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Han pasado 40 años desde que se realizó en Medellín (Colombia), la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. El documento de Medellín es un punto
de partida y una perspectiva para la aplicación del Concilio Vaticano II, y con ello podemos decir, que ha sido el inicio de una tradición que continúa haciendo camino,
en la fidelidad al Evangelio de la justicia, del amor y de la paz.
Pero, ¿qué fue lo que ha convertido a la asamblea episcopal de Medellín en un punto de referencia que, después de cuarenta años, no deja de lanzar luces sobre nuestra
realidad eclesial? Para responder a esta pregunta, debemos de recordar algunos puntos importantes que llevó al Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) a
examinarse y, que nos lleva a reflexionar sobre aquella reunión de 1968 que será el punto de partida para la renovación liberadora de la Iglesia Católica en América
Latina.
Una de nuestras primeras reflexiones la podemos encontrar ya en la introducción de los dieciséis documentos, donde los obispos expresan que «nuestra reflexión
se encaminó hacia la búsqueda de una nueva y más intensa presencia de la Iglesia en la actual transformación de América Latina, a
la luz del Concilio Vaticano II, de acuerdo con el lema señalado para esta Conferencia»[1], en este sentido, la Iglesia Latinoamericana quiere ser
una brújula segura en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio Vaticano II, en medio de una situación de pobreza e injusticia.
En América Latina se hace eco de aquellas palabras que pronunciara el Papa Juan XXIII en los preparativos del Concilio «la Iglesia se presenta cual es y
quiere ser, como la Iglesia de todos, y particularmente la Iglesia de los pobres»[2].
Antes de empezar en la reflexión de lo que ha sido el Documento de Medellín, como fruto de una recepción creativa del continente latinoamericano a las disposiciones
del Sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II, realicemos un pequeño recorrido en lo que ha sido el pasar de la Iglesia en este continente de la esperanza.
Sin embargo, en la tradición eclesial latinoamericana con respecto a las Conferencias Generales del Episcopado se inició, con la I Conferencia convocada por el Papa
Pío XII que se celebró en Río de Janeiro en 1955. Fruto de aquella Conferencia fue la creación del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). En este sentido,
Roma aceptaba la idea de que los obispos de esta región del mundo se reunieran para reflexionar y estudiar en conjunto los problemas comunes que afectaban a las
Iglesias de América Latina. Es así que los prelados reunidos, bajo la presidencia del Vaticano, trataron con urgencia tres temas centrales: la escasez del clero; la
necesidad de una adecuada instrucción religiosa para nuestro pueblo; y la urgencia de promover un auténtico y evangélico compromiso social[5].
La Conferencia de Río de Janeiro, que no obstante se había celebrado siete años antes del inicio de la asamblea conciliar ya se inscribe en el dinamismo que se
cristalizó en el Concilio. Como señaló el Cardenal Antonio Samoré, «la reunión de Río de Janeiro se reveló perfectamente conciliar en muchas de
sus determinaciones: conciliar “ante litteram”. De ahí la vitalidad de esa Asamblea»[6]. Por lo que la conferencia de Río de Janeiro expresa una
visión de la fe y de la vida de la Iglesia en América Latina con una particular atención al pontificado y a las enseñanzas del Papa Pío XII.
Dirán los Obispos reunidos en Puebla con ocasión de la III Conferencia que «hoy, principalmente a partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia se ha ido
renovando con dinamismo evangelizador, captando las necesidades y esperanzas de los pueblos latinoamericanos. La fuerza que
convocó a sus Obispos en Lima, México, San Salvador de Bahía y Roma, se manifiesta activa en las Conferencias del Episcopado
Latinoamericano en Río de Janeiro y Medellín, que activaron sus energías y la prepararon para los retos futuros» (Puebla 11).
De Río a Medellín
El sorprendente anuncio del Papa Juan XXIII de convocar a un nuevo Concilio en la Iglesia, de alcance ecuménico, dejó perplejos a muchos[7], a la vez que en
aquella época, en las Iglesias de América Latina se comenzaban a poner en prácticas aquellas disposiciones que se habían emanado de la reciente Conferencia de Río.
Sin embargo, se inauguraba un nuevo período para la Iglesia y con ello sería una nueva etapa en la Iglesia Latinoamericana, por lo que no es difícil de afirmar
que «así como el Tercer Concilio Limense fue el Concilio de Trento Americano, la Segunda Conferencia General de Medellín deviene el
Concilio Vaticano II Americano»[8].
En medio de esta situación, la Iglesia latinoamericana quería responder con las exigencias del Evangelio, como decían los obispos reunidos en Río que
«el panorama social que presenta el Continente latinoamericano nos permite advertir que, no obstante el cúmulo de bienes que la
Providencia ha depositado en él para beneficio de sus pobladores, no todos disfrutan efectivamente de tan rico tesoro, ya que
muchos de sus habitantes —especialmente entre los trabajadores del campo y de la ciudad— viven todavía en una situación
angustiosa. Tan deplorable condición de vida material, que pone evidentemente en peligro el bienestar general de las naciones y su
progreso, repercute forzosa e inevitablemente en la vida espiritual de esta numerosa población. De un modo especial observamos la
honda y rápida transformación que se verifica en las estructuras sociales de América Latina, a causa del intenso proceso de
industrialización, y nos preocupa la necesidad de que el pensamiento cristiano, tan a menudo ausente de ella, la informe y
anime»[11].
