrino
de Couplet, tesorero de la Academia.
El 16 de marzo de 1735 se hizo al mar el grupo expedicionario, que venía a cargo de
La Condamine, quien había sido preferido a Godín y Bouguerpor influjo de Voltaire. El
11 de julio llegó al Fuerte de San Luis y Verguín levantó el plano con los detalles de
longitud y latitud. El 16 de noviembre desembarcó en Cartagena, donde se juntaron don
Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, encargados por el Rey de España de acompañar a los
geodésicos franceses. La segunda quincena de diciembre, La Condamine,
Godín, Bouguer y Jussieu se ocuparon en Panamá de realizar observaciones astronómicas
y físicas, mientras se tramitaba el viaje desde esa ciudad al Ecuador.
El 27 de febrero de 1736 los geodésicos se hicieron a la vela con dirección a su
destino: en la noche del 7 al 8 de marzo pasaron por primera vez la línea ecuatorial y el
10 arribaron a Manta, situada a un grado de latitud austral. Sin pérdida de tiempo
acordaron que los marinos españoles con Godín y el grupo de franceses continuaron el
viaje hasta Guayaquil para dirigirse a Quito; quedándose tan sólo Bouguer y La
Condamine para iniciar los trabajos.
Desde el principio se identificaron con su misión de observadores científicos. El
clima tropical propicio al paludismo les dio ocasión para experimentar los efectos de un
compuesto de quina, cuyo árbol identificaron en el bosque. La Condamine no perdió
oportunidad para coleccionar ejemplares de las plantas raras, para someterlas al análisis
de Jussieu. Pero su propósito principal era buscar una base para las determinaciones
geométricas. De esta estadía en Manta aprovecharon para observar el equinoccio por un
método nuevo de Bouguer; para fijar, por la observación del eclipse de luna del 26 de
marzo, la longitud de la parte de la costa más occidental de la América del Sur; para
observar las refracciones astronómicas de la zona tórrida aprovechando la vista del
horizonte del mar; para hacer la experiencia del péndulo de segundos al nivel del mar y
bajo la línea ecuatorial. Bouguer se ocupó, además, en trazar el mapa de esta costa. En
cuanto a La Condamine pasó cinco noches en Palmar hasta conseguir el guiño de las
estrellas a través de las nubes. En la roca más saliente dejó la inscripción que
sigue: «Observationibus Astronomicis [...] hocce promontorium Aequatori subjacere
compertum est, 1736».
Un mes íntegro habían gastado en estas labores, que tuvieron por escenario la parte
de la costa que va del Cabo de San Lorenzo hasta el Cabo Pasado y el río Jama. El 23 de
abril se separaron los dos geodésicos: Bouguer partió por mar a Guayaquil en pos de sus
colegas, entretanto que La Condamine resolvió dirigirse a Quito remontando la
Cordillera. El sendero antiguo había ya desaparecido sin dejar huella alguna. Con el
propósito de completar los datos para la carta geográfica de la región, La Condamine
determinó la latitud del cabo de San Francisco y el de Atacames y luego surcó el río
Esmeraldas, para trazar el plano de su curso. Con la brújula y el termómetro a la mano,
se orientó en el dédalo del bosque, examinando la geografía botánica a medida que iba
ascendiendo la Cordillera. El contraste entre su formación parisiense y el primitivismo de
un viaje por la selva americana le permitía notar y anotar mejor las costumbres de los
indios y las características etnográficas por la variedad de climas. Tras una larga travesía
llena de penalidades llegó por fin a la población de Niguas desde donde avanzó a Nono,
no sin antes haber dejado en prenda su cuadrante, para tener con que pagar a los indios
conductores y cargueros. Dio por bien empleados sus sacrificios al poder contemplar
desde las faldas del Pichincha el maravilloso panorama de un valle con cerco de montes
en lontananza, surcado por ríos desiguales, matizado por manchas verdes de sembríos y
al centro la ciudad de Quito, punto de llegada de tan largo viaje y de partida para las
labores de la expedición científica.
No hacen a este caso los detalles que rodearon a los geodésicos en sus relaciones
sociales y con las autoridades. Mientras sus compañeras habían sido hospedadas en el
palacio de la Audiencia, La Condamine fue de incógnito al Colegio de los Jesuitas, hasta
recibir su bagaje, en que se hallaba la ropa. Entre tanto se ocupó en ordenar sus papeles
para enviar a la Academia de París las primicias de sus observaciones e hizo colocar en
la terraza del Colegio un gnomon de 8 a 9 pies de alto y trazó una meridiana, que comenzó
a servir para dar las horas a mediodía al paso del sol.
Los Académicos se encontraron juntos en Quito los primeros días de junio de 1736.
El presidente don Dionisio de Alcedo y Herrera los había recibido con afecto y distinción.
Mientras iban llegando los instrumentos necesarios, procuraron averiguar el sitio
conveniente para iniciar sus operaciones. La explanada de Cayambe fue objeto de primer
examen por parte de Verguín y de Couplet. En agosto se ocupó Bouguer de verificar las
condiciones del suelo para establecer la base, llegando a la conclusión de que el terreno
era desigual y surcado por ríos, que defraudaban las esperanzas. Cayambe abrió la tumba
de Couplet, el más joven de los geodésicos. Había comenzado a trabajar con el entusiasmo
de los años, pero una fiebre maligna le cortó la vida el 19 de setiembre de 1736.
Desechado el sitio de Cayambe, La Condamine, Bouguer y Godín optaron por la
explanada de Yaruquí, que lo examinaron juntos el 13 y 14 de setiembre. Convenidos en
el puesto de la base, comenzaron las bases de operaciones técnicas. La línea de medida
básica estaba comprendida entre Caraburo y Oyambaro, cuyos extremos señalaron con
una piedra de molino. Mientras se colocaban estacas en forma de obtener una altura
horizontal, La Condamine ascendió a un pico del Pichincha, visible a los dos extremos, y
puso la señal para las medidas de triangulación. Sin perder oportunidad de observación
científica se dividieron unos a Cayambe y otros a Yaruquí para observar el eclipse de la
luna, que sucedió el 19 por la tarde, mientras en París acaeció en la mañana del 20. A
partir del 28, los geodésicos se repartieron en dos equipos para realizar simultáneamente
la medida de la base en sentido contrario y luego cotejar los resultados. La prolija
operación se realizó del 3 de octubre al 3 de noviembre. La longitud de la base fue de
6272 toesas. Restaba precisar desde los extremos el ángulo que formaba el sol al
levantarse y ponerse, para reconocer la dirección de la base en relación con las regiones
del mundo y la de todos los lados de los triángulos siguientes. Parecía que la naturaleza
contribuía a dar a los académicos ocasión de observar todos los fenómenos. A su regreso
a Quito, sucedió el 5 de diciembre en la madrugada un fuerte temblor, cuyo epicentro se
hallaba en las faldas del Iliniza.
El ritmo del trabajo dependía en buena parte de factores extraños. No podía
realizárselo sin dinero para gastos de viajes, alimentación y peones y estaba sujeto, sobre
todo, a las condiciones meteorológicas. Para la medición de la línea base habían
aprovechado de setiembre, último mes de verano en la sierra. Tenían que disminuir el
compás de labores desde octubre en que comenzaba el invierno. De común acuerdo, se
distribuyeron las faenas para el primer semestre de 1637. La Condamine debía viajar a
Lima en busca de dinero y aprovechar de la travesía para examinar el terreno con vista a
las futuras observaciones; a Godín se le encargó la inspección de la zona occidental de
Quito; Bouguer se comprometió a recorrer el territorio comprendido en un grado al Norte
y Noreste de Quito y levantar la carta geográfica; Verguín recibió la comisión de
examinar en detalle el callejón que va de Quito a Riobamba y señalar los lugares en que
se pudiesen colocar las señales para la triangulación. A la vuelta, La Condamine se juntó
con don Jorge Juan y juntos vinieron practicando observaciones desde Paita. En Loja
reclamó un análisis prolijo el árbol de la quina: como tampoco descuidó La Condamine
de enviar a la Academia de París algunos objetos arqueológicos del tiempo de los Incas.
Una vez en Quito, los académicos emplearon el mes de julio en la verificación del
sector, para determinar la distancia de los trópicos y por consiguiente la oblicuidad de la
eclíptica. Bouguer, Godín y La Condamine enviaron por separado a la Academia el
resultado de estas observaciones que fue conocido no sólo en París sino también en
Londres debido a la traducción que Halley hizo al inglés. La Condamine por su cuenta
trazó el plano de Quito, que fue grabado en 1746.
En agosto de 1737 comenzaron los trabajos de triangulación. Bouguer, La
Condamine y Ulloa ascendieron a la pista del Pichincha, en tanto que Godín y Jorge Juan
subieron a Pambamarca. A la distancia podían divisarse a través de largos lentes, pero el
intercambio de observaciones tardaba por lo menos dos días cuando se hallaban buenos
postas. Godín trató de hacer experiencia del sonido mediante el estampido de un cañón
colocado a larga distancia. La Condamine en cambio, anotó los grados de temperatura
con un termómetro Reamur y verificó las experiencias del péndulo a la altura máxima en
que se hallaba.
En adelante prosiguió el trabajo de triangulación a lo largo del callejón interandino,
que abarcaba el espacio de un grado de latitud al norte de la línea ecuatorial y dos grados
al sur. Los geodésicos se volvieron andinistas a la fuerza. Por primera vez los picos de las
cordilleras se vieron trajinados por hombres que provistos de aparatos trataban de dialogar
de monte a monte y contemplaban de más cerca las estrellas. De este modo Cotacachi e
Imbabura, Cayambe y Mojanda, Pichincha y Sincholagua, el Corazón y Rumiñahui, el
Iliniza y Cotopaxi, Igualata y Carihuairazo, Chimborazo y los Altares y el cerro de Azuay
entraron en la red de triángulos con su altura medida exactamente y el cálculo de
distancias intermedias. Los nombres toponímicos, incorporados a la geografía de los
cronistas españoles, hubieron de sufrir modificaciones de escritura para adaptarse a la
fonética del francés y del inglés. Europa estaba pendiente de esta gran aventura científica,
que iba a comprobar la redondez de la tierra. La Audiencia de Quito fue la más
beneficiada. Sin que le costara nada, contaba con un mapa geográfico, conocía con
precisión la altura de sus montes y ciudades, había entrado en el dominio de los países
más estudiados por las ciencias.
Jorge Juan y Don Antonio de Ulloa habían recibido la comisión de examinar la
realidad social y administración política de estas regiones. Sus Noticias
Secretas revelaron detalles de la situación histórica que vivían nuestros pueblos tan
alejados de la Metrópoli. Los mismos incidentes que rodearon a los académicos en el
proceso de sus operaciones dieron a conocer mejor el estado en que se encontraba la
colonia.
Tres años enteros habían gastado los geodésicos en verificar sus operaciones. En
junio de 1739 llegaron a Cuenca, después de haber examinado el castillo de Ingapirca y
las minas de mercurio y de rubíes en las cercanías de Azóguez. Su labor se concentró
ahora en determinar la base donde debían concluir sus experimentos. La prolijidad que
habían tenido en Yaruquí se repitió en Tarqui. Una vez terminadas las medidas
geométricas, faltaba verificar la medida astronómica, que consistía en determinar la
amplitud del arco cuya longitud acababan de medir con precisión.
A la distancia de más de doscientos años la perspectiva simplifica demasiado los
hechos y no puede apreciarse el volumen de las dificultades vencidas. Basta leer el diario
de La Condamine pura adivinar el ímprobo trabajo que demandó la observación de una
misma estrella desde las dos bases extremas y el cotejo de los resultados. Además, en el
transcurso de tres años hubo La Condamine de afrontar los penosos pleitos levantados
primero por el presidente doctor José de Araujo y Río, luego en Cuenca con ocasión de
la muerte de Seniergues y por último el motivado por el levantamiento de las pirámides
de Caraburo y Oyambaro. Desde el punto de vista de la ciencia, la acción de los
académicos había tenido un éxito pleno. A base de cálculos matemáticos, realizados en
el Ecuador, se había llegado al conocimiento cierto de que nuestro planeta se ensanchaba
en torno a la línea ecuatorial. El desenlace de los actores tuvo un carácter de tragicomedia.
Couplet murió en Cayambe, al comienzo mismo de los trabajos. Juan Seniergues, médico
de la expedición, fue asesinado en una plaza de toros en Cuenca. Morainville, el dibujante
de los geodésicos, murió cayéndose desde un andamio al proyectar la iglesia de Cicalpa.
El botánico José de Jussieu perdió el juicio al ver deshecha su colección de plantas
andinas, que había cuidadosamente recogido durante todo un lustro. Igual suerte de
enajenación mental cupo a Mabillon. Luis Godín aceptó el cargo de astrónomo de la
Universidad de San Marcos de Lima. Juan Godín des Odonais casó en Quito con Isabel
de Grandmaison. Igual cosa hizo también el relojero Hugot. De la comitiva que constaba
de diez, regresaron a París, por la vía de Bogotá Cartagena, Pedro Bouguer y el capitán
Verguín. En cuanto a La Condamine, el protagonista de la expedición, decidió volver a
su patria por el río Amazonas, recorriéndola por el Pongo de Manseriche.
- III -
- IV -
Pedro Franco Dávila y el Museo de Historia Natural de Madrid
Veinte y cinco años invirtió Dávila en tan laudable empresa, sin escatimar gastos ni
ahorrarse molestias para aumentar más y más sus preciadas colecciones, de las cuales
esperaba obtener gran provecho para la ciencia, haciéndolas objeto de interesantes
estudios. En 1777 se vio precisado, por achaques de salud, a vender su amado Museo ante
las dificultades de llevarlo consigo al Perú, a donde pensaba trasladarse. Con tal motivo
se dirigió al Rey de España, don Carlos III proponiéndole la adquisición del mismo y
remitiéndole a la vez los tres volúmenes del catálogo correspondiente que acababa de
imprimir.
El Monarca ordenó a su Ministro, el Marqués de Grimaldi, pidiese parecer sobre el
asunto al reverendo padre Enrique Flores. Con fecha 27 de junio de 1767 se dirigía
Grimaldi a éste, por medio de la siguiente carta: «Reverendísimo padre Flores, hay en
París un vasallo del Rey, don Pedro Dávila, nacido en Guayaquil, que ha formado un
copioso Gabinete cuyo catálogo compone tres tomos. Propone venderlo al Rey, y, antes
de contestarle, quiere Su Majestad saber el juicio que forma vuestra Reverendísima de la
calidad, circunstancias y valor que tiene». La contestación del padre Flores fue favorable:
en la compra veía el principio de la creación en Madrid de un Gabinete de Historia
Natural. La adquisición, sin embargo, no se realizó sino el 17 de octubre de 1771, fecha
en que el Marqués de Grimaldi suscribió el documento en que se ordenaba el traslado de
París a Madrid de la colección de Franco Dávila.
A insinuación del mismo padre Flores se nombró al propio Franco Dávila Director
Vitalicio del Museo en proyecto, con el sueldo anual de mil doblones sencillos. En
diciembre de 1772 se halló ya en Madrid, a prestar el juramento de rigor como miembro
supernumerario de la Academia de Historia, que había sido elegido en gracia de sus
méritos científicos.
La instalación se hizo en el edificio comprado a don Francisco de Goyeneche, en la
calle de Alcalá cerca de la Puerta del Sol. La planta baja se destinó a la Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando y en el segundo piso se estableció el Real Gabinete de
Historia Natural. Sobre el dintel de la puerta del edificio puede aún hoy leerse la
inscripción que mandó grabar don Bernardo de Iriarte, que dice así:
Carolus III Rex
Naturam et Artem sub uno tecto
in publicam utilitatem consociavit
Annus MDCCLXXIV.
La inauguración del Real Gabinete se hizo el 4 de noviembre de 1776, día
onomástico del rey Carlos III. El público madrileño pudo ver exhibidos, en magníficas
vitrinas, los ejemplares de Historia Natural, que había coleccionado don Pedro Franco
Dávila en el transcurso de veinte años. El mérito del ilustre ecuatoriano fue reconocido
por los centros culturales de Europa. La Real Sociedad de Londres le nombró Miembro
Titular el 6 de junio de 1776. A pedido de los Miembros de la Academia de Berlín, el rey
Federico de Prusia le nombró también Académico de esa entidad. A la muerte del creador
del Museo, acaecida el 6 de enero de 1786, su sucesor don Nicolás de Vargas sugirió al
Marqués de Grimaldi la idea de perpetuar la memoria de don Pedro Franco Dávila,
mediante la erección de un busto, realizado sobre el molde de una mascarilla mortuoria,
que tuvo el acuerdo de hacer tomar antes de la inhumación del cadáver.
De la colección de Franco Dávila se ha publicado en tres volúmenes, en octavo,
el Catálogo sistemático y razonado de las curiosidades de la Naturaleza y de las Artes
que componen el Gabinete de don Pedro Franco Dávila, con figuras de madera las
principales piezas que aún no han podido ser grabadas, impreso en París en 1767. En la
Biblioteca Ecuatoriana Mínima se publicó también con una introducción de Abel Romeo
Castillo, la Instrucción hecha por orden del Rey para la recolección de las producciones
curiosas de la Naturaleza, destinadas al Real Gabinete de Historia Natural de Madrid.
-V-
- VI -
Su compañero Aimé Bonpland era médico desde los veinte años. En la Sorbona había
tratado a Jussieu, que le habló de la Flora Ecuatoriana. Luego con Lamarck
y Desfontaines cultivó sus aficiones a la botánica y, en general, a las ciencias naturales.
Estaba dispuesto para realizar una expedición al Nilo, con el capitán Baudín, cuando se
encontró con Humboldt. Desde el primer instante se compenetraron sus almas para formar
el binomio, que debía reconquistar la América para la ciencia. La economía de la
expedición estaría a cargo de Humboldt: el aporte de cada uno completaría el plan de
labor conjunta.
Los dos llegaron a Cuba con el propósito de realizar una gira alrededor del mundo
con el capitán Baudín. Frustrado este plan, cambiaron este ideal con una empresa que
benefició a Venezuela, Colombia y Ecuador. El examen de la cordillera de los Andes
daría a la ciencia un aporte de experiencias nuevas, para integrarlas al Cosmos, síntesis
de la visión universal de Humboldt. No era ya la medición de un arco del meridiano para
comprobar la redondez de la tierra. Al sabio ademán le inquietaba ahora la observación
de la estructura geológica, de los fenómenos vulcanológicos, de las leyes físico-
climatológicas, sin olvidar la riqueza de la flora. En vez de abreviar el viaje a Quito por
la travesía de Panamá a Guayaquil, prefirió la ruta por tierra de Cartagena a Bogotá para
conocer a Mutis, el gran discípulo y alumno de Linneo. Comprobó la merecida fama de
que gozaba ya el sabio gaditano, de quien recibió un obsequio de 100 láminas de las
mejores de su flora, que remitió al Instituto de Ciencias de París. Pudieron Humboldt y
Bonpland apreciar el mérito de los pintores quiteños en la obra de la Flora de Bogotá,
dirigida por Mutis. A este sabio dedicaron el libro de Plantas Equinocciales que
publicaron más tarde. Además, Humboldt le dedicó su Geografía de las plantas, en que
llamaba a Mutis ilustre patriarca de los botánicos.
Después de dos meses de permanencia en Bogotá, Humboldt y Bonpland se
dirigieron a Quito, atravesando las fragosas montañas de Quindío y luego los anchos
valles de Popayán y Pasto.
Caldas, que anhelaba la llegada de los sabios europeos, escribió entusiasmado a su
amigo Arroyo, en diciembre de 1801: «El Barón de Humboldt está muy cerca de nosotros:
salió de Popayán el 27 de noviembre y yo me hallo afanado con el viaje a Ibarra. Quiero
tratar a solas, y libre de tropel de aduladores, a este hombre grande; quiero manifestarle
mis observaciones en todo género y recibir sabias lecciones sobre ellas. ¡Qué esperanzas
tan fundadas tengo de formarme astrónomo!». Días después relata las impresiones de su
primer encuentro. «¡Qué ingrato sería yo si no le comunicara cuánto me ha pasado y
cuánto me ha enseñado el Barón de Humboldt, este joven prusiano, superior a cuantos
elogios se puedan hacer! Me transporté a Ibarra, como le anuncié a usted, por antelar el
momento de conocerlo; salí algún trecho de aquí, y le hallé el 31 de diciembre de 1801,
a las once del día. ¡Qué momento tan feliz para un amante de la ciencia! Yo fui el primero
que me le presenté y sin detenerse un instante me comenzó a tratar con una franqueza y
liberalidad sin igual. ¡Qué noticias tan exactas trae de mí y de mis cosas!».
Humboldt, al llegar a Quito, se alojó en casa de don Juan Pío Montúfar, Marqués de
Selva Alegre. La impresión que le causó el ambiente familiar puede colegirse de las frases
que escribió a su hermano Guillermo. «El Marqués de Selva Alegre, dice, ha tenido la
bondad de instalarnos en una casa excelente, donde después de las fatigas soportadas en
nuestro viaje, encontramos todas las comodidades que sólo en París o Londres se podrían
exigir». A la verdad, el ascendiente social del Marqués rodeó al ilustre huésped no sólo
de toda clase de atractivos, sino que su holgura económica facilitó los medios para las
excursiones y experimentos del sabio alemán. Además, el Marqués era amigo de Mutis,
a quién había proporcionado los pintores quiteños de la Flora de Bogotá, motivo éste que
le unía en afecto común con Humboldt y con Caldas.
La formación aristocrática del Barón le hacía compaginar espontáneamente con los
compromisos sociales, sin menoscabo de la seriedad investigadora: actitud que no podía
comprender Caldas, tanto más cuanto que Humboldt demostró sus preferencias por el
joven Carlos Montúfar, en quién veía una esperanza promisoria para la causa de la
ciencia. El hecho es que Caldas sintió amortiguarse su entusiasmo por el sabio prusiano,
sobre todo cuando este declinó la compañía del severo payanés en su viaje a Lima,
México y Europa, prefiriendo la del hijo del Marqués.
Este contraste de nacimiento y formación explica la diferencia de impresiones que
sintieron Humboldt y Caldas sobre la sociedad y cosas del Ecuador. Fray Vicente Solano,
que defendió a Cuenca de las inculpaciones de Caldas, escribió con razón:
Decía Fontenelle, hablando de Leibniz, que era un
hombre que llevaba adelante todas las ciencias. Se puede
aplicar este dicho a Humboldt, con mucha razón. [...]
Humboldt a los veinte y ocho años de edad era un sabio
completo. [...] Las ciencias le deben mucho, y principalmente
su viaje a América le trasmitirá a la posteridad. [...]
Particularmente la botánica fue enriquecida por él, de suerte
que hizo conocer a Europa más de cinco mil especies y
géneros, incógnitos antes de su viaje. [...] Si como sabio es
apreciable, lo es también como viajero. [...] ¡Con qué
moderación no habla de los usos y costumbres de los
americanos! Muy diferente en esto de otros viajeros. [...] En
Humboldt todo se reduce a la ciencia. [...] Los americanos
jamás deben olvidarse de Humboldt: los escritos de este sabio
les han hecho conocer el país en que viven.
- VII -
En 1849 en que el padre Solano realizaba su Segundo viaje a Loja, García Moreno,
presente en Riobamba de viaje para Europa, verificaba, con el ingeniero Wisse, una
excursión al Sangay. En enero de 1850 partió para el viejo mundo y visitó algunas
ciudades de Inglaterra, Alemania y Francia, en aire de observación de centros industriales
y de comercio, no sin reparar la situación política de Europa, que estaba «ardiendo
sordamente y preparándose a reventar».
En 1855 viajó por segunda vez a Europa y en enero del año siguiente se consagró en
París a los estudios de las ciencias naturales. El 14 de enero de 1856 escribía a su cuñado
don Roberto Ascázubi: «Mucho le recuerdo en el curso de física que sigo porque le
conozco aficionado a esta ciencia tan hermosa. [...] En el de química ocupo uno de los
asientos reservados, inmediato al profesor, gracias a la recomendación
de monsieur Boussingault. A más de estos cursos, dictados
por monsieur Despretz (Física) y monsieur Balard (Química), sigo el de Geología de
míster Milne-Edwards, el de Análisis de Química Orgánica de M. monsieur Boussingault,
el Álgebra Superior de monsieur Duhamel, el de Cálculo Infinitesimal
de monsieur Lefeboure de Fourrey, y el de Mecánica Racional comenzado
por monsieur Sturem y continuado, por su fallecimiento, por monsieur Puisieux. Todos
estos son sabios de primer orden, conocidos por las obras que han publicado sobre las
ramas que enseñan. Cada curso tiene lugar dos veces a la semana únicamente; y he
arreglado de tal modo mi tiempo que trabajo en el laboratorio los lunes, miércoles y
viernes. Cuando comiencen los cursos de Geología y Botánica, asistiré también a ellos.
En Química he avanzado mucho; en el mes entrante acabaré las preparaciones de metales
y entraré en las preparaciones de la Química Orgánica. Tengo muchas cosas hechas por
mí: entre ellas un poco de fósforo extraído de los huesos. Me baila en la cabeza la idea de
un pequeño aparato de mi invención para poder fabricar ácido sulfúrico sin el cual nada
puede hacerse o muy poco. Cuando haya madurado bien mi proyecto, le consultaré
a monsieur Boussingault; y si le parece bien, y no cuesta (como creo) sino unos quince o
veinte pesos, le pondré en planta: de este modo podré fabricar yo mismo en Quito sin más
costo que el azufre y el del salitre: avíseme lo que cuesta ordinariamente por arroba.
Esta consagración de García Moreno a las ciencias naturales, a la edad de treinta y
cuatro años, debe considerarse como una escena simbólica. La idea de implantar en el
país la enseñanza técnica surgió de este contacto con profesores especializados de París.
Ya en la legislatura de 1857 presentó el proyecto del establecimiento de una Escuela
Politécnica. Pero su sentido práctico le hizo proceder gradualmente. Durante su primer
período presidencial dedicó su afán a la instrucción primaria de la niñez de ambos sexos,
creando escuelas en ciudades y cantones, a cargo de los hermanos de las Escuelas
Cristianas y de las religiosas de los Sagrados Corazones, de la Caridad y de la
Providencia. Al hacerse cargo de la segunda presidencia pidió a la Convención de 1869
expidiese un decreto para la creación de la Escuela Politécnica.
Un suceso histórico acaecido en Alemania resultó providencial para los fines que se
proponía García Moreno. En virtud de las leyes del Kulturkanf, dictadas por Bismark para
Alemania hubieron de salir expulsados los jesuitas. Aprovechó la ocasión el presidente
del Ecuador, a cuyo nombre el Ministro de Instrucción Pública Francisco Javier León
contrató con el padre Agustín Delgado, Visitador de la Compañía, la venida de aquellos
jesuitas alemanes. El contrato estipulaba el sueldo anual de seiscientos pesos y los gastos
para excursiones e instalación y conservación de Museos, de Gabinete de Física,
Laboratorio de Química y construcción de un Observatorio Astronómico y
Meteorológico.
El cuerpo de profesores se fue integrando a medida de la organización de los
estudios. En 1870 vinieron para Física el padre Juan B. Menten, para Geología el padre
Teodoro Wolf y para Botánica el padre Luis Sodiro. En 1871 se sumaron a los anteriores
Luis Dressel, Luis Heiss, José Kolberg, José Eppin, Cristian Boetzkes,
Emilio Mullendorf y Wenzel. En 1873 vinieron Eduardo Brugier y Alberto Klaessen,
junto con un arquitecto, un ingeniero civil y un disecador, además Jacobo Elbert y
Carlos Honshieter.
Los programas anuales de cada materia se publicaban, en forma de servir a cada
alumno de memorial de la enseñanza recibida. Una simple enumeración de las materias
dará la idea de la seriedad con que se organizaron los estudios en la primera Escuela
Politécnica. Se enseñaban, escalonadamente, álgebra, geometría plana y del espacio,
trigonometría plana y esférica, geometría descriptiva, geometría analítica, plana y del
espacio, álgebra superior y análisis algebraico, cálculo diferencial e integral, geodesia
inferior y superior, astronomía teórica y práctica, construcción de caminos y ferrocarriles,
maquinaria descriptiva y construcción de máquinas, arquitectura, hidrotecnia, física
experimental, geología y geognosia, cristalografía, mineralogía, química inorgánica,
orgánica, fisiología, analítica, agrícola, técnica, universal y teórica, preparación de las
sustancias medicinales, técnica de la farmacia, análisis fisiológico, toxicología, zoología
sistemática, historia vegetal, organografía, taxonomía, fotografía, botánica aplicada a la
agricultura, dibujo natural, geométrico, arquitectónico y topográfico. Para facilitar el
manejo de los textos de consulta se impuso el aprendizaje de los idiomas francés, inglés
y alemán108.
Desde 1861 García Moreno abrigó el proyecto de construir un observatorio
astronómico, de trascendencia evidente por hallarse Quito junto a la línea ecuatorial. Hizo
gestiones para conseguir la ayuda del Gobierno francés, que no tuvieron efecto.
Emprendió al fin la realización de la idea, encargando al padre Menten, astrónomo de la
Politécnica, la elección del sitio, la forma de construcción y la compra de los aparatos
necesarios. El edificio estaba al concluirse en 1875.
No contento, con la propulsión de estudios técnicos, se preocupó también por
estimular la afición a las Bellas Artes. En 1870 fundó el conservatorio de música, a cuya
cabeza como primer Director puso a don Antonio Neumane, que estuvo en el país desde
1854 y había compuesto la música del Himno Nacional. A su muerte, acaecida en 1871,
ocupó la dirección el maestro Francisco Rossa, profesor del Conservatorio de Milán. Para
maestros de flauta y trombón fueron comprometidos los señores Pedro Traversari y
Antonio Casarotto. Más tarde se procuró también un maestro de canto con el profesor
Vicente Antinori. Para integrar el cuerpo de profesores se procuró el aporte de algunos
artistas nacionales como Juan Agustín Guerrero, Manuel Balzar, Manuel Checa, Miguel
Pérez, Manuel Jurado y Manuel Valdivieso.
También las Artes Plásticas merecieron el apoyo de García Moreno. En 1872
comprometió al pintor Luis Cadena para la dirección de la Escuela de Bellas Artes. Y con
el fin de contar con maestros especializados envió becados a Italia a Juan Manosalvas y
Rafael Salas. Para maestro de Escultura comprometió al señor José González y Jiménez,
domiciliado en Roma.
La amplia visión del Presidente llegó también a la clase trabajadora. El 19 de marzo
de 1872 inauguró el «Protectorado» o Escuela de Artes y Oficios. Para su dirección
contrató en Norte América al hermano Conald de los Protectorados Católicos, quien trajo
consigo a varios artesanos.
El número de alumnos del conservatorio llegó a setenta y tres. Más difícil fue hallar
alumnos para los cursos de la Politécnica. Con el propósito de estimular al estudio de las
ciencias, García Moreno creó numerosas becas de veinte pesos cada una, garantizando a
los becarios el profesorado en los colegios con el sueldo de cincuenta pesos mensuales.
De este modo la Politécnica contó, en el período de 1870 a 1875, con noventa y siete
estudiantes
.
Un testigo ocular e imparcial, el doctor Domec, quien vino comprometido para
dirigir la Facultad de Medicina en Quito, se expresó así en la Universidad de Lille:
Costosos créditos se abrieron para comprar en Europa y
llevar a Quito los aparatos e instrumentos necesarios para la
enseñanza, como para un completo laboratorio de física, otro
de química y un gabinete de colecciones de historia natural.
