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YA SABE la flor lo que la espera. Los poetas se lo han revelado mil veces. Pero hay
una flor perdurable, y es la de las artes o las letras, la que se nombra o la que se
figura, la ausente de todo ramillete, que decía el maestro Mallarmé. Cuando todas
estas maravillas naturales se hayan marchitado, todavía seguirán luciendo, con
intacta virtud, esos cuadros y aquellos poemas en que el hombre se ha apoderado
de las primaveras del mundo. Sólo así cobran, como en los ensueños de Díaz
Mirón,
inmarcesible juventud los campos
y embriagadora eternidad las flores.
Conforme la flor se traslada de la tierra al espíritu, gradualmente se va trocando
menos mortal. Pero también el cultivo de lo efímero, si ello es hermoso, posee sus
encantos irónicos. La mente se venga de la muerte adorando lo que vive un día.
No sólo entre los indígenas de Bali, sino dondequiera que hay hombres, se alza un
altar a la belleza instantánea. Los antiguos cultivaban, con supersticioso
arrobamiento, aquellos diminutos Jardines de Adonis, que nacían por la mañana y
estaban mustios a la noche. La huella de lo perecedero se inmortaliza sólo en el
alma, y Fausto es capaz de comprar un beso a cambio de la eternidad. Como el
instante de dicha se apaga casi al encenderse, podemos gritar en su seguimiento,
tocando levemente la palabra de Goethe: «¡Detente!... ¡Eras tan bello!» Pero si es
bello «es» para siempre: «Es un goce eterno», ha dicho otro poeta. Imagen de
amor y de poesía, la flor, como la sensitiva, se cierra apenas se la toca, apenas se
la disfruta. Gran privilegio humano, magia concedida al hijo de Adán, es
perpetuarla en su adoración. Y tal es la historia, la fantasía árabe, de la flor que no
ha muerto nunca.
Grande es, hasta donde alcanzan los documentos, la tradición del culto a la flor en
la poesía mexicana; es decir, en la sensibilidad mexicana. Desde los poemas
prehispánicos, el cantor indígena nos dice que «se reconcentra a pensar en las
vistosas flores». Sor Juana lloró sobre la «rosa divina» Un indio moderno, El
Nigromante, férreo caudillo liberal y poeta de corte clásico, llamó a la flor «madre
de la sonrisa». Nuestro pueblo, en sus cantares, sigue pidiendo amores a la
amapolita morada. La flor nos acompaña en vida y en muerte, con aquella
fidelidad renaciente del ciclo de las estaciones. Somos una raza prendada de la
flor; y acaso la mejor enseñanza y la más pura experiencia contra los ímpetus de
la baja sensualidad está en que la flor se disfruta con los ojos y con la mente, o
por su aroma a lo sumo, sin que nos sea dable acariciarla, a riesgo de deshacerla
entre las manos. Hay que amarla con desinterés: casi, casi, como a una idea.
Porque ¿quién ha poseído nunca una flor? Y, sin embargo, «la inconsciente
coquetería de la flor prueba que la naturaleza se atavía a la espera del esposo».
Las flores del jardín mexicano han salvado nuestras fronteras. Entre nuestros más
vivos recuerdos del Servicio Exterior, nos acude la evocación de cierto día en que
ofrecimos al Jardín Botánico de Río de Janeiro una reproducción del dios
primaveral, Xochipilli, para que presidiera el rincón mexicano que, en aquel lugar
paradisiaco, quiso y supo arreglar un enamorado de nuestra flor, Campos Porto.
Desde entonces, en el cielo de la ciudad maravillosa se establece un diálogo
etéreo entre dos númenes mexicanos: el Xochipilli, que nos tocó consagrar, y
aquel Cuauhtémoc que llevó a las playas cariocas, años antes, nuestra Embajada
al Centenario de la Independencia Brasileña.
II
Por mi mano plantado tengo un huerto.
Fray Luis de León
Pero ¿por qué hablar de la flor y no de la planta? ¿De una cabeza degollada, y no
del cuerpo cabal que la sustenta? Y hablar de la planta ¿no es ya, en cierto modo,
comenzar a hablar de la agricultura? Procedamos del ramillete al jardín, y del
jardín al campo.