Sin embargo, a pesar de la labor de la Iglesia, América Latina vivió muchos acontecimientos que han marcado la vida de esta región, así en estos años se tiene presente
la revolución cubana realizado por Fidel Castro y Ernesto Guevara en 1959 y por consiguiente el radicalismo autoritario del gobierno del norte; con todo ello, se da
todo un fracaso en las políticas de desarrollo[12], tanto sociales como económicas, que van empujando a la gran región a un empobrecimiento de la población, no sólo
material sino cultural. La situación tuvo su punto más dramático en la llamada «Crisis de los mísiles» del año 1962, que llevó a la humanidad a estar más cerca de una
nueva guerra mundial. Entre estos acontecimientos, se siente la llamada al Concilio Ecuménico Vaticano II, que desde su decisiva convocación por el Papa Juan
XXIII, se quería dar paso a una nueva manera de vivir el cristianismo.
El Concilio Vaticano II
El Concilio Ecuménico Vaticano II ha sido un renovación al interno de la Iglesia, «reproponiendo los contenidos evangélicos esenciales a la
humanidad de acuerdo con criterios de pastoralidad y de puesta al día (aggiornamento)»[13], así al final de la misma se tenía la sensación de
encontrarse con una Iglesia distinta, rejuvenecida, cercana y llena de esperanza ante los diversos problemas existentes en el mundo que lo rodeaba, que a pesar de las
dificultades que encontró en su entorno, supo demostrar la creatividad de la evangelización en los diversos ámbitos. Es por ello, que gracias a este Concilio los
diversos episcopados del tercer mundo, especialmente de América Latina, tuvieron progresivamente espacios, no sólo en las sesiones conciliares, sino que en la
recepción del Concilio en sus respectivas zonas. En este sentido «el giro realizado por el Concilio fue la salida del periodo de la contrarreforma y
la época constantiniana hacia un tiempo nuevo y complejo que en definitiva anticipó»[14].
Un Concilio renovador
Cuando el Papa Juan XXIII convocó el Concilio, se creó un sentimiento de sorpresa y de esperanza en toda la Iglesia, ya que ella iba a significar un giro en la forma
de mostrarse hacia el mundo, pero también a sí misma. Hubo un vivo interés por el Concilio[15], una expectativa de lo que significaría el clima conciliar para la
renovación de la Iglesia, así lo señalaba el Papa al clausurar el primer período del Concilio que «la Santa Iglesia, firme en la fe, robustecida en la
esperanza y más fervorosa en el amor, florezca con un cierto vigor nuevo y joven; y que, provista de leyes santas sea más eficaz y
libre para extender el Reino de Cristo»[16].
El Concilio Vaticano II, es un concilio de renovación de la Iglesia que ha dirigido su mirada hacia su origen como también hacia el mundo contemporáneo, al que
quiere presentar su misión evangelizadora y la esperanza que Dios otorga a la humanidad. Así el Concilio llamando vivamente a la vuelta de las fuentes quiere ser
cercano al mundo, ya que «el Espíritu Santo ha preservado a la Iglesia mediante estos concilios, permitiendo que, los cristianos
permanecieran en contacto con sus raíces y que, al mismo tiempo, crecieran, se desarrollaran y se adaptaran a lo largo de la
historia»[17]; es así que la Iglesia se muestra al mundo con una ardua labor pastoral en la fidelidad de la verdad doctrinal[18].
Este Concilio tuvo una fuerza renovadora en la Iglesia, que ha sido de vital importancia, ya que ha sido un reflexionar sobre sí misma[19], es decir, de dónde viene y a
dónde va; esto ayudó a que se dejara de lado «la imagen de la Iglesia como sociedad perfecta, permitiendo recuperar la naturaleza
comunitaria de la Iglesia a todos los niveles»[20] porque la Iglesia se forma en la fe, en la comunión y en el servicio (diakonía).
Aunque como dice el Documento de Aparecida, que «lamentamos, sea algunos intentos de volver a un cierto tipo de eclesiología y
espiritualidad contrarias a la renovación del Concilio Vaticano II, sea algunas lecturas y aplicaciones reduccionistas de la renovación
conciliar»(Aparecida 100,b), sin embargo, ello confirma lo que ha representado el Concilio, el kairós en la Iglesia, porque la fuerza renovadora fue «superar la
etapa del eclesiocentrismo y sobre todo, el redescubrimiento de las otras dimensiones de la vida cristiana»[21].
