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EL MARCO JURÍDICO DE LA EMPRESA

Sumario: El portal legislativo de la empresa. Contribuciones de


la doctrina. Nuevas orientaciones de la empresa. Los nuevos
enfoques doctrinarios. La irrupción de la empresa. El perfil
subjetivo. La sinonimia o fusión. La empresa del grupo. El interés
de la empresa. El perfil patrimonial. El perfil funcional. El perfil
corporativo

Aproximarse a la noción de la empresa no es tarea baladí. En la extensa trayectoria

que ha cumplido hasta alcanzar el protagonismo avasallador de que goza en la actualidad,

su caracterización asume aspectos proteicos. Aun sustraída de las proyecciones que le

asignan la economía, la sociología y la política, ceñida a su sola consideración jurídica

tampoco alcanza una fisonomía unitaria al ser convocada su presencia por diversas ramas

del ordenamiento como acontece con el derecho comercial, el derecho laboral, el derecho

tributario.

Con razón se ha dicho que bajo el influjo de esta diversidad, las referencias a la

empresa suelen producir desconcierto. Nunca se puede estar seguro de que, cuando se la

menciona, el interlocutor con el que se dialoga o el público al que se dirige entienda el

término en el sentido que el expositor le quiere dar. Cada uno tiende a privilegiar el ángulo

de su propia observación en detrimento de otros aspectos y otro tanto acaece en la

literatura acerca del tema donde las imprecisiones campean en cada mención a la empresa.

Simplificada la indagación a la sola empresa mercantil, se abre todavía el abanico

de sus especies oriundas de la diversidad de actividades incluidas, que tienden a generar

la particular disciplina convocada por las singularidades de sus problemáticas, las

modalidades de su ejercicio, las exigencias de sus finalidades. La unidad se resquebraja


con el surgimiento de normas plasmadas empíricamente, resistentes a una elaboración

sistemática. Sujetos, objetos, categorías, figuras, se mueven incómodos o se revelan

insuficientes para este revulsivo en que se ha tornado la empresa para el derecho. Cabe

intentar una exposición sobre la génesis y la evolución de este panorama con la finalidad

de facilitar siquiera su comprensión, tarea que en esta ocasión retoma, reordena y

actualiza anteriores ensayos en los que intenté aproximarme a este propósito.

El portal legislativo de la empresa

A partir del ámbito histórico, más precisamente transitando desde la reglas de la

Ordenanza de 1673 sobre la competencia de los tribunales de comercio, la empresa arribó

a la codificación comercial francesa de 1807, en el Libro IV, Título II. Allí encontraron

espacio, en los artículos 632 y 633, varias especies de empresas entre los actos de

comercio que el artículo 631 sometió a la jurisdicción de la justicia comercial. El

movimiento codificador que siguió a esta iniciativa del derecho francés cumplió un

importante giro al desligar los actos de comercio de la dimensión meramente

jurisdiccional, otorgándoles un carácter sustantivo definitorio de la propia materia

comercial, concepción ésta elaborada por la doctrina francesa que se generalizó en la

codificación decimonónica hasta alcanzar expresiones tan extensas como la del Código

italiano de 1882, con los veinticuatro actos de empresa que incluyó en su art. 3º.

Inmerso en este movimiento, el Código de Comercio argentino de 1862 introdujo

en su artículo 8º el elenco de los actos de comercio entre los que aparecen, en su inciso

5º, sigilosas y herméticas, diversas especies de empresas. Su presencia se reiteró

expresamente en otras varias normas del Código (v.gr. arts. 162, 163, 184, 204, 583 y en

otros actualmente derogados) pero sin establecer un preciso sentido jurídico a su mención.
Por cierto que la empresa como organización productiva tenía una larga presencia

en el desenvolvimiento de la economía, con marcados rasgos ya en el siglo XVIII, a partir

del desplazamiento de la producción de sesgo artesanal elaborada bajo encomienda de

comerciantes y consumidores, que perdió primacía ante los procesos de la producción

para el mercado. Si bien este dato no fue debidamente aprehendido por la codificación, la

empresa emergió en su normativa a través de las ocasionales referencias a situaciones que

resultan inasibles desde el marco de los actos aislados, toda vez que se vinculan, siquiera

implícitamente, con la organización requerida para cumplir ciertas actividades. Queda de

esta suerte en claro que, aun en ausencia de su mención explícita, la empresa como

organización o como actividad se encontraba presente en el Código a través de las reglas

del llamado estatuto del comerciante, en las instituciones o figuras auxiliares como las

bolsas y mercados, las barracas, el corretaje, la comisión y en la disciplina jurídica

establecida para ciertos contratos como el transporte y el seguro.

En suma, la ignorancia de la empresa por la legislación no resultó tan absoluta ni

siquiera en los tiempos iniciales de la codificación, no obstante las dominantes

concepciones doctrinarias de la época sobre un sistema de derecho comercial objetivo,

basado en el cumplimiento, aun ocasional, de los actos de comercio.

Contribuciones de la doctrina

La incógnita sobre la significación de la empresa en esta primera codificación

incentivó a la doctrina para indagar el sentido de estos textos, tarea que insumió un

copioso y largo itinerario de la literatura a través del derecho comparado, en una búsqueda

que tuvo controvertidos resultados.


No fue poca la perplejidad de la doctrina cuando debió asumir la presencia de las

empresas entre los actos objetivos absolutos, cuya realización aislada por quienquiera que

fuese tornaba aplicable la legislación comercial y sujetaba a la jurisdicción mercantil. Un

recíproco rechazo se interponía entre cualquier actividad de empresa y el acto aislado de

comercio, sin que lo evidente de este dato fuera óbice para elaborar alguna construcción

académica, como la pergeñada por Manara, más ingeniosa que práctica, tendiente a

compatibilizar un acto aislado con una empresa.

Como mero recordatorio cabe mencionar, entre otras propuestas interpretativas

surgidas especialmente desde la doctrina francesa, las que asimilaron la empresa con la

profesionalidad, la locación de obra o de servicios, el establecimiento o fondo de

comercio, para, en definitiva, terminar prevaleciendo la noción económica de la empresa

como organización de los factores de la producción tendiente a producir bienes o servicios

para el mercado, bajo el riesgo empresario y, para un sector de la doctrina, con propósito

de lucro.

No puede omitirse, sin embargo, la mención de la temprana enseñanza de Wilhelm

Endemann que en 1865 abrió una polémica de larga resonancia. Para su interpretación

cabe recordar que, como lo advirtiera Broseta Pont, en alemán existen diversas palabras

que se pueden vincular con la empresa, lo que plantea dificultades para los intérpretes

habituados a textos filiados en la codificación francesa. Endemann usó la expresión

Geschäft, que puede aproximarse a la noción de negocio organizado. Aseveró que

resultaba posible su despersonalización, en el sentido de que la organización permitía por

si misma el funcionamiento del negocio, en razón de lo cual le atribuyó una “personalidad

comercial” y sostuvo que el arbitrio de su dueño tenía límites. Con base en esta

concepción se asignaba a la empresa un patrimonio autónomo y se afirmaba que la

empresa y no el empresario es el sujeto del crédito. Pese a que esta doctrina fue jaqueada
por la crítica de Paul Laband contra la distorsionada aplicación de la personalidad, así

como por la impugnación del reconocimiento de intereses a un ente “místico” que

hicieron Haussmann y Nusbaum, la enseñanza de Endemann fue el germen de la corriente

subjetivista de la empresa que alcanzaría diversos e importantes desarrollos en la

siguiente centuria.

Nuevas orientaciones de la empresa

El comienzo del siglo XX aportó cuatro hechos significativos para la

reelaboración del concepto de la empresa y del lugar que le corresponde en el derecho

comercial.

Cabe afirmar inicialmente que, sin perjuicio de una presencia inercial y de la

celebrada contribución doctrinaria que realizó Alfredo Rocco para dotarlo de un

fundamento unitario, el agotamiento del acto de comercio como delimitador de la materia

y base de un sistema de derecho mercantil, era previsible al despuntar el siglo pasado. No

pasó desapercibido este hecho para quienes estuvieron atentos a la nueva literatura

comercialista, en particular a partir de las orientaciones abiertas por la doctrina

germánica. Es éste el primer dato que explica la búsqueda de nuevas bases para dar con

la razón de ser de esta materia.

El segundo hecho fue la sanción del Código de Comercio alemán de 1897 que

abandonó el modelo adoptado por la codificación napoleónica. La doctrina más avisada

advirtió un giro inequívoco hacia la concepción subjetiva, no como un mero retorno a

privilegios corporativos sino como un sistema jurídico de base profesional. Era manifiesta

la importancia que este ordenamiento asignaba a la empresa para delimitar su ámbito,

considerando comerciantes a quienes ejercían profesionalmente ciertas categorías de


actividades que se consideraban comerciales, enunciadas en el art. 1º. Además se tenían

por comerciales las operaciones realizadas por un comerciante en el ejercicio de la

explotación de su empresa comercial; y el acto de comercio sólo cobraba relevancia en

cuanto se le reconocía tal carácter por el hecho de integrar el ejercicio de un negocio por

un comerciante (art. 343).

El tercer hecho a tener en cuenta es el surgimiento, también en el derecho alemán,

de un régimen legal referido específicamente al establecimiento o fondo de comercio

considerado como objeto unitario de negocios jurídicos, que así resultaba abarcador de la

heterogénea pluralidad de sus elementos. Hasta entonces no se había manifestado la

necesidad de esta disciplina porque las modalidades de la comercialización no dotaban al

establecimiento de interés como objeto del tráfico, salvo quizá en lo concerniente al valor

del derecho al local por su ubicación u otra circunstancia incidente en la captación de

clientela. Pero al finalizar el siglo XIX ya era un hecho la desvinculación entre el

establecimiento y la personalidad del comerciante que lo había organizado, tal como lo

había advertido Endemann. Era un fenómeno resultante del valor adicional que dotaba a

sus elementos la organización como un todo, adquiriendo la aptitud objetiva para formar

una clientela y producir utilidades quienquiera fuere su propietario o titular.

Un cuarto hecho que tenía lejanas raíces ya aludidas, fue la paulatina primacía

económica que asumieron los fenómenos de la producción para el mercado frente a los

de la distribución, la circulación o los cambios en dicho medio que habían sido prioritarios

en la economía bajo la que surgió, se modeló y se deslindó el ámbito inicial del derecho

comercial. De suerte que la organización de la actividad productiva pasó a protagonizar

la iniciativa económica y este hecho no podía dejar de reflejarse en el derecho mercantil.

