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UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN SIMÓN

DIPLOMADO EN EDUCACIÓN SUPERIOR DE CIENCIAS ECONÓMICAS


UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN SIMÓN
ESCUELA UNIVERSITARIA DE POSGRADO
DIPLOMADO EN EDUCACIÓN SUPERIOR BASADA EN COMPETENCIAS

Aprender a ser competentes:


Nuevo desafío de la educación
Fuente: Guerrero Ortiz, L. (1999) Aprender a ser competentes: Nuevo desafío de la educación
básica. En Tarea Nº 43.

Cuando se habla de un cambio de paradigma educativo, que transita de la enseñanza


al aprendizaje, del protagonismo del docente al protagonismo de los estudiantes, del
discurso a la acción, de la uniformidad a la diferenciación personal, quizá la piedra
de choque de este difícil proceso sea la noción de competencia. Ya que un nuevo
paradigma educativo, en sus currículos nuevos, no propone nuevos aprendizajes sino
un nuevo tipo de aprendizaje, y la noción de competencia es la que marca la
diferencia con el paradigma anterior. Es que la competencia, entendida como una
habilidad global o metahabilidad, no se aprende del mismo modo que un dato.

Sin embargo, hay confusión. No hay un consenso claro entre docentes y especialistas
respecto del sentido que queremos otorgarle a esta noción y, junto a ella, a la
direccionalidad de los cambios que esto supone.

Subsiste una ambigüedad: hay desarrollos teóricos y metodológicos


comprensiblemente inconclusos, muchos enfrascan el debate en parámetros
académicos, tecnicistas y formales, alejándonos de la preocupación que de alguna
manera dio origen a todo este movimiento de cambio educativo mundial, la
inocultable evidencia de la inutilidad de los aprendizajes ofrecidos por el sistema
respecto de las demandas y desafíos del mundo actual y de la evolución del
paradigma científico.

Es en este contexto que se proponen las siguientes reflexiones provisionales:

¿QUÉ ES UNA COMPETENCIA?

Desde la semántica castellana, el diccionario de la lengua propone algunos


sinónimos que parecen interesantes:
- idoneidad - facultad
- aptitud - talento
- suficiencia - destreza
- capacidad - disposición
- habilidad - arte
- pericia - maña
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Desde el sentido común, por coincidencia, se acostumbra designar a una persona


como competente, sea cual fuere el oficio que realice… porque se desempeña
eficientemente en su campo. Es decir, porque hace bien lo que hace. A esa clase de
personas se suele llamar “competente” o incluso se la califica de “inteligente”.

Desde la psicología, la neuropsiquiatría y la biología, la inteligencia ha sido definida


como capacidad de resolver problemas (Gardner), como acción transformadora
sobre el medio (Piaget) o como consensualidad (Maturana), es decir, como
capacidad para interactuar con el entorno de manera armónica y eficiente.

Desde la tecnología educativa, según Ordóñez, los currículos orientados al desarrollo


de competencias emergen para hacer de la educación un servicio más
pertinente a las demandas sociales (“saber qué” versus “saber cómo”), capaz
de ofrecer a los estudiantes aprendizajes útiles, histórica y socialmente significativos,
que los habiliten para operar con eficacia en el contexto específico de las dificultades
y los retos propios de la época y del país.

DEFINICIÓN:

Es en este marco que se puede definir la competencia como una capacidad de acción
e interacción sobre el medio, natural, físico y social. Una capacidad de acción e
interacción eficaz y eficiente:

- En el enfrentamiento y la solución de problemas.


- En la realización de las propias metas.
- En la creación de productos pertinentes a necesidades sociales.
- En la generación de consensos.

Se cree, asimismo, que los dos últimos sentidos de esta así llamada “capacidad de
acción e interacción”, especifican a los dos primeros: se buscan personas capaces de
resolver problemas y concretar metas, pero no de cualquier manera ni a cualquier
costo, sino con pertinencia a la diversidad social y cultural; no imponiendo, sino
respetando e incorporando con amplitud, intereses y perspectivas distintas.

