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Dirk Husemann
Para Jutta:
durante el viaje, una buena
compañía es el mejor atajo
Prólogo
772 d.C.
onventos de mujeres!
-¡C La voz iracunda del abad Johannes surgía de la
celda de la abadesa y resonaba en el pasillo. Imma
apretó el paso. Habían anunciado que el abad solo las
visitaría pasado mañana. Un instante después apartó la
cortina y entró en la celda, respirando entrecortadamente y
con el rostro aún anegado en lágrimas.
—Pater Immediatus —dijo, saludando al huésped—.
¿Permitís que entre?
—Pues ya lo habéis hecho, Imma —espetó Johannes.
El clérigo estaba de pie ante la pequeña ventana con los
brazos cruzados, mirando fijamente a Imma. La abadesa
Hrortruda estaba sentada en un taburete como una pecadora
y se retorcía las manos huesudas.
—No conozco un convento de hombres en el que los
deberes manuales sean desatendidos hasta este punto —
prosiguió Johannes—. Las ripias caen del techo cuando sopla
la menor brisa. Los cercos están torcidos. Este convento es
presa de la decadencia.
«El padre tiene razón», pensó Imma mientras examinaba
la habitación. La celda de la abadesa era húmeda, incluso
muy húmeda en esa época del año. Manchas negro verdosas
salpicaban el mortero y el mampuesto. Las grietas de los
taburetes y de la cama demasiado pequeña estaban llenas de
moho.
El Pater Immediatus estaba apoyado contra la ventana y
parecía darle la bienvenida a las mínimas ráfagas de aire
fresco que penetraban a través de la pequeña abertura. «No
tardará en desear encontrarse de nuevo en Arlés, en la corte
del arzobispo y en sus pulcros aposentos privados», pensó
Imma y reprimió una sonrisa. Las visitas del abad siempre se
desarrollaban como la estudiada salida a escena de un actor,
solo que no eran entretenidas.
Antes de que Johannes pudiera continuar con su
perorata, Hrortruda lo interrumpió.
—Le agradezco a Dios, Pater Immediatus, que vuestro
camino os haya vuelto a conducir a San Albola. ¿Traéis una
de las nuevas traducciones de la Biblia en vuestro equipaje?
En una carta os rogaba que me trajerais una de esas obras
de Alcuino de York. Recibisteis mi carta, ¿verdad?
Imma comprobó que los ojos de la abadesa habían
perdido vivacidad. Otrora, el entusiasmo y la fe que brillaban
en la mirada de Hrortruda la hechizaban. «El convento se
derrumba y con él las monjas que debieran cuidarlo», pensó.
El intento de la abadesa de cambiar de tema era demasiado
torpe para coronarse con éxito.
Sin embargo, para sorpresa de Imma, el abad abandonó
sus críticas. Se alejó de la ventana, se acercó a la abadesa y
la cogió de las manos.
—Hay un motivo por el cual he adelantado mi visita,
Hrortruda. Me han ocurrido cosas espantosas de camino al
convento. Se avecina un peligro, un gran peligro, y el tiempo
apremia.
Imma se sentó en el lecho de la abadesa.
Johannes miró a las mujeres como si fueran dos
monaguillos a quienes debía aclarar la seriedad de sus
deberes.
—Hay sarracenos en las proximidades, al oeste de aquí.
Saquean e incendian aldeas. Si siguen avanzando en la
misma dirección se toparán con este convento dentro de
escasos días. Temo lo peor.
Hrortruda le lanzó una mirada serena.
—Desde los días en que era una novicia, Pater
Immediatus, los sarracenos cometen excesos en las
comarcas fronterizas. Pero jamás se les ha ocurrido atacar un
convento cristiano. Jamás. Uno puede opinar lo que quiera
sobre esos diablos musulmanes, son blasfemos y mentirosos,
asesinos y adúlteros, unos salvajes lascivos, pero respetan la
religión de otras culturas. Según he oído, incluso el emir de
Córdoba permite el asentamiento de pequeños enclaves de
cristianos y judíos. —La anciana sacudió la cabeza—. Lo
lamento por las víctimas de esos malvados, rezaré por sus
almas. Sin embargo, aquí nosotras nos encontramos bajo la
segura protección de Dios.