Los nuevos enfoques doctrinarios


Los cambios operados repercutieron en la doctrina. Ya en 1902 un estudio de

Philipp Heck dedicado a indagar el fundamento de la existencia de derecho comercial

separado del derecho civil propuso un importante replanteo. En su desarrollo sostuvo que

los actos de comercio no se distinguían por la existencia de una cualidad intrínseca que

los dotase de tal índole, dato que infructuosamente había buscado la doctrina tradicional,

sino porque el relieve de tal categoría reposaba sobre caracteres formales y externos que

se manifiestan en su ejecución. Advirtió a este respecto que en el ejercicio del comercio

los actos se insertan en una secuencia, encadenados con otros actos idénticos que se

reiteran masiva y homogéneamente, dando origen a exigencias especiales en orden a su

regulación. Sobre tal base puso de manifiesto que lo distinto en el tráfico mercantil

moderno radicaba en una producción en masa, uniforme, standard y en serie, que para

satisfacer las necesidades de un mercado masivo requería una distribución idónea en

consonancia con este tráfico en masa. Llegó de esta suerte a concluir que el carácter

comercial proviene de la negociación a través de series de contratos idénticos, en

cantidades tan grandes como sea necesaria para canalizar hasta el consumidor la enorme

producción elaborada. Estas características son las que justifican y hacen necesaria una

regulación jurídica particular para implementar las relaciones negociales con la clientela

que se distinguen por el influjo del factor cuantitativo.

El gran aporte de la enseñanza de Heck está dirigido hacia la adecuación de la

disciplina jurídica a las exigencias externas de la empresa entendida como actividad. Vista

a la distancia de los muchos años transcurridos es posible advertir que en la exposición

de esta doctrina se encuentran las simientes de la problemática que más adelante sería

asumida por las reglas sobre las cláusulas uniformes de los contratos (difundidas como

condiciones generales de los contratos, terminología impropia según lo destaca Enzo


Roppo), que tuvieron su primera recepción legislativa en el Código Civil italiano de 1942

(arts. 1341 y 1342); como también se vincula la enseñanza de Heck con las normas del

derecho de los consumidores destinadas a poner equilibrio ante la desigualdad de las

partes. Son ambas regulaciones en las que la participación de la empresa comercial es

inherente a su configuración, lo que no ha sido óbice para que el actual derecho alemán

haya incluido las condiciones generales de la contratación, la protección de los

consumidores y hasta la definición del empresario en el ordenamiento reformado del

Código Civil (texto del BGB vigente desde el 2002) en vez de incorporar estas materias

al Código de Comercio en ocasión de su reforma con la que en 1998 adoptó un concepto

genérico de comerciante (empresario) y eliminó la referencia que contenía a los actos de

comercio en su Libro IV.

La doctrina posterior atendió otras vertientes del fenómeno y tempranamente en

el siglo XX se desenvolvieron estudios sobre la empresa como objeto unitario de negocios

(von Ohmeyer, Pisko, Isay). En otros desarrollos se destacó la importancia de la empresa

como organización de los factores de la producción; desde esta visión, Wieland y Mossa

condujeron la empresa hasta el nivel de noción llave del derecho comercial y sostuvieron

la necesidad de que el derecho atendiese sus requerimientos específicos. En esta misma

línea se mueve también la literatura que constata el valor económico de los bienes

organizados, su finalidad de crear valor y producir beneficios, lo cual conduce a postular

su tutela, prolegómeno de la teoría de la conservación de la empresa; como asimismo

arraiga en esta concepción toda la corriente que se dedicó a indagar acerca de los

elementos que la componen, la naturaleza jurídica del nuevo objeto complejo y el

esclarecimiento del derecho que se ejercita unitariamente sobre éste.

Tampoco faltaron en la primera mitad del siglo XX ciertos desarrollos desde la

visión subjetiva de la empresa ya advertida por Endemann, tendencia en la que es


insoslayable el nombre de Rathenau, que con su obra desató una larga polémica al

plantear la cuestión de los intereses contrapuestos que se manifestaban en su ámbito.

Expuestas en grandes líneas las corrientes suscitadas por los estudios acerca de la

empresa que, con distinto grado de desarrollo y de interés, se difundieron en los países

europeos hasta la segunda gran guerra, cabe ingresar en los años de su protagonismo.

La irrupción de la empresa

Más allá de las resistencias y las polémicas que generó, la empresa se tornó un

tema insoslayable en la doctrina del derecho comercial, al margen de su presencia en otras

ramas jurídicas y de su relevancia para economistas, sociólogos y politólogos.

La actuación de las grandes empresas, dato dimensional en el que pusieron énfasis

Rathenau y Mossa, los nuevos fenómenos generados por los grupos societarios y las

agrupaciones de empresas, potenciaron el influjo de su problemática; a punto tal que en

la doctrina germánica de los años ´30 del siglo pasado se creyó posible sistematizar un

conjunto de reglas y principios constitutivo de un “Derecho de las empresas” (Jessen,

Gieseke, Krause) prolegómeno para la posterior difusión de la tendencia a sustituir el

Derecho comercial –denominación que por cierto resulta estrecha en la actualidad- por el

Derecho empresario. El hecho de no ser una materia exclusiva del derecho comercial y

de que jurídicamente se reconoce la existencia de empresas no comerciales, son las

objeciones más corrientes que se oponen a su reconocimiento, pero que no han detenido

esta tendencia que tiene a la empresa como el fundamento mismo del derecho comercial

y el elemento unificador de todos los institutos comprendidos tradicionalmente en esta

materia (V. Buonocore).


Descripta la diversidad de visiones originadas por la empresa sin lograr construir

una imagen dogmática unitaria, surgen sin embargo, en una misma época, exposiciones

incluyentes de los distintos frentes, presentándola en el mundo jurídico como diferentes

portadas para las respectivas regulaciones de un dato unitario de la realidad. Fue en esta

dirección la propuesta efectuada por Julius von Gierke, que había sido precedida por la

publicación del estudio sobre “Profili dell´impresa” que Alberto Asquini diera a conocer

en 1943. La explicación del jurista italiano, que tuvo una gran repercusión, atribuyó

cuatro facetas o perfiles a la empresa dado que ésta se manifiesta en el ámbito jurídico

como un dato poliédrico de la realidad. Esta enseñanza dejaba a salvo la unidad

conceptual de la empresa, lo que fue cuestionado posteriormente al considerarse

inexistente esa unidad propuesta porque con ella se encubría lo que en realidad eran cuatro

conceptos de la empresa (Mario Casanova). Al margen de parciales discrepancias

doctrinarias, el esquema de Asquini quedó instalado por su idoneidad como base para

sistematizar la problemática de la empresa y presentar bajo los cuatro perfiles o conceptos

-el subjetivo, el funcional o dinámico, el objetivo-patrimonial y el corporativo- algunos

de los más relevantes desarrollos desenvueltos en torno a la teoría de la empresa.

El perfil subjetivo

El lugar preponderante en que la economía ubica a la empresa teniéndola como su

sujeto funcional (Antonio Polo Diez), su puesta en relación con los intereses generales,

su relevancia social en cuanto medio de articulación de diversos intereses sectoriales

correspondientes a plurales partícipes en las actividades productivas de bienes y servicios,

su gravitación como generadora de la mayor parte del trabajo asalariado, su importancia

como fuente de recursos fiscales genuinos, son algunos de los múltiples factores
incidentes como fundamentos por quienes tienden a reconocerle los atributos de los

sujetos jurídicos.

Predispuesta la subjetivación por las técnicas de la contabilidad que recurren a la

personificación de las cuentas y por ciertas tendencias del derecho tributario que suelen

valerse de equívoca terminología, resultó preponderante en este proceso el fenómeno

conocido como el realzamiento de la empresa –entendida como unidad productiva de

bienes o servicios destinados al mercado- sobre su titular, imponiéndose al propio

empresario que la organizó y asumió sus riesgos: “la empresa se emancipa, va

adquiriendo una personalidad independiente con gravitación no sólo económica sino

también social…” dijo entre nosotros Tomás D. Casares como lejano epígono de

Endemann y sus seguidores. La posibilidad de disociar la empresa de su titular,

permitiendo su perduración más allá de los avatares que puedan afectar al empresario, se

acentúa en la medida que se acrecientan la magnitud de la organización, el primado de

las tecnologías más avanzadas y la racionalización de los procesos productivos.

Es también muy gravitante en esta concepción la considerable importancia y hasta

el peso político que adquiere la empresa cuando alcanza cierta magnitud, tiene las fuentes

de su capital ampliamente difundidas entre ahorristas e inversores, cumple una función

que es relevante en áreas de necesidades vitales o resulta esencial en determinados

medios. Son casos en que los principios privatistas que presiden la disciplina societaria

comercial quedan fuertemente condicionados por la empresa. Es en esta visión que se

sitúa la enseñanza de Hauriou cuando caracteriza la institución por la perdurabilidad de

la idea de obra a cumplir y la desvincula de las contingencias de quienes la organizaron

y aun de la discrecional voluntad del empresario. Llegado a este punto, la atribución de

personalidad jurídica parece ser el soporte y complemento adecuado para justificar la

conservación de la empresa en sus momentos críticos.


Pero el paso decisivo tendiente a tener la empresa como sujeto jurídico,

equiparación tildada de inexacta y engañosa por Jean Guyénot, tropieza con el insalvable

obstáculo de la imposibilidad de reunir simultáneamente la calidad de sujeto y objeto de

derecho (Girón Tena), calidad ésta que resultaría en caso atribuirse personalidad a la

organización de un compuesto de elementos pasible de ser unitariamente objeto de tráfico

negocial, tal como acontece en ocasión de su compraventa o prenda y que aun es

susceptible de usucapión según se ha sostenido doctrinariamente. En consecuencia, la

empresa no puede sustraerse al necesario reconocimiento de un sujeto titular de los

derechos que se ejercitan sobre ella y a quien resulta imputable la actividad que cumple.

Personas, actividades y objetos son jurídicamente categorías que no se pueden trastocar

ni se deben confundir.

Esta distinción entre la empresa-organización, la actividad y el sujeto que la

gobierna se impone por su propia evidencia en el caso del empresario individual, pero no

ocurre otro tanto con el empresario social, situación donde esa nitidez se desdibuja,

acentuándose aun más en los casos de los empresarios sociales institucionalizados o de

estructura fundacional. Aquí inciden la concurrencia de diversos intereses propios de los

distintos participantes en la organización y realización de la actividad, como también

gravitan el hecho de la aportación patrimonial externa y el ámbito económico que es

inherente a la índole del objeto para el que se organizó la empresa, factores éstos que

están en el origen de la atribución de fines extrovertidos a la empresa, dando visos

subjetivos a lo que es el soporte objetivo para el desarrollo de la actividad.

Es enseñanza de Girón Tena que la necesaria separación entre la normativa

referente a la conformación de la voluntad –y por tanto de la actividad- que es imputable

a la persona jurídica societaria y la concerniente a lo que es su patrimonio, no ha merecido

la debida consideración de cierto sector de la doctrina. Desde tal corriente interpretativa


que se desentiende de la distinción de los ámbitos, se avizora en la empresa personalizada

y provista de órganos un estado de derecho “naciente”, que terminará absorbiendo a la

sociedad (Michel Despax) cuando culmine su “ascensión hacia la personalidad jurídica”

(Paul Durand). En esta vertiente se produce una fusión de la organización societaria con

la empresaria.

También la sujetividad de la empresa se abrió camino a través de un recurso

indirecto, a partir del reconocimiento de atributos propios de las personas que se

adjudicaron a la empresa. Esta supuesta titularidad convocaba su calidad de sujeto

jurídico, tesitura que logró cierto eco pese a los cuestionamientos que la doctrina hizo de

tal construcción (Guyénot, Remo Franceschelli). En esta línea de los atributos de la

personalidad ocupa lugar privilegiado la teoría del llamado interés de la empresa.