Por eso se considera una buena síntesis, rindiendo homenaje al término propuesto
por la Comisión Delors de la Unesco, el definirla como un saber hacer. Un saber
hacer en el sentido de un saber actuar e interactuar, de un saber cómo antes que
de un saber qué. Pero además, como un saber hacer con calidad técnica y con
calidad ética; eficiente y al mismo tiempo respetuoso; creativo, pero al mismo tiempo
constructivo. Un saber hacer eficaz, que contribuya al crecimiento personal y
también al fortalecimiento de la convivencia.
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En ese sentido, una habilidad cognitiva, por ejemplo, a pesar de ser importante para
el enriquecimiento de un saber hacer, no se confunde con la competencia. Las
habilidades perceptivas, discriminativas, deductivas o críticas, en sí mismas, pueden
ser usadas para cualquier propósito. Es mejor aprenderlas en función de fortalecer
una manera de actuar eficaz y a la vez cooperativa, transformadora, pertinente a las
necesidades y desafíos que se tiene como colectivo social en este momento de la
historia común. A ese tipo de desempeños se le llama competencia.

¿CURRÍCULO POR OBJETIVOS O CURRÍCULO POR COMPETENCIAS?

Un objetivo puede ser definido según la semántica castellana como:


- un propósito.
- una aspiración.
- una meta.

O puede definirse, según la tecnología educativa, como actitudes, destrezas y


conocimientos a enseñar a los estudiantes.

El término currículo por objetivos está en esta segunda acepción. Es decir,


hablamos de un currículo que propone indistintamente que los estudiantes logren
aprendizajes actitudinales, cognitivos, motores y conceptuales.

Un currículo por objetivos, no necesariamente está centrado en el docente, puede


también formular objetivos pedagógicos en términos de logros a alcanzar por el
estudiante, en lugar de tareas a realizar por el docente. Un cambio en la sintaxis... y
listo para ser usado en una perspectiva “constructivista”. Y, como según varios
autores las competencias pueden ser conceptuales, actitudinales o procedimentales
indistintamente, se puede caer en el error de denominar “competencia” a un objetivo
cognitivo o actitudinal.

Finalmente, un currículo por objetivos, en el contexto de la cultura y la tradición


enciclopedista que distingue y que pondera el “saber” en sí mismo como señal de
sabiduría, va a proponer el aprendizaje como una experiencia básicamente
discursiva; o, en el mejor de los casos, va a enfatizar la capacidad de comprender,
explicar, identificar, diferenciar, interrelacionar, enumerar, categorizar, en la
perspectiva del desarrollo cognitivo del estudiante.

Un currículo por competencias, en cambio, busca desarrollar en el estudiante,


capacidades para hacer frente a toda clase de circunstancias y resolver problemas
con eficacia, en el contexto de su crecimiento personal y relacional-social. Busca ser
pertinente con nuestros desafíos históricos y no reducirse a contenidos universales,
válidos en cualquier tiempo, lugar y contexto cultural.
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Por eso, un currículo por competencias no propone aprendizajes fragmentarios,


actitudes, destrezas y conocimientos aislados que se suman sin articularse entre sí.
Todo lo contrario: propone habilidades globales, que integran de un modo peculiar
destrezas, actitudes y conocimientos, pero sin reducirse a estas.

Un currículo por competencias busca enriquecer un saber hacer. Por tanto, coloca
a los estudiantes en situación de hacer. Le interesa que desarrollen y usen un
conjunto de destrezas mentales y operativas pero en función de obtener un
resultado. Que interpreten información pero para emplearla, y que adopten
determinadas actitudes en función de resolver una situación. Que reflexionen su
proceso y se apropien conscientemente de las capacidades desplegadas, en tanto
comprueben que les sirven para mejorar su capacidad de interacción con el medio.

¿CÓMO SE RELACIONAN LOS CONTENIDOS PROCEDIMENTALES,


CONCEPTUALES Y ACTITUDINALES?

Es necesario tener cuidado con denominar “contenidos” a los procedimientos,


conceptos y actitudes, pues el significado del término lleva inevitablemente a reducir
estas tres variables a la categoría “información”. Y, siendo así, llevan a suponer que
pueden aprenderse por “transmisión” y a restringirlos a su dimensión lógica y
discursiva. Esto es lo que está sucediendo en los hechos; hasta las competencias del
área personal social, de inocultable naturaleza interaccional, son convertidas en
contenidos temáticos.

Se puede apostar más bien por una definición más holística de la noción de
competencia, ya que el dominio hábil de conceptos, siendo necesario, no es una
competencia. El dominio hábil de un procedimiento, tampoco. La demostración de
consistencia en un conjunto de actitudes, por importantes que sean, menos. Vistos
así, están fragmentados, son entidades separadas y diferenciables en el modo de
aprender y de evaluarse. Los tres aspectos constituyen aspectos perceptualmente
distinguibles en el desempeño competente de una persona, pero por ser elementos
vinculados dentro de un sistema particular de actuación, definirlos en lista o por
separado no equivale a definir la competencia observada.