El abad apoyó las manos en la mesa.
—Vuestra experiencia vital os honra, pero esta vez las
cosas son distintas: Bagdad quiere emprender una nueva
guerra contra el reino franco y, en nombre de Harun al
Rashid, Córdoba debe provocar a Carlomagno. ¿Y dónde, os
pregunto, la paz es tan frágil como una piel fina? Aquí en
Septimania. Pese a que han pasado cincuenta años, Córdoba
no ha superado la pérdida de la provincia que ahora está en
manos de los francos. Y para las salvajes hordas del emir
atravesar los Pirineos y llegar a vuestras puertas solo supone
un par de pasos.
—¿Poseéis pruebas que demuestren vuestra sagacidad
diplomática?
La falta de tacto de la anciana le produjo una secreta
alegría a Imma.
—El convento de San Trófimo se encuentra a dos días de
viaje de aquí. ¿Lo conocéis?
—Desde luego —gruñó la abadesa.
—Los sarracenos lo han arrasado, solo las ruinas aún
humean en ese lugar desdichado. Los cobardes salteadores
llegaron de noche, hace una semana. Cuando pasé por allí,
los escasos sobrevivientes se dedicaban a enterrar a los
muertos. Tuvieron que cavar una tumba especialmente
grande para el abad, porque no pudieron desprenderlo de la
cruz a la cual sus asesinos lo clavaron. Los hermanos de San
Trófimo tampoco creyeron que los árabes atacarían una
abadía sin recursos. Ahora lo han perdido todo. ¿Vos también
queréis acabar así?
La abadesa se retorció las manos.
—Si eso es verdad, vuestras sospechas podrían verse
confirmadas, Johannes, pero ¿qué hemos de hacer? Veréis,
aquí hay veintitrés mujeres, en su mayoría demasiado
ancianas para caminar erguidas, las otras demasiado jóvenes
para conservar la sensatez. A nosotras solo nos queda la
oración o la huida. ¡Y podéis estar seguro de que no le
entregaré mi casa a ningún bárbaro!
Hrortruda tosió, el discurso la había dejado sin aliento.
Imma apoyó una mano en los dedos huesudos de la
superiora.
—Todavía no ha sucedido nada —dijo el padre Johannes
—. A lo mejor podemos pedir ayuda en Nimes. Lo intentaré,
mi adlátere es un jinete experto, le diré que parta ahora
mismo. El conde Otolf no nos negará una tropa de guerreros
y en tres o cuatro días los catafractos protegerán este lugar.
—¡Catafractos, jinetes envueltos en pesadas armaduras
en San Albola! Eso es como expulsar al diablo con Belcebú —
se entrometió Imma.
—Temo que el Pater Immediatus tiene razón —murmuró
la abadesa—. Debierais enviar el mensaje lo antes posible.
Hasta que arribe la ayuda nos dedicaremos a rezar y a
suplicarle al Señor que obligue a los árabes a reflexionar —
dijo y se puso de pie soltando un quejido—. Venid, hermana
Imma, le traeremos pergamino y pluma a nuestro huésped.
La encorvada abadesa se dirigió a la puerta, pero Imma
permaneció en la celda.
—Adelantaos, hermana superiora, le haré compañía al
padre Johannes durante unos momentos —dijo Imma a
espaldas de la anciana. «¡Qué vieja que está!», pensó,
preocupada.
Cuando los pasos arrastrados se apagaron el padre
Johannes enderezó los hombros.
—Bien, hermana Imma, ¿qué es eso que queréis
comentar conmigo y que no deseáis que sea oído por la
abadesa?
—No debéis enfadaros con Hrortruda, Pater Immediatus.
La vejez la vuelve más terca con cada día que pasa, pero es
una buena abadesa.
—No lo dudo.
—Debierais echarle un vistazo a la notación musical que
ha inventado. Mediante las neumas puede encerrar la música
en el pergamino. Imaginaos: libros repletos de tonos, fijados
para toda la eternidad.
—Eso es muy interesante, pero tal como habéis oído
dispongo de escaso tiempo. Así que ahora habréis de
disculparme.