La sinonimia o fusión

La vertiente del subjetivismo que tiene como punto de partida la inescindible

vinculación de la sociedad comercial con la empresa, compuso una suerte de fusión

simbiótica que desvaneció los límites de los caracteres de una y otra, conduciéndolas a la

sinonimia. Esto fue así explicado por Mossa: “La sociedad no es sino una organización

formal de la empresa. Por una parte es su forma jurídica, porque la empresa, en las

sociedades comerciales, se encapsula en las formas singulares por ellas determinadas. Por

otra parte, la sociedad es aglomerado y complejo de personas, órganos, modos jurídicos

en los cuales se articula la gran empresa para su funcionamiento, para su responsabilidad.

En verdad puede concebirse, sin esfuerzo, la empresa a tal punto fusionada y confundida

con la sociedad, como para no hacer distinción”.


Esta concepción logró importantes adhesiones en la doctrina francesa,

destacándose en tal sentido la enseñanza de Jean Paillusseau. A su entender la empresa

es un concepto más rico, más amplio y universal que la sociedad, a la que prácticamente

subsume o la sitúa bajo su dependencia. En la formulación abreviada que da título a su

obra de 1967, “la sociedad anónima es la técnica de la organización de la empresa”, se

torna en organismo jurídico lo que es un organismo económico de producción,

transformación o distribución de bienes o servicios. Ello es así porque la sociedad

constituye la técnica de acumulación del potencial económico que necesita la empresa,

como también es el instrumento jurídico que requiere para gobernar, realizar

concentraciones, regular los derechos de los que aportaron o prestaron capitales y, con el

concurso del derecho del trabajo, organizar los servicios de los dependientes.

Para fundar esta sinonimia o función meramente logística de la sociedad respecto

de la empresa, se han propuesto argumentos harto cuestionables. Ya Georges Ripert

advertía sobre la transposición de los planos entre la sociedad y la empresa, en Aspectos

jurídicos del capitalismo moderno. Y Franceschelli complementa la observación

afirmando que mediante artilugios consistentes en atribuir a la sociedad una supuesta

función logística de la empresa, ingresa la asignación de una variada serie de finalidades,

intereses y obligaciones societarias, sofistería que condicionará la iniciativa del

empresario social y será fuente de una responsabilidad por incumbencias artificiales (en

Studi in onore del prof. Luigi Ferri). En alguna medida esta tendencia tiene una reciente

expresión en algunas distorsionantes versiones del movimiento que postula la llamada

responsabilidad social de la empresa, demandando que se involucre y atienda las nuevas

exigencias de la comunidad.

Lo dicho no es óbice para admitir que, en tanto organización de los factores

productivos, la empresa puede padecer los equívocos de la extrapolación que produce su


impreciso deslinde con la organización societaria. Conforme al concepto expuesto en la

ley 19.550 la sociedad es la forma organizada que adopta una pluralidad de personas

conforme a uno de los tipos legislados. En la perspectiva conceptual parece claro que

ambas organizaciones, la social y la empresaria, se mueven en distintos planos; la primera

corresponde al gobierno de grupo unificado de socios, la segunda a la organización de la

actividad productiva. La forma organizada del sujeto societario disciplina las relaciones

intrasocietarias y establece las reglas bajo las cuales se exterioriza y vincula con terceros;

en tanto que para el cumplimiento de su actividad productiva el empresario social opera

bajo una organización de empresa que se conectará con la societaria, en distinta medida

según el tipo. La doble vertiente organizativa es fuente de confusiones que pueden resultar

de las siguientes causas: 1ª) la confluencia de las organizaciones que pueden

ocasionalmente superponerse, no obstante los distintos ámbitos que les conciernen; 2ª) la

desarmonía entre la carácter unitario de la disciplina societaria en el marco de cada tipo

y la diversidad en la organización de las actividades de las distintas empresas sujetas a su

normativa; 3ª) la presión de los influjos ideológicos que pugnan por la primacía alguno

de los intereses involucrados en la sociedad y en la empresa; 4ª) los límites imprecisos y

los vasos comunicantes entre la actividad societaria y la actividad empresarial.

En un fino estudio Joaquín Garrigues explicó que la sociedad colectiva había dado

en la Edad Media respuesta jurídica adecuada a la economía de la época mediante este

tipo social que se ajustaba a la empresa familiar, basada en la confianza mutua y el trabajo

en común. Estas dos notas han subsistido en la sociedad colectiva moderna que tiene por

connatural el aporte del esfuerzo personal. Bajo su auto-organicismo los socios, sin

distinción, tienen la iniciativa y participan tanto en la administración social como en la

gestión empresaria que carecen de fronteras, como tampoco existen entre la organización

social y la de la empresa. En las antípodas situó Garrigues a la sociedad anónima, en la


que el socio se limita a efectuar un aporte de capital; en cuanto tal, sólo le compete una

compartida ingerencia en la organización social que opera bajo un organicismo

diferenciado y ninguna en la organización empresaria. En estrecha coincidencia con la

enseñanza del jurista español, Giovanni Tantini afirma que la sociedad por parte de interés

es una supervivencia de las formas de colaboración entre empresarios (entre los socios

comerciantes según la terminología que todavía conservaba el derogado art. 301 de

nuestro Código de Comercio referido a la sociedad colectiva) mientras la sociedad de

capital es mero instrumento para la producción en masa, dato éste que tiene como

justificativo del principio mayoritario por el que se sacrifica la voluntad minoritaria a la

funcionalidad de la empresa.

Resulta inequívoco que el accionista, integrante de la organización social es, en

los límites de su estado de socio, ajeno a la organización de la empresa y al

desenvolvimiento de su actividad. En la estructura societaria la organización de la

empresa está encabezada por el directorio, órgano bifronte, desvinculado en su

integración de la calidad de accionista. A su cargo se encuentra la administración social,

por una parte, en tanto que por otra tiene la dirección y gestión empresaria. Las decisiones

de la asamblea son externas a la gestión de la empresa, inclusive cuando resuelve sobre

la designación o remoción de los directores ya que estas decisiones guardan con la

empresa una relación mediata e indirecta.

Precisamente el hecho de encontrase al margen de la empresa justifica que el

accionista esté exento de los riesgos empresarios en cuanto pueda exceder su aporte

societario (art. 163, ley 19.550) y que se encuentre libre de las responsabilidades de la

gestión. Y es también en razón de ello que Guido Rossi tiene como operativa la tutela del

accionista sólo en el ámbito de los derechos societarios, sin otorgársele ingerencia en lo

concerniente a la gestión empresaria, ya que la satisfacción de sus intereses no transita


por su participación en la empresa y no son necesariamente coincidentes con los

requerimientos económicos de su actividad productiva.

La confusión entre la sociedad y la empresa ha sido en ocasiones cultivada por los

propios empresarios sociales que encontraron en ella un recurso para soslayar los

quebrantos y los riesgos mediante contribuciones del erario público o a expensas de sus

acreedores, so color de protección del interés público, la paz social y las fuentes de

trabajo. El decreto-ley 18.832 de 1970, que disponía la posibilidad de continuación del

funcionamiento de las “sociedades” en vez de referirse a las “empresas”, arrojó una

penosa experiencia sobre este particular y fue adecuadamente corregido por la ley 24.522,

art. 189. Pero el nuevo ordenamiento introdujo en su art. 48 un nuevo medio de

“salvataje” de la empresa social que se implementa a través de la adquisición del capital

de la sociedad, sin requerirse que el adquirente continúe la empresa, aunque se presume

que fue ésa la intención. La legislación sigue cabalgando sobre la equivocidad.

Las soluciones adoptadas bajo la cubierta de la conservación de la empresa fueron

impugnadas hace largos años en Italia. El partido comunista reclamó en ese país el fin de

las políticas asistenciales del empresariado, al que incumbe la consecución de una gestión

sana y activa de la empresa, debiendo superarse una situación en la cual “la colectividad

paga a la empresa frecuentemente sólo para hacerla existir, sin que ella necesariamente

produzca más riqueza de la que absorbe”. Poco después el partido socialista italiano

denunció el sistema de subsidios con el que “las empresas son sostenidas…en gran parte

por la asistencia financiera del Estado y de los recursos de la economía sumergida”. La

grave crisis que atravesamos actualmente ha reactivado las controversias sobre el

salvataje de empresas industriales y financieras, especialmente en los países centrales.

La empresa del grupo


En el fenómeno de la concentración de empresas, las sociedades anónimas ocupan

un lugar central y lo acompañan desde el quebranto de la concepción atomística de las

sociedades -que las suponían integradas sólo por individuos- sustituida por la admisión

de las participaciones societarias y la constitución de sociedades entre sociedades. En el

amplio espacio abierto por las modalidades de los grupos societarios se plantean los

cuestionamientos sobre el reflejo que estas concentraciones provocan en las empresas

organizadas por cada sociedad, preexistentes a la formación del grupo.

A partir de una concepción económica de la empresa como unidad de producción,

se relega la incidencia de la personalidad y de la formal autonomía jurídica del empresario

social, atendiéndose sólo a los factores concernientes a la organización global del trabajo

y a la concurrencia de los medios económicos aplicados a una actividad productiva como

datos relevantes para atribuir el efecto del carácter unitario a la empresa. Todavía algunos

intérpretes del fenómeno otorgan importancia a la unidad, complementariedad o

conexidad en el objeto de la producción (Champaud) y especialmente tienen por

trascendente la existencia de un centro unitario de decisiones para administrar y gestionar

con autonomía los procesos productivos, cuestión que debe ser considerada desde el plano

económico y no a través de una visión jurídica. A esta unidad económica puede

reconducirse una pluralidad de organizaciones como un nuevo modelo de estructura, el

llamado conjunto o grupo económico, presidido desde un centro autónomo de cálculo y

determinaciones. Sin embargo, esta unidad empresaria de las plurales organizaciones no

es óbice para que en el plano jurídico cada singular organización involucrada pueda

conservar su formal individualidad y personalidad jurídica. Desde esta doctrina se plantea

así la dicotomía entre la unidad económica de la empresa del grupo y la diversidad

resultante de la autonomía jurídica de cada sociedad empresaria. Y es de generalizada


aceptación que el grupo carece de personalidad jurídica, al margen de ciertas implicancias

en las relaciones internas y sin perjuicio de las responsabilidades que tienen por fuente la

pertenencia a un grupo. En suma, ni la empresa del grupo es un sujeto jurídico, ni lo es el

grupo integrado por las sociedades.

