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Falafel y Sushi
ÍNDICE
SHRULIK pag. 15
GEOGRAFÍA E IDENTIDAD
Tamara Rajczyk
Desde el renacimiento de la lengua hebrea hacia fines del siglo XIX, muchísimas obras
literarias reflejaron el amor a Eretz Israel. Como lo expresa el Hatikva, una esperanza
acompañó la vida del pueblo judío a lo largo de dos mil años: “ser un pueblo libre en nuestra
tierra, la Tierra de Sión y Jerusalem”.
No es un dato menor el nombre de la primera novela hebrea moderna: Ahavat Tizón (Amor
a Tzión), escrita por Abraham Mapu en 1853.
Mientras los escritores y poetas aún vivían en Europa, la producción literaria estuvo signada
por la añoranza por esa tierra que solo existía en sus corazones y con la que soñaban. Una
vez establecidos en Eretz Israel, para los grandes poetas y prosistas, la tierra dejó de ser un
sueño, se convirtió en algo concreto que pisaban. Tanto ellos como los jalutzim (pioneros),
necesitaban diferenciarse del judío galútico: Eretz Israel era la solución para el pueblo judío
y en esta tierra se construiría el judío fuerte, trabajador, que con su esfuerzo físico se
apropiaría de ella. Ya con el establecimiento del Estado de Israel, el sueño se hace realidad y
esta no es cómo la habían soñado, sino que es mucho más compleja y difícil. La fundación
de kibutzim, moshavim y ciudades en desarrollo aporta elementos distintos al entramado
social. A lo largo de los años, la hitiashvut haovedet (asentamientos agrícolas) no solo se
dedica a cultivar la tierra, sino que también desarrolla industrias y servicios. El hombre
empieza a perder el contacto con la tierra. A partir del último decenio del siglo XX, los
kibutzim y moshavim modifican sus estructuras, muchos se privatizan, desmantelan
naranjales y tambos donde se construyen urbanizaciones, sobre tierras otrora productivas.
Surgen centros comerciales en cruces de caminos o en las entradas de kibutzim ubicados
sobre rutas centrales. Es indudable que este proceso influye en la identidad de los diferentes
grupos sociales, ya que entre muchos israelíes laicos, el paseo del shabat, que era dedicado
al contacto con la naturaleza y al picnic, es reemplazado por la visita al shopping.
Los grandes poetas que comenzaron a escribir en Europa, hablaron de la añoranza eterna y
ese amor incondicional por Eretz Israel. Jaim Najman Bialik, el poeta nacional, expresa su
deseo de “llegar a la tierra elegida, la tierra de la virtud”. En su poema “Los últimos muertos
del desierto” escribió:
También Shaúl Tchernijovsky habla de una tierra maravillosa en “Dicen: hay una tierra”:
Quizá ya no existe:
¡Se apagó su resplandor!
Dios para nosotros
nada ordenó...
Lapid ironiza sobre las dificultades de vivir en Israel, pero al igual que Bialik y Tchernijovsky
expresa su profundo lazo con la tierra y su amor por el país.
la ofrenda de tu hija;
sólo una voz de alegría
en un día de aflicción,
sólo una furtiva lágrima
que sube a los ojos.
Los poemas citados de Bialik, Tchernijovsky y Rajel fueron musicalizados por artistas israelíes
y de la mano de cantantes muy populares se convirtieron en parte del acervo cultural de
Israel. Son interpretados por jóvenes de las tnuot noar (movimientos juveniles), aún sin que
comprendan por completo su contenido, ya que fueron escritos en un hebreo muy diferente
al coloquial que se habla hoy en día.