Todo se realizó con prontitud y se formó en Quito, con el
nombre de Escuela Politécnica, un centro de enseñanza que
podía, no tememos decirlo, rivalizar con nuestras mejores
facultades de ciencias. Muchas veces visitamos esa Escuela;
examinamos minuciosamente sus diversos laboratorios;
asistimos a las pruebas científicas de los alumnos, y cada vez
salíamos admirando ese foco científico, el primero tal vez de
la América Meridional. [...] García Moreno fundaba en la
Escuela Politécnica las esperanzas de su Patria, y para
convencernos bastaba ver el interés con que supervigilaba su
marcha y progreso, la asiduidad con que asistía a los exámenes
públicos que anualmente atraían la flor de la sociedad quiteña.
Él mismo examinaba a los alumnos, principalmente en
Química que había estudiado en París.
A principios del siglo XVIII se grabó en Quito El gran Río Marañón o Amazonas con la
Misión de la Compañía de Jesús, Geográficamente delineado por el padre Samuel Fritz
Misionero continuo en este Río padre Juan de Narváez Societatis Jesu quondam ma hoc
Marañone Misionarius Sculpebat Quiti 1707.
En 1744 se encargó al mismo padre Miguel de la Cruz que grabase en una lámina de plata
la dedicatoria de la tesis que se desarrolló en un acto académico que se verificó en la
Universidad de San Gregario en homenaje a la Academia de Ciencias de París, cuyos
miembros estaban realizando la medición de un arco de meridiano en el Ecuador. La vejez
del artista quiteño hubo de reclamar ayuda de Marainville, para concluir el trabajo del
grabado.
A mediados del siglo XVIII Simón Brieva grabó también una colección de planchas de
carácter pedagógico, que comprendía veinte láminas de Catecismo Histórico, 23 de la
Santa Misa y 25 de la Historia Sagrada. Los dibujos de las dos primeras series fueron
diseñados por Prieto Arias y los de la tercera por Rondetyo Arias A.
Ante la negativa de parte del Consejo, los mencionados procuradores salvaron esta
primera dificultad, valiéndose de Alejandro Chávez Coronado, joven quiteño que habían
llevado consigo, quien elevó en nombre propio una nueva solicitud al Consejo de Indias
por intermedio de don José Real. Esta vez tuvo efecto la petición. El Consejo, con fecha
18 de agosto de 1741, remitió el asunto al informe del Fiscal, el que dio respuesta
favorable el 30 del mismo mes. Debieron interponerse valedores eficaces para conseguir
el rápido despacho del negocio. Pues el Consejo, prescindiendo del trámite ordinario,
pidió, el 2 de septiembre, el parecer de don Dionisio de Alcedo y Herrera, ex Presidente
de la Audiencia de Quito, que se hallaba en Madrid. El 6, Alcedo dio su informe,
recalcando en la necesidad de establecer una imprenta en Quito, cuya cultura exigía un
medio apropiado de expresión. El 6 de octubre se expidió la cédula en que se concedía a
Chávez Coronado la facultad de establecer la imprenta para él y sus herederos en caso de
muerte.
El asunto de la imprenta se daba como un hecho en documentos, sin que se tuviera aún la
maquinaria ni sus accesorios. El 1º de octubre de 1748 Ángela Coronado hizo cesión de
la Cédula a Raimundo de Salazar sobre la imprenta que no había salido aún de España.
Por diligencias de los padres de la Compañía, Ángela Coronado renovó la cesión de sus
derechos al procurador del Colegio Máximo de Quito el 13 de marzo de 1751, acto que
fue aprobado por la Audiencia el 30 de abril del mismo año. Después de este vericueto de
rodeos de cerca de veinte años, al fin llegó la imprenta a Guayaquil el 25 de octubre de
1754, con destino a Ambato, donde se hallaba el protagonista de esta empresa de cultura,
el padre José María Maugeri. Con la maquinaria llegó también el hermano coadjutor Juan
Adán Schwartz, natural de Dilinga, quien hizo de primer Regente y enseñó el manejo a
Raimundo de Salazar.
El primer opúsculo publicado estaba consagrado a Püssima erga Dei Genitricem devotio
ad impetrandam gratiam pro articulo mortis. Llevaba por pie de imprenta: «Hambati-
Typis Societati Jesu - Anno 1755». La imprenta corrió la suerte de su fundador, el padre
Maugeri. Desde 1755 hasta 1759 en que permaneció en Ambato se hicieron doce
publicaciones, las más de ellas dedicadas a promover las devociones populares en aquel
entonces, como la de los Dolores de la Virgen, la de los Corazones de Jesús y María, las
de San Francisco de Sales y San José y de Nuestra Señora de la Luz. Como escritos de
ocasión, constan la Carta Pastoral del ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila, con
motivo del terremoto de Latacunga y la oración fúnebre que pronunció el padre Pedro
José Milanesio en los funerales del mencionado Obispo Polo del Águila.
En 1759, con la asignación del padre Maugeri a Quito se trasladó también la imprenta,
junto con su Regente, el hermano Schwartz. Fue el legado principal, que dejó a la cultura
quiteña el benemérito fundador, al morir en esta ciudad el 22 de octubre de 1759. Este
mismo año vio la luz el primer opúsculo impreso en Quito, con el título de Divino
Religionis Propugnaculo Polari Fidelium Syderi del padre Juan Bautista Aguirre. Desde
1759 hasta 1766, en que permanecieron los jesuitas en el Ecuador se conocen hasta quince
publicaciones impresas en Quito.
Con el extrañamiento de los jesuitas, la imprenta fue confiscada con los otros bienes y
entregada a la Regencia de Raimundo de Salazar quien la integró con el material de otra
pequeña, que por su cuenta había traído de Lima en 1757.
En 1791 salió el proyecto de las Primicias de la Cultura de Quito, redactado por Espejo
y el 5 de enero de 1792 vio la luz el primer número de las Primicias. En 1794, el taller de
Salazar pasó a manos de Mauricio de los Reyes, quien lo conservó hasta muy entrado el
siglo XIX.
Los ensueños del padre Maugeri sobre los beneficios culturales de la imprenta se
desvanecieron con el extrañamiento de los jesuitas del territorio de la Audiencia de Quito.
La Pragmática de Carlos III la ejecutó con relativa humanidad el presidente don José
Diguja, que gobernó la Audiencia de 1767 a 1778. El año preciso de su salida de Quito le
dedicó Espejo su Nuevo Luciano, ponderando las cualidades de su prudente gobierno. En
la dedicatoria emplea por primera vez la palabra quiteñismo y se lisonjea que el
Presidente hará propaganda de las virtualidades de ese pueblo. «Si, Señor, dice, Vuestra
Señoría hablará ventajosamente de esta Provincia y de sus prodigiosos genios, a quienes
no falta para ser en las artes, en las ciencias y en toda literatura verdaderos gigantes, sino
un cultivo de mayor fondo que el que logran». Concluye Espejo afirmando que su ofrenda
es la «agradecida voz del quiteñismo», que le brota del «sincero amor por la patria».
Espejo frisaba en los treinta y dos años cuando escribió el Nuevo Luciano. Había hecho
ya sustancia propia el sentido del quiteñismo, como sinónimo de la patria, que quería
enaltecer. Más tarde, cuando escribió las Primicias de la Cultura de Quito, insertó
el «discurso sobre el establecimiento de una sociedad patriótica en Quito». Este discurso
fue leído con interés por algunos de los jesuitas expulsos. Uno de ellos Joaquín Larrea
expresó que en él mostraba Espejo «su gran talento, su vasta erudición y sus grandes y
ventajosas ideas en beneficio de la patria: pensamos enviarlo a Roma, a Ayllón, a Faenza,
a Velasco, para que lo inserte en la admirable historia que escribe de Quito en Español».
La patria, como ideal definido y concreto, la concibió Espejo y trató de estructurarla bajo
múltiples aspectos. Pero, por secretos del destino, quienes soñaron en la patria y
procuraron definirla, mental y afectivamente, fueron los jesuitas desterrados. Nadie
aprecia mejor el bien gozado que quien lo pierde sin su voluntad. El extrañamiento de los
jesuitas del territorio patrio constituyó un hecho histórico, que hay que apreciarlo en su
valor y trascendencia. El grupo de jesuitas expulsos constaba de 269 sujetos, que
componían la provincia quitense. De ellos 58 habían dejado manuscritos los textos de su
enseñanza de filosofía, y teología en la Universidad de San Gregorio. Los demás
enseñaban en los colegios, dirigían el culto y la predicación en los templos y casas de
ejercicios, servían en las Misiones y los hermanos coadjutores cooperaban en los
quehaceres de las casas y administraban las haciendas. La Pragmática sanción sacó a
todos del territorio patrio en que trabajaban y los dispersó por las ciudades de Italia. A
partir de 1767, aunque desterrados, se refugiaban en el regazo de su madre común, la
Compañía. Pero, desde el Breve Apostólico del 21 de julio de 1773 en que se abolía la
Compañía, los 146 sobrevivientes secularizados, privados de amparo, condenados a una
larga agonía de muerte. En esta situación de abandono, el recuerdo de la patria lejana fue
a la vez pena y lenitivo.
Uno de ellos, el más representativo quizás, el padre Juan de Velasco reaccionó del fondo
del dolor con el pensamiento del servicio a su patria inolvidable, cuya historia procuró
narrar. Véase la expresión de su sentimiento en la dedicatoria que hizo, al concluir la obra
en 1789, al Secretario de Estado don Antonio Porlier. «Muchos años a que comencé a
escribirla por mandato y la dejé por necesidad. No ha mucho que la reasumí, en los
intervalos que me conceden mis males, no tanto por complacer a otros, cuanto por hacer
obsequio a la Nación y a la Patria, ultrajadas por algunas plumas rivales que pretenden
obscurecer sus glorias. No ignora Vuestra Excelencia la dificultad de escribir una
complicada Historia Americana, en países extranjeros, sin el subsidio de los libros
(nacionales; y mucho más la de escribirla en un siglo, a cuyo delicado gusto apenas hay
producción que agrade. Sólo el dulce amor de la patria podrá excusarme la nota de
temerario, en dar un embrión mal formado de Historia y en salir al campo contra gigantes
en literatura, sin más armas que las verdades sin adorno». Embrión mal formado de la
Historia, llamó el padre Velasco a su obra, cuyas deficiencias debían explicarse por las
circunstancias de aislamiento en que fue escrita. Con todo, su Historia resultó «la piedra
angular de nuestra historiografía y la fuente primera de nuestra conciencia refleja de
nacionalidad».
La Historia del Reino de Quito fue publicada parcialmente en París por Abel Víctor
Brandin en 1839, luego la Historia Antigua traducida al francés por Ternaux-Campans en
1840 y una traducción italiana incompleta editada en Prato entre 1840 y 1847. La primera
edición que se hizo en Quito y ha servido de base a reproducciones posteriores se debió
al doctor Agustín Yerovi, quien la realizó en entregas sucesivas en los años 1841, 1842 y
1844. La crítica histórica echaba de menos una edición del texto completo y exacto de
la Historia del Reino de Quito, tal como salió de manos del padre Velasco.
Ventajosamente, desde 1960, el Ecuador cuenta ya con una edición crítica de la obra del
ilustre jesuita, debida a la acuciosa diligencia del padre Aurelio Espinosa Pólit y a la
iniciativa de los organizadores de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima.
Fuera del relato histórico, el padre Velasco puso también sus miras en las manifestaciones
de la cultura Patria. En la misma dedicatoria al Ministro Porlier le decía lo
siguiente: «Entre los muchos objetos que igualmente mira la comprensión de Vuestra
Excelencia como si fuese uno solo, le ha merecido las atenciones la Literatura Americana.
Es cierto, que ha sido esta poco conocida en Europa, tanto que la malignidad de algunas
plumas extranjeras lo atribuye, no a la falta de imprenta que hay allá, sino a la
degeneración de ingenios en aquella parte del mundo. Cuan falso sea este dictamen, lo ha
conocido ya la Italia y lo sabe mejor Vuestra Excelencia. Su larga experiencia le hizo
observar con imparcial ojo ser las américas tal vez más fecundas de minerales de ingenios
que de metales. Sabe que se hallan sepultados éstos en el olvido, no menos que el oro, las
perlas y los diamantes en los obscuros senos de los mares y de las peñas por falta de quien
los saque a la pública luz del mundo, y sabe que nunca hacen progreso las ciencias sin
que tengan una protección poderosa».
Con un afán reinvindicatorio de las letras patrias, conocidas ya en Italia, se ocupó el padre
Velasco en realizar la Colección de poesías varias hechas por un ocioso en la ciudad de
Faenza. La colección ha llegado a concretarse en el título simplificado de Ocioso de
Faenza, que implica una ironía trágica, en decir del padre Espinosa Pólit. Sus autores,
que desplegaron en su patria una actividad febril, se vieron reducidos a una ociosidad
forzada, que buscó en el verso un desahogo a la melancolía:
Usted me ha de perdonar
tanto ingente desvarío,
pues en tan triste lugar,
si de este modo no río,
no haría sino llorar,
La colección reunida por el padre Velasco consta de cinco tomos con un alcance total de
1255 páginas. Guiado por un criterio de afición literaria el Ocioso dio cabida a
composiciones de los jesuitas hermanados en la común desgracia y que estaban en
posibilidades de relación con el desterrado de Faenza. El hecho de que Joaquín Larrea
anunciase el envío de las Primicias de la Cultura de Quito a Ayllón que estaba en Roma
y a Velasco residente en Faenza, indica la forma de intercambio literario que tenían los
jesuitas quiteños en el destierro. A Faenza convergían los ensayos prácticos que en sus
lentas horas de ocio componían los expulsos.
Son quince los autores ecuatorianos, cuyas composiciones constan en la colección del
padre Velasco. Algunos de ellos, como José Orozco, Ramón Viescas, Mariano Andrade
y Ambrosio Larrea han afrontado temas de valía literaria; los demás se han ocupado en
asuntos religiosos, jocosos y de inspiración del momento. Los más han versificado en su
idioma nativo. Algunos han escrito en latín y en italiano. Juan León Mera, en su Ojeada
histórico-crítica de la poesía ecuatoriana (1868), fue el primero que dio a conocer
algunas composiciones del Ocioso de Faenza, con un juicio de apreciación literaria.
Luego, el ilustrísimo señor Manuel María Pólit desde 1889 inició una investigación de
fondo sobre la personalidad de los autores quiteños del Ocioso y del valor de sus escritos.
No han faltado después alusiones justas en los estudiosos de la Historia de la Literatura
Ecuatoriana. Últimamente el licenciado Alejandro Carrión ha publicado, en los años 1957
y 1958, dos volúmenes consagrados a los escritores quiteños de El Ocioso de Faenza.
El padre Espinosa Pólit, que escribió este último párrafo transcrito, sacó a luz las
composiciones del padre Pedro Berroeta, que no constan en la colección del padre
Velasco y que revelan a un poeta de alta calidad. Igualmente la Biblioteca Ecuatoriana
Mínima consagró parte de un volumen a las poesías del padre Juan Bautista Aguirre, cuyo
valor literario puso de relieve don Gonzalo Zaldumbide.
Capítulo XIV
La expulsión de los Jesuitas obligó a tomar providencias, para suplir su falta en las
actividades en que ellas se ocupaban. En carta dirigida al rey el 3 de enero de 1768, el
presidente Diguja, después de informar sobre la constitución de la Junta de
Temporalidades, decía respecto a la enseñanza: En oportuno tiempo se dieron las
providencias necesarias a la continuación de los estudios en la Universidad y Colegio de
San Luis, encargando sus cátedras a los sujetos más condecorados de la Religión
Franciscana a dos clérigos de las de Gramática, continuando dos seglares en las de
Cánones y Leyes y el Rectorado de dicha Universidad al Maestrescuela de esta Santa
Iglesia, siguiéndose hoy en lugar de la Escuela Suarista con la misma aplicación y
método, la Escolista. El reverendo Obispo de esta Diócesis, con la mayor eficacia y su
natural prudencia, ha contribuido con los medios que han sido de su inspección y entre
sus providencias habilité prontamente 29 clérigos a cargo de un Vicario Visitador a quien
ha delegado sus facultades y todos han partido a relevar los Misioneros del Marañón y
Mainas.
Los Franciscanos a que alude el Presidente fueron los padres Gregorio Enríquez de
Guzmán, Vicente de Jesús Médicis, Antonio Vaca, Mateo Pérez, Isidoro Puente y Manuel
Corrales, que habían ejercido la enseñanza en el Colegio de San Buenaventura.
La Providencia de Diguja previno sólo al Colegio de San Luis y a la Universidad de
San Gregorio de Quito. Quedaron, en cambio, sin reemplazo los colegios que los Jesuitas
dirigían en Ibarra, Latacunga, Ambato, Riobamba, Cuenca, Loja y Guayaquil. Una
alusión a este estado de privación de enseñanza y a un proyecto de remedio se dejó notar
en el capítulo provincial que celebraron los dominicos el 20 de setiembre de 1768. En la
denunciación IX se consignaba lo siguiente: Denunciamos no haber al presente en nuestro
convento de Popayán casa de novicios donde los frailes clérigos estudiantes puedan vivir
separados de los demás religiosos: para esto se habilitará fácilmente una vez verificadas
las licencias de Estudios Generales que esperamos de la paternal piedad de Vuestra
Reverendísima porque toda la nobleza de dicha ciudad se ha comprometido coadyuvar,
ofreciendo voluntariamente contribuir veinte y dos mil pesos de principal para el fomento
de nuestros estudios y máxime habiéndose extrañado de estos Reinos la Compañía de
Jesús, donde sólo había Estudios Generales y hay esperanza de que poco a poco se irán
acrecentando estas rentas, respecto de irse poblando el lugar de muchos vecinos con
ocasión del cuño de oro, quienes piden con muchas instancias dichos estudios. Y así los
unos y los otros esperamos se digne Vuestra Reverendísima de concederlos para que tan
buena y loable obra se ponga en ejecución. El Convento de por sí es capaz de mantener
con sus rentas y pie de altar hasta diez y seis religiosos sin mucho ahogo y agregando las
nuevas rentas podrá éste en adelante sustentar veinte y cinco o treinta religiosos.
Con el fin de llevar a la práctica este deseo del Capítulo Provincial, se nombró luego
al padre maestro fray Gregorio Duarte, para que, de acuerdo con el Síndico y benefactor
del Convento de Popayán, don Francisco Antonio Arboleda, allegase los fondos
necesarios al establecimiento del Noviciado y Casa de estudios en esa ciudad que
dependía de la Audiencia de Quito. De hecho los padres Dominicos se hicieron cargo de
las Cátedras de Teología y Filosofía del Seminario Diocesano de Popayán, que
regentaban los padres de la Compañía.
Fuera de esta medida acordada para Popayán, el capítulo se interesó en proveer de
profesores idóneos para la enseñanza en los demás conventos que integraban la Provincia.
A este tenor fueron nombrados para el convento de Popayán el padre José Osorio para
Lector de Teología Moral, el padre Francisco Javier Albari como Director de Casos de
Conciencia y el padre Luciano Quevedo, como Preceptor de Gramática. Para el Convento
de Cali se asignó al padre Pedro Aguirre, como Preceptor de Gramática. Para la Vicaría
de Buga fue instituido por profesor de la misma materia el padre Antonio Morillo. Para
el convento de la Villa de Ibarra se nombró como Preceptor de Gramática al padre Tomás
Navarrete. Para el convento de Latacunga fue designado con el mismo destino el padre
Juan Barragán. Para el convento de Riobamba se nombró, como Maestro de Gramática
al padre Julián Naranjo. Para el convento de Guayaquil recibió igual designación el padre
Antonio Baca. Para el convento de Cuenca fue asignado como profesor de Gramática el
padre maestro José Patricio Santos. Y para el convento de Loja se le designó con el
mismo fin al padre Manuel Montesinos.
Es preciso advertir que los dominicos habían, desde muy atrás, establecido en los
conventos mencionados las cátedras de Gramática y en algunos como los de Cuenca y
Loja también la de Teología Moral. Pero, a raíz de la expulsión de los jesuitas, se puso
más empeño en dar aliento a los estudios. En el Capítulo Provincial de 1770 daban a
conocer al Padre General el hecho de que con la expatriación de los padres jesuitas son
nuestros Conventos los únicos en la Provincia que dan el pasto espiritual a las gentes.
El arreglo que hizo el presidente Diguja para dar continuidad a los estudios duró
apenas dos años; porque a consecuencia del capítulo veinte y ocho de la Real Cédula de
nueve de julio de mil setecientos sesenta y nueve se extinguió la Universidad de San
Gregorio que tenían los Regulares de la Compañía en el Colegio de San Luis, aplicando
los mil pesos de su renta para mayor dotación de la de Santo Tomás. La Orden
Dominicana continuó su labor en la docencia, tanto en su Estudentado propio del
Convento Máximo, como en el Real Colegio de San Fernando y la Universidad de Santo
Tomás. En los Capítulos Provinciales se hacía la renovación de nombramientos para
Regente de Estudios y Rector del Colegio, como se proveía de catedráticos para ambos
centros de enseñanza.
De este modo, en el Capítulo de Provisión de Estudios, fueron nombrados
sucesivamente, en 1768, para Rector del Colegio Real y Catedrático de Prima el padre
Nicolás García, para Regente de Estudios y Catedrático de Vísperas el padre Joaquín Sanz
de Miranda, para Catedrático de Artes el padre Antonio Celi y para Catedrático de
Gramática el padre Joaquín de Falconí; en 1770, para Catedrático de Prima y Regente el
padre Manuel Avilés, para Catedrático de Vísperas el padre Joaquín Miranda, para
Catedrático de Moral el padre Antonio Celi y para Catedrático de Artes el padre Bernabé
Cortés; en 1772, para Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés, para
Catedrático de Vísperas el Padre Rector, para Teología Moral el padre Isidro Ramírez,
para Artes el padre Bernabé Cortés y para Gramática Latina el padre Estanislao Cortés;
en 1774, para Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés, para Vísperas el
padre Joaquín Ramírez, para Teología Moral el padre Isidro Ramírez, para Artes el padre
Nicolás Tordecillas y Preceptor de Gramática el padre Estanislao Cortés; en 1778, para
Regente y Catedrático de Prima el padre Manuel Avilés; para Vísperas el padre Joaquín
Ramírez, para Teología Moral el padre Isidro Barreto y para Artes el padre Felipe
Carrasco. Por lo vasto, el decenio que transcurrió después de la expulsión de los Jesuitas,
no sufrió modificación alguna la marcha así del Colegio de San Fernando como de la
Universidad de Santo Tomás. Entretanto se hicieron varias representaciones al Rey para
que se formalizaran los estudios universitarios en el sentido de que la Universidad de
Santo Tomás se convirtiera en pública, a donde pudiesen acudir toda clase de estudiantes,
con prescindencia de Escuelas y sistemas de doctrinas. En consecuencia, el Rey expidió
el cuatro de abril de 1786 una Real Orden, en que autorizaba a la Junta de Temporalidades
para que, a base de los Estatutos de la Universidad de San Gregorio y de Santo Tomás,
hiciese una refundición de la nueva Universidad. En la Orden daba el Rey instrucciones
concretas para el éxito de esta transformación. La nueva Universidad mantendría el
nombre de Santo Tomás en memoria de la que estuvo a cargo de los Religiosos de Santo
Domingo, a cuyos individuos y especialmente a sus Prelados se les concederán las
sanciones y privilegios concedidos como primitivos fundadores. Para funcionamiento de
la nueva Universidad se elegirá el local de San Luis o de San Fernando, según las
garantías que ofreciesen. Debían refundirse las Cátedras de ambas Universidades, dando
la posesión de ellas al más benemérito por oposición. Los grados debían conferirse a
nombre del Rey por el Maestrescuela de la Catedral como Cancelario. Las rentas para las
Cátedras provendrían de las ya establecidas en las dos Universidades y de la propina con
que se contribuiría en cada Grado. Los estatutos redactados por la Junta de
Temporalidades, de acuerdo con el Obispo se pondrían en ejecución interinamente hasta
que el Rey determinase la que fuere de su agrado.
La nueva Universidad de Santo Tomás
Como Rocafuerte, pensó García Moreno que la instrucción pública constituía uno de
los deberes esenciales del Gobierno. En su estadía en Francia se había dado cuenta de la
labor benéfica que realizaban, en el campo de la enseñanza, los Institutos de
reciente fundación. Ya en carta de 22 de junio de 1861, anunció el doctor Antonio Flores
el inminente viaje del Arcediano de Cuenca, doctor Ignacio Ordóñez, quien debía ir a
Europa con la comisión de comprometer a los Hermanos Cristianos para la enseñanza de
los niños, a las religiosas de los Sagrados Corazones para los Colegios de niñas y a las
hermanas de la caridad para los hospitales.
Efectivamente, el 14 de noviembre de 1861, el señor Ordóñez firmó en París el
contrato con la Superiora General, para el envío de religiosas de los Sagrados Corazones,
las cuales establecieron sus Colegios, en julio de 1562, en Quito y en Cuenca. En la capital
ocuparon el local del Colegio de San Fernando, restaurado recientemente por el Gobierno.
Las religiosas se comprometieron a enseñar gratuitamente a las niñas del pueblo y a
cobrar una reducida pensión a las demás.
Los Hermanos Cristianos llegaron al Ecuador en marzo de 1863 y abrieron sus
escuelas en Quito, Cuenca y Guayaquil. A la Compañía de Jesús se encargó la segunda
enseñanza. Los padres de la Compañía vinieron a Quito en 1862 y el 18 de abril de 1864
aprobó el Congreso un contrato con ellos, que les autorizaba para establecer casas y
colegios en todo el territorio de la República y servir en las misiones orientales.
El Ministro encargado del ramo de educación anotaba en su informe de 1863 el
progreso conseguido con el aporte pedagógico de estos nuevos institutores y enumeraba,
como iniciativas de adelanto, la creación del Colegio Bolívar de Ambato, por decreto
legislativo del 27 de abril de 1861; la introducción de la enseñanza de Filosofía en la
Universidad y la derogación de la ley de libertad de estudios. Don Pablo Herrera,
colaborador y amigo de García Moreno, trazaba en agosto de 1865, el cuadro de los
primeros resultados de la labor docente de los religiosos y religiosas contratados por el
Gobierno. Ponderaba a la vez el éxito obtenido por la enseñanza de los Jesuitas en el
Colegio Nacional de Quito, donde se habían establecido un observatorio meteorológico y
un gabinete de geología e historia natural. Con razón observaba el señor Herrera que «el
Gobierno, como en ninguna de las administraciones anteriores había invertido grandes
sumas de dinero en la instrucción pública, es decir, en escuelas, colegios, compra de
imprenta, instrumentos y útiles para estudios y observaciones científicas».
El impulso dado a la educación por García Moreno iba intensificándose en extensión
y profundidad. El ministro señor Manuel Bustamante informaba en agosto de 1867, que
había mejorado la educación secundaria en el Colegio Bolívar de Ambato, el Nacional de
Quito, el Seminario de Guayaquil, el San Felipe de Riobamba, el San Bernardo de Loja,
el Nacional y Seminario de Cuenca, en los cuales se habían introducido nuevas cátedras
y afianzado la disciplina. Recomendaba, además, el patriotismo de los Concejos
Municipales que habían establecido las escuelas en numerosas parroquias y aumentado
el sueldo de los profesores. Había, sin embargo, que lamentar, la deficiencia de locales y
maestros en las parroquias rurales.
En cambio era evidente que las escuelas dirigidas en Quito, Guayaquil y Cuenca por
los hermanos de las Escuelas Cristianas habían progresado notablemente. El ministro del
ramo atestiguaba al respecto: «el establecimiento en la República de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas ha operado un cambio radical en la educación primaria, por la
superioridad del método empleado por estos infatigables obreros de la civilización,
método que va introduciéndose en las escuelas de esta capital y causando resultados
favorables. Sensible en extremo es que a pesar de los esfuerzos constantes del Gobierno
y de los Concejos Municipales de Latacunga, Ambato, Guayaquil, no se haya podido
aumentar el número de tan distinguidos profesores para establecerlos en los cantones que
los han pedido con instancia, votando al efecto, de sus rentas naturales, la cantidad
necesaria para traerlos de Europa, en donde no se encuentran hermanos libres para
contratarlos. Sin embargo, no se desespera todavía de conseguir algunos para llenar —
371→ los deseos de la autoridad y de los pueblos. En esta ciudad se ha fundado un
noviciado de este instituto y ojalá acreciese el número de los hermanos para llevar la
civilización a todos los ángulos de la República, y con ella, la paz a las familias, la riqueza
a los pueblos y el engrandecimiento a la nación».
Débese destacar el hecho de la fundación del noviciado de los Hermanos Cristianos,
como también de las religiones de los Sagrados Corazones, a los que siguieron las
religiosas de la Caridad, del Buen Pastor y de la Providencia. Sin desligarse de la
dependencia de sus Casas Madres, afirmaron la continuidad del espíritu y apostolado
docente y asistencial, con elemento nacional que garantizó la eficacia de la acción, no
obstante el cambio de los gobiernos.
Como era lógico el beneficio de la enseñanza con el profesorado religioso se
concentraba en las capitales de Provincia. En el informe de 1871 el Ministro señor
Francisco Javier León insinuaba la necesidad de crear Escuelas de Pedagogía bajo la
dirección de los Hermanos Cristianos y de las religiosas de los Sagrados Corazones, para
formar maestros y maestras que se distribuyeran por cantones y parroquias. Como
muestra del progreso que obtenía la educación, informaba el Ministro que en la Provincia
de Pichincha funcionaban 47 escuelas de niños y dos de niñas, fuera de las que regentaban
los padres de San Agustín, San Francisco, La Merced y Santo Domingo y sobre todo los
Hermanos Cristianos con 600 alumnos y las religiosas de los Sagrados Corazones con
una escuela gratuita para niños pobres.
En el mismo informe de 1871 se daba a conocer que se había establecido ya en Quito
la Escuela Politécnica, creada por el decreto legislativo de treinta de agosto de 1869.
Jesuitas alemanes dictaban las ciencias exactas a profesores y estudiantes selectos de toda
la República que acudían a este alto centro de formación técnica. En la antigua casa de la
Universidad se habían organizado museos de geología, botánica y mineralogía, así como
un gabinete de física y un laboratorio de química, con aparatos traídos de Europa, para
la enseñanza práctica de la ciencia. No se le ocultó al Gobierno la situación excepcional
de Quito para las observaciones astronómicas y mandó para el efecto construir un
observatorio astronómico, al que dotó de un telescopio de reciente factura.
En el plan de estudios ideado por García Moreno, la Politécnica fue la culminación
de la enseñanza que necesitaba el país, para orientar la formación a un sentido pragmático,
tan propio del temperamento del ilustre Presidente. Pero su visión alcanzaba todos los
sectores de la cultura. Sensible al gusto del arte musical, aprovechó de la presencia de
don Antonio Neumane, quien había llegado a Guayaquil como director de una compañía
lírica. En marzo de 1870 le comprometió para la organización del Conservatorio de
Música, quien comenzó con la enseñanza de piano, canto y orquesta. De inmediato dio
orden el Presidente para la formación de una banda militar con veinte y ocho jóvenes
seleccionados. A la temprana muerte de Neumane quedó encargado provisionalmente de
la dirección el señor Antonio Guerrero. El Conservatorio demostró desde el principio,
con sus intervenciones públicas, que había en el ambiente la afición al arte musical. En
1872 llegó a Quito, para dirigir el Conservatorio, el maestro Francisco Rossa, profesor
del de Milán. Vinieron luego, para integrar el profesorado, los señores Antonio Casarotto
y Pedro Traversari, maestros, respectivamente, de trombón y flauta y Vicente Antinori
para enseñar el canto. A este personal extranjero se juntaron algunos nacionales, como el
mencionado Guerrero, Manuel Balzar, Manuel Checa, Miguel Pérez, Manuel Jurado y
Manuel Valdivieso. Bajo el magisterio de este selecto profesorado, se cultivaron en Quito
todas las formas del arte musical, tanto sagrado como profano. El número de alumnos
llegó a 73118.
