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MOVIMIENTOS SOCIALES Y LA ACCIÓN COLECTIVA. LA


PRODUCCIÓN SIMBÓLICA AL CAMBIO DE VALORES

Benjamín Tejerina

A lo largo de las dos últimas décadas ha ido apareciendo un número considerable de


publicaciones que tienen como objeto el análisis de la acción colectiva y de los movimientos
sociales. Esta expansión científica visto impulsada por la aparición de nuevos enfoques
teóricos. Buena parte de las investigaciones realizadas durante la segunda mitad de
la de los años setenta y mediados de los ochenta se basaba en enfoques de inspiración
racionalista que utilizaban la categoría de «recursos para la movilización>’ como concepto
fundamental (ZaId, McCarthy).También durante la década de los ochenta comienzan a
multiplicarse las acciones que toman como categoría central el concepto de « identidad
colectiva», siguiendo las aportaciones de A. Touraine y A. Melucci mentalmente. Más
recientemente, la investigación de los motivos sociales se ha visto impulsada por el enfoque
del proceso político que utiliza como categoría central el concepto de «estructura de unidad
política» (McAdam, Tarrow, Kriesi).
En los últimos años se ha generado un debate sobre la posibilidad de integrar distintos
aspectos de cada uno de los enfoques que se consideran imprescindibles para comprender
la trayectoria de los movimientos sociales. Existe un creciente acuerdo entre los diferentes
analistas sobre la necesidad de integración teórica de, al menos, tres elementos: las
oportunidades políticas, las estructuras de movilización y los procesos sociales de
interpretación de la realidad y asignación de significado Mdam, McCarthy y Zald). Pero esta
reconocida necesidad contrasta profundamente con la atomización y la especialización de la
investigación empírica.
Un aspecto que atraviesa los diferentes enfoques y que desempeña una gran centralidad
para la comprensión de la acción colectiva se rea los «elementos normativos y simbólicos
que acompañan a la acción social». Para la práctica totalidad de los analistas (desde Blumer,
Haberle, Turner y Killian o Smelser, pasando por McCarthy, Zaid o McAdam, para finalizar
con Offe, Habermas, Touraine o Melucci) la existencia de elementos simbólicos compartidos
y de un sentimiento de solidaridad es una característica constitutiva de todo movimiento
social (Diani, 1992).
No obstante, el reconocimiento de la significación de la producción simbólica llevada a cabo
por los movimientos sociales y su incidencia en el cambio de valores del orden social en el
que actúan no ha conducido a un análisis sistemático de sus dimensiones y características.
En las próximas páginas intentaré rastrear a través de varias aproximaciones teóricas las
relaciones entre elementos simbólicos y movimientos sociales. Para este objetivo tomaré en
consideración las aportaciones de Kornhauser, Smelser, Blumer, Turner y Killian, Inglehart,
Melucci, Snow y Benford.

1. LAS FUENTES DE LA PRODUCCIÓN SIMBÓLICA


EN LAS TEORÍAS CLÁSICAS DE LA ACCIÓN COLECTIVA

La teoría de la sociedad de masas encuentra en las características propias de la sociedad


moderna i>s condiciones apropiadas para la movilización colectiva. Entre estas
características estarían la pérdida de autoridad por parte de las elites institucionales y la
pérdida de comunidad que conduce a un aislamiento progresivo de los individuos y a la
aparición de unas relaciones sociales amorfas. El aislamiento conduce a una atomización
social, engendrando fuertes sentimientos de alienación y ansiedad, antesala de la
predisposición a los comportamientos extremos para evadirse de las tensiones. Como afirma
Kornhauser, «la sociedad de masas es objetivamente la sociedad atomizada y
subjetivamente la población alienada» (Kornhauser, 1969, 30).
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En este tipo de sociedad los individuos se comportan como masas porque tienen un
comportamiento colectivo que presenta las siguientes características: a) el foco de la
atención se halla muy alejado de la experiencia personal y de la vida cotidiana, b) la
modalidad de reacción ante objetos lejanos es directa, c) tiende a la inestabilidad, cambiando
con rapidez su foco de atención y la intensidad de la reacción, d) cuando se organiza en
torno a un programa y adquiere continuidad de esfuerzos, asume carácter de movimiento de
masas (Kornhauser, 1969, 40-44). Junto a estas masas también existen elites, constituidas
por aquellos que ocupan las posiciones sociales más elevadas dentro de la estructura social,
y grupos disponibles que no constituyen elites. Las elites son fácilmente accesibles a la
influencia de los grupos que no constituyen elites, y estos últimos se encuentran en alta
disponibilidad para ser movilizados por aquéllos.
Un rasgo peculiar de la estructura de la sociedad de masas es que carece de relaciones
intermedias, por lo que se puede considerar como una sociedad atomizada. Existen tres
niveles de relaciones sociales: a) las relaciones altamente personales o primarias como a
familia, b) las relaciones intermedias como las comunidades locales, las asociaciones
voluntarias y los grupos ocupacionales, y c) las relaciones que abarcan la población: el
Estado. La sociedad de masas se diferencia por amiento de las relaciones personales, la
debilidad de las relaciones intermedias y la centralización de las relaciones nacionales. Esta
estructura de relaciones genera una cultura y una personalidad características. A nivel
cultural, la ausencia de variedad de grupos locales produce carencia de variedad de culturas
locales, y la existencia de relaciones de masas se asocia con la presencia de normas de
masas, lo debilita la base cultural de las lealtades múltiples y fortalece la legitimación de la
masa; las normas de masas son uniformes y fluidas, ya 1cambian con facilidad. A nivel
psicológico, la sociedad de masas tiende a separar a los individuos entre sí, y el auto
extrañamiento acentúa predisposición del individuo a buscar «soluciones» activistas para la
angustia que acompaña a la alienación personal. De esta manera el hombre-masa se halla
disponible para ser movilizado por movimientos de masas, ya que carece de un conjunto
vigoroso de normas internalizadas que han sido reemplazadas por las normas de la masa.
En estas condiciones, «el individuo busca vencer la angustia que acompaña a la auto
alienación con la apatía o el activismo. Tanto el retiro de la actividad como el sumergirse en
ella constituyen reacciones características del hombre-masa» (Kornhauser, 1969, 108-109).
Para los teóricos de la sociedad de masas son las discontinuidades que se producen en el
orden social las causas inmediatas del surgimiento de movimientos sociales. Son situaciones
como la guerra, con su proceso de desintegración de las estructuras sociales, o una
depresión económica, con sus secuelas sobre el desempleo, el caldo cultivo de
comportamientos de masas; pero son, sobre todo, las discontinuidades en la autoridad
(existencia de un gobierno democrático carente de la presencia de grupos independientes
que defienden los derechos individuales y la estructura básica de la autoridad) y las
fracturas en la comunidad (la manera en que se introduce la industria y el proceso de
urbanización con sus ritmos de cambio) las ates sociales de los movimientos de masas
(Kornhauser, 1969, -164). El elemento central sobre el que pivota la interpretación s
movimientos de masas resulta ser el grado de cohesión social en una determinada sociedad.
La cohesión social se mide r el grado de legitimación de la autoridad y por el número y
carácter de las estructuras intermedias existentes entre los individuos aislados y el orden
social.
Muy cercana a la teoría de la sociedad de masas se encuentra el en que del comportamiento
colectivo de N. Smelser. Una de las diferencias fundamentales entre ambos enfoques es que
el comportamiento « Colectivo no trata de analizar los movimientos sociales con criterios
distintos sino con las mismas categorías que el comportamiento convencional. Ello se debe,
según Smelser, al hecho de que aunque el comportamiento colectivo es un intento de
redefinición colectiva de una situación estructurada, y el comportamiento convencional
implica la realización o adecuación a unas expectativas ya establecidas, ambos tipos deben
hacer frente a las exigencias impuestas por la vida social y, por lo tanto, pueden ser
analizados con los componentes de la acción social. Para Smelser el comportamiento
colectivo es una «movilización no institucionalizada para la acción, a fin de modificar tina o
más clases de tensión, basadas en una reconstrucción generalizada de un componente de la
acción» (Smelser, 1989, 86).
Existen diferencias importantes entre los distintos episodios colectivos, ya que nos podemos
encontrar con estallidos colectivos como el miedo, el pánico y las locuras o disturbios
hostiles, y los movimientos colectivos que se refieren a esfuerzos colectivos conscientes por
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modificar las normas o valores sociales. Ahora bien, en todo comportamiento colectivo existe
una tensión estructural subyacente. Los individuos se unen para actuar cooperativamente
cuando algo funciona mal en su ambiente social o las personas deciden unirse a un
movimiento social porque padecen las injusticias de las convenciones sociales existentes. Al
conjunto de determinantes de la génesis del comportamiento colectivo Smelser lo denomina
tensión estructural. En la acción colectiva se ven implicados varios niveles de los
componentes de la acción que son:
a) los instrumentos de situación que el actor utiliza como medios (el conocimiento del
ambiente, la previsibilidad de las consecuencias de la acción, etc.), b) la movilización de la
energía necesaria para alcanzar los fines definidos (motivaciones en el caso de personas
individuales y organización en el caso de sistemas sociales o interacciones entre individuos),
c) las reglas que orientan la búsqueda de ciertas metas que deben encontrarse entre las
normas, y d) los fines generalizados o valores que proporcionan guías para la orientación del
comportamiento (Smelser, 1989, 36).
El comportamiento colectivo es un intento de solucionar las consecuencias generadas por la
tensión. Los individuos combinan varios componentes de la acción en una creencia que
pretende aportar soluciones a la situación. Cuando las personas se movilizan como
consecuencia de la extensión de dicha creencia nos encontramos ante una situación de
comportamiento colectivo. Estas creencias generalizadas mueven a las personas a participar
en la acción colectiva y crean una cultura común que hace posible el liderazgo, la
movilización y la acción concertada (Smelser, 1989, 97). Pero el comportamiento colectivo se
encuentra determinado por seis componentes: 1) la conductividad estructural, 2) la tensión
estructural, 3) la cristalización de una creencia generalizada, 4) los factores precipitantes, 5)
la movilización para la acción, 6) el control social. Por conductividad estructural debemos
entender el grado en que cualquier estructura permite cierto tipo de comportamiento
colectivo. Si nos centramos en los dos tipos de comportamiento colectivo más próximos a
nuestra idea de movimiento social, la conductividad se refiere a la posibilidad de demandar
modificaciones de normas (movimiento normativo) o valores sociales (movimiento valorativo).
Algunas características de la estructura social facilitan o dificultan la acción de un movimiento
social. Así, la diferenciación institucional, la disponibilidad de medios para la expresión de
quejas, el alejamiento y aislamiento entre movimientos y la posibilidad de comunicarse a fin
de que puedan extenderse las creencias y se luzca una movilización para la acción son
algunas características i conductividad.
La tensión indica el deterioro de las relaciones entre las partes de un sistema. Así, la
presencia de un movimiento normativo señala la ausencia de armonía ente los estándares
normativos y las condiciones sociales reales. Estas situaciones suelen producirse cuando las
normas o las condiciones sociales experimentan un cambio rápido en un período de tiempo
relativamente breve. La aparición de nuevos valores suele dar lugar a nuevas formas de
definición social de la realidad por las e condiciones sociales que habían pasado inadvertidas
hasta entonces pasan a categorizarse como «males». Las creencias suponen una definición
compartida de la realidad, mediante la que se trata de «explicar» la situación en la que se
encuentran las personas. Según Smelser las creencias han podido existir durante mucho
tiempo en estado latente, activándose bajo determinadas condiciones de conductividad
estructural y de tensión. Las creencias generalizadas incorporan habitualmente un
diagnóstico sobre las fuerzas y agentes responsables del fracaso de la regulación normativa
o valorativa, así como un esbozo de programa alternativo. La combinación de estos
elementos constituye lo que podríamos denominar una causa en cuyo nombre se movilizan
los agraviados.
Para el desarrollo de las creencias generalizadas es importante la aparición de factores
precipitantes que crean una sensación de urgencia y aceleran la movilización para la acción.
Estos factores precipitantes den ser accidentales o buscados, pero en cualquier caso
alcanzan a1to grado de significación social para aquellos que se movilizan. El proceso de
valor agregado que es un movimiento normativo o valorativo se encuentra determinado por la
movilización de sus participantes en una acción colectiva. Esta movilización depende de
factores como el papel desempeñado por los líderes en la organización de la movilización, la
gestión de la fase real y posterior de la movilización, el éxito o fracaso de las tácticas
utilizadas, así como el desarrollo posterior al éxito o fracaso durante la fase de agitación
activa. Un último determinante de un movimiento normativo o valorativo depende, en opinión
de Smelser, del comportamiento de los agentes de control social, ya que éstos pueden
responder a las demandas de aquéllos de forma flexible y abierta o de manera contundente,
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cerrándose a sus reivindicaciones y utilizando mecanismos de contención y represión de la