Desde un criterio enraizado en las reglas jurídicas tradicionales, la unidad de

empresa resulta inescindible de la unidad patrimonial del empresario, sea éste persona

física o jurídica. Pierde relevancia la diversidad de las organizaciones aplicadas por el

empresario a la producción de distintos bienes o servicios, ni es de tener en cuenta el

grado de descentralización y de autonomía en la administración y gestión de que estén

dotadas. En cada sujeto no puede reconocerse más que una sola empresa. En la clásica

concepción del patrimonio como unidad y como prenda común de los acreedores, la

cuestión parece no suscitar cuestionamientos. Sin embargo, esta interpretación es objeto

de fundados cuestionamientos, admitiéndose la posibilidad de diversas vías para la

fragmentación del patrimonio tal como en el campo societario lo ha establecido la reciente

legislación italiana sobre los patrimonios destinados a un específico negocio. Pero además

la unidad de empresa concebida bajo los ahora controvertidos principios jurídicos de

universalidad y unidad del patrimonio, tropieza con el complejo panorama abierto en los

grupos de sociedades por las relaciones fundadas en el ejercicio del control. Frente a las

repercusiones atribuibles al hecho del control en las empresas implicadas, el derecho ha

desenvuelto soluciones pragmáticas, a veces contradictorias, en dependencia de que su

aplicación se cumpla en el derecho tributario, en el derecho del trabajo o en el derecho

mercantil. Y aun ceñidas al sólo ámbito mercantil, las distinciones son corrientes según

se encare la cuestión en las quiebras, en las prácticas anticoncurrenciales o se vinculen

con la responsabilidad por ilícitos.


En otra orientación interpretativa se ha restado relevancia a la noción del grupo

para resolver los problemas generados por el influjo del control sobre la autonomía

patrimonial de las sociedades agrupadas. Lo esencial en esta doctrina es que las

controlantes queden obligadas por las obligaciones de las controladas y recíprocamente

(Champaud). Pero se entiende que esta extensión no se produce por la aplicación

mecánica de una pura situación objetiva de control, sino que deriva como consecuencia

del empleo instrumental de tal poder en menoscabo de los intereses sociales o en

detrimento de los derechos de terceros. Este es el alcance que se estableció en la

legislación argentina, que a diferencia de otras (Alemania, Brasil, Portugal), no legisló

los grupos; en cambio caracterizó el control en la ley 19.550 (art. 33) que tuvo una

ampliación de los supuestos que lo configuran con las reformas que introdujo la ley

22.903 en 1983, ocasión en la que también quedaron delimitadas las causales de

responsabilidad por el control en el art. 54 del ordenamiento societario. A su vez, la

legislación de las quiebras dispuso la extensión de la falencia a los controlantes, pero no

por el solo hecho de integrar el grupo con la fallida sino cuando incurriesen en los

comportamientos torpes que describe la ley (actualmente arts. 161 y 172, ley 24.522).

En este deslinde entre lo societario y lo empresario, se ha sostenido que el grupo

societario conformado a través de una influencia dominante permite el ejercicio de una

misma actividad económica jurídicamente fraccionada en una pluralidad de sociedades

dominadas, lo que posibilita adoptar una guía unitaria de todas y desenvolver el objeto

social en distintos sectores de actividad o en distintas fases del proceso productivo o en

distintas formas de utilización industrial de la misma sustancia básica. De esta suerte el

grupo consiente el goce más intenso de la limitación de responsabilidad diversificando

los riesgos, porque permite separar los correspondientes a los varios sectores

empresariales, no obstante mantener la unidad en el ejercicio, directo o indirecto, de la


actividad económica del grupo (Galgano). No hay, por ende, pluralidad de empresas sino

una empresa única cumplida por el grupo mediante la gestión de la controlante. Este

cuadro se integra con la responsabilidad que recae en cabeza de la controlante o, en

palabras de la reforma italiana de 2003, de la sociedad que ejercita la actividad de

dirección o coordinación de sociedades, cuando actúa violando los principios de correcta

gestión societaria y empresarial en perjuicio de los socios o los acreedores sociales.

El interés de la empresa

Ante la resistencia que suscita la atribución de personalidad jurídica a la empresa,

la doctrina que aboga por una concepción subjetiva se aproximó a este propósito

mediante un esquema elíptico valiéndose de la adjudicación a la empresa de intereses

propios de los sujetos, de suerte que sin admitir a la empresa como persona jurídica, la

tienen como portadora de sus intereses. Así Garrigues sostuvo que en el despliegue de su

actividad la empresa-entidad se separa del empresario, adquiere su propia vida, se

desentiende las vicisitudes de la vida del empresario “hasta el punto que muchas veces el

interés de la empresa es opuesto al interés del empresario. Cuando surge un conflicto de

esta naturaleza suele subordinarse el interés del empresario al interés de la empresa, de la

“empresa en sí”, como dicen los alemanes”.

Es notorio el influjo y los desarrollos que esta doctrina reconoce en el derecho

alemán. Se atribuye su punto de partido a las opiniones de Walther Rathenau que, en

verdad, no se valió de tal expresión. Al ocuparse de los problemas de la gran empresa, se

limitó a negar que ella representase sólo la suma de los intereses de sus accionistas,

enseñanza especialmente dirigida contra el “abuso” de las minorías en las sociedades

cuyo derecho de cuestionar a la administración consideraba demasiado extenso frente a


los intereses de la economía colectiva que debían prevalecer en la empresa. Esta opinión

abrió una controversia, iniciada con la inmediata réplica de Hachenburg, en la que

participó Fritz Hausmann con varios trabajos que la criticaron, autor éste que fue quien

acuñó la expresión de la “empresa en sí” para referirse a la doctrina que combatía. La más

alta recepción que tuvo esta corriente fue el proyecto alemán de sociedades anónimas de

1930, en cuya exposición de motivos se decía que “los intereses de la empresa, en cuanto

tal, son tan carentes de protección como el interés individual del accionista en sí”. La

iniciativa no prosperó y si bien la AktG de 1937 introdujo en su parágrafo 70 la regla

sobre la responsabilidad de los directores comprometida por los requerimientos del

bienestar de la empresa y del Reich, el llamado Führerprinzip, de sustancia ideológica y

política antes que jurídica, la norma desapareció con la AktG de 1965.

En el plano jurídico el interés se entiende como la relación entre un sujeto, una

necesidad y los bienes idóneos para satisfacerla, determinada en la previsión general y

abstracta de una norma (Pier G. Jaeger). Hay por ende un nexo insoslayable entre

intereses y sujetos. Esto condena la construcción que pretende vincular el interés con la

organización o la actividad “empresa”. El equívoco oculta una realidad nada desdeñable

en la que se constata la existencia de intereses que concurren para hacer posible o para

valerse de la actividad productiva empresaria. En tal sentido se ha dicho que la referencia

a la empresa funciona como un sublenguaje comunicativo tendiente a transmitir un

mensaje que enfatiza la capacidad productiva, las realidades económicas o la ideología

del mercado (Menezes Cordeiro) y la alusión al interés de la empresa, sería una

sinécdoque de los diversos intereses que concurren o quedan comprometidos con la

producción de la empresa (Broseta Pont). Dicho, en una feliz descripción de Paillusseau,

“l´entreprise est un carrefour d´intérêts”, a saber, los intereses de las personas que le

dieron los medios materiales de existencia, los de quienes concurren con su trabajo a
realizar la producción, los de sus directivos, los de sus proveedores, sus clientes, sus

consumidores, los estatales, etc.

En conclusión, las referencias a la empresa como sujeto o a los intereses de la

empresa, tal como acontece en el lenguaje corriente, han de aceptarse como mera

metonimia, como formas elípticas de aludir al empresario, más precisamente al

empresario social; o son también válidas como recurso para englobar los intereses que

convergen en la empresa. No advertir la impropiedad de personificar la empresa o

adjudicarle intereses propios, puede conducir a conclusiones disvaliosas, como el suponer

que la conservación de la empresa es una regla necesaria en todos los casos en que entra

en crisis, por así requerirlo sus intereses autónomos. No pocas veces se invocan tales

intereses para preservar el singular interés de algunos sectores afectados, con frecuencia

el laboral, sin que al decidir la continuación de su actividad se advierta que este interés

quedaría mejor protegido con otros medios distintos a la supervivencia forzada de

empresas obsoletas o sin mercado. La experiencia argentina ha sido por demás ilustrativa

al respecto.

En la transposición del ámbito de los intereses entre la sociedad y la empresa no

ha estado ausente el influjo ideológico. En el estudio que publicó Roberto Goldschmidt

en 1941 sobre Las ideas políticas y la sociedad anónima se puso de manifiesto la

concepción totalitaria presente en la doctrina que pregona la defensa de los intereses de

los accionistas a través de la defensa de la empresa; se da así cobertura a la preponderancia

de invocados intereses publicísticos de ésta para justificar la intervención del Estado so

color de protección a intereses que son ajenos a los socios y vaciando a la sociedad de su

carácter privado. Una línea argumental cercana fue la que en 1969 expuso Giuseppe

Ragusa Maggiore advirtiendo que el reconocimiento de intereses distintos de los

concernientes a los socios desemboca en su atribución a la empresa y concluyen


identificando la sociedad con la empresa, dotando a ésta de fines autónomos en

detrimento de los socios que son así las víctimas “de un instrumento de atropello

jurídico”. A su vez Galgano ha observado que las justificaciones invocadas por quienes

sitúan en paridad de posiciones jurídicas al empresario y a su empresa, se resuelven

siempre en detrimento del empresario, a quien se recortan los derechos de iniciativa y de

dirección, reconociéndosele algún beneficio a título de dirección en razón del riesgo

personal en que incurren.

Queda todavía por recordar que alguna opinión niega a la noción de interés una

consistencia dogmáticamente provechosa en el estado actual de la Ciencia del Derecho

(Menezes Cordiero), enseñanza que no condice con las extensas aplicaciones que recibe

en la doctrina, con su reiterada presencia en la legislación y con su invocación por la

jurisprudencia; pero también se ha dicho que la idea de la “empresa en sí” está incluida

en la “galería de los horrores jurídicos”, opinión que no es difícil de compartir.

El perfil patrimonial

A diferencia del perfil subjetivo sufragado por la doctrina, el patrimonial tiene

presencia normativa y regímenes que lo contemplan específicamente siquiera en cuanto

se vincula con las casas, fondos de comercio, haciendas o establecimientos de comercio.

Ello justifica que haya sido el perfil más abordado por los autores, en particular en cuanto

atañe al estudio de la naturaleza de este objeto de negocios jurídicos y a la indagación

acerca del derecho que se ejercita cuando recae sobre los elementos ensamblados que

integran la organización nacida de la iniciativa y de la actividad del empresario.

La teoría jurídica del establecimiento ha perdido mucho del espacio que ocupó

durante buena parte del siglo XX debido, en amplia medida, a que como objeto unitario
de negocios -frecuentemente su transferencia- el régimen legal específico para tal fin ha

sido desplazado en la práctica por la ventajosa transmisión de las participaciones sociales

(Le Pera, Menezes Cordeiro) mediante la cual se dispone elípticamente de los derechos

sobre el establecimiento con mayor simplicidad y economía que la requerida por

aplicación de los procedimientos fijados para enajenar los fondos de comercio.