Junto con la música, también las Artes Plásticas recibieron el impulso del Presidente
García Moreno. Con el fin de promover la arquitectura hizo venir de Europa al alemán
señor Francisco Schmidt y al inglés señor Tomás Reed. Con ellos y los profesores de la
Politécnica se inició en Quito una etapa de nuevas construcciones, que determinaron la
adopción de un nuevo estilo. A cargo de Reed estuvieron la Penitenciaría y el túnel y
puente de la Paz, Schmidt dirigió la construcción de la Escuela de Artes y Oficios. Los
padres Menten y Dressel de la Politécnica vigilaron la edificación del Observatorio
Astronómico. El mismo Reed prestó sus servicios en la construcción de la casa del propio
García Moreno, en el edificio del Hotel París y la mansión de don Salvador Ordóñez y
Schmidt tuvo a su cargo la casa de la familia León.
Para enseñanza de la Pintura y Escultura inauguró en mayo de 1872 la Escuela de
Bellas Artes, bajo la dirección del pintor Luis Cadena, recientemente venido de Italia. La
finalidad de esta nueva institución era conservar los tesoros artísticos que encerraban las
iglesias y conventos y reanudar la tradición quiteña de los maestros de taller. Para dar
continuidad a este proyecto envió de becarios a Italia a Juan Manosalvas y Rafael Salas
con la consigna de que integraran a su vuelta el cuerpo del profesorado de pintura. Para
Maestro de escultura comprometió al escultor español Juan González y Jiménez,
domiciliado en Roma.
Consecuente con su plan de educación total del país, el Presidente inauguró el 1.º de
marzo de 1872 el Protectorado o Escuela de Artes y Oficios, destinado a la clase del
pueblo. Para dirigirlos contrató en Norte América al hermano Conald, de los
Protectorados Católicos de aquella nación, quien trajo consigo varios artesanos
especializados en diversas profesiones técnicas.
Además de la artesanía, preocupó a García Moreno la colonización de zonas del país
con elemento europeo, como también la tecnificación del cultivo agrícola. Con este fin
hizo venir de Europa dos benedictinos para examinar el sitio donde podía establecerse la
Escuela de Agricultura. Como ensayo práctico se formó una Escuela Normal para
indígenas, que llegó a contar con doce alumnos, representantes de Loja, Otavalo, Perucho
y Saquisilí.
Finalmente, bajo los auspicios del Gobierno, se inauguró en Quito la Academia
Ecuatoriana, correspondiente de la española, el 4 de mayo de 1875. Después de la
colombiana, que se había organizado pocos años antes, la ecuatoriana influyó, mediante
la iniciativa del doctor Julio Castro, para que se fundara similares en las capitales de las
demás naciones hispanoamericanas.
El informe ministerial, presentado el 10 de agosto de 1873, por el señor Francisco
Javier León, hacía una síntesis de la labor educacional procurada bajo el Gobierno de
García Moreno. Con el ánimo de unificar los métodos de enseñanza, se había puesto en
vigencia el Reglamento de Escuelas, redactado oficialmente por los Hermanos Cristianos.
Se había, asimismo seleccionado el personal docente, desplazando a los maestros que no
reunían condiciones para enseñar con eficacia y aumentando el sueldo a los eficientes. En
todas las Provincias se habían creado escuelas en las parroquias. Este afán de difundir la
educación primaria había dado excelentes resultados, hasta permitir al Ministro enunciar
la siguiente conclusión: «El sistema de educación obligatoria y gratuita establecido en el
Ecuador, ha hecho dar un paso de gigante a la instrucción pública, difundiendo las luces
en todas las clases de la sociedad. Todos los niños sin distinción de edad, sexo y raza a
que pertenezcan, encuentran hoy buenos planteles donde aprender, no sólo a leer y
escribir, sino también otros ramos importantes para las artes y oficias». Para confirmar
este aserto daba el Ministro cifras estadísticas que comprobaban el ritmo del progreso. En
1871 concurrían a las escuelas 14000 niños; en 1873 el número de escolares avanzaba a
22448; y en 1875 la cifra subía a 31790 sin contar los educandos de la Provincia de
Esmeraldas, con los cuales podía afirmarse que eran 32000 los niños que recibían
educación primaria. El número de niñas incluido en la cifra anterior era de 8513, que
recibían su educación en locales separados; pues se habían eliminado las escuelas mixtas.
La enumeración simple de las obras realizadas por García Moreno patentiza su
preferencia por la educación primaria y secundaria, lo mismo que por la formación de la
juventud en las ciencias exactas, de aplicación práctica a la economía del país. La
Universidad había venido a menos con la ley de Libertad de Estudios promulgada por
Urbina. García Moreno procuró reorganizar los estudios universitarios en la facultad de
Derecho y sobre todo en la de Medicina. A principios de 1874 comprometió a Domingo
Domec, doctor en Medicina de Montpellier, para profesor de Anatomía y al doctor
Esteban Gayraud, para cirugía. Este último nombrado decano de la Facultad, la organizó
con el siguiente personal: doctor Domec, profesor de Anatomía general y descriptiva;
doctor Rafael Barahona, de Fisiología general y especial e higiene privada y pública;
doctor Antonio Sáenz, de Patología general, medicina legal, toxicología y obstetricia;
doctor Rafael Rodríguez Maldonado, de terapéutica y clínica interna; y el doctor Gayraud,
de Cirugía. Para completar la enseñanza hizo venir de París a la señora Emilia de Sión,
perita en obstetricia, para instalación de una maternidad en Quito.
A los doctores Gayraud y Domec tocó practicar la autopsia del cadáver de García
Moreno y presentar la relación del estado en que se hallaba a raíz del asesinato. Más tarde
publicaron en París, el 1886, el libro intitulado La capitale de l'Équateur au point de vue
médico-chirurgical.
La rápida ojeada que hemos dado a la obra educativa de García Moreno nos convence
de que nadie como él se ha interesado tanto por el realce cultural del país. Su información
personal le hizo apreciar el valor de una educación integral y práctica. Y la tenacidad de
su carácter le llevó a poner por obra un plan meditado y metódico, que abarcaba todos los
ramos del saber. El mayor éxito estuvo en establecer institutos de enseñanza, que no
desaparecieron con su muerte. Mientras los profesores aislados suspendieron su labor a
falta del hombre que les dio apoyo, las comunidades religiosas docentes continuaron su
apostolado, no obstante las dificultades que comenzaron a ofrecerse con los cambios de
Gobierno.
Producida la renuncia del presidente Cordero, subió al poder el general Eloy Alfaro.
El Ministro encargado de la Instrucción Pública señor José de Lapierre, en su informe a
las Cámaras Legislativas de 1896, después de ponderar la necesidad de una
educación, «bajo los modernos principios científicos adoptados en todo el mundo», pidió
a los Legisladores textualmente lo siguiente: «que establezcáis la enseñanza laica
obligatoria; que fundéis las Escuelas Normales, por lo menos en Guayaquil y en Cuenca,
de donde surgirán institutores idóneos para regentar las escuelas en toda la República,
después de haber optado en grado de maestro; que autoricéis al Ejecutivo para contratar
pedagogos alemanes competentes para la dirección, y que esto no lo dejéis al tiempo, sino
que le deis preferencia a cualquiera otro asunto». Para la educación de la mujer pedía el
Ministro además de la instrucción general la «pintura, la música, las labores de mano, en
una palabra, las Bellas Artes». «Os pido, concluía, en nombre de la mujer, la apertura de
Colegios Pestalazianos, donde puedan ellas beber las saludables aguas de la instrucción.
El alabado sistema Pestaloziano, cuya enseñanza se dicta por medio del cuento o
narración, tiene la ventaja de abarcar la educación primaria y secundaria: un niño o niña
sale de esos planteles con el grado de Maestro a Maestra de pedagogía, porque allí mismo
aprende esta ciencia prácticamente en la instrucción primaria que dan esos
establecimientos los alumnos de las clases superiores».
A la formulación de la enseñanza laica había precedido el hecho consumado de la
privación de sus escuelas a los Hermanos Cristianos en Quito, Tulcán, Ibarra, Otavalo,
Ambato, Riobamba, Guayaquil y Loja. Tan sólo subsistieron los de Latacunga, Azogues
y Cuenca. En Quito, el ilustrísimo señor González Calisto, compadecido de los mil
quinientos niños que quedaban sin escuela, tomó a su cargo sostenerla con fondos de la
Curia, en un local provisional y con el pago de veinte sucres mensuales a cada hermano
profesor. Comenzó, de este modo, la Iglesia a promover por su cuenta la educación
católica de la niñez frente a la enseñanza oficial, definidamente laica1. Manabí fue la
Provincia más afectada por la transformación liberal. Después de diez años de labor
educacional emprendida y costeada por su celoso Obispo, fue éste perseguido y hubo de
abandonar la Diócesis y tras él salieron las Franciscanas de Chone, las Benedictinas de
Rocafuerte, Calceta y Jipijapa y los padres del Sagrado Corazón. Toda la Provincia quedó
sin escuelas y las parroquias sin curas.
Igual suerte que a los Hermanos Cristianos les tocó a los padres Salesianos, que se
vieron obligados a abandonar las obras que dirigían en Quito y Riobamba.
El informe de 1898, después de tres años de experiencia liberal, declaraba la
educación como monopolio del Estado. Decía al respecto el Ministro doctor Rafael
Gómez de la Torre: «Sin aceptar el principio de que la enseñanza se deje enteramente a
los particulares, aunque éstos merezcan el apoyo del Gobierno, ha tomado el actual la
educación e instrucción como un deber sagrado que está estrictamente obligado a
cumplirlo. De hecho continuaban algunas escuelas de regímenes anteriores: la
preocupación del Gobierno en este caso era no aumentar el número sino reglamentar su
funcionamiento de acuerdo a los sistemas modernos de enseñanza. Por falta de fondos
acordó el Ministro que tan sólo en las Provincias de Pichincha, Azuay y Loja subsistiese
el cargo de Director de Estudios; debiendo ejercerlo en las demás los Gobernadores».
Por decreto legislativo de 11 de junio de 1897 se creó el Colegio Nacional «Mejía»
con instrucción primaria, secundaria y normal. Comenzó a funcionar en el Beaterio, con
un gabinete de física y un laboratorio de química entregados por los Hermanos Cristianos,
con una biblioteca de 400 volúmenes obsequiados por Alfaro y un jardín y un invernáculo
para enseñanza de botánica. Pocos meses después, el 10 de agosto de 1897 se fundó el
Colegio «Olmedo» de Guayaquil y se reorganizó el Colegio «Bolívar» de Tulcán.
Al doctor Gómez de la Torre sucedió en el Ministerio de Instrucción Pública el
doctor José Peralta, uno de los pensadores del liberalismo. En el informe de 1900 aportó
como ideas nuevas, la necesidad de crear escuelas nocturnas para educación de los
adultos, centros de enseñanza para los indios y de hermanar, con la instrucción, el trabajo
manual, a fin de desarrollar todas las aptitudes en los niños y niñas del Ecuador. Conforme
a estos principios, se creó, mediante decreto legislativo del 21 de setiembre de 1900, la
Escuela Nocturna para adultos con todos los elementos de enseñanza, edificio espacioso,
material didáctico y profesores preparados. Con el afán de facilitar la instrucción de
huérfanos y pobres se establecieron 581 becas, repartidas en los diferentes Colegios de la
República: 20 en el Colegio Vicente Rocafuerte, 50 en el Instituto Mejía, 200 en la
Escuela de Artes y Oficios, 30 en el Liceo Rocafuerte, 70 en el Colegio del Buen Pastor,
30 en el Colegio de la Providencia de Quito, 30 en el de la Providencia de Guayaquil,
45 en el Colegio de los Sagrados Corazones de Quito, 30 en el de la Inmaculada
Concepción, 10 en el Colegio de Santa Teresa de Latacunga, 10 en el Colegio de la
Providencia de Ambato y en el Colegio Mariana de Jesús. Además 4 en la Universidad
Central y 12 en el exterior.
El doctor Peralta expresó por primera vez la idea de admitir a la mujer en los estudios
universitarios. Además, en la Universidad Central restableció a Facultad de Matemáticas
e introdujo algunas materias especiales en la Facultad de Medicina. Por decreto ejecutivo
de 5 de diciembre de 1900 se instalaron en el Colegio Bolívar de Ambato las cátedras de
Jurisprudencia y Matemáticas y en el Colegio Vicente Rocafuerte de Guayaquil, las de
Agronomía y Topografía, especialmente para oficiales del ejército. Ya en 1895, por
Decreto de la Jefatura Suprema de 26 de diciembre se había establecido en el Colegio San
Bernardo de Loja las Facultades de Jurisprudencia y Medicina.
Con el fin de continuar la labor del Conservatorio de Música contrató para profesores
a los señores Marconi, Traversari y Traversari Salazar. Con igual fin puso el Observatorio
bajo la dirección del Astrónomo francés señor Gonnessiat, y la Escuela de Artes y Oficios,
del señor Murillo.
En 1901 daba cuenta el doctor Peralta que se habían establecido en Quito Institutos
Pedagógicos de varones y señoritas y de varones en Cuenca y que se había reorganizado
en Quito la Escuela de Bellas Artes. Al mismo tiempo destacaba el hecho de que se habían
publicado escritos que honraban al Ecuador como la Historia General del Ecuador por el
ilustrísimo señor González Suárez, Obispo de Ibarra; los «comentarios del Derecho Civil
Chileno» del doctor Luis Felipe Borja; Tratados de Botánica del padre Luis Sodiro;
la Clave de Jurisprudencia del doctor Francisco Andrade Marín;Recopilación de Leyes
del Ecuador por el doctor Aurelio Noboa; los textos de enseñanza primaria arreglados
por don Roberto Andrade y Cuestiones Pedagógicas, escritas por don Manuel de Jesús
Andrade.
Por decreto ejecutivo de 2 de julio de 1900 se erogó la suma de 4000 sucres para
sostenimiento de la Sociedad «El Liceo de la Juventud» de la ciudad de Cuenca. Y se dio
decidido apoyo a la Comisión Geodésica, compuesta por Jefes del Ejército Francés, que
había iniciado sus estudios en la Provincia del Chimborazo. El doctor Peralta pudo trazar,
al terminar su trienio de Ministerio, la estadística siguiente: a las 407 escuelas nacionales,
regentadas por 459 instituciones y a las 130 municipales, dirigidas por 161 profesores,
concurrían 36296 alumnos. A las 360 escuelas nacionales de niñas, con 403 preceptoras
y 75 municipales a cargo de 125 institutoras, concurrían 24480 niñas. A los 20 colegios
nacionales de varones concurrían, aproximadamente 1948 alumnos, y a los 28 Colegios
de niñas asistían 6252 educandas.
Al doctor Peralta sucedió el señor Julio Arias. A la Legislatura de 1902 interesó para
que se asignaran fondos suficientes a fin de mejorar los sueldos y condiciones de los
maestros y proveer del material necesario a los centros de instrucción. Con este objeto
tuvo la iniciativa de crear almacenes escolares en Quito y Guayaquil, pidiendo a los
Estados Unidos y a Europa textos y útiles de enseñanza. Al señor Arias se debió también
la idea de implantar la estadística en las escuelas, para conseguir lo cual hizo el reparto
de cuadros con las instrucciones debidas sobre matrículas y asistencia media de los
alumnos.
La obra educacional iniciada por el doctor Peralta trató de continuarla el señor Julio
Andrade otro de los dirigentes del liberalismo en el Ecuador. A su juicio había entrado la
Patria en un renacimiento intelectual, que debía pasar a la historia, no sólo como una
época de paz, fundando para ello sociedades literarias y científicas, fomentando la labor
del Conservatorio de Música y las Escuelas de Pintura y Escultura, promoviendo
concursos artísticos con gratificaciones a los triunfadores, alentando los estudios
científicos y la literatura periodística. Insistió también en la necesidad de formar maestros
capacitados en los Institutos Pedagógicos, lo mismo que de perfeccionar los métodos de
enseñanza, difundiéndoles mediante la revista y conferencias especializadas. Durante
el Ministerio del señor Andrade se reorganizó la Escuela de pintura en Cuenca,
anexándola a la Universidad y poniéndola bajo la dirección del artista quiteño don Joaquín
Pinto. Se publicaron asimismo los tomos IV y V de la Historia del ilustrísimo señor
González Suárez y los tres tomos de Límites Ecuatoriano-Peruanos del dominico padre
Enrique Vacas Galindo, a quien el general Alfaro facilitó el trabajo de investigaciones
históricas en el Archivo de Indias de Sevilla. Como militar distinguido supo por
experiencia la utilidad del desarrollo físico y se interesó por introducir en la Escuela
Normal de varones la enseñanza de la gimnasia a cargo del profesor señor Pimental.
Favoreció también el establecimiento de escuelas profesionales, la «Escuela Filantrópica»
en Guayaquil y otra en Quito, bajo la dirección del padre Salesiano Guido Roca.
En los años de 1904-1905 estuvo al frente del ramo de instrucción el señor Luis A.
Martínez, hombre conocedor de los problemas educacionales, bajo cuya dirección trabajó
con eficiencia el Consejo General de Instrucción Pública. A su juicio el plan de estudios
de la escuela primaria adolecía, entre otros defectos, del recargo de materias, que mal
podían asimilar los niños, mucho menos en las escuelas rurales. Era menester organizar
un plan general armónico que permitiera a los educandos pasar de la escuela de orden
inferior a la del inmediato superior sin solución de continuidad, a fin de proporcionar a
los alumnos los conocimientos adecuados al medio en que les tocara vivir. Juzgaba para
esto oportuno distribuir las materias en seis grados, con la división en escuelas elemental
y superior, de acuerdo con la condición y necesidades de los alumnos que las
frecuentaran.
Para la secundaria se había expedido un nuevo plan de estudios formulado por el
Consejo General de Instrucción Pública, en que se había introducido para todos los
Colegios la instrucción militar, como medio de formar generaciones vigorosas y
valientes. Los Colegios Normales no habían dado los resultados apetecidos, acaso por
haber sido prematuramente creados. Creía conveniente clausurarlos por entonces y
destinar los fondos a costear becas en el exterior para alumnos idóneos, que una vez
capacitados en la técnica del magisterio, pudiesen asentar sobre base segura la reforma
de la enseñanza.
Entretanto, de acuerdo con el Consejo de Instrucción Pública, se había obligado a los
maestros de primaria a rendir exámenes de aptitud en un plazo fijo y ante un tribunal
designado para el efecto. Por otra parte se había dictado un reglamento para los exámenes
de secundaria, dejando la prueba oral en segundo término e imponiendo la tarea del
examen escrito.
El Congreso de 1904 había autorizado al Ejecutivo para que previa consulta con el
Consejo de Instrucción Pública, pudiese clausurar los Colegios que no llenasen las
condiciones del Reglamento vigente. Por esta causa fueron clausurados los Colegios de
Azogues, Guaranda y Pelileo.
El 12 de octubre de 1904 había facultado al Ministro de Instrucción Pública para que
reorganizara la Universidad, clausurada un año antes. El Consejo de Instrucción Pública
llevó a cabo esa reorganización, con el nombramiento de profesores para las Facultades
de Jurisprudencia y Medicina, los empleados de Secretaría y el personal de servicio. Esta
vez nombró el Congreso para Rector de la Universidad al doctor Carlos Freile
Zaldumbide, quien inauguró el 20 de octubre el año lectivo correspondiente a 1904-1905.
Se estableció también la Escuela de Farmacia para Señoritas, como la sección de
litografía bajo la dirección de don Víctor Puig, con excelente material traído de Alemania.
Frente al Conservatorio de Música se puso al señor Domingo Brecia, nativo de Chile, en
vez del señor Traverssari, que había fallecido.
El señor Martínez introdujo también reformas en las Escuelas de Artes y Oficios,
modificando el programa de enseñanza, con el fin de hacerlo efectivamente práctico.
Anexa a la Universidad creó asimismo la Escuela de Ciencias Físicas y Naturales,
bajo la dirección del señor Gonnessiat y con la cooperación de los señores Gentey,
Boirivant, Lagrulla y Elavette, contratados para dictar las clases de Física, Química,
Historia Natural, Matemáticas, Mecánica Superior e Ingeniería Civil.
En marzo de 1904 se instaló en Ambato una Estación Meteorológica, dependiente
del Observatorio de Quito, con una sección sismográfica, con dos aparatos de primera
clase. En la misma capital del Tungurahua, se adquirió para el Colegio Bolívar la
Biblioteca que había pertenecido al señor Juan León Mera.
Con ayuda del Gobierno se publicaron las siguientes revistas: Revista de la Sociedad
Jurídica Literaria, Revista de la Corporación de Estudios de Medicina, Revista Literaria
del Azuay, Guayaquil Artístico, las Monografías Botánicas del padre Sodiro y el
Repertorio de Instrucción Pública.
Entre 1906 y 1910 se sucedieron en el Ministerio de Instrucción Pública los señores
Julio Román, Alfredo Monge, César Borja y Alejandro Reyes. La preocupación por la
enseñanza organizada siguió su ritmo. Pero hubo algo nuevo en los informes oficiales y
fue la declaración de la orientación laica de la enseñanza. Refiriéndose concretamente a
la mujer, expresó el señor Román en octubre de 1906: «El afán del Gobierno ha sido la
instrucción laica en la conciencia de la mujer. Para ello ha multiplicado los planteles y
Liceos, que con el carácter de normales comienzan a organizarse satisfactoriamente, sin
que se encuentren como antaño la sistemática resistencia de añejas preocupaciones».
Más o menos igual concepto manifestó el señor Monge en el informe de junio de
1807. «El Gobierno liberal desde su ascensión al poder, empapado de la importancia que
encierra la educación de la mujer, ha prestado su preferente atención a su
desenvolvimiento, ha fundado instituciones normales en varias ciudades de la República,
ha abierto cursos especiales para señoritas en el Conservatorio Nacional de Música y en
la Escuela de Bellas Artes, ha fomentado por medio de becas los estudios de obstetricia,
facilitándoles también el ingreso a la Facultad de Farmacia». «El feminismo triunfa en el
Universo entero y entre nosotros también. La mujer ha hecho sentir su poderosa
influencia en los diversos ramos de la actividad humana y en el literario una distinguida
poetisa ha sido coronada, doña Dolores Sucre. Se funda en la ciudad de Guayaquil una
sociedad para el cultivo de las gayas ciencias, la Academia de Señoritas, y en Quito se
funda la Revista literaria La Mujer, donde se ensayan nuestras jóvenes intelectuales y
doña Mercedes González de Moscoso, escribe su drama La Abuela y otros más».
En cuanto al espíritu de la educación oficial del país se proclamó en el artículo 16,
de la Ley Orgánica de Instrucción Pública, que la enseñanza oficial y la costeada por las
Municipalidades eran esencialmente seglares y laicas y que la enseñanza primaria,
además de laica, sería obligatoria y gratuita.
El señor Monge insistió también en la eficacia del concepto de moral. Según él, «la
instrucción moral es una verdadera necesidad exigida por la sociedad a los encargados de
la enseñanza de la juventud: exigencia que se explica satisfactoriamente si se tiene en
cuenta que dicha educación contribuye eficazmente al bienestar, a la paz y solidaridad
universal [...] Moralidad, Moralidad y más Moralidad es lo que la civilización moderna
reclama incesantemente; moral social, moral política, moral conventual para llegar a la
moral universal, la augusta religión del porvenir».
La estadística escolar de 1907 permite colegir los resultados del afán educador en el
país. Contaba entonces la República con 1339 escuelas primarias; 12 colegios de
enseñanza secundaria; 3 Universidades y una Junta Universitaria y 30 establecimientos
de enseñanza. A las escuelas acudían 69634 niños, o sea que por 934 habitantes había una
escuela.
El 27 de marzo de 1909 el presidente general Eloy Alfaro expidió un Decreto en que
se reglamentó la forma de distribuir el presupuesto de Instrucción Primaria señalado por
el Congreso de 1908, que consistía en el producto íntegro del impuesto sobre timbres, el
10 por ciento de los impuestos municipales y el 20 por ciento sobre los derechos de
importación.
El señor Reyes, en su informe de junio de 1910, dio a conocer que de acuerdo con el
n.º 10 del Artículo 17 de la Ley de Instrucción Pública, se había patrocinado la
publicación de la Revista Pedagógica, destinada a divulgar los principios filosóficos de
la enseñanza, como también la Educación Popular para los maestros de primaria; en Loja,
la Organización Escolar, y en Guayaquil, el Boletín de las Escuelas
Primarias y Pedagogía y Letras.
El Ministro mencionado enumeró el número y calidad de los Colegios entonces
existentes. El Colegio «Juan Bautista Vázquez», de Azogues, fue establecido con el
carácter de exclusivamente mercantil. A los Colegios de San Alfonso de Ibarra y San Luis
de Cuenca se les cambió de nombre, por el de Teodoro Gómez de la Torre y Benigno
Malo. Además de estos Colegios se enumeraban el del Seminario «San Diego» de Ibarra
(particular); en Quito, el «Mejía» (fiscal), el «San Gabriel» y el Seminario de «San Luis»
(particulares); en Latacunga, el «Vicente León» (fiscal); en Riobamba, el «Maldonado»
(fiscal) y el «San Felipe» (particular); en Guaranda el «Pedro Carbo» (fiscal); en Cuenca,
el Seminario Conciliar (particular); en Loja, el Seminario (particular) y el «Bernardo
Valdivieso» (fiscal); en Machala, el «Nueve de Octubre» (fiscal); en Ambato, el
«Bolívar» (fiscal); en Guayaquil, el «Vicente Rocafuerte» (fiscal); y, en Potoviejo, el
«Olmedo» (fiscal).
En cuanto a la primaria, Carchi contaba con 62 escuelas y un alumnado de 13469
alumnos; Pichincha, con 154 escuelas y un alumnado de 36655; León, con 83 escuelas y
9853 niños; Tungurahua, con 79 escuelas y 23390 educandos; Chimborazo, con 123
escuelas y un total de 16250 alumnos; Bolívar, con 51 escuelas y 8390 niños; Cañar, con
30 escuelas y 15142 alumnos; Azuay, con 177 escuelas y un total de 25181 niños; Loja,
con 250 escuelas y un alumnado de 22776; El Oro, con 65 escuelas y 4466 niños; Guayas,
con 20 escuelas y 22253 alumnos; Los Ríos, con 26 escuelas y 3756 niños; Manabí, con
122 escuelas y 16454 alumnos; Esmeraldas, con 44 escuelas con un total de 2844
educandos; en el Oriente había 14 escuelas y una en el Archipiélago de Colón.
En 1910 había transcurrido tres lustros de la implantación del liberalismo en el país.
El poder ejecutivo había tenido al frente, alternativamente, a los generales Eloy Alfaro y
Leónidas Plaza. Pasada la primera etapa de violencia, había sucedido un período de
organización del país conforme a un criterio liberal, que trascendió principalmente al
ramo de educación pública. Desde luego la idea de que la educación del pueblo era un
deber del Estado la había formulado Rocafuerte. García Moreno la puso en práctica con
una orientación de sentido católico, como convenía a un pueblo de formación tradicional.
El liberalismo transformó el espíritu de la educación oficial, imponiéndola con un sentido
laico. La Iglesia, a través de sus institutos docentes, asumió la labor heroica de mantener
escuelas y colegios, que comenzaron a llamarse particulares, o sea al margen del erario
público. De hecho los católicos se vieron obligados a contribuir a la vez para la educación
oficial y laica y para la educación de sus hijos en institutos particulares.
Fuera de esta marginación fiscal, la educación católica se vio afectada también por
la ley de cultos, formulada en el Congreso de 1904 y sancionada por el General Leónidas
Plaza. Se proclamó la libertad de cultos, se prohibió la inmigración de Comunidades
Religiosas y se limitó a los ecuatorianos de nacimiento el derecho de ser superiores en las
congregaciones religiosas. Además se prohibió el cobro de diezmos y se estableció el
control administrativo sobre los bienes eclesiásticos.
El Congreso de 1908, bajo el Gobierno del General Alfaro, expidió la «Ley de
Beneficencia», por la que se declaraba del Estado todos los bienes raíces de las
Comunidades Religiosas, dedicándolos a la beneficencia pública. Las Juntas de
Beneficencia no tenían más obligación que suministrar la congrua sustentación a los
religiosos que entonces eran profesos. Es fácil colegir las consecuencias que de esta
situación hubieran de redundar a la educación católica de la niñez ecuatoriana.
Sin cambiar el espíritu de la educación oficial, pero reconociendo la realidad de la
educación particular, se consignó en el Modus Vivendi firmado el 26 de julio de 1937
entre el Gobierno del Ecuador y la Santa Sede, el artículo 2.º que dice textualmente: «El
Gobierno del Ecuador garantiza en la República la libertad de enseñanza. La Iglesia
Católica tiene, pues, el derecho de fundar planteles de enseñanza, proveyéndolos de
personal suficientemente idóneo y de mantener los existentes. En consecuencia, el
Gobierno se obliga a respetar el carácter propio de los institutos; y, por su parte, la Iglesia
se obliga a que ellos se sujeten a las Leyes, reglamentos y programas de estudios oficiales,
sin perjuicio del derecho de la iglesia para dar, además, a dichos planteles carácter de
orientación católica. Los estudios en los Seminarios y Escolásticos de religiosos
dependerán de los respectivos Ordinarios y Superiores».
Después de cuarenta años de Gobierno liberal se había ya impuesto el laicismo en la
educación. El Modus Vivendi consiguió a lo más que el Gobierno del Ecuador garantizase
la libertad de enseñanza y reconociese el derecho de la Iglesia Católica a fundar planteles
propios, pero obligándola a sujetarse a las leyes, reglamentos y programas de estudios
oficiales.
Es preciso, sin embargo, reconocer que la educación pública había entrado en los
cauces de la técnica, sin dejar de inspirarse en el espíritu del laicismo. En esta, obra de
orientación definitiva intervinieron con eficacia los ministros Luis Napoleón Dillon y
Manuel María Sánchez.
El ministro Dillon, en su informe de 1913, afirmó su propósito de
procurar «educación para todo y para todos», como medio de regeneración personal y
colectiva. Por decreto de 3 de octubre de 1912 se estableció la Procuraduría con los
fondos necesarios para adquirir muebles, útiles y textos escolares, con el fin de
distribuirlos en las escuelas. De hecho comenzaron a llegar de los Estados Unidos bancas
unipersonales graduables, que ofrecían comodidad a los alumnos.
Por Decreto de enero de 1913 se reorganizó la oficina de Estadística destinada a
formar el censo escolar en la República, el escalafón del personal docente, el registro de
propiedad escolar y el control de enseres, que demandaba la técnica administrativa de esta
función pública.
El 28 de abril de 1913 decretó el Ministerio la creación de un Museo Pedagógico,
que fuese a la vez la muestra objetiva del progreso en la enseñanza y un medio de
ilustración para los maestros. El 8 de abril de 1913 reorganizó la escuela «Rita
Lecumberry» de Guayaquil convirtiéndola en escuela normal elemental, con un plan de
estudios adecuado, anexándole una escuela fiscal para la práctica de la enseñanza.
Con el fin de proporcionar a la mujer las posibilidades de una carrera que le redimiese
la economía de la vida, creó un Instituto de Señoritas con un curso para oficinistas, con
el estudio del castellano, redacción oficial y comercial, contabilidad, taquigrafía,
mecanografía, francés e inglés.