Hay que recordar que el Concilio al hablar de la Iglesia afirma que ella es Pueblo de Dios (cf. LG 9), una declaración que está lejana de aquel concepto más jurídico e
institucional[22]; germinaba así una nueva imagen de la Iglesia. En esta afirmación se encuentra el misterio de la Iglesia, que es la comunión (koinonía) de este
pueblo, la cual realiza además la definición de la Iglesia como sacramento de salvación[23], «esta comunión que el Vaticano II vería “a semejanza de la
Trinidad” es ante todo una relación horizontal»[24]. No obstante, en el período post-conciliar, la Iglesia se verá ante la galopante secularización de la
sociedad[25], sin embargo, ello no fue dificultad de realizar creativas formas de presentar la novedad del Concilio.
Al rescatar su raíz trinitaria, la Iglesia en el Vaticano II va a concebirse como comunión de una clase única de cristianos que son los bautizados, entre los cuales, en la
diversidad de ministerios hay una igualdad en dignidad entre todos, ya que forman un único Pueblo de Dios[26]. Con esto, la finalidad de la misión deja de ser el
establecimiento de la Iglesia, para ser el testimonio y el anuncio gratuito del Evangelio, cuya acogida redunda en la comunión con Dios de todos los seres humanos.
El nuevo enfoque misionero del Vaticano II se debe, en última instancia, a la superación del eclesiocentrismo reinante durante más de un milenio. Su implicación
principal fue el eclipse del Reino de Dios en la auto-percepción de la Iglesia que, de “intermediaria” de la salvación que trajo Jesús a todo el género humano, pasa a
presentarse como un fin. En esta perspectiva la misión, en vez de buscar la encarnación del Evangelio, consistirá en el establecimiento de la Iglesia. Evangelizar es
salir fuera de la Iglesia, para traer a las personas dentro de ella.
«Porque el Hijo del Hombre vino, no para ser servido, sino para servir y dar la vida en rescate por una multitud» (Mc. 10,45). Así,
partiendo de esta actitud fundamental de Jesús, que anuncia y realiza en su persona el Reino de Dios en el servicio del mundo, la Iglesia se presenta con un nuevo aire
frente a las diversas necesidades del hombre y de las sociedades en la cual vive, es por ello que se puede afirmar que los principales aportes del Concilio son los
siguientes[27]:
Se valorizó la Palabra en las liturgias, en las celebraciones y en todas las actividades religiosas, buscando adaptarla a las necesidades de nuestro tiempo[28] y hacerla
más comprensible[29], cercana a todos y en la que participen plenamente en ella (cf. SC 21). Esto llevó a un interés por lo bíblico, recuperando la importancia del
texto sagrado (SC 24) en la vida de la Iglesia.
Una renovada comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios (cf. LG 9), que marcha peregrina (cf. LG 8) a la casa del Padre. Aconteció una «revolución
copernicana» en la concepción de la Iglesia. En vez de partir de la jerarquía para definirla[30], se afirmó el hecho fundamental: somos todos iguales por los
sacramentos (cf. LG 11) y sobre todo en la participación de la Eucaristía.
Al definirse la Iglesia como Pueblo de Dios, el laico adquirió en ella su verdadero lugar, con amplio espacio de iniciativa, libertad, participación, gestación de
espiritualidades propias que son «ocasiones para ejercer el apostolado de la evangelización y santificación» (AA 6b). Esta fue la valoración del
papel de los laicos en la Iglesia (cf. AA 1) y de su protagonismo en la evangelización y en la construcción del Reino en la sociedad humana (cf. AA 7e).
La apertura al mundo, por la que confesó en la Constitución Gaudium et Spes la íntima sintonía de los cristianos de hoy «en el gozo y la esperanza, la
tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo» (GS 1), es donde la Iglesia se ve a sí misma como servidora de la humanidad y sacramento de
salvación (cf. LG 48) para todos los hombres y mujeres. Modificó la actitud básica frente a los problemas del mundo moderno. El Concilio reconoció la justa
autonomía de las realidades terrestres y temporales (cf. GS 36).
El impulso misionero
Para el Concilio, la misión de la Iglesia se sitúa en el corazón del plan salvífico de Dios, y con ello afirma que la Iglesia es por naturaleza misionera[32], en ese
sentido, el Pueblo de Dios debe asumir la responsabilidad que le corresponde (cf. AG 5). En esta acción misionera se opta por el ser humano (cf. AG 8).
El nuevo impulso misionero, que realiza la Iglesia en las culturas y sociedades, para así evangelizar desde ellas y llevarlas a la plenitud del Evangelio (cf. LG 17),
hace que ella continúe la misión misma de Cristo (cf. GS 3), sirviéndolo en el ser humano especialmente los pobres en donde «se preocupa de aliviar su
miseria y buscar servir a Cristo en ellos» (LG 8). En este sentido, el Vaticano II llama a ser una Iglesia de los pobres para ser la Iglesia de todos.
El Diálogo Ecuménico[33]
Un diálogo abierto y sincero con las demás confesiones cristianas, con las demás religiones y con todos los hombres de buena voluntad. En este sentido hay un cambio
de actitud, y la Iglesia reconoce la riqueza del patrimonio oriental (cf. UR 15) y la herencia cristiana surgida de los movimientos de reforma protestantes[34].
