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JESÚS, UN DIOS

QUE SE HACE CERCANO

Aproximación al ser y al actuar


de Jesús

Matilde Eugenia Pérez Tamayo


El amor de Dios por nosotros
no es algo abstracto o genérico,
el amor de Dios por nosotros
tiene nombre y rostro:
Jesucristo.

Papa Francisco
CONTENIDO

INTRODUCCIÓN
1. Los evangelios, una fuente segura e
inagotable
2. Jesús es Dios-con-nosotros
3. Jesús es Dios como su Padre y hombre
como nosotros
- La divinidad de Jesús
- La humanidad de Jesús
4. Jesús y su conciencia de Dios
5. Jesús, un Mesías con estilo propio
6. Jesús es un Dios humilde
7. Jesús es un Hijo que cree en su Padre
8. Jesús ora y nos enseña a orar
- La oración de Jesús
- Jesús nos enseña a orar
9. Las palabras de Jesús
- El Estilo de Jesús
- Las parábolas
- Los dichos o sentencias
10. Los milagros de Jesús
- Significado teológico de los milagros
- Los milagros a la luz de la
Resurrección
11. Jesús, el Dios de los encuentros
12. Jesús y los enfermos
- Significado de la enfermedad en la
cultura judía
- La compasión de Jesús por los
enfermos
- Jesús y el sufrimiento
13. Jesús y las mujeres
- Situación de la mujer israelita en
tiempos de Jesús
14. Jesús y los pecadores
15. La Buena Noticia de Jesús
- El Reino de Dios en el Antiguo
Testamento
- El Reino de Dios, una realidad
misteriosa
- Programa de vida para quienes
acogen el Reino de Dios
- Algunas palabras de Jesús en el
Sermón de la Montaña
- El Reino de Dios hoy
16. El Gran Mandamiento
- Jesús y su conciencia del Dios Amor
- Una parábola que lo dice todo
- El desafío del amor
17. Nadie me quita la vida
18. Creer en la resurrección de Jesús
19. Testigos de Jesús
20. Jesús, el corazón de Dios.
ACLARACIÓN

El presente texto no pretende ser un


estudio riguroso y exhaustivo de la persona
de Jesús, ni del significado de su presencia
y de su acción en el mundo.

No es un texto con pretensiones filosóficas,


teológicas, apologéticas, históricas, ni nada
por el estilo.

Sólo busca ser una ayuda catequética,


sencilla y asequible, para quienes sienten la
necesidad interior de profundizar en el
conocimiento del Maestro, desde una fe
que se reconoce humilde y pobre, pero que
también tiene el deseo sincero de crecer y
profundizarse cada día.

Espero que con la ayuda de Dios, cumpla


su propósito.

La autora
INTRODUCCIÓN

Conocer a Jesús
es el trabajo más importante
de nuestra vida.

Papa Francisco

Conocer a Jesús, su persona y su mensaje.

Conocerlo para amarlo con un amor cada vez


más grande, más profundo, más limpio, más
generoso.

Conocerlo para seguirlo, como sus discípulos.

Conocerlo para vivir nuestra vida de cada día


tomados de su mano, que nos sirve de apoyo y
nos comunica su amor, su fuerza y su valentía.

Conocerlo para anunciarlo a otros, para decirlo


a otros, para llevar a otros a que lo conozcan y
lo amen también.

Porque Jesús llena nuestra vida de sentido. El


pasado que ya vivimos, el presente que
estamos viviendo, y el futuro que vendrá.
Porque sabemos que con él y por él, nuestra
vida tiene dimensión de eternidad.

Jesús es – como Dios y como hombre -,


absolutamente inagotable y sorprendente.

Siempre hay algo más de él para saber, para


“gustar”, para “saborear”, para contemplar, para
amar.

Siempre hay en sus enseñanzas algo nuevo


para descubrir, para aprender y también para
enseñar.

Su Belleza es la más grande y atrayente


belleza que puede existir.

Su Verdad es la más luminosa verdad; la


Verdad que está por encima de todas nuestras
pequeñas verdades; la Verdad que es sabiduría
infinita.

Su Bondad es la más hermosa y dulce bondad;


el Bien absoluto, fuente de todo bien.
Su Amor es el amor más sublime y profundo
que puede existir. En él tiene su origen todo
amor verdadero.

Jesús es – como Dios y como hombre -,


absolutamente inagotable.

Todo lo que digamos de él siempre será


superable.

Pero tenemos que decirlo, porque la verdad de


Jesús, su belleza, su bondad, su santidad y su
amor, son para proclamarlos.

¡Todos los hombres y mujeres del mundo deben


poder conocerlo, porque Jesús es el
fundamento y la razón de nuestro existir!

Jesús es el único
que puede dar sentido pleno
a nuestra vida.

Papa Francisco
El Evangelio te permite
conocer al Jesús verdadero;
te lleva a conocer a Jesús vivo;
te habla al corazón y te cambia la vida.

¡Piensen bien,
un Evangelio pequeño
a la mano, siempre;
se abre casualmente
y se lee que cosa dice Jesús.
Y Jesús está ahí…

Papa Francisco
1. LOS EVANGELIOS,
UNA FUENTE SEGURA E INAGOTABLE

“Puesto que muchos han intentado narrar


ordenadamente las cosas que se han verificado
entre nosotros, tal como nos las han
transmitido los que desde el principio fueron
testigos oculares y servidores de la Palabra, he
decidido yo también, después de haber
investigado diligentemente todo desde los
orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre
Teófilo, para que conozcas la solidez de las
enseñanzas que has recibido” (Lucas 1, 1-4).

Cuando queremos conocer a Jesús, su persona


y su mensaje, la fuente más segura y confiable,
y también la que está más cerca de nosotros,
son sin duda, los cuatro evangelios. Los tres
evangelios sinópticos: según san Mateo, según
san Marcos, y según san Lucas, llamados así
porque son escritos paralelos, que narran, en
general, los mismos acontecimientos con
algunas variaciones en el contenido y en los
detalles, y el Evangelio según san Juan, que es
el último que se escribió y el más elaborado
teológicamente.
Ahora bien. Acercarnos a los evangelios nos
exige tener en cuenta algunas premisas, para
“entender” adecuadamente su contenido. Estas
premisas son:

1. Los evangelios no son una biografía de


Jesús, al estilo de las que conocemos
como tales. No tienen como objetivo
fundamental la comunicación exhaustiva
de datos concretos sobre la vida de
Jesús en el mundo, ni nos presentan el
record estricto de todo lo que Jesús hizo
y dijo. Su finalidad es otra bien clara;
nos la presenta san Juan al final de su
relato: “Jesús realizó además muchos
otros signos en presencia de sus
discípulos, que no se encuentran en
este libro. Estos han sido escritos para
que ustedes crean que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo,
tengan Vida en su Nombre” (Juan 20,
30-31).

2. Los evangelios son, ante todo, y muy


especialmente, una profesión de fe en
Jesús hecha por sus apóstoles y sus
discípulos, y por las primitivas
comunidades cristianas; por lo tanto, su
contenido no es algo que pueda ser
comprobado “científicamente”, como en
efecto lo son otros acontecimientos de
la historia humana, pero podemos estar
seguros, por el testimonio de varios
historiadores cristianos y no cristianos,
que Jesús es un personaje que existió
realmente, en un lugar y en un tiempo
determinado, y que su vida y su muerte
se desarrollaron en los acontecimientos
principales, como lo refieren los
evangelios.

3. Como profesión de fe de las primeras


comunidades, los evangelios no fueron
escritos por una sola persona, sino por
un grupo de personas, y sus diferencias
en algunos aspectos obedecen
precisamente, a las necesidades
especiales y a las características
particulares de las comunidades a
quienes iban dirigidos originalmente.

4. Lo mismo que en los demás libros de la


Sagrada Escritura, en los evangelios
existen los llamados géneros o formas
literarias, que son modos de expresión
especiales, que nos permiten
acercarnos a la realidad de Dios, tan
superior a nuestro entendimiento
humano, y expresar lo que en gran
medida es inexpresable. Jesús mismo
utilizaba estos géneros literarios en su
predicación, por ejemplo, cuando
hablaba en parábolas.

5. Por la fe creemos que quienes


escribieron los evangelios: comunidades
y personas sencillas, fueron iluminados
y fortalecidos por el Espíritu Santo,
quien con su luz y su fuerza les ayudó a
cumplir a cabalidad su tarea de dar a
conocer al mundo la realidad única y
maravillosa de Jesús, el Hijo de Dios
encarnado, nuestro Señor y nuestro
Salvador.

En la sencillez de los evangelios, resplandece


Jesús. Su humanidad perfecta, que muchas
veces olvidamos, y también su perfecta
divinidad; ambas son objeto de nuestra fe.
Cada uno de los sucesos en los que Jesús
interviene, y cada una de sus palabras, es
expresión clara y directa de su ser completo, y
también de lo que vino a hacer al mundo:
liberarnos de una vez y para siempre, de la
esclavitud del mal y del pecado.

Los evangelios revelan a Jesús, y en él y por él


a Dios Padre, de quien Jesús procede, y
también, lo que Dios quiere de nosotros, los
hombres y mujeres de aquí y de allá, de ayer,
de hoy, de mañana y de siempre. Por eso es
imposible afirmar que uno es cristiano y
católico, que conoce y ama a Jesús por encima
de todo y de todos, si no conoce los evangelios,
si no los lee con frecuencia, si no medita en
ellos, si no ora con ellos, si no confronta su
propia vida con su mensaje.
¡Qué gran misterio
la encarnación de Dios!
Su razón es el amor divino;
un amor que es gracia,
generosidad,
deseo de proximidad,
y que no duda en darse y sacrificarse
por las criaturas a las que ama.

Jesús vino al mundo


para aprender a ser hombre,
y siendo hombre
caminar con los hombres.

Papa Francisco
2. JESÚS ES
DIOS-CON-NOSOTROS

“El Señor habló a Ajaz en estos términos:


- Pide para ti un signo de parte del Señor, en lo
profundo del abismo,o arriba, en las alturas.
Pero Ajaz respondió: - No lo pediré ni tentaré al
Señor.
Isaías dijo: - Escuchen, entonces, casa de
David: ¿Acaso no les basta cansar a los
hombres, que cansan también a mi Dios? Por
eso el Señor mismo les dará un signo. Miren, la
joven está embarazada y dará a luz un hijo, y lo
llamará con el nombre de Emanuel, que
significa Dios-con-nosotros” (Isaías 7, 10-14)

Los evangelios nos dan testimonio claro y


cierto, de que Jesús, el hijo de María y de José,
el sencillo carpintero de Nazaret, es a su vez el
Hijo Eterno de Dios, hecho carne de nuestra
carne, en el seno virginal de María, por obra del
Espíritu divino.

Este testimonio proviene de los apóstoles, que


lo conocieron personalmente y trataron
íntimamente con él, y de las primeras
comunidades cristianas que se formaron
alrededor de ellos, después de la resurrección
del Maestro.

Jesús es Dios que se encarna; Dios que se


hace hombre igual a nosotros; Dios que vive en
medio de nosotros y como uno cualquiera de
nosotros.

Jesús es Dios que toma nuestra carne, es decir,


nuestra condición humana, para enseñarnos a
vivir como verdaderos hombres y mujeres,
según el plan de Dios Padre al crearnos.

En el comienzo del Evangelio según san


Marcos, el primero que se escribió, hacia el año
65 de nuestra era, leemos:

“Comienzo de la Buena Noticia de Jesús,


Mesías, Hijo de Dios” (Marcos 1,1).

Y en Evangelio según san Juan, escrito hacia el


año 100:
“Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios….
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre
como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 1.14).

 ¿Cómo sucedió este acontecimiento


maravilloso de la encarnación?
 ¿Cómo llegó Dios a hacerse carne de
nuestra carne y sangre de nuestra
sangre, en la persona de Jesús?

No lo sabemos. Es para nosotros un misterio,


un “secreto” de Dios, que no podemos
comprender plenamente, ni explicar
racionalmente, a causa de las limitaciones
propias de nuestro ser de criaturas. Un misterio
que sólo podemos contemplar y adorar en el
silencio de nuestro corazón, como lo hicieron
María y José.

Las únicas referencias directas que tenemos al


respecto, son los relatos de la infancia de
Jesús, presentes en el Evangelio según san
Mateo, y en el Evangelio según san Lucas, pero
ambos exponen el hecho sin dar muchas
explicaciones. El más amplio es el relato de san
Lucas, que incluye el episodio de la
Anunciación (cf. Lucas 1, 26-38), en el que el
evangelista sigue el estilo de otros relatos del
Antiguo Testamento.

Es determinante. Cuando nos situamos frente a


Jesús, la fe juega un papel único e insustituible.

Creer en Jesús, tener fe en Jesús implica, para


quienes nos decidimos a hacerlo, un riesgo.
Nos exige dejar atrás los raciocinios y la lógica,
que nos dan tanta seguridad – al menos
aparentemente -, y aventurarnos a recorrer un
camino distinto, que no conocemos, y en el que
podemos encontrar obstáculos de todo orden;
obstáculos que debemos saber enfrentar, pero
que podemos superar, iluminados y fortalecidos
por la gracia de Dios, que viene en nuestra
ayuda.

La fe es también una promesa, porque abre


para nosotros un campo nuevo, lleno de
posibilidades, en el que nuestras capacidades
humanas, los dones que Dios nos dio al
crearnos, pueden llegar a su nivel más elevado,
a su desarrollo más pleno.
La fe da sentido a nuestro ser de hombres y de
mujeres, y a nuestra vida humana entera.

Creer que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios


hecho hombre, es el primer reto que tenemos
que enfrentar. La encarnación de Dios en él, es
la primera verdad que tenemos que aceptar a
pie juntillas. Y debemos hacerlo con total
sinceridad y absoluta decisión. De aquí parte
todo. ¡No hay de otra!

La fe es, ciertamente, un don de Dios. Implica


una respuesta nuestra, pero inicialmente es una
gracia que Dios nos da, un don gratuito; un don,
una gracia que hay que pedir con insistencia,
seguros de que Dios que nos ama tanto nos la
va a conceder.

Pide a Dios que fortalezca tu fe y que te ayude


a profundizarla, a hacerla más firme, más
segura, y sigue adelante, sin miedo, porque
Jesús está contigo.
El niño de Belén es frágil,
como todos los recién nacidos.
No sabe hablar
y sin embargo es la Palabra
que se ha hecho carne,
que ha venido a cambiar
el corazón y la vida de los hombres.

El Hijo de Dios,
en su encarnación,
nos invitó
a la revolución de la ternura.

Papa Francisco
3. JESÚS ES DIOS COMO SU PADRE
Y HOMBRE COMO NOSOTROS

“Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en


esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de
Dios que bajaba en forma de paloma y venía
sobre él.Y una voz que salía de los cielos
decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco”” (Mateo 3, 16-17).

Jesús es un ser humano pleno y total, pero es


también el Hijo Eterno de Dios y Dios como su
Padre.

Esto es lo que nos dice nuestra fe cristiana


católica; lo que confesamos creer cuando
rezamos el Credo, resumen de las verdades
que fundamentan nuestra esperanza, y dan luz
a nuestra vida.

LA DIVINIDAD DE JESÚS

“En el principio existía la Palabra y la Palabra


estaba con Dios, y la Palabra era Dios.
Ella estaba en el principio con Dios.
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada
de cuanto existe.
En ella estaba la vida y la vida era la luz de los
hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las
tinieblas no la vencieron...
La Palabra era la luz verdadera que ilumina a
todo hombre que viene a este mundo.
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por
ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron les dio poder
de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su
nombre...
Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada
entre nosotros, y hemos contemplado su gloria,
gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad”
(Juan 1, 1-5.9-12.14).

En Jesús se conjugan perfectamente, de una


manera misteriosa pero real y efectiva, en
perfecta armonía, la humanidad y la divinidad,
sin detrimento ni primacía de ninguna de las
dos.

Los apóstoles y los primeros cristianos tuvieron


clara experiencia de esto, a partir del
acontecimiento de su resurrección de entre los
muertos. San Pablo lo expresa bellamente, en
su Carta a los Filipenses:

“Tengan entre ustedes los mismos sentimientos


de Cristo Jesús. Él, que era de condición
divina, no consideró esta igualdad con Dios
como algo que debía guardar celosamente: al
contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la
condición de servidor y haciéndose semejante
a los hombres. Y presentándose con aspecto
humano, se humilló hasta aceptar por
obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso,
Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre
todo nombre, para que al nombre de Jesús, se
doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en
los abismos, y toda lengua proclame para gloria
de Dios Padre: “¡Jesucristo es el Señor!””
(Filipenses 2, 5-11).

Jesús es Dios con rostro humano. Dios que se


acerca a los seres humanos, para establecer
con nosotros una relación de amor e intimidad.

Jesús es Dios que nos revela su misericordia y


su verdad más profundas, de una manera
inusitada pero contundente.
Por Jesús y en él, podemos percibir a Dios de
un modo claro y directo, porque como nos dice
la Carta a los Hebreos,“él es el resplandor de
su gloria y la impronta de su ser” (Hebreos 1,
3).

Jesús nos muestra que estamos equivocados


cuando concebimos a Dios como un poder o
una fuerza superiores a todos los demás, y nos
habla de Él – de Dios -, como un Dios que es
ante todo bondad y misericordia.

Jesús nos muestra con lujo de detalles, que


Dios está más cerca de nosotros de lo que
podemos imaginar, porque es nuestro Padre y
nos ama. Y que actúa siempre movido por el
amor que cuida y protege, como lo hace un
buen Padre con sus hijos, y con la ternura y la
delicadeza de una buena Madre.

Jesús nos muestra que podemos establecer


con Dios un diálogo constante, porque Él está
siempre ahí para acogernos y ayudarnos.

Jesús nos muestra que Dios es infinitamente


humilde; un Dios que se agacha, un Dios que
se pone de rodillas frente a su criatura, para
levantarla y estrecharla contra su corazón,
como lo hacen las madres con sus hijos.

Jesús nos muestra que Dios no cataloga a los


seres humanos, ni los estratifica, porque para
Él todos somos iguales en dignidad, pues
somos sus hijos muy queridos.

Jesús nos muestra que Dios no excluye a nadie


de su trato, porque no hace acepción de
personas.

Jesús nos muestra que Dios se compadece de


nuestras debilidades y de nuestros pecados, y
que siempre está dispuesto a ayudarnos a salir
del abismo de nuestras angustias y nuestras
flaquezas.

Jesús nos muestra que Dios ama con amor


especial a los más pobres y débiles de la
sociedad; a los que son rechazados, a los que
son perseguidos, a los que son discriminados;
porque son precisamente ellos los que más
necesitan de su amor y de su ayuda para
superar sus limitaciones y dificultades.
Jesús nos muestra que Dios es infinitamente
generoso con sus criaturas, y no escatima
esfuerzos con tal de conquistar nuestro corazón
para su amor: “Porque Dios amó tanto al
mundo, que entregó a su Hijo único para que
todo el que cree en él no muera, sino que tenga
Vida eterna” (Juan 3, 16).