Diera la impresión de que basta tener un buen dominio en estas tres parcelas, para
recibir automáticamente la cédula que nos acredita como personas competentes. La
suma de las partes de un teléfono da el teléfono, no importa si juntadas en una bolsa,
con tal de que no falte ninguna y que cada una sea de estupenda calidad.

Se trata más bien de comprender, que tanto en el proceso de aprender a actuar


competentemente en un campo determinado, como en el mismo desempeño
finalmente logrado, nociones, actitudes y procesos interactúan de una manera
específica, integrándose de modo progresivamente más óptimo.
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Lo que ha llevado a esta fragmentación es haber colocado como foco o referente del
análisis “la competencia como concepto” y no la acción competente de la persona;
o el haberse quedado en una lectura descriptiva y lineal del desempeño esperado, sin
ensayar una síntesis en una perspectiva más relacional. Así, la distinción y
enumeración de conceptos, actitudes y procedimientos no dice nada respecto de
cómo una persona competente hace una combinación hábil de estas tres capacidades
ni de cuántas otras formas podrían ser relacionadas por una persona aún más
competente, menos competente o incompetente a secas.

Por otro lado, si se trata de distinguir aspectos de una competencia cuya formulación
busca expresar nítidamente una forma competente de actuar, aquí está faltando algo.
En la radiografía de todo hacer competente se puede encontrar siempre un cierto
manejo de información o de nociones (no necesariamente dominio de conceptos en
sentido estricto), un cierto manejo de procedimientos; y por supuesto, determinadas
actitudes.

Pero falta un cuarto elemento, tan decisivo como las actitudes mismas: niveles
metacognitivos básicos, es decir, un dominio elemental de ciertos procesos mentales
(creatividad, flexibilidad, transferencia, deducción, inducción, etcétera) necesario
para correlacionar los tres aspectos anteriores con pertinencia a las circunstancias y
a las propias posibilidades individuales. Si no se demuestra capacidad para hacer
una evaluación crítica, imaginativa y flexible de la situación en la que se tiene que
actuar ¿cómo discernir qué información me es más útil; qué procedimientos debo
usar, combinar, crear o recrear; qué actitud me conviene más adoptar?

Pero todas estas cuestiones solo se hacen visibles cuando el foco de la atención se
desplaza a la vida, no a la teoría. Son numerosos y notables los investigadores que,
frente a preguntas similares, eligieron ese fecundo camino. Gardner estudia la
inteligencia humana observando el desempeño de las personas talentosas. Piaget
observa a sus hijos. Antes, Darwin había hecho lo mismo con los suyos. Senge y
Goleman distinguen factores de eficiencia del trabajo en equipo… que surgen de
observar cómo interactúan equipos altamente competitivos en la vida real.

Watzlawick quiere proponer un procedimiento eficaz para resolver dificultades en la


relación humana… y empieza a observar cómo gente común y corriente enfrenta con
éxito sus problemas de la vida diaria.

En esa perspectiva es que se plantea atender cómo el estudiante que está exhibiendo
habilidad en la solución de una situación, interrelaciona de manera reflexiva y
flexible nociones, procedimientos y actitudes. Observar estudiantes en acción aporta
varios datos interesantes:
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a) Las actitudes encabezan el proceso de aprendizaje. Si asumimos la


actitud como postura o disposición básicamente afectiva para comportarse de una
manera determinada, vamos a diferenciar tres tipos de actitudes:

Disposiciones para aprender. Los estudiantes, como cualquier persona, se


comprometen con un proceso de aprendizaje solo si se sienten emocionalmente
involucrados, si refleja sus necesidades y expectativas más genuinas. Entonces
muestran disposición para acercarse, explorar, interrogarse, comparar, ensayar,
intercambiar. El conflicto cognitivo y la necesidad de resolverlo a través de la
acción transformadora (Piaget) solo es posible cuando el aprendizaje, la situación y
el agente intermediador logran con los sujetos que aprenden un acoplamiento
estructural de tipo emocional (Maturana) y de tipo cognitivo (Ausubel)

Disposiciones para aprender eficientemente. Una vez embarcados en el


proceso de aprender, los estudiantes y toda persona en general requieren mostrar y
consolidar ciertas disposiciones subjetivas características de toda situación asumida
como desafío: perseverancia, tenacidad, tolerancia al fracaso, flexibilidad o control
de los impulsos, Es decir, el interés no basta. Para sostener con éxito la participación
al interior del proceso se hace necesario desplegar, complementariamente, otras
actitudes.