Dependiente del Museo Pedagógico, estableció una Biblioteca especializada, con
una sección circulante en beneficio de los maestros rurales que residían fuera de Quito y
otra sección didáctica compuesta de obras de consulta y una compilación de textos
escolares adoptados en los países más cultos de América y Europa.
Mediante repetidas circulares promovió la organización de sociedades pedagógicas,
destinadas a estudiar y discutir los problemas comunes al Magisterio.
Después de García Moreno fue el ministro Dillon quien mejor comprendió la
necesidad de contratar técnicos europeos para inyectar nueva vida en la educación
ecuatoriana, esta vez con elemento alemán de preferencia. En 1913 manifestó que había
conseguido en Berlín un grupo de siete profesores normalistas para los dos Institutos de
la capital; dos especialistas en París, uno de Viticultura y otro de Horticultura para la
Quinta Agronómica de Ambato; y para la escuela de Bellas Artes, uno en París como
profesor de Arquitectura, dos en Roma, una para pintura y otro para escultura y uno en
Hamburgo para enseñar litografía.
Se hallaban ya prestando sus servicios en la Escuela de Bellas Artes los señores Raúl
María Pereira, profesor de pintura; León Camarero, profesor de composición y colorido;
Alfredo Bar, profesor de dibujo y francés; y A. Dobe y Juan Castells, profesores de
litografía: en el Instituto Normal Juan Montalvo, Fernando Pons, Francisco San Cristóbal
y Francisco Estrada, como profesores, respectivamente, de pedagogía y matemáticas; en
el Conservatorio de Música, José María Trueba, como profesor de canto y Enrique
Fosfero, profesor de instrumentos de metal. Enrique Williams y Eduardo Adams
enseñaban inglés en la Escuela Nocturna de Obreros y en el Instituto Normal «Manuela
Cañizares» y en ambos Institutos era profesor de gimnasia el señor Flores Sanhuesa.
Durante el Ministerio del señor Dillon se creó la Dirección General de Bellas Artes,
anexa al Ministerio de Instrucción Pública. El señor Pedro Pablo Traverssari, encargado
de la dirección, llevó a cabo la reconstrucción del teatro Sucre e inauguró la Galería
Nacional de Arte, destinada a exposiciones y concursos anuales de los artistas del país y
extranjeros, y comenzó a coleccionar las obras notables de los grandes artistas nacionales,
como Miguel de Santiago, Goríbar, Legarda, Caspicara, Salas, Vélez, Salguero y Pinto.
Bajo los auspicios de la Sociedad Geográfica de Lima, el ministro Dillon creó la
Sociedad Geográfica del Ecuador, compuesta de un núcleo de jóvenes entusiastas y
preparados, que organizaron un plan de trabajo que comprendía estudios geográficos,
hidrográficos y cartográficos. Se inauguró, por fin, el monumento en la Alameda, que
recordaba a los Geodésicos franceses que vinieron en dos ocasiones el Ecuador para medir
un arco de meridiano; y se comenzó a reconstruir las señales geodésicas que esos sabios
habían dejado en el territorio de sus operaciones. Con el propósito de obligar al pueblo a
educar a sus hijos, prohibió el ejercicio de cualquier arte u oficio a quien no supiera leer
y escribir correctamente; prohibió asimismo aceptar, bajo penas severas, en talleres,
fábricas y casas particulares a niños analfabetos que se hallasen en edad escolar;
compulsó, con amenaza de multas, a padres y patronos al cumplimiento de la Ley Escolar
a los hijos y sirvientes y estableció el Registro, la Libreta y la Policía escolar.
En cuanto a la enseñanza secundaria observó, que, por falta de un programa cíclico
concéntrico que eslabonara lógicamente la escuela con el colegio, hacía que los primeros
años de colegio significara una repetición de materias, con la consiguiente pérdida de
tiempo de los alumnos. Con vista a esta realidad insinuó la conveniencia de traspasar los
cursos de Filosofía a la Facultad Universitaria de Filosofía y Letras y reorganizar los
Colegios de Secundaria convirtiéndoles en Escuelas Superiores en que se refundieran los
cursos de Humanidades. Opinaba el ministro Dillon que el medio mejor para promover
la educación en el país sería centralizar el ramo de educación en el Poder Ejecutivo y
dictar una buena ley de enseñanza común, basada en la experiencia de los pueblos más
adelantados en la aplicación de los principios de la pedagogía moderna
Al señor Dillon sucedió en el Ministerio de Instrucción Pública el doctor Manuel
María Sánchez, que tenía en su haber la experiencia pedagógica y literaria de su padre,
señor Quintiliano Sánchez. El nuevo Ministro continuó y perfeccionó la obra orientadora
de su predecesor en el cargo. Mediante circulares trató de elevar la moralidad profesional
del elemento docente. Ante todo se interesó en la seriedad, con que debían actuar los
tribunales examinadores para la concesión de títulos de maestros. Prohibió a los
visitadores escolares alojarse en las casas de habitación de las maestras para evitar
suspicacias. Reclamó honradez en la concesión de certificados a los maestros con el fin
de prevenir conflictos entre las autoridades del ramo. Insistió en la importancia de la
práctica de la gimnasia y recomendó la creación de Boy Scouts, para cuyo establecimiento
envió a los maestros el reglamento de esta institución. Insinuó la conveniencia de
introducir en las escuelas femeninas de las provincias los cursos de costura, lavado,
aplanchado y cocina, conforme el plan que adoptaron los Consejos Escolares.
Por primera vez aclimató en el ambiente la idea del indujo que ejerce sobre el
educando la aula escolar espaciosa, saturada de aire y luz, que consulta la higiene y la
alegría infantil. Con este criterio comenzó la serie de construcciones cómodas y provistas
de los elementos necesarios. «Educar es hacer el porvenir», fue el pensamiento que dirigió
las actividades del ministro doctor Sánchez. Para tecnificar el magisterio y la docencia
hizo venir de Alemania un grupo selecto de profesores, entre los que constaban el
doctor Augusto Rubbel, Walther Hinmelmann, Otto Scharnow, Franz Warzawa, Elena
Sohler y Eleonora Nauman. Con este personal comenzó una nueva etapa del Normal Juan
Montalvo, instalado en la histórica Quinta de «El Placer», dotándole de un gabinete de
Física y un laboratorio de Química y de pupitres modernos unipersonales. Convencido de
que el aporte extranjero debía completarse con elemento nacional, aprovechó de la oferta
generosa del Gobierno de Chile y envió becarios al Normal «Abelardo Núñez», a los
jóvenes ecuatorianos Rafael Coronel y Segundo Moscoso, del Instituto Mejía, Emilio
Uzcátegui y Reinaldo Murgueytio, alumnos distinguidos del Instituto Juan Montalvo.
Dio a conocer los resultados de la oficina de Fomento, establecida por el señor
Dillon. Desde entonces se había desterrado de las escuelas fiscales los libros de lectura
basados en el método llamado del silabeo y sustituido por otros, dispuestos según los
métodos fonéticos, de palabras normales y combinado con la escritura. Se habían también
reemplazado los textos de gramática escritos en forma catequística, por aquellos que
tendían a enseñar más el lenguaje mismo que las reglas. Para la enseñanza de la
Geometría se habían introducido textos del método intuitivo. Se repartieron en las
diversas escuelas del país 2300 pupitres americanos unipersonales y 100 pizarrones de
factura alemana a planteles de instrucción primaria del Pichincha; 10 para Chimborazo;
100 para Bolívar y 80 para el Guayas.
Por cuenta del Ministerio, se comenzó a publicar una serie de obras que debían
constituir la Biblioteca del Maestro Ecuatoriano. Además se inició la publicación de
la Revista de Educación como órgano del Ministerio del Ramo.
Ha recibido, asimismo, notable incremento el Museo Pedagógico, que contaba ya
con aparatos para las escuelas y material didáctico para enseñanza en los Kindergarten,
según el sistema de Froaebel; utensilios, mapas murales, cuadros, carteles, aparatos
mecánicos, colecciones varias para la enseñanza de todas las materias.
Iniciativa trascendental del doctor Sánchez fue establecer en la capital, adscritos a
los Normales, cursos rápidos de profesores de uno y otro sexo. A ellos debían asistir dos
maestros y maestras, menores de treinta años, seleccionados entre quienes se hubieran
distinguido por su comportamiento y eficiencia. Ganarían el sueldo como si estuvieran en
función de servicio. Concluidos los cursos obtendrían el título correspondiente.
El 8 de noviembre de 1913 se creó, en el Colegio «Benigno Malo» de Cuenca, una
sección especial de Agrimensura, Topografía y Nivelación. Igual adelanto se procuró para
el Colegio «Bolívar» de Ambato, mediante acuerdo del 17 de diciembre del mismo año.
El 28 de marzo de 1914 se creó también la sección especial de Comercio en el Colegio
«Vicente Rocafuerte» de Guayaquil. En octubre de 1913 se restableció el Colegio «9 de
Octubre» de Machala y en mayo de 1914 se creó en Babahoyo el Colegio «Francisco
Santa Cruz y Espejo».
También las Universidades del País merecieron las atenciones del comprensivo
Ministro. En la de Guayaquil se estableció el estudio de Farmacia. En la Central de Quito
se incrementaron los Gabinetes de Física, Química y Bacteriología, y se creó el de
Electroterapia con aparatos pedidos al exterior; asimismo se dieron providencias para
adquirir útiles a la enseñanza de clínica y prácticas de anfiteatro: para estas materias se
contrataron profesores extranjeros. En la Universidad del Azuay se formaron los
Gabinetes de electricidad médica y Bacteoreología y un laboratorio de Química. En la del
Guayas se incrementaron también los laboratorios existentes. En todas las Universidades
se hacían edificaciones. Para entonces habían aumentado en el país los centros de
educación. A las escuelas concurrían 86981 alumnos: a los 18 colegios existentes asistían
1840 estudiantes y a las Universidades de Quito, Cuenca y Guayaquil y Junta
Universitaria de Loja concurrían 474 alumnos.
El señor Ministro Sánchez permaneció en el Ministerio el tiempo suficiente para ver
el fruto de sus iniciativas reformadoras de la educación ecuatoriana. En su informe de
junio de 1915 anotaba varios hechos demostrativos de su espíritu organizador. Bajo la
dirección técnica de la misión alemana, se habían elaborado y puesto en vigencia los
Reglamentos para los Institutos Normales, para los exámenes de los mismos
establecimientos y para la obtención de títulos. Se había llevado a cabo el curso intensivo
de profesores, iniciando en octubre de 1914. Vale la pena consignar los nombres de los
primeros graduados, que habían de sobresalir más tarde en puesto de figuración docente.
De la Provincia de Imbabura: Manuel de Jesús Burgos, Amador Sandoval, José A.
Villamar y Rafael A. Varela; de la Provincia de Pichincha: José Vinueza, Leopoldo
Chávez, Ricardo Murgeytio y Eloy Bracero; de la Provincia, de León: Agustín Albán,
Pastor Mata, Juan Navas y Carlos Suárez; de la Provincia de Tungurahua: César Silva,
Luis Darquea y Óscar Efrén Reyes; de la Provincia de Chimborazo: Tomás y Neptalí
Oleas, y de la Provincia del Azuay, José Nivelo.
El 10 de agosto de 1914 se inauguró la II Exposición Anual de Bellas Artes y
obtuvieron premios: en la sección de paisajes, Antonio Salguero, Eugenia Mera de
Navarro, Pablo Bar y Juan León Mera; y en la pintura de figura humana, Víctor Mideros,
José Yépez y Enrique Gómez Jurado; en la sección de pinturas de género, Luis Salguero;
en la de Dibujos, Roura Oxandaberro y en la de Arte Retrospectivo, Jesús Vaquero
Dávila. A la galería de Arte habían enviado trabajos los ecuatorianos becados en el
exterior, señores Manuel Rueda, Antonio Salgado, José Salas Salguero, José Moscoso,
Luis Aulestia, Luis Veloz y Nicolás Delgado. A la Escuela de Bellas Artes se adjudicó el
kiosco de la Alameda, para los cursos superiores de escultura y pintura decorativa, para
salón de exposiciones, anuales y galería permanente de obras de arte.
El Ministro hizo venir a Quito, en mayo de 1915, un regulador eléctrico para anunciar
la hora meridiana por medio de un cañonazo y un péndulo normal de la casa Favarger
para hacer funcionar eléctricamente más de ochenta relojes, distribuidos en zonas de
cuatro grupos. En el Normal «Manuela Cañizares» se creó una cantina escolar, destinada
a niñas pobres, se organizaron dos centros o clubs para estimular la sociabilidad entre las
alumnas y se enrumbó la enseñanza según planes de estudios y métodos nuevos,
trabajados por la misión alemana.
Fue, además, el doctor Sánchez el primero en insinuar la idea de dar autonomía a las
Universidades, a fin de que se hallasen a cubierto de influencias extrañas.
Estimulados por el Ministro trabajaron de consumo el Consultor técnico del
Ministerio y el Consejo Superior de Educación y como resultado se expidieron, además
del Reglamento para los exámenes del preceptorado, el Reglamento de Régimen escolar,
el Acuerdo sobre clasificación de escuelas, el Plan de estudios para las escuelas medias y
elementales y el Plan de estudios para escuelas superiores.
A fin de poner en práctica estas reformas esenciales, el Ministerio organizó una
Conferencia Escolar en la ciudad de Quito, en la que intervinieron los visitadores
escolares y un representante de cada sección cantonal, con el objeto de solucionar las
dificultades que pudieran presentarse en la aplicación de los nuevos planes de enseñanza.
El afán reformador del ministro doctor Sánchez se extendió también a la enseñanza
superior. Bajo su influjo, el Consejo Superior organizó una Comisión formada por los
delegados de las Universidades de la República y encargada de formular un plan, que
consultara la unificación de la enseñanza en esos centros de cultura, y los progresos de la
ciencia.
El Ministro propició también la reunión del primer Congreso Médico Ecuatoriano
que se inauguró el 9 de octubre de 1915, en la ciudad de Guayaquil, con asistencia de las
autoridades locales y representantes de las Facultades de Medicina de las Universidades
del país. Se presentaron como cien trabajos y se aprobaron cincuenta y cinco
conclusiones, que contribuyeron al adelanto de la ciencia médica en el Ecuador y a la
vinculación solidaria entre los profesionales.
También se organizó, por primera vez, bajo la dirección del profesor Franz Warzawa,
de la misión alemana, un curso rápido de gimnasia, para todos los preceptores que
quisiesen obtener título de especializados en educación física.
En el informe de 1916 el ministro Sánchez daba el siguiente cuadro estadístico:
Escuelas fiscales de niños 496de niñas 481
Escuelas municipales de niños 67de niñas 53
Escuelas particulares de niños 66de niñas 56
Colegios nacionales de niños 13particulares 5
Universidades 4
(Artículo 2)
(Artículo 39)
(Artículo 44)
El Ministro debía ejercer sus funciones mediante el Director General de Educación
Común, los Inspectores Provinciales y los Visitadores Escolares.
En el Capítulo de la Enseñanza Secundaria, después de señalar el ciclo de cursos para
obtener el Bachillerato en los Colegios Oficiales, se consignaba lo siguiente: «Todos los
Planteles de Enseñanza Secundaria de fundación particular estarán, en consecuencia
sujetos de modo expreso a la vigilancia suprema del Ministerio de Educación».
Se creó en esta nueva Ley el Consejo Técnico de Educación Secundaria, adscrito
al Ministerio de Educación Pública, compuesto por el Ministro del Ramo, el Director de
un Colegio o Profesores de enseñanza secundaria y de un ciudadano especializado en el
ramo de Segunda Enseñanza. Correspondía al Consejo Técnico dictar el Reglamento
General, los planes de Estudio y los respectivos Programas.
La mencionada Ley señalaba finalmente los sueldos del preceptorado y el escalafón
del Magisterio. Durante los años 1930 y 1931 estuvo nuevamente a la cabeza del
Ministerio de Educación el doctor Manuel María Sánchez. Volvía a ese cargo después de
quince años. Su afán fue ahora aumentar el número de preceptores. Con este fin consiguió
establecer cursos de aspirantes en el Magisterio en las ciudades de Ibarra, Quito,
Riobamba, Cuenca, Guayaquil y Portoviejo. Al mismo tiempo se crearon secciones de
pedagogía en los Colegios «Vicente Rocafuerte» de Guayaquil y «Nueve de Octubre» de
Machala. Por decreto del 28 de octubre de 1929 se facultó a los Bachilleres el ingreso
directo al sexto curso de los Institutos Normales. Y el 19 de diciembre de 1929 se dictó
el Plan de Estudios para la sección Pedagógica de la Facultad de Filosofía y Letras, con
un horario que facilitase al profesorado la asistencia al curso. En ese mismo año se creó
también el Servicio Médico Escolar.
En 1930 se reunió el Primer Congreso Nacional de Educación Primaria bajo la
Presidencia del doctor Leónidas García e intervención del doctor Emilio Uscátegui, como
Director General de Educación. Se analizó en él el funcionamiento actual de la educación
primaria y la preparación del personal docente de acuerdo con las condiciones del
alumnado. Se estudió, asimismo, la orientación que debía darse a la Escuela ecuatoriana,
para poner en práctica los principios de la «Escuela Activa». Como consecuencia, se creó,
por decreto, del 30 de setiembre de 1930, un tipo especial de escuela rural, con un plan
de estudios que tendía a despertar y arraigar en el campesino el amor por la tierra y elevar
su nivel económico y social, capacitándolo para el aprovechamiento racional de los
recursos naturales y enseñarles haciendo prácticamente las cosas.
Por decreto de 25 de octubre de 1929 se estableció y reglamentó el Escalafón del
Magisterio Primario. Al doctor Sánchez se debió también la creación de la Escuela de
Pintura en la Universidad de Cuenca, las de Arquitectura y Enfermería en la de Guayaquil
y la Facultad de Filosofía y Letras con el de Pedagogía en la Universidad Central. Por
primera vez también se nombraron Senadores Funcionales por la Educación Pública.
En el informe presentado por el doctor Catón Cárdenas en 1933 se anotaba la
adquisición, para el Ministerio de Educación, de la casa que fue de García Moreno y que
por concepto de impuestos a la herencia vino a parar en poder del Gobierno. Además se
puso en vigencia un nuevo plan de estudios para la enseñanza secundaria, en que se hacían
constar las materias asignadas a cada uno de los seis cursos normales del Bachillerato.
En 1934 ascendió al Gobierno el doctor José María Velasco Ibarra, quien preocupado
por la formación integral de la mujer, estableció el Colegio «24 de Mayo», en el local en
que venía funcionando la escuela y jardín de Infantes del mismo nombre. Además en
febrero de 1935 creó la Escuela Politécnica y mediante decreto de abril del mismo año,
organizó la Misión Pedagógica, compuesta por un ingeniero, un agrónomo, un médico,
un visitador del Ministerio de Educación.
En 1936 estuvo a la cabeza del Ministerio el doctor Carlos Zambrano, quien informó
que se habían fijado las dependencias que funcionaban en el Ministerio, con el objeto de
dar eficiencia, seriedad y continuidad a la labor educacional. Dos eran las dependencias
caracterizadas con una función específica: una de carácter administrativo, que
comprendía las secciones Jurídica y de personal, de correspondencia y archivo, de
contabilidad y pagaduría, de almacén escolar y de estadística; y otra de carácter técnico
que abarcaba las Direcciones General de Educación, de Higiene Escolar, de Educación
Física y Deportes y las secciones de Educación Rural, Educación primaria y Normal,
Educación Primaria y Superior, Educación profesional y Especial, de Publicaciones y
Extensión Educativa, de Construcciones Escolares y de Bellas Artes.
Por lo visto, a partir de 1936, se sistematizó el control del Estado sobre la enseñanza
Secundaria, mediante inspectores y la organización y reglamentación precisa para los
Colegios particulares. Además la Educación Secundaria se especializó en tres
direcciones, a saber: Ciencias Físico-Matemáticas, Ciencias Biológicas y Ciencias
Sociales. En 1937 se llevó a cabo también la primera Conferencia Nacional de Rectores
de Colegios y Directores de Educación. La Estadística de educación en el país ofrecía ya
las características de un control técnico. De los cinco mil cuarenta y tres maestros que
prestaban sus servicios, el 1,6 % tenían títulos de primera clase, el 1,77 % de segunda, el
20,55 % de tercera, el 7,97 % solamente certificado de aptitud y el 43,75 % no tenían
título.
El 23 de julio de 1937, bajo el Gobierno del señor ingeniero Federico Páez, se firmó
el Modus Vivendi, en que el Gobierno del Ecuador garantizaba la libertad de enseñanza,
reconociendo a la Iglesia el derecho de fundar planteles propios y a su vez la iglesia se
comprometía a sujetarse a las leyes, reglamentos y programas oficiales de la educación
en el país.
A partir de 1937 se puso de manifiesto la situación a que había llegado en el Ecuador
el aspecto educacional. El Estado ejerce el control de la educación total del país y costea
la instrucción impartida en los planteles oficiales, cuya orientación es definidamente
laica. La educación particular, en sus niveles de primaria y secundaria, sólo tiene derecho
a subsistir, sometida a la supervigilancia del Estado, mediante las secciones técnicas del
Ministerio de Educación. En cuanto a la Educación Particular Universitaria, ella goza de
autonomía, en virtud del artículo 172 de la Constitución de 1946. La autonomía se
interpretó como una forma de Gobierno propio en el cual participan profesores y alumnos.
También en la educación Universitaria, las Particulares se encuentran al margen del erario
nacional.
En el proceso educativo del país, cabe anotar su progreso constante, tanto en el
aspecto técnico como en la extensión de la cultura. No cabe tampoco desconocer que en
estos últimos años, gracias a los estímulos creados por el Proyecto Principal n.º 1 de la
Unesco, para América Latina, la educación ecuatoriana ha tomado notable incremento.
Es posible que la idea de fomentar hábitos de convivencia y cooperación parar alcanzar
la seguridad y libertad, obligue a una revisión del sistema educativo, en forma que la
educación sirva a los fines de mejoramiento individual y social.
Capítulo XVI
I.- Arquitectura
Fachada de la Compañía
Durante todo el siglo XVII se llevó a cabo la construcción del templo de la Compañía «en
su obra material», que comprendía el artesanado de la bóveda central con la decoración
de los arcos y pilastras, que tan gratamente impresionaron por la unidad y armonía del
conjunto. En 1722 el padre Leonardo Deubler comenzó la construcción de la fachada, que
interrumpida en 1725, la reanudó el hermano Venancio Gandolfi y la prosiguió hasta
concluirla el 24 de julio de 1765. El simple cotejo de fechas explica la diferencia de estilos
entre el cuerpo de la iglesia y la fachada. Mientras la estructura del templo delata el influjo
renacentista, que de Italia trajo a Quito el hermano Marcos Guerra; en la disposición del
frontispicio alienta el dinamismo barroco del siglo XVIII, que inició Bernini con las
columnas salomónicas del baldaquino de la Basílica de San Pedro de Roma. El padre
Deubler diseñó el imafronte con una estructura de líneas arquitectónicas sencillas, que
contrastan con el primor decorativo puesto de relieve en la dura piedra. Sobre el zócalo
de línea horizontal, interrumpida por el claro de las puertas, se levanta un cuerpo que
abarca en su anchura y delata la composición de las naves interiores. Frente a la central
se ha sobrepuesto un segundo cuerpo sobre un entablamento que se extiende
horizontalmente en paralelismo con el zócalo. Al centro asciende un callejón vertical que
rompe las líneas del zócalo y el entablamento para enmarcar, abajo, a la puerta principal
del templo y, arriba el gran ventanal del coro, que se corona con un tímpano semicircular
sobre el que culmina una cruz de bronce con el anagrama de la Compañía. El frontispicio
sugiere la idea de un retablo lapídeo, pilastras y columnas se ordenan para enmarcar los
nichos en que se exhiben de cuerpo entero las estatuas de San Ignacio, San Francisco
Javier, San Estanislao de Kostka y San Luis de Gonzaga. Pero ahí adquieren personalidad
de protagonistas el juego de columnas salomónicas, cuyas espiras dialogan, como una
oración encarnada en piedra. El espectador queda como deslumbrado por el esfuerzo que
implica el primor del decorado, relieve de encaje obtenido sobre la dura consistencia del
material.
Para conseguir este efecto los Jesuitas acudieron a la cantera de su hacienda Yúrac, en
Pintac, donde extrajeron una piedra dura y consistente, que permitió al artista labrar los
detalles resistentes a la acción del tiempo. Fuera de la habilidad de sus manos de artista,
el padre Deubler demostró sus conocimientos teológicos en el simbolismo desarrollado
en los bustos de los apóstoles Pedro y Pablo con sus jeroglíficos correspondientes y en
los Corazones de Jesús y María, representados sobre el dintel de las puertas laterales, que
atestiguan la antigüedad de la fe y culto del pueblo quiteño a los Sagrados Corazones.
En el tramo oriental del claustro bajo de San Agustín se halla la Sala Capitular, que
mide 22,50 metros de largo por 7 de ancho. En el libro de gastos y recibos,
correspondiente a los años de 1741 a 1761, consta la siguiente data relativa al
Provincialato del padre Juan de Luna y Villarroel: «Gastamos en el General en bóvedas,
retablos, hechuras, escañería, cáthedra, espejos, lámpara, hechura de Piscis, diademas de
plata, misal, cuatro ornamentos, atril de plata, digo en su hechura y cuatro marcos que se
añadieron, órgano con todos los dorados y pinturas, seis mil trescientos diez y seis pies».
No consta el nombre de ningún artista; pero se ha consignado el del Mecenas que
patrocinó la construcción. No hay convento ni monasterio que carezca de una sala de
capítulo. Es un departamento que integra la organización de la vida monástica. La Sala
Capitular está destinada a las reuniones oficiales de los religiosos que gobiernan la
Provincia o de los conventuales que escuchan y reciben las órdenes de su Prelado. Para
ello bastan los escaños y una tribuna. El mérito del padre Luna y Villarroel está en haber
procurado que la Sala Capitular se convirtiese en un Salón artístico, por la talla de la
tribuna coronada por una concha acústica, por el contorno de bancas sobrepuestas con los
frentes y espaldares labrados en primoroso calado, por el retablo del Calvario que cubre
todo el muro del testero y por el artesonado de entrelazados geométricos a base de círculos
y elipses y medallones con lienzos, dispuestos en dos callejones paralelos, a lo largo de
la techumbre, que remata con faldones decorados por una serie de santos y santas de la
Orden Agustiniana.
La Sala Capitular se ha convertido en monumento nacional histórico, desde el 16 de
agosto de 1809. En ese día los patriotas de Quito acordaron ratificar, en un ambiente
conventual de religiosidad y arte, el primer grito de independencia, lanzado a la faz de
América, el memorable diez de agosto. El 2 de agosto de 1810 se abrieron nuevamente
las puertas de la Sala Capitular de San Agustín, para dar cabida en su cripta a los restos
de los patriotas que sellaron con su sangre la primera acta de la libertad de
hispanoamérica.
El Carmen Moderno
El terremoto de 1698 azotó el Monasterio de Carmelitas de Latacunga, después de
treinta años de fundado por el ilustrísimo señor —421→ Alonso de la Peña y
Montenegro. Para esa fundación habían precedido todas las formalidades de ley. Los
moradores de Latacunga habían pedido, a través de la Audiencia, la licencia al Rey, para
establecer en su ciudad el Monasterio Carmelitano. La cantidad exigida para llevar a cabo
esa licencia fue de 50000 pesos. El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, encargado
de verificar la efectividad de la oferta, encontró que los vecinos de Latacunga habían
aportado la cantidad de 22750 pesos. Con el ánimo de realizar la fundación se
comprometió el Prelado a proporcionar de sus rentas la suma de los veinte y siete mil
doscientos cincuenta que faltaban, con las condiciones de que el nuevo Monasterio
llevaría el nombre de Nuestra Señora de las Angustias, que el Obispo y sus sucesores
ejercerían el patronazgo sobre el Monasterio y que la Comunidad haría celebrar
perpetuamente ciento cuarenta misas anuales por el alma del donante y de sus parientes.
Con estas formalidades se realizó la fundación el 8 de setiembre de 1669, llegando a
ser «el mayor y mejor Monasterio e Iglesia que tenía todo el Obispado».
Destruido el edificio del Monasterio, las religiosas se trasladaron a Quito y el
ilustrísimo señor Andrade y Figueroa las hospedó en el Carmen de San José. Desde el
principio se tuvo el propósito de dotar a la Comunidad de Latacunga de casa
independiente. Por lo pronto se arrendó para ellas la de don Pablo de Troya por la cantidad
de doscientos pesos anuales. Quizás a esta situación precaria se deba el hecho de que las
principales familias de Riobamba contribuyeran con sumas de dinero para obtener que
las Carmelitas de Latacunga se establecieran en esa Villa.
Las Carmelitas tuvieron de su parte a los Obispos, lo que les valió su establecimiento
definitivo en Quito, en el Monasterio que comenzó a llamarse el Carmen Moderno, en el
que fueron vistiendo el hábito las hijas de las mejores familias de Quito y Riobamba. El
5 de setiembre de 1691 hizo la renuncia de sus bienes para profesar la madre María
Magdalena Dávalos y Larráspuro. Vino a Quito con sus hermanas de hábito. Ella fue el
aliciente para la vocación de sus sobrinas Magdalena Dávalos Maldonado e Isabel
Maldonado y Palomino.
El ilustrísimo señor Andrade y Figueroa donó a las religiosas de Latacunga las casas
que había comprado en 2800 pesos, «para el hospicio o convento que se pretende fundar
en esta ciudad» de Quito. Bajo la dirección del presbítero Diego Suárez se construyó el
primer tramo de claustros, a donde se trasladaron las religiosas en 1706. Más tarde, en
1723, el ilustrísimo señor Romero compró a don Alonso Maldonado unas casas para
integrar las dependencias del Monasterio. Su sucesor el ilustrísimo señor Pérez y
Armendáriz se empeñó en llevar a cabo la construcción de la iglesia y el segundo tramo
de claustros, para el que compró el 26 de agosto de 1743 unas casas a don Pedro Enríquez.
Un dato de la crónica del Monasterio consigna escuetamente: «En el año de 1745 se
estrenó la iglesia. El 6 de junio de 1746 se estrenó el Sagrario y el púlpito del señor Obispo
don Andrés Paredes y Armendáriz, a cuyas expensas se hizo la iglesia. Murió el 23 de
julio de 1745».
La ubicación del Monasterio y su construcción sucesiva en sitios de casas
particulares influyeron, a no dudarlo, en la estructura arquitectónica. Los dos tramos de
claustros son reducidos pero de una unidad perfecta. En sus dependencias se han ido
formando una colección de obras de arte, allegadas por las religiosas. Como recuerdo de
Latacunga conserva en la sala de recreo un lienzo de la Inmaculada con San Ildefonso y
San Lorenzo a los pies. La tradición atribuye a esta imagen el aviso de que se pusieran a
salvo las religiosas, que de hecho no murió ninguna. Se ha destinado también toda una
sala al Belén o Nacimiento, donde se han consignado excelentes ejemplares del Folklore
popular, grupos escultóricos de los misterios gozosos del rosario y una colección de la
antigua cerámica, establecida en el tiempo de Diguja. En la iglesia se destaca el magnífico
retablo, en cuyo nicho central se halla la imagen de la Virgen del Carmen, labrada por
Magdalena Dávalos, que al vestir el hábito tomó el nombre de sor María Estefanía de San
José. En el muro del Presbiterio del lado de la Epístola se exhibe la efigie en actitud
orante del Obispo Paredes y Armendáriz. En el Monasterio tomó el hábito del Carmen
una discípula de Nicolás Cabrera, sor Ángela de la Madre de Dios Manosalvas, quien dio
las primeras lecciones de pintura a su sobrino Juan Manosalvas.