Tenemos que hacer todo lo posible por dejar


atrás la imagen de un Dios ajeno a nuestra
realidad humana.

Tenemos que hacer todo lo posible para dejar


atrás la imagen de un Dios que se define sobre
todo por el poder y la perfección; y asumir esta
nueva imagen que Jesús nos revela y anuncia:

 Dios es Padre y Madre, nuestro Padre


del cielo que nos ama profundamente,
con un amor tierno y delicado como el
amor de una madre.
 Dios está más cerca de nosotros de lo
que solemos pensar, llena nuestro
corazón de alegría y esperanza, y da
sentido pleno a nuestra vida humana y a
nuestro quehacer de cada día.
LA HUMANIDAD DE JESÚS

“En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado


por Dios a una ciudad de Galilea, llamada
Nazaret, a una virgen que estaba
comprometida con un hombre perteneciente a
la familia de David, llamado José. El nombre de
la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo:
-¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está
contigo.
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada
y se preguntaba qué podía significar ese
saludo.
Pero el Ángel le dijo: - No temas, María, porque
Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz
un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será
grande y será llamado Hijo del Altísimo.
El Señor Dios le dará el trono de David, su
padre, reinará sobre la casa de Jacob para
siempre y su reino no tendrá fin.
María dijo al Ángel: - ¿Cómo puede ser eso, si
yo no tengo relaciones con ningún hombre?
El Ángel le respondió: - El Espíritu Santo
descenderá sobre tiy el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra.
Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo
de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a
pesar de su vejez, y la que era considerada
estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios.
María dijo entonces: - Yo soy la servidora del
Señor,que se cumpla en mí lo que has dicho.
Y el Ángel se alejó”
(Lucas 1, 26-39).

Jesús es perfecto en su humanidad, del mismo


modo que es perfecto en su divinidad. Lo
muestran los Evangelios a lo largo y a lo ancho,
y lo confirma la Carta a los Hebreos cuando
dice:

“Por tanto, así como los hijos participan de la


sangre y de la carne, así también participó él de
los mismos, para aniquilar mediante la muerte,
al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y
libertar a cuantos por temor a la muerte,
estaban de por vida sometidos a esclavitud…
Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus
hermanos, para ser misericordioso y Sumo
Sacerdote, fiel en lo que toca a Dios, en orden
a expiar los pecados del pueblo. Pues,
habiendo sido probado en el sufrimiento, puede
ayudar a los que se ven probados” (Hebreos 2,
14-18).

Jesús nació y vivió como un niño cualquiera, en


cualquier lugar del mundo y en cualquier época
de la historia; fue un joven como los jóvenes de
su tiempo y su cultura; llegó a la edad adulta
como llegamos nosotros; tuvo que trabajar para
mantenerse como lo hacemos nosotros; y,
finalmente, murió como todos morimos.

Jesús amó como nosotros amamos, y sufrió


como nosotros sufrimos. Sintió hambre, sed,
cansancio, sueño, como los sentimos nosotros.
Tuvo anhelos y deseos como nosotros los
tenemos. Experimentó el miedo y la angustia,
como nosotros los experimentamos; en fin. Los
evangelistas no tuvieron ningún reparo en
constatarlo con total claridad en diversos
pasajes:

“A la mañana temprano, mientras regresaba a


la ciudad, Jesús tuvo hambre. Al ver una
higuera cerca del camino, se acercó a ella, pero
no encontró más que hojas.” (Mateo 21, 18-19).
“Jesús, fatigado del camino, se había sentado
junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una
mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le
dijo: “Dame de beber” “ (Juan 4, 6-7).

“Jesús, al ver llorar a María, y también a los


judíos que la acompañaban, conmovido y
turbado, preguntó: “¿Dónde lo pusieron?”. Le
respondieron: “Ven, Señor, y lo verás”. Y Jesús
lloró. Los judíos dijeron: “¡Cómo lo amaba!” “
(Juan 11, 33-36).

“Jesús se alejó de ellos, más o menos a la


distancia de un tiro de piedra, y puesto de
rodillas, oraba: “Padre, si quieres, aleja de mí
este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad,
sino la tuya”…. En medio de la angustia, él
oraba más intensamente, y su sudor era como
gotas de sangre que corrían hasta el suelo”
(Lucas 22, 41-42.44).

“Después, sabiendo que ya todo estaba


cumplido, y para que la Escritura se cumpliera
hasta el final, Jesús dijo: “¡Tengo sed!”. Había
allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon
en él una esponja, la ataron a una rama de
hisopo y se la acercaron a la boca. Después de
beber el vinagre, dijo Jesús: “Todo se ha
cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó su
espíritu” (Juan 19, 28-30).

Esta humanidad perfecta y total de Jesús, lo


hace muy cercano a nosotros; muy próximo a
nuestra propia realidad y a todo lo que ella
comprende y significa.

Jesús es alguien que conoce las angustias y


dificultades de nuestra vida cotidiana, porque
las ha experimentado en carne propia. Alguien
que sabe cuáles son nuestras necesidades más
urgentes, porque él mismo las ha padecido.
Alguien que nos comprende perfectamente,
porque es uno de los nuestros.

Tal vez nuestra formación religiosa no tuvo esto


en cuenta, y por eso nos acostumbramos a
mirarlo como un ser lejano y ausente,
parapetado en su dignidad divina, ajeno, en
cierto sentido a lo que nos agobia y nos duele;
alguien de quien sólo se pueden esperar
milagros, en circunstancias muy especiales.
Pero la verdad es bien distinta: Jesús desea y
busca que comencemos a mirarlo de otra
manera, a verlo con otros ojos.

Jesús quiere que lo tratemos como una


persona muy próxima a nuestro corazón, con
absoluta confianza; que nos entreguemos
plenamente a él; que le permitamos penetrar en
nuestra vida para sanarla, para orientarla, para
darle su verdadero valor.

La humanidad perfecta de Jesús, asumida por


él en toda su integridad, con absoluta
naturalidad, diviniza nuestra condición humana,
frágil y limitada. El Papa Francisco nos dice a
este respecto:

“Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra


carne humana significa que cada persona
humana ha sido elevada al corazón mismo de
Dios (La alegría del Evangelio N. 178).

Tomemos conciencia de esto. Es una gran


alegría para nosotros. Un regalo inmenso de su
bondad, y un compromiso que no podemos
eludir.
Jesús es el Amor hecho carne.
No es solamente
un maestro de sabiduría,
no es un ideal al que tendemos
y del que nos sabemos distantes.
Es el sentido de la vida y de la historia,
que ha puesto su tienda entre nosotros.

Jesús es el centro de la historia


de la humanidad,
y también el centro de la historia
de todo hombre.
A él podemos referir
las alegrías y las esperanzas,
las tristezas y las angustias
que entretejen nuestra vida.

Papa Francisco
4. JESÚS
Y SU CONCIENCIA DE DIOS

“Los padres de Jesús iban todos los años a


Jerusalén a la fiesta de la Pascua.
Cuando tuvo doce años, Jesús subió con ellos
a la fiesta, y, al volverse, pasados los días, el
niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo
su padres.
Pero creyendo que estaría en la caravana,
hicieron un día de camino, y le buscaban entre
los parientes y conocidos; pero al no
encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su
busca.Y sucedió que, al cabo de tres días,
lo encontraron en el Templo sentado en medio
de los maestros, escuchándolos y
preguntándoles; todos los que le oían, estaban
estupefactos por su inteligencia y sus
respuestas.
Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su
madre le dijo: - Hijo, ¿por qué nos has hecho
esto?Mira, tu padre y yo, angustiados,
andábamos buscándote.
Él les dijo: - Y ¿por qué me buscaban?¿No
sabían que yo debía estar en la casa de mi
Padre?
Pero ellos no comprendieron la respuesta que
les dio.
Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a
ellos.
Su madre conservaba cuidadosamente todas
las cosas en su corazón.
Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y
en gracia ante Dios y ante los hombres”
(Lucas 2, 41-52).

Seguramente te has preguntado muchas veces,


si Jesús sabía, si tenía conciencia, de que era
el Hijo de Dios, y también de la misión que le
había sido encomendada por su Padre. Es una
pregunta que a todos nos ha pasado alguna
vez por la cabeza.

La respuesta nos la da el Evangelio según san


Lucas, en el relato de lo que sucedió cuando
Jesús tenía 12 años y fue con María y José a
Jerusalén, para la celebración de la fiesta de
Pascua, que acabas de leer.

Las palabras de Jesús a su madre, cuando ella


le reclamó por haberse quedado en el Templo
sin decirles nada, ni a ella ni a José, nos lo
demuestran:
“¿Por qué me buscaban?… ¿No sabían que yo
debo ocuparme de los asuntos de mi
Padre?”(Lucas 2, 49).

Ese “padre” a quien Jesús se refiere es


evidentemente Dios mismo y no José.

Sin embargo, podemos afirmar, apoyados en el


versículo que remata la narración: “Jesús iba
creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia
delante de Dios y de los hombres” (Lucas 2,
52), que esta conciencia que tenía Jesús sobre
su divinidad, no se dio de una vez, sino que fue
progresiva, es decir, que fue surgiendo en él y
profundizándose, a medida que crecía y se
desarrollaba como ser humano integral, y
también gracias a su oración constante.

En el Evangelio según san Juan podemos


constatar que ya en su vida pública, Jesús se
acepta muy claramente como el enviado de
Dios, el esperado de los tiempos, aunque sin
hacer alarde de ello. En su despedida de los
apóstoles les dijo con claridad:
“La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino
del Padre que me envió” (Juan 16, 24).

Y también se reconoce como su Hijo muy


querido, su amado, su predilecto: En una
ocasión dijo a quienes lo escuchaban:

“Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al


que ustedes llaman “nuestro Dios”” (Juan 8,
54).

Más aún. Jesús ve una clara diferencia entre la


manera de ser él, Hijo de Dios, y la manera en
que lo son sus discípulos y todas las demás
personas; por eso se atreve a llamarlo “mi
Padre”:

“Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve


al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna” (Juan 6,
40).

Hasta llegó a afirmar en varias ocasiones: “El


Padre y yo somos una sola cosa” (Juan 10, 30),
para mostrar la relación de intimidad que tiene
con Él, su “procedencia” de Él.
Fue precisamente por todo esto, que los sumos
sacerdotes y el sanedrín en pleno, promovieron
un juicio en contra de Jesús, lo condenaron
como blasfemo, y decretaron para él la pena de
muerte, que luego ratificaron por medio de
Pilatos, porque ellos no tenían potestad para
condenar a muerte a nadie (cf. Juan 18, 31).

Sin embargo, es también muy claro a todo lo


largo de los cuatro evangelios, que esta
conciencia que Jesús tenía de ser el enviado de
Dios y también su Hijo, no lo llevó en ningún
momento, a hacer sentir a los demás su
superioridad y su poder, y mucho menos a
actuar con vanidad o con soberbia.

Jesús se distinguió siempre por su sencillez,


por su humildad, por su capacidad de servicio.
Trató a todas las personas con gran respeto y
consideración, pero de una manera especial a
quienes eran los más pobres y débiles de la
sociedad de entonces: los niños, las mujeres,
los enfermos y los pecadores. Decía a quienes
lo escuchaban:
“Hagan como el Hijo del hombre, que no vino a
ser servido, sino a servir, y a dar su vida como
rescate por muchos” (Mateo 20, 28).

Todo esto es muy especial, porque nos muestra


que aunque cuando hablamos de Dios siempre
le adjudicamos calificativos como “omnipotente”
– que todo lo puede -, “omnisciente” – que todo
lo sabe -, “omnipresente”- que está en todas
partes -, y otros semejantes, las actitudes de
Jesús nos manifiestan que Dios, nuestro Dios,
el Dios que Jesús vino a revelarnos, a hacernos
presente, es ante todo un Dios amoroso, un
Dios humilde y sencillo, un Dios compasivo, un
Dios que se pone a nuestro alcance, un Dios
que se hace nuestro servidor.

En Jesús y con él, el poder y la fuerza son


superados por la bondad, la amabilidad, la
delicadeza, la ternura. La grandeza y la
perfección por la generosidad, el servicio, la
entrega total. La justicia por la misericordia. El
conocimiento intelectual por la sabiduría del
corazón.

En Jesús y con él, Dios es Dios a su manera.


Una manera que siempre nos sorprende, y
muchas veces nos desconcierta, pero que
sobre todo, nos encanta y llena nuestro corazón
de alegría y esperanza.
Dios no se revela
mediante el poder
y la riqueza del mundo,
sino mediante
la debilidad y la pobreza.

Jesús se ha hecho el Rey de los siglos,


el Señor de la historia,
con la sola omnipotencia del amor,
que es la naturaleza de Dios,
su misma vida,
y que no pasará nunca.

Papa Francisco
5. JESÚS,
UN MESÍAS CON ESTILO PROPIO

Le dice la mujer: - Sé que va a venir el Mesías,


el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo
explicará todo.
Jesús le dice: - Yo soy, el que te está hablando.
(Juan 4, 25-26)

En tiempos de Jesús, los judíos esperaban la


llegada del Mesías, el enviado de Dios, su
ungido, prometido por Él y anunciado por los
profetas, desde épocas remotas, como el
salvador de Israel.

La presencia de los romanos en su territorio,


con sus abusos en todos los sentidos,
aumentaba en los corazones de todos los
buenos judíos, el ansia de su venida.

Muchos judíos pensaban, incluso, que esta


llegada del Mesías era ya una cosa inminente,
y que estaban contados los días para que
hiciera su aparición, y por lo tanto también, para
que los romanos abandonaran definitivamente
su país, dejándolos en libertad para vivir según
sus propias costumbres y deseos.
 ¿Cómo era ese Mesías que los judíos
esperaban?…
 ¿Qué características debía tener?…
 ¿Cuál era, en concreto, la tarea que
debía realizar, y cuál su método para
actuar?…

Los estudiosos de los textos bíblicos coinciden


en afirmar, que con el transcurrir del tiempo, la
idea original del Mesías había sufrido grandes
cambios, en la conciencia de los judíos.

Conocedores de la historia de su pueblo, los


judíos del tiempo de Jesús habían asimilado en
buena medida su figura con la de un jefe
político que devolvería a Israel su
independencia total de la dominación
extranjera, cualquiera que ella fuera, y además,
la gloria que había tenido en el pasado.

El Mesías haría que Israel volviera a ser lo que


había sido en los mejores momentos de su
historia, como aquel cuando David era Rey, y
los israelitas eran respetados y temidos por
todos los pueblos vecinos.
Era claro entonces, para ellos, que tal Mesías
tenía que ser alguien con características
especiales; alguien que hablara y obrara con
autoridad, con fuerza, con decisión, con poder,
como un verdadero enviado de Dios.

El Mesías debía ser un jefe político con la


sabiduría y el poder necesarios para imponerse
como autoridad frente a su propio pueblo, y
además, para derrotar, de una vez y para
siempre, a los invasores romanos, y hacer
desistir de su afán de conquista a cualquier otro
imperio que quisiera apoderarse de su pequeño
gran país.

Jesús conocía esta situación, y por eso trató


siempre de esquivar las circunstancias que lo
ponían en riesgo de ser proclamado Mesías en
este sentido.

En el Evangelio según san Marcos, por


ejemplo, se destaca de un modo especial esta
actitud de Jesús de manera constante, con lo
que los estudiosos han llamado “el secreto
mesiánico”.
Diversos pasajes de este Evangelio nos
muestran que cuando, después de realizar un
milagro, Jesús era alabado como Mesías por su
beneficiario, o por quienes estaban con él,
Jesús les pedía: “No digan nada a nadie” (cf.
Marcos 7, 31-37).

Y a los demonios, que al ser arrojados fuera de


quienes eran poseídos, lo proclamaban como
tal, les mandaba inmediatamente a callar:
“Cállate y sal de este hombre”… (cf. Marcos 1,
23-28).

Algo semejante sucedió con los discípulos,


cuando – según los evangelios sinópticos -,
estando en Cesarea de Filipo, Pedro confesó
su fe en Jesús, proclamando: “Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Jesús asumió tácitamente la verdad


proclamada por Pedro, y les ordenó a todos
que no dijeran a nadie nada de lo que habían
hablado en esta ocasión (cf. Mateo 16, 13- 20).

San Juan, por su parte, nos cuenta que


después del milagro de la multiplicación de los
panes y los peces, “Jesús, sabiendo que
querían apoderarse de él para hacerlo rey, se
retiró otra vez solo a la montaña” (Juan 6, 15).

Jesús entendió su condición de enviado de


Dios, de una manera totalmente distinta a
aquella de un Mesías político como esperaban
los judíos que fuera.

Él la asimiló, o la refirió a la figura del Siervo de


Yahvé, que está presente en el libro del profeta
Isaías (capítulos 42, 49, 50 y 52); y anunció que
realizaría su misión, no ejerciendo el poder, que
tantos en el mundo buscan con afán, sino por la
entrega total de su vida (Marcos 8, 31), porque
“El Hijo del hombre no ha venido al mundo a
ser servido, sino a servir, y a dar su vida en
rescate por muchos” (Marcos 10, 45).

Sólo cerca ya del fin, cuando entendió que


había llegado “su hora”, el momento definitivo
en el que habría de dar testimonio concreto de
la misión que el Padre le había confiado, Jesús
quiso revelar a sus discípulos y al pueblo en
general, parte de su misterio, presentándose
como un Mesías pacífico, al entrar en la ciudad
santa de Jerusalén, montado no en un caballo,
como lo hacían los poderosos de su tiempo,
sino en un borrico, que es un animal de trabajo.

La plena manifestación de la identidad de Jesús


como Mesías, sólo tuvo lugar después de la
resurrección, el día de Pentecostés, cuando
Pedro, iluminado por la luz del Espíritu Santo,
proclamó ante la multitud que lo escuchaba
sorprendida:

“Todo el pueblo de Israel debe reconocer que a


ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha
hecho Señor y Mesías” (Hechos 2, 36).

En definitiva, la gloria de Jesús como Hijo de


Dios y como su Mesías – Salvador, no era una
gloria temporal, porque su misión tampoco lo
era, y él lo sabía perfectamente, por eso vivió
toda su vida con sencillez y humildad, sin
alardes de ninguna clase. Algo verdaderamente
admirable.

Jesús fue enviado por el Padre para liberarnos


de las cadenas del pecado que nos esclaviza
de una manera más radical que las cadenas
que imponen los hombres. Su salvación abarca
mucho más que la mera “salvación” política,
que puede lograr un líder de un país o una
comunidad cualquiera.

Tenemos que ser muy conscientes de esta


verdad de Jesús, porque de la misma manera
que sucedió en su tiempo, ella hará la
diferencia en nuestra relación personal con él.