Imma se restregó las manos sudorosas en la casulla.
—Pater Immediatus, os ruego que escuchéis mi
confesión. He pecado y supone un peso muy grande.
Demasiado grande como para que lo sepa la hermana
Hrortruda. Dios os condujo hasta aquí para que pueda
confesarme. ¿Me escucharéis y me daréis la absolución?
—¿Queréis confesaros conmigo? Pero nuestra Iglesia no
prevé la confesión privada. Vos deberíais saberlo.
—Conozco muy bien las leyes de la Iglesia, pero mis
pecados suponen una carga tan pesada que mi alma se
resiste a pedir perdón durante la misa. ¿No podríais hacer
una excepción?
—¿Y actuar en contra de la voluntad del Papa y de todas
las convenciones? El castigo previsto para las transgresiones
graves es la flagelación. Dirigíos a la abadesa, ella hará que
os flagelen. Esta conversación se ha acabado, hermana
Imma. No os preocupéis, olvidaré el deseo infame que habéis
manifestado. Y ahora marchaos, el tiempo apremia.
Imma clavó la mirada en el rostro de mentón puntiagudo
y pómulos prominentes; el Pater Immediatus le negaba la
confesión privada. Por supuesto. Imma comprendía su
negativa, puede que ella hubiese hecho lo mismo; no
obstante, se sentía rechazada como una novicia regañada.
—Padre Johannes —insistió—, si los sarracenos nos
atacan y he de morir, mi alma deberá enfrentarse a nuestro
Señor cargada de pecados. Comprendo vuestra objeción,
pero ¿no sería mejor que buscáramos nuestra salvación en la
eternidad y no en esta corta vida?
Johannes la agarró de los brazos y la obligó a ponerse de
pie.
—Debemos hallar otro momento para la teología,
hermana chantre. Ahora insisto en escribir esa carta al conde
Otolf. Si resultara que la situación es inocua, me acordaré de
vos. Os ruego que comprendáis —dijo y empujó a Imma al
pasillo con mano firme.
Mientras ella seguía buscando argumentos la cortina ya
se había cerrado ante la celda.
Imma se encontraba en un campo, cerca de un muro en
ruinas. La escena parecía irreal. ¿Cómo había llegado allí?
Estaba rodeada de monstruos, figuras humanas con cabeza
de lobo que golpeaban el suelo con espadas y hacían saltar
chispas. Brincaban y corrían en círculo alrededor de Imma.
Después le lanzaban dentelladas con sus morros largos de
belfos babeantes. Uno ocultaba un rostro de animal bajo la
máscara de un ser humano; aunque Imma nunca lo había
visto le resultaba extrañamente familiar. Cogió la máscara,
con curiosidad y sin temor. Entonces dos hombres lobo se
abalanzaron sobre ella, se arrodillaron y comenzaron a
devorarle los pies. Le hacían cosquillas y ella los retiró.
Demasiado tarde: sus pies habían desaparecido, ya no
podía huir. El enmascarado se acercó y ella retrocedió hasta
chocar contra una pared. Se encontró en un nicho y las
paredes le presionaban los hombros.
—¡Pero aquí dentro no hay espacio! —les gritó a las
quimeras. Las criaturas asintieron como si su cabeza colgara
de hilos invisibles—. ¡No hay espacio! —repitió, pero nadie
parecía oírla ni querer escucharla.
La criatura lobuna comenzó a tapiar el nicho con ladrillos
y mortero. Ya había levantado una pared que llegaba hasta
las caderas de Imma, hasta el pecho, hasta el cuello.
Finalmente, solo un delgado rayo de luz penetraba en el
nicho. Ella se apretó contra la pared y espió a través del
diminuto hueco. A un palmo de distancia, pero inalcanzable,
se encontraba el enmascarado. Su aliento olía a mirra. De
pronto se arrancó la máscara y, antes de que Imma lograra
ver quién o qué era, una mano peluda se introdujo en el
hueco y presionó el rostro artificial contra la cara de ella.
Luego oyó como el último ladrillo ocupaba su lugar, después
la envolvió la oscuridad.