Disposiciones para desempeñarse bien en un campo. Pero el desempeño


eficiente en un campo específico depende también de ciertas disposiciones afectivas,
coherentes con la naturaleza misma de lo que se aprende: ciencias naturales,
historia, música o matemática.

Más allá de la implicación subjetiva en una experiencia de aprendizaje, el desempeño


óptimo en un ámbito, requiere una disposición especial que lleva al estudiante a
buscar nuevas oportunidades y mayores retos en ese campo en particular.

b) Los procedimientos son el eje desencadenante. Definido el interés por el


objeto, material o simbólico, las personas se aproximan a él para explorarlo. Si se
sienten retadas, se lanzan a probar una u otra respuesta. El ensayo-error en la
búsqueda de soluciones a los problemas es característico del método científico. Es
desde la exploración de los procedimientos que surge la interrogación, las hipótesis
y el pronóstico, la necesidad de nuevos datos, la búsqueda y el acopio de mayor
información.

Naturalmente, aquí hay actividad mental, información previa espontáneamente


asociada.

Pero el foco está “en las manos”. Cuando los estudiantes se colocan en situación de
responder a un problema que les interesa y los reta, puede haber reflexión previa o
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acuerdo previo respecto a un plan para abordarlo, pero saben que el ensayo de
respuesta es el momento crucial, el que puede disminuir o aumentar el interés,
fortalecerlos en la confianza o desalentarlos, confirmar o cuestionar sus
suposiciones, agregar nuevas preguntas, despertar otras necesidades, lanzarlos a la
búsqueda de mayor información.

Es en el proceso de aplicar y ensayar procedimientos para resolver un problema que,


además, se fortalecen o se forman las actitudes. La disposición afectiva para
aprender y para hacerlo de manera eficiente, se nutre, se enriquece y se fortalece
fundamentalmente en las interacciones entre estudiantes, y con la tarea al interior
del proceso de su hacer.

c) La información emerge como necesidad del proceso. Puede ser


sumamente fácil comprobar cómo es que las personas en general, y los estudiantes
en particular, que se encuentran en trance de enfrentar un problema cualquiera,
requieren apenas de un monto básico de información antes de empezar a operar. Es
durante el proceso que empiezan a aparecer de un modo más claro nuevas
necesidades de información. Es esta curiosidad, que brota de la propia experiencia y
reflexión del sujeto, la que le lleva espontáneamente a la exploración de diversas
fuentes.

Naturalmente, el docente como mediador del proceso de aprendizaje, colabora con


los estudiantes, en el centrar estas necesidades, estimulando la percepción de otras
demandas, orientando su investigación y luego ayudando a discernir y organizar sus
resultados o incluso a profundizarlos y a complementarlos con sus propios
conocimientos. Pero el “hambre de saber” solo surge de la experiencia de enfrentar
el problema.

El manejo de información puede incluir, ciertamente, el dominio específico de


determinados conceptos esenciales; pero también la identificación de hechos o
experiencias, lugares, circunstancias, personas, mensajes, relatos e incluso
procedimientos o actitudes mismas. Pero en todos los casos, solo representa
información relevante y significativa para los estudiantes, en la medida que brote de
sus necesidades internas y de sus experiencias directas.

DEFINIR LA COMPETENCIA COMO “SABER HACER” ¿ES


CONDUCTISMO?

Algunos interpretan que la definición del concepto de competencia como saber hacer
es una opción conductista, pues suponen que se parte de la clásica concepción del
aprendizaje como cambio de conducta observable.
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Pues nada hay más distante de la epistemología mecanicista y lineal en que se ha


sustentado la pedagogía hasta la actualidad, que una noción de competencia definida
como saber hacer-saber actuar, inspirada más bien en una teoría del conocimiento
relacional y dinámica. Se sabe que en el anterior enfoque curricular, los aprendizajes
terminales podían traducirse en pequeñas conductas observables, susceptibles de
chequearse con una simple lista de cotejo. Por ejemplo:

- Instala un sistema operativo.


- Enumera y describe dos tipos de hormonas.
- Explica la lluvia relacionándola con sus causas.
- Define con claridad y precisión “sistema”.