Si lo que buscamos es el bienestar temporal


que Jesús pueda darnos, todo se reducirá a
pedirle cosas; pero si lo aceptamos como lo
que es realmente: el Hijo amado de Dios, su
enviado, nuestro Señor y nuestro Salvador,
intimaremos con él de una manera
evidentemente más profunda y fuerte, y por lo
tanto también, más decisiva para nosotros y
para nuestra vida.
La grandeza del misterio de Dios,
se conoce solamente
en el misterio de Jesús,
y el misterio de Jesús
es precisamente
el misterio del abajarse,
del aniquilarse,
del humillarse.

Jesús no ha venido
a conquistar a los hombres,
como los reyes y los poderosos
de este mundo,
sino que ha venido
a ofrecer amor
con mansedumbre y humildad.
Así se definió a sí mismo:
“Aprendan de mí
que soy manso y humilde de corazón”.

Papa Francisco
6. JESÚS ES UN DIOS HUMILDE

“Si uno quiere ser el primero, sea el último de


todos y el servidor de todos”
(Marcos 9, 31).

Si leemos con atención los evangelios,


podemos darnos cuenta, muy claramente, que
en Jesús, Dios no se define por su poder, o por
su fuerza, como pensaban los israelitas y como
esperaban que fuera su enviado. En Jesús,
Dios se nos ha revelado como un Dios
esencialmente humilde. La humildad es uno de
sus muchos atributos.

Esta humildad de Dios se nos hace presente de


una manera radical, en el Misterio de la
Encarnación: Dios toma nuestra carne y
nuestra sangre, y se hace hombre como
nosotros, en el vientre de una mujer virgen y
pobre, en un pueblito apartado de la región de
Galilea, al norte de Israel, que ni siquiera
figuraba en los mapas de entonces, y que tiene
que cargar con la mala fama de ser un lugar
donde viven personas incultas y poco fieles a la
Ley de Moisés.
Jesús es Dios que se viene a vivir a nuestro
mundo, se integra en nuestra historia humana,
y comparte plenamente lo que somos y lo que
tenemos, incluyendo las limitaciones propias de
nuestra condición.

Así lo proclamaban los primeros cristianos, en


uno de sus himnos, que recoge san Pablo en
su Carta a los creyentes de la ciudad de Filipos,
y que ha sido de gran significación para la
Iglesia:

“Tengan entre ustedes los mismos sentimientos


que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
Sino que se despojó de sí mismo, tomando
condición de siervo, haciéndose semejante a
los hombres y apareciendo en su porte como
hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y una muerte de cruz…”
(Filipenses 2, 5-8).

Jesús, Dios-con-nosotros, es un Dios que se


“agacha”, que se “abaja”, que se “humilla”, que
se anonada.
Jesús, Dios-con-nosotros, es un Dios que se
inclina delante de nosotros – sus criaturas -
para servirnos. Dios que se pone a nuestra
disposición y hace todo lo que está a su
alcance para liberarnos de todo aquello que nos
esclaviza, y así elevarnos a nuestra dignidad de
hijos suyos, aún a pesar de nosotros mismos.

Jesús es Dios con nosotros y para nosotros;


Dios que nos enseña que lo más importante no
es situarse uno por encima de los demás y
dominarlos, sino hacernos mutuamente
servidores unos de otros. Por eso nos dice:

“El que quiera llegar a ser grande entre


ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el
primero entre ustedes, sea su esclavo; de la
misma manera que el Hijo del hombre no ha
venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida en rescate por muchos” (Mateo 20, 26-28).

Una representación clara y concreta de esta


humildad de Dios en Jesús, la tenemos en el
episodio de la Última Cena que nos narra san
Juan en su Evangelio: Jesús se inclina delante
de cada uno de sus discípulos para lavarles los
pies; un trabajo que correspondía en aquel
tiempo a los esclavos (cf. Juan 13, 2-15).

Precisamente, de aquí se deriva, que la


humildad sea una característica fundamental de
nuestro seguimiento de Jesús. Una humildad
activa y efectiva; de pensamiento, de palabra y
de obra; una humildad que se hace entrega
generosa al servicio de los demás.

“Ustedes me llaman el “Maestro” y el “Señor”, y


dicen bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y
el Maestro, les he lavado los pies, ustedes
también deben lavarse los pies unos a otros.
Porque les he dado ejemplo, para que también
ustedes hagan como yo he hecho con ustedes”
(Juan 13, 13-15).

Jesús, Hijo de Dios, su enviado, su Mesías,


pone la humildad en el primer lugar de las
virtudes humanas y cristianas. Como él,
también nosotros, si queremos ser verdaderos
discípulos y seguidores suyos, tenemos que ser
personas humildes, capaces de servir a los
demás, en todo lo que nos sea posible.
Dios nos ama; nos ama tanto
que nos ha dado a su Hijo
como nuestro hermano,
como luz para nuestras tinieblas.

Jesús vino al mundo


para aprender a ser hombre,
y siendo hombre,
caminar con los hombres.

Papa Francisco
7. JESÚS ES UN HIJO
QUE CREE EN SU PADRE

“Jesús volvió a Galilea por la fuerza del


Espíritu, y su fama se extendió por toda la
región. Él iba enseñando en sus sinagogas,
alabado por todos.
Vino a Nazaret, donde se había criado y, según
su costumbre, entró en la sinagoga el día de
sábado, y se levantó para hacer la lectura.
Le entregaron el volumen del profeta Isaías y
desenrollando el volumen, halló el pasaje
donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena
Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación
a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la
libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor.
Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y
se sentó.
En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en
él.
Comenzó, pues, a decirles: - Esta Escritura,
que acaban de oír, se ha cumplido hoy”
(Lucas 4, 14-21).
Hay un tema que no solemos tocar cuando
hablamos de Jesús, tal vez porque pensamos
que siendo el Hijo de Dios, su relación con su
Padre es totalmente distinta a la nuestra, y no
involucra los elementos que en nosotros son
absolutamente necesarios. Este tema es LA FE.

Sin embargo, la realidad es otra bien distinta.


Como Jesús fue (es), un ser humano pleno y
total, un ser humano con todo lo que ello
implica y significa, es perfectamente claro, que
su conocimiento de Dios, su relación con Dios,
fue, en este mundo, totalmente semejante a la
nuestra; y esto quiere decir, que tuvo que “creer
sin ver”, creer y esperar sin que en su vida
sucedieran acontecimientos extraordinarios que
le facilitaran el camino, como sucede con el
común de los seres humanos.

En este sentido podemos decir, que la fe fue


para Jesús, como lo es para nosotros, un
camino, algunas veces amplio, bien trazado e
iluminado, y otras, las más, un camino tortuoso
y estrecho, sumido en la penumbra.

Los evangelios nos muestran con lujo de


detalles, que Jesús no tuvo una vida hecha,
como a veces imaginamos; una vida decidida
hasta en los más mínimos detalles, sino que
tuvo que luchar y esforzarse como tenemos que
hacer nosotros.

Jesús no vino a nuestro mundo con todo


sabido. Jesús no vino a nuestro mundo con un
conocimiento mayor del que puede tener
cualquiera de nosotros. De haber sido así, es
casi seguro que no le hubiera sucedido lo que
le sucedió, en su búsqueda y realización de la
Voluntad del Padre.

No hubiera encontrado la oposición que


encontró, ni el rechazo de que fue objeto, por
parte de los jefes religiosos de su pueblo. No
hubiera padecido lo que padeció, tan
injustamente, ni hubiera muerto como murió,
porque todo lo habría previsto y solucionado de
antemano, de acuerdo con el propósito de su
venida.

Sí. Aunque nos parezca extraño, Jesús tuvo


que creer; Jesús tuvo que abrir su corazón a
Dios para encontrarlo; para sentirlo como un
Padre amoroso y tierno; para escuchar su voz.
Tuvo que cerrar los ojos y los oídos a muchas
cosas que veía y oía, para confiar en Él, para
ponerse en sus manos totalmente, para dedicar
su vida entera a la búsqueda y realización de
su Voluntad salvadora.

Como hombre perfecto, como ser humano a


carta cabal, Jesús fue “artífice” de su vida y de
su historia – como lo somos también nosotros -,
y en este sentido podemos decir que ésta fue
producto, no de la simple conjugación de
sucesos, determinados de antemano, sino, de
un modo muy especial, el resultado de sus
acciones y decisiones, libres y voluntarias. Nos
lo indica él mismo en el Evangelio de Juan,
cuando afirma:

“Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por


mí mismo. Tengo el poder de darla y de
recobrarla: este es el mandato que recibí de mi
Padre” (Juan 10, 18).

Jesús creyó con una fe firme y profunda, una fe


que fue creciendo y desarrollándose poco a
poco, como crece y se desarrolla nuestra fe, a
partir de las enseñanzas y el ejemplo de
nuestros padres, cuando somos niños, y más
adelante, por decisión propia, en la relación
íntima y constante con Dios, que nos da su
gracia.

Jesús creyó con una fe humilde y perseverante,


que lo hizo capaz de descubrir la Voluntad de
Dios para con él, en los acontecimientos que
iban sucediéndose alrededor suyo, y que poco
a poco iban configurando su misión, y
mostrándole el camino por el que debía
transitar.

Jesús creyó con una fe profunda y valiente, que


lo capacitó para enfrentar las circunstancias
más difíciles, con la certeza de que Dios Padre
estaba con él, fortaleciéndolo y
acompañándolo.

Jesús creyó con una fe sencilla y generosa, que


le permitió entregarse totalmente a Dios Padre
y a su plan de salvación de la humanidad
entera, y realizarlo con lujo de competencia.
Sólo la claridad de pensamiento que da la fe,
puede explicar que Jesús haya sido capaz de
penetrar en el conocimiento de Dios y de su
amor por nosotros, como lo hizo, y también que
haya podido expresarlo con tanta contundencia,
belleza, y claridad.
Sólo la luz de la fe que ilumina el alma con la
Verdad que procede de Dios, pudo haber dado
a Jesús la claridad de pensamiento que
necesitaba para resistir las tentaciones del
demonio, que desde el comienzo de su vida
pública quiso desviarlo del camino trazado por
el Padre, según nos lo refieren los evangelios
(cf. Mateo 4, 1 ss y paralelos).

Sólo la fortaleza de espíritu que comunica la fe,


puede explicar que Jesús haya sido capaz de
enfrentar con tanta dignidad, las falsas
acusaciones que le hicieron en los juicios del
Sanedrín y de Pilatos, y que siendo inocente
haya aceptado hacerse o parecer culpable, en
perfecta obediencia y absoluta coherencia (cf.
Relatos de la Pasión en los cuatro evangelios).

Sólo la seguridad que da la fe, puede explicar


que Jesús haya sido capaz de entregar su vida
en la cruz, por nosotros, con tanta serenidad,
con tanta paz, con tanta mansedumbre, y a la
vez, con tanta decisión, en medio de intensos y
profundos dolores físicos y espirituales, como
se deduce de las narraciones evangélicas.
El amor auténtico nos lo da Jesús:
Él nos ofrece su Palabra
que ilumina nuestro camino;
nos da el Pan de Vida,
que nos sostiene
en las fatigas de cada día.

Jesús está ante el Padre,


rezando por nosotros…
¡Y esto debe darnos coraje!
Es su trabajo de hoy
rezar por nosotros,
por su Iglesia…
¡Esta es nuestra fuerza!

Papa Francisco
8. JESÚS ORA
Y NOS ENSEÑA A ORAR

“Sucedió que por aquellos días Jesús se fue al


monte a orar, y se pasó la noche en la oración
de Dios” (Lucas 6, 12).

Cuando leemos los evangelios con atención,


podemos darnos cuenta de que la oración es
un elemento de primera importancia en la vida
de Jesús. Todos los acontecimientos centrales
de su historia personal van acompañados de
ella, así como sus decisiones más
trascendentales, y de un modo muy especial su
vivir de cada día.

Jesús ora y nos enseña a orar, porque siente


en su corazón de creyente, que sólo con la
oración y por la oración, en el contacto directo
con su Padre que está en los cielos, tanto él
como nosotros, podremos conseguir la fuerza
que necesitamos para vencer el mal con el
bien, y para vivir nuestra vida como Dios quiere
que la vivamos.

En el Evangelio según san Mateo lo


escuchamos de sus propios labios, como una
recomendación clave para fortalecer nuestra fe
y nuestra práctica cristiana:

“Velen y oren para que no caigan en tentación;


porque el espíritu está pronto, pero la carne es
débil” (Mateo 26,41).

LA ORACIÓN DE JESÚS

Jesús oraba en todos los lugares y en todos los


momentos; es lo que podemos deducir de los
relatos evangélicos, aunque no tenemos datos
concretos sino de los tres años escasos de su
vida pública.

Sin embargo, la intensidad de su oración en


estos tres años, nos hace pensar que una
realidad tan clara en esta etapa de su vida
entre nosotros, tuvo que tener como principio,
un crecimiento gradual que se inició en
Nazaret, al lado de sus padres, María y José, y
que fue profundizándose y expandiéndose, a
medida que Jesús “crecía en sabiduría y en
gracia”, y tomaba conciencia de sí mismo y
conciencia de Dios, a quien amaba y sentía
como su verdadero Padre.
Jesús oraba con María y José, como cualquier
niño israelita de su edad, y de su entorno
social, pero tuvo una primera experiencia fuerte
de oración personal, a los 12 años, cuando,
según el relato de san Lucas, fue con sus
padres a Jerusalén, a celebrar la Fiesta de
Pascua (Lucas 2, 41-50).

Después de aquella vinieron seguramente


muchas otras fiestas y celebraciones, que
permanecen en el secreto de la historia;
muchas otras experiencias religiosas que lo
fueron madurando espiritualmente, hasta llegar
el día en que, habiendo tenido noticia de la
predicación de Juan el Bautista, Jesús salió a
su encuentro, para escucharlo y ser bautizado
por él.

Allí, en el Jordán, mientras Jesús estaba en


oración, “Se abrió el cielo, y bajó sobre él el
Espíritu Santo en forma corporal, como una
paloma; y vino una voz del cielo que dijo: “Tú
eres mi Hijo; yo te he engendrado”” (Lucas 3,
21-22).

Después, Jesús “llevado por el Espíritu”, se fue


al silencio y la soledad del desierto, donde,
según nos dicen los tres evangelios sinópticos,
permaneció durante cuarenta días en ayuno, y
donde fue tentado por Satanás.

Aunque no lo especifican los evangelistas,


podemos suponer que este ayuno fue
acompañado por la oración, y que fue
precisamente ella la que le dio las fuerzas que
necesitaba para vencer las tentaciones que
pretendían desviarlo de la misión que el Padre
le había encomendado, y del modo concreto en
el que el Padre deseaba que realizara esta
misión.

A partir de este momento, los cuatro evangelios


refieren una y otra vez, cómo Jesús se alejaba
periódicamente de los discípulos y “se retiraba
a orar”, “subía a la montaña” para entrar en
intimidad con su Padre, y “pasaba la noche
entera en oración”.

“Su fama se extendía cada vez más y una


numerosa multitud acudía para oírle y ser
curados de sus enfermedades. Pero él se
retiraba a los lugares solitarios, donde
oraba”(Lucas 5, 16).
“De madrugada, cuando todavía estaba muy
oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar
solitario donde se puso a orar. Simón y sus
compañeros fueron en su busca; al encontrarle,
le dicen: “Todos te buscan” (Marcos 1, 35-37).

Aunque estaba totalmente entregado al servicio


de la gente, Jesús no se dejaba vencer por el
activismo, la prisa, la agitación, sino que sabía
reservarse para sí mismo un tiempo especial;
un tiempo en el que, en contacto directo con su
Padre, respiraba y tomaba fuerzas para seguir
realizando su tarea de la mejor manera posible

La oración constante, fervorosa y callada, daba


a Jesús un aire nuevo; en ella calmaba su sed
ardiente de infinito, y recibía de su Padre el
amor que necesitaba para continuar sirviéndole
con fidelidad, en medio de las dificultades que
se le iban presentando.

Aparte de esto, Jesús asistía con regularidad a


la liturgia que se realizaba en la sinagoga cada
sábado, cantaba los salmos en la celebración
del sabbath, el día de Yahvé, celebraba las
fiestas del calendario judío, que tenían como
centro la Pascua, y también cuatro veces al día
repetía el shemá, profesión de fe de los
israelitas en un solo y único Dios.

Pero hay algo más: Jesús no solamente


buscaba el contacto con Dios en momentos de
oración y de celebración, aparte de sus
actividades diarias, sino que todas sus acciones
iban acompañadas por la oración.

Curaba a los enfermos y expulsaba a los


demonios, por medio de la oración ferviente y
confiada, que se convertía así en oración
liberadora; y también expresaba su alegría
aclamando a Dios por su bondad y su amor, en
oraciones de alabanza y de acción de gracias
espontáneas, que hacían presente a quienes lo
veían y escuchaban, la profundidad de su fe.

En una ocasión, cuando los discípulos


regresaban alegres porque habían podido curar
a muchos enfermos, Jesús, nos dice san Lucas,
“se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: ‘Yo
te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios y
prudentes y se las has revelado a los
pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu
beneplácito'” (Lucas 10, 21).
Y cuando fue a Betania, para resucitar a su
amigo Lázaro, rodeado por la multitud
expectante, se recogió en oración, y levantando
sus ojos al cielo, dijo: “Padre, te doy gracias por
haberme escuchado. Ya sabía yo que tú
siempre me escuchas, pero lo he dicho por
éstos que me rodean, para que crean que tú
me has enviado” (Juan 11, 41).

Esto sucedió a lo largo de toda su vida y hasta


su muerte, porque aún estando en la cruz, en
medio de horribles sufrimientos físicos y
espirituales, Jesús fue capaz de elevar su
corazón a Dios, para ponerse definitivamente
en sus manos de Padre.

Una experiencia singular de oración, la tuvo


Jesús en el episodio de la Transfiguración, en la
que estuvieron como testigos Pedro, Santiago y
Juan, y que fue para ellos una prueba directa
de su gloria. San Lucas nos narra este
acontecimiento de la vida de Jesús, con gran
precisión de detalles:

“Y ocurrió que mientras Jesús oraba, el aspecto


de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de
una blancura fulgurante, y he aquí que
conversaban con él dos hombres, que eran
Moisés y Elías; los cuales aparecían en su
gloria, y hablaban de su partida, que se iba a
cumplir en Jerusalén… Se formó una nube y
los cubrió con su sombra… Y vino una voz
desde la nube, que decía: “Este es mi Hijo, mi
Elegido, escúchenlo” “(Lucas 9, 28-36).

También Pedro, Santiago y Juan, fueron


testigos excepcionales de la Oración de Jesús
en Getsemaní, que marca el comienzo de su
Pasión, y que nos hace palpable su perfecta
humanidad, sumida en el dolor y la angustia, y
también el poder sanador y fortalecedor que el
contacto con Dios Padre tenía para él.