Las dificultades planteadas por la teoría del establecimiento son múltiples, a partir

de las distinciones entre la empresa y el fondo o la hacienda. A título enunciativo cabe

recordar algunos de los criterios propuestos:

a) la hacienda es una organización instrumental de bienes y cosas; la empresa

es una forma de la actividad tendiente a la realización de un fin y a ella concierne la

organización de las personas (Asquini, Salandra);

b) la empresa es la organización de las actividades (trabajo material e

intelectual) como un quid inmaterial, pero en la que se incluyen también los medios

(bienes económicos). A la hacienda se la tiene como un conjunto de bienes organizados,

en su materialidad (Fontanarrosa, Zavala Rodríguez) o como referente material de la

organización en empresa (B. Libonati);

c) entre la empresa y la hacienda media una relación del todo con la parte,

puesto que la primera es una organización de personas y bienes, en tanto la hacienda sería

la parte de la empresa que corresponde a la organización de los bienes (Greco, Despax);

d) la relación de la hacienda con la empresa es de especie a género. La

empresa es siempre una hacienda, en tanto que no toda hacienda es empresa pues están

excluidas la hacienda profesional, la artesanal y otras –dependiendo de la disciplina que

adopta cada legislación- como v.gr. la agropecuaria;


e) la empresa y la hacienda no son sino dos aspectos de una misma realidad,

reservándose a la primera una faz dinámica y a la segunda una posición estática

(Carnelutti);

f) la empresa es la hacienda estable, de mediana o gran magnitud (Santoro

Passarelli);

g) tanto la empresa como la hacienda son organizaciones de personas y

bienes, distinguiéndose solamente por cuanto son momentos sucesivos en la evolución

jurídica (Mossa, Waldemar Ferreira);

h) la empresa es una organización unitaria que actúa a través de un

establecimiento o de una pluralidad de ellos. A lo que puede agregarse que el

establecimiento es una organización de segundo plano (Zavala Rodríguez);

i) la empresa es la actividad del empresario, en tanto la hacienda es la

organización patrimonial a través de la que se ejercita aquélla y, a su vez, el resultado de

tal actividad. Esta interpretación, que prevalece en la doctrina italiana, queda bien

expuesta en una feliz síntesis de Mario Ghirón: “L´imprenditore si è, l´impresa si governa,

l´azienda si ha”, con lo que distingue el sujeto, la actividad y los bienes. A su vez Barbero

afirma: la empresa “no existe” sino que “se ejerce”;

j) la empresa es un derecho que se ejercita sobre el objeto hacienda. Ante la

insuficiencia de la propiedad para caracterizar el contenido de tal derecho que ejercita el

empresario sobre la hacienda, se manifiesta la existencia de un derecho que recae sobre

un poder de gestión, en una relación análoga a la que existe entre un sujeto propietario y

su derecho de propiedad sobre las cosas (Rosario Nicolò).

Las divergencias doctrinarias que subsisten especialmente cuando la legislación

carece de una preceptiva que fije las bases para caracterizarlas, han sido atribuidas a que

los autores han fantaseado creando su concepto personal y predilecto de la empresa o del
establecimiento, procediendo después sobre la base del concepto así elaborado a construir

el otro (F. Ferrara); pero también provienen de la terminología equívoca e imprecisa de

ciertos textos legales. Al margen de tales discrepancias se ha censurado la esterilidad de

atribuir a la empresa el carácter de organismo u organización, para lo que resulta en

principio suficiente la tradicional noción de establecimiento, como ya lo advirtiera Picard;

salvo quizá para distinguir los supuestos en que un empresario cumple su actividad a

través de una pluralidad de explotaciones separadas, en cuyo caso el conjunto de las

organizaciones consideradas en su unidad podría distinguirse como empresa (Ripert).

Cabe asimismo tener presente que se ha considerado artificioso excluir de la

organización del establecimiento el sector servicios, el factor trabajo, pues así degradado

el establecimiento no podría ser el soporte o presupuesto del cumplimiento de una

actividad (Casanova). Como también se ha tenido por ocioso reducir la empresa a una

abstracción consistente en un indefinible plus inmaterial de organización, que sería su

esencia, operante al margen de la materialidad de los bienes organizados que se reserva

para el establecimiento. Esta posición inmaterialista de la empresa, que la distinguiría de

la organización de los factores productivos concernientes al establecimiento, es una

construcción que no consulta la realidad (Ascarelli, Rotondi, Casanova, Supervielle). La

distinción entre la empresa y el establecimiento no pasa por el plano de las

organizaciones.

La teoría jurídica de los bienes organizados es otro aspecto del perfil objetivo que

plantea graves dificultades. La posibilidad de desvincular al empresario de su

organización comercial, resultante de la ya referida despersonalización del

establecimiento, permite el ingreso de éste en el tráfico. El fenómeno mueve a indagar

acerca de la naturaleza jurídica del objeto resultante de la organización productiva sobre

la que recaen los negocios, así como sobre la índole del vínculo jurídico entre el
empresario y su organización. Es innecesario demostrar el escollo que plantea para las

respuestas de estas incógnitas la heterogeneidad de los elementos organizados en el

establecimiento y la diversidad de los derechos que pueden recaer sobre cada uno de ellos.

Es innegable que en tanto la legislación no consienta una solución distinta, el régimen de

la circulación de los distintos bienes y derechos incluidos en la organización, deberá

cumplir la ley concerniente a su respectiva naturaleza. Sobre tal base se fundó la llamada

doctrina atomística, que niega la existencia de un derecho unitario sobre el

establecimiento. Sin embargo, la fuerza de la realidad económica constituida por los

elementos organizados, cuya importancia patrimonial no se confunde con la que

corresponde a la suma del que tienen considerados aisladamente, demostró la

inconsistencia de esa negativa. Esta reconocida aptitud que les otorga a los elementos

organizados su disposición productiva, les adiciona un valor relativamente mensurable

(valor empresa en marcha, aviamiento, clientela). A este dato generalmente aceptado se

unen ciertas manifestaciones unitarias en el campo jurídico, como la disciplina sobre la

concurrencia o la que tiene al establecimiento como objeto de diversos negocios

(transferencia, prenda, locación), que han dado vigor al reconocimiento de un objeto

unitario.

La doctrina ensayó diversas aproximaciones para caracterizar la unidad de este

objeto de derechos. Se apeló a la noción de universalidad que, en definitiva, se revelaría

insuficiente. A través de la universalidad de hecho sólo se logra explicar un nexo

teleológico entre elementos heterogéneos fácticamente unificados por la sola voluntad

privada del empresario. Su consideración jurídica no difiere demasiado de la doctrina

atomista, en tanto ambas admiten la unidad funcional, cuya relevancia sólo se manifiesta

ocasionalmente y, en especial, como dato interpretativo acerca del objeto del negocio

(Ascarelli), según ocurre por ejemplo con la presunción que sienta la ley de transferencia
de fondos de comercio sobre los elementos del negocio que están comprendidos (art. 1º,

ley 11.867). La universalidad de derecho, es decir la que resulta determinada por la ley

con afectación a un pasivo ha merecido un generalizado rechazo, lógico en el estado

actual de legislaciones que, como la argentina, no reconocen tal afectación; a lo que se

suma que la unidad de los elementos de la empresa no viene determinada por el

ordenamiento legal. Más convincente resulta la doctrina de la universalidad de derechos,

mediante la cual se intenta superara la heterogeneidad jurídica de los elementos –que es

objeción básica para la doctrina de las universalidades- a través de la consideración

unitaria del bloque de derechos (la esfera jurídica especial, en la terminología de Menezes

Cordeiro) en que se resuelve el ejercicio de la empresa. La construcción es más ingeniosa

que sólida, porque los derechos así agrupados no dejan de ser heterogéneos entre ellos

por naturaleza, por configuración, por especie. Además se ha cuestionado que los

derechos subjetivos puedan ser incluidos entre los objetos jurídicos (Casanova). No

obstante las críticas, se ha sostenido que si bien es cierto que la unidad en el ejercicio de

los múltiples poderes particulares concernientes a los distintos elementos que se han

organizado no altera la naturaleza de cada uno de esos derechos, no lo es menos que esa

unidad repercute sobre su contenido imponiéndoles una impronta particular: la

universalidad de derechos sintetizaría el poder jurídico que se ejerce sobre la empresa, la

consistencia de la titularidad de la empresa (Casanova).

Los precarios resultados de éstas y otras indagaciones ponen de relieve la

insuficiencia de las categorías jurídicas tradicionales para asumir la empresa en su unidad

orgánica. De ahí las propuestas de nuevas categorías como las organizaciones de cosas y

derechos (Ferrara Sr.) o la cosa compuesta funcional (Barbero) o la universalidad de

bienes (elaborada a partir de lo dispuesto por el art. 2555 CCiv.italiano) que importa una

noción transformada y dilatada respecto de los requisitos tradicionales de la universalidad


(Casanova). En el derecho argentino no hay base normativa que permita avanzar en una

construcción que exceda el constatar que la empresa es un objeto compuesto, según lo

describe la ley 11.867, art. 1º.

La naturaleza del derecho que se ejerce sobre la empresa es también cuestión

controvertida. Se ha propuesto el reconocimiento de un nuevo derecho expresivo del

poder jurídico del empresario, al que se denominaría derecho de empresa (Nicolò). Pero

se ha reprochado que de esta forma se invierte el vínculo del empresario con su

organización, puesto que aquél devendría tal en cuanto fuese titular del derecho sobre

ésta, desconociéndose así que la organización recién se configura cuando los elementos

quedaron organizados por el empresario. Además incurriría en contradicción el contenido

patrimonial y transferible de este derecho, con su inclusión en el régimen jurídico de los

derechos de la personalidad que lo tornarían intransmisible (Giuseppe Ferri).

La extensión y la intensidad con que se manifiesta este derecho en los diversos

negocios de que es objeto incluyen la compraventa y toda transmisión a título oneroso o

gratuito (ley 11.867, art. 2º), la prenda (ley 12.962, art. 11, inc. d), el usufructo, la locación

y la cesión transitoria (arts. 227 y 228, ley de contrato de trabajo), convocan la idea de un

derecho de propiedad. Ello independientemente de que el empresario sea propietario de

cada uno de los elementos que ha organizado y de la posible heterogeneidad de los

derechos que ejerce sobre cada uno de ellos. No pasa desapercibida al intérprete la

dificultad de identificar este derecho con la propiedad quiritaria, ya que no recae

solamente sobre cosas (art. 2506 CCiv.). Lo cual no conduce tampoco a sostener que este

derecho sobre la empresa pueda resolverse en relaciones de estructura meramente

obligacional. Es inequívoco que cuando la ley se refiere a la compraventa de

establecimientos (ley 11.867, art. 2º), presupone en el empresario un derecho de

propiedad ya que la venta obliga a transferir la propiedad de una cosa (art. 1323 CCiv. y
450 CCom.). El dato normativo da así razón a quienes sostienen la existencia de un

derecho de propiedad sobre la empresa (entendida como organización o establecimiento),

si bien tal derecho no tiene un contenido asimilable o identificable con el atribuido

tradicionalmente a la propiedad (Casanova). El objeto sobre el que recae esta propiedad

es más amplio que el correspondiente a la compraventa, su contenido es diverso porque

además de abarcar las cosas que el empresario tiene en su patrimonio por derecho de

propiedad, también incluye o puede recaer sobre cosas o bienes que no son del dominio

del empresario, comprende derechos incluidos en la organización por títulos diversos,

cosas fungibles y mudables (mercaderías), contratos de trabajo, patentes, marcas,

concesiones, etc.; y recae sobre elementos funcionales o cualidades como la clientela y el

aviamiento.