Imma despertó y abrió los ojos; el silencio más absoluto
reinaba en el dormitorio; la oscuridad la irritaba. En general,
la tenue luz de la luna que penetraba a través de los
pequeños huecos en las paredes iluminaba el dormitorio,
pero no veía fantasmas ni sombras, solo negrura. ¿Y si no
hubiese sido un sueño? ¿Si de verdad la habían emparedado?
El pulso se le aceleró. Decidió abandonar el lecho y poner
fin a la fantasmagoría; no podía faltar mucho para las laudes
y quería rezar antes de la misa.
Cuando quiso abandonar el catre chocó contra una pared.
Soltó un alarido, chilló y golpeó las palmas contra la
pared una y otra vez, emitiendo gritos agudos, agitando la
cabeza y percibiendo el sabor salado del sudor y el miedo.
Solo después notó el haz de luz a sus espaldas, se volvió
y vio las miradas temerosas de las otras hermanas. Armadas
de candeleras dos monjas se inclinaban sobre ella y
expulsaban la noche oscura.
—Hermana limosnera, hermana camarera —dijo Imma en
voz alta.
Por fin comprendió: había sufrido una pesadilla y un
sueño desasosegado, al tiempo que debía de haberse girado
en el catre sin darse cuenta. Cuando despertó estaba tendida
sobre el lado derecho, como de costumbre, pero en dirección
opuesta: con la cabeza donde solía tener los pies y, como
había cambiado de posición, la pared que todas las noches
notaba a sus espaldas de pronto se encontraba ante ella.
«Soy una tonta», se regañó mentalmente. Aún
perseguida por la visión, murmuró:
—Los hombres lobo no existen. ¿Cómo pude creer que
algo así fuera posible?
Las monjas la miraron, perplejas. Algunas sonreían, pero
al ver la expresión de disgusto y enfado de Imma, ocultaron
la risa tras las manos y bajaron la vista.
—Lo que os asustó fue una pesadilla —dijo Atula, la
cillerera.
La pequeña monja siempre se esforzaba por serenar el
carácter irritable de Imma.
—¿Ah, sí? ¿Quién os ha ordenado interrumpir mi sueño?
—bufó la chantre, y abandonó el catre para alejarse
ruidosamente.
Poco después las velas volvieron a apagarse en el
dormitorio; aún se oían cuchicheos en los catres de las
monjas más jóvenes, hasta que regresó el silencio y la luz de
la luna se derramó sobre las durmientes como una mortaja
plateada.
Trasco bostezó.
—Empiezo a hartarme. Estoy hasta las narices del juego
del escondite y de los disfraces. Primero fingimos ser árabes
y ahora monjes. ¿Qué será lo próximo, Gualfredo?
¿Disfrazarnos de vírgenes adornadas para la consagración?
—Tal vez de cerdos de camino al matadero. Entonces no
tendrías que tomarte muchas molestias con el disfraz,
Trasco.
Trasco le dio una colleja a su compinche; allí donde la
improvisada tonsura revelaba el cuero cabelludo apareció una
mancha roja.
—¡Eh, tú! ¡No hay motivo para ofenderse! Resulta que te
pareces a un cerdo... y también hueles como uno.
Trasco intentó abalanzarse sobre Gualfredo, pero antes
de que la pelea escalara este señaló el otro extremo del
recinto en que se encontraban.
—¡La viga ha desaparecido, Trasco!
Trasco parpadeó en la semioscuridad del edificio. La
puerta situada en el otro extremo estaba cerrada, pero
Gualfredo tenía razón: la viga con la cual el día anterior
habían atrancado la puerta para encerrar a los monjes ya no
estaba.
—¡Por la placenta de mi madre! ¿Quién quitó la viga?
¡Date prisa, comprueba que no se haya caído! —gritó, y
empujó a Gualfredo al interior de la oscura habitación.
Pero no encontraron la viga.
—Hunoldo nos descuartizará —susurró Gualfredo con voz
trémula.
—Tranquilo, cobardica. Primero veremos si los monjes
aún están allí y después comprobaremos cómo sabe el vino
del convento.
Trasco abrió la puerta y Gualfredo lo siguió escaleras
abajo.
Fin