Capilla del Hospital
Obra del siglo XVIII es también la Capilla del Hospital, fundada en 1565 por el primer
Presidente de la Audiencia don Hernando de Santillán. El Hospital consta de dos tramos
ordenados, al estilo de los conventos, con cuadro de claustros altos y bajos. En la esquina
que da al arco de la Reina, se levantaba la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, de
cuyo recuerdo no ha quedado más constancia que una inscripción lapídea que
dice: «Acabose esta capilla de Nuestra Señora de los Ángeles a 14 de setiembre, año de
1682, siendo Mayordomo Joseph de Luna y Diego Ruiz, sus esclavos».
Con el Presidente de la Audiencia Francisco López de Castillo vinieron de Lima los
religiosos betlemitas, que se hicieron cargo de la dirección del hospital el 6 de enero de
1706. Desde entonces comenzaron a reconstruir el edificio y a levantar la capilla, que
quedó concluida ya en 1779. La capilla tiene un pequeño atrio con pretil de piedra. La
fachada también lapídea exhibe sobre el dintel de la puerta una tarjeta con un relieve
representativo del Nacimiento, propio de los belermos. A los lados de los muros se
destacan retablos barrocos que enmarcan un solo nicho, los seis de igual tamaño, pero de
factura variada y los dos, que responden a los trazos del crucero, de tamaño mayor, mas
también de un solo nicho. El retablo central es de cuerpos sobrepuestos, a base del estilo
barroco, caracterizado por las columnas salomónicas. En el nicho superior aparece el
cuadro tradicional de Nuestra Señora de los Ángeles, es decir, la Virgen del Rosario con
Santo Domingo y San Francisco a sus plantas. Como muestras de imaginería colonial, se
han conservado la estatua de Santa Rosa de Lima, una sedente del Corazón de Jesús y el
grupo del Calvario. También es notable el púlpito como ejemplar de arte.
El Hospicio
El ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila comenzó en 1751 la construcción del
edificio que es hoy el Manicomio. Estaba destinado a casa de ejercicios como obra pía
con fondos propios. Como para una fundación de esta clase se requería la licencia del
Rey, el Obispo acudió al Monarca en carta del 2 de mayo de 1753. La respuesta fue el
reconocimiento del hecho, pero la negación de la pretendida licencia. El terremoto de
abril de 1755 destruyó la casa del noviciado de los jesuitas. En consecuencia, el
ilustrísimo Nieto Polo del Águila, de acuerdo con el Presidente de la Audiencia, cedió la
casa de ejercicios a la Compañía para residencia de los estudiantes. Ahí permanecieron
hasta la expulsión, realizada en agosto de 1767.
Por orden de Carlos III se había destinado uno de los edificios de los Jesuitas
expulsos a Hospicio de pobres y establecimiento de Caridad. Al Presidente García de
León y Pizarro tocó el cumplimiento de esa disposición del Rey. De este modo la antigua
Casa de Ejercicios se convirtió en Hospicio de Jesús María y José, bajo el Episcopado del
ilustrísimo señor Blas Sobrino y Minayo, cuyo retrato se exhibe a la entrada del actual
Manicomio.
El Tejar
En una cédula firmada por el rey Fernando VI el 17 de setiembre de 1754, se
consignaba el dato de que el 2 de julio de 1748 se había recibido en la Corte una petición
acompañada del respectivo informe, de parte del padre Francisco Bolaños, quien
solicitaba la debida licencia para construir una recolección en la Ermita que los
Mercedarios poseían en el sitio denominado El Tejar. Obtenido el permiso, el padre
Grande, llamado así por su notable altura, emprendió la construcción de la recoleta del
Tejar, que puso bajo el patrocinio de San José. La obra se hizo de limosnas, recogidas por
los padres Pedro Yépez y Salvador Saldaña, que en su recorrido portaban la imagen de
Nuestra Señora denomina de La Peregrina.
En la fábrica de los claustros y la iglesia se gastaron más de 40000 pesos, allegados
por conceptos de limosnas, las cuales se emplearon también en dotar al convento de una
copiosa librería. Para decorar los claustros fue comprometido el pintor Francisco Albán,
quien desarrolló escenas de la vida de San Pedro Nolasco.
Junto al Tejar se llevó a cabo la construcción de una Casa de Ejercicios, gracias al
empeño de don Manuel Hipólito Pacheco. A falta de los Jesuitas, esta casa del Tejar sirvió
de lugar de cita para los ejercicios anuales en encierro. Ahí se han conservado la serie de
lienzos en que el pintor Francisco Albán interpretó los temas que eran objeto de las
predicaciones de ejercicios ignacianos. Al pie de cada cuadro se ha hecho constar el
nombre de los ejercitantes que los costearan. Fueron ellos dos Nicolás Pacheco, 1760;
don Francisco Javier Saldaña, 1760; doctor don Gregorio Freire, canónigo, 1763; don
José de Izquierdo, 1763; don Gregorio Alvear y Verjuste, 1764 y don Cayetano Sánchez
de Orellana, 1764.
Camarín del Rosario
Don Pablo Herrera en sus Apuntes Cronológicos consigna, para el año de 1732, el
siguiente dato referente al Camarín de Nuestra Señora del Rosario. El 3 de abril concedió
el Cabildo cuatro varas de la parte de la calle pública, que va de Santo Domingo a la
Loma, para que se formase un Camarín para la Santísima Virgen del Rosario. Jacinto
González fue el Mayordomo de la Cofradía de esta santa Imagen, que hizo la solicitud.
Previa la vista de ojos de don Francisco Javier de Piedrahita, Alcalde del primer voto, el
Ayuntamiento concedió la licencia solicitada,
Iglesia de El Belén
II.- Escultura
Retablos
Bernardo de Legarda
Platería
Del taller de los Legarda salían no solamente imágenes y molduras de retablos, sino
frontales y mariolas de plata, destinados al culto. Ellos habían sido los continuadores de
la tradición quiteña de la platería.
En torno a 1700 se distinguió como platero Jacinto del Pino Olmedo, como se deduce
por la inscripción que lleva el frontal de plata de la Catedral, destinado a Santa Ana. El
texto que rodea el marco central dice lo siguiente: «El Mo. Don Franco de Cárdenas dio
este frontal a mi Sa. Sa. Ana de limosna - año de 1700 en 1 de Enero - Y lo hizo el Maestro
Mayor Jacinto del Pino Olmedo - Jesús - María - José - AMÉN».
Desde la segunda mitad del siglo XVIII se destacó en el arte del repujado Vicente
López de Solís, a quien comprometió la Cofradía del Rosario la refacción de las andas de
la Virgen, en abril de 1779. Una placa, colocada en la anda primitiva, llevaba la
inscripción que sigue:
Es de los dios el primero
quien rige cual Provincial
de este cielo de Domingo
las esferas sin igual.
El primero a que se refiere la inscripción fue el padre José de Arias y Espinosa, que
desempeñó el cargo de Provincial entre 1728 y 1732 y el segundo fue el padre José
Florentino Enrique, que hacía de Prior del Convento de Quito. La hechura del anda, por
consiguiente debe colocarse en el período comprendido entre esas dos fechas.
En el libro de descargos de la Cofradía del Rosario, correspondientes a abril de 1779,
se hace constar la siguiente data: «Se gastaron veinte y cinco pesos que se dieron al
Maestro Platero don Vicente Solís para principiar la refacción de las Andas que se
compraron para Nuestra Señora»
En los meses siguientes se hace constar igual descargo hasta noviembre del mismo
año de 1779. En el libro de actas, se consigna la sesión del 20 de marzo de 1779, en que
los Cofrades Veinticuatros acuerdan comprar al Convento las andas del Patriarca para
destinarlas a la Virgen del Rosario. El precio se estipuló a siete pesos la libra. Por lo
pronto se pagó la cantidad de dos mil ochocientos ochenta pesos. La venta realizaron los
padres para sufragar los gastos ocasionados por el avío del visitador padre Lucas Vara,
que había venido de España. El expendio de fondos por esta compra obligó a los Cofrades
Veinticuatros a suspender por de pronto la construcción del Camarín de la Virgen, que
por entonces se llevaba a cabo.
El retrato del platero Vicente López de Solís consta al pie de un cuadro de San Eloy,
que mandó pintar en 1775, por el artista Bernardo Rodríguez.
Capítulo XVIII
III.- Pintura
Los dos grandes pintores del siglo XVII, Miguel de Santiago y Goríbar, alcanzaron
también a los comienzos del siglo XVIII. El primero murió el 4 de enero de 1706. En
cuanto al segundo, estampaba su firma a la cabeza de los parroquianos de San Roque, en
la petición que hicieron al Cabildo de Quito, el 5 de febrero de 1726.
Espejo, en su Defensa de los curas de Riobamba, escrita en 1786, cita al acaso un hecho
revelador: «No era indio dice, ni hacía fiestas eclesiásticas, el famoso pintor Gregorito, y
éste, después de tener extrema habilidad y gusto para la pintura, después de ser rogado
con la plata, a trabajar en su bellísima arte, se moría de hambre y no vestía sino andrajos,
y era preciso que algún dueño de obra le hiciese violencia, aprisionándole en su casa, para
que tomara con alguna constante uniformidad de aplicación el pincel. Dicen los viejos
que pasaba lo mismo con el insigne Miguel de Santiago, que fue comparable con los
Ticianos y Miguel Ángel». Legarda, en su testamento, aludió también a este maestro
Gregorio, que trabajó asimismo para el templo de La Merced.
El padre Velasco, que hubo de salir con sus compañeros de expulsión en 1767, escribió
evocando recuerdos: «Entre los modernos que eran muchos, conocía varios que estaban
en competencia y tenían sus partidarios y protectores. Eran: un Maestro Vela nativo de
Cuenca; otro llamado el Morlaco, nativo de la misma ciudad; un Maestro Oviedo, nativo
de Ibarra; un indiano llamado el Pincelillo, nativo de Riobamba; otro indiano joven nativo
de Quito, llamado el Apeles; y un maestro Albán, nativo también de Quito. Varias
pequeñas obras de este último y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por
jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero si con grande admiración,
pareciendo increíble que puedan hacerse cosas tan perfectas y delicadas».
El maestro Albán, a que se refiere el padre Velasco, se llamaba Francisco. De él nos fue
dado encontrar en la Galería Windsor de Montevideo una pintura en cobre procedente de
Europa, que llevaba la siguiente inscripción: «Aparición de Nuestra Señora de Aranzazu
por Francisco Albán. 1747. Tacunga». Su nombre hizo constar también en la serie de
lienzos que se hallaban en la antigua Casa de Ejercicios del Tejar y que desarrollaban
los temas obligados de predicación, de que se valían los jesuitas en el retiro anual del
clero. Al pie de cada cuadro se consignaba leyenda del ejercitante que costeó la pintura.
De este modo figuran sucesivamente: don Nicolás Pacheco, 1760; don Francisco Javier
Saldaña, 1760; canónigo doctor Gregorio Freire, 1763; don José de Izquierdo, 1763; don
Gregorio Álvarez y Verjuste, 1764 y don Cayetano Sánchez de Orellana, 1764. Esta lista
de nombres recuerda justamente la de quienes, hacía un siglo, hicieron constar al pie de
los lienzos de la vida de San Agustín, pintados por Miguel de Santiago. Pero ahora, a
mediados del siglo XVIII, se echaba de menos un Mecenas de la talla de Basilio de Ribera
o de José de Herrera y Cevallos. Con todo, los padres de Santo Domingo y la Merced
comprometieron a Francisco Albán para que pintara la serie de lienzos representativos de
la vida de su respectivo Patriarca, inspirándose en la colección de grabados de los
hermanos Klauber, que comenzó a circular entonces sobre las vidas de los Santos. A partir
de esos modelos data la modalidad de los pintores de la segunda mitad del siglo XVIII,
de representar las imágenes cercadas por un marco caprichoso que integra la composición
del cuadro.
Del mismo apellido y acaso hermano de Francisco fue Vicente Albán, cuyo nombre figura
en un lienzo de la Crucifixión, que se halla en el Museo Jijón y Caamaño y lleva la
inscripción siguiente: Vicente Albán pinxit a 1780. En 1783 pintó una serie de lienzos de
asunto folklórico, que se encuentra en Madrid, en el Museo de América. Consta de seis
cuadros en que se representan de cuerpo entero: La Llapanga, Señora principal, India en
traje de gala, Indio en traje de gala, Indio Yumbo e Indio cargador. En el contorno y al
fondo de la figura principal, constan los productos de la flora ecuatoriana, señalada cada
especie con un número y su real equivalencia. Lo que induce a suponer que fueron
pintados para satisfacer los deseos de Mutis, que estaba por entonces preocupado en
coleccionar la Flora de Bogotá y buscaba en Quito pintores que colaboraran en su
gabinete de trabajo. Vicente colaboró también con Francisco en la pintura de la vida de
San Pedro Nolasco. Con la data de 1783 hizo el mismo pintor el retrato del ilustrísimo
señor don Blas Manuel Sobrino y Minayo, en ademán de bendecir.
A la familia de estos dos pintores pertenecieron también los padres Dominicos fray Juan
y fray Antonio Albán. Del primero se conserva manuscrito el curso trienal de Filosofía
que dictó entre los años 1766-1768. Lleva el título encuadrado en marco de viñeta, lo
mismo que la inicial del último tratado. Del padre Antonio Cecilio Albán se guarda un
retrato en busto del padre Pedro Bedón, que obsequió a la Recoleta Dominicana en 1788.
Contemporáneo de los pintores Albán fine Antonio Astudillo, con los cuales colaboró en
la serie de lienzos de la vida de San Pedro Nolasco, que se exhibe en los claustros del
Tejar. Hizo constar su nombre en el cuadro de la archivolta de la puerta de ingreso al
Convento de San Francisco, donde se representa fray Jodoco Ricke en actitud de bautizar
a un niño indio.
La fama de Quito, como centro floreciente de arte, se imponía a norte y sur por el mercado
de imágenes y cuadros. Los temas religiosos constituían motivos de inspiración y, al
mismo tiempo, fuentes de ingreso para imagineros y pintores. En el último cuarto del
siglo XVIII se abrió un horizonte nuevo a los artistas de Quito.
Desde 1760 se hallaba en Nueva Granada don José Celestino Mutis, quien vino en calidad
de médico del virrey don Pedro Mecía de la Zerda. Aficionado desde la juventud a las
ciencias matemáticas y naturales concibió, desde su llegada al Nuevo Reino, la idea de
fundar un instituto científico, que se dedicase al estudio de las riquezas naturales del país.
Por iniciativa personal comenzó el trabajo, que fue luego patrocinado por el arzobispo
virrey don Antonio Caballero y Góngora, quien consiguió del rey Carlos III la expedición
de la cédula real de 1. º de noviembre de 1873, mediante la cual creaba oficialmente el
instituto botánico de Bogotá, encomendando su dirección a Mutis.
El plan del sabio director abarcaba la investigación y estudio del inmenso campo de las
ciencias naturales. Bajo su influjo paternal y a la sombra de su prestigio se formó una
pléyade de jóvenes, que tomó conciencia de la riqueza inexplotada de Nueva Granada.
Entre ellos figuraron Francisco Antonio Zea, Joaquín Camacho, Jorge Tadeo Lozano,
Francisco José de Caldas, Salvador Rizo, Francisco Javier Matiz, Eloy de Valenzuela,
José Manuel Restrepo, José Domingo Duquesne, y algunos más que figuraron en el
movimiento de la Independencia.
Aludimos ya al elogio que hizo Caldas del mérito de los pintores quiteños, que rivalizaron
en habilidad con el grabador Smith. Debió ser halagüeño para Quito oír la alabanza de
sus compatriotas, cuando aún trabajaban en Bogotá. «Los mejores pintores, dijo Caldas
en su discurso de 1805 a los alumnos del Seminario, han nacido en este suelo afortunado.
La familia de Cortés está inmortalizada en la Flora de Bogotá. ¿Quién creyera, señores,
que el pincel quiteño se había de elevar hasta ser émulo de Smith y de Carmona? ¡Cuánto
valen el talento y la educación unida al premio y al honor! Los hijos de Cortés, Matiz,
Sepúlveda, no habrían salido en Quito de la clase de pintores comunes; pero al lado del
sabio Mutis, en quien hallaron un tiempo padre celoso de la pureza de sus costumbres, un
director de su genio y un admirador de sus talentos, desarrollaron sus ideas y han hecho
ver al Universo que el quiteño con educación es capaz de las mayores empresas. ¡Ah! si
el ilustre Mecenas como pensaba ahora diez años visitar este suelo, lo hubiera verificado,
estoy seguro que Cortés, los Samaniego, Rodríguez, habían representado en el Nuevo
Continente a Mengs, Lebrount y el Ticiano».
Además de los discípulos que fueron a Bogotá, parece que concurrió al taller de Cortés el
pintor Luis Alarcón, que puso su nombre al pie de una imagen de San José (propiedad de
José Luis Arango, Bogotá) y de un lienzo de la Inmaculada, que perteneció a la familia
Muñoz de Cuenca (propiedad de Max Konanz).
Bernardo Rodríguez
El dato más antiguo, referente a Bernardo Rodríguez, consta en un lienzo que representa
a San Eloy, patrono de los plateros. El Santo, vestido de Obispo, está rodeado de figuras
que llevan los emblemas del oficio. Al pie se encuentra el retrato del platero Vicente
López de Solís, muy conocido por su habilidad artística. La fecha de la pintura es de 1775.
El cuadro se conserva en la colección de Víctor Mena.
A partir de 1780 estuvo a servicio de los padres Mercedarios, como se colige del descargo
de «seis pesos siete reales dados a los depositarios, por veinte y siete varas y media de
lienzo de a dos reales para los cuadros del claustro que los está pintando Bernardito». Este
diminutivo demuestra el afecto que los padres de la Merced sentían para con el pintor que
más contribuyó a propagar la devoción a Nuestra Señora de la Merced, en la segunda
mitad del siglo XVIII. A este auge del culto de Nuestra Señora respondió la reimpresión
en 1782 de la Novena Deprecatoria a la Santísima Virgen María de la Merced, por fray
Antonio de Vidaurre.
En el Museo Jijón y Caamaño hay varios cuadros pintados por el mismo artista. Uno de
San Camilo de Lelis lleva la siguiente inscripción: Fecit - Quito - 1797. Bernardo
Rodríguez por ruego de don Juan María Albán. Otro que representa el Descendimiento
tiene la siguiente constancia: Bernarda Rodríguez me fecit. Abril 11 de 1783. También
consta el nombre del artista en los lienzos figurativos de los países de Europa. J. Roberto
Páez posee un libro de: Cuadros del antiguo y del nuevo Testamento que en ciento
cincuenta figuras representan las más notables historias del antiguo y nuevo Testamento,
según los grabados de los maestros más hábiles. No lleva fecha ni pie de imprenta; sólo
se indica que se halla en Amsterdam, en casa de Reinier y Josua Attens. El valor del libro
para el caso es que, en la primera página, consta la inscripción de: «Soy de Bernardo
Rodríguez de la Parra y Jaramillo: costó 58 pesos». Y en la última página se consigna el
siguiente detalle: «Lo compré este libro en 22 de febrero de 1795 en 58 pesos y por ser
verdad lo firmo yo su dueño Bernardo Rodríguez». De este libro reprodujo el pintor los
grabados n. º 149 y 160, que representan a San Pedro y San Juan en la actitud de curar a
un cojo en la puerta del templo y a San Pablo en ademán de arrojar la víbora al fuego.
Estos dos lienzos de gran tamaño se encuentran en la nave derecha de la Catedral de
Quito.
El mejor lienzo de Bernardo Rodríguez es, sin duda, el cuadro de las almas, que se
conserva a la entrada de la sacristía de Santo Domingo. Transcribimos a continuación el
contrato firmado entre el pintor y el cliente, que revela una serie de datos sobre las
condiciones impuestas al artista para la realización de su obra. Dice así: «Quito, a 1 de
octubre de 1793. Digo yo don Bernardo Rodríguez que he tratado con fray Joaquín Yánez
del Orden de Santo Domingo y me he obligado a hacerle un cuadro de las Benditas Almas,
de tres varas de largo y dos y medio de ancho, por el precio de cincuenta pesos; los
cuarenta y seis me ha de dar en pan y velas, medio real de pan cada día y tres velas por
un real los sábados, cuya contribución se cuenta desde hoy.- 2.º que he de entregar el
cuadro dentro de ocho meses contados desde esta fecha, esto es todo el mes de mayo del
año venidero de 94. 3.º que fuera de las efigies que representan las benditas almas ha de
contener el lienzo once imágenes que serán de Nuestra Señora del Rosario, con el vestido
y los rayos sisados con oro, Señor San José, San Joaquín, Santa Ana, Santo Domingo,
San Francisco, San Vicente Ferrer, Santa Teresa, Santa Rosa, el venerable Porras y
venerable Masías.- Que a más de los Ángeles que tiene el cuadro de Santa Bárbara ha de
tener el contrato seis más y un sacerdote en representación de decir misa. Y confieso que
tengo recibidos en plata buena y corriente, los cuatro pesos que restan para el entero de
los cincuenta. Debiendo ser la entrega del lienzo acabado y perfecto, pronta el plazo
señalado, pudiendo el dicho padre, en caso de demora reconvenirme ante la justicia. Pues
para que todo lo pactado conste, firmamos los dos en esta ciudad. Fray Joaquín Yánez -
Bernardo Rodríguez».
Este lienzo lleva al pie la inscripción que sigue: «Se acabó el día lunes a 22 de setiembre
de 1794.- Pintó este cuadro a devoción y expensas de Joaquín Yánez con permiso de sus
superiores para que de esta Capilla de los naturales no se traslade ni se mueva a otra
parte porque así es su voluntad».
En 1797 pintó los lienzos de los Doctores de la Iglesia, que se conservan en la sala
superior del Convento de San Agustín.
Entre los años 1796 y 1797, Samaniego concurría a la iglesia de Santa Clara a dirigir la
obra del retablo mayor. Entonces conoció ahí a Josefa Yépez, depositada en el Monasterio
y tuvo en ella una hija llamada Mariana. En noviembre de 1797, Manuela Jurado siguió
causa criminal contra su esposo, denunciando el adulterio. Además, consiguió el
encarcelamiento de los culpados, Samaniego en la cárcel de la Audiencia y la Yépez en
la clausura de Santa Marta. El Juez que conoció la causa fue el oidor don Antonio Suárez
Rodríguez. Samaniego nombró por defensor a don Joaquín Aguiar y Venegas, Procurador
de causas de la Real Audiencia. De las declaraciones en el proceso se deducen algunos
datos acerca de la persona y profesión del artista. Dijo: «llamarse don Manuel Samaniego,
natural y vecino de esta ciudad, ser de edad más de treinta años, casado con doña Manuela
Jurado, de ejercicio pintor». «Con motivo de estar el declarante dirigiendo cierta obra de
carpintería o retablo de la iglesia en el convento de Santa Clara, hace el tiempo de dos
años escasos», trató allí con doña Josefa Yépez. Desde la cárcel elevó una solicitud al
Juez, pidiendo que se le pusiera en libertad, «respecto a que en el día me hallo precisado
a concluir la obra de la casa preparada para el señor Regente, y que los oficiales no pueden
seguir sin mi dirección la obra y que tal vez por esto se me seguirá perjuicio». La esposa
se opuso a esta demanda, alegando que «no faltan artesanos en esta ciudad a quienes
pueden pasar las obras que comenzó Samaniego». El 15 de noviembre insistió Samaniego
en su petición y consiguió la libertad el 23 de diciembre. En la nueva solicitud decía su
procurador Aguiar y Venegas: «Hago presente a la sabia consideración de Vuestra
Señoría, que mi parte es un oficial público bien acreditado en las artes liberales de
escultura y pintura: que están a su cargo varias obras que debe entregar con prontitud y
remitir a Santa Fe, Lima, Guayaquil y otras partes: que su detención no sólo le hace quedar
mal y le atrasa privándole del ingreso del valor de su trabajo con que subsiste, sino que le
desconceptúa para cualquiera que Ignore el verdadero motivo de su arresto, y lo crea
acaso delincuente de algún exceso, de otra gravedad que le infame».
Desde luego, al concederle la libertad bajo fianza, se le obligó a prometer enmienda, por
lo que miraba al adulterio y, además, «a no ofender, injuriar, ni maltratar de obra ni de
palabra, directa ni indirectamente, a su legítima mujer».
Este episodio de juventud no volvió más a repetirse. Su esposa le dio dos hijas, la primera
María Josefa, que murió soltera al cumplir los quince años y la segunda, Brígida que casó
con José Fortún. Doña Manuela sobrevivió al marido cosa de seis años. En el testamento
que otorgó el 19 de agosto de 1830, declaró: «cuando contrajimos matrimonio fuimos
ambos cónyuges pobres, sin que ninguno haya introducido nada al matrimonio, y lo poco
que se ha adquirido ha sido mediante el trabajo e industria personal de ambos».
Es posible que doña Manuela hubiese heredado la habilidad de los López Solís, que se
distinguieron en el arte de la platería. Las obras de miniatura, que llevan el sello del taller
de Samaniego, delatan la finura de manos femeninas. Lo que si es evidente es que
Samaniego fue un artista muy cotizado y que le faltaba tiempo para satisfacer a sus
clientes, no sólo de Quito, sino de Guayaquil, Bogotá y Lima. Con el fruto del trabajo
mancomún, compraron ambos, el 7 de enero de 1795, en el precio de tres mil doscientos
veinticinco pesos «unas casas de altos y bajos, cubiertas de teja, en la parroquia de Santa
Bárbara y esquina nombrada de la Sábana Santa, al andar de la calle que tira de la
carnicería a la planta de San Blas». Estas casas colindaban con las de doña Josefa
Cañizares. Samaniego había construido, anexa a las suyas, una pared que dominaba la
casa vecina y daba ocasión a que las lluvias rebotasen al inmueble. En setiembre de 1802
la señora Cañizares levantó querella por perjuicio. La causa duró hasta 1806. Por fin,
Samaniego se comprometió a evitar perjuicios a la casa vecina y presentó el plano de la
construcción que proyectaba realizar. Al pie del plano, consta del puño y letra del pintor
la inscripción siguiente: «Diseño del moda que propongo poner la cubierta, en la pared
propia mía, de mi casa, y el alar mediano bajo que aquí lo muestro, para preservar de toda
humedad que por algún acaso, con vientos recios, pudiera ocasionar: quedando con este
dicho modo, libre de todo perjuicio, de ambas partes, como aquí se ve.- Manuel
Samaniego».
Durante su vida Samaniego gozó de la fama de ser el mejor artista de su tiempo. Caldas
había recibido de su compatriota don Antonio Arboleda la comisión de hacer trabajar
unas imágenes para Popayán. Dándole cuenta del trabajo le escribió el 6 de diciembre de
1801: «Los ensayos de usted avanzan: Samaniego, pintor de genio, ha formado los
diseños de los santos, bien contrastados, equilibrados con sus niños, aptitudes naturales y
expresiones propias; en fin, no perdonó cuidado para que tenga dos santos buenos, o, a lo
menos, que salgamos de la rutina antigua».
Por los datos referidos se colige que Samaniego fue un artista que, además de la pintura,
practicaba también las demás artes plásticas. A petición del Barón de Carondelet vino
desde Popayán a Quito el arquitecto español don Antonio García para dirigir la
construcción del duomo de la Catedral. Una vez trazados algunos proyectos, el Cabildo
Catedralicio aprobó el que se llevó a cabo y se conserva hasta el presente. El arquitecto
estuvo frente al trabajo hasta 1803, en que llamado por sus superiores hubo de regresar a
Popayán. Dejó en su lugar para concluir la obra al artista Manuel Samaniego, que por
entonces se ocupaba en la decoración interior de la catedral.
»Samaniego daba gran importancia a sus cuadros, y no los pintaba sino a precios muy
subidos; motivo por el cual sólo existían, además de los nombrados anteriormente, una
galería pintada por él en una casa de campo del antiguo Marqués de Selva Alegre; pues
no todos tenían medios para encomendarle sus obras. Parece que no era de su agrado el
pintar retratos, porque según se asegura, decía que en los retratos, tenían voto hasta los
cochinos.
Samaniego fue el artista más destacado del final de la Colonia. Los colores favoritos a su
pincel fueron el azul, el rojo, el verde y el blanco, que respondían, por otra parte, a la
delicadeza de su alma. En pinceladas de leves veladuras ha sabido inspirar a las figuras
un aire de gracia y de frescura, que se imponen, además, por la destreza del dibujo. Los
temas que más se ofrecieron a su paleta fueron la Divina Pastora, la Inmaculada, el
Tránsito de la Virgen. Las imágenes están generalmente dispuestas en un fondo de paisaje
ideal, que integra la composición del cuadro. Eugenio d'Ors ha definido la gracia como
una belleza sonriente. Samaniego ha sabido informar a sus pinturas de gracia entre divina
y humana, una categoría de esa belleza que agrada a la vista y también al corazón.
Tuvo algunos discípulos. Entre ellos, Antonio Salas y José Lombeida, que dejó algunos
lienzos en Riobamba. Samaniego fue el último representante de nuestra pintura colonial.
Quizás para enseñanza de sus alumnos escribió un Tratado de Pintura, en que compendió
las lecciones de los grandes maestros españoles, italianos y flamencos y dio las recetas
para preparar las pinturas con ingredientes asequibles al ambiente.
Capítulo XIX
Desde el 10 de agosto de 1809, en que estalló el Primer Grito de libertad política, hasta
el 24 de mayo de 1822 en que se consumó la Independencia, Quito vivió un ambiente de
inquietud, nada favorable al desarrollo de las Bellas Artes. Esta etapa de intranquilidad
hay que prolongarla hasta el 6 de marzo de 1845, fecha de la caída del general Juan José
Flores.
Shaftesbury, nutrido de las ideas del neoplatonismo, estableció una íntima dependencia
entre los ideales políticos de libertad y el desarrollo y florecimiento de la cultura. Según
él, sólo en un estado libre pueda asegurarse una alta cultura espiritual, en que florezcan
las Bellas Artes. ¿Hasta qué punto es verdadero y aceptable este criterio?
Entre los escultores figuraban Manuel Puente, Manuel Jara y Toribio Escorza, el primero
con doscientos cincuenta y los dos restantes con doscientos pesos y la cuota de cinco y
cuatro, respectivamente.
Los maestros plateros constaban todos con tres pesos de impuesto, que correspondían al
haber de ciento cincuenta. Eran Antonio Ruiz, Miguel Solís, Juan Mogro, Eugenio
Aguirre, José Solís y Aldana, José Antonio Mogollón y Andrés Solano.
En 1825 estaba todavía fresco el recuerdo de Manuel Samaniego, quien había muerto y
repentinamente el año anterior. Su mujer, Manuela Jurado y Solís, otorgó su testamento
el 19 de agosto de 1830, dejando por heredera a su hija Brígida Samaniego, casada con
José Fortim. Samaniego era deudo de Bernardo Rodríguez por el apellido materno
Jaramillo y, por su esposa, tenía parentesco con los plateros de apellido Solís. En este
ambiente de arte se formó Antonio Salas, quien demostró su afecto a Samaniego,
bautizando a una de sus hijas con el nombre de Brígida, que era el de la heredera del
maestro.