En la Última Cena, Jesús hizo una larga oración


a Dios Padre, que san Juan llama La Oración
Sacerdotal. En ella, Jesús manifiesta la
disposición de su corazón en esta hora difícil de
su vida, en la que va a consumar su entrega a
la Voluntad del Padre, en el sacrificio de la cruz
que ya se le anuncia, por los acontecimientos
que están ocurriendo a su alrededor. Es una
bellísima oración que podemos encontrar en el
capítulo 17 del Evangelio según san Juan.
Y, finalmente, Jesús murió como vivió:
sumergido en Dios, en constante y profunda
comunicación con Él. En oración permanente,
humilde y confiada: invocando a su Padre que
lo había enviado al mundo con una misión que
ya había cumplido a cabalidad; pidiendo perdón
por sus enemigos; fortaleciendo la fe de Dimas,
el discípulo de la última hora; entregándonos a
María como Madre, e invitándonos a seguirle
con fidelidad.

JESÚS NOS ENSEÑA A ORAR

La centralidad de la oración en la vida de


Jesús, y lo que esta oración obraba en él, hizo
que los discípulos sintieran en su corazón el
deseo de orar como su Maestro. Entonces
Jesús les enseñó el Padre Nuestro, y además,
introdujo en su predicación algunas
indicaciones prácticas, que siguen siendo
válidas para nosotros hoy:

“Cuando oren, no sean como los hipócritas, que


gustan de orar en las sinagogas y en las
esquinas de las plazas, bien plantados para ser
vistos de los hombres. Tú, en cambio, cuando
vayas a orar, entra en tu cuarto, y después de
cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en
lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te
recompensará” (Mateo 6, 5 -6).

“Y al orar, no oren como los gentiles, que se


figuran que por su palabrería van a ser
escuchados. No sean como ellos, porque su
Padre sabe lo que necesitan antes de
pedírselo” (Mateo 6, 7-8).

“Ustedes, oren así:


Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu Nombre;
venga tu Reino;
hágase tu voluntad, así en la tierra como en el
cielo.
Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy,
y perdónanos nuestras deudas, así como
nosotros hemos perdonado a nuestros
deudores;
y no nos dejes caer en la tentación,
mas líbranos del mal. Amén” (Mateo 6, 9-13).

Lo que le importa a Jesús es que nuestra


oración sea siempre un encuentro sincero,
íntimo, claro y profundo con él, pues sólo esto
garantiza que nuestra oración sea escuchada
en su verdadera dimensión, y también, que
realice en nosotros lo que tiene que realizar:
llenarnos cada día más del amor de Dios, que
es lo único que nos puede ayudar a crecer en el
bien y a derrotar el mal.

Muchas más cosas podríamos decir de la


oración de Jesús, y de lo que podemos
aprender de ella. Por ahora puede bastarnos
esto, para comenzar a buscar que nuestra
oración supere la rutina, y empiece a caminar
por el camino que Jesús nos señaló con su
ejemplo.
Puesto que Jesús resucitó
de entre los muertos,
sabemos que tiene
“palabras de vida eterna”,
y que su palabra tiene el poder
de tocar cada corazón,
de vencer el mal con el bien,
y de cambiar y redimir al mundo.

¡Las palabras de Jesús


dan siempre esperanza!

Papa Francisco
9. LAS PALABRAS DE JESÚS

"Y todos daban testimonio de él y estaban


admirados de las palabras llenas de gracia que
salían de su boca” (Lucas 4, 22).

Jesús no fue sólo un hombre de acción – hacía


milagros -, sino también un hombre de palabra
– sus seguidores lo llamaban “Maestro”.

Jesús hacía y decía, y conjugaba en su justa


proporción lo uno y lo otro, y tanto hablando
como actuando, hacía presente en mundo el
Reino de Dios, que es un reino de verdad, de
justicia, de libertad, de amor y de paz. San
Mateo, en su Evangelio, nos dice a este
respecto:

“Y sucedió que cuando acabó Jesús, estos


discursos, la gente quedaba admirada de su
doctrina; porque les enseñaba como quien
tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo
7, 28-29).

 ¿Qué significaba para la gente del


tiempo de Jesús, “hablar con
autoridad”?
 ¿Por qué “sentían” que Jesús “hablaba
con autoridad”?
 ¿Qué diferencia había entre Jesús y los
escribas de Israel, con quienes lo
comparan sus oyentes?...

Para un israelita contemporáneo de Jesús,


“hablar con autoridad” significaba muy
claramente, tres cosas:

1. Decir siempre palabras verdaderas,


palabras en perfecta concordancia con
su fe en Yahvé, su Dios, de quien
procede toda autoridad;
2. Decir palabras claras, directas; palabras
que comunican una idea o una
enseñanza firme y segura; una idea o
una enseñanza que construye en lugar
de destruír, y que ilumina el corazón y la
mente de quien la escucha, motivándolo
a hacerla realidad en su vida personal;
3. Hablar con coherencia, o mejor, que
quien habla sea coherente, es decir, que
lo que diga esté plenamente respaldado
por lo que hace, por su manera de ser y
de actuar, y viceversa.
Todas estas condiciones las cumplía Jesús, que
se definió a sí mismo como “el Camino, la
Verdad y la Vida” (Juan 14,6), totalmente
distinto a los escribas o maestros de la Ley, que
decían una cosa y hacían otra, daban un
mandamiento a la gente y ellos no lo cumplían.
En alguna ocasión, dijo Jesús a quienes lo
escuchaban:

“Hagan, pues, y observen, todo lo que les


digan; pero no imiten su conducta, porque
dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las
echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni
con el dedo quieren moverlas.” (Mateo 23, 3-4).

Jesús hablaba con autoridad, pero también


hablaba con sencillez. La gente entendía
fácilmente lo que decía, porque no utilizaba
palabras rebuscadas, sino las palabras propias
del diario vivir, las que decía el común de las
personas en sus conversaciones cotidianas.

Las palabras de Jesús eran comprensibles para


los campesinos que labraban la tierra; para los
pastores que cuidaban los rebaños; para los
artesanos a cuyo gremio perteneció buena
parte de su existencia en el mundo; para los
pescadores con quienes compartió su vida
pública; para las mujeres ocupadas en los
quehaceres de la casa; para los ciudadanos
comunes y corrientes, que tenían que pagar
impuestos a Roma; para los marginados de la
sociedad, que no tenían estudios de ninguna
clase; para los niños tan poco tenidos en
cuenta; para los enfermos que se debatían
entre su enfermedad y la miseria a la que ella
los conducía; para los pecadores rechazados
por los que se consideraban “buenos”, pero
también, para los “sabios y entendidos”, como
Nicodemo, que era miembro del Sanedrín, y
para los escribas y fariseos, estudiosos de la
Ley y de las escrituras sagradas.

EL ESTILO DE JESÚS

Jesús anunciaba su mensaje de dos maneras o


con dos estilos, que pueden distinguirse
claramente uno de otro, pero que también se
complementan; estos dos estilos son: las
parábolas y los dichos o sentencias.

LAS PARÁBOLAS
Una parábola es, según el diccionario, “la
narración de un hecho fingido, del que se
deduce una enseñanza, generalmente de orden
moral”. En términos coloquiales, podríamos
decir, que la parábola es una comparación
entre dos realidades, que permite la deducción
de un mensaje concreto y claro, importante
para la vida del ser humano, cualquiera sea su
condición.

Los evangelios nos muestran que Jesús era un


hombre realista, alguien que estaba en contacto
directo con el mundo, con la naturaleza, con la
vida, y por supuesto, también con las personas;
muy distinto a un teórico, a un filósofo que se
mueve en el campo de lo abstracto. Por esta
razón, su modo de expresión preferido eran las
parábolas, en las que, a partir de las realidades
concretas y cotidiana que todos los que lo
escuchaban podían identificar plenamente,
enseñaba las verdades trascendentes que dan
sentido y valor a nuestra vida humana.

Un escritor católico de nuestro tiempo, afirma:


“Jesús narra parábolas que reflejan la vida
diaria de su tiempo”. Y añade: “Jesús se nos
ofrece como un hombre cercano a la
naturaleza, atento a la vida del campo, en
actitud abierta y simpática al mundo que lo
rodea. En sus palabras está inmediatamente
presente la creación, sin idealismo, sin adornos
románticos, tal como puede ser observada por
un hombre atento al mundo que lo rodea”.
(José A. Pagola: Jesús de Nazaret, el hombre y
su mensaje).

Las parábolas nos muestran que Jesús ha


mirado con cuidado los pájaros del cielo, los
lirios del campo, los granos de trigo, los
viñedos, las nubes del atardecer, las gallinas
cuidando sus pollitos, y también, por supuesto,
los campesinos en sus labores de siembra y de
cosecha, los pescadores tirando las redes al
mar, las mujeres en sus tareas domésticas, los
pastores y sus ovejas, los padres con sus hijos,
los patrones y sus empleados, en fin.

Pero no sólo los miró de manera distraída,


como tantas veces lo hacemos nosotros, sino
con cuidado y atención, con inteligencia y con
fe, y esas realidades tan sencillas y
“mundanas”, lo remitieron a otras realidades
superiores, y le permitieron descubrir y anunciar
con claridad y de manera provocadora, el Reino
de Dios, el reinado de Dios, que constituia el
centro mismo de su mensaje.

Las parábolas hacían que el contenido del


mensaje de Jesús estuviera al alcance de todas
las personas que lo escuchaban, ya fueran
personas sin mayor instrucción, o personas
estudiosas e instruídas; y han permitido
también, que sus enseñanzas hayan llegado
hasta nosotros con la misma fuerza y vitalidad
con las que el Maestro las presentó a sus
contemporáneos, a pesar del tiempo
transcurrido y la diferencia de nuestras
costumbres.

Entre las más bellas parábolas de Jesús,


podemos contar sin duda: la parábola del Hijo
pródigo, también llamada la parábola del Padre
misericordioso, o la parábola de los Dos
hermanos (Lucas 15, 11 y ss), y la parábola del
Buen samaritano (Lucas 10, 29-37).

Ambas parábolas son propias del Evangelio


según san Lucas, y resumen maravillosamente
la enseñanza de Jesús sobre el amor que Dios
siente por nosotros, y el amor con el que
nosotros debemos amar a las demás personas.
También están la parábola del grano de
mostaza (Mateo 13, 31-32), la de la levadura
(Lucas 13, 20-21), la de las Diez vírgenes
(Mateo 25, 1-12), la parábola del sembrador
(Marcos 4, 3-9), la de la red (Mateo 13, 47-50),
la de la cizaña y el trigo (13, 24-30), y muchas
más.

En todas ellas, Jesús nos muestra la realidad


de Dios, y nos enseña a vivir nuestra vida con
la mirada puesta siempre en Él.

LOS DICHOS O SENTENCIAS

Una “sentencia” es, “una máxima, un


pensamiento, o un dicho, que presenta de
manera concisa y clara, una enseñanza de
orden doctrinal o moral”.

Las sentencias son, generalmente, una frase


sencilla y corta, pero su contenido es siempre
importante y profundo.

Jesús no fue un hombre de largos discursos.


Su auditorio era muy variado, y esto habría
hecho que su mensaje no llegara con la
claridad que requería, a la inteligencia y al
corazón de quienes lo escuchaban. Además,
las frases concretas y directas son más fáciles
de recordar y de transmitir a otros, que las
largas disquisiciones.

Los dichos o sentencias de Jesús, fueron lo


primero que los apóstoles y las primeras
comunidades de cristianos, recopilaron por
escrito, y que más adelante integraron a los
relatos de la Pasión y de la Resurrección, y a
las narraciones de los milagros. Todos juntos
formaron lo que hoy conocemos como los
evangelios.

Recordemos algunos de estos dichos de Jesús,


tan claros y tan llenos de contenido, tanto en su
tiempo como en el nuestro:

“Nadie puede servir a dos señores… No


pueden servir a Dios y al dinero” (Mateo 6, 24).

“Todo cuanto quieran que les hagan los


hombres, háganlo también ustedes a ellos”
(Mateo 7, 12).
“Entren por la puerta estrecha, porque amplia
es la entrada y espacioso el camino que lleva a
la perdición” (Mateo 7, 13).

“El que se ensalce será humillado y el que se


humille será enaltecido” (Lucas 14, 11)

“Buena es la sal, pero si la sal se vuelve


insípida, ¿con qué se la salará?” (Marcos 9,
50).

“Si tu hermano peca, repréndelo, y si se


arrepiente, perdónalo” (Lucas 17, 3).

Todos estos dichos los encontramos a lo largo y


ancho de los cuatro evangelios, unas veces
solos, y otras agrupados en “discursos”, y es un
buen ejercicio para nosotros, buscarlos,
reflexionar sobre ellos, orar con ellos, y también
tratar de memorizarlos. Nos dan orientaciones
claras para vivir nuestra fe cristiana de manera
coherente.

Finalmente, podemos decir que el estilo, el


modo de hablar de Jesús, tan claro, tan natural,
tan vital, unido a su modo de actuar, invitaba a
sus oyentes en su tiempo y nos invita a
nosotros hoy, al encuentro de cada uno consigo
mismo, y también al encuentro con Dios. Un
encuentro que debe llegar a transformarnos
interior y exteriormente; un encuentro que es el
punto de partida de una nueva manera de ser y
de vivir.

La palabra de Jesús es una palabra llena de


fuerza, de verdad, y de vida. Una palabra
creadora; una palabra salvadora; una palabra
sanadora; porque él mismo – Jesús – es la
Palabra de Dios encarnada. Escucharla –
escuchar a Jesús – no puede motivar en
nosotros una mera reflexión teórica, ni una
simple actitud devota, sino, sobre todo, una
decisión práctica, que implique hacernos
verdaderamente discípulos y seguidores suyos,
misioneros de su amor y de su verdad en medio
del mundo en el que nos ha tocado vivir y creer.
De los relatos evangélicos
podemos captar la cercanía,
la bondad, la ternura,
con la que Jesús se acercaba
a las personas sufrientes
y las consolaba, les daba alivio,
y a menudo las sanaba.

Los milagros que hacía Jesús


con tantos enfermos,
eran un signo grande
del milagro que cada día
hace el Señor con nosotros
cuando tenemos la valentía
de levantarnos e ir hacia Él.

Papa Francisco
10. LOS MILAGROS DE JESÚS

“En aquel momento Jesús curó a muchos de


sus enfermedades y dolencias, y de malos
espíritus, y dio vista a muchos ciegos”
(Lucas 7, 21).

Cuando leemos los evangelios, encontramos


que sus autores dedicaron buena parte de
ellos, a relatar con algún detalle, las acciones
extraordinarias que Jesús realizaba en favor de
las personas que se acercaban a él. A estas
acciones nosotros las llamamos - en general -
“milagros”, y san Juan en su Evangelio las
denomina “signos”.

Frente a esta realidad innegable de la vida de


Jesús, podemos preguntarnos:

 ¿Por qué o para qué obraba milagros


Jesús?
 ¿Qué sentido daba Jesús a los milagros
que realizaba?

Intentaremos dar una respuesta clara a estas


preguntas.
Muchas veces, cuando pensamos en Dios y
hablamos de Él, lo que más nos llama la
atención y proclamamos con más fuerza, es su
poder. Dios es para nosotros,
fundamentalmente, “el todopoderoso”, porque
tiene pleno dominio sobre el mundo y nada
escapa a su Voluntad. Si no lo reconociéramos
así, no estaríamos hablando de Dios.

Sin embargo, al acercarnos más detenidamente


a lo que los evangelios anuncian, llegamos a
otra conclusión que es muchísimo más bonita y
también más justa con lo que Dios nos reveló
de sí mismo en la persona de Jesús: la
grandeza de Dios, su majestad, no está en su
poder, en su fuerza, y tampoco en el dominio
que puede ejercer sobre el mundo, las
personas y los acontecimientos, como tantas
veces suponemos.

El verdadero poder de Dios es el Amor: su amor


infinito por los seres humanos; y es
precisamente ese amor lo que Jesús quiere
ayudarnos a conocer, lo que quiere hacernos
presente, no sólo con sus palabras, sino
también y muy especialmente con sus obras, y
más concretamente con sus milagros.
 ¿Por qué o para qué hacía milagros
Jesús?

El contexto general de los evangelios nos


muestra que Jesús no hizo nunca un milagro en
favor de sí mismo. Recordemos por ejemplo, el
pasaje del Evangelio según san Mateo, que nos
cuenta que cuando Jesús estaba ayunando en
el desierto, después de su bautismo en el
Jordán, el demonio se le presentó
proponiéndole que convirtiera las piedras en
panes para que saciara su hambre. Jesús le
respondió sin dudarlo: “El hombre no vive
solamente de pan, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios” (Mateo 4, 1 ss).

Tampoco hizo ningún milagro para castigar a


alguien por sus pecados. Al contrario. Se opuso
a que los discípulos “hicieran caer fuego del
cielo” sobre un pueblo de Samaría donde no los
habían recibido (cf. Lucas 9, 51-55).

Y, finalmente, Jesús tampoco hizo milagros


para satisfacer la curiosidad de quienes no
creían en él, o para ganarse el favor de las
autoridades. Pensemos, por ejemplo, en la
señal que los doctores de la ley y los fariseos le
pidieron para poder aceptarlo como Mesías,
según nos lo refiere san Mateo:

“Algunos maestros de la Ley y fariseos, le


dijeron: “Maestro, queremos verte hacer un
milagro”. Pero él contestó: “Esta raza perversa
y adúltera pide una señal, pero sólo se le dará
la señal de Jonás…” (Mateo 12, 38-39).

O el milagro que Herodes le solicitó cuando lo


llevaron los soldados de Pilato, para que lo
juzgara:

“Al ver a Jesús, Herodes se alegró mucho.


Hacía tiempo que deseaba verlo por las cosas
que oía de él, y esperaba que Jesús hiciera
algún milagro en su presencia. Le hizo un
montón de preguntas, pero Jesús no contestó
nada…” (Lucas 23, 8-9).

Todos los milagros de Jesús fueron obrados en


favor de las personas más débiles, y tenían
como primera intención ayudarles en sus
necesidades más urgentes.

Jesús se acercaba a las personas movido


íntimamente por el amor que el Padre había
puesto en su corazón de Hijo. Un amor
compasivo y misericordioso como el suyo; un
amor creador y salvador a la vez; un amor que
se conduele siempre del sufrimiento humano y
busca la manera de devolver a quien sufre, su
fe, su esperanza y su libertad. Podemos
constatarlo, por ejemplo, en el pasaje del
Evangelio según san Lucas que nos refiere la
resurrección del hijo de la viuda de Naín:

“Jesús se dirigió poco después a un pueblo


llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un
buen número de personas. Cuando llegó a la
puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un
muerto: era el hijo único de su madre, que era
viuda, y mucha gente del pueblo lo
acompañaba. Al verla, el Señor se compadeció
de ella y le dijo: “No llores”. Después se acercó
y tocó el féretro. Los que lo llevaban se
detuvieron. Dijo Jesús entonces: “Joven, yo te
lo mando, levántate”. Se incorporó el muerto
inmediatamente, y se puso a hablar. Y Jesús se
lo entregó a su madre” (Lucas 7, 11-15).

