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 No está permitido que una noción sea válida para cualquier época, y muchas

veces ni siquiera se admite que sea adecuada a todos los aspectos que pretenda designar
en un periodo determinado.

El vocabulario al que habitualmente se recurre es en gran parte implícitamente o


explícitamente eurocéntrico. No obstante, esta reserva es mucho menos importante
cuando se examinan acontecimientos predominante o exclusivamente europeos y que
afectan en especial a los países occidentales

Pero al mismo tiempo la costumbre tiene a homologar o a estereotipar el sentido de cada


palabra, precisamente para permitir, justa o equivocadamente, un uso más amplio y
exhaustivo de la misma en el lenguaje corriente.1

La cuestión que en cualquier caso que hay que abordar es la de reconocer si


efectivamente entre los siglos xv y xvii se produjo por lo menos una especie de transito
de las revueltas a las revoluciones. A este respecto es casi imprescindible recordar que
una de las características de la edad moderna – o desde luego de la modernidad – es la
capacidad de realizar revoluciones (ya sea la americana, la industrial, la francesa, la rusa
o la china).

Se puede entender por revolución en sentido histórico una agitación colectiva que tiende
y consigue pervertir el orden secular, modificarlo y cambiarlo de forma duradera,
extensa y profunda, con la consciencia de que su impulso no hay que atribuirlo a
factores sobrenaturales, sino sobre todo a los hombres que fueron sus protagonistas.
Una sublevación, aunque sea de notables proporciones, una revuelta, por mucho que se
prolongue, una guerra civil como las que tuvieron lugar en los siglos XV XVI y XVII,
no lograron en general resultados revolucionarios porque no sacudieron los cimientos
del sistema dominante o no hicieron que evolucionara hacia resultados innovadores.2

La utilización que aquí se ha hecho del término ‘revolución’ puede sugerir (e incluso
establecer) una especie de continuidad entre lo que sabemos que aconteció en algunas
áreas en los siglos XVI y XVII y lo que sucedió después y hasta nuestros días.3

 En sus orígenes la palabra «revolución» fue un término astronómico que alcanzó


una importancia creciente en las ciencias naturales gracias a la obra de Copérnico De
revolutionibus orbiumcoelestium. En el uso científico del término se conservó su
significación precisa latina y designaba el movimiento regular, sometido a leyes y
rotatorio de las estrellas, el cual, desde que se sabía que escapaba a la influencia del
hombre y era, por tanto, irresistible, no se caracterizaba ciertamente ni por la novedad ni
por la violencia. Por el contrario, la palabra indica claramente un movimiento recurrente
y cíclico4.
1
Tenenti, De las revueltas a las revoluciones, Critica, Barcelona, 1999, pg. 8.
2
Ibid, pg. 10.
3
Ibid, pg. 14.
4
Arendt, Hanna, Sobre la revolución, Alianza Editorial, pg. 55.
Nada más apartado del significado original de la palabra «revolución» que la idea que
ha poseído y obsesionado a todos los actores revolucionarios, es decir, que son agentes
en un proceso que significa el fin definitivo de un orden antiguo y alumbra un mundo
nuevo.

Si el fenómeno de las revoluciones modernas fuese tan sencillo como una definición de
libro de texto, la elección de la palabra «revolución» sería aún más enigmática de lo que
realmente es. Cuando por primera vez la palabra descendió del firmamento y fue
utilizada para describir lo que ocurría a los mortales en la tierra, hizo su aparición
evidentemente como una metáfora, mediante la que se transfería la idea de un
movimiento eterno, irresistible y recurrente a los movimientos fortuitos, los vaivenes
del destino humano, los cuales han sido comparados, desde tiempo inmemorial, con la
salida y puesta del sol, la luna y las estrellas. En el siglo XVII, cuando por primera vez
encontramos la palabra empleada en un sentido político, su contenido metafórico estaba
aún más cerca del significado original del término, ya que servía para designar un
movimiento de retroceso a un punto preestablecido y, por extensión, de retrogresión a
un orden predestinado. Así, la palabra se utilizó por primera vez en Inglaterra, no
cuando estalló lo que nosotros llamamos una revolución y Cromwell se puso al frente de
la primera dicta-dura revolucionaria, sino, por el contrarío, en 1660, tras el derroca-
miento del Rump Parlament* y con ocasión de la restauración de la monarquía. En el
mismo sentido se usó la palabra en 1688, cuando los Estuardos fueron expulsados y la
corona fue transferida a Guillermo y María25. La «Revolución gloriosa», el
acontecimiento gracias al cual, y de modo harto paradójico, el vocablo encontró
supuesto definitivo en el lenguaje político e histórico, no fue concebida de ninguna
manera como una revolución, sino como una restauración del poder monárquico a su
gloria y virtud primitivas.