movilización social.
Un elemento importante que encontramos entre las aportaciones de la teoría del
comportamiento colectivo es haber señalado la contribución de los movimientos sociales a la
transformación de las normas y valores que rigen en la sociedad. Mientras Smelser parece
detenerse en los procesos estructurales que acompañan dichos cambios, autores como
Blumer o Turner y Killian se han centrado más en lo que estos procesos tienen de tarea
colectiva. Blumer lo expresa correctamente cuando afirma que el término comportamiento
colectivo se refiere a las acciones de dos o más individuos que actúan juntos o
colectivamente. Este factor colectivo es el que hace que sea esta forma de acción distinta a
otras, puesto que sirve para: a) apoyar, reforzar, influenciar, inhibir o suprimir la participación
individual, b) establecer formas de relación diferentes de las que existen en grupos
pequeños, lo que tiene efectos sobre el proceso de interacción y sobre las formas de
comunicación, c) la organización sobre la que debe descansar la movilización para la acción,
en la medida en que una organización tan extensa, diversificada y conectada indirectamente
requiere formas de liderazgo, coordinación y control distintivos de los existentes en grupos
pequeños (Blumer, 1957, 128-130).
Los movimientos sociales son una manifestación de la acción colectiva que Blumer define
como un esfuerzo colectivo por transformar las relaciones sociales establecidas en un área
determinada, o también un amplio cambio en las relaciones sociales sin guía que implica,
aunque de forma inconsciente, un número importante de participantes. Para Blumer un
movimiento conscientemente dirigido y organizado no puede explicarse simplemente en
términos de la disposición psicológica o motivación de las personas, o de la difusión de una
ideología. Estas explicaciones olvidan el hecho de que «un movimiento tiene que ser
construido». Estos dos factores o variables son importantes, y deben ser tenidos en cuenta.
Sin embargo, el incremento de simpatizantes o miembros raramente se produce a través de
la mera combinación de un llamamiento y una inclinación psicológica individual previa sobre
las cuales se ejerce presión. Por el contrario, el probable simpatizante o miembro tiene que
ser activado, alimentado y dirigido, y el llamamiento tiene que ser desarrollado y adaptado.
Ello ocurre a través de un proceso en el que «la atención ha de ser ganada, los intereses
despertados, los agravios explotados, las ideas implantadas, las dudas disipadas, los
sentimientos activados, nuevos objetos creados y nuevas perspectivas desarrolladas [...] ello
ocurre a través del contacto interpersonal, en una situación social estructurada donde los
individuos in(tan mutuamente» (Blumer, 1957, 148). Lo que en nuestra opinión tiene de
relevante la aportación de Blumer es haber llamado la n sobre la relevancia de dedicar más
atención a los procesos de construcción social de la protesta, en lo que afecta al control y
retención de los miembros de un movimiento, el desarrollo del entusiasmo, la cohesión
interna y el compromiso individual, así como el papel de los objetivos, los mitos, las
reivindicaciones, los argumentos y las racionalizaciones que colectivamente constituyen una
ideología y que tienen un afecto importante sobre los participantes en un movimiento social.
En esta misma dirección insisten Turner y Killian al analizar los movimientos sociales como
una acción colectiva continuada encaminada a promover o resistir un cambio en la sociedad
o grupo del cual forma parte (Turner y Killian, 1957, 308). De esta definición, Killian extrae
cuatro características de un movimiento social: 1) la existencia de valores compartidos, una
meta o un objetivo sostenido por una ideología, 2) un sentido de pertenencia, un sentimiento
de «nosotros», que establece una distinción entre los que están a favor y en contra, 3)
normas compartidas de cómo deben actuar los seguidores y definiciones de los no
miembros, y 4) una estructura con una división del trabajo entre los líderes y las diferentes
clases de seguidores. La génesis de un movimiento social debe buscarse en la insatisfacción
o no conformidad con una determinada situación social, que al ser transmitida o otros o
compartida por otros individuos puede dar lugar a la emergencia de un movimiento social.
Sin embargo, dos condiciones debe reunir para su desarrollo: la existencia de una visión, una
creencia en, la posibilidad de un estado de cosas diferente y una organización duradera
dedicad a la consecución de dicha visión (Killian, 1964, 433). En opinión de Killian, los
valores de un movimiento nunca son completamente nuevos ni exclusivos del movimiento, ya
que en muchos os esos valores han existido antes en la sociedad —quizás durante largo
tiempo— y pueden ser compartidos por muchos miembros de la sociedad. Por ello, lo que
constituye el sello de un movimiento social es el carácter estructurado de la acción colectiva.
Dos aspectos se resaltan: el liderazgo y los partidarios. Existen, al menos, tres tipos
diferentes de liderazgo: el carismático, el administrativo y el intelectual.
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En relación con los partidarios, el autor señala su heterogeneidad, tanto por sus
características (edad, sexo o clase social) como por sus Orientaciones hacia el movimiento y
sus valores. Si consideramos la naturaleza colectiva de un movimiento social, lo realmente
relevante no es tanto por qué razón un activista decide incorporarse a él como lo que sucede
a sus miembros con posterioridad a este momento y como resultado de las interacciones que
se producen dentro de él. Tanto el desarrollo como el resultado de un movimiento social
dependen de las interacciones que se producen en su interior entre líderes, el núcleo
reducido de activistas y los partidarios, así como de las interacciones que se establecen
entre el movimiento, los oponentes y contra- movimientos y el entorno más amplio de la
sociedad en que actúa. El hecho de tener que desenvolverse en un entorno afable u hostil
tiene una profunda influencia en la dinámica del movimiento. Durante los primeros momentos
de vida de un movimiento tiene lugar un período de profunda producción cultural en el que
intervienen un número mayor o menor de personas que entran en interacción y que
contribuyen a crear un sentido de unidad, a definir de manera general los valores que se
desean alcanzar, así como los objetivos que se pretenden conseguir y la estrategia a seguir.
La razón de ser de un movimiento es un valor o conjunto de valores, la visión de un objetivo
que será alcanzado con el esfuerzo voluntario de sus activistas y en torno al cual se
congregan sus partidarios. Estos valores pueden ser progresistas o reaccionarlos, generales
o restringidos, explícitos o implícitos. Los valores tienen una segunda dimensión que hace
referencia a los medios a través de los cuales los fines pueden ser alcanzados. Estos
medios, en tanto que escalones intermedios hacia la conquista de los valores más
abstractos, pueden transformarse en valores en sí mismos (la reorganización de la sociedad,
la transformación personal). El sistema de valores de un movimiento abarca la ideología, la
justificación de los valores. En ocasiones la ideología es el resultado de la producción de los
intelectuales pero también se desarrolla a través de las interacciones informales de sus
miembros y llega a formar una parte estable del sistema de creencias.
La ideología estaría constituida por cuatro elementos: 1) una visión de la historia que
pretende mostrar que los objetivos del movimiento están en armonía con las tradiciones de la
sociedad; 2) también incorpora dos visiones del futuro, una visión del paraíso y una visión del
infierno; 3) la necesidad del éxito del movimiento es dramatizada con un retrato de las
condiciones miserables que resultarán si el movimiento fracasa; 4) muy cercano a los mitos,
encontramos un conjunto de concepciones estereotipadas de los «héroes» y «villanos» del
conflicto en el que se encuentra envuelto el movimiento. Además de una ideología, un
movimiento social también desarrolla ciertas normas sociales. Estas normas se orientan a
procurar la disciplina interna del movimiento. Hacen mención al comportamiento de los
activistas para que actúen lealmente, refuercen su identificación con el movimiento y, en
algunos casos, se separen de los no miembros. Estas normas se refieren a los activistas
propios del movimiento, pero pueden llegar a dirigir el conjunto de las actividades cotidianas
de los miembros. La conformidad con las demandas culturales de un movimiento refuerza el
sentimiento de pertenencia del individuo y asegura la lealtad hacia los compañeros (Killian,
1964, 434-43 9).

