Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
6 de junio de 2005
DESDE GEORGETOWN
Norquist, el activista estratega
Por José María Marco
Todos los miércoles, a media mañana, se abren las puertas de la
Americans for Tax Reform (ATR) en la Calle L, en pleno centro de
Washington. En la sala de reuniones empiezan a congregarse
hasta cien personas, que se van sentando alrededor de unas
mesas dispuestas en rectángulo, en el centro. En uno de los
laterales hay otra mesa cubierta de bollos, muffins, bagles,
mantequilla y crema para untar, además de café en cantidad. La
gente está animada, se saluda, muchos traen papeles que
distribuyen a los presentes o dejan en las sillas vacías.
Los murmullos y las idas y venidas se aplacan cuando el jefe de la ATR, Grover Norquist, toma
asiento en la presidencia de la mesa central. La sala ya está llena, muchos de los asistentes están
en sus puestos, con su desayuno sobre las rodillas. Norquist, con un micrófono en la corbata,
sonríe abiertamente, saluda a muchos de los presentes y da paso a la reunión. Pronto cumplirá los
50 años, aunque parece más joven. No es muy alto ni muy delgado, tiene la cara redonda, con una
barba bien recortada, es rubio pelirrojo y usa grandes gafas. Mira con curiosidad y satisfacción lo
que le rodea y sin más preámbulos abre la sesión.
Durante hora y media irán tomando la palabra personas de los más diversas procedencias. Hay
activistas anónimos del Medio Oeste, estrellas del mundo social y literario (uno de los días en que
yo asistí, un famosísimo Premio Nobel se quejó de que su nombre aparecía en las listas de
terroristas y tenía dificultades para volar), representantes de fundaciones conservadoras y
libertarias, miembros del Congreso y del Senado, representantes de la Casa Blanca.
La retórica está prohibida. Cada uno tiene unos cuantos minutos para exponer una actividad, un
problema, una propuesta legislativa. Norquist acelera cuando alguien se pone premioso e invita a
los asistentes a tomar la palabra después de cada intervención. A veces pide alguna aclaración, y
no se resiste a algún comentario sarcástico, aunque no pierde el buen humor ni la sonrisa. Es un
activista en estado puro, un auténtico militante político, pero lo es a su manera. Lo han llamado "el
activista feliz".
Norquist nació en 1956 y se convirtió al anticomunismo tras leer un libro de J. Edgar Hoover, el
director del FBI durante la Guerra Fría. Tras graduarse en Harvard empezó a trabajar con la
National Taxpayer's Union (Asociación Nacional de Contribuyentes). Entonces decidió que su vida
se dedicaría a evitar que el Estado crezca, a reducir los impuestos, a promover, como se ha dicho
con algo de exageración, una revuelta fiscal permanente. Fundó su propia organización en 1985, la
ATR, en plena era Reagan. La patrocinaba el propio presidente. Norquist era para entonces el niño
mimado del Partido Republicano, un joven brillante, capaz de articular con dinamismo y rotundidad
las ideas de quien había llegado a la Casa Blanca preconizando la reducción del tamaño del Estado.
Los célebres desayunos de los miércoles, fundados en 1986, son la más notoria expresión pública
de este empeño. Ponen en contacto a gente sumamente variopinta, están bastante abiertos –
aunque se accede por invitación– y cualquiera de los asistentes puede hablar o dirigirse
directamente, en público o en privado, a otro asistente, incluido el enviado de Karl Rove, y a veces
el propio Karl Rove.
La filosofía sigue siendo la misma que hace veinte años. Norquist, como entonces, dice que su
propósito es reducir el tamaño del Estado a la mitad. Se da de plazo veinticinco años, pero para
entonces, insiste, habrá que empezar a trabajar para que en otros veinticinco años vuelva a
recortarse otro tanto. Le atribuyen la frase de que para entonces el Estado estará tan reducido que
cabrá por el desagüe del baño. Norquist ha negado su autoría, pero le gusta provocar. Suelta en
tono de broma, y con cara de no haber roto un plato en su vida, ocurrencias que provocan un
espasmo de escándalo en las frustradas y desmayadas filas de la izquierda norteamericana.
En los desayunos de la ATR cabe todo el mundo. No son raros los militantes de grupos gays,
libertarios o conservadores. Cuando se estaban discutiendo en el Congreso las prospecciones
petrolíferas en Alaska y las organizaciones ecologistas andaban poniendo el grito en el cielo, un
caballero circunspecto comentó que los medios de comunicación de derechas deberían mostrar lo
que es el entorno natural del Polo Norte: una infinita extensión de nada bajo cero.
El despacho de Norquist está adornado con escenas de South Park y una foto de Janis Joplin, a la
que se aficionó de joven. Ahora que hemos empezado a acabar con la izquierda, suele decir, por fin
podemos disfrutar de la música de los 60.