Entre los artistas, Antonio Salas fue favorecido con un don excepcional, el de una
descendencia en que perpetuó su nombre y la afición a la pintura. De su primera esposa
doña Tomasa Paredes, tuvo a Ramón, quien fue padre de Camilo y Alejandro, ambos
pintores que alcanzaron este siglo y dejaron una sucesión de nuevos artistas. Del segundo
matrimonio con doña Eulalia Estrada y Flores nacieron Rafael Salas, becario en Roma,
como Luis Cadena y compañeros más tarde en el profesorado en la Escuela de Bellas
Artes, fundada por García Moreno; Diego que optó por la medicina, sin renunciar al
ejercicio de la pintura; Brígida, de notable habilidad pictórica y muy cotizada por sus
obras de tema religioso y Josefina, madre de Antonio Salguero, tronco, a su vez, de una
nueva generación de artistas. Por lo visto, de Antonio Salas procede una larga
descendencia que se ha prolongado hasta el presente.
Antonio Salas ofrece, en su personalidad de artista, el caso típico de la evolución ante las
circunstancias de la vida. Nacido antes de 1790 y muerto en 1860, participó del espíritu
de la colonia y de la Independencia. De sus Maestros Rodríguez y Samaniego aprendió
la pintura, caracterizándose desde el principio por su dibujo y colorido personal. Del
ambiente de la Colonia heredó la temática religiosa, en que hubo de satisfacer a clientes,
como se demuestra en los lienzos de la Muerte de San José y la Negación de San Pedro
en la iglesia Catedral; el Hijo Pródigo en el Carmen Antiguo; la Dolorosa en el Museo
Colonial; los cuadros de la Vida de la Virgen en los claustros de San Agustín y San
Francisco de Sales, de propiedad particular.
La etapa de la libertad política le ofreció un nuevo tema a su pincel. A vista del artista
posaron Bolívar y Sucre y los generales y coroneles que lucharon por la independencia.
La galería de estos retratos se exhibe hoy en el Museo Jijón y Caamaño. Un episodio
singular le amargó la vida con experiencia triste el 19 de marzo de 1824, cuando se
disponía a concurrir al Palacio de Gobierno para proseguir una obra de encargo del
general Juan José Flores, quiso la suerte que se encontrara con su amigo Antonio López,
el cual le convidó a libar unas copas. Prolongase la tenida hasta mediodía, hora en que se
acordó que era día festivo. Oída la misa de mediodía en la Catedral y vuelto a la casa,
sacó una daga y, en estado casi de inconciencia, vengó una injuria que la víspera había
recibido de una negra llamada Nicolasa Cansino. Procesado ante la justicia fue condenado
a cinco años de prisión en el fuerte de Punta de Piedra, que luego se cambió por el confinio
en Loja, donde hay memoria de haber dejado algunas obras.
El 31 de enero de 1852 debe tenerse como una fecha simbólica para el Arte Ecuatoriano.
Ese día memorable se inauguró la sociedad llamada Escuela Democrática de Miguel de
Santiago .Con el nombre del máximo pintor de la Colonia se organizó una entidad social,
que propiciaba el cultivo del arte, pero que no pudo prescindir del ambiente político, que
anhelaba la liberación definitiva del influjo del general Flores. Como objetivo de la
sociedad se señalaba «cultivar el arte del dibujo, la Constitución de la República y los
principales elementos del Derecho Público», bajo el lema de Libertad, Igualdad y
Fraternidad.
El escenario y el auditorio fueron los mismos que del acto solemne de inauguración. En
cambio fueron otros los principales oradores. Esta vez hablaron, además del Protector,
don Fernando Polanco, don Francisco Paz, el doctor Antonio Cárdenas, don Pablo
Bustamante, don Modesto Espinosa, don Francisco Gómez de la Torre y don Juan
Montalvo. El tema de todos los discursos versó en torno a la fecha que se conmemoraba.
Tan sólo el señor Gómez de la Torre se refirió directamente al Arte, con ideas que revelan
la orientación que entonces se buscaba.
Tomando, dijo, en la pintura por modelo a Miguel de Santiago, desaparecerá de ella una
unidad de objeto; porque hasta ahora la pintura se ha contraído sólo a representar
imágenes melancólicas y meditabundas. El pincel ha tenido por único elemento el aspecto
sombrío del claustro; y jamás ha propendido a entregarse en brazos de la naturaleza para
ser fecundo como ella en presentar imágenes grandiosas, ni menos seguir impulsos de
los fantásticos caprichos de la imaginación; pudiéndose decir de nuestra pintura lo que un
viajero decía respecto de la española: que todas las paredes estaban adornadas con
magníficas pinturas; pero que todas incitaban a la piedad y al cilicio.
Aún hay más: la pintura entre nosotros se ha mantenido campeando en el teatro servil de
la imitación. Pero ahora ella se lanza de la invención y de la originalidad para tomar un
carácter nacional.
La literatura, la música y la pintura, representadas por las sociedades Ilustración,
Filarmónica y Escuela Democrática empiezan a conquistar su independencia y
nacionalidad para no mendigar la ciencia y la inspiración en las naciones que llevan la
vanguardia de la civilización.
Cabe destacar de paso las observaciones sobre la pintura ecuatoriana, que todavía se
encerraba en la temática religiosa y en la imitación y necesitaba interpretar la naturaleza
y propender a la originalidad.El acto de pleno matiz artístico fue la intervención de
Zaldumbide con sus versos «A la música» y luego la ceremonia de la coronación, con el
discurso del doctor Miguel Riofrío, Director de la Ilustración.
5. º- Leandro Venegas, por su cuadro Oración del Huerto y sus retratos de los protectores
de la Escuela Democrática y de la Filarmónica;
Puede advertirse que los temas que preocupan a los pintores fueron, aparte de los motivos
religiosos, el retrato y el paisaje.
Entre los artistas del siglo XIX ocupó puesto de prestancia Juan Agustín Guerrero,
Vicepresidente de la Escuela Democrática, hombre de múltiples habilidades. Comenzó
su carrera pública como preceptor de primaria en Latacunga, donde trató al maestro del
Libertador don Simón Rodríguez, en 1851. Desde 1854 inició en Quito su magisterio en
el Colegio de Santa María del Socorro, alternando el dibujo con la música. La pericia en
las dos artes le facilitó sucesivamente la enseñanza de dibujo de la figura humana y canto
en la Escuela Municipal en 1869 y de piano en el Conservatorio de Música en 1871. Fue,
además, instructor de banda en 1866 y examinador de pintura y escultura en la Escuela
de Bellas Artes en 1873.
Otro artista de renombre que trabajó durante el siglo XIX fue Juan Pablo Sanz, quiteño
de nacimiento. Figuró como Secretario del jurado calificador en la Exposición de 1852 y
obtuvo el segundo premio por su dibujo del templo de la Compañía. Dotado de gran
capacidad artística, aprendió sucesivamente la pintura, el grabado, el dorado y la
arquitectura. Con profundo sentido social estableció en 1847 una escuela de dibujo,
colaboró en 1849 en la organización de la Escuela Democrática de Miguel de Santiago y
enseñó dibujo y perspectiva en el Convictorio de San Fernando. En 1852 dirigió la
Exposición artística de la Escuela Democrática y abrió una escuela de pintura y
arquitectura.
En 1854 fue comprometido a Cuenca a trabajar en diversas obras. De represo regentó una
imprenta instalada en el Colegio de los Jesuitas y en 1859 estableció un taller de litografía
y en 1862 exhibió sus impresos litográficos en variedad de tintas. A partir de 1860 se
ocupó principalmente en obras de ingeniería y arquitectura. En 1860 dirigió la Capilla del
Colegio de los Jesuitas y en 1865 levantó el puente de Pansaleo. El 28 de enero de 1870
firmó, con el Convento de Santo Domingo, un contrato por el que se obligaba a construir
el edificio destinado a Noviciado, cuya primera piedra colocó el 2 de febrero de ese
mismo año. La obra le llevó todo el año de 1870. Ese mismo año intervino en la
transformación de la capilla colonial, llamada de los naturales, convirtiéndola en la actual
de las Terciarias, decorándola con lienzos pintados por Brígida Salas. De 1870 en adelante
se ocupó en la reconstrucción de las torres de las iglesias de Santa Clara y el Carmen de
San José, del templo de San Agustín, del claustro Mercedario y de la iglesia del Hospicio.
En 1880 restauró el palacio de Gobierno en la parte que hace frente a la iglesia de la
Concepción y en 1892 levantó el remate de la torre de Santo Domingo. Murió en 1897, a
la edad de 77 años.
En la primera mitad del siglo XIX cultivaron y establecieron taller de pintura Nicolás
Cabrera y sus hermanos Tadeo y Ascencio. Fueron los mantenedores de la tradición del
arte religioso. Firmado por Nicolás se conserva en el Museo de Jijón y Caamaño un lienzo
que representa al jesuita Francisco Gerónimo. El nombre de Tadeo consta en un cuadro
de Nuestras Señora de la Merced, que se halla en el descanso de la grada del Tejar. El
padre Matovelle afirma que «los cuadros de la nave (del Santuario de Guápulo) son obra
del reputado artista Tadeo Cabrera y fueron trabajados en la primera mitad del siglo XIX».
Nicolás alcanzó a dar lecciones de pintura a Joaquín Pinto, cuyo testimonio confidencial
transcribe así el doctor José Gabriel Navarro: «Yo tuve muchos maestros: Ramón Vargas,
Rafael Venegas, Andrés Acosta, Tomás Camacho, Santos Cevallos y Nicolás Cabrera;
pero de todos ellos el que me guió por el camino que he seguido fue don Nicolás Cabrera.
Él me enseñó el toque franco y fresco que tenía en sus cuadros, opuesto al refinado de su
maestro Astudillo; y él me hizo copiar todos los Profetas de Gorívar». Firmados por
Tadeo y Nicolás existen varios lienzos que representan al Buen Pastor que rescata a la
oveja de un cerco de espinas.
Fue éste el principio de la preocupación del Estado para patrocinar las Bellas Artes. Don
Roberto de Ascázubi, en su informe del 8 de enero de 1861, daba cuenta del
establecimiento de una Academia de dibujo y pintura, bajo la dirección de Luis Cadena,
que había regresado ya de Roma. Don Pablo Herrera, en su informe del 19 de agosto de
1865, anotaba que en el Colegio de los Sagrados Corazones, se había impuesto como
materia obligatoria la enseñanza de la pintura y el dibujo. Con vista a la fundación de la
Escuela de Bellas Artes, la Legislatura de 1869 autorizó el contrato de dos artistas
especializados en pintura y escultura y el envío de Juan Manosalvas como becario, para
que se perfeccionara en la pintura.
Por fin el 2 de mayo de 1872, García Moreno instaló la Escuela de Bellas Artes, bajo la
dirección de Luis Cadena, quien con Rafael Salas se encargó de la enseñanza de la pintura.
Para la escultura comprometió al escultor español José González y Jiménez, domiciliado
en Roma. Además para contar con profesores nacionales en el futuro, envió becario a
Roma a Rafael Salas
También la arquitectura recibió impulso, al par de las otras artes. Nuevamente contratado
por García Moreno estuvo al servicio del país el ingeniero francés Sebastián Wisse, quien
dirigió la construcción de la casa del propio presidente, en su primera estadía en Quito.
Vinieron también a la capital los arquitectos Tomás Reed, inglés, quien construyó la
Penitenciaría y el puente y túnel de La Paz, y Francisco Schmidt, alemán, a cuyo cargo
corrieron la Escuela de Artes y Oficios y la casa de la familia León. Los padres Menten
y Dresset, de la Politécnica, dirigieron la construcción del Observatorio Astronómico.
Con García Moreno se introdujo en Quito un estilo monumental de arquitectura civil. No
obstante la paralización de las obras iniciadas por García Moreno, no desapareció el
interés del Gobierno por el Arte. El doctor Carlos Tobar, en su informe a la Legislatura
de 1885, daba cuenta que en el pueblo de San Antonio de Ibarra se había establecido, en
setiembre de 1884, una Escuela de Bellas Artes, para estimular su cultivo en sus
moradores, dotados para el efecto de excelentes cualidades.
El señor Elías Lazo, en su informe de 1892, daba a conocer que, para fundar una Escuela
de Pintura en Cuenca se había comprometido al pintor español Tomás Pobedano y Arcos
y para enseñar litografía al señor Karn, quien trajo de Europa los aparatos necesarios. El
año siguiente, el doctor Honorato Vásquez, Rector de la Universidad, encargó la dirección
de la Escuela de Pintura al artista quiteño don Joaquín Pinto.
Las transformaciones políticas no habían extinguido la afición quiteña a las Bellas Artes,
que mantuvieron con honor los Salas, Pinto y Manosalvas. El 24 de mayo de 1904, a
iniciativa del ministro señor Luis Martínez, se inauguró la Escuela de Pintura y Dibujo,
con profesorado nacional. El señor Julio Román, que sucedió a Martínez en el Ministerio,
informaba en 1906, que desaparecidos los tres artistas mencionados, habían
comprometido a artistas europeos para dirigir la enseñanza. Seis años más tarde, el
ministro señor Luis Dillon daba testimonio del éxito que se había conseguido para la
Escuela de Bellas Artes con la enseñanza del señor Raúl María Pereira, en la pintura; de
León Camarero, en colorido y composición; de Alfredo Bar, en dibujo. Al mismo tiempo
se destacaba la labor de A. Dobe y Juan Castells en su enseñanza de litografía.
Antes de pasar revista a los artistas contemporáneos, es de justicia destacar las figuras de
algunos pintores que sobresalieron durante el siglo XIX. Luis Cadena nació en Quito, el
12 de enero de 1830. Dotado de innata inclinación al arte, alternó con los estudios el
ejercicio de la pintura. Para seguir un aprendizaje dirigido, frecuentó el taller de don
Antonio Salas. Tras una breve estadía en Chile, estableció en Quito su estudio
independiente.
En 1854 acordó el Congreso enviar becarios para especializarse en la pintura y fue
Cadena, el favorecido con una beca en Italia. De regreso a su patria dio clases de pintura
en una Academia organizada en 1861. Cuando en 1872 se fundó la Escuela de Bellas
Artes, fue Cadena llamado a dirigirla. El desastre que sobrevino a la muerte de García
Moreno afectó también a la Escuela y el pintor vio deshechas sus ilusiones ante el
vandalismo de la fuerza.
A las dotes de artista reunía Cadena un alma delicada que le volvía amable a cuantos le
trataban. Hizo numerosos retratos que llevan su firma. En 1888 pintó la imagen de
Nuestra Señora de Pompeya, a petición del Dominico padre La Cámera, el cual hizo pintar
también con el mismo artista las series de misterios del Rosario, que adornan el retablo
del Rosario y las esquinas de los arcos de la nave central del templo de Santo Domingo.
Los padres Agustinos continuadores de la tradición del padre Basilio de Ribera, habían
hecho pintar, en 1838, por Antonio Salas, la serie de ocho lienzos representativos de
escenas de la vida de la Virgen. En 1864 aprovecharon de Luis Cadena para integrar la
galería de cuadros de la Vida de San Agustín. Son asimismo ocho los lienzos pintados
por Cadena. Con este artista estuvo también en San Agustín el pintor Juan Manosalvas
autor del lienzo, llamado El Padre Eterno, que se volvió célebre por la graciosa leyenda
que narra el padre Valentín Iglesias. En 1881, el pintor Antonio Salguero completó las
series de cuadros de San Agustín con ocho lienzos que se hallan en los claustros del
segundo piso del convento.
Diez años después de Cadena, nació en Quito en 1840 el artista Juan Manosalvas. Una tía
suya, la religiosa Carmelita Ángela de la Madre de Dios Manosalvas le inició en la
pintura. Luego su padrino y tutor don Francisco Navarro y La Graña le colocó en el taller
del pintor Leandro Venegas. A los doce años experimentó el influjo social y artístico de
la Escuela Democrática Miguel de Santiago.
Vinculado a Cadena en la práctica del arte y el parentesco, pintó con él en 1864 algunos
cuadros para el convento de San Agustín. En 1871 fue favorecido con una beca en Roma,
donde ingresó en la Academia de San Lucas. Recibió ahí lecciones de Alejandro Marini
y conoció y trató a Mariano Fortuny, de quien aprendió el encanto de la acuarela. A su
regreso de Italia en 1873 compartió con Cadena el profesorado de arte en la Academia de
Bellas Artes, fundada por García Moreno. Extinguida la institución con la muerte del
Presidente, Manosalvas siguió ejerciendo por su cuenta la pintura, de la que han quedado
numerosas muestras, que se pueden apreciar en el Museo Municipal y en el de Jijón y
Caamaño.
El doctor José Gabriel Navarro, testigo presencial de los últimos años del artista, escribe
lo siguiente: «Manosalvas, ahijado de mi abuelo, vivió largos años en mi casa y en ella
murió. Excusado decir que su habitación era un lugar de interesante tertulia artística. Allá
venían Rafael y Alejandro Salas, el doctor Diego Salas Pinto, un hijo de Cadena que era
sobrino político -ya que las esposas de Manosalvas y Cadena eran hermanas- Antonio
Salguero, Leandro Venegas, el Sordo, un español José Durán, discípulo de Cadena, el
escultor Benalcázar y varios otros artistas, y de sus conversaciones saqué abundante
documentación para la historia de la pintura quiteña. Manosalvas fue tomado en cuenta
para profesor de la Escuela de Bellas Artes en 1904 y falleció el 23 de febrero de 1906.
Dos años después de Manosalvas, nació en Quito Joaquín Pinto el 18 de agosto de 1842,
del matrimonio del caballero portugués don José Pinta Valdemoros y de la ambateña doña
Encarnación Ortiz y Cevallos. Cuando el niño contaba cuatro años, su padre, interesado
en la economía del país, denunció que se había defraudado al tesoro público una ingente
cantidad que se había dado al general Flores por espolios del Obispo Santander. Dotado
de talento artístico, aprovechó de las enseñanzas de los maestros entonces conocidos.
Frecuentó sucesivamente los estudios de Ramón Vargas, Rafael Venegas, Andrés Acosta,
Tomás Camacho; Santos Cevallos y Nicolás Cabrera. Fuera de estos maestros de
tradición local quiteña, asimiló por su cuenta las experiencias que se desprendían de los
modelos traídos por Cadena desde Italia.
Pinto fue un pintor genial que tomó el arte como vocación y destino y se impuso el
problema de la técnica para resolverlo y superarlo. Había aprendido los secretos de la
geometría y la perspectiva y para desahogo de su creación artística eligió la limitación de
lo pequeño. El tamaño natural fue la medida adoptada por el sentido clásico, que
compaginaba con la perfección humana. En contraste, la miniatura exigía la contracción
a lo pequeño, que reclama mayor esfuerzo y prolijidad en el artista. Pinto siguió en su
producción la manera de Jacques Callot. En el círculo diminuto de un centavo compuso
toda la escena del Calvario. En un marco reducido representó el juicio final del Dies Irae.
En un pequeño papel volante captó la impresión de la primera luz eléctrica en Quito. En
cuadros de tamaño limitado interpretó las costumbres populares, panoramas y paisajes,
naturaleza muerta, aves y motivos religiosos. Son pocos los retratos y lienzos de mayor
tamaño que brotaron de su pincel. Acostumbraba firmar sus producciones con la data del
año de composición. Alguna vez reflejó su sentimiento en la escena de un cuadro como
en el de la Inquisición y el Don Quijote.
En 1902 fue comprometido a Cuenca para dirigir la Escuela de Pintura. La Unión Literaria
celebró el hecho con una nota, que transcribimos a continuación: «Bellas Artes en
Cuenca.- El doctor Honorato Vázquez como Rector de la Universidad del Azuay ha
restablecido la primitiva Escuela de Pintura que se hallaba a cargo del distinguido artista
sevillano señor Tomás Povedano y de Arcos, que fue contratado, por iniciativa del mismo
doctor Vázquez, durante la administración presidencial del doctor don Antonio Flores y
la decidida cooperación que el Concejo Municipal de Cuenca y el doctor Juan Bautista
Vázquez prestaron entonces a esa fundación. Povedano dejó concluido el curso de
dibujo.Faltan el colorido y su técnica. Para esto viene el señor don Joaquín Pinto, el artista
de más imaginación de Quito, Patria de los Pintores, y entre ellos el más ilustrado en la
literatura pictórica. [...] El señor Pinto nació en Quito el 21 de agosto de 1842. Con lo que
inexactamente se llama el instituto del Arte, que no es sino la conciencia de lo que el arte
significa, tuvo la buena suerte de aislarse de las corrientes de la moda, e inspirarse en los
buenos modelos. En Quito -y nacionales- los ha habido muy buenos: por desgracia casi
todos han viajado fuera del Ecuador, por haberlos adquirido algunos aficionados
extranjeros. Algún día, se juzgará a Pinto en sus méritos de artista. Entre tanto, y, al vuelo,
consigno la lista de algunas de las obras originales del maestro, que en estos días empieza
la dirección de la Escuela de dibujo y pintura, en Cuenca. La Beata Mariana de Jesús que
enseña la doctrina cristiana a los niños. Este cuadro ha sido reproducido varias veces: los
conocedores sabrán distinguir del original las copias.- Soliloquio de María.- Corazón de
Jesús.- San Jacinto, dos ejemplares: uno por el dorso, otro de frente.- La
Transverberación (Santa Teresa).- San Dimas, ejemplar único existente en poder del
doctor Honorato Vázquez y; cosas del artista, concluyó el cuadro un viernes santo a las
últimas horas del día conmemorativo de la escena representada. Para la concepción de la
idea concurrieron Pinto y Vázquez; la maestra ejecución es exclusiva de Pinto. Artista tan
delicado, cuando fue admirado su cuadro en la capital y solicitado una copia suya,
contestó que nada podía resolver sino de acuerdo con Vázquez, con quien ideó lo
dramático del cuadro. Vázquez, agradecido, extrañó se le consultase en un punto
libérrimo para el artista. Pinto no dio la copia solicitada.- La Cena, que está en la Catedral
La Serena en Chile; gran lienzo de soberbia ejecución. Cuadros de género. La Taberna,
una Barbería, el Velorio (se reprodujo en Francia por el grabado), La fiesta de las
cabezas, Asalto de una tribu salvaje, Capítulo que se le olvidó a Cervantes, el Herrero,
Baile de indios historia, del mismo: Dos de Agosto - Mitología: Muerte de Dido,
Himeneo.
Al hablar de Antonio Salas destacamos el hecho de haber sido el progenitor de una vasta
familia de artistas, que heredaron con la sangre la afición al arte y aprovecharon de su
padre las enseñanzas, que trasmitieron a sus descendientes.
Ramón, el mayor, fue a su vez padre de Camilio, Víctor, Agustín, Felipe y Alejandro. De
ellos profesaron el arte de la pintura Camilo, muerto en 1905 y Alejandro, que hizo de su
taller escuela de arte para sus hijos Carlos, Manuel y José que murió en Roma, a donde
había ido en goce de una beca del Gobierno. Del segundo matrimonio de Antonio Salas,
se destacó Rafael, quien aprendió de su padre el dibujo y los secretos del colorido. Con
Luis Cadena fue favorecido con una beca a Roma. De regreso a la patria, se le tomó en
cuenta para profesor de la Academia de Bellas Artes, fundado por García Moreno.
Después convirtió su estudio en escuela de pintura para sus hijos y algunos discípulos,
entre los que se contó Luis Martínez. El Congreso de 1902 le concedió, en atención a sus
méritos y servicios, una pensión vitalicia, que no gozó sino hasta el 24 de marzo de 1906,
fecha en que murió. Fue el que despertó la sensibilidad por la estética del paisaje
ecuatoriano, que se volvió tema favorito de pintores posteriores.
Vástago en segunda generación de Antonio Salas fue Antonio Salguero, hijo de doña
Josefina Salas. Nació en 1864 y cursó humanidades en el Colegio de los padres jesuitas.
Aprendió la pintura en el estudio de su primo Alejandro Salas. Desde 1886 estableció su
propio taller y luego viajó a Chile, donde dejó muestras de su habilidad artística. En 1901
fue a Roma para perfeccionarse en el Arte. Aprovecho de su estadía en Europa para sacar
copias de las pinturas de los grandes artistas y volvió a Quito con una colección de
modelos. En 1904 fue designado profesor de la Escuela de Bellas Artes. A su muerte, los
herederos vendieron los cuadros de don Antonio. Gran parte de esa colección se encuentra
hoy en el Colegio de la Dolorosa y en el Museo de Cotocollao de los padres Jesuitas.
Firmados por el artista hay muchos lienzos del Corazón de Jesús, como cuadros
representativos del folklore quiteño.
De la generación formada por Luis Cadena fue el pintor Ibarreño Rafael Troya, nacido el
25 de octubre de 1845 y muerto el 10 de marzo de 1921. Adolescente fue compañero de
González Suárez, en la Compañía de Jesús. Esta vinculación se convirtió en trato
frecuente cuando su condiscípulo ocupó el Obispado de Ibarra.
Desde 1890 se estableció definitivamente en Ibarra, sin ceder a las propuestas de Rafael
Pombo y Rafael Reyes, de colocarlo con ventaja en Bogotá. Sin poseer bienes materiales,
tenía ante sí la riqueza del panorama de Ibarra, que lo conceptuaba completo, con sus
prados, su río, sus colinas cercanas, con sus montes vigilantes, con sus perspectivas
abiertas hacia el occidente y en dirección al Cayambe. Desde Yaguarcocha consiguió
captar la vista de la población, en un cuadro que se conserva en la sala Municipal de
Ibarra.
De no escaso mérito fue asimismo el escultor Juan Díaz a quien se debió la estatua de la
Constitución, que se hallaba en el palacio de gobierno y las imágenes del Corazón de
Jesús y de Santo Domingo, para la iglesia dominicana.Mientras en Quito se atenúa y casi
extingue la tradición de escultura imaginera, surge en Cuenca un movimiento que florece
durante el siglo XIX. La raigambre es de hondo sentido religioso, que se desarrolla bajo
el signo de las letras. El padre Solano, en su Defensa de Cuenca, publicada en 1851, exalta
la memoria de Gaspar Zangurima, autor de una guitarra, que se creía de fractura española,
y anota que «vivía en tiempo del señor Caldas y dejó hijos y discípulos muy hábiles».
Cuando estuvo el Libertador en Cuenca, apreció debidamente la habilidad de Zangurima
por un retrato que le dibujó al vuelo y le gratificó con la pensión vitalicia de treinta pesos
mensuales, mediante un decreto del 24 de setiembre de 1822.
De este apellido figuraron, además de Gaspar, Cayetano y José María Zangurima, como
insignes orfebres. Gaspar se distinguió por sus Cristos de variados tamaños, que se
encuentran en el Museo Municipal de Cuenca. A su gubia se atribuyen el Calvario del
Sagrario de Quito y el Cristo de la parroquia de San Alejo de Guayaquil.
Continuador de la tradición cuencana fue José Miguel Vélez, cuya biografía publicó el
doctor Alberto Muñoz Vernaza, en el número primero de la Unión Literaria (abril de
1893). Nació en julio de 1829. Inició su formación artística en el taller del maestro
Eusebio Alarcón. Vinculado al matrimonio a la edad de diecinueve años estableció su
taller propio y definió su personalidad artística, sin más estímulos que su genio creador y
su constante dedicación. Se especializó en los Cristos de talla clásica, parco en llagaduras,
de encarnado mate, de actitud noblemente serena y los paños de delicada honestidad.
También consagró su habilidad al tallado de la figura del Niño Dios, con las manecitas
alzadas, las mejillas de color vivo, los labios frescos y el cabello ensortijado. Se distinguió
asimismo en la escultura de los bustos de personajes célebres, como Bolívar, Sucre y
Olmedo y de conocidos y amigos como el padre Solano, don Benigno Malo, el doctor
José María Rodríguez y don Miguel Córdoba. Concurrió a varias exposiciones dentro y
fuera del país, obteniendo los primeros premios y el reconocimiento de la calidad de su
arte.
Fue, además, un excelente maestro que formó escuela en su ciudad natal. A su taller
concurrieron Antonio Castro, Ángel María Figueroa, Belisario Arce, Tomás Díaz, José
Velasco y el más aprovechado de todos, Daniel Alvarado, en cuyo estudio se conservaban
algunas obras de Vélez, a quien sucedió en la hechura de Calvarios y escultura de bustos
de personalidades del lugar.
Otro centro de producción imaginera fue San Antonio de Ibarra. Recordamos que en
setiembre de 1884 se fundó ahí una Escuela de Bellas Artes, para estimular la habilidad
de sus moradores. Hoy esa escuela lleva el nombre de Daniel Reyes, padre de una familia
de escultores, que han trabajado en Quito y Colombia, y maestro de una generación de
artistas, que han conservado para el pueblo la fama de ser el emporio de la imaginería y
el tallado.
Capítulo XX
Una ojeada histórica al Arte ecuatoriano del siglo XIX ha permitido colegir el afán del
país por conservar la tradición quiteña de afición a esta rama de la cultura. En el interés
de prolongar la visión al arte del siglo XX, procuraremos, antes que insistir en detalles
biográficos, insinuar puntos de vista nuevos, que faciliten la comprensión de las
manifestaciones artísticas de nuestro tiempo.
El anhelo de poner al día la Escuela de Bellas Artes obligó a echar mano de un recurso,
que se convirtió en un factor nuevo del movimiento artístico ecuatoriano. Consistió en
comprometer en Europa a profesores que aclimataran en Quito las corrientes nuevas del
arte y también en enviar becarios a centros europeos a que asimilaran los últimos
adelantos de la técnica. Años más tarde, a este expediente se sumó la presencia en el
Ecuador de artistas europeos, que se sintieron seducidos por los motivos que ofrecía el
ambiente y enseñaron, con el ejemplo, a expresar en forma nueva las impresiones del
medio físico y social.
Hay que tomar también en cuenta el fácil intercambio de experiencias, mediante viajes,
exposiciones internacionales y publicaciones ilustradas, que los artistas de hoy pueden
aprovechar, para informarse de las modalidades que va asumiendo el arte en los diversos
sectores del mundo de la cultura.
Como institución ha sido el centro por donde han pasado casi todos los artistas que
han dado prestigio al arte ecuatoriano, primero como discípulos y después como maestros.
La docencia de Paul Alfredo Bar se verificó en Quito, cuando en Francia había pasado
ya de moda el impresionismo, iniciado por Monet, Renoir y Degas en 1874 y
cuando Signac había formulado los principios, del impresionismo científico en su
libro D'Eugène Delacroix au Neo-Impressionisme. En todo caso, en nuestro ambiente,
resultaba novedosa la orientación señalada por el impresionismo.
El hecho de obligar a los alumnos a instalar su caballete al aire libre para copiar la
impresión de la naturaleza fue un paso decisivo en la evolución del arte ecuatoriano. El
impresionismo presupone el realismo. Pero la realidad de la Naturaleza se presenta al
impresionista en apariencias transitorias ocasionadas por los cambiantes que producen la
luz y sus reflejos sobre los seres. La luz se convierte en una realidad con personalidad
objetiva. La técnica de los impresionistas tomaba en cuenta los descubrimientos nuevos
de la física. Para el pintor impresionista, «los colores se exaltan con su complementario,
nuestra retina tiñe la sombra con el complementario del color del cuerpo que la proyecta,
la simple yuxtaposición de dos colores primarios producen en la retina el secundario
correspondiente: por eso, en lugar de aplicar los colores previamente mezclados en la
paleta, decide emplear la técnica denominada de la "división del tono", es decir, el empleo
de los colores puros en el cuadro para que sea nuestra retina la que realice la fusión y cree
el nuevo color. El pincel, en lugar de acariciar la forma al extender el color, se limita a
dar pinceladas sueltas creadoras de vibraciones cromáticas. Vista de cerca la factura
produce el efecto de no estar terminada, pero a cierta distancia esas vibraciones la hacen
ligera y llena de vida y se convierte en un incesante fluir de pequeños reflejos».