2. PROCESO DE MODERNIZACIÓN, CAMBIO CULTURAL Y


PRODUCCIÓN SIMBÓLICA

Los mecanismos de cambio y transformación sociales han visto acelerada su acción a lo


largo de los dos últimos siglos como consecuencia proceso de industrialización y de la
progresiva extensión de las relaciones de producción capitalistas. La combinación de varios
elementos presentes en ambos procesos ha dado lugar a la elaboración de distas versiones
sobre la formación de la sociedad moderna. Aunque en diferencias notables entre los
analistas, la transformación de la sociedad tradicional en una sociedad industrial o, más
recientemente, post-industrial se viene explicando con enfoques que ponen su énfasis bien
en el desarrollo económico bien en el proceso de creación
simbólica y el cambio cultural. Lo que me interesa destacar es la idea del proceso de
modernización como espacio de cambio simbólico y cultural. Un buen punto de partida para
analizar este proceso es la obra The Homeless Mind. Modernization and Consciousness de
P. Berger, B. Berger y H. Kellner. Para estos autores la modernización consiste en la difusión
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de un conjunto de instituciones cuya base es la transr111ación de la economía por medio de


la tecnología y la organización política del Estado moderno:

Concedemos capital importancia a aquellas instituciones directamente relacionadas con la


economía tecnologizada. En estrecha conexión con éstas, las instituciones políticas tiene
mucho que ver con lo que conocemos como Estado moderno, especialmente la institución de
la burocracia. A medida que la modernización avanza y se extiende más allá de su primitivo
territorio, vemos cómo las instituciones de la producción tecnológica y la burocracia, juntas y
por separado, son los agentes primarlos del cambio social (Berger, Berger y KeHner, 1979,
14-15).

Un análisis de la sociedad moderna en términos de procesos institucionales olvida una


dimensión central: la dimensión de la conciencia. La tarea de estos autores es centrar su
atención en los designios de la conciencia moderna constituida por «el entramado de
significados que permite al individuo “navegar” a su modo entre los acontecimientos
ordinarios y encuentros con otras personas que se producen en su vida. La totalidad de
estos significados, que comparte con otros, da lugar a la formación de un mundo de vida
social determinado» (Berger, Berger y, Kellner, 1979, 17). La conciencia moderna hunde sus
raíces en la producción tecnológica, la burocracia y la pluralización de los mundos le vida
social. Como resultado de los procesos de producción tecnológica aparece un estilo cognitivo
que afecta a la conciencia y tiene las siguientes características: la componencialidad, la
separación entre medios y fines, el anonimato en las relaciones sociales, la maximización, la
multi-relacionalidad. Como resultado de la burocracia la conciencia se moldea en torno a los
elementos siguientes: la metodicidad, que se basa en una propensión taxonómica, la
organizabilidad, la predecibilidad y un sentimiento de anonimato. Pero para comprender la
realidad social «no basta con entender los símbolos o modelos de interacción propios de
cada situación individual. Hay que entender también la estructura global de significación en la
que dichos modelos y símbolos particulares están localizados y de la que obtienen el
significado que comparten colectivamente. En otras palabras, [...] es muy importante
entender el mundo-de-vida social» (Berger, Berger y Kellner, 1979, 63). Una de las
características de la sociedad moderna es la pluralidad de mundos de vida, uno de cuyos
aspectos fundamentales es la dicotomía entre la esfera pública y la privada. El desconcierto
que el individuo experimenta en sus relaciones con los mundos de las instituciones del
trabajo, la organización y la burocracia trata de compensarlo construyendo una serie de
significaciones integradoras y sustentadoras a partir de un mundo privado capaz de servirle
de centro significativo de su vida en la sociedad. A partir de las significaciones de esta
esfera, el proyecto vital se convierte en fuente primaria de identidad, pero la pluralización de
los mundos de vida en los que el individuo se ve obligado a desarrollar su actividad cotidiana
hace que esta identidad sea abierta, diferenciada, reflexiva e individuada.
Los procesos institucionales y los agregados de conciencia que se dan como resultado de la
modernización constituyen un paquete (package). Estos paquetes, una vez que se producen,
son muy difíciles de deshacer y dejan su impronta sobre la sociedad en la que tienen lugar.
Aunque existen otros portadores secundarlos de la modernidad como la urbanización, el
sistemas de estratificación, la privatización de la vida, la innovación científica y tecnológica,
la educación de masas o los medios de comunicación de masas, son los portadores
primarlos (producción tecnológica y burocracia) los más influyentes sobre el uní- verso
simbólico dominante en las sociedades modernas.
Las prácticas sociales típicas de estos portadores primarlos generan también descontentos.
Así, nos encontramos con aquellos descontentos que se derivan del proceso de
racionalización generalizado por la economía tecnologizada, que se transfiere del ámbito de
la producción al ámbito de las relaciones sociales. El anonimato con su constante amenaza
de anomía acompaña este proceso de racionalización, posibilitando una situación en la que
«el individuo se ve amenazado no sólo por la falta de sentido en el mundo de su trabajo, sino
también por la pérdida de sentido en amplios sectores de sus relaciones con otras personas»
(Berger, Berger y Kellner, 1979, 173). Los descontentos de la burocratización de las
principales instituciones han afectado a casi todos los ámbitos de la vida en sociedad, pero
«la principal y más profunda localización de la burocracia se halla en la esfera política y es
aquí donde estos descontentos han tenido su expresión más espectacular. En las
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sociedades industriales avanzadas [...] la gente se ha sentido cada vez más “alienada” de la
política y sus símbolos [...]. Pero sería un error limitar al área política los descontentos de la
burocracia. La capacidad de penetración de ésta es mucho mayor que todo eso. Todas los
principales instituciones de la sociedad moderna se han hecho “abstractas” Es decir, estas
instituciones se experimentan como entidades formales remotas, con escaso o ningún
significado que pueda concretarse en la experiencia viva del individuo» (Berger, Berger y
Kellner, 1979, 175). También aparecen descontentos de la pluralización de los mundos de
vida social que podemos definir como «falta de hogar», consecuencia de la movilidad social,
cognitiva y normativa que los individuos experimentan de forma creciente en la vida
moderna.

