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Una playa con sorpresa

No había nadie en aquella playa que no hubiera oído hablar de Pinzaslocas, terror de pulgares,
el cangrejo más temido de este lado del mar. Cada año algún turista despistado se llevaba un
buen pellizco que le quitaba las ganas de volver. Tal era el miedo que provocaba en los bañistas,
que a menudo se organizaban para intentar cazarlo. Pero cada vez que creían que lo habían
atrapado reaparecían los pellizcos unos días después, demostrando que habían atrapado al
cangrejo equivocado.

El caso es que Pinzaslocas solo era un cangrejo con muy mal carácter, pero muy habilidoso. Así
que, en lugar de esconderse y pasar desapercibido como hacían los demás cangrejos, él se
ocultaba en la arena para preparar sus ataques. Y es que Pinzaslocas era un poco rencoroso,
porque de pequeño un niño le había pisado una pata y la había perdido. Luego le había vuelto a
crecer, pero como era un poco más pequeña que las demás, cada vez que la miraba sentía
muchísima rabia.

Estaba recordando las maldades de los bañistas cuando descubrió su siguiente víctima. Era un
pulgar gordísimo y brillante, y su dueño apenas se movía. ¡Qué fácil! así podría pellizcar con
todas sus fuerzas. Y recordó los pasos: asomar, avanzar, pellizcar, soltar, retroceder y ocultarse
en la arena de nuevo. ¡A por él!

Pero algo falló. Pinzaslocas se atascó en el cuarto paso. No había forma de soltar el pulgar. El
pellizco fue tan fuerte que atravesó la piel y se atascó en la carne. ¿Carne? No podía ser, no
había sangre. Y Pinzaslocas lo comprendió todo: ¡había caído en una trampa!

Pero como siempre Pinzaslocas estaba exagerando. Nadie había sido tan listo como para
prepararle una trampa con un pie falso. Era el pie falso de Vera, una niña que había perdido su
pierna en un accidente cuando era pequeña. Vera no se dio cuenta de que llevaba a Pinzaslocas
colgado de su dedo hasta que salió del agua y se puso a jugar en la arena. La niña soltó al
cangrejo, pero este no escapó porque estaba muerto de miedo. Vera descubrió entonces la pata
pequeñita de Pinzaslocas y sintió pena por él, así que decidió ayudarlo, preparándole una casita
estupenda con rocas y buscándole bichitos para comer.

¡Menudo festín! Aquella niña sí sabía cuidar a un cangrejo. Era alegre, divertida y, además, lo
devolvió al mar antes de irse.

- Qué niña más agradable -pensó aquella noche- me gustaría tener tan buen carácter. Si no
tuviera esta patita corta…

Fue justo entonces cuando se dio cuenta de que a Vera no le había vuelto a crecer su pierna, y
eso que los niños no son como los cangrejos y tienen solo dos. Y aún así, era un encanto.
Decididamente, podía ser un cangrejo alegre aunque le hubieran pasado cosas malas.

El día siguiente, y todos los demás de aquel verano, Pinzaslocas atacó el pie de Vera para volver
a jugar todo el día con ella. Juntos aprendieron a cambiar los pellizcos por cosquillas y el mal
carácter por buen humor. Al final, el cangrejo de Vera se hizo muy famoso en aquella playa
aunque, eso sí, nadie sospechaba que fuera el mismísimo Pinzaslocas. Y mejor que fuera así,
porque por allí quedaban algunos que aún no habían aprendido que no es necesario guardar
rencor y tener mal carácter, por muy fuerte que un cangrejo te pellizque…
Los malos vecinos

Había una vez un hombre que salió un día de su casa para ir al trabajo, y justo al pasar por
delante de la puerta de la casa de su vecino, sin darse cuenta se le cayó un papel importante. Su
vecino, que miraba por la ventana en ese momento, vio caer el papel, y pensó:

- ¡Qué descarado, este vecino va y tira un papel para ensuciar mi puerta, disimulando
descaradamente!

Pero en vez de decirle nada, planeó su venganza, y por la noche vació su papelera junto a la
puerta del primer vecino. Este estaba mirando por la ventana en ese momento y cuando recogió
los papeles encontró aquel papel tan importante que había perdido y que le había supuesto un
problemón aquel día. Estaba roto en mil pedazos, y pensó que su vecino no sólo se lo había
robado, sino que además lo había roto y tirado en la puerta de su casa. Pero no quiso decirle
nada, y se puso a preparar su venganza. Esa noche llamó a una granja para hacer un pedido de
diez cerdos y cien patos, y pidió que los llevaran a la dirección de su vecino, que al día siguiente
tuvo un buen problema para tratar de librarse de los animales y sus malos olores. Pero éste,
como estaba seguro de que aquello era idea de su vecino, en cuanto se deshizo de los cerdos
comenzó a planear su venganza.