 ¿Qué sentido daba Jesús a los milagros


que realizaba?
San Juan llama a todas estas acciones
extraordinarias de Jesús, “signos” o “señales”,
porque ellas nos dan a entender quién es
realmente Jesús, y cuál es la misión que le ha
sido encomendada. Esta misma idea la
encontramos en el Evangelio según san Lucas,
cuando Jesús en la sinagoga de Nazaret, lee el
texto de Isaías, que luego se aplica a sí mismo;
y en el Evangelio según san Mateo, cuando
Jesús responde a los enviados de Juan
Bautista:

“Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las


obras de Cristo, y mandó a dos de sus
discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha
de venir o debemos esperar a otro?”. Jesús les
respondió: “Vayan a contar a Juan lo que
ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los
paralíticos caminan; los leprosos son
purificados y los sordos oyen; los muertos
resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los
pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea
motivo de tropiezo!”” (Mateo 11, 2-6).

SIGNIFICADO TEOLÓGICO
DE LOS MILAGROS
Profundizando un poco en lo que los milagros
de Jesús nos enseñan, podemos ver varias
cosas que son muy interesantes.

1. Lo primero es que los milagros que


Jesús realiza no son considerados por
los evangelistas de manera aislada, sino
que están conectados con su
predicación y al servicio de ella. San
Mateo nos dice, por ejemplo: “Jesús
recorría todas las ciudades y los
pueblos; enseñaba en sus sinagogas,
proclamaba la Buena Nueva del Reino y
curaba todas las dolencias y las
enfermedades” (Mateo 9, 35).

2. De aquí podemos deducir que la


intención que Jesús tenía al obrar un
milagro, no era simplemente causar una
impresión fuerte en la gente que lo veía
y escuchaba, sino que buscaba abrir el
corazón de las personas a su misión
como enviado de Dios, y a su mensaje
salvador.

3. Por otra parte, los evangelistas nos


presentan los milagros, como un
elemento de la proclamación del Reino
de Dios, que era el tema central de la
predicación de Jesús. En este sentido,
los milagros son signo de que el Reino
de Dios, o mejor, el reinar de Dios, ya ha
comenzado, y que es un acontecimiento
poderoso, dinámico, lleno de fuerza
salvadora, que se hace realidad en
medio de los hombres. En el Evangelio
de san Lucas leemos: “Si por el dedo de
Dios expulso yo los demonios, es que
ya ha llegado a ustedes el Reino de
Dios” (Lucas 11, 20).

Los milagros son como “palabras eficaces” de


Jesús, que comunican a quien los recibe, la
salvación y la vida de Dios. Son un mensaje en
acción, una buena noticia. Y por lo tanto, Jesús
que los realiza, es alguien muy especial.
Recordemos a los mismos discípulos, que
después de la tempestad en el lago,
exclamaron: “¿Quién es este, que esta el viento
y el mar le obedecen?” (Marcos 4, 41).

Los milagros nos muestran también que la


salvación que Jesús nos trae de parte de Dios
Padre, es una salvación integral, una salvación
que cobija al ser humano entero. Por esta
razón, en la narración de muchos milagros
podemos ver que se repiten indistintamente los
verbos “curar”, “sanar”, y “salvar”.

Jesús cura, pero también perdona los pecados,


porque es portador de una salvación integral. A
un paralítico que le llevaron para que lo sanara
de su enfermedad, Jesús le dijo: ”¡Ánimo, hijo;
tus pecados quedan perdonados!” y ante la
extrañeza de algunos de los presentes, le
repitió: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu
casa” (Mateo 9, 1-7).

LOS MILAGROS
A LA LUZ DE LA RESURRECCIÓN

Solamente en los encuentros con Jesús


resucitado, los discípulos llegaron a tener la
certeza de que su Maestro era el hombre en
quien Dios había actuado, de manera decisiva y
definitiva, para la salvación de todos los
hombres y mujeres del mundo.

Cuando esto sucedió, confesaron abierta y


decididamente su fe en él, y pudieron descubrir
el sentido salvador de su vida y de su muerte, y
también, por supuesto, el verdadero significado
de aquellos gestos extraordinarios que había
realizado en favor de muchas personas y de los
cuales ellos eran testigos directos.

Entendieron que los milagros de Jesús no


habían sido simplemente, prodigios
espectaculares, sino que eran acciones en las
que se hacía presente la fuerza salvadora de
Dios; acciones que revelaban por anticipado lo
que más tarde se habría de manifestar en la
resurrección: que Jesús es el Cristo, el ungido
de Dios, por quien nos llega a los hombres la
salvación.

Podemos recordar las palabras que en este


sentido dijo san Pedro a la multitud, el día de
Pentecostés, y que aparecen en el libro de los
Hechos de los apóstoles:

“Israelitas, escuchen mis palabras: Dios


acreditó entre ustedes a Jesús de Nazaret.
Hizo que realizara entre ustedes milagros,
prodigios, y señales que ya conocen…”
(Hechos 2, 22).
Los milagros de Jesús son signos claros y
contundentes, de la salvación que vino a
traernos en nombre de Dios, su Padre.

Con su amor hasta el extremo Jesús nos libera


de todas nuestras esclavitudes, nos purifica de
nuestros pecados, y nos salva dándonos una
vida nueva. Él mismo es para nosotros el más
maravilloso milagro; un milagro de amor y de
esperanza; un milagro de Vida eterna.

No tenemos que pedir una señal mayor para


creer. Ya todo está hecho y dicho. La presencia
salvadora de Jesús en el mundo y en nuestra
vida personal, es el signo, la señal, de que Dios
nos ama con un amor sin límites, y que en él y
por él, obra verdaderas maravillas.

Sólo tenemos que abrir el corazón para recibirlo


y acogerlo, y dejarlo ser Dios en nosotros.
La cosa más importante
que le puede suceder a una persona
es encontrar a Jesús:
este encuentro con Jesús que nos ama,
que ha dado su vida por nosotros,
que nos ha salvado.

Jesús es el camino abierto


delante de cada hombre
para encontrarse con Dios,
para entrar en relación
y comunión con Él,
y así, encontrarse verdaderamente
a sí mismo.

Papa Francisco
11. JESÚS,
EL DIOS DE LOS ENCUENTROS

"Llega, pues, Jesús a una ciudad de Samaria


llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob
dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob.
Jesús, como se había fatigado del camino,
estaba sentado junto al pozo.
Era alrededor de la hora sexta.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua.
Jesús le dice: - Dame de beber" (Juan 4, 5 ss).

La vida de todos los seres humanos, nace,


crece, se desarrolla y llega a su madurez, en,
por, y para el “encuentro”. El “encuentro” de los
padres comunica la vida al hijo; el “encuentro”
de los padres y los hijos, y de los hermanos
entre sí, constituye la familia, principio y
fundamento de la sociedad y de la Iglesia. El
“encuentro” con las personas cercanas abre
nuestra mente y nuestro corazón al mundo, da
lugar a la amistad, y hace posible que la
sociedad crezca y se desarrolle con vitalidad.

“Encontrarse” con otro implica situarse frente a


él, cara a cara con él, para conocerlo, para
amarlo y recibir su amor, para establecer con él
una relación de amistad en la que cada uno
comunica al otro, da al otro, lo que él mismo es,
lo que siente y vive en su corazón, su esencia
humana, su intimidad personal.

Jesús es Dios que se encarna porque quiere


“encontrarse” con nosotros, los seres humanos
de todos los tiempos y de todos los lugares;
Dios que se abaja, Dios que se anonada
porque desea ponerse en nuestra situación
para mirarnos cara a cara, desde nuestra
misma altura, conocernos y darse a conocer,
amarnos y establecer con nosotros una relación
de amistad íntima y profunda, comunicarnos lo
que él es – su divinidad -, para hacer florecer
nuestra humanidad.

Si damos una mirada inteligente a los


evangelios, podemos decir con certeza y
seguridad, que toda la vida de Jesús, desde su
nacimiento hasta su muerte - e incluso sus
apariciones después de la resurrección -, fue
una larga serie de “encuentros personales”, en
los cuales comunicó a los hombres y mujeres
con quienes compartió su existencia en el
mundo, su fe, su amor y su esperanza.
María Magdalena y Simón Pedro, Zaqueo y la
mujer adúltera, la cananea y su hija, la
hemorroísa y el ciego Bartimeo, Jairo y su hija,
Lázaro, Marta y María de Betania, Mateo y
Tomás, Felipe y Andrés, el joven rico y la mujer
encorvada, Juan y Santiago, el hombre de la
mano seca y el endemoniado de Gerasa, la
viuda pobre y el sordomudo, José de Arimatea
y Dimas, el buen ladrón, Nicodemo y el leproso
agradecido, la suegra de Pedro y el centurión
romano, Simón de Cirene y todos los hombres
y mujeres que se cruzaron en su camino, nos
dan su testimonio: su “encuentro” con Jesús
marcó para cada uno de ellos y de manera
definitiva, su vida.

Jesús los liberó de su pecado, de sus miedos,


de su cobardía, de su soledad, de sus
ambiciones, de sus debilidades, y llenó su
corazón con la verdad y con el amor de Dios,
iluminándolos, de una vez y para siempre, con
su luz que no se apaga.

Guiados por los evangelios, podemos hacer un


recorrido imaginario por la vida de estas
personas, escuchar con atención lo que cada
una de ellas tiene para decirnos, y acoger su
testimonio. Sus palabras pueden ser para
nosotros – hoy y siempre – una inspiración.

Han pasado 2.000 años, pero los seres


humanos seguimos siendo los mismos. Tal vez
ellos puedan decirnos lo que estamos
necesitando para ponernos en camino; lo que
nos está haciendo falta para buscar con
entusiasmo el encuentro personal y profundo
con Jesús, que cambiará nuestra vida de
manera definitiva, y llenará nuestro corazón de
alegría y de paz; la alegría y la paz que el
mundo no puede dar y que tampoco nos podrá
quitar.
Jesús
ha abierto su corazón
a la miseria del hombre.

En Jesús,
cada dolor humano, cada angustia,
cada padecimiento,
ha sido asumido por amor,
por la pura voluntad
de estar con nosotros.

Papa Francisco
12. JESÚS Y LOS ENFERMOS

“Al desembarcar, Jesús vio mucha gente, sintió


compasión de ellos y curó a sus enfermos”
(Mateo 14, 14).

Los cuatro evangelios nos dan a conocer, en


diversos pasajes, como un hecho real e
histórico, la preocupación que Jesús tenía
frente a los enfermos, y su actitud siempre
compasiva con ellos; y nos narran, en algunos
casos con lujo de detalles, los milagros que
realizó en su favor.

Jesús curó a la suegra de Pedro que estaba en


cama y padecía fiebre; a la mujer que padecía
flujo de sangre desde hacía cuarenta años; a la
hija de la mujer siro-fenicia que padecía
ataques; a Bartimeo que era ciego de
nacimiento; al criado del centurión romano que
estaba a las puertas de la muerte; a los diez
leprosos que encontró en su camino hacia
Jerusalén y a dos ciegos que pedían limosna a
la salida de la ciudad de Jericó; a la mujer
encorvada que vio en la sinagoga de
Cafarnaún; al paralítico que sus amigos
descolgaron por el techo de la casa donde él
estaba enseñando; al hombre de la mano
paralizada; al endemoniado epiléptico; al
tartamudo sordo; al paralítico que permanecía
cerca de la piscina de Siloé, y a muchísimos
enfermos más. Y como si esto fuera poco,
revivió a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de
Naín, y a su amigo Lázaro. En el Evangelio de
san Lucas leemos:

“Saliendo de la sinagoga entró en la casa de


Simón. La suegra de Simón estaba con mucha
fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre
ella conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella,
levantándose al punto, se puso a servirles.
A la puesta del sol, todos cuantos tenían
enfermos de diversas dolencias se los llevaban;
y, poniendo él las manos sobre cada uno de
ellos, los curaba.” (Lucas 4, 38-40).

Pero para comprender el verdadero sentido y la


verdadera profundiad de esta actitud sanadora
de Jesús, debemos conocer la concepción que
los israelitas tenían de la enfermedad.

SIGNIFICADO DE LA ENFERMEDAD
EN LA CULTURA JUDÍA
Distintos textos bíblicos nos muestran cómo era
vista y entendida la enfermedad en el pueblo de
Israel; de ellos podemos sacar las siguientes
conclusiones:

1. La enfermedad es una situación de


debilidad y agotamiento, en la que el
enfermo sufre el abandono de su fuerza
vital. Todo enfermo es una persona que
va camino de la muerte.
2. El enfermo vive una situación de paro
forzoso, no puede trabajar, depende
totalmente de los otros, de tal manera
que la enfermedad implica no sólo la
pérdida de la salud, sino también la
condición de máxima pobreza.
3. Por su misma condición, la enfermedad
es considerada como un castigo de
Dios. Se entiende que es Dios mismo
quien abandona y rechaza al enfermo,
por sus pecados. Todo enfermo es
sospechoso de infidelidad a Dios.
4. Como consecuencia de lo anterior, el
enfermo se ve a sí mismo como
culpable de algo – ante Dios y ante la
sociedad -, aunque muchas veces no
sabe bien qué es lo que ha hecho. Este
sentimiento de culpabilidad hunde al
enfermo en la desesperanza, y en la
marginación. Ritualmente se le
considera impuro, indigno de
presentarse ante Dios. Es un hombre
totalmente perdido.

LA COMPASIÓN DE JESÚS
POR LOS ENFERMOS

Conocedor de su tiempo y su cultura, Jesús


percibía con inmenso dolor, la difícil situación
que vivían las personas enfermas, quienes,
aparte de sus dolores físicos, tenían que
enfrentar la marginación y la carencia de los
bienes indispensables para su vida; esto lo
llevó a sentir en lo más profundo de su corazón,
una inmensa compasión por todas ellas, sin
importar su enfermedad, su condición social, su
sexo o su lugar de origen.

Pero Jesús no se acercaba a los enfermos, con


la preocupación de un médico, que
simplemente deseaba resolver el problema
biológico creado por la enfermedad como tal,
sino que su intención fundamental era
recuperar y “reconstruir”, plenamente, a estos
hombres y mujeres hundidos en el dolor físico,
y también en el dolor espiritual que implicaba
para ellos sentirse condenados por la sociedad
y por la religión.

Los datos evangélicos nos muestran que Jesús


no fue simplemente un curador de
enfermedades, sino también, y sobre todo, un
rehabilitador de hombres y mujeres destruídos,
un verdadero liberador. Por eso no se detenía
ante nada; ni siquiera ante las leyes y normas
religiosas, que mandaban “no trabajar” el
sábado, día dedicado a Dios, y también, tocar a
los enfermos, particularmente a los leprosos,
para no contaminarse de su supuesta
impureza.

Jesús consideraba que compadecerse de las


personas marginadas por la enfermedad,
acercarse a ellas y sanarlas, era parte
importante de su misión de Mesías – Salvador.
Fue precisamente esto lo que dijo a los
discípulos de Juan Bautista cuando le
preguntaron quién era y a qué venía. Nos lo
refiere san Mateo en su Evangelio:
“Juan, que en la cárcel había oído hablar de las
obras de Cristo, envió a sus discípulos a
decirle: – ¿Eres tú el que ha de venir o hemos
de esperar a otro? Jesús les respondió: –
Vayan y cuenten a Juan lo que oyen y ven: los
ciegos ven y los cojos andan, los leprosos
quedan limpios y los sordos oyen, los muertos
resucitan y se anuncia a los pobres la Buena
Nueva…” (Mateo 11, 2-6).

Jesús no actuaba como un profesional de la


medicina, ni como un sacerdote a quien
correspondía realizar ritos de purificación. Los
únicos motivos que lo llevaban a actuar en
favor de los enfermos, eran su pasión
liberadora y su amor absoluto e incondicional a
los necesitados. Un amor y una pasión que
nacían en su corazón humano y divino a la vez,
y crecían y se fortalecían en su contacto directo
con Dios, su Padre, fuente de todo amor
verdadero.

Jesús se compadecía de todos aquellos a


quienes veía sufrir por la enfermedad o por la
muerte, enjugaba cariñosamente las lágrimas
de sus ojos, y con un gesto sencillo o una
palabra aparentemente simple pero
profundamente elocuente y llena de fe y de
confianza en su Padre, cambiaba su dolor en
gozo, su tristeza en alegría, movido por su
amor y con su poder de Dios.

“Y sucedió que a continuación Jesús se fue a


una ciudad llamada Naín, e iban con él sus
discípulos y una gran muchedumbre. Cuando
se acercaban a la puerta de la ciudad, sacaban
a enterrar a un muerto, hijo único de su madre
que era viuda, a la que acompañaba mucha
gente de la ciudad. Al verla, el Señor tuvo
compasión de ella, y le dijo: – No llores. Y,
acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaba
se pararon, y él dijo: – Joven, a ti te digo:
Levántate. El muerto se incorporó y se puso a
hablar, y él se lo dio a su madre” (Lucas 7, 11-
15).

Jesús se sentía llamado a acercarse no a los


sanos y justos, sino a los enfermos y a los
pecadores, para infundirles fe, aliento,
esperanza. Por eso los acogía. los escuchaba,
y los hacía sentir comprendidos, amados por
Dios con gran ternura; esto les ayudaba a creer
de nuevo en la vida, en el perdón de Dios, y en
la posibilidad de restablecer plenamente sus
relaciones con Él y con la sociedad de la que
formaban parte.

Jesús invitaba a los enfermos sanados, a


reiniciar su vida, con frases como: “Toma tu
camilla y anda”, o, “vé y preséntate al
sacerdote”, para que testifique tu curación.

JESÚS Y EL SUFRIMIENTO

Esta actitud de Jesús respecto a los enfermos,


nos muestra que el sufrimiento, cualquiera que
sea, no es de ninguna manera deseable; y
también, que no existe un nexo directo entre el
sufrimiento – y más concretamente la
enfermedad – y el pecado, como muchos
creían en aquel tiempo, y como muchos
piensan todavía hoy.

Pero fue más allá. Afirmó en varias ocasiones,


que el sufrimiento, cuando es aceptado y vivido
con fe, puede convertirse en una
bienaventuranza, en un motivo de alegría y
esperanza, porque prepara a quien lo padece
con fe y con amor, para acoger el Reino de
Dios que él vino a instaurar en el mundo: el
reinado de Dios en el corazón de cada hombre
y de cada mujer y en el mundo entero.
Recordemos sus palabras al comienzo del
Sermón de la Montaña:

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos


serán consolados…
Bienaventurados los perseguidos por causa de
la justicia, porque de ellos es el Reino de los
Cielos…
Bienaventurados serán cuando los injurien y los
persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra ustedes por mi causa. Alégrense y
regocíjense porque su recompensa será grande
en los cielos…” (Mateo 5, 5. 10-12).

