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SANTI BURGOS
Hizo mutis Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932-Barcelona, 2013)
de la manera más absurda posible, pues entró en el hospital a paso
de caracol, debido a una ciática, y lo mandaron a Montjuïc con una
infección, en una muerte más propia de cualquiera de sus
estrambóticos personajes. No sé si alguien habrá llegado a conocer
realmente a este hombre escéptico, solitario y afable, más aficionado
a hablar él que a escuchar a los demás, gran observador de la
realidad, sobre todo de las peculiaridades humanas, con algo de
amado monstruo recluido en su patíbulo interior, oyendo los cantos
de las vecinas y de los pájaros a través de las ventanas del patio de
su casa.
Tardó Tomeo en llegar a la literatura, tras años escribiendo novelitas
de quiosco para Bruguera, con el seudónimo de Frantz Keller,
traduciendo libros sin firmar, como ocurrió con alguna de las mejores
novelas de Juan Perucho, mientras estudiaba Derecho y algo de
Criminología, y trabajaba en la editorial Marte y luego en la
multinacional Olivetti, donde no consigo imaginármelo.