Contemporáneo de estos poetas, el Premio Nobel de Literatura 1966 Shmuel Iosef Agnón,
aborda el tema del lazo del pueblo judío con la tierra de Israel. En las tres novelas más
importantes de su producción parte del ideal sionista como solución a todos los problemas
del pueblo judío. Plantea un proceso de integridad-desintegración-renacimiento en Eretz
Israel, que vive todo judío de la Diáspora. En uno de sus cuentos más difundidos, “La cabra”,
describe una tierra maravillosa, muy cercana al Edén. En este relato, un anciano que sufría
del corazón debe beber leche de cabras. Su cabra desapareció y regresó al corral con sus
ubres llenas de leche de un gusto paradisíaco (en clara alusión a la cita bíblica acerca de
“una tierra que mana leche y miel”). El anciano le pide a su hijo que siga a la cabra para
averiguar de dónde trae una leche tan sabrosa. Así es como el muchacho llega a Eretz
Israel:
“Vió montañas elevadas cubiertas de árboles frutales y una fuente de agua cristalina
apareció ante él. El viento le traía fragancias y perfumes. La cabra trepó sobre un
algarrobo y comenzó a comer sus dulces frutos llenos de miel.
El muchacho se dirigió a los moradores del lugar diciéndoles: “Eh, amigos, ¿dónde
estoy y cuál es el nombre de este lugar?”. Dijéronle: “Estás en la tierra de Israel,
cerca de Tzfat”. Inmediatamente se llenó su corazón de amor y besó la tierra, luego
elevó su rostro al cielo y dijo: “Bendito sea Dios que me trajo a Eretz Israel”.
Bialik, Tchernijovsky, Rajel, escribieron sobre una tierra soñada, pero a medida que el ideal
sionista se iba concretando, y los pioneros iban fundando y construyendo los kibutzim, los
escritores y poetas empezaron a abordar uno de los temas más importantes de este
movimiento: construir un judío nuevo, que trabaje la tierra y sea totalmente diferente al
estereotipo del judío galútico.
En su libro “Una historia de amor y oscuridad” (2002), una novela autobiográfica en la que
relata la vida en Eretz Israel y en particular en Jerusalem durante los años treinta, cuarenta
y cincuenta, el escritor Amos Oz escribe sobre los pioneros:
“No sólo el Mundoentero, también Eretz Israel estaba lejos: en algún lugar, más allá
de las montañas, estaba surgiendo una nueva raza de judíos heroicos, una raza
bronceada y robusta, silenciosa y eficiente, completamente distinta al judío de la
diáspora, completamente distinta a los habitantes de Kerem Abraham. Chicos y chicas
pioneros, bronceados, curtidos y silenciosos, que habían logrado convertir la
oscuridad de la noche en un aliado, y que también en las relaciones entre el hombre
y la mujer habían superado ya todas las inhibiciones. No se avergonzaban de nada.
(…)
Esos pioneros vivían más allá de nuestro horizonte, en Galilea, en Sharón, en los
valles. Chicos fuertes y con sangre en las venas, pero silenciosos y pensativos, y
chicas corpulentas, sinceras y equilibradas, como si lo supieran todo y lo entendieran
todo, incluso a ti y a tu desconcierto, y a pesar de todo te trataban con cariño,
seriedad y respeto, no como a un niño sino como a un hombre como los demás, pero
de poca estatura”.
Es interesante señalar que Amos Oz publicó este libro en 2002. A pesar del tiempo
transcurrido establece una clara distinción entre aquellos que vivían por aquellos tiempos en
Jerusalem u otras ciudades y los pioneros, a quienes describe con gran admiración.
Es triste ser
alcalde de Jerusalem,
es terrible.
¿Cómo puede ser un hombre alcalde de una ciudad como esta?
¿Qué hará con ella?
Edificará y edificará y edificará.
a las casas,
como lobos que vienen a aullar a los perros,
que se convirtieron en esclavos del hombre.