La reducción de los aprendizajes básicos a estos pequeños desempeños conductuales


observables -que bajo la perspectiva de Gagné podían ser de naturaleza cognitiva,
motora o actitudinal- llevó a la fragmentación del proceso educativo.

Todo se circunscribía a que los estudiantes sumaran estos minúsculos desempeños,


fácilmente cotejables y por tanto “evaluables”. Así éstos, se dieron cuenta, de que
mostrar esas conductas al ser evaluados era su pasaporte al éxito o la tranquilidad.
No importaba si las sentían valiosas para sí o si tenían algún impacto real en su vida.
Por eso, muchos aprendizajes representaban un simple “cambio externo”
condicionado desde afuera y, por lo mismo, descartable.

Calificar de conductista a todo aprendizaje formulado en términos de una capacidad


de hacer o actuar, es sostener que cualquier desempeño eficaz, aun si se trata de un
desempeño complejo y global, por el hecho de ser “observable con facilidad”,
representa un “cambió externo” amenazado de atomización y simplificación.
Una competencia formulada en términos de un saber hacer, por ejemplo la
“capacidad de integrarse a su grupo familiar, académico, y social, conservando su
propia identidad, respetando y haciéndose respetar”, ¿es sospechosa de
conductismo? ¿Podemos decir que un estudiante que muestra una conducta hábil en
la integración a su grupo familiar, la ha adoptado por condicionamiento externo...
solo porque es fácil observar que no subordina su identidad a la identidad materna
y que sabe hacerse respetar?

Esto nos lleva a discutir cuestiones más de fondo. Por ejemplo, la autoestima, la
conciencia de la propia dignidad, el amor por la vida, el sentido de ciudadanía ¿son
irreconocibles por un observador externo? ¿Es acaso imposible notar en una persona
un mayor o menor grado de autoestima? ¿El amor por otras formas de vida es una
disposición tan “interna” que resultaría ilusorio pretender advertirlo desde “afuera”?
¿La postura ciudadana es solo un sentimiento personal indescifrable o puede
expresarse en formas notorias de actuar?
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Es verdad que no todos los aprendizajes son necesariamente obvios para el


observador externo, pero -y esta es una antigua certeza que se sustenta en la biología,
desde Bateson hasta Maturana, pasando por Piaget- TODO APRENDIZAJE ES UNA
FORMA DE CAMBIO. Hasta los organismos unicelulares, en las continuas
interacciones con su medio, demuestran aprendizaje cuando modifican sus pautas
de relación e intercambio con el entorno. Los seres humanos somos esencialmente
relacionales. Todo cambio interno se refleja inevitablemente en la dinámica de
interacción con otros.

Si bien es cierto que todo cambio conductual no necesariamente expresa un cambio


estructural en la persona, también es cierto que toda genuina transformación, por
más leve que fuese, de las estructuras internas, se expresa siempre en un cambio en
su patrón de relación o, como dirían los cognitivos, en sus “esquemas de acción”. A
menos que se esté hablando de aprendizajes formales, que no modifican a nadie ni
interna ni externamente.

Hasta un niño que, llevado por su curiosidad, amplía el horizonte de su información


sobre los dinosaurios, modifica su pauta de relación con el mundo animal. Al menos
con el segmento cuya ontogenia encierra la mayor cantidad de enigmas asociados a
la evolución. Lo vuelve más observador, más acucioso, mejor, dispuesto a dejarse
fascinar por la vida, a, hacerse preguntas sobre el futuro. Este cambio en su
disposición afectiva se traducirá, entonces, en conductas exploratorias e
interrogativas. No lo va a dejar quieto. Cosa muy distinta si acaso su pesquisa le ha
sido impuesta desde afuera y se ha visto presionado a acumular datos sobre temas
ajenos a sus intereses. Solo esa clase de “aprendizajes” no generan cambio.

No se puede olvidar que se está buscando calificar la práctica social y ciudadana de


las nuevas generaciones. Alimentar su capacidad para hacerse a sí mismas y para
convivir con otros, aun en medio de las circunstancias más difíciles.
Pero no esas son afirmaciones novedosas. Esto es tan viejo como la educación
misma. La misma antropología sabe que en todas las culturas del planeta, el sentido
de las prácticas de socialización ha sido siempre habilitar a las personas para actuar
de manera pertinente y productiva al interior de su medio.

Se busca rescatar la dimensión personal de un enfoque sospechoso de tecnicismo,


utilitarismo e inmediatismo. Se teme que el concepto “saber hacer” se reduzca a un
conjunto de pequeñas destrezas observables y cuantificables, mecánicamente
aprendidas y excluyentes de toda dimensión ética o actitudinal.