Los descontentos generados por la modernización han conducido a aparición de


movimientos contramodernizantes allí donde la implementación de la modernidad amenaza
con desestructurar las formas de a tradicional, o de movimientos desmodernizantes en
aquellos casos en que se rechazan las consecuencias no deseadas del proceso de
modernización. La liberación del individuo que ha producido la modernidad ha supuesto un
elevado coste en términos de alienación individual social en relación con las antiguas o
nuevas estructuras colectivas.

Los descontentos de la sociedad moderna pueden cristalizar en propuestas ideológica o


disolverse en distintas formas de búsqueda de alternativas individuales o en fórmulas
personales de escapada de las situaciones de anomía. Una de las formas en que se ha
manifestado la conciencia desmodernizante se puede identificar en torno a algunas
respuestas de la contracultura que en la década de los años sesenta y setenta prolifera entre
los jóvenes. Esta contracultura, según Berger, Berger y Kellner, se rebela contra la
racionalidad funcional que incorpora controles racionales sobre el universo material, sobre
las relaciones sociales y sobre uno mismo. Frente a ella, la contracultura postula, el
abandono natural y da prioridad a la sensación y la naturalidad, dando lugar a «un neo-
misticismo en el que la trascendencia de la individualidad y la unión con la naturaleza
constituyen temas claves» (Berger, Berger y Kellner, 1979, 193). Frente a la
componencialidad y la multi-relacionalidad, la unificación y la simplificación son los
elementos que aparecen en la cultura de los jóvenes. Las ideas de abandono, el dejarlo
estar», una postura esencialmente pasiva con respecto al mundo y la idea de una economía
de no crecimiento se prefieren a la hacibilidad y el mito del progreso (E. Morin). En referencia
a las consecuencias de la burocracia para la conciencia moderna, la cultura juvenil procura la
comunidad frente a la idea de sistema, así como una
cierta hostilidad frente a la ley y el orden que conduce a un fuerte anti-institucionalismo.
Un diagnóstico similar sobre las sociedades modernas es el que presenta J. Habermas:

Entre las condiciones de partida del proceso de modernización figura una profunda
racionalización del mundo de la vida. El dinero y el poder tienen que poder quedar anclados
como medios en el mundo de la vida 1.1. Una vez cumplidas estas condiciones de partida,
pueden diferenciarse un sistema económico y un sistema administrativo que guardan entre sí
una relación de complementariedad y que entablan una relación de intercambio con su
entorno a través de medios de control. Este es el nivel de diferenciación sistémica en que
han surgido las sociedades modernas j...]. A medida que se implantan estos principios de
organización surgen relaciones de intercambio entre estos dos subsistemas funcionalmente
complementarlos y los componentes sociales del mundo de la vida en que están anclados
los medios. Una vez descargado de las tareas de la reproducción material, el mundo de la
vida puede, por un lado, diferenciarse en sus estructuras simbólicas, poniéndose así en
marcha la lógica propia de las evoluciones que caracterizan la modernidad cultural; por otro
lado, la esfera de la vida privada y la esfera de la opinión pública política quedan ahora
puestas también a distancia en tanto que entornos del sistema (Habermas, 1987, 543544).
Su diagnóstico guarda una fuerte conexión con la teoría weberiana de la racionalización
social y con la crítica de la razón funcionalista expuesta anteriormente de la mano de P.
Berger. Sin embargo, su tesis de la colonización del mundo de la vida dentro de la
fundamentación de una teoría de la acción comunicativa entiende el mundo de la vida como
algo más que un simple ámbito en el que se manifiestan de forma refleja los dictados de la
economía tecnológica y de un aparato estatal autoritario. Para Habermas, los nuevos
conflictos surgen en los puntos de intersección entre sistema y mundo:
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El intercambio entre las esferas de la vida privada y de la opinión pública, por un lado, y el
sistema económico y el sistema administrativo, por Otro, discurre a través de los medios
dinero y poder, y… ese intercambio queda institucionalizado en los papeles de trabajador y
consumidor, de cliente y ciudadano. Precisamente estos roles son los blancos de la protesta.
La práctica de los movimientos alternativos se dirige contra la instrumentalización del trabajo
profesional para fines de lucro, contra la movilización de la fuerza de trabajo por presiones
del mercado, contra la extensión de la compulsión a la competitividad y al rendimiento 1...].
También se dirige contra la monetarización de los servicios, de las relaciones y del tiempo,
contra la redefinición consumista de los ámbitos de la vida privada y de los estilos de vida
personal (Habermas, 1987, 560-561).
¿Dónde se manifiestan estos nuevos conflictos? A pesar de que en ellos participan
numerosos grupos que se enfrentan a grandes dificultades y a realidades que cambian con
notoria celeridad, lo que les convierte en manifestaciones con un carácter bastante difuso, se
puede intentar agrupar a las diferentes corrientes en las que estarían presentes grupos como
los movimientos antinuclear y ecologista, pacifista, vecinal, alternativo, minorías como los
homosexuales o discapacitados, religiosos, antiimpuestos, feministas, nacionalistas o
etnolingüísticos. Según Habermas, algunos de estos movimientos tienen un carácter
emancipador, mientras que otros adoptan una actitud de repliegue y resistencia. Algunos de
estos movimientos como el juvenil y el alternativo compartirían una crítica del crecimiento
centrada alrededor de los temas ecológicos y de la paz, lo que podría interpretarse como una
resistencia contra las tendencias a la colonización del mundo de la vida que atraviesan las
sociedades modernas. Los problemas a los que se enfrentan con gran sensibilidad estos
movimientos son aquellos que afectan a las bases orgánicas del mundo de la vida, que
proceden de la supercomplejidad o de las sobrecargas de la infraestructura comunicativa
(Habermas, 1987, 559-560). Estas sobrecargas proceden del «sufrimiento por las renuncias
que impone y la frustración que genera una practica cotidiana culturalmente empobrecida y
unilateralmente racionalizada. Así, las características adscriptivas como el sexo, la edad, el
color de la piel y también los grupos de pertenencia confesional sirven 1a construcción y
delimitación de comunidades, al establecimiento de comunidades de comunicación que se
autoprotegen en forma de subculturas, buscando condiciones propicias para el desarrollo de
una identidad personal y colectiva» (Habermas, 1987, 560).
Las nuevas formas sociales del conflicto de las que nos habla Ha- as se han venido
desarrollando a lo largo de las últimas décadas, y en contraste con otros conflictos más
tradicionales, no se sitúan en el ámbito de la reproducción material y del reparto de
recompensas. Los nuevos conflictos remiten al ámbito de la reproducción cultural, la
integración social y la socialización. Las fuentes de la protesta en las sociedades avanzadas
se encuentran en la defensa y restauración de formas amenazadas de vida y en el intento de
implantación de nuevas formas de vida social, o como afirma Habermas: «los nuevos
conflictos no se desencadenan en torno a problemas de distribución, sino en no a cuestiones
relativas a la gramática de las formas de la vida» (Habermas, 1987, 556).
La actividad de los nuevos movimientos sociales que se mueven en el seno de la
sociedad civil, a medio camino de la vida privada y el ámbito de la política institucionalizada,
ha permitido a C. Offe formular el argumento de que estos conflictos nos sitúan ante un
nuevo paradigma que ha desplazado al viejo paradigma dominante durante las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El viejo paradigma de la política se asentaba sobre
un amplio consenso entre los actores colectivos fundamentales, en torno a la idea de
garantizar un crecimiento económico capaz de asegurar el mantenimiento de un Estado de
bienestar, para proporcionar un estándar de vida adecuado a todos los ciudadanos. Este
acuerdo implicaba un consenso sobre los intereses, los temas, los actores y las formas
institucionalizadas de resolución de conflictos. Al mismo tiempo, «los actores colectivos
dominantes eran
grupos de interés particulares, amplios y altamente institucionalizados, y partidos políticos»
(Offe, 1988, 172).
El nuevo paradigma estaría representado por una serie de movimientos sociales
(ecologistas, pacifistas, alternativos, feministas) que defenderían nuevos contenidos y
valores. Los contenidos dominantes en los nuevos movimientos sociales se centrarían en el
interés por «un territorio (físico), un espacio de actividades o “mundo de vida”, como el
cuerpo, la salud e identidad sexual; la vecindad, la ciudad, el entorno físico; la herencia y la
identidad cultural, étnica, nacional y lingüística; las condiciones físicas de vida y la
supervivencia de la humanidad en general» (Offe, 1988, 177). Todos estos intereses y
9

contenidos tienen una raíz común en unos valores que han adquirido una creciente
centralidad en las reivindicaciones de los movimientos sociales. Los valores más importantes
hacen mención a la búsqueda de autonomía e identidad tanto personal como colectiva, en
oposición a la manipulación, el control, la dependencia, la regulación y la burocratización.
La modificación de énfasis en la búsqueda de determinadas metas y el progresivo
desplazamiento de las nuevas generaciones hacia este conjunto de valores han dado pie a la
afirmación de que en las sociedades occidentales se estaría produciendo una revolución
silenciosa:

Los valores de las poblaciones occidentales han ido cambiando de un énfasis abrumador
sobre el bienestar material y la seguridad económica hacia un énfasis mucho mayor en la
calidad de vida. [...] Hoy en día un porcentaje sin precedentes de la población occidental ha
sido educado bajo condiciones excepcionales de seguridad económica. La seguridad física y
económica es algo que sigue siendo evaluado positivamente, pero su prioridad relativa es
más baja que en el pasado. Mantenemos la hipótesis de que también está teniendo lugar un
cambio significativo en la distribución de las cualificaciones políticas. Un porcentaje cada vez
más alto de la población está mostrando la suficiente comprensión e interés por la política
nacional e internacional como para poder participar en la toma de decisiones a ese nivel [...j.
El nuevo estilo político que hemos llamado de <desafío a la elites>’ ofrece a la población un
papel cada vez más importante en la toma de de7 cisiones específicas y no sólo la
posibilidad de elección entre dos o más grupos de personas que tomen las decisiones
(Inglehart, 1977, 3).
El cambio social, que se ha acelerado en las modernas sociedades industriales
como consecuencia de la innovación científica, el desarrollo económico y la multiplicación de
la información, estaría transformando la forma en que los actores sociales evalúan la
sociedad y su propio destino vital. A lo largo de las últimas décadas se viene produciendo un
cambio cultural que afecta sobre todo a los más jóvenes, que han sido educados y han vivido
una época de «seguridad y prosperidad económicas sin precedentes». Esta generación se
caracterizaría por tu presencia importante de valores postmaterialistas, mientras que las
generaciones anteriores socializadas en momentos de inseguridad y escasez económica se
inclinarían en mayor grado hacia valores materialistas. Esta tesis se basa en dos hipótesis:

1) Una hipótesis de la escasez, que sugiere que las prioridades de un individuo reflejan su
medio ambiente socio-económico, de manera que uno concede un mayor valor subjetivo a
aquellas cosas de las que tiene una provisión relativamente escasa. 2) Una hipótesis de
socialización según la cual, en gran medida, los valores básicos que uno tiene reflejan las
condiciones que prevalecieron durante los años pre adultos que uno ha vivido. Unidas, estas
dos hipótesis implican que como resultado de una prosperidad sin precedentes históricos y
de la ausencia de guerras que ha prevalecido en los países occidentales desde 1945, las
cohortes de nacimiento más jóvenes ponen menos énfasis en la seguridad física y
económica de lo que lo hacen los grupos más viejos, que han experimentado un grado
mucho mayor de inseguridad económica. Por el contrario, las cohortes de nacimiento más
jóvenes tienden a dar mayor prioridad a las necesidades no-materiales,
como el sentido de comunidad y la calidad de vida (Inglehart, 1991, 47-48).

El surgimiento de los nuevos movimientos sociales durante la década de los años


sesenta se ve impulsado por este proceso de cambio de valores intergeneracional La
prioridad de los valores postmaterialistas produciendo que las instituciones presten atención
a nuevos temas políticos que coinciden con las reivindicaciones de los nuevos movimientos
sociales. La constatación empírica de un mayor apoyo a los valores postmaterialistas entre
los jóvenes no refleja sólo un efecto de la edad sino un cambio generacional. Por otro lado,
así como ocurrió anteriormente con las sociedades agraria e industrial, el surgimiento de la
sociedad postindustrial está generando una forma propia de ver el cosmos:

La mayoría de la gente pasa sus horas productivas enfrentándose a otras personas y a


símbolos [...1. No se centran en la producción de objetos materiales, sino j la comunicación y
10

el procesamiento de información y el producto crucial es la novación y el conocimiento. Sería


de esperar que este desarrollo condujera al surgimiento de una visión del mundo menos
mecanicista e instrumental, una visión que concediera más importancia a la comprensión del
sentido y el propósito de la vida humana (Inglehart, 1991, 197).

En cambio de unos valores materialistas a otros postmaterialistas un impacto significativo


sobre el comportamiento electoral. Algunos analistas hablan del modelo de la «nueva
política>>, consistiría en la aparición de una nueva polarización frente a la c6n ideológica
tradicional entre izquierda y derecha. Según Inglehart, cada vez más las masas se ven
implicadas en la vida política, entre otras razones por el cambio inducido por los valores
postmaterialistas, lo que ha conducido a una situación un tanto paradójica:

Por un lado, se ha producido un estancamiento de la participación electoral y otras formas


de participación dirigidas por elites; pero, por otro lado, se da un aumento de las formas de
participación en las que se dirige a las elites.... Las tasas en alza de discusión política, un
aumento en las formas de participación política convencional y el surgimiento de nuevos
movimientos sociales son manifestaciones del nacimiento de la participación directora de
elites (Inglehart, 1991, 375-376).

Pero donde realmente la dimensión materialista/pos materialista resulta fundamental es a la


hora de explicar el auge de los nuevos movimientos sociales. Para Inglehart los problemas u
organizaciones son secundarlos frente a los sistemas de valores, ya que éstos proporcionan
la motivación para que las personas actúen. La dimensión pos materialista «ha jugado un
papel crucial en el surgimiento de la ola de nuevos movimientos sociales»:
En realidad los valores postmaterialistas subyacen a muchos de los nuevos movimientos
sociales. ... Las antiguas orientaciones (el conflicto entre clases sociales) ya no reflejan
adecuadamente temas conflictivos nuevos como el movimiento feminista, el ecologista o la
oposición a la energía nuclear. Como persiguen metas que los partidos políticos existentes
no buscan porque no están adaptados para hacerlo, los postmaterialistas tienden a volcarse
en los nuevos movimientos sociales (Inglehart, 1991, 421).
Después de analizar datos relativos a los movimientos pacifista, ecologista y antinuclear de
doce países europeos, Inglehart concluye que la adhesión a valores materialistas o
postmaterialistas es el factor más importante para explicar tanto las intenciones de conducta
como la conducta efectiva. Este factor es un mejor predictor que la movilización cognitiva
(nivel de estudios más frecuencia de conversaciones políticas con los amigos) o la ideología.
De todos los factores explicativos de la participación en los nuevos movimientos sociales, la
adhesión a valores postmaterialistas es el más fuerte (Inglehart, 1990).
Los enfoques teóricos sobre el proceso de modernización que hemos considerado tienen en
común el hecho de poner su énfasis en los elementos estructurales de la sociedad. La
existencia de un mundo sin hogar era, para Berger, el resultado de un doble proceso de
racionalización y burocratización de la sociedad moderna. La gramática de las formas de
vida aparece como necesidad de respuesta ante la colonización del mundo-de-la-vida que
los medios poder y dinero llevan a cabo, en palabras de Habermas. El nuevo paradigma era
para Offe el resultado de una búsqueda de autonomía e identidad individual y colectiva, más
allá de las atrofiantes estructuras emanadas del consenso postbélico en torno al
mantenimiento del Estado de bienestar. La aparición de valores postmaterialistas eran para
Inglehart resultado de factores como el bienestar y la socialización.
Lo que autores como Berger, Habermas, Offe o Inglehart están planteando con absoluta
radicalidad son las condiciones estructurales de la producción simbólica en las sociedades
industriales avanzadas. Hay, sin embargo, un problema que no termina de plantearse
adecuadamente. Al margen de las dificultades, no sólo terminológicas, que plantea la
dicotomía radicalizada entre materialistas y pos materialistas utilizada por Inglehart, lo que
me parece que puede conducir a una interpretación equivocada es la afirmación de que «la
dimensión pos materialista ha jugado un papel crucial en el surgimiento de la ola de nuevos
movimientos sociales» o que «el surgimiento del pos materialismo fue una de las condiciones
clave que facilitaron el desarrollo del
miento pacifista o ecologista». De estas afirmaciones puede deducirse que la existencia y
extensión de los valores pos materialistas son precondición de la aparición y auge de los
11

movimientos sociales, minando el hecho de que son los movimientos sociales los que
producen, hacen surgir y reformulan los valores. Y es esta relación la que de quedar oculta
en la formulación de Inglehart. En el próximo apartado dedicaremos nuestra atención a dicho
problema.

