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El judaísmo en la diáspora.
Por nacimiento, Pablo perteneció al judaísmo de la dispersión, que agregaba aún más
diversidad al judaísmo pluriforme observado en Judea. Muchos judíos habían permanecido en
Babilonia después del destierro: ellos darían origen en el siglo VII d.C. al Talmud. Asimismo, los
judíos deportados por Ptolomeo Soter (uno de los sucesores de Alejandro Magno) en el 312 a.C.
fueron distribuidos en las guarniciones militares de Egipto y también en Alejandría. Allí el pensador
judío Filón escribiría 350 años más tarde: "Existen cuatro barrios en la ciudad, a los que se designa
con las cuatro primeras letras del alfabeto. Dos de estos barrios se llaman barrios judíos, debido a
que en ellos habitan un gran número de judíos; pero son muchos los que habitan igualmente en los
otros barrios, por todos los sitios" (Filón de Alejandría, Contra Flaco 55). Y el mismo le informará
al emperador Calígula que "las sinagogas eran muchas en todos los barrios de la ciudad"
(Delegación a Cayo 132). La misma designación de la casa de culto como sinagoga muestra la
influencia griega sobre los judíos, puesto que el término syn-agogê (gr. congregación) comenzó a
suplantar como equivalente al vocablo hebreo kneset.
Según Josefo las comunidades judías de esa ciudad gozaron de ventajas jurídicas similares a
las que tenían los habitantes de origen griego (Antig. XII,9). De ahí se entiende que los judíos hayan
podido conseguir una notable integración en el ambiente cultural helénico, manifestada en el uso
del griego como lengua propia e incluso en la adopción de nombres helénicos por parte de muchos
de ellos. Así por ejemplo, Matthatías (hebr. don de YHWH) se convertía en Theodotos.
Hasta asumieron una institución tan empapada de recuerdos mitológicos y de literatura
épica como era la vida atlética. La gymnasía (gr. gymnós = desnudo) era el elemento que mejor
permitía a los jóvenes judíos la apertura a la cultura helenística, como llegaría a recomendar el
mismo Filón: "Los padres hacen un gran servicio a los hijos, a sus cuerpos, llevándolos al gimnasio
y haciéndoles practicar ejercicios físicos que les permiten adquirir el vigor, la salud y la elegancia,
el equilibrio y la gracia necesarias a todo movimiento y actitud; y a sus almas, iniciándolas en la
gramática y en la aritmética, en la geometría y en la música, así como en el conjunto de la filosofía
que sirve para elevar a las alturas el espíritu, inmerso en el cuerpo mortal, acompañándolas hasta el
cielo donde le muestra las criaturas que gozan de la dicha y de la felicidad, provocando en ellas una
ardiente pasión por este orden inmutable y armónico, del que este ejército, sometido a las órdenes
de su jefe, no se separa jamás" (Sobre las Leyes específicas II,230).
Otra obra emprendida por estos judíos helenizantes fue la traducción al griego de su
Escritura Sagrada, del mismo modo como en Judá se traducía el mismo texto al arameo para la
comprensión de las mayorías que ignoraban ya el hebreo. El trabajo comenzó, obviamente por la
Ley, cuyos cinco libros fueron denominados ya no por sus primeras palabras, sino mediante
nombres griegos que explicaban en cierto modo su contenido: Génesis (el Origen), Exodo (la
Salida), Levítikon (sobre los Levitas), Arithmoi (los Números), Deuteronomion (la Segunda Ley).
Pero al continuar con los Profetas, asociaron los Profetas menores y la obra del Cronista a los Cinco
libros de la Ley, formando un conjunto que llamaron Pentateukhós y Libros históricos. Con esta
agrupación, lamentablemente, cambiaron la óptica original que les habían dado los redactores
hebreos. El resto de los escritos integraban la segunda parte que llamaron Libros poéticos y
proféticos. A partir de una tradición que refería que 70 escribas habían realizado la traducción, a
esta traducción se la llamó los LXX. Y debido a que estos Escritos sagrados eran los libros por
excelencia, se comenzó a denominarlos sin más los Libros (gr. ta Biblía).
La vida moderna que rodeaba a los judíos de Alejandría comenzó a envolver también a los
habitantes de Judá, sobre todo a partir del reinado (283-246) de Ptolomeo II Filadelfos (gr. el que
ama a sus hermanos). Sin prestar mucha atención a la montañosa y poco accesible Judá, el mayor
interés del rey de Alejandría había recaído sobre la llanura costera y sobre el norte y la
Transjordania (límite con los dominios de los sucesores de Seleuco). Allí reedificó las antiguas
ciudades según los planos de las polis griegas y les dio nuevos nombres: al antiguo puerto de Akko
(sobre el Mediterráneo) la llamó Ptolemaida, a la antigua Bet-Shean la llamó Escitópolis y a la
antigua Rabbá de los ammonitas la llamó Filadelfia. La región entera sería conocida como Siro-
Fenicia. Ni bien abandonaba Judá, cualquier judío se encontraba inmediatamente en una ciudad
helenizada llena de columnas y estatuas de mármol, en la que se hablaba griego, en la que había
modernos edificios destinados al juego y al deporte al uso griego, como los teatros, las escuelas de
atletas, los salones de baño y los templos.
La transformación verificada en los judíos dispersos en ese nuevo mundo pudo ser también
un factor estimulante en la progresiva helenización del judaísmo palestinense. Pero, obviamente,
este proceso no podía dejar de provocar divisiones. Pues, por un lado, algunos judíos pensaban que
Israel debía adaptarse a esa nueva cultura si quería tener futuro, y dejar de estar condicionado por
aquellas costumbres tan poco racionales, nacidas de un pasado primitivo y de ciertos tabúes. Pero,
por otro lado, para muchos esas costumbres eran de origen divino y, aunque hacían a Israel distinto
de las demás naciones y lo ponían al margen de ese mundo moderno, sin embargo lo constituían en
el verdadero pueblo de Dios. Acomodarse a esa cultura unificadora del helenismo no sería otra cosa
que una traición a Dios, a su propio pasado y al futuro reino esperado.