Y también dijo, que el sufrimiento es una


situación, una circunstancia de la vida de los
seres humanos, en la que se revela de modo
especial la gloria y el poder de Dios, y su amor
infinito por cada uno de nosotros:

“Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania,


pueblo de María y de su hermana Marta; María
era la que ungió al Señor con perfumes y le
secó los pies con sus cabellos; su hermano
Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron
a decirle a Jesús: – Señor, aquel a quien tú
quieres está enfermo. Al oírlo Jesús, dijo:
– Esta enfermedad no es de muerte, es para la
gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea
glorificado por ella” (Juan 11, 1-4).

Cuatro días después de recibir el mensaje,


Jesús se dirigió a Betania. Al llegar encontró
que Lázaro ya había muerto, y que, como era
costumbre, ya había sido sepultado. Frente a la
tumba de Lázaro Jesús lloró por su muerte,
porque Lázaro era su amigo, pero luego, ante el
asombro de todos los presentes, lo revivió.

Esta resurrección de Lázaro desencadenó dos


acontecimientos que fueron definitivos para
Jesús: mucha gente creyó en él, y por este
motivo los fariseos y los sumos sacerdotes,
confirmaron su decisión de llevarlo a muerte
(cf. Juan 11).

Todo esto que Jesús hizo en su tiempo, lo hace


también hoy con cada uno de nosotros. Aunque
no podamos verlo ni tocarlo, Jesús está con
nosotros, a nuestro lado, en nuestra
enfermedad y en nuestra vejez;
acompañándonos, apoyándonos, guiándonos,
protegiéndonos, cuidándonos. Nos lo dice la fe.
No hace falta que realice un milagro y nos cure;
muy bueno si éste ocurre – ¡y puede ocurrir! -,
pero no es lo importante. Lo realmente
importante, es sentir que Jesús está con
nosotros y que nos comunica su amor y su
fuerza para ayudarnos a vivir con paciencia y
buen ánimo todos nuestros padecimientos
grandes y pequeños. Así
vamos preparándonos para el encuentro con
Dios, al final de nuestra vida en el mundo.
Jesús mismo
era un hombre de la periferia...
Encontró pobres, enfermos,
endemoniados, pecadores, prostitutas;
reunió a su alrededor
un pequeño número de discípulos
y algunas mujeres que lo escuchaban
y lo servían.
Sin embargo, su palabra fue el inicio
de un punto de inflexión en la historia,
el comienzo de una revolución
espiritual y humana.

Cada encuentro con Jesús,


nos cambia la vida,
siempre un paso más adelante,
un paso más cerca de Dios.
¡Siempre es así!

Papa Francisco
13. JESÚS Y LAS MUJERES

“Había también unas mujeres mirando desde


lejos, entre ellas, María Magdalena, María la
madre de Santiago el menor y de Joset, y
Salomé… y otras muchas que habían subido
con él…”(Marcos 15 40).

Uno de los elementos característicos de la


manera de ser y de actuar de Jesús, tal y como
nos lo muestran los evangelios, es, sin duda, su
relación con las mujeres, particularmente en los
años de su vida pública.

Pero para entender la grandeza y profundidad


de esta relación, y todo lo que ella implicó en
aquel tiempo y en aquella sociedad, y sus
repercusiones en la historia humana, tenemos
que conocer al menos someramente, la
situación en la que vivían las mujeres entonces.

SITUACIÓN DE LA MUJER ISRAELITA,


EN TIEMPOS DE JESÚS

En Israel, como en todos los pueblos del


Oriente Medio, la mujer era, en tiempos de
Jesús, una ciudadana de segunda categoría; se
le consideraba, en todos los aspectos, como
una persona menor de edad, y su única función
en la sociedad era llegar a ser esposa, y sobre
todo, madre.

La mujer no participaba en la vida pública; ni


siquiera podía salir de su casa cuando lo
deseaba; si por alguna circunstancia necesitaba
hacerlo, debía llevar el rostro cubierto, y no
podía detenerse a hablar con ningún hombre.

Hasta los doce años, las mujeres no tenían


ningún derecho, y estaban totalmente
dominadas por el padre, que podía arreglar su
matrimonio con quien quisiera. Al celebrar el
matrimonio, la joven quedaba bajo el poder de
su esposo, a quien debía complacer en todo.

En el hogar, la mujer tenía el deber de asegurar


el bienestar de su esposo y de sus hijos, por
encima de todo, y su horario laboral
comprendía las 24 horas del día. Además,
podía ser repudiada por su marido, por
cualquier causa que él considerara justa.

La mujer no tenía los mismos derechos del


hombre en cuanto a la herencia de los bienes
familiares; su testimonio tampoco era tenido en
cuenta en los juicios; y no podía, por supuesto,
ocupar ningún cargo o función pública.

En el campo religioso, también la mujer era


marginada. En la sinagoga debía ocupar un
lugar aparte, lejos de los hombres. No
participaba directamente en las celebraciones
litúrgicas, y su papel era el de simple
espectadora. No tenía la obligación de recitar el
shemá – la profesión de fe de los judíos -,
cuatro veces al día, como los hombres, y
tampoco, ir a Jerusalén en peregrinación, para
celebrar las distintas fiestas. No se les
enseñaba la Torá – las escrituras sagradas -, ni
eran admitidas en las escuelas rabínicas.
Además, era constantemente sospechosa de
impureza, por su misma condición física.

Aunque Jesús participaba directamente de esta


tradición cultural, porque era un judío en el
pleno sentido de la palabra, los evangelios nos
muestran con abundancia de detalles, su
relación amplia, profunda, y muy especial con
las mujeres, a quienes distinguió siempre con
una actitud respetuosa y acogedora a la vez,
que sentó un precedente importante entre sus
seguidores.

De ciudadanas de segunda categoría,


dedicadas exclusivamente al hogar y a los
hijos, las mujeres pasamos a ser, gracias a
Jesús, primero destinatarias, y luego testigos
privilegiados de su bondad inigualable y de su
amor sin condiciones.

PENSAMIENTO Y ACCIONES DE JESÚS


RESPECTO A LAS MUJERES

En la mentalidad de Jesús, las mujeres tienen


la misma dignidad esencial que los varones, y
por lo tanto, gozan del mismo derecho que ellos
a escuchar la Palabra de Dios y el Mensaje de
salvación. Y lo mismo ocurre en la vida
matrimonial. Jesús defiende a la mujer,
condenando la poligamia y el divorcio, que era
un recurso al que sólo podían acceder los
hombres.

Por otra parte, el Evangelio según san Lucas


nos refiere, como dato importante, que al lado
de los apóstoles, a quienes Jesús había elegido
como sus compañeros más cercanos, existía
también un grupo de mujeres que lo seguía, y
nos da incluso los nombres de algunas de ellas:

“Jesús recorría las ciudades y los pueblos,


predicando y anunciando la Buena Noticia del
Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y
también algunas mujeres que habían sido
curadas de malos espíritus y enfermedades:
María, llamada Magdalena, de la que habían
salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa,
intendente de Herodes, Susana, y muchas
otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lucas
8, 1-3).

Fue ésta, sin duda, una circunstancia


totalmente nueva y seguramente incómoda
para muchos. Los maestros de la fe judía – y
Jesús era considerado por sus coterráneos
como uno de ellos -, no solían tener discípulas
mujeres. Además, como dijimos anteriormente,
el ámbito religioso, era, en aquel entonces, casi
exclusivo de los hombres, porque sólo ellos
podían leer las Escrituras y aprenderlas de
memoria, participar en la oración que se
realizaban cada tarde en la sinagoga, y ser
parte integrante de las ceremonias y sacrificios
que se llevaban a cabo en el gran templo de
Jerusalén.

Con su actitud permanentemente abierta y


acogedora, Jesús se ganó el corazón de las
mujeres, su confianza y su amor, derramó
sobre ellas su misericordia, y transformó
radicalmente su vida:

 Amplió su conciencia de sí mismas;


 Les mostró su valor como mujeres y la
gran importancia de su misión en la
familia y en la sociedad;
 Abrió para ellas nuevos horizontes de
realización personal;
 Las comprometió vitalmente con él y
con su mensaje de salvación;
 Reconoció la fortaleza de su fe;
 Y las hizo portadoras de amor, de
esperanza y de paz, en un mundo
constantemente afligido por el dolor que
proviene del pecado.

Marta y María de Betania (Lucas 10, 38-42;


Juan 11, 1 ss; Juan 12, 1-8), a quienes Jesús
distinguió con su amistad profunda y sincera,
nos dan testimonio de su trato siempre delicado
y amable para con las mujeres.

La mujer de Samaría con quien Jesús


estableció un diálogo profundo en el brocal del
pozo de Sicar (Juan 4, 1-29), es testigo claro y
cierto de la sabiduría de sus palabras y de la
profundidad de su mensaje.

María Magdalena (Juan 20, 11-18), la


pecadora arrepentida (Lucas 7, 36-50), y la
mujer adúltera (Juan 8, 1-11), a quienes Jesús
defendió con decisión, de aquellos que
pretendían condenarlas, nos dan testimonio de
la dulzura de su mirada, de la delicadeza de
sus palabras, y de la misericordia que brota a
raudales de su corazón, para todos los que
necesitan ser perdonados.

La suegra de Pedro (Marcos 9, 29-31), la


mujer que padecía flujo de sangre y la hija
de Jairo (Lucas 8, 40-56), la sirofenicia y su
hija (Marcos 7, 24-30), la mujer encorvada
(Lucas 13, 10-17) y la viuda de Naím (Lucas 7,
11-17), en cuyo favor Jesús realizó diferentes
milagros, nos dan fe de su solicitud y sus
cuidados con todas las personas que sufren en
el alma o en el cuerpo, e imploran con fe su
protección y su ayuda.

Jesús es el gran liberador de la mujer, en su


tiempo y en el nuestro. Él nos da la verdadera
libertad; la que nace en el corazón y llena la
vida entera. Una libertad muy diferente a la que
muchas mujeres pretenden hoy, y que es, en
realidad, una esclavitud aún mayor, porque
olvida la condición esencial de la mujer como
portadora y protectora de la vida, dones con los
que Dios la distinguió.
La misericordia se revela
como la misión fundamental de Jesús…
Su compartir con aquellos
que la ley consideraba pecadores,
nos permite comprender
hasta dónde llegaba su misericordia.

En Jesús,
el amor ha vencido al odio,
la misericordia al pecado,
el bien al mal,
la verdad a la mentira,
la vida a la muerte.

Papa Francisco
14. JESÚS Y LOS PECADORES

“Todos los publicanos y pecadores se


acercaban a él para oírle…” (Lucas 15, 1).

Lo hemos dicho en varias ocasiones y lo hemos


constatado con ejemplos concretos: cuando
miramos con detenimiento los evangelios, que
son la fuente principal para nuestro
conocimiento de Jesús y su mensaje de
salvación, no podemos dejar de notar algo que
es totalmente claro y muy diciente: Jesús tenía
una manera especial y muy propia de acercarse
a las personas, particularmente a aquellas que
por su condición social, su situación económica,
o las circunstancias particulares de su vida,
eran rechazadas, marginadas y hasta
perseguidas, por los que se consideraban a sí
mismos mejores personas que ellos.

Jesús amaba con un amor en especial a los


niños, a las mujeres, a los enfermos, y a
quienes eran considerados pecadores, por las
autoridades religiosas de su tiempo.

Algunos ejemplos particularmente dicientes de


de esta relación especial de Jesús con los
pecadores los encontramos en las historias de
Mateo (Mateo 9, 9-12), Zaqueo (Lucas 19, 1 -
10), la pecadora que lavó sus pies en casa de
un fariseo (Lucas 7, 36 ss), la mujer adúltera
(Juan 8, 1-11) y el buen ladrón (Lucas 23, 39-
43).

Y también, en la parábola del fariseo y el


publicano (Lucas 18, 9-14), la parábola del hijo
pródigo, la parábola de la oveja perdida y la
parábola de la moneda perdida (Lucas 15).

 ¿Por qué actuaba Jesús así?…


 ¿Qué lo movía interiormente a
acercarse a estas personas, rechazadas
por los demás?…
 ¿Cómo entendía Jesús el pecado?…
 ¿Qué buscaba conseguir con sus
palabras y con su modo de proceder?…

Desde el comienzo de su vida pública, Jesús


entendió que su misión, la tarea que el Padre le
había encomendado, era proclamar la buena
noticia de la llegada al mundo del Reino de
Dios, el reinado de Dios, que ya habían
anunciado los profetas de Israel desde tiempos
antiguos.
El Reino de Dios, o el reinado de Dios, que
tiene como principio y fundamento el amor
misericordioso que Él – Dios - siente por cada
uno de nosotros; su perdón y su gracia, para
todos los hombres y mujeres del mundo sin
excepciones ni exclusiones; su justicia, su
verdad, la libertad y la paz que nos comunica;
por eso las palabras con las cuales inició su
predicación, fueron:

“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios


está cerca; conviértanse y crean en la Buena
Nueva” (Marcos 1, 15).

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me


ha ungido para anunciar a los pobres la Buena
Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación
a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la
libertad a los oprimidos, y proclamar un año de
gracia del Señor” (Lucas 4, 18-19).

“No necesitan médico los que están sanos, sino


los que están mal. No he venido a llamar a
conversión a justos, sino a pecadores” (Lucas
5,31-32).
En el cumplimiento de esta misión, Jesús
encontró muchas dificultades, la mayoría de las
cuales procedían de los fariseos, los doctores
de la ley, y los sacerdotes, que eran las
autoridades religiosas de aquel tiempo, y tenían
su manera propia de ver las cosas, y de
enseñarlas y exigirlas a la gente del común,
que estaba sometida a sus dictámenes.

A pesar de sus diferencias en otros aspectos,


los fariseos, los doctores de la Ley y los
sacerdotes, habían llegado a la conclusión
unánime, de que lo más importante para los
judíos, como el pueblo de Dios que eran, era
cumplir al pie de la letra la Ley de Moisés y los
613 preceptos añadidos a lo largo de los siglos
para complementarla. Quien no lo hiciera así,
era considerado pecador, y quedaba
condenado a llevar sobre sus hombros esta
carga pesada, a menos que cambiara de
actitud de una manera radical.

Habían llegado incluso al punto, de determinar


que algunas profesiones u oficios eran en sí
mismos pecaminosos, porque implicaban
contactos prohibidos por los preceptos de
pureza que se habían inventado. Tal era el
caso, por ejemplo, de la medicina, porque
suponía y exigía relación directa y contacto
físico con los enfermos, que por su situación
eran tenidos además como pecadores, a quien
Dios castigaba su pecado o el pecado de sus
padres con la enfermedad.

Lo mismo ocurría con las mujeres en


determinadas circunstancias de su vida, como
el parto y el período menstrual, que las hacían
impuras a ellas y a todo objeto, animal o
persona que las tocara.

A todo esto se opuso Jesús, de una manera


radical, anunciando con sus palabras y su
modo de proceder la verdad fundamental: Dios
nos ama a todos como un padre ama a sus
hijos, quiere siempre lo mejor para nosotros, y
sabe perdonarnos cuando le fallamos y somos
capaces de reconocer con humildad nuestro
pecado, poniendo nuestro empeño en
superarlo, porque su corazón es infinitamente
misericordioso.

Es lo que nos pone de presente la hermosa


parábola que hemos conocido como la
Parábola del Hijo pródigo, pero que hoy los
estudiosos llaman más adecuadamente:
Parábola del Padre misericordiosos. La
encontramos en el Evangelio de san Lucas:

“Dijo Jesús: Un hombre tenía dos hijos; y el


menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la
parte de la hacienda que me corresponde.” Y él
les repartió la hacienda.
Pocos días después el hijo menor lo reunió
todo y se marchó a un país lejano donde
malgastó su hacienda viviendo como un
libertino.
Cuando hubo gastado todo, sobrevino un
hambre extrema en aquel país, y comenzó a
pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con
uno de los ciudadanos de aquel país, que le
envió a sus fincas a apacentar puercos. Y
deseaba llenar su vientre con las algarrobas
que comían los puercos, pero nadie se las
daba.
Y entrando en sí mismo, dijo: “¡Cuántos
jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia, mientras que yo aquí me muero de
hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré:
Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no
merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a
uno de tus jornaleros”. Y, levantándose, partió
hacia su padre.
Estando él todavía lejos, le vió su padre y,
conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó
efusivamente.
El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y
ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus siervos: “Traigan aprisa
el mejor vestido y vístanle, pónganle un anillo
en su mano y unas sandalias en los pies.
Traigan el novillo cebado, mátenlo, y comamos
y celebremos una fiesta, porque este hijo mío
estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba
perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la
fiesta” (Lucas 15, 11-24).

Dios es, sin duda, como este padre que apesar


de haber sido ofendido gravemente por su hijo
menor, es capaz de perdonar su ofensa cuando
regresa arrepentido, y olvidándolo todo lo
abraza, lo besa, le devuelve su condición de
hijo querido, y hace una fiesta para anunciarlo a
todos.

Para respaldar sus palabras, Jesús compartió


su vida con aquellos que eran considerados
como pecadores, se solidarizó con ellos no sólo
delante de Dios, sino frente a quienes los
rechazaban y condenaban, los liberó de su
experiencia de culpabilidad, los invitó al cambio
de vida, les dio la oportunidad de
reincorporarse a la sociedad, y de esta manera
anticipó en las comidas y banquetes en los que
participaba con ellos, la fiesta final del su
encuentro con Dios.

Jesús buscaba que quienes se sentían


pecadores, tomaran conciencia de su pecado, y
del mal que sus acciones equivocadas
implicaba para ellos mismos y para la sociedad
a la que pertenecían, y los invitaba luego a
arrancarlo de su corazón, porque es allí, en el
corazón mismo del ser humano, y no fuera de
él, donde el pecado tiene su origen y su raíz.
Recordemos sus palabras:

“Lo que sale del hombre, eso es lo que


contamina al hombre. Porque de dentro, del
corazón de los hombres, salen las intenciones
malas: fornicaciones, robos, asesinatos,
adulterios, avaricias, maldades, fraude,
libertinaje, envidia, injuria, insolencia,
insensatez. Todas estas perversidades salen
de dentro y contaminan al hombre” (Marcos 7,
21-23).

Todas las acciones y todas las palabras de


Jesús tienen esta motivación central: hacer
entender a quienes lo escuchan, y en ellos a
nosotros, que cuando actuamos, no movidos
por el amor, como hijos de Dios que somos,
sino dejándonos llevar del egoísmo, de la
ambición, o de la violencia, nos
deshumanizamos, y por lo tanto, nos alejamos
de Él y de su Voluntad al crearnos, que debe
ser nuestro punto de referencia permanente.