Para nuestro caso aceptamos la definición de Parpagiola, para quien «paisaje es una
parte de territorio cuyos elementos constituyen un conjunto pintoresco o estético a causa
de la peculiar disposición de sus líneas, formas y colores». Ahora bien, en la región
ecuatorial, la naturaleza por razón de su estructura geográfica, se ofrece a la vista con un
contorno de montes desiguales de color gris opaco, a cuyas faldas se extienden valles con
gamas de verduras. El sol, protagonista del color, inunda el ambiente con su luz diluyendo
la cromática. A la vista se ofrecen perspectivas de distancias infinitas. En cualquier marco
de paisaje se presenta el indio, como elemento integrante de la naturaleza andina.
Una exposición llevada al Uruguay nos permitió apreciar por contraste del ambiente
de la pampa con el de nuestro suelo montañoso, el influjo de la naturaleza andina en el
Arte Ecuatoriano y del indio como componente del paisaje.
Con Olgieser, comentado por Pedro León Donoso, se aclimató en el ambiente artístico
el aporte de Paul Cézanne a la pintura moderna. Los impresionistas habían interpretado
la naturaleza de acuerdo a los aspectos que confiere el estudio de la luz. Cézanne se
impuso el problema de conjugar la subjetividad creadora con la significación íntima de
las cosas visibles para expresarse en una refundición pictórica. Suyas son estas
confidencias a Joachim Gasquet: «Para pintar un paisaje, tengo que descubrir ante todo
las bases geológicas. Imagine usted que la historia del mundo data del día en que dos
átomos o dos torbellinos se encontraron, combinándose dos ritmos químicos. Esos
enormes arco iris, esos prismas cósmicos, este amanecer de nosotros mismos por encima
de la nada, los veo crecer y me saturo de ellos leyendo a Lucrecia. Bajo esta fina lluvia
respiró la virginidad del mundo. Un agudo sentido de los matices me invade y me siento
coloreado por todos los matices del infinito. En ese momento, yo y mi cuadro somos un
solo ser, como un caos irisado [...] He querido copiar la naturaleza, pero no he podido.
He buscado bien, he revuelto, para tomarla en todos los sentidos. Irreductible. Por todos
lados. Pero he quedado contento de mí al descubrir que el sol, por ejemplo, no se puede
reproducir, sino que les preciso representarlo por otra cosa [...] Por el color. No hay más
que un camino para conseguirlo todo, traducirlo todo: el color. El color, si así puede
decirse, es biológico. El color es viviente, sólo proporciona las cosas vivientes [...] Hay
una lógica coloreada, ¡pardiez! El pintor sólo debe obedecer a ella. Nunca a la lógica del
cerebro: si se abandona está perdido. Siempre a la lógica de la visión. Si la siente justa,
pensará con justeza, ya lo creo. La pintura es óptica ante todo. La materia de nuestro arte
está ahí, en lo que nuestros ojos piensan».
Como observa Jean Cassou, Cézanne es un autor difícil. Sus caminos para llegar a la
pintura son los de la inteligencia, mucho más dificultosos y severos. El suyo, «es un
esfuerzo cartesiano, una verdadera vuelta a empezar, a partir de la tabla rasa; reconstituye
la pintura, la instituye». La orientación de Cézanne es el punto de partida de la pintura
moderna.
Ernesto La Orden destacó, con espíritu cezanniano, que en Quito las mañanas de
verano evocan la alborada de la creación cuando el sol acaba de nacer, con luz pura,
incontaminada. La mole inmensa del Pichincha emerge y se alza sobre el fondo azul. Las
nubes «redondas, blancas y esponjosas como copos de algodón parecen insustituibles para
presentar a los bienaventurado, tienen en el aire de Quito su decoración todos los días,
bogan por el azul empíreo más intacto y se traspasa con los rayos puros de un sol
acabadito de acuñar».
¿Pero cómo traducir plásticamente «lo que nuestros ojos piensan» a la contemplación
de esta grandiosa naturaleza? Quizá Olgiezer tenía en cuenta la lección de Cézanne al
pintar sus paisajes, lo mismo que Oswaldo Gauayasamín al interpretar a Cuicocha y a
Quito recostado en un lecho de montes.
Los pintores ecuatorianos han llevado a la representación plástica la temática del indio,
que, por otra parte, ha interesado a sociólogos y literatos. Basta recordar algunos libros
publicados en los tres últimos decenios para comprobar que el indio ha sido objeto de
estudio como realidad social ecuatoriana.
En 1933 Moisés Sáenz escribió Sobre el indio ecuatoriano; en 1937 José de la Cuadra
publicó El Montuvio Ecuatoriano; en 1943 Luis Monsalve Pozo sacó a luz El Indio:
Cuestiones de su vida y de su Pasión; en 1947 Gonzalo Rubio publicó Nuestros Indios y
en 1954 prologó la recopilación de la Legislación Indigenista del Ecuador, hecha por su
hermano Alfredo Rubio Orbe. Además, desde 1922, Pío Jaramillo Alvarado llamó la
atención del público con su libro El Indio Ecuatoriano, que ha tenido ya su cuarta edición
en 1954.
Desde el punto de vista de su especialización han escrito sobre el indio los doctores
Humberto García Ortiz, Víctor Gabriel Garcés, Luis Bossano, Aníbal Buitrón, Antonio
Santiana y Aquiles Pérez, etc.
De mayor trascendencia al público han sido las novelas sobre tema indigenista. Plata
y Bronce de Fernando Chávez apareció en 1927. Luego, en 1934 se
publicó Huasipungo de Jorge Icaza, que ha tenido un éxito inusitado de publicidad y ha
puesto de moda en el ambiente el tema del indio. Han completado los aspectos de la Costa
Enrique Gil Gilbert con sus novelas Junga y Nuestro Pan, José de la Cuadra con su Los
Sangurimas y Demetrio Aguilera Malta con su Don Goyo y La Isla Virgen.
Pedro León Donoso fue otro de los pintores que sintió la sugestión del tema
campesino. Su Mayordomo es una representación típica, con vivo colorido, de una escena
de la siega. Igual interpretación dio a la pareja que duerme su resignación en la etapa
desolada dio Cangahua.
Después de León figura toda una generación de artistas que halló en el indio un motivo
de reacción social. La labor de casi todos ellos coincidió con el éxito obtenido
por Huasipungo. Algunos han interpretado la realidad sin mayor afán propagandista.
Otros han deformado al indio para acentuar su situación de postergado social. En este
sentido todos han coincidido en un expresionismo, delator de un estado de alma y de una
ideología tendenciosa. José Enrique Guerrero ha pintado a los Danzantes y a los
indios Colorados con una riqueza de colores y vivacidad de formas, que emergen del
cuadro sin necesidad de perspectiva. Enrique Gómez Jurado ha captado la altivez
del Alcalde Indio, la escena de una Procesión Indígena y las Cabezas de indios. Bolívar
Mena ha plasmado la actitud de los indios Músicos y de los vendedores de Esteras.
Leonardo Tejada ha trazado acuarelas de la Familia Montuvia y de las Aguadoras.
Eduardo Kingman representó el esfuerzo de Los Guandos, la danza de los Abagos y la
estampa humillante del Carbonero. Diógenes Paredes captó una escena
de Merienda indígena, caracterizó Los Pondos de los aguadores campesinos y destacó los
efectos que El Páramo produce en los indios. Enrique Tábara ha llevado al lienzo la
representación del negro y el montuvio de la Costa. Carlos Rodríguez ha caricaturizado
las escenas sociales de la explotación del indio pagador de la Primicia y del abuso de la
Religión en Tráfico Legal.
Por otra parte, el pueblo católico se ha mantenido adherido a sus prácticas tradicionales
de culto y las nuevas devociones se han visto satisfechas con imágenes y estampas
provenientes del mercantilismo influido por San Sulspicio. Pero ni los motivos
educacionales ni la simplificación del culto explican la crisis del arte religioso.
Mauricio Denis y el padre Couturier han planteado el problema en Francia y señalado los
caminos de la solución. El mencionado dominico procuró, en la decoración de la iglesia
de Assy, la colaboración de Rouault, Bonnard, Matisse, Braque y Lurcat, en un afán de
interesar al artista moderno por el tema religioso.
El fondo de la crisis proviene del exagerado subjetivismo que hoy inspira al arte. El
artista, encerrado en su yo, no siente los anhelos religiosos, que pueden relacionarlo con
la divinidad. Por otra parte, al estado de alma ha respondido una técnica que obedece a
un ritmo temporal esencialmente transitorio. Y el arte religioso es todo lo contrario. Su
raíz es de esencia comunal. Como forma expresiva debe plasmar una realidad que
represente una verdad comprensible a los fieles, recuerde un hecho religioso o estimule
el culto. Por la misma razón el arte religioso tiene un destino ritual, cuya característica,
es la permanencia, dentro de la variedad inherente a los estilos. El arte religioso obliga al
artista a salir de sí para inspirarse en temas capaces de dialogar y conmover a los fieles.
En la Sala de Santo Domingo se conserva un lienzo que lleva por data el año 1922 y
representa a Cristo con la inscripción griega de «Mi reino no es de este mundo». Luego
lo vimos preocupado en interpretar los episodios de la vida de Santa Mariana para el
locutorio del Carmen Alto, que los pintó gratuitamente, como un voto de acción de gracias
por la salud de su hermano Luis, que padeció un atentado. Desde entonces se ha dedicado
a profundizar el contenido bíblico para dar expresión pictórica a sus misterios. El ejercicio
constante del arte le ha revelado los secretos de los matices de la cromática, para
conseguir efectos por el color más que por el dibujo. Aislado, como Cézanne, en su
temática y su técnica, se ha mantenido indiferente a los reparos de la crítica, como una
voz aislada que clama en el desierto.
Alguna vez ha revelado sus concepciones íntimas, entre religiosas y teosóficas. Para
él «el Arte es una ascensión en búsqueda del tipo eterno de las cosas. El arte es el
sentimiento de la presencia universal de Dios. Y el cuadro, una palabra escrita con luces
y sombras, formas y colores, animados con soplo de espíritu: una palabra mensajera que
va en pos de dialogar con otra alma.
»Cada color del Iris es una nota musical, un destello vital de ritmo planetario, un signo
sugerente, una emoción solar. Cada color del Iris es un punto inicial en las realizaciones
cósmicas de la luz, un mundo septiforme y espectral, una época distinta y milenaria. Cada
color del Iris es aura milagrosa en la mística escala de las almas que buscan la claridad de
Dios. Y el conjunto armónico de las Siete Cadencias o la Rosa cromática de los siete
Esplendores suele ser imagen de un ciclo Esotérico».
Por lo visto, Mideros no puede ser un pintor accesible a todos. La comprensión de sus
lienzos demanda cultura bíblica y aprecio de la técnica. Fuera de sus cuadros de
inspiración religiosa, ha hecho, retratos, ha representado a los indios salasacas y ha
sentido la sugestión del paisaje.
Un hermano suyo, fray Enrique Mideros consagró su habilidad natural a decorar las
iglesias dominicanas de Ibarra, Latacunga, Loja y Baños y a pintar numerosos lienzos de
motivos religiosos.
Individualidad y evolución
Representantes de la escultura
En 1940 Luis Mideros publicó un Álbum con 109 grabados, que reproducían sus obras
realizadas en terracota, mármol, bronce y piedra, que se hallaban dispersas en las ciudades
del Ecuador y Colombia. Algunas de ellas, simples retratos de personas conocidas; otras,
representación de personajes históricos; algunos monumentos y creaciones alegóricas.
Desde esa fecha hasta el presente seguramente se ha duplicado el número de trabajos
verificados por el artista. Porque Luis Mideros es un consagrado total a su profesión.
Desde el tiempo de aprendiz en la Escuela de Bellas Artes, asimiló las enseñanzas de
Luigi Cassadío, de quien aprendió sobre todo el gusto clásico en la concepción de los
grupos y la anatomía de las figuras. De los trabajos en grande se destacan la lucha de
los Centauros en el portón de la Circasiana y el enorme friso del Palacio Legislativo. Se
han vuelto familiares las figuras de Benalcázar, Espejo y Montalvo, interpretadas por Luis
Mideros en los monumentos de Guayaquil, del «Hospital Eugenio Espejo» y de la entrada
de la Alameda.
La rama de la talla ha revivido la artesanía colonial, con el gusto de decorar las iglesias
con retablos y marcos y las casas con artesonados. En esta labor se han distinguido Miguel
Ángel Tejada, Constantino y Alfonso Reyes y Neptalí Martínez Jaramillo. Obras del
primero son el retablo mayor de Guápulo, la mampara de San Agustín y los marcos que
se destacan en el templo de la Merced con las pinturas de Víctor Mideros. Los hermanos
Reyes trabajaron el retablo de San Judas en el templo de Santo Domingo. Martínez
Jaramillo, fuera de ser un tallista delicado, ha elaborado el diseño para el retablo mayor
del Quinche, que lo ha ejecutado en parte el imaginero y escultor Alfonso Rubio. Se ha
distinguido también por el primor de sus imágenes y tallados el escultor Aguirre.
Entre los escultores modernos, influidos por tendencias nuevas, debemos mencionar a
Jaime Andrade, que ha decorado el muro oriental del tramo administrativo de la ciudadela
universitaria, ha esculpido el relieve del zócalo del edificio de la Caja del Seguro y ha
labrado la alegoría de la reviviscencia del diario de El Comercio, después del incendio.
Igual mención merece la señora Germania Paz y Miño de Breil, cuya Anatomía del
deseo le hizo acreedora a una recompensa. Sus esculturas se hallan informadas del espíritu
actual, tanto en la originalidad de las formas, como en la materia de que aprovecha para
plasmarlas.
Estímulos y crítica
Pero desde 1939 se organizó el Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador, que
establecieron el Salón de Mayo, para exhibir las obras de arte, al margen de las
exposiciones oficiales. Para acentuar una tendencia de reacción y desinterés se impuso la
ausencia de toda premiación. Se recordaba tal vez la actitud de los artistas franceses,
cuando en 1863, organizaron el Salón de los Rechazados, como réplica a las Exposiciones
oficiales de tipo academicista. A lo menos así se da a entender en uno de los capítulos del
manifiesto de sus fundadores:
Este salón, decían, da cabida a todas las tendencias, puesto
que valiéndose de innumerables formas puede plasmarse la
creación artística del espíritu humano. Todo pronunciamiento
por un criterio único significa una reducción del amplio
campo de las posibilidades. Es por esto que, en el arte, el
criterio oficial ha dejado casi siempre a la vera todo aquello
que llevaba la palpitación de un nuevo modo de sentir.
Libertad en el arte es nuestra norma. Y sobre todo, sabemos
que los frutos del esfuerzo necesitan del calor del estímulo
dentro del cual se desenvuelve nuestra ética intelectual y
artística.
El Salón de Mayo, en años sucesivos, acogió las obras de toda una generación de
artistas, nacionales y extranjeros, que exhibieron sus creaciones con un afán de puro amor
al arte.
El 9 de agosto de 1944 se creó la Casa de la Cultura, mediante Decreto Ley del Doctor
José María Velasco Ibarra. Su fin era apoyar y fomentar las diversas manifestaciones de
la Cultura. Entre ellas fue tomado en cuenta el Arte, para cuya promoción se insinuaba la
organización de exposiciones artísticas dentro y fuera de la República, con premios para
las mejores obras. Con el fin de llevar a la práctica el estímulo del arte se creó la sección
de Literatura y Bellas Artes.
En 1942 apareció, editado en Quito, un libro que contenía un estudio de José Alfredo
Llerena intitulado La Pintura Ecuatoriana del siglo XX, con un apéndice de Alfredo
Chaves, que, contenía El primer Registro Bibliográfico sobre Artes Plásticas en el
Ecuador. Desde entonces no han faltado hasta el presente nuevos estudios críticos de las
últimas manifestaciones del Arte Ecuatoriano. Poco antes, el mismo Alfredo Llerena
analizó la psicología del artista moderno en un opúsculo publicado en 1938 con el título
de Aspecto de la Fe Artística. En los Anales de la Universidad de Quito se introdujo una
sección con el título de Cuadernos de Arte y Poesía, en que han ofrecido sus apreciaciones
críticas Galo René Pérez, Atanasio Viteri y Carlos Bravomalo Roatta. Tanto
la Revista como Letras del Ecuador, que publica la Casa de la Cultura, contienen
apreciables aportes sobre crítica artística e ilustraciones demostrativas de las obras de
arte. También la Revista del Núcleo del Azuay como La Semana del Núcleo del Guayas,
ofrecen valiosas escritos sobre el arte contemporáneo.
Por lo que se refiere a la crítica del arte, no han faltado en la prensa informaciones
sobre las muestras exhibidas en las Exposiciones, con su comentario respectivo. Incluso,
en la sección literaria, se ha procurado divulgar el pensamiento europeo sobre las
corrientes artísticas del día. No han faltado tampoco casos en que un artista hubiese
juzgado a otro de la misma profesión. Carlos Bravomalo ha estudiado el arte de José
Enrique Guerrero y éste a su vez publicó un estudio acerca del pintor Guayasamín. Pero
se echa de menos todavía un estudio sistematizado y serio de nuestro arte contemporáneo.
Acaso el vacío se deba a las mismas exigencias de la crítica. Baudelaire, refiriéndose a la
crítica literaria, escribió «Sería verdaderamente algo nuevo en la historia del arte que un
crítico se convirtiera en poeta; ello entrañaría la revocación de todas las leyes
psicológicas; entrañaría una monstruosidad. Por el contrario todo gran poeta se convierte
naturalmente y de un modo inevitable en crítico». Aplicada esta teoría al arte de la pintura
implicaría la exigencia de que para hablar de los pintores se requería que el crítico fuese
también pintor. La verdad en este caso la señaló Platón en su Ion, cuando exigió que el
crítico fuese invadido por la misma inspiración que ha conmovido al artista, para que
pudiese descubrir así las intuiciones creadoras que han motivado la obra, como los
aciertos en la ejecución. El crítico necesita explicarse primero a sí mismo, antes que a los
demás, lo que ha experimentado frente a una obra de arte.
Y aquí estriba la dificultad por la crítica del arte moderno, en que cada artista se
encierra en su propia individualidad. Lionello Venturi, el gran crítico de arte moderno, ha
subrayado esta característica de la crítica de nuestros días. Antes bastaba conocer la
estética, las ideas de arte como expresión de sentimientos, forma significante,
imaginación creadora, para entender y dar a entender una producción artística.
Hoy cada artista obliga a comenzar de nuevo, a desechar continuamente lo que se había
aprendido, a destruir en uno mismo las llamadas leyes de arte. Porque para las obras
nuevas se necesitan leyes nuevas. Y esta labor de Sísifo es la más difícil para el crítico
del arte moderno.
Museos y colecciones
Quito, con la riqueza de sus templos, es como un Museo Público de arte religioso. De
las mismas iglesias han salido los objetos para constituir los museos y colecciones
particulares.
En 1939 el Estado adquirió las colecciones de don Pacífico Chiriboga y don Alfredo
Flores Caamaño, que sirvieron de fondos para organizar el Museo de Arte Colonial,
inaugurado el 24 de mayo de 1944, bajo la dirección de don Nicolás Delgado. Para su
instalación se adecuó una casa de estilo colonial, que había pertenecido a los
descendientes de don Francisco Villacís. Una sala del piso alto se destinó a Miguel de
Santiago y otra a las obras de Bernardo Rodríguez, Manuel Samaniego, Bernardo de
Legarda y Caspicara. En la sala principal se colocaron imágenes y cuadros, generalmente
anónimos. En los corredores, colocados en vitrinas, se exhibieron ejemplares de imágenes
y figuras, labradas en madera, marfil y corozo, por los escultores de la colonia. En el piso
bajo se ha destinado la sala mayor a las exposiciones que patrocinaba la Casa de la
Cultura.
De hecho han sido las comunidades religiosas las patrocinadoras de los artistas, de
quienes se han servido para promover el culto. Adelantándose a la Ley de Patrimonio
Artístico, el artículo octavo del Modus Vivendi, del 24 de julio de 1937, dispuso lo
siguiente: «En cada Diócesis formará el Ordinario una Comisión para la conservación de
las Iglesias y locales eclesiásticos que fueron declarados por el Estado monumentos de
arte y para el cuidado de las antigüedades, cuadros, documentos y libros de pertenencia
de la Iglesia que poseyesen valor artístico o histórico. Tales objetos no podrán enajenarse
ni exportarse del país. Dicha Comisión junto con un representante del Gobierno,
procederá a formar un detallado inventario de los referidos objetos».
De acuerdo con el espíritu de esta ley las Comunidades Religiosas de Quito han
organizado sus Museos Conventuales, en que se exhiben las obras de arte, no destinadas
al culto. El de San Francisco contiene la serie de cuadros de la Doctrina Cristiana de
Miguel de Santiago, con lienzos de Andrés Sánchez Gallque, Goríbar, Rodríguez y
Samaniego y esculturas del padre Carlos Legarda y Caspicara. San Agustín posee la
galería de cuadros de la vida del Patriarca, pintados por Miguel de Santiago y sus
discípulos, junto con la Sala Capitular, que es una joya de arte y de tradición histórica. El
museo de Santo Domingo cuenta con relieves de la escuela de Diego de Robles, con los
Reyes de Judá atribuidos a Goríbar, con esculturas de Legarda y un par de grandes Cristos
de marfil de hechura italiana. La Merced ha dedicado una sala de su segundo claustro
superior a la custodia de sus obras de arte. Esta colección contiene ejemplares de
procedencia europea y de los artistas Goríbar, Rodríguez, Samaniego y Pinto. La
Compañía ha organizado su museo en la casa de Cotocollao. La colección guarda
muestras de Samaniego, Pinto, Antonio Salguero y Víctor Mideros.
De las colecciones particulares son dignas de mención la de don Víctor Mena, rica en
obras selectas de Miguel de Santiago, Goríbar, Rodríguez, Samaniego y Pinto; la de don
Carlos Manuel Larrea, con ejemplares escogidos de Legarda, Olmos y de los pintores
coloniales; la de la familia Gangotena y Jijón, con imágenes y lienzos conservados con
esmero; las de Eduardo y Filoteo Samaniego.
Esta reglamentación no fue sino la norma formulada, a base del hecho que venía
practicando desde mucho antes la Casa de la Cultura. Esta directiva debía servir de
orientación también a los Núcleos Provinciales. El cumplimiento de esta iniciativa de la
Casa ha enriquecido el patrimonio artístico nacional con obras de los pintores y escultores
modernos, que figuran en las galerías de la Matriz y los Núcleos del Guayas y el Azuay.
Capitulo XXI
Primeros protagonistas
Para los historicistas la palabra historia tiene dos significados: el relato de los
hechos y los hechos mismos. Shotwell ha tratado de descubrir la cualidad que revisten las
personas y los hechos para volverse históricos, o más bien, historiables. Según él el hecho
humano se vuelve histórico cuando se lo considera como parte del proceso del desarrollo
social. En otros términos, el hecho, deja de ser aislado y se vuelve histórico cuando se lo
considera en relación con otros en el espacio y en el tiempo.
El valor relativo de un suceso o personaje depende del mayor o menor influjo que
han ejercido en el proceso de la vida social. La misma biografía se torna histórica, en
cuanto se considera al individuo dentro del marco de la sociedad en que le ha tocado vivir.
En torno al hecho de la conquista de Quito, fue preocupación de los protagonistas
hacer informes legales de su intervención personal, para acreditar su derecho a la
recompensa. Esta consistió en blasón de nobleza familiar y en concesión de una
encomienda. En el archivo de Indias, sección Patronato, constan las probanzas de los
capitanes que intervinieron tanto en las acciones de armas como en la fundación de las
primeras ciudades del actual Ecuador.
El quichua convivió casi medio siglo con los dialectos vernáculos de los paltas,
cañaris, panzaleos, quitos e imbayas. Hubo de aceptar de todos ellos los nombres
toponímicos, que estaban consagrados por el uso tradicional. La conquista española
facilitó por de pronto la supervivencia dialectal, no obstante la imposición oficial del
quichua.
El Relator anónimo de 1573 anota en su descripción de Quito: «En los términos de
la dicha ciudad son muchas y diversas las lenguas que los naturales hablan, sin embargo:
que por la general del Inga se entienden todos». Reconociendo la realidad de este hecho
y ante la necesidad de evangelizar a todos, acordó el excelentísimo señor fray Luis López
de Solís, en el Sínodo de 1594, la constitución que sigue: «Por la experiencia nos consta
que en nuestro Obispado hay diversidad de lenguas, que no tienen ni hablan las del Cuzco
y la Aymará, y para que no carezcan de la doctrina Cristiana es necesario hacer traducir
el Cathecismo y Confesonario, en las propias lenguas: por tanto conformándonos por lo
dispuesto en el Concilio Provincial último, habiéndonos informado de las mejores lenguas
que podrían hacer esto, nos ha parecido cometer este trabajo y cuidado a Alonso Núñez
de San Pedro y a Alonso Ruiz, para la lengua de los Llanos y Otallana; y a Gabriel de
Minaya, presbítero, para la lengua cañar y puruay; y a Francisco de Jerez y a fray Alonso
de Jerez, de la Orden de la Merced, para la lengua de losPastos; y a Andrés Moreno de
Zúñiga y Diego Bermúdez, presbítero, la lengua quilaringa».
El siglo XVII asistió a la agonía lenta de estos dialectos primitivos, para ceder
definitivamente el puesto al quichua y castellano. Tan sólo han sobrevivido hasta el
presente el jívaro entre los indios del oriente y el Colorado en la tribu de las vertientes
occidentales del Pichincha.
Cerca de medio siglo después que el padre Domingo de Santo Tomás publicó su
gramática quichua, compuso otra el padre Diego González Holguín, jesuita que estuvo en
Quito a fines del siglo XVI. Su propósito principal fue ofrecer en su gramática algunas
reglas que se referían al manejo elegante del idioma.
Crisol de Ecuatorianidad
Relaciones geográficas
Similar a la anterior fue la Relación relativa a la ciudad de Loja, escrita por Juan
Salinas de Loyola. Contiene la respuesta cada uno de los 200 números del cuestionario
antedicho. La contestación es lacónica y sin ropaje literario. El autor fue uno de los
personajes más destacados de la conquista y colonización de la Provincia de Loja. Militó
en las filas de Hernán Cortés y vino al Perú en 1535. Fue compañero de Mercadillo en la
fundación de la ciudad y realizó a su costa la conquista y población de Yahuarzongo y
Bracamoros.
El informe relativo a Cuenca lleva por título: Relación que envío a mandar su
Majestad se hiciese de esta ciudad de Cuenca y de toda su Provincia. La orden del Rey
se cumplió distribuyendo, en sujetos capacitados, la relación de cada distrito. Hernando
Pablos escribió el informe relativo a la ciudad de Cuenca. El dominico fray Domingo de
los Ángeles concretó su relato al pueblo de Pacecha. El franciscano fray Melchor de
Pereira se encargó de informar acerca de Paute y Gualaceo. El informe relativo a Azogues
corrió a cargo de fray Gaspar de Gallegos de la Orden de San Francisco. Pedro Arias
Dávila concretó en 34 números la relación sobre Pacaibamba (Girón). La data de junio de
1582 lleva el informe que sobre Cañaribamba compuso el Vicario de esa doctrina Padre
Juan Gómez. El clérigo Martín de Gaviria trazó en ese mismo año en informe sobre
Chunchi. Y el Presbítero Hernando Italiano escribió la relación acerca de Alausí.
La Audiencia pidió, asimismo, a los Corregidores de Otavalo y Chimbo que
redactasen el informe de sus respectivos corregimientos. De la Relación de Otavalo y de
sus pueblos se encargó el mismo Corregidor don Sancho de Paz Ponce de León. El
mercedario fray Andrés Rodríguez redactó, en noviembre de 1582, el informe acerca de
Lita. Fray Jerónimo de Aguilar, también Mercedario, escribió la relación sobre Lita y
Caguasquí y el clérigo Antonio Borja redactó el informe sobre Pimampiro. La Relación
relativa al Corregimiento de Chimbo se hizo el 12 de setiembre de 1582 ante el Corregidor
Miguel de Cantos, actuando como Secretario Pedro de Galarza.
Las Relaciones Geográficas se completan con un informe detallado acerca del
asiento del cerro y minas de Zaruma y una lista de las encomiendas establecidas en la
ciudad de Santiago de Guayaquil. Del año de 1577 data un informe suscrito por los
miembros del Cabildo de Quito, en respuesta a una orden de la Real Audiencia. No es de
la extensión del relato anónimo de 1573, que respondía al interrogatorio formulado por
don Juan de Ovando. Satisface más bien a la encuesta de don Juan López de Velasco.
Tiene la ventaja de la precisión de datos, como que fueron escritos sobre fuentes oficiales
del Cabildo. Algunas noticias son completamente originales. Se consignan observaciones
etnológicas y se dan detalles sobre instrucción pública y costumbres populares. No figura
esta Relación en la obra de Jiménez de la Espada. El original firmado por los Cabildantes,
se halla en el Archivo de Indias con la signatura de 76-6-10.
Compendio historial del estado de los indios del Perú
Es un libro que consta de dos partes. En la primera, que contiene XLVI capítulos se
describen los ritos y costumbres de los indios del actual Ecuador. La segunda, de XIII
capítulos, está dedicada a instrucción de los sacerdotes llamados a trabajar entre los
indios. El autor Lope de Atienza, se califica de «Clérigo Presbítero, criado de la
serenísima Reina de Portugal, Bachiller en Cánones». Lo cual da entender que compuso
su libro cuando regresó de Quito a España para optar grados en Alcalá de Henares. Lope
de Atienza había nacido en Talavera de la Reina en 1537. Su juventud pasó en servicio
de la Reina Catalina hermana de Carlos V. En 1560 vino con destino al Perú y se
estableció en Quito en 1562. El ilustrísimo señor de la Peña le confió algunos curatos,
donde adquirió la experiencia de las costumbres de los indios. En 1572 regresó a España
para obtener la licenciatura en Cánones. El libro que escribió respondía en parte al afán
demostrado por don Juan de Ovando de conocer los asuntos de Indias. Quizá por esto se
halla dedicado a este licenciado que ocupaba entonces el cargo de Presidente del Real
Consejo de las Indias. El 20 de noviembre de 1575 fue Lope de Atienza favorecido por
Felipe II, con el beneficio de la Maestrescolía de la Diócesis de Quito. Ascendió más
tarde a Provisor, Vicario General y Administrador de la Diócesis. En 1583 escribió, en
cumplimiento de una orden del Rey, la Relación sobre el Obispado de Quito, que figura
entre las Relaciones Geográficas de Indias. El Compendio historial se conserva
manuscrito en la Colección Muñoz, de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia
de Madrid. Lo publicó por primera vez el señor Jacinto Jijón y Caamaño, en 1931, como
el volumen primero de Apéndices, a La Religión del Imperio de los Incas.
Para la relación que nos ocupa investigó Rodríguez de Ocampo en los Archivos,
tanto del Cabildo Eclesiástico como Secular, como también de los Conventos. Después
de dar datos generales acerca del aspecto, armas y clima de la ciudad, traza el autor una
ojeada a la vida y actuación de los Obispos y hace una estadística de las parroquias y
doctrinas de la Diócesis. Escribe luego sobre cada uno de los Conventos y Monasterios
de la ciudad, con detalles históricos de su organización y personal. Concluye con la
narración de algunos sucesos que le parecieron de interés.
Puso fin a su trabajo el 24 de marzo de 1650, aclarando que tenía ya escrito el primer
libro tocante al estado en que estaban las Provincias y que faltaban ocho para concluir la
obra.