Y así, uno y otro siguieron fastidiándose mutuamente, cada vez más exageradamente, y de aquel
simple papelito en la puerta llegaron a llamar a una banda de música, o una sirena de bomberos,
a estrellar un camión contra la tapia, lanzar una lluvia de piedras contra los cristales, disparar un
cañón del ejército y finalmente, una bomba-terremoto que derrumbó las casas de los dos
vecinos...

Ambos acabaron en el hospital, y se pasaron una buena temporada compartiendo habitación.


Al principio no se dirigían la palabra, pero un día, cansados del silencio, comenzaron a hablar;
con el tiempo, se fueron haciendo amigos hasta que finalmente, un día se atrevieron a hablar
del incidente del papel. Entonces se dieron cuenta de que todo había sido una coincidencia, y
de que si la primera vez hubieran hablado claramente, en lugar de juzgar las malas intenciones
de su vecino, se habrían dado cuenta de que todo había ocurrido por casualidad, y ahora los dos
tendrían su casa en pie...

Y así fue, hablando, como aquellos dos vecinos terminaron siendo amigos, lo que les fue de gran
ayuda para recuperarse de sus heridas y reconstruir sus maltrechas casas.
El extraño profe que no quería a sus alumnos

Había una vez un ladrón malvado que, huyendo de la policía, llegó a un pequeño pueblo llamado
Sodavlamaruc, donde escondió lo robado y se hizo pasar por el nuevo maestro y comenzó a dar
clases con el nombre de Don Pepo.

Como era un tipo malvado, gritaba muchísimo y siempre estaba de mal humor. Castigaba a los
niños constantemente y se notaba que no los quería ni un poquito. Al terminar las clases, sus
alumnos salían siempre corriendo. Hasta que un día Pablito, uno de los más pequeños, en lugar
de salir se le quedó mirando en silencio. Entonces acercó una silla y se puso en pie sobre ella. El
maestro se acercó para gritarle pero, en cuanto lo tuvo a tiro, Pablito saltó a su cuello y le dio
un gran abrazo. Luego le dio un beso y huyó corriendo, sin que al malvado le diera tiempo a
recuperarse de la sorpresa.

A partir de aquel día, Pablito aprovechaba cualquier despiste para darle un abrazo por sorpresa
y salir corriendo antes de que le pudiera pillar. Al principio el malvado maestro se molestaba
mucho, pero luego empezó a parecerle gracioso. Y un día que pudo atraparlo, le preguntó por
qué lo hacía:

- Creo que usted es tan malo porque nunca le han querido. Y yo voy a quererle para que se cure,
aunque no le guste.

El maestro hizo como que se enfadaba, pero en el fondo le gustaba que el niño le quisiera tanto.
Cada vez se dejaba abrazar más fácilmente y se le notaba menos gruñón. Hasta que un día, al
ver que uno de los niños llevaba varios días muy triste y desanimado, decidió alegrarle el día
dándole él mismo un fuerte abrazo.

En ese momento todos en la escuela comenzaron a aplaudir y a gritar

- ¡Don Pepo se ha hecho bueno! ¡Ya quiere a los niños!

Y todos le abrazaban y lo celebraban. Don Pepo estaba tan sorprendido como contento.

- ¿Le gustaría quedarse con nosotros y darnos clase siempre?

Don Pepo respondió que sí, aunque sabía que cuando lo encontraran tendría que volver a huir.
Pero entonces aparecieron varios policías, y junto a ellos Pablito llevando las cosas robadas de
Don Pepo.

- No se asuste, Don Pepo. Ya sabemos que se arrepiente de lo que hizo y que va a devolver todo
esto. Puede quedarse aquí dando clase, porque, ahora que ya quiere a los niños, sabemos que
está curado.