PRODUCCIÓN SIMBÓLICA: DE LA CONSTRUCCIÓN


DE LA IDENTIDAD A LA TRANSFORMACIÓN DE LA SOCIEDAD

La idea de que el comportamiento colectivo es un ámbito de producción simbólica que opera


en el seno de cualquier sociedad no estaba presente en las primeras aproximaciones al
análisis de la acción colectiva. Para la teoría de la sociedad masa, como tuvimos oportunidad
de aquellos que se movilizaban pertenecían a los sectores menos integrados de la sociedad.
Individuos anómicos volvían su comportamiento contra una sociedad en la que no podían o
no querían sentirse integrados. Algo parecido sucedía con la mayor parte de aquellas
manifestaciones del comportamiento colectivo a las que Smelser prestó su atención analítica.
Sólo en autores como Blumer y, posteriormente, Turner y Killian encontramos una atención
prioritaria a la elaboración nievas formas de relaciones sociales y a la extensión de nuevos
significados de la vida social (Gusfield, 1994, 60).
La influencia de la obra de M. Olson La lógica de la acción colectiva en el estudio de los
movimientos sociales desplazó la atención de los analistas hacia las metas e intereses
individuales de los participantes y su comportamiento racional, sobre todo hacia la
racionalidad de la acción individual en términos de costes y beneficios, y de los incentivos
selectivos de que disponen las organizaciones para reforzar la participación individual. Su
influencia se intensificó gracias a la aplicación de este esquema a los movimientos sociales
considerados como formas de comportamiento organizado que precisan de una permanente
movilización de recursos (McCarthy y Zald, 1977).
‘Esta nueva manera de entender el comportamiento colectivo se planteaba, en opinión de
Gusfield, como una crítica justificada a la teoría del comportamiento colectivo, pero
contribuyó a «restar importancia al papel de las ideas y los significados cambiantes como
factores fundamentales para la comprensión de los movimiento sociales. Sin embargo, el
carácter difuso y, con frecuencia, apolítico de muchos movimientos actuales nos hace dudar
considerablemente de la utilidad de herramientas como los elementos asociativos y
organizativos. Los movimientos actuales que han atraído la atención de muchos sociólogos
pocas veces han mostrado una clara relación con intereses utilitarios, con agentes
organizativos, creando sectas comunitarias o surgiendo como intentos de alterar las
instituciones existentes. Lo que conocemos como “nuevos movimientos sociales” son, en
alguna de estas características, distintos del modelo de movimiento social que los sociólogos
han descrito en el pasado» (Gusfield, 1994, 61-62).
Los límites auto impuestos por la teoría de la elección racional y las limitaciones que
encuentran los enfoques de la movilización de recursos han sido apuntados por numerosos
autores. Por ejemplo, Ferre ha señalado que «debido al individualismo radical de esta teoría,
se hacen muy problemáticos los aspectos relacionados con la búsqueda de una comunidad y
el valor motivador de los bienes colectivos. Al ser un modelo unidimensional de la conducta
“racional” (estratégicamente instrumental), las formas de conducta no instrumentales no sólo
no pueden ser tratadas, sino que otros sistemas de valores y formas de conocimiento son
sistemáticamente excluidos de consideración» (Ferre, 1994, 175).
En alguna de sus versiones, la teoría de la elección racional considera la acción colectiva
como un grupo de individuos egoístas que se reúnen para alcanzar sus objetivos. En este
proceso «las relaciones comunitarias y de dominación anteriores al surgimiento de los
movimientos no parecen ser relevantes, y se presta poca atención a los activos procesos
cognitivos a través de los cuales las personas se perciben a sí mismas como miembros de
los grupos y reafirman estas identidades con sus decisiones» (Ferre, 1994, 176).
Una crítica más radical es la elaborada por Pizzorno. Para este autor, el análisis de la
participación en la acción colectiva que se realiza desde las teorías utilitaristas presupone
unas condiciones de información perfecta y una situación en que «la incertidumbre del
12

cálculo individual es superada (parcialmente) por la seguridad de que el mercado social en el


que los beneficios sociales (prestigio, honor, afecto; el “reconocimiento”, en una palabra)
pueden ser consumidos permanecerá inalterado. Pero aquí entramos en el campo de la
formación de la identidad colectiva. Durante el proceso de formación de la identidad
colectiva, el individuo no puede comparar sus costes actuales con los beneficios futuros
porque no posee todavía el criterio (la identidad) con que evaluarlos. Su único objetivo (en el
caso puro) es entonces el de formar su propia identidad, esto es, el de asegurar un mercado
que acepte (reconozca) su propia moneda. Si alguno trata de «hacer el viaje gratis»,
obteniendo los beneficios derivados de la acción colectiva sin pagar los costes de la
participación, acaba simplemente por quedarse sin reconocimiento (Pizzorno, 1994,136).

La identidad colectiva y su reconocimiento resultan fundamentales competencia entre


grupos. La competencia entre individuos utiliza distinto tipo de recursos que la competencia
entre grupos. Cuando los luchan por alcanzar mayor cantidad de un determinado producto
social, lo hacen mediante la utilización de la movilización o la amenaza de determinadas
acciones políticas. Lo que la sociedad alcanza a cambio es el consenso social por parte de
estos grupos. Por otro lada, algunos grupos pueden reclamar un cambio en las reglas del
juego de la competencia, sobre todo en el caso de nuevos colectivos o nuevas demandas
sociales. Pueden aparecer grupos interesados racionalmente en modificar unas normas que
no les benefician o, por decirlo en otros términos, el grupo no se identifica con el
mantenimiento de las del sistema.
En la sociedad aparecen con cierta frecuencia grupos que plantean s específicos. Pero estos
intereses deben ser reconocidos (identificados) y deben movilizarse colectivamente. Como
quiera que nos movemos ámbitos de recursos limitados (económicos) o conflictivos
(simbólicos), unos intereses tenderán a verse sobre representados en la medida en que la
agregación incrementa el poder de un grupo, mientras que otros estarán infra representados
o se verán privados de representación. Este proceso opera sobre un mecanismo de
exclusión, ya que las circunstancias tienden a limitar los intereses que pueden ser reatados
permitiendo la absorción de la presión de ciertos intereses y rechazando o reduciendo otros.
Al mismo tiempo, la organización de la representación introduce una distorsión en los
mecanismos de mercado o entre grupos que compiten por recursos escasos. El proceso de
representación funciona con un recurso específico que podemos llamar militancia,
participación o movilización, y son los representantes (líderes, activistas) los poseedores de
dicho recurso. En el momento en que estos intereses se organicen, los representantes
tendrán que buscar fórmulas para hacer compatibles los objetivos inmediatos con los
intereses a largo plazo de sus representados. Llegamos así a la paradoja de la máxima
utilitarista según la cual cada individuo es el mejor juez de sus propios intereses sólo resulta
válida en condiciones de información perfecta. En el mundo real, al contrario, la acción se
desarrolla siempre en condiciones de incertidumbre. La representación es un instrumento
para reducir la incertidumbre. Un sistema representativo presupone que el mejor juez de los
intereses a largo plazo de un individuo es su representante» (Pizzorno, 1994, 140).
Los intereses defendidos por aquellos grupos excluidos tienen que ser reconocidos por los
grupos que constituyen el sistema. Ambos tipos de grupos se encuentran en situaciones muy
distintas. Mientras que los antiguos encuentran representación para la defensa de intereses
definidos y reconocidos, los nuevos grupos luchan por conseguir el ingreso en el sistema y
ser reconocidos como representantes de los nuevos intereses a través de un procedimiento
distinto, que Pizzorno denomina de «formación de identidades colectivas». En este proceso
constitutivo, las acciones desarrolladas por los grupos no están orientadas hacia la
maximización del beneficio personal, sino hacia la consolidación de la identidad grupal. En
esta situación «tal objetivo no es negociable, se coloca más bien como la premisa de
eventuales negociaciones e intercambios futuros. Durante esta fase, cierto tipo de acciones
(como los conflictos, la polarización de posiciones, las opciones de coherencia ideológica, la
adopción de objetivos no realistas) que parecerían “irracionales” desde el punto de vista de
los beneficios individuales adquieren, por el contrario, significado si se consideran en la
perspectiva de la formación de identidad» (Pizzorno, 1994, 141).
Diferenciando estos dos momentos en el proceso de construcción de la identidad colectiva
es posible superar las limitaciones de la teoría de Olson sobre la acción colectiva, así como
la disputa entre comportamiento patológico o racional, ya que buena parte de las
manifestaciones de la conducta colectiva en su proceso inicial de génesis responde a una
racionalidad de formación de identidad y no tanto al cálculo individual utilitarista. Durante
13