Si bien la noción de la propiedad se encuentra ya ampliada en el derecho positivo

respecto de la recogida por el derecho común a través del reconocimiento de la propiedad

industrial, artística y literaria (Peña Guzmán, Spota), así como mediante la elástica

acepción que le reconoce la jurisprudencia de la Corte Suprema a la garantía

constitucional del art. 17 de la Constitución Nacional, no ha faltado la disconformidad

con la extensión del concepto dogmático en el caso del establecimiento. En tal sentido

Ascarelli sostuvo que la relevancia jurídica del carácter unitario de la azienda solamente

se coordina con la actividad negocial, pero no se vincula con la disciplina de los derechos

reales ya que no hay en ella otros derechos reales distintos de los que tienen por objeto

las cosas incluidas en el establecimiento. En consecuencia no cabría hablar de propiedad

sino de titularidad de la hacienda. Y todavía esa titularidad, como pertenencia unitaria de

los derechos subjetivos, podría ser primaria cuando se refiere a la disponibilidad del

conjunto de la hacienda; o secundaria, cuando recae sólo sobre la explotación y está

circunscripta al disfrute de la hacienda. Esta construcción ha sido, a su vez, pasible de


crítica. Se ha señalado, en tal sentido, que la titularidad no es una relación jurídica

determinada, sino un vínculo entre una relación y un sujeto; y como tal puede referirse a

cualquier relación jurídica y no significa ninguna en particular. (Barbero). La objeción es

consistente y aplicable aun a la noción de titularidad como plexo jurídico constituido por

derechos de propiedad sobre cosas, de exclusividad sobre bienes inmateriales y vínculos

personales respecto de prestaciones consistentes en dar, hacer o no hacer (Barreto Filho).

No se logran mayores avances desde otras versiones que sustentan el derecho de

propiedad diciendo v.gr. que tal expresión designa en este caso el derecho de un

comerciante a su explotación, derecho de naturaleza particular y que resulta de una

actividad semejante a la intelectual (Guyénot); o que es una propiedad porque reúne los

dos presupuestos que para tal derecho establece la concepción moderna, a saber, el de un

derecho independiente porque no requiere la existencia de otro derecho como soporte

(según acontece con los derechos reales limitados); y el de un derecho erga omnes

(Ferrara).

En consonancia con el reconocimiento de un derecho de propiedad, de una

propiedad haciendal o de una propiedad en sentido relativo, se manifiesta la doctrina que

admite el ejercicio de las acciones posesorias (Barreto Filho), la usucapión y la

reivindicación (Menezes Cordeiro). La propiedad, se ha dicho, otorga la base jurídica que

permite al empresario la reivindicación de los nuevos elementos introducidos en el

establecimiento por el reivindicado, sea en reemplazo de los que fueron sustituidos, sea

en complemento, integración o transformación de la hacienda (Casanova).

La adquisición del establecimiento puede ser por título originario o derivado. Su

creador o fundador es adquirente originario en razón de haber dotado de organización a

sus elementos, dándole un nombre; desde esta posición jurídica lo dirige y asume sus

riesgos, hace suyos los resultados y tiene la disponibilidad de los elementos en forma
aislada o como un todo organizado. En su iniciativa puede incorporar cosas adquiridas en

propiedad o por otro título, sin requerirse ninguna proporción entre los que tiene en uno

u otro carácter para que se configure la propiedad o titularidad de la empresa. La

adquisición a título derivado se opera a través de la transmisión del conjunto de los

elementos organizados, por acto entre vivos o por causa de muerte; este adquirente será

el nuevo titular y también el nuevo empresario siempre que continúe una actividad en

correspondencia con la que realizaba el transmitente. También es posible adquirir

derivadamente el derecho a la explotación de la empresa, sin adquirir la titularidad o

propiedad del establecimiento, como acontece con los locatarios o usufructuarios que se

tornan empresarios por el solo hecho de realizar la actividad económica (Ghirón,

Ascarelli).

No faltan tampoco las controversias acerca de la naturaleza del bien tutelado

cuando se ejercita el derecho que recae sobre la empresa. La doctrina sobre la índole

inmaterial de este bien sostiene que la protección se realiza en beneficio de la idea

organizadora de la hacienda. La refutación de Ascarelli fue terminante al recordar que no

es frecuente la organización de empresas sobre ideas originales, por lo que si la doctrina

criticada fuese correcta quedarían sin protección la mayoría de los establecimientos.

Añade esta crítica que no toda idea original da derecho a la exclusividad o protección

especial, sino aquéllas que pueden ingresar en la esfera de la legislación sobre los bienes

inmateriales. Se suma todavía la objeción de que proteger la idea organizadora de la

empresa conduciría a la supresión de la concurrencia y al monopolio.

Tampoco encontró mayor aceptación la doctrina que tuvo a la actividad en sí

misma como el bien objeto de tutela, sin dar un fundamento para este trato diferencial

frente a otras actividades carentes de análoga protección; sin perjuicio además de tener

en cuenta que las actividades son inherentes a los sujetos e inescindibles de ellos y se
mueven en el ámbito de los derechos de la personalidad, todo lo cual las excluye del

tráfico que es propio de los establecimientos (Jesús Rubio). La validez de lo dicho no

desmerece el acierto de la observación que advierte acerca de la inexistencia de

continuidad entre la actividad que desarrolla el adquirente y la que realizaba su antecesor,

desde que no guarda identidad con ella sino mera correspondencia (Galgano), lo que

explica la posibilidad de transmitir el establecimiento.

En la corriente que incluye la empresa entre los bienes inmateriales se encuentran

también las doctrinas que fundan en tal naturaleza la explicación de una actividad que

puede ser cumplida mediante organizaciones integradas por elementos de los que el

empresario es titular por vínculos jurídicos muy diversos (Rubio); o las enseñanzas que

le atribuyen inmaterialidad por la ausencia de un válido soporte material para este derecho

(Guyénot), ya que aun admitiendo que ciertos elementos materiales puedan comportarse

en alguna medida como continente de la organización y hasta condicionar su disfrute, no

puede aceptarse que la organización misma se confunda con los elementos materiales sino

que, antes bien, los domina y vincula (Ferrara). Desde otras perspectivas se ha sostenido

que la tutela está referida al crédito, a la clientela o al aviamiento (Pisko, Binder,

Wieland), con lo que en realidad se está situando la protección fuera de los elementos

organizados, pues se la hace recaer sobre sus resultados, es decir sobre algo que está fuera

de la organización (Barbero) y que no es susceptible de ingresar en el tráfico sin el todo

organizado: se tutela con la empresa y no tiene sentido separado de ella.

En soporte de la crítica a las teorías inmaterialistas concurren quienes niegan la

posibilidad de reconocer la existencia de un derecho unitario sobre el conjunto

organizado. Es la posición de Rotondi cuando no admite una tutela jurídica diversa de la

que se otorga a los bienes inmateriales determinados que están integrados en la

organización y a los que el ordenamiento protege contra la reproducción. También se


reprocha al inmaterialismo el no tener en cuenta la disociabilidad de toda materia que está

en la base de los derechos sobre bienes inmateriales y que, precisamente por ello, los torna

susceptibles de goce y disposición autónoma, lo que resulta imposible en el caso del

establecimiento (Roberto Goldschmidt).

Desde el criterio que reconoce en la empresa el ejercicio de un derecho sobre un

bien incorporal, no previsto por el derecho común, se entiende que no se trata de un

derecho mobiliario ni inmobiliario. No obstante, frente a la necesidad de una calificación

jurídica en alguna de las tradicionales categorías, se opta por el carácter de derecho

mobiliario por excluir toda conexidad con los inmobiliarios (Ferrara). Es una solución

recibida por el art. 646 del Código de Comercio de Honduras y reproducida por el art.

555 del Código de Comercio de El Salvador, que expresan: “La empresa mercantil será

reputada como un bien mueble. La transmisión y gravamen de sus elementos inmuebles

se regirá por las normas de derecho común”. Esta regulación parece adecuada a lo

dispuesto por la ley 11.867 en su art. 1º, que siguiendo la tradicional concepción francesa

de los fondos de comercio, no incluye a los inmuebles entre sus elementos.

Desde una distinta orientación se niega la posibilidad de atribuir al

establecimiento el carácter de mueble o inmueble, porque ello puede predicarse de sus

elementos pero no del conjunto organizado (Mossa). Mientras otra interpretación postula

que se le atribuya el carácter inmobiliario sólo cuando entre sus elementos se incluye un

inmueble que por el principio de la vis atractiva atrapa a los muebles en su órbita.

El perfil funcional

El Código Civil italiano de 1942 no introdujo un concepto de la empresa, por lo

que la doctrina, sistematizando las nociones de empresario y de hacienda fijados por los
art. 2082 y 2555, se hizo firme en la noción de la empresa como actividad del empresario.

Esta doctrina alcanzó el rango de norma legal en el art. 25 del Código de Comercio de

Colombia (1971): “Se entenderá por empresa toda actividad económica organizada para

la producción, transformación, circulación, administración o custodia de bienes o para la

prestación de servicios. Dicha actividad se realizará a través de uno o más

establecimientos”. La norma fue reproducida por el Código de Comercio de El Salvador

y el concepto fue recibido por el Código de Comercio de Bolivia. El Código Civil

brasileño de 2002 siguió en esta materia la orientación del modelo italiano, introduciendo,

en su parcial unificación con el derecho comercial, el Libro II intitulado “Do direito de

empresa” -denominación que reemplazó la del Proyecto que era “Da atividade negocial”-

donde es tenido por empresario “quien ejerce profesionalmente actividad económica

organizada para la producción o la circulación de bienes o de servicios” (art. 966, que se

ciñe al texto del art. 2082 italiano). En tanto el art. 1142 del ordenamiento brasileño

caracteriza al establecimiento en términos análogos a la azienda del derecho italiano (art.

2555), es decir como “bienes organizados para el ejercicio de la empresa por el

empresario”.

Por su parte la reforma de la codificación alemana caracteriza al comerciante

como aquél que explota una empresa y a la empresa como “cualquier explotación

mercantil”, con lo que el nuevo parágrafo 1º del Código de Comercio abandona la

enunciación de las profesiones que tenía por comerciales en su texto de 1897. Pero más

sugestiva aun resulta en este ordenamiento la sustitución del parágrafo 343, del que

desaparece la mención de los actos de comercio y en cambio declara que “son contratos

mercantiles todos los que celebran un comerciante en el ejercicio de su actividad

empresarial”, mientras el parágrafo 344 aclara que “en caso de duda, los negocios

concertados se consideran pertenecientes al tráfico habitual de su actividad empresarial”.


Todavía este explícito avance de la actividad hacia el primer plano jurídico se hace

presente en el parágrafo 14 del Código Civil alemán donde se tiene por empresario a una

persona natural o jurídica o una sociedad de personas “que en la celebración de un negocio

jurídico actúa en ejercicio de su actividad profesional empresarial o autónoma”.