Don Pepo no podía creérselo. Todos en el pueblo sabían desde el principio que era un ladrón y
habían estado intentado ayudarle a hacerse bueno. Así que decidió quedarse allí a vivir, para
ayudar a otros a darle la vuelta a sus vidas malvadas, como habían hecho con la suya. Y así,
dándole la vuelta, entendió por fin el rarísimo nombre de aquel pueblo tan especial, y pensó que
estaba muy bien puesto.
Adiós a la ley de la selva

A Mono no le caía muy simpático. Solo era un ratón egoísta, solitario y gritón. Pero aún así no
se merecía lo mal que lo trataban. Y se sentía fatal por no hacer nada para impedirlo y quedarse
solo mirando. Pero, ¿qué podía hacer él, un simple mono, frente a aquellos leones brutos y
crueles?

Igual nunca hubiera hecho nada si no hubiera llegado a oír aquella conversación entre dos leones
bajo el árbol en que descansaba. Allí fue donde el antiguo rey de la selva, muy malherido por un
combate perdido, contó a un joven león que todo era parte de una estrategia para mostrar a los
demás su fuerza y su poder, y que por eso siempre atacaba a animalillos miedosos y solitarios a
los que nadie saldría a defender. Dijo también que lo hacía delante de otros para contagiarles el
miedo y convertirlos en sus cómplices, pues nunca se atreverían a reconocer que habían estado
allí si no habían hecho nada para impedirlo.

Mono se revolvió de rabia en su árbol, porque él podría ser muchas cosas, pero nunca cómplice
de aquellos malvados. Así que ese día decidió que haría cuanto pudiera para acabar con el
reinado del terror. Por supuesto, no pensaba pegarse con ningún león: tendría que usar su
inteligencia.

Lo primero que pensó para ponérselo difícil al león fue evitar que hubiera en la selva animalillos
solitarios, así que buscó la forma de hacerse amigo del ratón. Le costó un poco, porque era un
tipo huraño y poco hablador, pero encontró la excusa perfecta cuando escondió unos plátanos
entre unas piedras a las luego no podía llegar. El ratón tenía el tamaño perfecto y accedió a
ayudarle, y luego el mono pudo darle las gracias de mil maneras. De esta forma descubrió Mono
que el ratón no era un tipo tan raro, y que solo necesitaba un poco de tiempo para hacer amigos.
Pero una vez que fueron amigos, el ratón resultó tener un montón de habilidades y Mono no
dudó en ayudarle a unirse a su grupo de amigos.

Lo segundo era vencer el miedo del ratón, así que inventó un entrenamiento para él. Comenzó
por mostrarle dibujos de leones y tigres. El pobre ratón temblaba solo con verlos, pero con el
tiempo fue capaz de permanecer tranquilo ante ellos. Luego fueron a ver a animales grandes
pero tranquilos, como las jirafas y los hipopótamos. Cuando el ratón fue capaz de hablar con
ellos e incluso subirse a sus cabezas, el mono aumentó la dificultad, y así siguieron hasta que el
ratón fue lo suficientemente valiente como para acercarse a un león dormido y quedarse quieto
ante él.

Por último, decidió unirse a todos los animales a quienes sabía que no les gustaba lo que hacían
los leones con el ratón ni con los demás. Estos se sintieron aliviados de poder hablar de los
abusos del león con otros que pensaban lo mismo. Al final, llegaron a ser tantos, y a estar tan
enfadados, que una noche se unieron para castigar al rey del selva, y con la ayuda de algunos
animales grandes consiguieron encerrarlo en una gran jaula mientras dormía profundamente.

Pensaba el mono que allí se acabaría todo, pero al anterior rey de la selva le sucedió un tigre
aún más fuerte y cruel, que no tardó en ir a por el ratón. Este caminaba con su nuevo grupo de
amigos y el tigre lo separó de ellos con muy malas maneras. A punto estuvieron de lanzarse a
defender al ratón, pero aún no eran tan valientes, y se quedaron allí protestando en voz baja y
poniendo mala cara.

De pronto, un joven león, que había visto lo sucedido, pensó que podría ganarse la simpatía y el
respeto de aquel grupo de animales saliendo en defensa del ratón, y pidió educadamente al
tigre que lo dejara tranquilo. Como el tigre no quería meterse en una pelea peligrosa, y el león
no le había desafiado directamente, decidió irse de allí viendo el poco apoyo que tenía atacando
a un ratón con tantos amigos.