esta fase de formación de la identidad colectiva se intensifica la participación y se incrementa


la dedicación a la militancia. Con posterioridad, «una vez alcanzado el objetivo del
reconocimiento de la identidad, cuando los objetivos subsiguientes pueden conseguirse a
través de la negociación, la participación tiende a caer. ... En realidad, encontramos a
menudo una fase intermedia en la que la nueva identidad colectiva se sitúa todavía como
antagónica al sistema. En este caso se verificará probablemente una situación de bloqueo
polarizado, en la que algunos miembros participan intensamente, mientras que otros
desisten, desanimados por la ineficacia a corto plazo de la acción política. La militancia
(incentivada por la fuerte necesidad de nueva identidad y por el alto grado de compromiso
con ésta) aumentará entonces paralelamente al declive de la participación general»
(Pizzorno, 1994, 143).
Una idea parecida al concepto de identidad colectiva encontramos en la definición de
movimiento social de A. Touraine, para quien se presenta como una combinación de un
principio de identidad, un principio de oposición y un principio de totalidad (Touraine, 1978,
108). Pero, sin duda, quien mejor ha sabido plasmar la idea de la identidad colectiva como
elemento central en el análisis de los movimientos sociales ha sido A. Melucci. A partir de
una crítica de la teoría de la movilización de recursos, en el sentido de que conceptos como
recursos discrecionales o estructura de oportunidades no responden a realidades «objetivas»
sino que son interpretados y evaluados por parte de los actores, Melucci llega a la conclusión
de que tal teoría supone la existencia de una identidad (capacidad de definirse a sí mismo y
a su ambiente) colectiva a partir de la cual el actor es capaz de construir unas expectativas y
compararlas con la realidad y su estructura de oportunidades. Pero esta identidad construida
colectivamente se da por supuesta sin explicitar nunca sus procesos de elaboración y
transformación. Para Melucci una identidad colectiva «es una definición interactiva y
compartida, producida por varios individuos que interactúan y que hace referencia a las
orientaciones de su acción, así como al ámbito de oportunidades y restricciones en el que
tiene lugar su acción»
(Meluucci, 1989, 34).
La identidad colectiva de la que habla Melucci responde a un proceso de construcción social
por parte de los individuos o grupos que forman parte de un movimiento social. Como
resultado de un continuo proceso de hacerse y rehacerse o, para ser más exactos, definirse
y redefinirse, la identidad colectiva está en constante transformación, lo que rompe la idea de
la identidad colectiva como algo que permanece inalterado a lo largo del tiempo con el
consiguiente peligro de «reificación». Por otro lado, la identidad colectiva como proceso se
distancia de aquella concepción que la considera como algo unitario y coherente. En
realidad, dentro del ámbito de una identidad colectiva concreta encontramos definiciones
diferentes e incluso contradictorias que compiten entre sí, sin negar la existencia de un
acuerdo sobre aspectos más generales de dicha identidad colectiva. Esta segunda
consideración nos lleva a la reflexión sobre los elementos constitutivos de la identidad
colectiva.

Tres tipos de elementos pueden encontrarse en una identidad colectiva. En primer lugar,
implica la presencia de aspectos cognitivos que se refieren a una definición sobre los fines,
los medios y el ámbito de la u colectiva. Este nivel cognitivo está presente en una serie de
rituales, prácticas y producciones culturales que en ocasiones muestran
gran coherencia (cuando son ampliamente compartidos por los participantes en la acción
colectiva o, incluso, en el conjunto de una determinada sociedad), y en otras circunstancias
presenta una amplia redad de visiones divergentes o conflictivas. En segundo lugar, hacer
referencia a una red de relaciones entre actores que comunican, influencian, interactúan,
negocian entre sí y adoptan decisiones. Según Melucci, este entramado de relaciones puede
presentar una gran versati1idad en cuanto a formas de organización, modelos de liderazgo,
canales y tecnologías de comunicación. En tercer lugar, requiere un cierto grado de
implicación emocional, posibilitando a los activistas sentirse parte de un «nosotros». Puesto
que las emociones también forman parte de una identidad colectiva, su significación no
puede ser enteramente reducida a un cálculo de costes y beneficios, y este aspecto es
especialmente relevante en aquellas manifestaciones menos institucionalizadas de la vida
social como son los movimientos sociales (Melucci, 1989, 1995 y 1996).
El concepto de identidad colectiva formulado por Melucci permite entroncar con aquella
tradición teórica clásica de la acción colectiva que se fijaba sobre todo en la producción
cultural de los movimientos sociales. En esta tradición, Melucci ha sabido ver como nadie
14

esta dimensión, constructivista de la acción colectiva, al tiempo que resalta los desafíos
simbólicos que emergen en las redes sumergidas de los movimientos sociales en un largo
proceso de elaboración durante los momentos de latencia o inactividad pública (visibilidad).

El gran mérito de Melucci ha consistido en señalar el proceso de producción de la identidad


colectiva y su centralidad en la dinámica de la acción colectiva, dando respuesta así a la
pregunta que otros enfoques teóricos daban por supuesta a la hora de explicar el cómo de la
movilización. Me gustaría reflexionar sobre tres últimas ideas que considero importantes. La
primera remite a los agentes de la producción cognitiva; la segunda, a los procesos y
condiciones estructurales de la extensión de dicha producción al conjunto de la sociedad, y,
finalmente, el instrumental analítico para el estudio de este proceso de extensión de los
aspectos cognitivos y simbólicos.
El papel atribuido a los intelectuales en el proceso de formulación de los significados y
valores que proponen los movimientos sociales es un lugar común entre los analistas. Sin
embargo, Eyerman y Jameson en su enfoque cognitivo sobre los movimientos sociales
llaman nuestra atención sobre un aspecto menos señalado: el hecho de que los movimientos
sociales proporcionan un espacio en el que tiene lugar la innovación intelectual. En este
ámbito en el que las prácticas e identidades establecidas son transformadas, y los viejos
roles son reelaborados, se puede analizar la actividad intelectual o praxis cognitiva de los
movimientos sociales que se produce en la tensión entre las prácticas establecidas y la
innovación. «Actores importantes en esta praxis cognitiva son aquellos que hemos
identificado como intelectuales del movimiento (movement intellectuals). Intelectuales del
movimiento son actores que articulan la identidad colectiva que es fundamental en el proceso
de construcción de un movimiento social» (Eyerman y Jameson, 1991, 118). Algunos son
intelectuales desencantados que habiendo adquirido sus habilidades en alguna institución de
la sociedad pasan a desempeñar un importante papel en el movimiento, sobre todo en sus
primeros momentos de desarrollo. Sin embargo, lo que Eyerman y Jameson quieren señalar
no es este hecho, que ya había sido apuntado por otros teóricos de los movimientos
sociales. Su contribución es que estos intelectuales, así como sus ideas, sus redes sociales
y el capital cultural que aportan con ellos al movimiento, se transforman a través de su
actividad en el movimiento. Además, los movimientos sociales proporcionan un espacio en el
que activistas sin un bagaje formal previo encuentran la oportunidad de aprender y practicar
nuevas habilidades, convirtiéndose en un laboratorio de nuevos intelectuales (Eyerman y
Jameson 1991).
Con ejemplos convincentes tomados del movimiento ecologista, pacifista y del movimiento
por los derechos civiles en Norteamérica, Eyerman y Jameson formulan la idea de que
aunque todos los activistas son en cierto sentido intelectuales, puesto que a través de su
acción contribuyen a la formación de la identidad colectiva del movimiento, no todos los
activistas participan de la misma forma en la praxis cognitiva de los movimientos sociales.
Algunos se convierten en organizadores, líderes o portavoces, mientras que otros son menos
visibles. Por otro lado, estos autores establecen una distinción entre los established
intellectuals que se han formado dentro de contextos institucionales establecidos y los
movement intellectuals que realizan sus actividades dentro de un movimiento social.
Tanto la idea de Melucci de los movimientos sociales como laboratorios en los que se
producen continuamente desafíos simbólicos como de Eyerman y Jameson de la praxis
intelectual que se produce a través de estas formas de acción colectiva, señalan el origen de
esa forma de actividad humana que denominamos producción simbólica. El de estas fuentes
simbólicas de los movimientos sociales continúa creciendo de un desarrollo suficiente,
aunque no sucede lo mismo con los mecanismos de su reproducción y extensión. En
realidad, el ámbito de estudio de los movimientos sociales ha estado dominado dulas dos
últimas décadas por enfoques que se han centrado, preferentemente, en el conocimiento de
los procesos de extensión de las diversas formas de acción colectiva, así como en las
condiciones políticas que la impulsan o retrasan. Aunque existen grandes diferencias entre
autores y trabajos que se enmarcan en cada una de estas corrientes, la mayor parte de la
investigación empírica realizada recientemente ha encontrado inspiración teórica en lo que
se ha dado en llamar la teoría de la movilización de recursos y la teoría del proceso político.
Para los analistas de la movilización de recursos la acción colectiva es el resultado de un
cálculo racional de los costes y beneficios de las diferentes posibilidades de actuación. La
movilización social es el producto de factores como los recursos disponibles, la organización
de los grupos y las oportunidades que encuentran los participantes en la acción colectiva.
15