(Traducción: Iehuda Ofer)
En los últimos años, Jerusalem se está convirtiendo cada vez más en una ciudad
mayoritariamente de religiosos. Un chiste muy difundido dice que el mejor lugar de
Jerusalem para un viernes por la noche es la autopista que conduce a Tel Aviv. En el libro de
Amos Oz ya citado, este describe la diferencia entre estas dos ciudades en los años previos
al estado:
Al cabo de los años supe que la Jerusalem bajo el Mandato Británico, en los años
veinte, treinta y cuarenta, era una ciudad culturalmente fascinante; había grandes
comerciantes, músicos, intelectuales y escritores: Martin Buber, Gershom Scholem,
Agnón y muchos otros investigadores y artistas importantes. (…)
La Jerusalem que mis padres admiraban estaba lejos de nuestro barrio: estaba en la
verde Rehavia llena de sonidos de piano, en los tres o cuatro cafés con lámparas
doradas de la calle Iaffo y Ben Iehuda, en las salas del YMCA y en el hotel Rey David,
donde judíos y árabes amantes de la cultura se reunían con británicos amables e
instruidos, por donde pululaban señoras fantásticas de largos cuellos vestidas de
fiesta del brazo de señores con trajes claros, donde se mezclaban ingleses liberales
con judíos cultos y árabes ilustrados, donde se organizaban recitales, bailes, jornadas
literarias, recepciones y refinadas charlas artísticas. (…)
Al otro lado de las montañas oscuras estaba también la Tel Aviv de entonces, un
lugar tumultuoso de donde nos llegaban los periódicos, las noticias sobre teatro,
ópera, ballet, cabaret y arte moderno, los partidos políticos, ecos de agitadas
discusiones y también retazos de vagos chismorreos. Allí, en Tel Aviv, había grandes
deportistas. Y también había mar, y todo el mar estaba llenos de judíos bronceados
que sabían nadar. ¿Quién sabía nadar en Jerusalem? ¿Quién había oído hablar nunca
de judíos nadando? Tenían genes completamente distintos. Una mutación. “Como el
milagro de una mariposa nacida de un gusano”. (…)
¡Qué lejos estaba Tel Aviv! (…) En aquella época, no solo la luz de Tel Aviv era
diferente de la de Jerusalem, mucho más de lo que lo es hoy; incluso la ley de
gravedad era completamente distinta. En Tel Aviv se caminaba de otra forma: se
saltaba, se flotaba, como Neil Armstrong en la luna.
Actualmente, la diferencia entre la tradicional y espiritual Jerusalem y la cosmopolita
y occidental Tel Aviv va en constante aumento. Muchos intelectuales y laicos de clase
media de Jerusalem se han mudado a un nuevo barrio, en las afueras de la ciudad
(Mevaseret Ierushalaim) o a la cercana ciudad de Modiin (junto al monasterio de
Latrun), lo que les permite estar cerca de la capital, pero lejos de la vida religiosa que
les impone limitaciones durante los fines de semana.
En la novela “Cuatro casas y una nostalgia”, publicado en 2004, el escritor Eshkol Nevo
describe este lugar:
Eshkol Nevo relata la historia de cuatro familias del barrio del Castel, durante los meses
previos y posteriores al asesinato de Rabin: una pareja mayor, llegada de Kurdistán durante
los años cincuenta, el hijo de ambos junto a su mujer y a sus dos pequeños niños, una
familia cuyo hijo mayor muere en el Líbano y una pareja joven de estudiantes que alquilan
una pequeña vivienda en esa misma cuadra, porque es mucho más barato que vivir en
Jerusalem. En este paisaje aparece un albañil árabe que trabaja en la refacción de una de
las viviendas y reconoce en la vieja casa de la pareja mayor la morada de su infancia,
abandonada por su familia cuando él era un niño, no bien comenzada la Guerra de la
Independencia. La llave que aún conserva su madre, la nostalgia por un lugar al que
pertenecieron sus antepasados y al que quieren regresar plantea un paralelo con la añoranza
judía por el retorno a Tzión. El autor focaliza la narración desde los diferentes puntos de
vista de sus personajes. Cada uno con su propia historia personal, mezclada con la historia
nacional, que influye en el desarrollo de sus vidas. Como en capas geológicas superpuestas,
ese paisaje urbano que fue cambiando a lo largo del tiempo, con el devenir de la historia,
nos permite conocer a cada uno de los personajes, sus sufrimientos y emociones.
