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Javier Tomeo, en El Escorial en 1999.

SANTI BURGOS
Hizo mutis Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932-Barcelona, 2013)
de la manera más absurda posible, pues entró en el hospital a paso
de caracol, debido a una ciática, y lo mandaron a Montjuïc con una
infección, en una muerte más propia de cualquiera de sus
estrambóticos personajes. No sé si alguien habrá llegado a conocer
realmente a este hombre escéptico, solitario y afable, más aficionado
a hablar él que a escuchar a los demás, gran observador de la
realidad, sobre todo de las peculiaridades humanas, con algo de
amado monstruo recluido en su patíbulo interior, oyendo los cantos
de las vecinas y de los pájaros a través de las ventanas del patio de
su casa.
Tardó Tomeo en llegar a la literatura, tras años escribiendo novelitas
de quiosco para Bruguera, con el seudónimo de Frantz Keller,
traduciendo libros sin firmar, como ocurrió con alguna de las mejores
novelas de Juan Perucho, mientras estudiaba Derecho y algo de
Criminología, y trabajaba en la editorial Marte y luego en la
multinacional Olivetti, donde no consigo imaginármelo.

El reconocimiento literario empezó cuando Anagrama le publicó una


novela entonces tan atípica como El castillo de la carta cifrada (1979),
pero sobre todo con el éxito en Europa, en Francia y Alemania
especialmente, del montaje teatral de Amado monstruo, novela
publicada en 1985. Después siguieron otros dos libros importantes en
su trayectoria: Historias mínimas (1988) y El crimen del cine Oriente
(1995). El primero, un extraordinario volumen de singulares
microrrelatos, pues se alejan de lo estrictamente narrativo para
acercarse al teatro. En España fue José María Pou el mayor valedor
de las posibilidades teatrales de su narrativa, y quizá también el
mejor intérprete.
En una ocasión, el gran Juan Benet comentó que los libros de Tomeo
eran como croquetas. Es cierto que nuestro autor pecó de prolífico,
pero los cuatro títulos que hemos citado son singulares; así también
su concepción de la literatura, entre lo fantástico, lo paradójico y lo
grotesco, y sus personajes, seres que monologan o dialogan como
ningún otro en la historia literaria, para acabar desenvolviéndose en
círculos concéntricos que se alejan, según le gustaba afirmar a
Tomeo. Aun cuando le hayan buscado antecedentes prestigiosos, de
la estirpe de Goya, Poe, Freud, Kafka o Buñuel, sí se alimentó, los cita
con frecuencia en su narrativa breve, de clásicos como Aristóteles,
Plinio, Caudio Eliano, El Fisiólogo o Buffon.
No tuvo, desde luego, el reconocimiento que merecía, ni siquiera le
concedieron el Premio de las Letras Aragonesas, para vergüenza de
sus paisanos. En la que seguramente debió de ser la postrera
entrevista que concediera, publicada en el último número de la
felizmente renacida revista Quimera, comentaba la aparición de una
nueva novela: Constructores de monstruos (Alpha Decay), a la que
habría que añadir El amante bicolor, que en otoño publicará
Anagrama, su editor por antonomasia, aunque me consta que sentía
mucha simpatía por el joven editor Enric Cucurella. Parece que ha
logrado terminar asimismo un libro de microrrelatos, encargo de
Menoscuarto, que iba a llevar un prólogo de Irene Andres-Suárez,
quizá junto a Ramón Acín, quienes más profundizaron en el
conocimiento de su obra.
Tampoco fue un escritor de masas (publicar sus libros, le confesaba
en este periódico a Carles Geli, “es como tirar una piedra al agua: hay
un chasquido y luego surgen ondas concéntricas que desaparecen
rápido”), pero sí tuvo lectores fieles y una crítica que supo entender
sus siempre peculiares novelas, cuentos, microrrelatos, bestiarios y
fábulas. El crítico y escritor Julio Manegat fue su primer valedor, y
con él andará ya, dondequiera que esté, seguramente de tertulia, en
la compañía de Tomás Salvador y de su refunfuñón alter ego Ramón.

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