La decisión de celebrar una segunda Conferencia se fraguó al calor del Concilio Vaticano II, lo que permitiría la adaptación del Concilio a la realidad de la Iglesia en
América Latina. Así pues, Medellín nació, se preparó y se realizó como fruto de una coincidencia histórica de dos hechos significativos: primero, el impacto histórico,
renovador, del Concilio Vaticano II; segundo, los comienzos del CELAM, que había sido creado en 1955 en Río de Janeiro en el marco de la primera Conferencia y
que ayudó a moldear, incluso antes del Vaticano II, la fisonomía de una identidad eclesial latinoamericana como misterio de comunión al servicio del pueblo de Dios.
Estos dos hechos constituyeron el fértil terreno que hizo madurar el fruto de Medellín.
Luego de la reunión ordinaria del CELAM en Mar de Plata se solicitó en mayo de 1967, a Roma que convocara la Conferencia, al mismo tiempo que se sugirió como
sede la ciudad de Medellín. En julio de 1967 se recibió la aprobación y comenzaron los preparativos, a la vez que se aprobó también el tema de la misma: «La
presencia de la Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Vaticano II», tema cuasi propuesto por el Papa
Pablo VI en la reunión con los obispos latinoamericanos en 1965[38].
Así, pues la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano sería inaugurada por el Papa Pablo VI el 24 de agosto de 1968 y se clausuraría el 6 de septiembre
del mismo año. Si se compara con el Concilio Vaticano II la Asamblea de Medellín no fue muy numerosa: apenas un poco más de doscientos asistentes[39] donde
además de los obispos hubo dos categorías de participantes: miembros efectivos con voz y voto (6 presbíteros delegados de las Conferencias Episcopales, 22
miembros nombrados por el Papa y los presbíteros miembros de la Junta Directiva de la Conferencia Latinoamericana de Religiosos – CLAR); y miembros simples,
participantes con voz pero sin voto (secretarios ejecutivos del CELAM, miembros no sacerdotes de la junta directiva de la CLAR, presbíteros, religiosos(as),
laicos(as) invitados en calidad de expertos y observadores no católicos[40]).
Los puntos luminosos vividos en el Concilio Vaticano II, iluminarán en Medellín la irrupción histórica de los pobres como un apremio del Espíritu a las Iglesias del
continente. Ir al mundo humano a evangelizarlo con el Espíritu de Jesús, era entrar en el submundo de las mayorías pobres como «Iglesia Madre de los pobres». Hay
que recordar que el Papa Pablo VI había exhortado a los obispos a asumir como Iglesia el desafío que «América Latina presenta una sociedad en
movimiento, sujeta a cambios rápidos y profundos»[41], porque la población está cada vez cobrando una concientización de sus diversos problemas y
condiciones de vida[42].
En este discurso, el Papa exhorta a los obispos que «la fe del pueblo latinoamericano debe alcanzar mayor madurez»[43], y les animó a orientar la
evangelización de manera que «transformando las parroquias especialmente en verdaderas y auténticas comunidades eclesiales ninguno
se sienta extraño, y en el cual todos son parte integrante»[44], pasando así a una «acción social» en donde la Iglesia debe asumir su responsabilidad
para lograr un sano orden de justicia social para todos[45].
Es preciso recordar que el Concilio fue el principio inspirador e iluminador de esta Conferencia, con miras sobre todo a su aplicación en nuestro continente; el
enunciado del tema, acogido después como título de los documentos resultantes, lo expresa claramente «La Iglesia en la actual transformación de
América Latina a la luz del Concilio Vaticano II». Es en este sentido que la fuerza y la novedad fue iluminada ampliamente por los documentos del
Concilio, especialmente a través de la Constitución pastoral Gaudium et Spes y de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium. Con la creación del
CELAM, aunque todavía se encontraba en su etapa inicial, se contaba ya con una caja de resonancia y un motor al servicio de pueblos unidos por la Iglesia, con la
viva conciencia de su responsabilidad histórica en el anuncio profético del Evangelio[46].
Otro elemento, no menos importante, que va a determinar la convocatoria, preparación, desarrollo y conclusiones de la II Conferencia lo constituye la situación social,
política y económica de los pueblos de América Latina en ese entonces[47]. La miseria y la marginación de grandes masas se consideraba fruto de las injusticias y
desigualdades, y producía serios interrogantes a la acción pastoral de la Iglesia que demandaba respuestas decisivas[48]. A la par que varias naciones sufrían el
impacto y el desgaste de guerrillas de signo ideológico marxista[49], alentados por la experiencia de la revolución cubana. Por otra parte, en el seno mismo de la
Iglesia, particularmente en América Latina, había sido considerable el impacto de la encíclica del Papa Pablo VI, «Populorum Progressio», de tanta apertura social,
que condenaba severamente tanto al marxismo como al capitalismo y sus concepciones acerca del hombre y del desarrollo, y que propugnaba el concepto de
desarrollo integral, fundado en una concepción del hombre basada en una antropología coherente y con mucha solidez teórica y doctrinal, muy diversa de la pobreza
conceptual que deriva de las ideologías; esto daba consistencia a la doctrina social de la Iglesia que tanta relevancia había adquirido en esos años.