En los últimos quince años, puede afirmarse que la nueva literatura israelí es una literatura
urbana, que es producida esencialmente por escritores que empezaron a publicar siendo
muy jóvenes, viven en Tel Aviv y son parte de la movida cultural que en esta ciudad se
desarrolla. Hasta los ochenta, la literatura israelí era seria y se ocupaba de grandes temas,
su objetivo no era entretener, sino que estaba al servicio de la historia con mayúscula. A
partir de entonces, cualquier tema puede ser abordado. En esta era global y posmoderna los
límites son borrosos, las reglas se esfuman y parece que todo puede ser legítimo. Las
historias ambientadas en el kibutz son escasas entre los escritores actuales. Estos escriben
acerca de jóvenes urbanos que viven los mismos conflictos que pueden protagonizar quienes
habitan cualquier gran ciudad del mundo occidental. Muchas son historias de seres solitarios
que llegan a Tel Aviv en busca de oportunidades laborales o de estudio.
El cuento “Rani de las estrellas”, de la escritora y periodista Gafi Amir, transcurre en Iom
Haatzmaut en Tel Aviv. La protagonista concurre a una discoteca llamada “Corrupción”, en la
que se realiza una fiesta de travestis, en homenaje al Día de la Independencia. Allí encuentra
casualmente a un ex novio y rememora la época que pasaron juntos:
No es que me muera por él, pero sé que en algún lugar del mundo todavía da vueltas
el tiempo en el que íbamos a Kikar Haatarim cada noche. Toneladas de hormigón y
cemento, fortificadas como la línea Maschino, nos separaban del cielo.
Nuestra temprana juventud transcurrió a mediados de los ochenta. Eso nos ubica
como gente del vinilo, con zapatos llenos de tachas y una gran nostalgia por la
música de Rod Stuart. En algún lugar, en medio de los años ochenta, yo era una
típica chica que usaba hombreras, untaba mis labios con lápiz labial de Max Factor y
me hacía claritos en el cabello. Atractiva como una bancaria arreglada podía creerse
atractiva. Salimos tres años. Toda mi temprana juventud giró de alguna manera
alrededor de Duki. Le introducía la lengua en lo profundo de su boca. Cada tanto,
Auki me hacía masajes totalmente platónicos o me llevaba a las escaleras que
conducían de la plaza al mar para sentarnos a conversar.
La juventud de esta pareja estuvo enmarcada en esa plaza seca, Kikar Haatarim, que marcó
una época de Tel Aviv. Actualmente es un espacio en decadencia, los centros de diversión se
diversificaron y trasladaron a otros sitios: la zona de Shenkin, Nevé Tzedek, Najalat
Binyamin, los shoppings.
En “El día que dispararon sobre el Primer Ministro” (1991), Uzi Weil relata la búsqueda de
un departamento para alquilar en Tel Aviv, por parte de un joven:
Mientras esperaba que cambiase la luz del semáforo, miré el edificio. El bolso que
aún conservaba del ejército contenía todas mis pertenencias y me pesaba en el
hombro, pero no quise bajarlo, para no tener que subirlo luego. En la planta baja
había una cafetería. Los departamentos se alquilaban a bajo precio. Cada uno tenía
una pequeña cocina y un baño. Se alquilaban a soldados, obreros nigerianos,
ancianos que compartían la vivienda, chicas venidas de Beit Shean que cogían a viva
voz durante las noches mientras los obreros las escuchaban y se masturbaban y los
ancianos lo pasaban mal. El edificio era raro: tenía pasillos sinuosos y departamentos
en diferentes niveles construidos de distintas formas. A pesar de que todos eran
baratos, fuera de los ancianos, ningún inquilino se quedaba más de cuatro meses.
No era el mejor lugar de la ciudad, pero dos días antes había perdido mi trabajo y 24
horas después también el departamento en el que vivía.
En este párrafo, Weil nos pinta otro rincón de la ciudad: una zona barata y en consecuencia,
habitada por una población muy diversificada que incluye también a los trabajadores
extranjeros.
Muchos relatos y novelas realistas escritos en los últimos quince años están ambientados en
las ciudades y aquellas narraciones relacionadas con el kibutz o la hitiashvut haovedet
quedaron relegadas. Uno de los escritores que sigue fiel a este tipo de producciones es Meir
Shalev, quien se ha especializado en sagas familiares que se remontan a los primeros años
de la vida agrícola en Eretz Israel. En “Por amor a Judith”, de 1994, relata:
El nombre de mi padre no lo conoce nadie. Soy hijo ilegítimo, y tres hombres me han
creído hijo suyo. De Moisés Rabinovich he heredado una granja, un establo y el pelo
pajizo. De Jacobo Scheinfeld he heredado una hermosa casa, una vajilla preciosa,
unas jaulas de canarios vacías y los hombros caídos. Y del soijer, es decir, de
Globerman, el tratante de ganado, he heredado una bolsa de dinero y mis
gigantescos pies.