Jesús se acercaba a los pecadores, hablaba


con ellos, comía con ellos, y de esta manera,
sin acusarlos, sin ofenderlos, sin discriminarlos
ni marginarlos, les ayudaba a tomar conciencia
de su situación, les hacía presente el amor que
Dios sentía por ellos, y los invitaba a
convertirse, a cambiar de vida. Podemos verlo
muy claramente en la historia de Zaqueo, que
nos refiere san Lucas en su Evangelio:

“Había un hombre llamado Zaqueo, que era


jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién
era Jesús, pero no podía a causa de la gente,
porque era de pequeña estatura. Se adelantó
corriendo y se subió a un sicómoro para verle,
pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó
a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo,
baja pronto; porque conviene que hoy me
quede yo en tu casa”. Se apresuró a bajar y le
recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban
diciendo: “Ha ido a hospedarse a casa de un
hombre pecador”. Zaqueo, puesto en pie, dijo al
Señor: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a
los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le
devolveré el cuádruplo”. Jesús le dijo: “Hoy ha
llegado la salvación a esta casa, porque
también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo
del hombre ha venido a buscar y salvar lo que
estaba perdido”” (Lucas 19, 2-10).

Con sencillez, pero también con firmeza, Jesús


nos enseña:

 Que todos somos débiles y pecamos, lo


cual significa, que no tenemos derecho
a juzgar y a condenar a los demás.
Decía:
“No juzguen, para que no sean
juzgados. Porque con el juicio con
que juzguen serán juzgados, y con la
medida con que midan se les medirá.
¿Cómo es que miras la brizna que hay
en el ojo de tu hermano, y no reparas en
la viga que hay en tu ojo?¿O cómo vas
a decir a tu hermano: “Deja que te
saque la brizna del ojo”, teniendo la
viga en el tuyo? Hipócrita, saca
primero la viga de tu ojo, y entonces
podrás ver para sacar la brizna del ojo
de tu hermano” (Mateo 7, 1-5).

 Que los “pecadores” no son para


excluirlos de nuestro trato, para
rechazarlos, sino para acogerlos con
amor, a la manera de Dios, que nos ama
infinitamente, a pesar de nuestras
debilidades y de nuestros pecados. Por
eso dijo:
“Habrá más alegría en el cielo por un
solo pecador que se convierta
que por 99 justos que no tienen
necesidad de conversión” (Lucas
15,7).

Esta es la maravillosa noticia de Jesús, la


Buena Nueva que vino a comunicarnos, con el
deseo de que la aceptemos en nuestra vida y la
pongamos en práctica, y también que la
anunciemos a los demás, porque estamos
llamados a ser discípulos y misioneros suyos.
Jesús no ha venido
a enseñar una filosofía, una ideología...
sino un “camino”,
una senda para recorrerla con él,
y la senda se aprende haciéndola,
caminándola.

En toda su vida,
desde el nacimiento
en la gruta de Belén,
hasta la muerte en la cruz
y la resurrección,
Jesús encarnó las Bienaventuranzas.
Todas las promesas del Reino de Dios
se han cumplido en él.

Papa Francisco
15. LA BUENA NOTICIA DE JESÚS

“Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en


sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva
del Reino y sanando toda enfermedad y toda
dolencia en el pueblo” (Mateo 4, 23).

Los estudiosos de los evangelios y de la vida


de Jesús, coinciden en afirmar, que el tema
central de su ministerio público, la buena noticia
que vino a comunicarnos con su palabra y con
sus acciones, fue “el Reino de Dios”. En el
Evangelio según san Marcos leemos:

“Después que Juan fue entregado, marchó


Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva
de Dios: - El tiempo se ha cumplido y el Reino
de Dios está cerca; conviértanse y crean en la
Buena Nueva” (Marcos 1, 14-15).

La pregunta es, entonces:


 ¿Qué significaba para quienes
escuchaban a Jesús, esta expresión
“Reino de Dios?… ¿Habían oído hablar
de ella antes?…
 ¿Qué es para Jesús el Reino de Dios
que él vino a anunciar como una
realidad ya presente y actuante?
 ¿Qué valor tiene para nosotros hoy, este
tema del Reino de Dios?…

EL REINO DE DIOS
EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Hablar de Dios como Rey, es una idea común


de las antiguas religiones orientales. El rey o
gobernante era considerado como el
lugarteniente terrestre del Dios del cielo, que
era, a su vez, el Rey y Señor de todo cuanto
existe.

Para los israelitas, concretamente, la idea de


Yahvé-rey, no aparece en el comienzo de su
historia. El Dios que se reveló primero a
Abrahán, Isaac y Jacob, y luego a Moisés, no
tiene las características de un rey. Esta imagen
sólo se hizo presente cuando se establecieron
en Canaán, y se constituyeron como un pueblo
con territorio propio – la tierra prometida -,
como los demás pueblos de la tierra.
Sólo entonces los israelitas empezaron a hablar
de Yahvé, su Dios, como el Rey del cielo y de la
tierra, que ejerce su soberanía sobre todos los
pueblos del mundo, pero de una manera muy
especial sobre Israel, a quien ha constituído
como “su pueblo”, el pueblo de su propiedad.
Nos lo dice el libro del Éxodo:

“Moisés subió hacia Dios. Yahvé lo llamó desde


el monte, y le dijo: - Así dirás a la casa de
Jacob y esto anunciarás a los hijos de Israel:
“Ya han visto lo que he hecho con los egipcios,
y cómo a ustedes los he llevado sobre alas de
águila y los he traído a mí. Ahora, pues, si de
veras escuchan mi voz y guardan mi alianza,
ustedes serán mi propiedad personal entre
todos los pueblos, porque mía es toda la tierra;
serán para mí un reino de sacerdotes y una
nación santa”” (Éxodo 19, 3-6).

La principal exigencia de Yahvé a los israelitas,


como su Dios y su Rey, fue el cumplimiento de
la Ley que Él mismo comunicó a Moisés en el
Sinaí; esto manifiesta que su realeza era de
orden moral, y no de orden político.
Más adelante en su desarrollo histórico, los
israelitas tuvieron gobernantes y reyes, pero
consideraron siempre que todos ellos estaban
subordinados al poder supremo de Yahvé,
porque Dios mismo los había elegido y les
había dado la misión de dirigir a su pueblo. De
este modo, cuando parecía, por alguna
circunstancia, que unos u otros habían olvidado
el origen de su autoridad y su poder, Yahvé se
los recordaba por medio de los profetas.

Luego, cuando el Reino de Israel se derrumbó,


y los israelitas fueron llevados al exilio, los
guías religiosos comenzaron a hablar de un rey
futuro, el Mesías, el Hijo de David, que
restauraría la grandeza de Israel, y también, de
Yahvé como Pastor de su pueblo, que lo haría
regresar a su tierra, lo reuniría como un rebaño,
y lo salvaría definitivamente de sus enemigos:

“Voy a reunir a Israel todo entero, voy a recoger


al Resto de Israel; los agruparé como ovejas en
el aprisco, como rebaño en medio del pastizal,
harán estrépito lejos de los hombres. El que
abre brecha subirá delante de ellos; abrirán
brecha, pasarán la puerta, y por ella saldrán; su
rey pasará delante de ellos, y Yahvé a su
cabeza” (Miqueas 2, 12-13).

Además, previeron una extensión progresiva de


este reinado de Dios a toda la tierra:

“Y será Yahvé rey sobre toda la tierra: ¡el día


aquel será único Yahvé y único su nombre!”
(Zacarías 14, 9).

EL REINO DE DIOS
UNA REALIDAD MISTERIOSA

Jesús nunca dio una definición teórica de lo que


es en sí mismo el Reino de Dios, o el Reinado
de Dios que él anunciaba, pero todas sus
palabras y todas sus acciones, sus enseñanzas
y sus milagros, respondían de un modo u otro a
esta realidad, a esta verdad de Dios, que busca
siempre que los seres humanos caminemos
unidos por el camino que nos lleva a la
verdadera vida, a la plenitud de nuestro ser
como hijos suyos, al desarrollo pleno de
nuestras capacidades humanas.

Las llamadas Parábolas del Reino – la parábola


del grano de mostaza, la de la levadura, la del
tesoro escondido, la de la perla preciosa, la del
trigo y la cizaña, y la de la red (cf. Mateo 13, 24
ss) – nos presentan el Reino de Dios, el reinado
de Dios, como un proceso que está en marcha
en el mundo, y que va creciendo,
desarrollándose y profundizándose, paso a
paso, movido por la fuerza de Dios que está
presente en todo y en todos.

La vida, nuestra vida humana, no es algo


estático. Está enraizada en Dios y Dios es
dinámico. Todo en la creación, y en la historia
del hombre, se mueve hacia el reinado pleno de
Dios en los corazones de los seres humanos, y
en la totalidad del universo.

Es una equivocación vivir en la superficie de la


vida y contentarnos con la mediocridad.
Tenemos que cavar hasta encontrar el tesoro
escondido del Reino de Dios (Mateo 13, 44);
trabajar para que apesar de nuestra fragilidad y
de nuestros límites, se haga presente y activa
en el mundo, la fuerza humilde pero poderosa
de Dios, que conduce todo a su salvación.

Jesús mostraba claramente, en su trato con las


personas y también en los milagros que hacía,
las posibilidades que tiene quien permite que
Dios se acerque a él para liberarlo de sus
angustias y sus miedos, del mal y del pecado, y
de todas las esclavitudes que lo desvían del
camino de su realización como persona y como
hijo amado de Dios.

PROGRAMA DE VIDA
PARA QUIENES ACOGEN
EL REINO DE DIOS

El Reino de Dios, el reinado de Dios, no es una


realidad que se da así nada más; una realidad
que Dios nos impone por la fuerza. Al contrario.
El Reino de Dios, el reinado de Dios, es un don
que Dios nos ofrece, y que nosotros podemos
acoger o rechazar, con absoluta libertad; una
realidad que tenemos que construir en nuestra
vida personal y en el mundo, a partir de
nuestras obras. Y Jesús fue bien claro en
hacérnoslo saber, con sus palabras, con sus
acciones, y con su ejemplo de vida.

San Mateo nos presenta en su Evangelio, en el


llamado Sermón de la Montaña, que abarca los
capítulos 5, 6 y 7, una colección de enseñanzas
de Jesús, que son - para quienes queremos
participar activamente en esta tarea -, un
programa de vida concreto y claro, al alcance
de todos; un programa de vida que debemos
conocer con precisión, para poder ponerlo en
práctica, con la certeza de que si lo
respetamos, caminaremos con seguridad y
firmeza por el camino que conduce al Padre.

En el Sermón de la Montaña, Jesús nos enseña


esencialmente, que:

 La sociedad humana sólo se puede


construir con efectividad desde el
compartir y no desde el poseer, como
pregona el mundo.
 El servicio es una condición básica para
construir una sociedad nueva; una
sociedad en la que Dios reine desde el
corazón de los seres humanos que la
conforman; una sociedad en la que Dios
sea a la vez, la meta y el camino, el
principio y el fin, y el centro en el que
todo confluye.
 La verdadera felicidad no nos la dan los
bienes materiales que poseamos, sino
la presencia de Dios en nuestro corazón
y en nuestra vida, porque somos sus
hijos, y esta es nuestra realidad más
íntima y verdadera.
 El amor a Dios y el amor por los demás
es la clave de la esencia humana.
Cuando amamos de verdad somos más
humanos, y al hacernos más humanos
nos hacemos también mejores hijos e
hijas de Dios.

ALGUNAS PALABRAS DE JESÚS


EN EL SERMÓN DE LA MONTAÑA

Sin lugar a dudas, el corazón del Sermón de la


Montaña son las Bienaventuranzas, en las que
Jesús nos invita a vivir nuestra vida teniendo
siempre en el centro de nuestros pensamientos
y de nuestras acciones a Dios, nuestro Padre;
un Dios que nos ama infinitamente y que ante
todo nos pide obrar siempre con sinceridad,
dando el primer lugar a lo que nos hace más
semejantes a Él, porque en ello está nuestra
verdadera felicidad.

"Bienaventurados los pobres de espíritu…


Bienaventurados los mansos…
Bienaventurados los que lloran…
Bienaventurados los que tienen hambre y sed
de la justicia…
Bienaventurados los misericordiosos…
Bienaventurados los limpios de corazón…
Bienaventurados los que trabajan por la paz…
Bienaventurados los perseguidos por causa de
la justicia…
Bienaventurados serán cuando los injurien, y
los persigan y digan con mentira toda clase de
mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y
regocíjense, porque su recompensa será
grande en los cielos; pues de la misma manera
persiguieron a los profetas anteriores a
ustedes” (Mateo 5, 3- 13).

Para ser verdaderamente felices no


necesitamos más bienes materiales que los
estrictamente indispensables para mantener
nuestra vida con dignidad y decoro. La
verdadera felicidad viene de Dios y lleva a Dios.
La verdadera felicidad tiene como base la
sencillez, la humildad y la limpieza de corazón,
y es enriquecida por la misericordia que es
reflejo del amor de Dios. Sus frutos son la paz y
la justicia.
“Ustedes son la sal de la tierra. Mas si la sal se
desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve
para nada más que para ser tirada afuera y
pisoteada por los hombres.
Ustedes son la luz del mundo. No puede
ocultarse una ciudad situada en la cima de un
monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y
la ponende bajo el celemín, sino sobre el
candelero, para que alumbre a todos los que
están en la casa.
Brille así su luz delante de los hombres, para
que vean sus buenas obras y glorifiquen a su
Padre que está en los cielos” (Mateo 5, 14-16).

Quienes somos cristianos, seguidores de


Jesús, tenemos la misión de vivir de tal manera
que nuestras acciones y nuestras palabras no
sean motivo de escándalo para nadie, sino que,
al contrario, estimulen a todos a hacer siempre
el bien.

“Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por


diente. Pues yo les digo: no resistan al mal;
antes bien, al que te abofetee en la mejilla
derecha ofrécele también la otra: al que quiera
pleitear contigo para quitarte la túnica déjale
también el manto; y al que te obligue a andar
una milla vete con él dos. A quien te pida da, y
al que desee que le prestes algo no le vuelvas
la espalda” (Mateo 5,38-42).

La antigua Ley del Talión, queda superada por


la Ley del Amor, que no tiene límites.

“Han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y


odiarás a tu enemigo. Pues yo les digo: Amen a
sus enemigos y rueguen por los que los
persigan, para que sean hijos de su Padre
celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque
si aman a los que los aman, ¿qué recompensa
van a tener? ¿No hacen eso mismo también los
publicanos? Y si no saludan más que a sus
hermanos, ¿qué hacen de particular? ¿No
hacen eso mismo también los gentiles?
Ustedes, pues, sean perfectos como es
perfecto su Padre que está en los cielos”
(Mateo 5, 43-48).

Nuestro amor no puede excluir a nadie, como


no excluye a nadie el amor de Dios.

“Nadie puede servir a dos señores; porque


aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se
entregará a uno y despreciará al otro. No
podéis servir a Dios y al Dinero” (Mateo 6, 24).

Entregar el corazón a Dios y mantenernos fieles


a esa entrega, es nuestro único y verdadero
programa de vida. Los bienes materiales son
apetecibles sólo en la medida en que nos
permiten alcanzar nuestro objetivo.

"No juzguen, para que no sean juzgados.


Porque con el juicio con que juzguen serán
juzgados, y con la medida con que midan se les
medirá” (Mateo 7, 1-2).

A nosotros no nos corresponde juzgar sobre la


bondad o maldad de las acciones y
comportamientos de los demás. Es una tarea
que sólo compete a Dios, porque Él es el único
que conoce el corazón de las personas.

“Todo cuanto quieran que les hagan los


hombres, háganselo también ustedes a ellos”
(Mateo 7, 12).

La regla de oro es comportarnos siempre como


queremos que los demás se comporten con
nosotros; amar como queremos que nos amen,
ayudar como queremos que nos ayuden,
respetar como queremos que nos respeten. No
hay ninguna exclusión.

Es muy importante leer una y otra vez, con el


corazón abierto y bien dispuesto, el Sermón de
la Montaña y confrontar nuestra vida con él.
Nos dará la pauta para cambiar lo que tenemos
que cambiar, de modo que cada día seamos
mejores hijos de Dios, y mejores discípulos de
Jesús, nuestro Maestro y Modelo, y también,
participar activamente en la construcción del
Reino de Dios en la tierra, para bien de toda la
humanidad.

EL REINO DE DIOS HOY

También nosotros, cristianos católicos del siglo


XXI, somos parte del proceso de liberación de
la humanidad, del proceso de salvación en el
que Dios está comprometido, y que se hizo
presente en el mundo en la persona de Jesús;
un proceso de salvación que se orienta a
conseguir la felicidad integral del hombre, no
sólo en el más allá y en el tiempo futuro, sino
también aquí y ahora.
Por eso tenemos que empezar a pensar y a
actuar de una manera nueva, para construir
una sociedad nueva. Una sociedad que acepte
y acoja a Dios como su verdadero y único
Señor; una sociedad en la que la persona
humana sea tenida en cuenta y respetada,
como imagen y semejanza de Dios, llena de
dignidad; una sociedad en la que el poder y el
dinero no sean lo más importante; una sociedad
en la que reinen la vida, el amor, la justicia, la
verdad, la libertad y la paz.

Somos constructores del Reino de Dios en el


mundo, y esperamos con ansia que este Reino
llegue a su plenitud en la Vida eterna.
Imitemos a Jesús:
él va por las calles
y no ha planificado ni a los pobres,
ni a los enfermos, ni los inválidos
que se le cruzan a lo largo del camino;
pero se detiene
ante el primero que encuentra,
convirtiéndose
en presencia que socorre,
señal de la cercanía de Dios
que es bondad, providencia y amor.

Quien sigue a Jesús,


recibe la verdadera paz,
aquella que solo él, y no el mundo,
nos puede dar.

Papa Francisco
16. EL GRAN MANDAMIENTO

“Dijo Jesús: - Les doy un mandamiento nuevo:


que se amen los unos a los otros. Que, como
yo los he amado, así se amen también ustedes
los unos a los otros. En esto conocerán todos
que son discípulos míos: si se tienen amor los
unos a los otros”(Juan 13, 34-35).

“Dios es Amor, y quien permanece en el amor,


permanece en Dios, y Dios en él”, dice el
apóstol Juan en su Primera Carta a los
cristianos de su tiempo (1 Juan 4, 16b). Este
fue, sin duda, el gran descubrimiento de Jesús,
y también su gran motivación y su gran
anuncio, a lo largo de su vida en el mundo, y
constituye para nosotros una verdadera
novedad, cuyos beneficios recibimos
agradecidos y gozosos.

“Dios es amor”, es decir, su naturaleza, su


esencia, su realidad, es el amor, y su tarea, su
oficio, su misión, hoy y desde siempre, es amar.
Todo lo hizo y lo sigue haciendo por amor, en el
amor y con amor. El Amor con mayúscula,
porque es el verdadero amor, el amor supremo,
el amor original, el amor fundante, el amor
donde nacen todos los amores que son
verdaderos.

Los israelitas – y Jesús lo era por nacimiento,


por familia, y por educación – creían en Dios y
tenían una relación profunda con Él, pero no
habían llegado al conocimiento pleno de su
realidad divina. Creían en Dios, se relacionaban
con Él, pero consideraban que lo más
importante, lo que lo hacía ser Dios era su
grandeza, su poder, su fuerza, los que lo
colocaban, sin duda, en el primer lugar frente a
los dioses de los demás pueblos; y aunque en
algunos momentos de su historia, con la guía
de los profetas, percibieron su amor paternal,
no alcanzaron a darle su verdadera dimensión.