Es en medio de estas situaciones en que vive el continente, que los obispos asistentes a la asamblea deliberaron con la ayuda de expertos durante por casi dos semanas
sobre el papel de la Iglesia en esta región mayormente cristiana. La metodología seguida en Medellín fue de gran importancia, se abría un nuevo esquema mental
basado en el ver, juzgar y actuar. Se comenzó con la reflexión sobre los signos de los tiempos en América Latina[50], para pasar enseguida a una lectura teológica de
los mismos y a sus consecuencias pastorales, así lo expresaban los obispos en «que estamos en una nueva era histórica, ella exige claridad para ver,
lucidez para diagnosticar y solidaridad para actuar»[51].
Lo mismo que el Concilio representa para la Iglesia en el mundo, ha significado Medellín para la Iglesia en América Latina, ya que ella se propone aterrizar las
intuiciones y los ejes fundamentales del Vaticano II en el propio contexto continental. Medellín da a la Iglesia latinoamericana una palabra propia, una fisonomía
autóctona, lo que lo constituye en fuente inspiradora y programática de las Iglesias locales. La autoconciencia de la Iglesia, en estrecha fidelidad a las intuiciones
básicas del Concilio Vaticano II, fue resorte propulsor de una misión en perspectiva profética y transformadora, engendrando en el continente lo más precioso que
tenemos la «Iglesia de los pobres» es la «Iglesia de todos». Estos siguen inspirando el discipulado y la misión, en un continente donde la vida está cada vez más
amenazada por señales de muerte nacidas de un modelo social excluyente, frente al cual se levanta la tradición profética latinoamericana.
En Medellín se escuchó el grito sufriente de los pobres, denunciando el cinismo de los satisfechos. Es así que esta tradición latinoamericana, nacida en Medellín, no es
propiamente algo nuevo, sino consecuencia y desdoblamiento de las intuiciones del Concilio Vaticano II en el contexto propio. Más que un documento, es un
horizonte abierto a esperanzas y realizaciones, en especial para la misión evangelizadora.
Si bien es cierto, la Conferencia de Medellín tuvo una fuerte inspiración de los documentos conciliares del Vaticano II, será la Constitución Pastoral Gaudium et Spes
el documento clave del desarrollo y la inspiración para dar respuestas concretas, por medio de acciones pastorales a las grandes interrogantes de la acción de la Iglesia
en este continente que cada vez se ve empobrecido y marginado del mundo entero.
Basta hacer un pequeño recorrido por las conclusiones de Medellín, para darnos cuenta el influjo que la Gaudium et Spes ha tenido en dicha elaboración teológica
pastoral, así observando las referencias desde donde los diferentes documentos de Medellín recogen su fundamentos para acompañar en este proceso de
transformación iluminados por las exigencias del Evangelio, podemos decir que, de las 311 notas podemos encontrar que 245 hacen referencia a los diferentes
documentos conciliares[52], así como 39 referencias a las últimas encíclicas sociales[53].
Junto a este documento clave, encuentra también su lugar en el pensamiento teológico latinoamericano la Constitución Dogmática Lumen Gentium; ellos serán los que
a lo largo de los 16 documentos de Medellín fundamentarán las opciones pastorales de la Iglesia de América Latina. Sin embargo, ante esta nueva perspectiva de
Iglesia comunión que declara el Concilio, la Iglesia latinoamericana quiere acercase al hombre, especialmente al que sufre pero que vive en medio de una ideologías
contrarias al Evangelio, es por ello, que la Iglesia de este continente se presenta como servidora del hombre y quiere acercarse a la población en el diálogo abierto y
sincero, que declara la Gaudium et Spes. Es en este sentido, que esta Constitución pastoral será la clave en el desarrollo de las diversas sesiones de la Conferencia.
La Gaudium et Spes en su parte doctrinal afirma que la dignidad de la persona se funda en que el hombre ha sido creado a imagen de Dios y por ello subraya la
dimensión comunitaria de la humanidad, delineando la actividad del género humano en el mundo, para finalizar en la acción de la Iglesia con respecto al mundo
actual. En la segunda parte de esta constitución se desarrolla los problemas actuales del mundo, como son de la familia, de la cultura, de la vida social, política y
económica, la paz y la cooperación internacional que son tareas que compete a todos los miembros de la Iglesia y por la que deben de asumir su responsabilidad en la
construcción de un mundo nuevo.
