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Con el corazón oprimido y lleno de pesar y, aunque reticente, me dirigí al dormitorio de la

muerta. La cámara era amplia y oscura, y a cada paso en el interior de su sombrío recinto tro-
pezaba con los ornatos funerarios. El ataúd, por lo que un criado me indicó, se encontraba
rodeado por los cortinajes de la cama y, en ese ataúd -me aseguró susurrando-, se hallaba todo
lo que quedaba de Berenice. ¿Quién fue el que me sugirió entonces que me acercase a mirar el
cadáver? No había visto moverse los labios de nadie, sin embargo, la petición había sido for-
mulada, y el eco de las sílabas todavía vibraba en el aire. Era imposible negarlo, y con una
sensación de sofoco me arrastré junto a la cama. Suavemente levanté los cortinajes.
Al dejarlos caer, rodearon mis hombros, alejándome del mundo de los vivos y dejándome en
estrecha comunión con el cadáver.
La atmósfera misma estaba impregnada de muerte. El olor peculiar del ataúd me dio nauseas;
y me imaginé que el cuerpo ya exhalaba una emanación nefasta. Habría dado el mundo por
escapar, por huir de la influencia perniciosa de la muerte, por respirar otra vez el aire puro de
los cielos eternos. Pero carecía del poder de moverme, mis rodillas se tambaleaban, y perma-
necí petrificado allí mismo, mirando en toda su espantosa longitud el cuerpo rígido, atrapado
en el negro sarcófago destapado.

¡Dios mío! ¿Es esto posible? ¿Es mi cerebro que flaquea, o era de verdad un dedo del cadáver
amortajado retorciéndose bajo la venda encerada que lo envolvía? Helado de indecible pavor,
levanté poco a poco los ojos, fijándolos en el semblante del cadáver. Una cinta le sujetaba las
mandíbulas, pero, no sé cómo, se había desprendido. Los labios lívidos se retorcían en una
especie de sonrisa y, a través de la agobiante penumbra, otra vez fulminó mi mirada, irresisti-
blemente, el brillo blanco y espantoso de los dientes de Berenice. Salté convulsivamente de la
cama y, sin pronunciar palabra, hui como un maníaco de aquel reducto de horror, misterio y
muerte.

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