La relación del hombre con la tierra ha ido cambiando en todo el planeta. Vivimos en un
mundo de ciudades y eso también se refleja en la literatura israelí. Si bien la relación del
pueblo judío con Eretz Israel conlleva una carga emocional que es diferente a la de cualquier
otro país, la literatura israelí ha ido creciendo en relatos urbanos y ha dejado atrás aquellos
relacionados con la tierra y su trabajo, que abundaban en los primeros decenios del siglo XX.
Actualmente en Israel abunda el no-lugar, es decir, sitios que podrían estar ubicados en
cualquier parte del mundo y en los que nos sentimos cómodos, porque a pesar de las
diferencias autóctonas, todos son parecidos: shoppings, aeropuertos, autopistas,
condominios.
Las producciones de israelíes oriundos de los países árabes merecen una reflexión especial.
Recién en los años setenta estos escritores empezaron a alzar su voz, de la mano de los
movimientos sociales que defendían los derechos de este sector, como los panteras negras.
Entre ellos se destaca el poeta Erez Biton, quien escribió en “Poema de compra en
Dizengoff”:
Palabras limpias,
sí, señor,
por favor, señor,
un hebreo muy actualizado.
Y las casas aquí están paradas sobre mí,
mucho más altas que yo.
Y las aberturas aquí se abren
pero son impenetrables para mí.
en el negocio de Dizengoff
empaco mis cosas
para volver a los suburbios
y al otro hebreo.
Erez Biton plantea el deseo de pertenecer al lugar, pero a la vez la imposibilidad de ser parte
y lo hace también desde el idioma: el hebreo como una geografía a conquistar. ¿Cuál es su
identidad? ¿Cómo se complementan la cultura que trajo consigo con el nuevo mundo que
debe conquistar, pero que aparece como hostil?
En diferentes épocas y con distintas géneros y estilos, la literatura hebrea moderna refleja
un lazo intenso con su geografía, que suministra elementos en la construcción de una
identidad nacional.
AMOR AL PAÍS
Iehuda Amijai
Y el país se divide
en comarcas del recuerdo y distritos de esperanza,
y sus habitantes se mezclan entre sí,
como esos que regresan de un casamiento
con aquellos que vuelven de un entierro.
Y el país es hermoso.
Incluso los enemigos en derredor lo adornan
con armas que brillan al sol
como un collar al cuello.
Y el país es un país-paquete:
bien amarrado esta y de todo hay en él,
y está atado con fuerza
y los hilos producen dolor a veces.
SHRULIK
DOSH, caricaturista, oriundo de Hungría, fue diseñador gráfico en “Este Mundo” y sus
dibujos fueron publicados en el diario LEJI. En el año 1953 se sumó a la redacción del diario
“Maariv”. Tres años después SHRULIK aparece por primera vez. A veces aparentaba ser un
poco tonto, pero la mayoría de las veces era dulce e ingenuo. Con el tiempo pasó a ser
dudoso, incluso un poco cínico, como un lindo símbolo de la patria, que alcanzó a volver del
campo de batalla con su brazo vendado y un parche cubriendo su rostro.
“La imagen de Shrulik se creó por necesidad”, dijo Dosh en una entrevista que le hicieron en
el año 1988. “Debía encontrar una imagen que me sirva para mis caricaturas y que sirva de
símbolo al país”. Pensó en un animal como símbolo, una gacela, que representa a Israel en
las fuentes, pero descubrió que la gacela es un animal que sirve de presa a otros animales.
Pensó también en un cachorro de león, pero el león ya había sido utilizado como emblema
por otros países. “Al final opté por la imagen de este niño. No es cierto que el niño no creció,
pero al cumplir 14-15 años, interrumpí su crecimiento y preferí que siga siendo un joven.