Tanto los factores estratégicos como el tipo de organización son elementos relevantes en la
eficacia de la movilización de recursos y, por lo tanto, para la consecución de los objetivos de
la acción. Los aspectos sobre los que inciden estos autores son los recursos, la estrategia y
la organización.
Junto al énfasis en la organización, en los últimos años se ha desarrollado ampliamente el
estudio del contexto político de la movilización. Autores como Tilly, Kriesi o Tarrow han
sistematizado una serie de variables de las que dependen las oportunidades políticas que
encuentran los movimientos sociales durante la protesta.
S. Tarrow ha definido la estructura de oportunidad política como unto de dimensiones del
entorno político que proporciona incentivos para que se produzca una acción colectiva,
afectando a sus expectativas de éxito o fracaso. Este enfoque enfatiza, sobre todo, la
movilización de los recursos externos disponibles a un grupo determinado. Con este
concepto se pretende ayudar a entender por qué los movimientos sociales obtienen
temporalmente incentivos frente a las elites o las autoridades y, después, los pierden
rápidamente a pesar de sus mejores esfuerzos (Tarrow, 1994, 85).
Tarrow diferencia dos tipos de elementos en la estructura de Oportunidad política, unos más
estables y otros que responden más fácilmente a procesos de cambio. Entre los primeros, se
subraya la importancia de la fortaleza del Estado, medida a través del grado de
centralización/descentralización de su estructura administrativa, y la posibilidad de reprimir o
facilitar (control social) la acción colectiva. Mientras un Estado centralizado tiende a
concentrar las demandas de los actores colectivos en la cima del sistema político, los
Estados descentralizados proporcionan a los movimientos sociales un gran número de
puntos de acceso para la reivindicación de sus objetivos en la base del sistema institucional.
En referencia a las formas de represión y control social, el Estado puede optar por una
estrategia más represiva, o por la utilización de medios más efectivos de control social como
la legitimación y la institucionalización de la acción colectiva.
Entre los aspectos cambiantes de la estructura política que proporcionan oportunidades y
recursos a los movimientos sociales, S. Tarrow enumera cuatro: el grado de apertura a la
participación que repercute en la acción colectiva; los cambios en las alianzas dominantes,
sobre todo cuando se producen alianzas inestables; la existencia y disponibilidad de aliados
influyentes; y la división entre elites que se manifiesta en conflictos dentro de y entre las
elites. Estas cuatro dimensiones más coyunturales de la estructura política son otros tantos
factores que pueden extender y difundir las oportunidades de ciertos grupos para llevar a
cabo una movilización colectiva.
Tanto los recursos económicos y organizativos como las características del contexto político
influyen en la evolución de los movimientos sociales, pero ya que éstos plantean cambios
más o menos profundos en uno o varios aspectos del orden social debiéramos considerar,
aunque sea brevemente, el instrumental para analizar las propuestas y contenidos que
persiguen a través de su acción. Una de las aportaciones más sugerentes en este ámbito es,
en mi opinión, lo que se ha dado en llamar el frame analysis, o análisis de los marcos
interpretativos. Con el concepto de frame alignment, Snow et al. se refieren a la relación
entre las interpretaciones de los individuos y las de las organizaciones en un movimiento
social, de tal manera que cuando se produce ese alineamiento el conjunto de intereses,
valores y creencias individuales y las actividades, objetivos e ideología de la organización
llegan a ser congruentes y complementarlos (Snow et al., 1986, 464). El concepto de frame
alignment es bastante similar al de consensus mobilization (Klandermans), y ambos se
utilizan para analizar la comunicación persuasiva de las organizaciones de un movimiento.
Snow et al. definen frame alignment como el resultado de un proceso interactivo que implica
hasta cuatro tipos distintos de procesos: la conexión de marcos interpretativos (bridging), la
explicación y desarrollo de un marco (amplification), la extensión de un marco interpretativo
(extension) y su transformación (frame transformation) (Snow et al., 1986).
Los programas, causas y valores que algunas organizaciones promueven pueden no estar
en consonancia con o parecer antitéticos a los estilos de vida convencionales y a los marcos
interpretativos existentes. En tales casos, la transformación de los frames existentes requiere
la propuesta de nuevos valores y el abandono de los viejos significados y creencias. El
resultado de este proceso puede ser la transformación de un ámbito o dominio específico
como los hábitos dietéticos, las pautas de consumo, las actividades de ocio, los cambios de
estatus para determinadas categorías de personas, etc. En otras ocasiones, este proceso
transforma los marcos interpretativos globales, llegando a funcionar como una especie de
marco maestro que interpreta acontecimientos y experiencias bajo una clave diferente y
16

sobre el que se apoyan otros marcos de alcance más limitado (Snow et al., 1986). A estos
marcos generales Snow y Benford (1992) los denominan master frames. Con la
caracterización y atribución de contenidos a este concepto, estos autores pretenden elaborar
una herramienta útil para analizar el proceso de producción de los modelos culturales
dominantes con los que interpretamos la realidad social, así como los mecanismos
simbólicos de extensión de los marcos emergentes y de su posible éxito social, con el
resultado del progresivo abandono de los marcos preexistentes.
Los marcos interpretativos dominantes funcionarían como la gramática para un código
lingüístico, permitiendo entender y hablar de lo sucede en el mundo con sentido. Sin
embargo, aunque todos los marcos funcionan de la misma manera pueden mostrar
diferencias en los tres aspectos de que se componen. Cualquier marco dominante tienen que
cumplir una función explicativa a través de la elaboración de un diagnóstico que implica tanto
la identificación de un problema como la atribución de culpabilidad o causalidad. En segundo
lugar, desarrolla una función de articulación, pudiéndose diferenciar entre unos marcos más
restringidos y rígidos y otros más elaborados y flexibles. En tercer lugar, encontramos la
función de movilización potencial que dependería de dos variables: a) la relevancia para el
mundo y la vida de adherentes y simpatizantes y b) la capacidad de resonancia potencial,
basada en la credibilidad simbólica o fidelidad narrativa (Snow y Benford, 1992, 138-141).
Con estos útiles metodológicos es posible analizar el proceso de extensión de la producción
simbólica, que emergiendo a través de la acción colectiva de los movimientos sociales se va
extendiendo progresivamente a otros ámbitos sociales hasta producir, en determinadas
circunstancias, un cambio de valores.

4. COMENTARLOS FINAI.ES

Los enfoques que consideraban la acción colectiva característica de individuos poco o mal
integrados en la sociedad y procedente de sectores marginados han sido reemplazados por
otros que ponen su acento en la búsqueda racional de determinados objetivos privados o
metas colectivas.
El predominio de los análisis basados en la teoría de la elección racional ha conducido a
privilegiar aspectos como los recursos, la organización y las oportunidades que los grupos
estructurados deben gestionar eficazmente en su acción estratégica con que pretenden
alcanzar éxito en su movilización. Lamentablemente, esta forma de entender la acción
colectiva no ha prestado tanta atención a los aspectos simbólicos y culturales también
presentes en el proceso de movilización colectiva.
El análisis de los aspectos simbólicos cuenta con una larga tradición, como hemos puesto de
manifiesto recuperando las aportaciones de autores clásicos como Blumer, Killian o Turner.
También pensadores como Smelser reconocen su relevancia, aunque se centran más en los
aspectos estructurales que enmarcan la acción colectiva de los movimientos sociales.
En las sociedades capitalistas avanzadas nuevas condiciones estructurales acompañan la
emergencia y desarrollo de nuevas o renovadas formas de movilización colectiva, como han
puesto de manifiesto los diagnósticos de Berger, Habermas, Offe e Inglehart. Para estos
autores una de las aportaciones centrales de los movimientos sociales en la modernidad es
proponer nuevas formulaciones simbólicas e impulsar una renovación de los valores sociales
de la modernidad.
Un valor básico de esa modernidad ha sido la búsqueda de crecientes espacios de
autonomía individual y social para que los individuos construyan y defiendan tanto su
identidad personal como una multiplicidad de identidades colectivas. Las aportaciones de
autores como Eyerman, Jameson y Melucci nos ayudan a entender el proceso de
construcción social de dichas identidades, mientras que metodologías como la propuesta por
Snow y Benford pueden arrojar luz sobre el proceso de transformación de los desafíos
simbólicos en nuevos valores sociales.

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