En esta perspectiva, Medellín quiere presentar al mundo latinoamericano esta recepción de Vaticano II en el contexto de América Latina, iluminados por los
documentos conciliares, especialmente por la Gaudium et Spes, en la que los obispos, reunidos en asamblea colegiada, presentan sus orientaciones de una forma
concreta para la puesta en marcha de esta renovación de la Iglesia. Así, los documentos emanados de esta Conferencia están agrupados en tres grandes partes, la
primera sobre la Promoción Humana, la segunda a cerca de la Evangelización y Crecimiento en la Fe y finalmente la tercera en el marco de la Iglesia Visible y sus
Estructuras.
Esta Iglesia latinoamericana ofrece un rostro peculiar, que se siente particularmente enviada a evangelizar a los pobres. De allí que Medellín quiso decir su palabra
haciendo una opción privilegiada en su pastoral, y que esta opción no es otra que el compromiso profético que Jesús manifestó en la Sinagoga de Jerusalén: «el
Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc. 4,18-
19).
Este continente es un continente mayoritariamente joven y reclama una Iglesia con una experiencia fecunda de la fuerza del Espíritu, con una vocación específica de
dar testimonio de la esperanza. Sobre todo, por tratarse de un continente que quiere vivir una historia de la salvación, a pesar de ser sacudido y tentado por la
desesperación y la violencia. Es en medio de esta realidad que Medellín habla de una Iglesia que se apoya en la fuerza del Señor de la Historia, con una capacidad
liberadora para construir un mundo nuevo, llevándola a una transformación profunda por medio del amor y en la capacidad de crear vínculos fraternos.
Serán los Papas[54] quienes pondrán sus expectativas en esta región continental, es por esta razón se le denomina «el continente de la esperanza», una esperanza que
no sólo concierne a la Iglesia sino a toda América y al mundo entero[55].
Medellín afirma que en América Latina se está viviendo un nuevo tiempo y sobre el cual Dios ha proyectado una gran Luz que resplandece en el rostro rejuvenecido
de su Iglesia, es así que en este continente es la hora de la esperanza,
«por eso que la catequesis actual deberá asumir totalmente las angustias y esperanzas del hombre de hoy a fin de ofrecerle las
posibilidades de una liberación plena, las riquezas de una salvación integral en Cristo, el Señor, pues las situaciones históricas y las
aspiraciones auténticamente humanas forman una parte indispensable del contenido de la catequesis» (Medellín 8,5).
La recepción creativa del Concilio en Medellín
América Latina no quedó ajena a este proceso, sino que buscó vivir el nuevo espíritu del Concilio desde la realidad del continente, sus luchas y sus esperanzas. Si
Roma (siguiendo la expresión del Papa Juan XXIII) tuvo que abrir las ventanas para que entrara el aire fresco a renovarla, América Latina tuvo que abrirlas en medio
de una tormenta. Tal tarea correspondió a la Conferencia de Medellín, porque «nacida del impulso del concilio y marcada por el momento histórico
del continente, ella se propuso considerar la realidad humana y social de estas tierras, reflexionar y dar pautas para el anuncio del
evangelio en ellas, a la luz del mensaje conciliar»[56].
Así esta Conferencia enfrentó la realidad latinoamericana bajo el lema «La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio». La situación
del Continente distaba mucho de ser tranquila[57]. A nivel más interno, se enfrentaba la Iglesia latinoamericana a la tensión entre los conservadores, que se resistían a
la renovación conciliar, los que buscaban vivir el espíritu del Concilio y los que querían ir más allá, implicándose en los movimientos de liberación del continente[58],
a imitación de la revolución cubana.
La fuerza de Medellín radica en la osadía de haber hecho una «recepción creativa» del Concilio Vaticano II en América Latina, tarea asumida también por las
Conferencias posteriores. Para Medellín, no se trataba simplemente de implementar el Concilio, sino de recibirlo de manera contextualizada, buscando ubicar a la
Iglesia en la actual transformación de América Latina. El tiempo se haría cargo de mostrar que se trataba de una aventura llena de riesgos y conflictos, y, sobre todo,
de resultados tan prometedores que de alguna manera fueron rescatados y reimpulsados por la reciente Conferencia de Aparecida. En otras palabras, en la fidelidad a
las intuiciones y a los ejes fundamentales del Concilio, con Medellín hubo «encarnación» haciendo que el Concilio sea especialmente un punto de partida. Con
Medellín, comienza para la Iglesia de América Latina el proceso de construcción de un rostro y una palabra propios, «un nuevo período de su vida
eclesiástica»[59].
Nuestro propósito no es abordar la Conferencia de Medellín y sus conclusiones. Vamos a acercarnos a dicho evento limitándonos a señalar lo que se relaciona con la
misión evangelizadora a la luz del Concilio Vaticano II, concretamente en su perspectiva de diakonía en la historia, desde la óptica de los pobres, que es su
característica más original.
En Medellín no se elaboró un solo documento final, como ha sido la tradición de las últimas Conferencias, en ella se elaboraron 16 documentos que unidos forman un
conjunto de acciones que «toca asimilar el espíritu, profundizar las conclusiones, aplicar lo resuelto»[60], por lo que «la respuesta exige
profundidad en la oración, madurez en las decisiones, generosidad en las tareas»[61]. En este sentido, el documento final está articulado en tres
grandes ejes, en los cuales se agrupan los diferentes documentos de Medellín.