El hecho de que la palabra «revolución» significase originalmente restauración, algo


que para nosotros constituye precisamente su polo opuesto, no es una rareza más de la
semántica. Las revoluciones de los siglos XVII y XVIII, que para nosotros representan
un nuevo espíritu, el espíritu de la Edad Moderna, fueron proyectadas como
restauraciones.5

5
Arendt, Hanna, op. cit., pg. 56.
El desarrollo de una nación históricamente atrasada hace, forzosamente, que se
confundan en ella, de una manera característica, las distintas fases del proceso histórico.
Aquí el ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso, embrollado,
mixto.

Claro está que la posibilidad de pasar por alto las fases intermedias no es nunca
absoluta; hállase siempre condicionada en última instancia por la capacidad de
asimilación económica y cultural del país. Además, los países atrasados rebajan siempre
el valor de las conquistas tomadas del extranjero al asimilarlas a su cultura más
primitiva. De este modo, el proceso de asimilación cobra un carácter contradictorio. Así
por ejemplo, la introducción de los elementos de la técnica occidental, sobre todo la
militar y manufacturera, bajo Pedro I se tradujo en la agravación del régimen servil
como forma fundamental de la organización del trabajo. El armamento y los empréstitos
a la europea -productos, indudablemente, de una cultura más elevada- determinaron el
robustecimiento del zarismo, que, a su vez, se interpuso como un obstáculo ante el
desarrollo del país.6

Claro está que la posibilidad de pasar por alto las fases intermedias no es nunca
absoluta; hállase siempre condicionada en última instancia por la capacidad de
asimilación económica y cultural del país. Además, los países atrasados rebajan siempre
el valor de las conquistas tomadas del extranjero al asimilarlas a su cultura más
primitiva. De este modo, el proceso de asimilación cobra un carácter contradictorio. Así
por ejemplo, la introducción de los elementos de la técnica occidental, sobre todo la
militar y manufacturera, bajo Pedro I se tradujo en la agravación del régimen servil
como forma fundamental de la organización del trabajo. El armamento y los empréstitos
a la europea -productos, indudablemente, de una cultura más elevada- determinaron el
robustecimiento del zarismo, que, a su vez, se interpuso como un obstáculo ante el
desarrollo del país. Bajo la presión de Europa, más rica, el Estado ruso absorbía una
parte proporcional mucho mayor de la riqueza nacional que los Estados occidentales,
con lo cual no sólo condenaba a las masas del pueblo a una doble miseria, sino que
atentaba también contra las bases de las clases pudientes. Pero, al propio tiempo,
necesitado del apoyo de estas últimas, forzaba y reglamentaba su formación. Resultado
de esto era que las clases privilegiadas, que se habían ido burocratizando, no pudiesen
llegar a desarrollarse nunca en toda su pujanza, razón por la cual el Estado iba
acercándose cada vez más al despotismo asiático.

Pero donde se revela de un modo más indiscutible la ley del desarrollo combinado es en
la historia y el carácter de la industria rusa. Nacida tarde, no repite la evolución de los
países avanzados, sino que se incorpora a éstos, adaptando a su atraso propio las
conquistas más modernas. Si la evolución económica general de Rusia saltó sobre los
períodos del artesanado gremial y de la manufactura, algunas ramas de su industria
pasaron por alto toda una serie de etapas técnico-industriales que en Occidente llenaron
varias décadas. Gracias a esto, la industria rusa pudo desarrollarse en algunos momentos
con una rapidez extraordinaria. Entre la revolución de 1905 y la guerra, Rusia dobló,
6
Trotsky, Leon, Historia de la Revolucion Rusa, pg. 12.
aproximadamente, su producción industrial. A algunos historiadores rusos esto les
parece una razón bastante concluyente para deducir que “hay que abandonar la leyenda
del atraso y del progreso lento”. En rigor la posibilidad de un tan rápido progreso se
hallaba condicionada precisamente por el atraso del país, que no sólo persiste hasta el
momento de la liquidación de la vieja Rusia, sino que aún perdura como herencia de ese
pasado hasta el día de hoy.7

Como ya hemos dicho, es precisamente en el campo de la economía donde se manifiesta


con su máximo relieve la ley del desarrollo combinado. Y así, mientras que hasta el
momento mismo de estallar la revolución, la agricultura se mantenía, con pequeñas
excepciones, casi en el mismo nivel del siglo XVII, la industria, en lo que a su técnica y
a su estructura capitalista se refería, estaba al nivel de los países más avanzados, y, en
algunos respectos, los sobrepasaba.8

La Revolución de 1917 perseguía como fin inmediato el derrumbamiento de la


monarquía burocrática. Pero, a diferencia de las revoluciones burguesas tradicionales,
daba entrada en la acción, en calidad de fuerza decisiva, a una nueva clase, hija de los
grandes centros industriales y equipada con una nueva organización y nuevos métodos
de lucha. La ley del desarrollo social combinado se nos presenta aquí en su expresión
última: la revolución, que comienza derrumbando toda la podredumbre medieval, a la
vuelta de pocos meses lleva al poder al proletariado acaudillado por el partido
comunista.9

7
Ídem., pg. 15.
8
Ídem., pg. 16.
9
Idem., pg. 20.

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