Con razón se ha dicho que la referencia a la categoría “actividades” no resulta

satisfactoria ni aclaratoria, dado que en nuestra dogmática no se encuentra desarrollada

(Le Pera); por lo que también se ha sostenido que tener “la empresa como actividad es

usar un término jurídico inapreciable, privado de consistencia” (Ghidini). Con un criterio

menos restrictivo se admite que una actividad profesional se resuelve jurídicamente en

una situación personal del sujeto, de suerte que los efectos de la empresa-actividad quedan

a cargo del sujeto que la ejercita, siendo por ello estudiados en ocasión del análisis de la

figura del empresario, con las variables correspondientes a la especie en que dicha

actividad se distingue (Ferrara, Garrigues). Este limitado reconocimiento de los efectos

de la actividad se refleja en la doctrina que ve en ella una manera de designar al

empresario en cuanto profesional, sujeto de los derechos y obligaciones derivados de tal

condición que lo somete al estatuto de quienes se dedican a producir en empresa; o la

tienen por una noción puramente económica que tiende a destacar las dimensiones que en

la empresa tienen la dirección y el riesgo, pero que es carente de relevancia jurídica (Jesús

Rubio).

Desde una distinta concepción la actividad viene ocupando nuevos espacios con

su presencia en las normas legales y gana también en consistencia a través de la creciente

doctrina que la tiene como objeto de sus indagaciones, a partir de los primeros estudios

que tuvo en Ascarelli su figura relevante. Es así que se fueron revelando nuevas

implicancias que exceden la esfera del estatuto del empresario y se proyectan sobre el

contenido y forma de sus operaciones, su actuación en el mercado, la consistencia de sus


elementos específicos, su influjo en el régimen de las responsabilidades. Y tan tipificante

se ha considerado el cumplimiento de una actividad, que se la ha tenido como causante

de una inversión en la tradicional relación entre el sujeto y la acción, porque será ésta y

no aquél la que se tendrá como referencia relevante o determinante para la aplicación de

una particular normativa (Paolo Ferro-Luzzi).

Las dificultades iniciales derivadas del desconocimiento de las actividades en sede

de la teoría general del derecho privado (Rachel Sztajn) no han sido impedimento para

los desarrollos paulatinamente alcanzados. Más aun, sus subsistentes incógnitas se han

constituido en acicate para indagar en una materia que encontrándose en estado de

desarrollo ofrece un panorama promisorio para el estudio.

Frente a las categorías de la dogmática tradicional del derecho privado, la

actividad presenta caracteres específicos, sin perjuicio de mantener con ellas

determinadas relaciones. Se desenvuelve en el plano de los hechos (Ascarelli, Bigiavi) y

los actos jurídicos (Fanelli, Valeri) sin constituir negocios jurídicos. Desde cierta visión

descriptiva puede afirmarse que la actividad es un hecho compuesto por el cumplimiento

de actos. Es un hecho, al decir de Barbero, porque la empresa-actividad no existe sino

que se ejercita. Pero lo singular es que este hecho se produce a través del cumplimiento

de un conjunto de actos que, al decir de Ascarelli, deben entenderse como equivalente de

negocios, a su vez resultantes de actos jurídicos. En consonancia con lo cual se ha dicho

que la actividad, si bien puede ser tenida como una categoría derivada (Francesco Alcaro),

ocupa un puesto propio en el amplio campo de los actos jurídicos conjuntos y de carácter

continuado que, aun implicando una serie de actos simples coordinados entre sí por la

unidad de acción y de fin, ofrecen en todo momento una visión unitaria del fenómeno

(Rodrigo Uría). A su vez los actos singularmente considerados permanecen sujetos a las

normas legales que están previstas para su realización aislada en la disciplina general que
a cada uno de ellos concierne; pero como conjunto, es decir como actividad, importa la

aplicación de una distinta disciplina particular (Giuseppe Auletta-Nicolò Salanitro).

Acorde con lo expuesto, se entiende por actividad a una serie coordinada de actos

tendientes a una finalidad común (Ascarelli), que se manifiestan también unitariamente

tanto en la relación con el sujeto que los realiza como en la urdimbre de su propio

contenido (Ferro-Luzzi). En función de ella, según se expondrá seguidamente, el

cumplimiento de la actividad incidirá en el sometimiento del sujeto operante a ciertas

reglas (estatuto), pero además en la posible sujeción de los actos a ciertos requisitos, en

la producción de ciertos efectos particulares y en la aplicación de criterios de valoración

o de interpretación específicos. Existen por añadidura ciertos sectores de la producción

en los que por razones económicas o técnicas, los actos no pueden ser cumplidos sino

cuando están insertos en el desarrollo de una actividad.

En el estado actual de nuestra evolución jurídica la normativa concerniente a la

actividad carece de una elaboración genérica que la sistematice, por lo que, se ha dicho,

su legislación se manifiesta como compleja y heterogénea, definida en términos empíricos

(Ferro-Luzzi), censura que hasta cierto punto alcanza aun a los ordenamientos de sectores

en los que las actividades están especialmente reglamentadas.

El plano en el que la doctrina admite más ampliamente la generación de efectos

jurídicos por el cumplimiento de la actividad es el concerniente a su repercusión sobre el

sujeto que la ejercita. Es el caso de la actividad del comerciante, que lo sujeta a la

legislación y jurisdicción comercial (arts. 1º, 5º, 6º y 7º del Código de Comercio),

tornando de aplicación el llamado estatuto del comerciante, con sus reglas sobre

capacidad, documentación y contabilidad, inscripción registral, etc. Es interesante

advertir en este ámbito la diversidad de los efectos entre los actos y la actividad, como la

contemplada en el art. 9º que, a propósito de la capacidad, distingue entre la que es propia


del ejercicio del comercio (actividad) y la requerida para los actos aislados. Estos distintos

planos alcanzan una ilustrativa repercusión cuando el legislador se refiere a las

prohibiciones e incompatibilidades para el ejercicio del comercio (arts. 22, 23 y 24). La

infracción a estas limitaciones o exclusiones del ejercicio del comercio no provoca la

nulidad de la actividad cumplida ni de los actos que la integran. Pero los transgresores a

la prohibición o incompatibilidad sufrirán las sanciones que en cada caso corresponda

según la índole de la actividad infringida. Ello es así en razón de la inaplicabilidad del

régimen de las nulidades del Código Civil que encara la situación de actos singulares,

considerados en su aislada individualidad, pero no es adecuada ni aplicable a las

actividades. En una valiosa enseñanza de Ascarelli se esclarece que las actividades podrán

ser existentes o inexistentes y, en el primer caso, lícitas o ilícitas, regulares o irregulares,

pero nunca nulas.

Sobre las mismas bases expuestas se llega a la solución adoptada por el derecho

societario para las sociedades de objeto ilícito, de actividad ilícita, de objeto prohibido y

para las constituidas sin cumplir las formalidades de ley. En todos los casos estos vicios

que recaen sobre actividades operan como causal de disolución, sin aplicarse el régimen

de nulidades del Código Civil (arts. 18, 19, 20 y 22, ley 19.550). Como tampoco este

régimen se aplica a los casos del socio oculto y del socio aparente.

En este panorama de los efectos diferenciales que pueden producirse entre el acto

aislado y el que está inserto en la realización de una actividad es ilustrativa la distinta

calificación que cabe asignar a un acto de administración que sería extraordinario en un

supuesto de negociación aislada, pero que puede ser de administración ordinaria cuando

está incluido en la actividad cotidiana o normal de la empresa (Ascarelli).

Entre los numerosos casos en que se desplaza el régimen legal aplicable al acto

singular por otro resultante del influjo que el derecho le atribuye a su inserción en el
cumplimiento de una actividad, el código argentino contempla varios supuestos

contractuales. Tal es lo que acontece con los contratos de depósito y de transporte,

sometidos a un régimen cuando son celebrados como actos aislados, pero regidos por otro

especial, más gravoso para el depositario o el transportista, cuando contratan en el carácter

de empresarios, es decir cuando el contrato integra una actividad de empresa de depósitos

o de transportes.

Otra materia ilustrativa del trato diferencial es la concerniente a la representación

En el derecho civil argentino se rige por la figura del mandato, conforme a la cual la

muerte del representado (mandante) le pone fin según el art. 1963, inc. 3º. En cambio, en

la representación de las actividades, que la legislación mercantil contempla en su

disciplina del factor o gerente comercial, la muerte del comerciante proponente no le pone

fin mientras continúe operando la empresa (arts. 140 y 144 del Código de Comercio).

Otras características diferenciales tiene esta representación en las actividades mercantiles,

como lo son su alcance genérico que habilita para todos los actos de administración del

establecimiento (art. 135), a menos que el representado establezca y publicite las

limitaciones expresamente introducidas; y la innecesariedad de que en los actos

singulares que integran la actividad se invoque el nombre del empresario –contemplatio

domini- a quien representa, pues para que sus efectos recaigan sobre el representado basta

que los actos cumplidos sean concernientes al tráfico que es el objeto del establecimiento

(art. 138).

Un capítulo de singular importancia en el derecho obligacional de las actividades

es el de la problemática de la contratación en masa, un ámbito que concierne

inequívocamente al ejercicio de las empresas y que repercute sobre las formalidades, las

interpretaciones, las valoraciones y aun sobre el régimen de la responsabilidad y el

derecho de daños. Se trata de una parte significativa de los contratos de empresa, que
incluye a los que tradicionalmente se conocieron como actos mixtos o unilateralmente

comerciales, materia que en buena medida se encuentra actualmente contemplada en el

derecho del consumo o de los consumidores, que en algunas legislaciones ha recibido el

rango de Código. En el derecho argentino el deslinde de su ámbito, de acuerdo con lo

dispuesto por la ley 26.361, se integra con la participación del “proveedor”, figura que

describe como aquél que desarrolla de manera profesional “actividades de producción,

montaje, creación, construcción, transformación, importación, concesión de marca,

distribución y comercialización de bienes y servicios, destinados a consumidores o

usuarios”. La generalizada incorporación a las legislaciones de normas que tienden a la

tutela del particular que contrata con el empresario, según la descripción que hiciera

Ascarelli, introduce profundas modificaciones en el derecho privado de las obligaciones

y contratos, que estuvieron precedidas por una importante tarea jurisprudencial y

doctrinaria, entre la que se encuentra la crítica precursora que realizó Vivante al régimen

del acto unilateralmente comercial. Tendencia tuitiva que, en alguna medida, ya habían

ingresado en el derecho positivo, tal como entre nosotros ocurrió con las reglas sentadas

por los arts. 12 y 158 de la ley de contratos de seguro Nº 17.418.

Las actividades se manifiestan asimismo en el ámbito de los contratos u

operaciones que, por su propia economía o por exigencias técnicas, carecen de viabilidad

al margen de una organización empresaria. Es lo que acontece con los seguros, los bancos

y las bolsas o mercados. Es ésta una zona donde las particularidades de la actividad

repercuten con mayor intensidad y amplitud, tanto por el carácter imperativo que es

connatural al régimen legal de los negocios, operaciones y contratos que realizan las

sociedades que tienen por objetos tales empresas, sometidas generalmente a fiscalización

externa, como por la especificidad de los regímenes a los que quedan sometidas. Estas

reglamentaciones incluyen exigencias tipológicas que deben reunir los empresarios


sociales y el cumplimiento de requisitos particulares para sus organizaciones societarias,

calidades de los socios, requisitos de administración, información, publicidad y otras, a

los que se condiciona la habilitación para la actividad.