El documento final ha sido calificado de «profético», ya que supo captar la realidad del continente y dar una lectura y respuesta desde la fe en Jesús en su contexto. De
hecho estas opciones y otros temas, como el de la dimensión política de la fe y la relación entre desarrollo y salvación, serían por los que Medellín llegaría a ser
reconocido y recordado en la posteridad y, a partir de las cuales nacería la teología de la liberación. Entre las principales opciones o aportes son los siguientes:
El conjunto de las opciones de Medellín configuran una Iglesia profética[63] que anuncia una sociedad solidaria y fraterna, en medio del cual «se presente cada
vez más nítido en Latinoamérica el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder
temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo hombre y de todos los hombres» (Medellín 5, 15). Medellín considera
que «en relación con los signos de los tiempos, la evangelización no puede ser atemporal ni ahistórica», sino que debe «realizarse a
través del testimonio personal y comunitario que se manifestará, de modo especial, en el contexto del compromiso temporal»[64].
Toca a la evangelización «explicitar los valores de la justicia y la fraternidad, contenidos en las aspiraciones de nuestros pueblos, en una
perspectiva escatológica» (Medellín 7, 13). Esta búsqueda será la base de la opción por los pobres[65] que hace de la diakonía un servicio profético, por lo que
se verá a la Iglesia como comunidad, enteramente misionera[66], en tal sentido, la evangelización implicará la «formación de una fe personal, adulta,
interiormente formada, operante y continuamente confrontada con los desafíos» (Medellín 7,13), sin embargo, es preciso «asegurar una
seria evangelización personal y comunitaria» (Medellín 6,8) porque «Dios no quiso salvarnos individualmente, sino constituidos en
comunidad» (Medellín 6,13).
La segunda opción hace referencia a la opción por los pobres. La herencia más sagrada de Medellín es la opción por los pobres, directa, simple, sin adjetivos
porque «la promoción humana será la perspectiva de nuestra acción en favor del pobre, respetando su dignidad personal y
enseñándole a ayudarse a sí mismo» (Medellín 14,11). Por lo que ésta opción consiste en hacer del pobre no un objeto de la caridad, sino el sujeto de su
propia liberación, tocando los diferentes campos de la vida interna y externa de la Iglesia, por lo que nada de la vida eclesial se excluye a esta opción básica; es por eso
que «la pobreza de la Iglesia debe ser signo y compromiso de solidaridad con los que sufren» (Medellín 14,7)[68]. En este sentido, Medellín
opta por el ser humano, en primer lugar por los pobres[69] que son los preferidos de Dios, pues se trata de promover la fraternidad de todo el género humano, para
que «la Iglesia en América Latina sea evangelizadora de los pobres y solidaria con ellos, testigo del valor de los bienes del Reino y
humilde servidora de todos los hombres de nuestros pueblos» (Medellín 14,8). Es por ello que más que un trabajo prioritario es una posición que nos
lleva, a partir del pobre, en promover un mundo que sea para todos.
La tercera opción tiene que ver con el tema de la liberación, amplia y profundamente entendido, que se articula con la anterior, sin identificarse totalmente con ella.
Consiste fundamentalmente en orientar la opción por los pobres en la línea de su promoción humana, a saber, la liberación integral[70]. Si los cambios sociales y
políticos no van acompañados de una conversión de corazón y un cambio de mentalidad, nunca se podrá alcanzar una liberación verdadera porque «no tendremos
un continente nuevo sin nuevas y renovadas estructuras»(Medellín 1,3), y sin «el desarrollo integral de nuestros pueblos» (Medellín 1,5).
Por tanto, la misión implica «asumir totalmente las angustias y esperanzas del hombre de hoy, a fin de ofrecerle las posibilidades de una
liberación plena» (Medellín 8,6) con «el desarrollo integral del ser humano y el paso de condiciones menos humanas a condiciones más
humanas» (Medellín 2,14a). La liberación integral de toda la persona y de todas las personas orienta también la misión al ámbito de las estructuras y las
instituciones, ya que «como toda liberación es ya un anticipo de la plena redención de Cristo, la Iglesia de América Latina se siente
particularmente solidaria con todo esfuerzo educativo tendiente a liberar a nuestros pueblos» (Medellín 4,9)[71].
La cuarta opción presenta oficialmente en la vida de la Iglesia latinoamericana a las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs). La opción por los pobres y por la
liberación encontró en las CEBs la «nueva manera de ser Iglesia». Son anteriores a Medellín, pero allí recibieron su carta institucional y su mejor configuración, en la
que son «el primer y fundamental núcleo eclesial, la célula inicial de estructuración eclesial» (Medellín 15,10). Con ello, Medellín apostaba por
una nueva estructura de Iglesia, más comprometida en lo social y lo político, más participativa y fraterna porque son el «rostro de una Iglesia pobre» (Medellín
15,10). Las CEBs son comunidades cristianas pequeñas, de dimensión humana, que permiten la ministerialidad y la corresponsabilidad de todos reunidas en torno a la
fe y al compromiso social y político, particularmente a favor de los pobres. Para Medellín, la forma más adecuada de lograr una verdadera vivencia de la fraternidad
cristiana es en el seno de las CEBs, comunidades «de apóstoles de su propio ambiente» (Medellín 7,14). La misión se inicia en la comunión de las pequeñas
comunidades de fieles[72], en búsqueda de la fraternidad entre todos los seres humanos.
