El vacío (cuento metafísico) – Ramiro Ledesma Ramos
El vacío (cuento metafísico)
Ramiro Ledesma Llegó un día en que Leonardo Ramírez se plante a sí mismo la cuestión enigmática de su existencia... ¿Quién era él y para qué vivía? Y esta interrogante profunda se le enroscó a su vida diaria como una cosa ineludible, como algo que requería pronta desaparición; esto es, inmediata y clara prueba del no existir. Es verdad; la interrogante representa siempre una inquietud, un choque violento entre cierta fuerza que nos domina y la mole negra de lo desconocido. Es, pues, su vitalidad una mostranza de indominio, de anarquía psíquica, o también un viril encauzamiento hacia la victoria sobre el error y las desviaciones. Pero la muerte de la interrogante es por igual, o puede ser un síntoma del triunfo de ambos extremos. Si muere la interrogante aprisionada por la fuerza del error, el resultado es lamentable. Si muere hundida en los abismos razonables por el poderío de los desconocido, el resultado será feliz, y constituirá en nosotros como un inefable placer interno. Pero Leonardo no conseguía nada de esto. La interrogante vivía en él, tomaba en su cerebro formas pavorosas, y lo dominaba, con ese dominio inexorable de las cosas fuertes y bien nutridas de potencia dirigente. Y aquí surgía la batalla entre las concepciones distintas, porque su espíritu no era ya otra cosa que un escenario de luchas interiores que amenazaba convertirse en una realidad duradera, en un martilleo enloquecedor y continuo. La interrogante ahora vendría a ser como un nuevo estado de su alma; pero en este caso dejaría ya de ser interrogante para llamarse afirmación o negación de una cosa absoluta... Y de aquí no pasaba Leonardo en sus cavilaciones innúmeras. La duda, al penetrar en el ambiente idealista de su alma, construía nuevas modalidades extrañas, difícilmente asequibles a su contextura espiritual e intelectiva. Era un hombre de prejuicios inmensos, que vivía como flotando sobre una realidad indefinida, construida por él para alagar acaso las inclinaciones propias y los deseos pervertidos. Y ahora surgía la duda como una interrogante firme y duradera, que exigía de él contestaciones precisas y juicios profundos, exactos... *** Cuando Juanita, la novia íntima de Leonardo, se convenció de que éste no andaba bien de la cabeza, tuvo para él un gesto compasivo, y le dijo al oído unas palabras pueriles, de esas que a todas horas se pronuncian junto a los niños pequeños, y que no tienen otro objeto que alagar el poco juicio, para doblegarlos en otras exigencias..., quizá también poco juiciosas y faltas de todo sentido lógico... Pero esta vez se veía en Juanita esa actitud inequívoca, propia de todos los dominadores, que se traduce en gestos altivos, miradas indiferentes, y de cuando en cuando unas palabras misteriosas, litúrgicas, acompasadas con cierto movimiento rítmico de los brazos. Leonardo la miraba poniendo en los ojos gran cantidad de pasión amorosa, que — ¡cosa rara!— a Juanita le daba la impresión de una mirada extraña, muy distinta a la mirada de otras veces, aquellas de que tanto había gustado en algún parque solitario o, con más intimidad aún, en el gabinetito, rosa y lila, donde en otro tiempo se visitaban con tanta frecuencia... Y ahora... Leonardo, en un instante de claridad misteriosa, pareció leer en las mejillas rosadas de Juanita una palabra que indicaba bien a las claras el fastidio que iba inundando el alma de aquel ser débil, encontrando en ella un nuevo motivo de furia y como un potente acceso de odio y de repugnancia... Juanita, sin embargo, no se dio cuenta de ello, y seguía mirándolo con fijeza, envolviéndolo, mejor dicho, en recuerdos gratos, eso sí, pero que olían a algo muerto, a algo que, aun siendo agradable,
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tenía el sello de lo que ya fue, de lo que no volverá a ser...
Y únicamente ahora, cuando los recuerdos dulces atenazaban el ánimo de Juanita, dio ésta entrada en su alma un sentimiento puro, merced al cual Leonardo quedó comprendido para ella en una joya tan deslumbradora, que es imposible usarla, porque su fulgor cegaría a la humanidad y la haría desaparecer... Leonardo, que sentía en su espíritu las oscilaciones que en el producía la garra de la duda, no se daba cuenta de nada, ocupando solamente su atención en aquella interrogante que desde hacía algún tiempo lo traía enfermo y loco... ¿Quién era él y para qué existía? Y, como el primer día, se puso a pronunciarla en alta voz, como buscando que alguna de sus cadencias le diera la clave de aquellas anhelosidades por saber cosas ultras, ignotismos profundos... Entonces, oyendo hablar a Leonardo de cosas tan sin sentido, fue cuando Juanita vio corroborados sus primeros juicios, levantándose de su asiento y lanzando a su novio miradas de fría indiferencia, que eran como un eterno adiós, pronunciado ya en los límites lejanos de un soplo... Y Juanita dio unos cuantos pasos sin mirar hacia atrás; pero de pronto volvióse otra vez, se acercó a Leonardo y, después de besarlo ruidosamente, se alejó corriendo, corriendo, hasta desaparecer entre los árboles próximos, que la acogieron con la voluptuosidad con que se acoge a una novia... Leonardo seguía pronunciando en alta voz la terrible interrogante, y cuando ya creía haber conseguido reunir en una idea salvadora todas las exigencias de su espíritu, cayó al suelo. En su derredor se había producido el vacío; con la mujer desapareció también la vida física... Leonardo —el símbolo del pensamiento— se remontó, florido, a lo alto..., a lo alto. Y allí contestaron a su interrogante... Ramiro Ledesma Ramos [Publicado en la revista gráfica Nuevo Mundo, nº 1591, del 18-VII-1924, con ilustraciones de Varela de Seijas. Ramiro Ledesma Ramos tenía 19 años de edad.]