JESÚS Y SU CONCIENCIA
DEL DIOS AMOR

Poco a poco, y a medida que Jesús fue


creciendo y desarrollándose como ser humano,
la realidad de Dios se hizo presente en su
mente y en su corazón, y en su contacto íntimo
y personal con Él, percibió la verdadera esencia
de su ser de Hijo, de un Padre maravilloso, que
lo amaba con amor infinito. Un Padre amoroso
y tierno, tambien para todos los hombres y
mujeres del mundo que eran sus hijos muy
queridos, a quienes amaba con todo el corazón,
y cuyo bien deseaba por encima de cualquier
otra cosa.

Esta verdad inmensa llenó de alegría el


corazón de Jesús, y sintió la necesidad de
proclamarla abiertamente, para que todos sus
contemporáneos la conocieran y la asumieran
como fundamento de su vida.

Toda la vida de Jesús, desde su encarnación


hasta su muerte, y luego su resurrección
gloriosa de entre los muertos, es para nosotros
la proclamación detallada y contundente, de
cuánto nos ama Dios, que, como dice también
san Juan:

“En esto se manifestó el amor que Dios nos


tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo
único, para que vivamos por medio de él” (1
Juan 4, 9).

Y luego añade:
“Queridos, si Dios nos amó de esta manera,
también nosotros debemos amarnos… Si nos
amamos unos a otros, Dios permanece en
nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su
plenitud” (1 Juan 4, 11.12b).

Los cuatro evangelios están llenos de textos


que proclaman de una manera admirable, el
quehacer amoroso de Jesús, y también su
preocupación fundamental, de ayudarnos a
entender y a asumir en nuestra vida, esta
verdad de Dios, que se convierte a su vez en
exigencia para nosotros. Sólo hay que tener
ojos para ver, oídos para escuchar, y un
corazón grande para apropiarnos de ella y
hacerla realidad.

UNA PARÁBOLA QUE LO DICE TODO

Lucas, el evangelista de la misericordia, nos


narra una parábola de Jesús, que con sencillez,
como es propio de este estilo de hablar y de
enseñar, nos presenta el modo de pensar del
Maestro y su invitación clara y directa a
comenzar a vivir de un modo nuevo, distinto,
mejor.
Porque el amor que Dios nos tiene, y del cual
nos habló en la Parábola del Padre
misericordioso y el Hijo pródigo, tiene que
florecer en el amor y el servicio a los demás,
como lo enseña la Parábola del Buen
samaritano.

“Se levantó un legista, y dijo para ponerle a


prueba: - Maestro, ¿que, he de hacer para
tener en herencia vida eterna?
Él le dijo: - ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo
lees?
Respondió: - Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con todas tus
fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo
como a ti mismo.
Jesús le dijo entonces: - Bien has respondido.
Haz eso y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: - Y
¿quién es mi prójimo?
Jesús respondió: - Bajaba un hombre de
Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de
salteadores, que, después de despojarle y
golpearle, se fueron dejándolo medio muerto.
Casualmente, bajaba por aquel camino un
sacerdote y, al verlo, dio un rodeo.
De igual modo, un levita que pasaba por aquel
sitio lo vio y dio un rodeo.
Pero un samaritano que iba de camino llegó
junto a él, y al verlo tuvo compasión; y,
acercándose, vendó sus heridas, echando en
ellas aceite y vino; y montándolo sobre su
propia cabalgadura, lo llevó a una posada y
cuidó de él.
Al día siguiente, sacando dos denarios, se los
dio al posadero y dijo: - Cuida de él y, si gastas
algo más, te lo pagaré cuando vuelva.
- ¿Quién de estos tres te parece que fue
prójimo del que cayó en manos de los
salteadores?
Él dijo: - El que practicó la misericordia con él.
Díjole Jesús: - Vete y haz tú lo mismo”(Lucas
10, 25-37).

Jesús es el Buen samaritano, que con sus


palabras y su ejemplo, nos enseña que el amor
a los demás es el principio que da valor a todo
lo que hacemos y decimos.

El amor es una fuerza que, como la fe, es


capaz de mover montañas, derribar obstáculos,
vencer todos los miedos, y encender el fuego
que purifica y salva.
El amor que procede de Dios es una fuerza
arrolladora, imposible de medir, imposible de
limitar, imposible de detener, imposible de
derrotar.

Cuando uno ama con amor verdadero, nacido


del amor mismo de Dios, fuente de todo amor,
todos los sacrificios son posibles.

Cuando uno ama con amor verdadero, la


oscuridad se convierte en luz, el temor en
fortaleza, la tristeza en alegría, y el dolor en
lugar de esperanza.

Cuando uno ama con amor verdadero, no hay


sitio para otra cosa que no sea Dios mismo, en
cuya compañía todo es bueno, y todo conduce
al bien.

EL DESAFÍO DEL AMOR

Una novedad absoluta en el Evangelio, la


constituye la enseñanza de Jesús sobre el
amor a los enemigos.
La primera ley, la ley de Moisés, hablaba del
amor a Dios y al prójimo, pero consideraba que
ese prójimo era sólo aquel que estaba cerca, en
sentido geográfico, al alcance de la mano, y
aquel que además compartía la misma
nacionalidad, la misma raza, la misma fe en
Yahvé.

Jesús, que nos da la segunda ley, la ley que


purifica y plenifica la primera, nos invita a amar
también, y de una manera preferencial, a
quienes están lejos de nuestro corazón, es
decir, a aquellos que por una u otra razón,
podríamos considerar como nuestros
enemigos. En el Evangelio según san Lucas
nos dice:

“Pero yo les digo a los que me escuchan: Amen


a sus enemigos, hagan el bien a los que los
odien, bendigan a los que los maldigan,
rueguen por los que los difamen.
Al que te hiera en una mejilla, preséntale
también la otra; y al que te quite el manto, no le
niegues la túnica.
A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo,
no se lo reclames.
Y lo que quieras que te hagan los hombres,
hazlo tú a ellos.
Si aman a los que los aman, ¿qué mérito
tienen? Pues también los pecadores aman a
los que les aman.
Si hacen bien a los que se lo hacen a ustedes,
¿qué mérito tienen? ¡También los pecadores
hacen otro tanto!
Si prestan a aquellos de quienes esperan
recibir, ¿qué mérito tienen? También los
pecadores prestan a los pecadores para recibir
lo correspondiente.
Más bien, amen a sus enemigos; hagan el bien,
sin esperar nada a cambio; y su recompensa
será grande, y serán hijos del Altísimo, porque
él es bueno con los ingratos y los perversos.
Sean compasivos, como su Padre es
compasivo” (Lucas 6, 27-36).

Nuestro modelo de amor es Dios mismo, y ya


sabemos a quién o a quiénes ama Dios, y cómo
los ama a ellos y cómo nos ama a nosotros a
pesar de ser como somos y hacer lo que
hacemos.
Dios nos ama intensa y generosamente, con un
amor que ninguno de nosotros merece, pero
que a pesar de todo, Él nos da a manos llenas.

Su amor es siempre un amor tierno y delicado,


profundo y acogedor, sencillo y protector, limpio
y desinteresado, generoso y paciente. Su amor
no tiene límites. Su amor no pone barreras. Su
amor no excluye a nadie. Es un amor eterno.
Un amor que permanece en el tiempo, a pesar
de nuestros pecados. Un amor siempre fiel.

“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen


los unos a los otros. Que, como yo los he
amado, así se amen también ustedes los unos
a los otros. En esto conocerán todos que son
discípulos míos: si se tienen amor los unos a
los otros” (Juan 1, 34-35).
Dios se hace cercano a nosotros,
en el sacrificio de la Cruz.
Se abaja
entrando en la oscuridad de la muerte
para darnos su vida,
que vence el mal, el egoísmo
y la muerte.

Pensemos en el dolor de Jesús,


y digámonos a nosotros mismos:
“¡Y esto es por mí!
Aunque yo hubiera sido
la única persona en el mundo,
Él lo habría hecho.
¡Lo ha hecho por mí!...”
Y besemos el Crucifijo
y digamos: “Gracias Jesús”.

Papa Francisco
17. NADIE ME QUITA LA VIDA

Jesús no murió en la cruz por mera casualidad.


Y tampoco porque Dios Padre deseara o
necesitara que muriera tan cruelmente.

Jesús murió crucificado porque aceptó


plenamente el proyecto salvador del Padre, y
su participación en él; entonces, su manera de
ser y de actuar, sus enseñanzas y sus milagros,
no fueron del gusto de las autoridades de su
pueblo, y ellas lo condenaron a muerte.

Jesús entregó su vida en la cruz por


mantenerse fiel su Padre, por amarlo con todo
el corazón, y por amarnos a nosotros los
hombres y las mujeres: a ti, a mí, a todos.

Jesús entregó su vida en la cruz para salvarnos


del pecado que destruye la vida, que mata la
vida.

“Nadie me quita la vida; yo la doy


voluntariamente. Tengo poder para darla y
poder para recobrarla de nuevo…” (Juan 10,
18)
“Nadie tiene mayor amor que aquel que da la
vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos,
si hacen lo que yo les mando” (Juan 15, 13-14)

Morir por amor no es morir. Morir por amor es


darle a la muerte un sentido nuevo, un valor
especial.

Morir por amor es entregarse, darse, en favor


del otro, de los otros. Es redimir, salvar, liberar
del pecado y de todas las esclavitudes, abrir
caminos nuevos, señalar nuevos retos.

Morir por amor es dar paso a un nuevo modo


de ser, a un nuevo modo de existir, a un nuevo
modo de vivir. Es abrir las puertas a la
resurrección que es promesa de una vida
nueva y eterna.

Morir por amor es dar un lugar a la esperanza.

Con su muerte por amor, Jesús:


 nos hace presente el maravilloso amor
que Dios nos tiene;
 nos muestra cómo es su amor, su
compasión, su misericordia con
nosotros;
 fortalece nuestra fe, nos devuelve la
esperanza, nos capacita para amar de
verdad, con un amor que nos vivifica;
 nos comunica su propia vida que es
Vida de Dios, Vida eterna.
Jesús no está muerto,
ha resucitado, es el Viviente.
No es simplemente
que haya vuelto a vivir,
sino que es la Vida misma,
porque es el Hijo de Dios
que es el que vive...
Jesús es el “Hoy” eterno de Dios.

Cristo resucitado ya no muere más,


sino que está vivo y activo en la Iglesia
y en el mundo.
Esta certeza habita en los corazones
de los creyentes
desde la mañana de pascua,
cuando las mujeres
fueron a la tumba de Jesús
y los ángeles les dijeron:
“¿Por qué buscan entre los muertos
al que está vivo?” (Lucas 24,5).

Papa Francisco
18. CREER EN JESÚS RESUCITADO

Creer en la resurrección de Jesús, no es,


simplemente, aceptar con la inteligencia una
verdad de la Iglesia, un dogma de fe.

Ni es tampoco decir con los labios: “yo creo”.

La verdadera fe no es cuestión de palabras, es


sobre todo cuestión de vida.

Creer es ir mucho más allá de los conceptos.


Es aceptar con la mente y sentir con el corazón.
Es hacer vida lo que se acepta, lo que se
siente. Creer es comprometerse.

Creer es hacer presente a Dios en la vida, en


las obras de cada día. Creer es a hacer
presente a Jesús en nuestro mundo, en nuestra
historia, haciendo realidad en nuestra vida
personal y en nuestra integración con la
comunidad, sus enseñanzas y su ejemplo.

Creer en la resurrección de Jesús es:


 Sentir en el corazón que Jesús vive, que
está con nosotros y que actúa en
nuestra historia personal.
 Tener la certeza de que suceda lo que
suceda en nuestra vida y en la historia
del mundo, todo será para el bien.
 Mantenernos alegres aún el las
circunstancias difíciles.
 Conservar la esperanza, contra toda
esperanza.
 Trabajar por lo que parece imposible.
 Estar seguros de que el bien triunfará
sobre el mal.

Creer en la resurrección de Jesús es:


 Recibir las penas que trae la vida con
humildad, con paz, con fe.
 No tener miedo a nada ni a nadie,
porque Jesús resucitado es nuestra
fuerza.
 Luchar contra la tristeza, enfrentar la
depresión, sonreír en medio del dolor.
 Estar seguros de que la vida es más
fuerte que la muerte, el bien más fuerte
que el mal, el amor más fuerte que el
odio.

Creer en la resurrección de Jesús es:


 Hacerlo todo por amor y con amor.
 Creer en la bondad, buscar siempre el
bien.
 Abrir el corazón para acoger a los que
necesitan ser acogidos.
 Luchar con todas nuestras fuerzas,
iluminados por el Espíritu, contra el mal
y el pecado, que nos esclavizan y nos
llevan a la muerte.
 Estar dispuestos a morir a todo lo que
nos separa de él, para recuperar la Vida.

Tú… ¿Crees en la resurrección de Jesús?…


¿Cómo manifiestas tu fe?…¿Cómo la hace
presente en el medio en el que vives y te
desarrollas como persona?
Los dos discípulos de Emaús,
en la ida eran errantes,
no sabían dónde terminarían.
Pero al regreso...
eran testigos de la esperanza
que es Cristo.
Porque lo habían encontrado a él,
el caminante resucitado.

Hemos de volver a Galilea...


para ver a Jesús resucitado,
y convertirnos en testigos
de su resurrección.
No es un volver atrás,
no es una nostalgia.
Es volver al primer amor,
para recibir el fuego
que Jesús ha encendido en el mundo
y llevarlo a todos,
hasta los confines de la tierra.

Papa Francisco
19. TESTIGOS DE JESÚS

Conocer a Jesús, creer en él y amarlo, implica


para nosotros ser sus testigos ante el mundo,
es decir, anunciar su nombre y su mensaje, en
el ambiente en el que nos ha correspondido
vivir, como discípulos y misioneros suyos.

Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de


Dios, hecho hombre como nosotros, tu vida
tiene que ser distinta a la vida de quienes no
creen.

Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de


Dios, su Mesías, su Enviado, tienes que elevar
tu mirada a él para conocerlo en profundidad,
para contemplarlo y adorarlo.

Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de


Dios, nuestro Señor y Salvador, tienes que abrir
la mente y el corazón para escuchar su
mensaje de amor, de vida, de justicia, de
libertad, de paz y de esperanza para todos.

Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de


Dios, nuestro hermano y amigo, tienes que
hacerte sensible a su presencia en ti, acogerlo
como el mejor de los amigos, y dejarte amar
por él.

Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de


Dios, por quien Dios, su Padre, cumple sus
promesas a los hombres, tienes que permitir
que su amor y su verdad te penetren y te
transformen.

Si tienes fe, si crees que Jesús es Dios en


medio de nosotros, tienes que hacerte como él,
servidor de tus hermanos.

Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de


Dios, que murió y resucitó para liberarnos del
pecado y de la muerte, tienes que entregarle tu
vida para que él mismo destruya todas las
cadenas que te atan y no te dejan ser libre y
feliz.

Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de


Dios, por quien Dios, su Padre y nuestro Padre,
nos comunica todas sus gracias, tienes que
pedirle que bendiga tu vida y te adorne con los
dones infinitos de su amor y su bondad.
Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de
Dios, igual en todo a nosotros, menos en el
pecado, tienes que hacer todo lo que esté a tu
alcance para sacar el pecado de tu vida, de
modo que cada día te parezcas más a él.

Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que


hacernos distintos, tiene que hacernos
especiales: con el corazón lleno de amor, de
alegría y de esperanza, limpios y puros,
comprensivos y misericordiosos, generosos y
amables, justos y libres, sinceros y honestos,
activos y contemplativos, fuertes y valientes,
pacientes y pacíficos, sencillos y humildes,
capaces de perdonar de corazón a quien nos
ha ofendido, capaces de vivir en permanente
actitud de conversión, capaces de anunciar a
Jesús con las obras y las palabras de cada día,
con la vida entera.

Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que


darle a nuestra vida un sabor nuevo, distinto,
mejor: el sabor de Dios, la sabiduría de Dios.

Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que


convertirnos en verdadera imagen suya,
transparencia suya, como él mismo es reflejo
del Padre que está en los cielos.

Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que


hacernos fieles seguidores y propagadores de
su mensaje, un evangelio viviente y palpitante
para el mundo en el que vivimos.
Jesús experimentó en este mundo
la aflicción y la humillación.
Ha recogido los sufrimientos humanos,
los ha asumido en su carne,
los ha vivido hasta el fondo uno a uno.
Ha conocido todo tipo de aflicción,
morales y físicas:
ha experimentado el hambre
y el cansancio,
la amargura de la incomprensión,
ha sido traicionado y abandonado,
flagelado y crucificado.

Invito a todos
a mirar a Jesús crucificado,
para entender que el odio y el mal
son derrotados con el perdón y el bien;
para comprender que
la respuesta de la guerra
sólo aumenta el mal y la muerte.

Papa Francisco
20. JESÚS, EL CORAZÓN DE DIOS

Hablar del Corazón de Jesús no es otra cosa


que hablar del amor de Dios, presente y
actuante en medio de nosotros, en la persona
de Jesús, su Hijo encarnado.

Dios nos ama infinitamente, con un amor


“compasivo y misericordioso”, “lento a la cólera
y rico en piedad”, y ese amor que nos tiene se
hace concreto y real, en Jesús de Nazaret, a
quien los Evangelios nos presentan como una
persona esencialmente amorosa, que “pasó por
el mundo haciendo el bien” a todos.

Jesús es el amor de Dios hecho carne de


nuestra carne y sangre de nuestra sangre. El
amor de Dios que vela por nuestra integridad y
nuestra felicidad en todo momento, aunque no
nos demos cuenta de ello, y no percibamos su
presencia a nuestro lado.

Jesús es el amor de Dios que se acerca a


nosotros para compartir nuestras limitaciones y
nuestras debilidades, nuestras alegrías y
nuestras penas, nuestros triunfos y nuestras
derrotas. Dios que quiere vivir en nuestro
mundo, para comprendernos mejor y ayudarnos
a ser lo que somos desde el primer momento
de nuestra existencia: hijos de Dios, creados “a
su imagen y semejanza”.

Jesús es el amor de Dios que cura nuestras


heridas, Dios que sana nuestras angustias y
tristezas; Dios que goza con nuestras alegrías,
y que quiere llevarnos por el camino de la
verdadera felicidad.

Jesús es el amor de Dios que nos libera de


todo lo que nos esclaviza, de todo lo que nos
separa de él y de su bondad infinita.

Jesús es Dios que perdona nuestros pecados,


Dios que nos salva y nos da la Vida eterna, si
somos dóciles a sus enseñanzas y hacemos
realidad cada día, su Mandamiento del amor.

Abramos nuestro propio corazón a este Amor


maravilloso que se nos da sin reservas.

A.M.D.G

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