Educación y Juventud
Medellín promovió una gran renovación en el ámbito de la educación católica en América Latina, al afirmar que la educación es el medio clave para liberar a los
pueblos de toda servidumbre[73], en ese sentido afirmó de que «la misma educación debe ser una educación liberadora, esto es, la que convierta
al educando en sujeto de su propio desarrollo» (Medellín 4,8). Esto motivó un mayor compromiso de parte de la Iglesia y de los educadores católicos con
la educación de los más pobres[74]. En este sentido llama la atención el documento sobre la Juventud, ya que en ella constata que los jóvenes son la mayoría del
continente latinoamericano, y constituyen la fuerza renovadora[75] y de esperanza y de vida[76] para el mundo y para la Iglesia que se descubre a sí misma como «la
verdadera juventud del mundo»(Medellín 5,10). En este sentido los jóvenes, y en general los laicos se sitúan «ante el desafío de un compromiso
liberador y humanizante» (Medellín 10,2), porque lo que cuenta no es tener más, sino ser más mediante el servicio y el amor[77].
Esta opción va en concordancia con las anteriores. Evita las antiguas y tradicionales posiciones asistencialistas para despertar en el pensar teológico y en la pastoral a
la realidad de la injusticia y el pecado social. Condena la violencia institucional del propio sistema y no sólo la de las guerrillas y la lucha armada. Es en este sentido el
compromiso de los cristianos en la transformación del continente, que dan su aporte en las diferentes actividades del quehacer político, económico, social y cultural, a
la luz de la fe y de la comunión con la Iglesia. Por lo que la construcción de una sociedad justa y solidaria, implica la opción por el lugar del pobre en la sociedad. De
ahí que Medellín, afirma que «la evangelización necesita, como soporte, una Iglesia signo» (Medellín 7,13) y exhorta «a todos los que se
sienten llamados a compartir la suerte de los pobres, a vivir con ellos y a trabajar con sus manos» (Medellín 14,15).
Para Medellín, la concepción del Vaticano II de la salvación como redención de toda la persona y de todas las personas, tuvo como consecuencia la creación de
vínculos entre la evangelización y la promoción humana[78], porque «la obra divina de salvación es una acción de liberación integral y de
promoción humana» (Medellín 1,4).
Conclusión
Parafraseando la invitación del Concilio Vaticano II, de volver a las fuentes, es necesario en este sentido para nuestra vida eclesial latinoamericana, que hoy más que
nunca volvamos a leer e interpretar las conclusiones de Medellín; porque la tarea de realizar la renovación eclesial, que trajo el Concilio, urge con mayor razón la
necesidad de retomar los puntos fundamentales de Medellín, porque ella es y será el punto de partida de la vida de la Iglesia de esta región de acuerdo a las
disposiciones del Vaticano II.
La visión preclara que tuvieron los pastores en ese contexto, nos reclaman hoy a asumir los desafíos de una Iglesia misionera y profética en medio de nuestro
continente, hay mucho por hacer en este continente de la esperanza, un continente que a pesar de que el número de los creyentes se ha ido reduciendo, y por ello
debemos de hacer nuestra propia autocritica, Medellín sigue siendo actual en su reflexión y una guía para vivir nuestro cristianismo. Los documentos de aquella
Conferencia nos impulsan a trabajar por un mundo cada vez más justo, creando puentes para la unidad y la paz entre los hombres que son hermanos.
Estamos conscientes de que el ámbito en que se desarrollaron el Concilio Vaticano II y la II Conferencia de Medellín, al cual quisieron dar respuestas, no es el mismo
de hoy, pero después de 40 años de aquella Asamblea Latinoamericana, podemos ver con esperanzas que hay un porvenir en donde la Iglesia siendo servidora de los
hombres, se presente como Pueblo de Dios y comunión de los hermanos; así la irrupción del Evangelio en esta zona mundial resurgirá y se hará presente en este nuevo
siglo.
Dicen los expertos, que la mayoría de las disposiciones del Vaticano II aún no se han puesto en práctica, y más aún hay que tener presente que otros Concilios han
tardado casi un siglo en ser asimilados, pero concordamos en ese sentido con la afirmación de N. Tanner que «el Vaticano II, que es, sin duda, el
acontecimiento eclesial más importante del siglo XX, ha de mostrar sus efectos todavía a lo largo del siglo XXI»[84], parafraseándolo
podríamos decir que Medellín es para América Latina el acontecimiento eclesial y que seguirá presente en la acción de la Iglesia de esta región aún en el siglo
presente.
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