Norquist, como Bush hijo y como Reagan –también como Karl Rove–,
tiene en grado muy alto algo de lo que en general carece la derecha
europea, y más en particular la derecha de la vieja Europa: un instinto
innato de la democracia, además de sentido del humor. Son gente de
derechas y de su tiempo. Ni rastro del tono repelente de funcionariado
tecnócrata –cada país tiene sus matices propios– tan abundante por
aquí. Esta moderna elite de Washington es antiwashingtoniana hasta la
médula (bien es verdad que esta actitud tiene también una larga
tradición en la propia ciudad).
Se dice que fue Norquist quien inspiró a Bush padre el famoso compromiso sobre los impuestos –
"Lean mis labios…"–, que tan caro le costó. Norquist, a día de hoy, da por culminado el trabajo a
nivel nacional, con un 95% de republicanos reaganitas entre los congresistas y un 80% entre los
senadores. No ocurre así en los estados, donde están fundando filiales o franquicias de la ATR para
conseguir romper algo que en España conocemos demasiado bien: la demagogia, la opacidad y la
corrupción de las administraciones públicas en el nivel autonómico o, en términos norteamericanos,
estatal.
Norquist y la ATR han apoyado activamente las tres bajadas de impuestos de la Administración
Bush. Pero, como indica su comentario sobre la "reaganización" del republicanismo, Norquist posee
una visión más amplia y de mayor alcance que la estrictamente limitada a la “rebelión fiscal
permanente”. El variopinto grupo que se reúne en los desayunos de los miércoles representa bien
lo que el mismo Norquist ha llamado la "Coalición Que Nos Dejen Solos" (Leave-Us-Alone
Coalition). ¿Qué tienen en común los miembros de la Christian Coalition, de la National Rifle
Association (a cuya junta directiva pertenece Norquist), grupos de empresarios musulmanes,
organizaciones de gays de derechas, una fundación libertaria como Cato y otra conservadora como
Heritage? Tienen en común, justamente, su deseo de que el Estado les deje solos, en paz.
Desde 1994, cuando logró detener el proyecto clintoniano de convertir Estados Unidos en una
socialdemocracia a la europea, Norquist ha encabezado la estrategia de poner en marcha una
coalición política cuyo objetivo común es la reducción del Estado y la ampliación de la libertad. El
instrumento político de esta coalición es el moderno Partido Republicano, el de Bush y el de
Reagan.
Todos los miembros de la coalición, por su parte, aunque tienen intereses muy diversos y a veces
contradictorios, comparten la misma voluntad de defender y recuperar espacios de libertad frente
al intervencionismo de la izquierda y del Estado. Como decía la activista republicana Phyllis Schlafy,
a la que Norquist gusta de citar, no hay ningún inconveniente en que cada cual tenga sus propias
razones para votar, siempre que vote al buen candidato (al de Phyllis, se entiende).
Frente a ellos, los sindicalistas, los funcionarios, los ex jóvenes ideologizados que ocupan los
medios de comunicación y las universidades no tienen peso suficiente, e incluso se reducen. De
hecho, se están haciendo viejos.
Hay otra diferencia sustancial entre un grupo y otro. "Que Nos Dejen Solos", dice Norquist, es una
coalición de "fácil mantenimiento". A pesar de las enormes diferencias, el objetivo común es
consistente y sencillo de entender. También está respaldado por un argumento moral sólido. Es
una coalición de amigos y aliados. Requiere un liderazgo fuerte, capaz de situar siempre la acción y
el discurso en el punto que todos los participantes comparten.
La izquierda, en cambio, forma una coalición cara de mantener. ¿Por qué? Porque es una coalición,
dice Norquist, de "parásitos competidores y utópicos partidarios de la coerción". Como su forma
natural de supervivencia es alimentarse de los recursos públicos, tienden a luchar entre sí. No son
auténticos aliados; son conspiradores con un objetivo compartido táctico. Quieren el poder para
repartirse lo público como los vencedores se reparten el botín de los vencidos, no para ampliar la
libertad y la prosperidad de todos.
Una de las formas más eficaces de lograr que se peleen entre ellos es cortarles los fondos.
Entonces los diversos competidores tendrán menos que repartir –porque entienden la democracia
como un régimen de clientelas– y pronto andarán a la greña para saquear lo que puedan, sin
consideraciones para los demás.
Norquist no es lo que se dice un ideólogo, ni mucho menos un pensador, pero casi siempre dice
cosas interesantes y que apuntan a varios objetivos a la vez. Expone sus ideas, con las
correspondientes metáforas bélicas y militares, que le gustan mucho, en frases cortas,
tranquilamente, como verdades autoevidentes. Publica una columna mensual titulada Politico en
The American Enterprise Online. En abril se casó con Samah Alrayyes, una palestina musulmana
que ha trabajado en Islamic Free Market Institute, una organización patrocinada por el propio
Norquist. Tras la ceremonia civil, hubo una pequeña celebración que presidió el rabino ortodoxo
Daniel Papin. La boda ha causado algún revuelo en ciertos círculos de derechas. Pero Norquist
sigue adelante.