Esto realmente expresa la mentalidad de nuestra sociedad que vive en su adolescencia, que
está en la búsqueda de su identidad, un indicio de la falta de seguridad, sus ansias de
encontrar el amor a cualquier precio, verse a si mismo fuerte y débil…”
EL NOMBRE (fragmento)
Aaron Megued
Cierto día, Raia no podrá olvidarlo nunca, ella y su madre vieron al abuelo vestido con su
traje negro de fiesta, ropas que hacía meses que no se había puesto; y ella se asustaron al
verlo así.
“Qué fiesta es hoy?”. Hoy es el cumpleaños de Méndele…”, dijo el abuelo.
La madre se echó a llorar, y ella misma lloró también y salió de la casa.
Después, el abuelo se fue a vivir solo. Desde entonces, Raia iba a visitarlo, primero con su
madre, y después de casada, con Iehudá.
Cuando por casualidad una de sus visitas coincidía con las de Rajel, ésta se mostraba ruda
con él, tratándolo con severidad. “Si quieres que sigan visitándote, no les hables de los
muertos. Habla de los vivos. Son jóvenes y no tienen la mente para esas cosas”.
Cuando Raia ya estaba en el séptimo mes de su embarazo, el abuelo distraído, ni se había
dado cuenta. Pero Rajel no pudo menos que hacerle partícipe de su alegría y espera, le
comunicó que pronto tendría un bisnieto.
Una tarde, se abrió la puerta de la casa de Raia y Iehudá, y apareció en el umbral el abuelo
en persona, con sus ropas de fiesta, como aquel día, el del cumpleaños de Méndele.
Era la primera vez que visitaba la casa, y Raia se sorprendió tanto, que lo abrazó y lo besó
como no lo hacía desde que fuera niña. Al hacerlo pasar, el abuelo recorrió las habitaciones
y dijo:
“Ay, niños malos, ¿así se comportan con el abuelo? ¿Por qué no me dijeron que tienen una
casa tan linda?”
Pasados unos días, cuando Rajel vino a visitarlos y le contaron acerca de la sorpresiva visita
del abuelo, ella no se asombró y dijo:
“Ah, ustedes no saben en qué ha estado pensando todos estos días el abuelo, en que si nace
un niño, le pongáis el nombre de su nieto”.
“¿Méndele?” dijo Raia, y sin querer estalló en risa. Por supuesto, le dije que se lo saque de la
cabeza”, aseguró Rajel.
Nosotros ya decidimos acerca del nombre”, si es niña, se llamará Osnat; si es varón, Ehud”.
La cuestión del nombre se convirtió, a partir de entonces, en el tema exclusivo de las
conversaciones entre Rajel y la pareja de jóvenes, durante sus visitas a la casa, y enturbió el
ambiente festivo que reinaba en la misma.
Rajel, que estaba entre la generación del abuelo y la de los hijos, inclinaba su parecer a
veces en un sentido, otras en el otro. El asunto del nombre, con el andar del tiempo se
convirtió en una cuestión fundamental, envuelta en misterio, que reservaba quién sabe qué
cosas de las que dependían la vida o la muerte. Más aún: el destino de la criatura por nacer.
“En rigor de verdad, no se qué tiene de malo el nombre Méndele”, le dijo a su hija, “es un
nombre judío como tantos otros”.
“¿Qué estás diciendo?, mamá”, se rebeló Raia con todo su ser, “¡Un nombre galútico!
¿Quieres que odie a mi hijo? Tú sabes, mamá, que por el abuelo estoy dispuesta a hacerlo
todo, porque lo quiero, pero no voy a sacrificar la dicha de mi hijo por una absurda creencia
suya”
Pasado un tiempo, Rajel vino con una propuesta de conciliación: que el niño se llame
Menajem. Es un nombre hebreo, dijo, israelí. Muchos niños se llaman así y a nadie se le ha
de ocurrir burlarse de ellos.
“Hemos elegido un nombre, mamá, que nos gusta a ambos y no lo cambiaremos por otro”,
dijo Raia. Rajel lo comprendió perfectamente, no obstante, agregó en voz muy baja: “no
se… a veces pienso que no es el abuelo el que sufre de amnesia, sino todos nosotros.”