En la consideración de la empresa comercial ocupa un especio considerable el

destino al mercado de los productos de su actividad. Porque el mercado es el habitat

natural en el que opera la empresa, como lugar de encuentro y de composición de intereses

internos y externos que rotan en su derredor (Buonocore). El acceso al mercado y las

reglas a las que se sujeta la participación en este medio se manifiestan por instrumentos

inicialmente oriundos de la autorregulación, aunque sometidos al control del poder

público en la medida que lo necesitan los intereses comprometidos en el tráfico,

ingerencia que tiene su expresión extrema en los mercados reglamentados estatalmente,

como acontece generalizadamente con los de intermediación financiera.

La adecuación administrativa de la organización, la ordenada contabilidad, la

consistencia patrimonial y la idoneidad técnica, cuando no son requisitos son datos que

influyen sobre la medida de la responsabilidad de quienes operando con una empresa

ingresan sus productos en el mercado.

Para un ordenado desarrollo de la actividad en este medio se encuentran dispuestas

las regulaciones de los elementos que la facilitan y protegen, como lo son los derechos de

exclusividad que se reconocen al empresario (patentes, modelos de utilidad, marcas,

designaciones); y también concurre a su desenvolvimiento la configuración de un marco

jurídico que preside las relaciones en el mercado, en el que están comprendidos los

regímenes de la publicidad, la información, la identificación de los productos, la lealtad

comercial y la concurrencia. Bajo este plexo normativo se despliegan los negocios, con

la libertad de iniciativa y el respeto a los límites puestos a la actividad empresarial,


armonizando una relación entre la empresa y el mercado que forma la estructura

institucional del sistema económico (Ronald Coase).

El perfil corporativo

La faz corporativa de la empresa encara la situación de quienes colaboran en el

desarrollo de la actividad, conformando un grupo social en función de un objetivo a

cumplir. Atañe a las relaciones y a los intereses que se mueven en el interior de la

empresa, generando un derecho profesional de las personas dedicadas a las actividades

económicas, diversificado según los sectores desde los que participan.

En amplia medida es el perfil que concierne al derecho laboral, porque la

comunidad en la empresa suele estar preferentemente referida a la actuación y a la

situación de los asalariados, en particular de los obreros y demás dependientes, en el plano

de la organización empresaria. Sin perjuicio de lo cual ingresa también su influjo en el

marco inherente a estructuras del derecho societario, tal como acontece en algunas

legislaciones impulsadas por ciertos postulados doctrinarios. En tal sentido cabe evocar

la repercusión que alcanzó el movimiento jurídico que se conoció como la doctrina de “la

reforma de la empresa”, que tuvo el propósito de atemperar la concepción del trabajo

discrecionalmente sometido al capital, basada en el modelo de las relaciones que genera

el contrato de arrendamiento de cosas (Garrigues). No obstante los contornos poco

precisos de esta doctrina, en general puede ser vinculada con propuestas concernientes al

derecho societario mercantil dado que este reformismo se orientó hacia la búsqueda de

una integración de los asalariados en tales sociedades (v.gr. a través del accionariado

obrero) o tendiendo a su participación en los órganos societarios (directorio, consejo de

vigilancia).
Sin ingresar en las propuestas abiertamente socialistas, como lo fue en su

momento la publicitada “autogestión” yugoeslava, cabe tener presente que en las

economías capitalistas la recepción de la llamada reforma de la empresa fue muy dispar.

Las soluciones tuvieron manifestación precursora en Francia, en vísperas de la segunda

guerra mundial, bajo la forma inicial de los delegados de personal, luego a través del

llamado “comité social del establecimiento” creado por el gobierno de Vichy y, una vez

finalizada la guerra, mediante los “comités de empresa”. Iniciativas más relevantes se

alcanzaron desde la legislación alemana, que integró con la representación de los

trabajadores el Consejo de Vigilancia de las sociedades anónimas, iniciativa que se

conoció como la cogestión de la empresa y que alcanzó cierta repercusión en

legislaciones europeas, en cuanto tendieron a dar alguna gravitación a los trabajadores en

la toma de ciertas decisiones societarias.

Conviene destacar que en todos los casos la participación laboral otorgada por la

legislación a través del derecho societario quedó circunscripta al nivel de las grandes

empresas. Ello no carece de lógica si la cuestión se mide por su trascendencia económica

y se tiene en cuenta que éstas son el campo en que más agudamente se manifiestan los

fenómenos de la despersonalización en las relaciones entre los empresarios y los

trabajadores de la empresa; y es también el ámbito donde resulta más perceptible la

tendencia a la disociación entre el poder, la propiedad y el riesgo en las economías de los

países con un capitalismo más maduro.

Al margen del caso alemán, la experiencia parece haber sido decepcionante

(Garrigues, Antonio Polo) porque, se ha dicho, la cogestión no satisface ni a los obreros

ni a los juristas (Garrigues); y, lo que es más grave, llegó a ser desestimada por sectores

que políticamente se consideran voceros del interés de los trabajadores. Así aconteció en

la experiencia italiana, donde se llegó a sostener que el control operario de la empresa no


debía alcanzarse participando en las decisiones desde las estructuras de la sociedad, pues

ello compromete al sector laboral con el gobierno de los capitalistas, sino por fuera de

ellas y por la vía conflictual (Galgano). Desde una visión antagónica se ha sostenido que

una reforma dictada en el exclusivo interés de los dependientes es también una solución

de impronta individualista, en todo caso sectorial, pero no social; en todo caso para

alcanzar este último carácter se debería introducir en los órganos societarios una

representación paritaria de todos los intereses involucrados en la empresa (Guido Rossi).

En el supuesto de mantenerse la concepción comunitaria solamente en el ámbito interno

de la empresa, por lo menos debería convocarse a todos los participantes, incluyendo los

concernientes a los heterogéneos cuadros de la empresa. En este sentido debe tenerse en

cuenta que existe un cuadro superior formado por los que integran la tecno-estructura

empresaria, nutrido por los expertos en dirección y gestión, en cuyo nivel se opera como

si la empresa tuviera un interés en sí o por lo menos es poco sensible a los intereses del

accionariado e indiferente ante el de los asalariados; partidarios de la autofinanciación y

enemigo de los dividendos, asumen el riesgo profesional por los bienes o servicios que

produce la empresa y por la eficiencia de la gestión. Los cuadros medios, que se nutren

también con profesionales o expertos pero, a diferencia de los anteriores, carecen de

acceso a los niveles de dirección y de participación en decisiones importantes. Y no puede

ignorarse que los intereses de los cuadros inferiores, correspondientes a los asalariados,

no son siempre homogéneos. Aunque algunas opiniones han sostenido que los

dependientes son intercambiables, en los hechos suelen tener más permanencia que los

accionistas inversores, por lo menos cuando las legislaciones tutelan la estabilidad

laboral. Su interés es siempre el de la mejor remuneración por su trabajo, lo que no coloca

al trabajador necesariamente en posición de encono con la empresa -aunque tal vez sí en

pugna con la sociedad empresaria- en razón de que la expansión, el crecimiento y la


mejora de la empresa, se vinculan con la posibilidad de mejora de su salario y aun con la

subsistencia de la fuente de trabajo. Por cierto estos factores inciden en orden a las

motivaciones y no conciernen a la causa de la prestación de los servicios, pero es un dato

del que no se debe prescindir cuando se analiza la composición de los intereses que

concurren en estos sectores de los servicios que realizan la actividad de la empresa.

La experiencia argentina, que ha sido escasa, no arroja resultados dignos de sentar

conclusiones. Al margen de algunas encomiables iniciativas privadas que no fueron

perdurables quizá porque la legislación del trabajo no las estimula y la práctica de las

relaciones laborales suele plantearse en nuestro medio desde el antagonismo, quedan por

considerar los saldos que dejaron la participación practicada en las empresas públicas,

que fueron escasas y ocasionales. La principal aconteció en ocasión de las privatizaciones

realizadas en los ´90, a partir de lo dispuesto por la ley 23.696 de Reforma del Estado,

motivada por una política destinada a lograr la aquiescencia de los sindicatos para facilitar

este proceso; para tal fin se dispuso la atribución de un diez por ciento del capital social

de la empresa privatizada al sector laboral, bajo cierto régimen específico que se llamó

programa de propiedad participada. Como consecuencia de los particularismos de su

régimen y de su aplicación, puramente circunstancial, no dejó enseñanzas perdurables en

lo que concierne a la empresa como comunidad.

Es oportuno recordar la equivocidad que campea en estas soluciones que se han

abierto paso a través de las estructuras societarias. Ello fue objeto de un estudio de

Garrigues en el que manifestó su disconformidad denunciando la inconsistencia de

soluciones mediante las que se pretende dar al trabajador un estado de socio para el que

carece de disposición, que no es gravitante en el gobierno de la sociedad y del que aspira

a desligarse a la brevedad. Cabe en este orden de cosas destacar como más apetecible para

el trabajador un lugar en las decisiones empresarias que le conciernen especialmente, es


decir las relativas a las condiciones de trabajo. No obstante la claridad con que percibió

el problema, el ilustrado catedrático español no fue consecuente con su planteo al tiempo

de proponer soluciones que, en definitiva, confluían en una variable de ingreso de los

trabajadores en el cuadro de los accionistas. Ripert encaró la cuestión con una claridad

que merece reproducir el texto de su enseñanza: “A veces se ha propuesto que los

delegados del personal formen parte del consejo de administración de la sociedad o

también hacer votar al personal o a sus representantes en la asamblea que elige el consejo.

A mi juicio, ambas soluciones constituyen un error profundo que resulta de la confusión

entre la sociedad y la empresa. La sociedad es el capital organizado; los trabajadores no

tienen por qué intervenir en esta organización del capital, de la misma manera que los

accionistas no tienen por qué intervenir en los comités de empresa”.

Con lo dicho queda fundada la convicción de que este perfil funcional debe

plantearse en el nivel de la organización de la empresa y no de la sociedad empresaria.

Participar en la organización de todos los aspectos que conciernen a la prestación de los

servicios en los procesos productivos de la empresa parece ser el desideratum para una

realista y posible integración de los trabajadores en el ámbito que concita su concreto

interés. Esta concepción es congruente con la perspectiva de la colaboración y la

solidaridad desde la que avizora la cuestión la doctrina social de la Iglesia, a partir de la

encíclica “Rerum Novarum”. En la enseñanza de la cátedra pontificia, la empresa tiene

siempre una dimensión personalista y comunitaria en la que ingresan de manera diversa

y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad

y los que colaboran con su trabajo (Centesimus annus); y los componentes de la empresa

deben ser conscientes de que la comunidad en la que trabajan representa un bien para

todos y no una estructura que permite satisfacer exclusivamente los intereses personales
de alguno.El perfil funcional encuentra por esta senda una orientación adecuada en el

ámbito que le es propio, el de la empresa.

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