Dos historiadores actuales han procurado aquilatar el mérito del padre Velasco y de
su Historia del Reino de Quito. Son ellos Isaac J. Barrera, en su Historiografía del
Ecuador, publicada en México en 1956, y Gabriel Cevallos García, en sus Reflexiones
sobre la Historia del Ecuador, Cuenca, 1957.
El padre Velasco fue el primer ecuatoriano que compuso una verdadera historia del
Ecuador. La causa determinante de su empresa fue la orden de Carlos III, comunicada por
medio de su Secretario de Estado don Antonio Porlier, hombre de cultura y conocedor de
los asuntos de América. El mismo padre Velasco aduce los motivos que pudieron ser
tomados en cuenta para esta comisión. Eran ellos dice él, «ser yo nativo de aquel Reino;
haber vivido en él por espacio de 40 años; de haber andado la mayor parte de sus
provincias en diversos viajes; haber personalmente examinado sus antiguos monumentos;
haber hecho algunas observaciones geográficas y de historia natural en varios puntos
dudosos o del todo ignorados; haber poseído la lengua natural del Reino en grado de
enseñarla y de predicar en ella el Evangelio y finalmente, de hallarme un poco impuesto
no sólo en las historias que han salido a luz, sino también en varios manuscritos y en las
constantes tradiciones de los indianos con quienes traté por largo tiempo».
No obstante estos motivos favorables, el padre Velasco se dio plena cuenta de los
requisitos para ser un buen historiador y de las exigencias del ambiente europeo para
componer una buena historia.
Faenza se convirtió para él en el mirador desde donde pudo seguir las corrientes del
siglo de la Ilustración, que planteó problemas nuevos a la interpretación histórica. Pero,
en sus disquisiciones filosóficas sobre los americanos, había ideado una América
emergida de los mares, con un clima pésimo, aún bajo la zona tórrida. El abate Raynal,
en su Historia filosófica y política de los establecimientos de los europeos en las Indias,
había estampado falsedades sobre la acción de los conquistadores. No ese había librado
de esta orientación ni Guillermo Robertson, cuyos méritos reconoce el padre Velasco, si
bien anota su tendencia a «caracterizar la nación española con los colores de bárbara,
fanática e ignorante, y a la nación indiana con los de poco menos que irracional».
Frente a esta corriente pesimista, había surgido una opuesta, sostenida por el Conde
Juan Reinaldo Carli y Juan Nuixe que vindicaban la América de las imputaciones falsas
de los anteriores. Dentro de este ambiente, observa el padre Velasco, habían salido a luz
no pocas historias generales y particulares de Quito. Desde luego no fue inconsulta la
orden que de escribirla había recibido. Desde mucha antes había el padre Velasco pensado
en una historia general del Reino de Quito.
«Cerca de veinte años ha que me apliqué a la constante fatiga de recoger impresos y
manuscritos de que fui formando los convenientes extractos: averigüé muchos puntos con
varios sujetos no menos doctos que prácticos en aquellos países, especialmente
misioneros: gasté el espacio de seis años en viajes, cartas y apuntes: y al tiempo que me
hallaba medianamente proveído y en estado de ordenar a lo menos aquellos indigestos
materiales, quiso Dios que me fallase del todo la salud». Fue, pues, menester el estímulo
de una orden superior para consagrarle al trabajo, que lo realizó con el aliciente del «deseo
de hacer un corto servicio a la Nación y a la Patria». Tales son las circunstancias que
explican el orden que impuso el padre Velasco a su Historia del Reino de Quito y los
capítulos de discusión que intercaló en el proceso de su narración.
A la visión del padre Velasco la Historia del Reino de Quito se ofreció en tres partes
esenciales: el paisaje o ambiente físico en que ese inició el proceso, de la vida histórica,
la historia antigua que va desde su origen hasta la muerte de Atahualpa y la historia
moderna que comprende la conquista española y su gobierno.
Peor intermedio de Porlier la Historia del padre Velasco fue sometida al examen de
la Academia de la Historia, cuyo director era el Conde de Campomanes. El dictamen de
la Academia se sustanció en el siguiente juicio: «la Academia juzga que esta obra es digna
de la luz pública, después que su autor la haya arreglado, a las advertencias que propone
la Academia comunicándoselas a este fin: por cuyo trabajo útil al público y aplicación,
merece la aprobación de Vuestra Majestad».
El examen del escrito del padre Velasco comenzó la Academia por la Historia
Militar, Civil y Política, que era «la mejor que desempeñaba el autor». La primera época
que remontaba al origen remoto de la población hasta la conquista de Carán Scyri estaba
fundada en «la opinión común de las tradiciones fabulosas». La segunda, que comprende
casi quinientos años hasta la conquista por Huaynacapac, «ofrece copiosa materia si se
hubiesen de adoptar cuentos, fábulas y hechos dudosos e inverosímiles inventados por la
sencillez y superstición de los indios».
La tercera época de cuarenta y seis años hasta la entrada de los españoles «es más
clara y cierta» y por donde debe empezar la verdadera historia. La cuarta que abarca sólo
18 años hasta la pacificación por La Gasca demuestra el afán de investigar la verdad, al
haber el padre Velasco cotejado los relatos de los primeros cronistas. La Academia
encomió, además, el aporte dado por el autor sobre la religión, conocimientos
astronómicos, arquitectura y organización civil de los primeros quiteños. Finalmente hizo
algunos reparos sobre el uso de modismos italianos, que se le habían escapado al
historiador por su permanencia de veintiún años en Italia.
Por diligencias del mismo doctor Larrea, la Historia del padre Velasco fue publicada
en Quito entre 1841 y 1844 en tomos separados, a carga del doctor Agustín Yerovi. Esta
edición ha servido de base para los estudios ya históricos ya críticos, que se han hecho,
posteriormente.
El padre Velasco echó los fundamentos de la Historia Patria. Para él todavía fue
el Reino de Quito, el sujeto del estudio. Treinta años antes, el oidor Juan Romualdo
Navarro había escrito una relación que intituló Idea del Reyno de Quito. El padre Velasco,
en su narración de los sucesos preincarios, aceptó las tradiciones fabulosas de los indios
y dejó sus afirmaciones, sometidas al examen y comprobación de investigaciones futuras.
Esta primera parte de su historia ha tenido la virtualidad de provocar la discusión que
continúa todavía.
Al constituirse en país independiente, el Reyno de Quito asumió el nombre de
República del Ecuador. Este nuevo nombre de Ecuador que sustituyó al de Reyno de
Quito fue posiblemente insinuado por primera vez por La Condamine. En el prefacio a
su Relation abrégé d'un Voyage, fait dans l'interieur de l'Amérique méridionale,
publicado en París, en 1745, escribió el Académico francés: «El primero proyectado y el
último concluido de los tres visajes que en estos últimos tiempos han tenido por objeto la
medición de los grados terrestres es el del Ecuador, emprendido en 1735
pormonsieur Godín, monsieur Buguer y por mí».
Cevallos había nacido en Ambato en 1812. A la edad de catorce añas inició en Quito
su carrera de filosofía y humanidades en el Colegio de San Luis. Prosiguió sus estudios
en la Universidad de Santa Tomás y obtuvo el título de abogado en 1838. En 1847
concurrió al Congreso como diputado por la Provincia del Pichincha. Luego se trasladó a
Guayaquil, donde abrió su estudio de abogado. Simpatizante con la política de Urbina,
aceptó colaborar en su gobierno con el puesto de Ministro y como tal firmó el Decreto de
expulsión de los jesuitas. De este Ministerio pasó a la Secretaría de la Asamblea reunida
en Guayaquil, cuya clausura le llevó a desempeñar la Fiscalía de la Corte Superior del
Puerto. En 1853 se trasladó a Quito con el cargo de Ministro Juez de la Corte.
La intervención en la vida pública le proporcionó las experiencias, que habían de
darle la serenidad de juicio, demostrado en sus escritos. El primero fue un Cuadro
Sinóptico de la República del Ecuador, publicado en La Democracia, en 1855. El mismo
autor calificó de ensayo escrito a la ligera, con destino a un periódico que se lee y se
olvida luego. En 1862 publicó con el título de Ecuatorianos Ilustres, las biografías de
Pedro Vicente Maldonado, Juan de Velasco, Juan Bautista Aguirre y Antonio de Alcedo.
Esta serie de biografías, publicadas en El Iris fue un anticipo de su Resumen de la Historia
del Ecuador, desde su origen hasta 1845.
Cevallos, en sus últimos momentos, hizo llamar a Federico González Suárez, para
que le asistiera en ese difícil trance de la vida. Mientras se apagaba una luz que había
iluminado el sendero de nuestra historia, se encendía una más potente que proyectaría su
resplandor con más intensidad y eficacia. González Suárez nos ha dejado, en
sus Memorias Íntimas y en el prólogo a su Historia General, el itinerario de su formación
como historiador. Nacido en Quito el 12 de abril de 1844, no tenía aún quince años,
cuando había leído ya al padre Velasco y al Inca Garcilaso. Luego leyó la Historia
Universal de César Cantú y con el fin de respaldar su criterio en principios directivos,
estudió a los autores que habían escrito sobre filosofía de la historia.
No sólo con su ejemplo sino con su enseñanza fue González Suárez el promotor de
las investigaciones arqueológicas. En 1910 publicó un volumen sobre Los Aborígenes de
Imbabura y del Carchi. En 1914 sacó a luz la Advertencias para buscar, coleccionar y
clasificar objetos arqueológicos pertenecientes a los Indígenas Antiguos pobladores del
territorio ecuatoriano. En 1916, en sus Notas Arqueológicas, sintetizó sus
investigaciones al respecto, cotejando sus conclusiones con las de los especialistas que
habían escrito hasta entonces sobre la materia.
Para la historia de la época colonial juzgó indispensable revisar los documentos en
los archivos de la Madre Patria. Para esta labor halló la voz de aliento y el mecenazgo,
primero del ilustrísimo señor Remigio, Estévez de Toral y luego del ilustrísimo señor José
Ignacio Ordóñez, quien adquirió la imprenta del Clero, con —el fin prevaleciente de
imprimir en ella la Historia General de la República del Ecuador. El ilustrísimo señor
Ordóñez en su visita ad Límina, llevó por Secretario al señor González Suárez, el cual
pasó de Roma a España, con el objeto de estudiar los documentos relativos al Ecuador.
Primeramente se instaló en Sevilla, donde examinó más de mil legajos en el Archivo de
Indias. Luego se trasladó a Madrid y revisó los manuscritos de la Biblioteca Nacional, de
la Real Academia de Historia y del Depósito Hidrográfico. Estuvo también en Alcalá de
Henares y en Simancas.
La tempestad a que alude el autor se suscitó con la aparición del Tomo IV. El padre
Dominico Reginaldo Duranti, escribió un folleto intitulado La veracidad del señor doctor
don Federico González Suárez en orden a ciertos hechos histórico referidos en el tomo
IV de su Historia General. La cuestión debatida en el folleto se suscitó ante el hecho de
haber aparecido en el Diario de Avisos, correspondiente al 29 de marzo de 1894, una nota
de crónica en que se destacaban los sucesos narrados en el tomo IV, relativos a los
Dominicanos. La Prensa de Guayaquil se hizo eco de este juicio peyorativo a que daba
lugar la narración. El folleto tendía a demostrar la inconveniencia e inutilidad de tales
relatos, aún dando por verdaderos aquellos hechos, que se trataba de demostrar que no
eran del todo exactos. El señor Pedro Schumacher, Obispo de Portoviejo, llamó la
atención de los Prelados sobre las consecuencias que en la opinión pública iba a suscitar
la prensa liberal en contra de la iglesia en el Ecuador. El ilustrísimo señor González
Suárez refiere en sus Memorias Íntimas la amargura que le causó esta polémica, que no
contribuyó sino a difundir la lectura de su Historia, particularmente del tomo cuarto.
Para el señor González Suárez, la Historia es una ciencia de moral social. La misma
narración de los hechos debe tender a leccionar a la sociedad. Conocida la verdad hay que
referirla con valentía. En cuanto al historiador, debe ser veraz e imparcial. El autor de
la Historia General estaba persuadido de haber descubierto la verdad histórica, incluso la
verdad histórica social. Por esto abundan en sus escritos las palabras siempre y nunca.
Consecuente con su criterio de moralizador, a cada hecho narrado, añade como
epifonema, una conclusión de alcance moral. En la Defensa de su criterio histórico aduce
pruebas justificatorias de su pensamiento y actitud. Gabriel Cevallos García ha señalado
el efecto que produce la lectura de las Memorias Íntimas y de la Defensa. «Pocas personas
de letras en el Ecuador ofrecen tamañas dificultades interpretativas o tratan de esquivar y
demostrar al propio tiempo, tan profundo secreto existencial.
De un lado la obra y la franqueza con que la escribe; de otro, la doctrina y las
argumentaciones en que reiterada y hasta excesivamente la apoya, argumentaciones tan
explicadas que nos hacen suponer que, con respecto a ellas, nunca estuvo firme en sus
posiciones internas [...] La firmeza exterior que anhela robustecer en la más ínfima
inseguridad».
Escrita con este criterio, la Historia General abarcó todo el período colonial. A través
de la narración aparecen los Presidentes de la Audiencia y los Obispos que gobernaron la
Diócesis de Quito. La exposición de los hechos se basa en las fuentes que le fue dado
revisar al autor en el Archivo de Indias. El estilo delata las cualidades literarias de quien
fue maestro de retórica y oratoria en los años de su juventud.
El prestigio del señor González Suárez, que llegó a ocupar la dignidad Arzobispal de
Quito, influyó en la formación del criterio del ambiente en lo que respecta a la Historia
del Ecuador. En el tomo VII en que traza la historia de la cultura, llega a esta
conclusión: «Las Comarcas que actualmente forman la República del Ecuador, eran pues,
una colonia obscura y de importancia secundaria en tiempo del Gobierno Colonial: la
imparcialidad histórica, exige de nosotros esta confesión». Para los sucesos había que
acudir a las fuentes existentes en los archivos de España y del Ecuador. Pero para la
cultura, no había sino que observar los monumentos conventuales, que son los mejores
testimonios de la fe a la vez que de la acción de las Comunidades Religiosas. El señor
González Suárez careció de sensibilidad frente a estas muestras de cultura, que han
llegado a concluir que no podía ser obscura la vida histórica de un pueblo capaz de reflejar
su espíritu en obras de arte que todos admiran y enaltecen. Para el autor de la Historia
General es imposible que en Quito hubiese surgido un Miguel de Santiago, un Goríbar,
ni siquiera un Samaniego.
En el prólogo a la primera edición de la Defensa, se consigna este acápite: «Voces
aviesas -por felicidad aisladas- se alzan, de tiempo en tiempo, en ciertos rincones de la
prensa, permitiéndose criticar al gran ecuatoriano por haber expuesto llagas y lacerías de
la época colonial. A todas las críticas contesta victoriosamente el Prelado, con este estudio
deslumbrador e irrefutable como la misma verdad. González Suárez, filósofo, teólogo,
canonista, erudito, adquiere proporciones excelsas en este libro».
Desde 1894 en que aparecieron los tomos principales de la Historia General han
pasado setenta años de vida histórica, durante las cuales se han allegado nuevas fuentes
para integrar la documentación sobre nuestra historia en la colonia. Además se ha operado
un cambio radical en la historiología, a partir del último cuarto del siglo XIX. Todo lo
cual no permite afirmar para nuestra historia una verdad de pretensión dogmática.
—555→
La obra, primicia de sus estudios, dedicó Jijón a Otto von Buswald, cuyas Notas
Etnográficas, se publicaron en el Boletín de la Academia Nacional de Historia de 1924.
Fue una de las características de Jijón estar en contacto espiritual con todos los
especialistas en estudios arqueológicos, cuyas obras le ponían al día en los progresos de
las ciencias auxiliares de la Historia. El señor González Suárez había dispuesto, antes de
morir, que la sección Americanista de su copiosa biblioteca se entregare previo pago del
debido precio, a su discípulo predilecto. De este modo, parte del patrimonio familiar entró
en función de cultura nacional, mediante la organización de una biblioteca especializada,
una de las más ricas de Sudamérica.
Entre los amigos de su generación fue común el afán por las disciplinas de
la Historia. Prueba de ello fue la mutua colaboración entre Jijón y Carlos Manuel Larrea,
cuyos nombres figuraban en Un Cementerio Incásico en Quito y Notas acerca de los
Incas en el Ecuador, que se publicó en 1918.
Hacia 1939 se consagró con ahínco a recoger y examinar los resultados de sus
investigaciones y compuso su gran obra intitulada El Ecuador Interandino y Occidental
antes de la conquista española, en cuatro tomos voluminosos, que publicó en 1941.
Encerrado en su museo pasó luego a ordenar el fichero de los objetos allegados en largos
años de trabajo y dejó preparado el volumen, que su esposa e hijo sacaron a luz en 1952,
intituladoAntropología Prehistórica del Ecuador.
El señor González Suárez limitó su relación a las épocas prehispánica y colonial del
Ecuador. La tarea de rehacer los hechos, a partir del primer grito de la Independencia,
dejó como programa de labor, a los jóvenes de la Sociedad de Estudios Históricos. Del
cumplimiento de esta consigna dan buenas muestras los documentos que se han venido
publicando en el Boletín de la Academia. También en este nuevo campo, aportó Jijón el
fruto de sus investigaciones. Poseedor de la correspondencia del general Juan José Flores,
primer Presidente de la República, no le fue difícil allegar los documentos, que ilustran
los hechos de los primeros años de la vida republicana. En 1922, con ocasión del primer
centenario de la batalla del Pichincha, publicó, con el título de Documentos para la
Historia, el Solemne pronunciamiento de la Capital de Quito y demás pueblos del sur de
Colombia, por el cual se constituye el Ecuador en Estado Soberano, Libre e
Independiente.
Quince años después en 1937 sacó a luz pública su Sebastián de Benalcázar, en dos
tomos, en que hizo un estudio prolijo de la fundación de Quito, con acopio de
documentos, pertinentes a la vida y acción del fundador.
Este libro dio ocasión al señor Cevallos Salvador para publicar en 1887 un opúsculo,
en que refutaba muchas de las afirmaciones de Moncayo y rectificaba el criterio con el
aprecio justo de los hombres y los hechos.
Remigio Crespo Toral observa al respecto: «Don Pedro Moncayo trasplantó aquí los
métodos de esta escuela (de partido): se constituyó juez, que a tal debe aspirar el
historiador, sino fiscal: y para sacar verdaderas consecuencias, hubo de ocultar hechos y
abultar los delitos, trocando en estos casi siempre los simples errores. Perdido el equilibrio
de la imparcialidad, su libro pasó a la mera condición de obra periodista. Fue una positiva
desgracia; pues, ese hombre por su sinceridad, por su elevada intervención, en muchos de
los acontecimientos, ha podido darnos un resumen que determinase más amplios trabajos
posteriores. El ejemplo de Moncayo, no obstante la victoriosa refutación del talentoso
hombre don Pedro José Cevallos, ha influido grandemente, para desviar la historia de su
recto y tranquilo cauce. Se han prodigado las relaciones, los folletos, las monografías: de
todo lo cual no se obtiene en definitiva sino datos mutilados, apologías, acusaciones y el
testimonio del ardor de la pasión en nuestra turbulenta democracia. Se ha llegado por este
camino, a la historia, y, ¡quién lo creyera! historia oficial y de enseñanza obligatoria
partidarista hasta llegar al término vituperable, no sólo de atenuar, sino de enaltecer el
tremendo puñal que ¡el más grande de nuestros retóricos llamó de vindicta y de salud!196
El caso de Pedro Moncayo, rectificado por Cevallos Salvador, abrió una serie que
fue repitiéndose en la segunda mitad del siglo XIX.
La enseñanza de la Historia
No bien salió a luz el Resumen de la Historia del Ecuador, su autor, don Pedro
Fermín. Cevallos, escribió el Compendio de la Historia del Ecuador, que fue declarado
texto oficial para la enseñanza en las escuelas de la República, el 29 de setiembre de 1871.
En cuanto al método, advertía el doctor Cevallos: «Va reducido a Catecismo, porque,
antes de componerlo, me informó el hermano José, Director Generad de las escuelas
cristianas, que esta forma era la más a propósito para la enseñanza de los niños». La forma
consistía en dividir en capítulos y exponer los hechos mediante preguntas y respuestas.
El compendio avanzaba hasta la revolución del 6 de marzo de 1845. Ante la insinuación
de proseguir la narración de los hechos, respondía el alumno: «¡Oh! No señor; porque
para la narración de los sucesos en que hemos sido actores o siquiera hecho de padrinos;
eso es, para los de un tiempo en que aún imperan candentes el amor propio, las afecciones
y los odios, hallo muy difícil, no el dar con la verdad, sino el hablar conforme a la verdad
y con calma, rectitud y buena fe; y así, contentaos con el conocimiento de los referidos
hasta 1845».
Del compendio del doctor Cevallos se hicieron ediciones sucesivas para la enseñanza
en las escuelas del Ecuador.
—567→
Óscar Efrén Reyes, formado en el primer Normal y con la práctica de muchos años,
escribió desde 1931 varios capítulos de historia patria. En 1938 publicó su Breve Historia
General del Ecuador, que ha tenido éxito notable, por el método didáctico, de claridad y
precisión.
Aportes Monográficos
En 1883 el padre Francisco María Compte publicó el libro intitulado Varones Ilustres
de la Orden Seráfica en el Ecuador. En torno a los datos biográficos se exhibía el texto
de documentos originales, que ilustraban los hechos.
Entre 1941 y 43, el padre José Jouanen sacó a luz, en dos copiosos tomos, la Historia
de la Compañía de Jesús en la antigua Provincia de Quito. La obra es profundamente
documentada y abarca desde el establecimiento de los Jesuitas en Quito hasta su expulsión
por Carlos III.
Desde el punto de vista religioso, la historia ecuatoriana cuenta con el libro de fondo
apologético, escrito por Julio Tobar Donoso, con el título de La Iglesia modeladora de la
nacionalidad, editado en 1953. Es una obra muy bien planificada y escrita con elegancia
y dominio de la materia.
Fuera del campo de la Iglesia, la Historiografía del Ecuador se ha visto enriquecida
con aportes monográficos en las esferas de la Cultura y la Política. El doctor José Gabriel
Navarro ha consagrado su vida a la investigación de datos sobre el Arte Ecuatoriana. En
el Boletín de la Academia de la Historia inició la serie de Contribuciones para la Historia
del Arte en el Ecuador, que contienen un arsenal de documentos, casi exhaustivos de la
materia. En 1945, editado por el Fondo de Cultura Económica, apareció publicado en
México, el estudio sintético de las Artes Plásticas Ecuatorianas.
En 1955 salió a luz pública en Guayaquil un libro que llevaba por título: Las
fundaciones de Santiago de Guayaquil. Su autor, el señor Miguel Aspiazu Carbo,
pretende demostrar que la fundación primera de Santiago de Quito, hecha por Almagro
en Cicalpa, hubiese tenido su realización en Chilantomo, es decir, que la ciudad de
Santiago de Guayaquil hubiese llevado la primacía cronológica entre las ciudades
fundadas en el territorio del antiguo Reino de Quito.
Bajo el patrocinio del mismo Instituto, el padre Limo Gómez Canedo publicó, en
1961, dos volúmenes con el título de Los Archivos de la Historia de América. En el
primero, trazó una descripción de los Archivos y Bibliotecas del Ecuador. Respecto del
Archivo Nacional, hizo mención de los proyectos de organizarlo con los fondos
existentes, que en 1964 sumaban 600 volúmenes. Posteriormente se han concentrado al
Archivo Nacional de la Casa de la Cultura, los fondos provenientes del Archivo de la
Corte Suprema y de las Notarías de Quito.
Con sobrada razón el padre Gómez Canedo ponderó el valor del Archivo Municipal
de Quito, custodiado con afecto por el Cabildo de la ciudad. Con ocasión del cuarto
centenario de la fundación de Quito, inició el Cabildo la publicación de las actas
municipales, que alcanzan hasta el primer cuarto del siglo XVII, con un volumen
dedicado a las cédulas destinadas al Cabildo de Quito. Además, el mismo Cabildo acordó
la publicación de la Gaceta Municipal y luego del Museo Histórico, como órganos
oficiales del Municipio quiteño. En estas revistas se consignan, no sólo las actividades
del Cabildo, sino algunos documentos provenientes de los fondos del Archivo. El gestor
práctico de las publicaciones del Municipio ha sido Jorge A. Garcés, quien ha dedicado
todos sus esfuerzos a la organización del Archivo y del Museo Municipal.
El padre Gómez Canedo registra también en su libro el Archivo Eclesiástico de
Quito en sus dos secciones de Archivo Arzobispal y Archivo del Cabildo Eclesiástico. El
primero se halla establecido en el palacio arzobispal, en el piso superior a las oficinas de
despacho. El ilustrísimo señor Manuel María Pólit Laso, tan aficionado a los estudios
históricos, nombró de archivero, en 1926, al presbítero Juan de Dios Navas, quien acababa
de publicar su libro Guápulo y su Santuario. El señor Navas comenzó a ordenar los
documentos en tres grandes secciones: Colonial, Independencia, y República. Cada
sección la subdividió en diez grupos de documentos con los acápites siguientes: 1)
Documentos Pontificios; 2) Documentos Interdiocesanos; 3) Documentos concernientes
a Diócesis extranjeras y a los Institutos religiosos; 4) Documentos civiles en relación con
la Arquidiócesis; 5) Documentos de Administración de la Diócesis, cartas y visitas
pastorales; 6) Estado del clero y expedientes de ordenaciones del clero secular y regular;
7) Beneficios Eclesiásticos; capítulo catedralicio, personal de Seminarios; 8) Solicitudes
y comunicaciones de los fieles a la Autoridad eclesiástica; 9) Temporalidades, y 10)
Documentos cruzados entre las autoridades eclesiástica y civil.
El señor Navas dejó, como fruto de su trabajo, un Catálogo provisional de los fondos
ordenados por él en el Archivo. Quedaron por clasificarse una serie de más de 50 legajos
del juzgado eclesiástico, dispuestos en orden cronológico (siglos XVII-XIX); algunos
legajos de índole varia de los siglos XVIII y XIX; una serie de libros como el de órdenes
conferidas por el ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, el de la lista de Seminaristas
y el correspondiente a la parroquia de Guápulo.
De los fondos de este Archivo se sacaron los documentos, que constan en los
volúmenes XXII y XXIV de las Publicaciones del Archivo Municipal de Quito.
La relación del padre Gómez Canedo concluye con un acápite dedicado a colecciones
particulares, en las cuales cita los fondos conservados por los señores Jacinto Jijón y
Caamaño, Carlos Manuel Larrea, Cristóbal Gangotena y Jijón, Roberto Páez y doña Lola
Lasco de Uribe.
Revisión de la Historia Ecuatoriana
Cevallos García, en sus Reflexiones sobre la Historia del Ecuador (Cuenca, 1957),
parte del principio de que «sin respaldo doctrinal no hay historia», porque, en
definitiva, «Historia es la doctrina del historiador». El valor de este principio «radica en
la coincidencia del panorama con la elaboración que hagamos del mismo, en la
hermandad que se logre crear entre lo externo objetivo y lo íntimo subjetivo» (p. 23).
La Casa de la Cultura fue creada por el doctor José María Velasco Ibarra, cuando
Presidente de la República, mediante el Decreto Ley del 9 de agosto de 1944. Según los
artículos 9 y 10 del Decreto, la Casa de la Cultura tenía la misión de apoyar y fomentar
las investigaciones y estudios científicos en general y procurar, para los ecuatorianos, el
aprovechamiento de la cultura universal, a fin de que el país marchara al ritmo de la vida
intelectual moderna.
Los medios para conseguir este ideal serían la organización de conferencias dictadas
por nacionales y extranjeros, especializados en las diversas ramas de la Cultura; el
establecimiento de una Editorial para la publicación de libros y revistas a cargo de las
diversas secciones; el patrocinio de exposiciones científicas y artísticas dentro y fuera de
la República; el estímulo con premios a los escritores y artistas nacionales; la orientación
del teatro, música y coreografía nacionales; la dirección de las artes populares y el
estímulo para la creación de Institutos de altos estudios y de investigaciones científicas.
Cada sección debía tener su miembro titular, para componer el Directorio, al que
correspondía resolver los problemas ordinarios, de la Institución. El Directorio debía
reunirse una vez cada semana y una vez por año la Junta General, integrada por todos los
miembros Titulares de las secciones, para conocer y vigilar la marcha general de la Casa
de la Cultura.
Con este ideal la Casa Matriz de Quito ha demostrado siempre el mayor interés en la
organización de los Núcleos Provinciales, a fin de que se multiplicaran, en toda la
República, los centros estimuladores de la Cultura. Con la ayuda económica que ha
proporcionado la Tesorería de la Casa de la Cultura, los Núcleos del Guayas y del Azuay
han construido ya sus edificios propios, con dependencias adecuadas para biblioteca,
museo, teatro y editorial. Se han constituido también los Núcleos del Tungurahua,
Manabí, Loja, Esmeraldas y del Chimborazo, que realizan sus actividades culturales, de
acuerdo con las exigencias del ambiente.
La Ley del Patrimonio Artístico comienza por concretar los objetos que se
consideran como tesoros artísticos y son: los objetos arqueológicos, ruinas de
fortificaciones, templos, conventos y otros edificios prehispánicos y coloniales (a. 1). Los
propietarios de esos objetos están en el deber de dar a conocer su existencia a la Casa de
la Cultura, a fin de que forrase el Inventario del Patrimonio Artístico (a. 2). La vigilancia
de la Casa de la Cultura no priva al propietario de su derecho sobre el objeto artístico;
pero controla la enajenación, traslado, reparación, restauración o modificación que se
pretendiera hacer del monumento histórico (as. 3, 5 y 6). Los Municipios y Organismos
Estatales no pueden autorizar la reparación de edificios comprendidos en el Patrimonio
Artístico, sin permiso previo de la Casa de la Cultura (a. 7). Se prohíbe la exportación de
objetos pertenecientes al Patrimonio Artístico Nacional (a. 10). La Casa de la Cultura
tiene la facultad de proceder a la restauración de las obras de Arte deterioradas y tomar
todas las medidas para evitar el posterior deterioro de las existentes (a. 11). «Ninguna
persona o entidad puede realizar en el Ecuador trabajos de excavación arqueológica o
paleontológica sin conocimiento de la Casa de la Cultura, la misma que puede
suspenderlas cuando crea que peligran objetos de valor artístico e histórico» (a. 13). La
Casa de la Cultura Ecuatoriana, de acuerdo con la Academia Nacional de Historia y las
Instituciones Indigenistas, debe levantar el Mapa Arqueológico Nacional y dar el apoyo
posible a quienes se dediquen a las investigaciones arqueológicas (a. 15). La Casa de la
Cultura está en el deber de organizar, por medio de expertos, la formación de Museos, y
enviar al Exterior becados que adquieran los conocimientos técnicos necesarios para la
mejor organización de cursos sobre cuidado y conservación de los Museos (a. 25).
El fondo inicial con que fue creada la Institución era de 568627,4 sucres. La
recaudación en los dos primeros años ascendió a más del millón y medro anuales. De
1945 a 1949 pasó de dos millones y medio. A partir de 1950 subió a cuatro millones y
medio anuales. En 1953, en virtud de un Decreto Ley de Emergencia del 11 de julio del
52, se señaló a la Casa de la Cultura el 3,42 % para fondos de operación y el 1,46 % de
Capital, del cual se asignaba el 40 % para el Núcleo del Guayas, el 40 % para el Núcleo
del Azuay y el 20 % para la Matriz. Del fondo de Operación se debía asignar a los demás
núcleos. La asignación provenía de la recaudación por impuestos arancelarios aduaneros.