Pero no se está defendiendo esa posición. El saber ser, es decir, el saber afirmar y
fortalecer la propia identidad con autenticidad y autoconfianza, puede ser observado
desde afuera y eso no lo transforma en conductista. De lo contrario, todas las
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competencias referidas a la identidad –eje central del área personal social y del
currículo- no podrían evaluarse.

Esta discusión es muy antigua. Ya Sócrates, trescientos años antes de Cristo, sostenía
que la virtud debía tener manifestaciones visibles en el espacio ciudadano y en el
ámbito privado. Es decir, debía reflejarse en la vida. Cristo mismo sostenía con
énfasis que la gente será reconocida por lo que hace.

El “saber hacer” que se espera lograr en los estudiantes no se reduce a un manejo


hábil de procedimientos. Constituye una conducta reveladora de una determinada
calidad personal y social. Un saber hacer eficaz y, al mismo tiempo, ético. Útil, pero
también edificante. La noción no es un Caballo de Troya. Es, en el mejor sentido del
término, sinérgica. La dimensión personal y axiológica no está excluida, lo que no le
impide afirmar un eje, que es, siguiendo a Gardner y Maturana, la capacidad de
enfrentar y resolver problemas demostrando consensualidad. Tal es el hacer
inteligente que se alude.

Claro, este enfoque es “desestabilizador” no solo de la práctica pedagógica vigente,


fuertemente centrada en el aprendizaje de conocimientos, sino también de ciertas
interpretaciones estructuralistas formales del constructivismo. De adoptarse, las
cosas no quedan igual.

CONTRAPONER CONTENIDOS CON COMPETENCIAS, ¿DESACREDITA


EL VALOR DEL SABER CONCEPTUAL?

Hay quienes, creyendo honestamente que la virtud está siempre en el medio,


sostienen que el aprendizaje de competencias no debe contraponerse a la adquisición
de conocimientos, pues ambos son igualmente importantes. Y tienen razón, no se
trata de subvalorar el necesario manejo de información o la propia capacidad de
conceptualización por parte de los estudiantes. Se trata simplemente de seleccionar
mejor este tipo de aprendizajes (la cantidad no será más sinónimo de calidad) y de
colocarlos en perspectiva.

No está mal saber mucha historia, gramática, geografía o ciencia. Mal, en el sentido
de perverso, ruin o infame, por supuesto que no. Más bien saber todo esto y más
puede resultar sencillamente inútil, sobre todo si no se sabe, simultáneamente,
emplear este saber para crecer como persona, para convivir en el respeto a lo
diferente, para hacer frente a los problemas de hoy y a los que, se avizoran para el
futuro inmediato, con eficacia y con sentido ético. Si no ayuda a eso, es inútil.

Tantos conocimientos registrados en el hardware de los estudiantes no van a hacer


daño a nadie, claro está; pero sin software no van a servir de mucho.
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Este es un tema crítico en el debate contemporáneo. El paradigma de las ciencias


puras quedó atrás. No se ha llegado por una arbitrariedad del azar a la era de la
tecnociencia, es decir, al consenso universal de que el conocimiento es un bien que
se usa para hacer mejor la vida de las personas. ¿Se puede acaso olvidar la exigencia
de cambio de sentido de la educación planteada por los sobrevivientes de los campos
de concentración de la Alemania nazi, cuando alertaban cómo es que “gente
educada”, profesionales de primer nivel (como Mengele) habían usado sus
conocimientos para asesinar, mutilar y destruir? Sabían mucho, en efecto, pero su
educación no los preparó simultáneamente para hacer uso de ese conocimiento en
favor de la vida.

El saber por el saber como modelo para la educación es francamente indefendible. Y


se debe ser enfático al deslindar con él, porque todavía en la cultura, en los medios
de comunicación, en el sentido común de las personas, en sectores del propio
magisterio, se rinde culto al conocimiento en sí mismo. Es un viejo consenso, que
interfiere los esfuerzos de cambio en el sistema educativo.

No se puede ser ambiguo en esto. No se puede conceder un currículo mixto en los


hechos, que estimule ciertas competencias pero, a la vez, exija saber por saber los
mismos contenidos de siempre.

BIBLIOGRAFÍA

Guerrero Ortiz, L. (1999) Aprender a ser competentes: Nuevo desafío de la


educación básica. En Tarea Nº 43.

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