La aparición del león le dio a Mono una gran idea, y desde aquel día Mono no hizo otra cosa que
hablar a todo el mundo de la suerte que habían tenido de encontrar un león protector, y pidió
al león que les ayudara a acabar con cualquier pelea. Al león le encantó aquel papel, pues Mono
y su grupo de amigos le respetaban y admiraban. Además, hablaban tanto de su amabilidad y
valentía a todo el mundo, que su fama se extendió y empezaron a acudir animales de todas
partes para vivir en aquella selva segura en la que ya no había ataques.

Pero al tigre no le gustó nada todo aquello, y un día decidió atacar directamente al león delante
de todos. El tigre era mucho más fuerte, así que el joven león tendría pocas opciones. Entonces
Mono se dio cuenta de que le había llegado la hora de ser valiente, y decidió salir en defensa de
su amigo el león protector.

Todos debían estar pensando lo mismo, porque en cuanto Mono dio el primer salto, los demás
animales también se abalanzaron sobre el tigre, haciéndole huir humillado y dolorido. Instantes
después Mono y sus amigos proclamaban al joven león como nuevo rey de aquella selva en la
que habían acabado para siempre los abusos y el miedo.

Y cuando años más tarde alguno se preguntaba cómo había podido ocurrir algo así, aunque
nadie sabía exactamente la respuesta, todos sabían que un sencillo mono que al principio solo
miraba había tenido mucho que ver.
A gritos con los mosquitos
La casa de los señores Gri Tonzio era una casa de locos. La mamá, la señora Bocca Gri
Tonzio, era incapaz de pedir algo sin alzar la voz. Pero sus gritos parecían susurros al
lado de los de su hija, la pequeña Chilla Gri Tonzio: la gente decía que había hecho huir
a todas las cucarachas y bichos del pueblo con un único chillido. No creo que estuvieran
exagerando, porque la verdad es que nadie podía descansar hasta que la niña se dormía:
todo lo pedía a gritos. Y luego estaba el papá, don Cayo Gri Tonzio, un magnífico inventor
chiflado que no había inventado nada en años. Normal; con tanto ruido, no podía
concentrarse.
Por eso tuvo que inventar los mosquizampa: unos increíbles mosquitos modificados
genéticamente para comerse los gritos. Funcionaban tan bien, que nadie se enteró el
día que los inventó: se tragaron todos sus gritos de alegría, y fue como si no hubiera
pasado nada. Eso sí, los gritos están hechos de aire y alimentan poco, así que los
mosquizampa no tardaron es escaparse en busca de comida. Pero no tuvieron que viajar
mucho, porque en la planta de abajo encontraron a Bocca y Chilla, y solo con los gritos
de la madre y la niña tenían para ponerse gordos como moscas. Se pegaban por comerse
sus gritos casi antes de que salieran de sus bocas, así que durante días nadie les oyó
decir una sola palabra. La gente solo las veía rodeadas por una nube de mosquitos, y
haciendo como que gritaban furiosas.
- Pobrecitas - pensaban- al final se han quedado sin voz.
- Pues es un descanso para todos. No hay quien aguante su forma de decir las cosas.
Pero sus gargantas estaban perfectas. La propia Chilla lo descubrió cuando comenzó a
quedarse sin fuerzas después de varios días sin comer. Nadie sabía que tenía hambre,
porque pedía la comida con gritos tan brutales que los mosquizampa que los probaban
se morían del empacho.
- Tengo hambre - dijo muy bajito, ya casi sin fuerzas.
- Vaya, ¡qué voz tan bonita tienes! - dijo la vecina, mientras le hacía un bocadillo - nunca
te había oído hablar.Aliviada, Chilla descubrió que, cuando hablaba más bajo, las
palabras salían perfectas de su boca, la gente admiraba su bella voz y todos la trataban
de una forma mucho más amable. Y es que, hasta ese día, la gente solo le hacía caso de
mala gana para que se callara. Cuando se lo contó a su mamá, esta también dejó de
gritar, y ambas comprobaron felices que la vida podía ser más alegre y tranquila. Incluso
el señor Cayo Gri Tonzio, gracias a aquella nueva calma, pudo comenzar una increíble
colección de inventos que llegó a ser famosa en todo el mundo.

¿Y los mosquizampa? Bueno, cuando Chilla y Bocca dejaron sus gritos, adelgazaron hasta
hacerse casi invisibles. A punto estuvieron de morir de hambre, pero pronto
descubrieron que el mundo está lleno de gente gritona y nunca les faltará comida. Eso
sí, espero que vosotros seáis listos y no sean vuestros gritos los que los alimenten…

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