La criatura que nació fue varón y se llamó Ehud. Cuando tuvo más o menos un mes, Raia y
Iehudá lo llevaron a la casa del abuelo. Desde su nacimiento el abuelo no los visitó ni una
sola vez.
Se abrió la puerta y apareció el abuelo Ziskind con el rostro arrugado como si hubiera
envejecido mucho. “Pasen, pasen”, dijo el abuelo, “tomen asiento, les sirvo algo?” “No, no
hace falta abuelo, no vinimos para eso”, dijo Raia.
Se produjo un silencio que pareció muy largo. Y cuanto más pesado se hacía el silencio, más
aumentaba la angustia de Raia. Junto a la pared, donde estaba el reloj, estaba acostado el
niño en su coche, y era como si un abismo se extendiera entre un mundo que se va y un
mundo que viene. El anciano jefe de la familia no reconocía a ese bisnieto, que no le había
perpetuado su recuerdo.
El abuelo, se acerca al reloj de pared con la intención de sacar de allí sus escritos.
Raia no podía sufrir más esa opresión, se levantó y exclamó: “tenemos que irnos”, Ziskind
los acompañó hasta la puerta.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, brotaron lágrimas de los ojos de Raia. En ese momento
le parecía que el niño necesitaba que lo compadecieran, que lo quisieran mucho, como si
estuviera solo en el mundo, como si fuese huérfano de padres.
El timbre de la puerta sonó, me levanté para abrir, escuché del otro lado unos pasos y un
corto estornudo, pero a través de la mirilla no vi nada. Abrí la puerta, estaba parada una
persona bien vestida, de traje, cuello bien planchado y corbata, con muchos anillos en sus
dedos, su bigote bien recortado, y su tez era evidentemente oriental, árabe.
Me presento su tarjeta: ABDULLAH EL–FATAH. Propietario de las compañías IBM, GENERAL
MOTORS, RENAULT, SUN UP, FIAT y delegado ante la ONU.
Lo dejé entrar; Eso sucedió en 1964. Al principio trató de impresionarme, mostrándome
fotos de la línea de montaje FIAT, y también del edificio de la ONU, cuya adquisición total
estaba tratando.
- ¿Para qué necesita Ud. un edificio tan grande? le pregunté.
- Es bonito, muy decorativo, con sus paredes de mármol y con sus adornos de oro y
cristales. Me gusta y por supuesto me lo puedo permitir, también a mis mujeres les gusta, y
yo, qué no hago por mis mujeres?...
El invitado me pareció seco, y no entendía el motivo de su visita.
- Es muy rico, puede permitirse todo, entonces, cuál es la razón por la cual vino a visitarme,
yo soy una persona humilde, dueño de un modesto departamento en el Medio Oriente. La
razón se aclaró muy pronto.
El Sr. El Fatah sacó de sus lujosos portafolios varios retratos de niños vestidos de harapos,
recostados en el suelo, casas en ruinas y mujeres lavando sus ropas en viejos y deteriorados
tachones. Y dijo: “En estas condiciones vive mi hermano Ajmed, su vecino del departamento
de enfrente. Todos mis hermanos y yo, vivimos en este edificio, y no le perdonaremos, Ya
que es por Ud. que nuestro hermano Ajmed sufre tanto en su pequeño departamento”
Le recordé a El Fatah que en esta casa habían vivido mis antepasados, y en 1948 cuando
regresé a vivir acá, Ajmed le reclamó al administrador anterior Lord Peel su posesión al
derecho de mi departamento.
Fue entonces que nos convocaron en una reunión en Rodas, para dirimir la cuestión, y
firmamos un convenio que estipula que Ajmed recibe de mi departamento una habitación y
el balcón, para de esta manera poder agrandar su vivienda en el futuro.
El Fatah, se enfureció y dijo: “Los hijos de Ajmed son refugiados”, y yo le contesté: “Sr. El
Fatah, por qué no le facilita a la familia de Ajmed, vivir en la mansión que Uds. poseen en la
vereda de enfrente?”
Quizás en el edificio de la ONU que Ud. quiere adquirir, porque, dinero Ud. tiene, por lo cual,
puede Ud. encontrar una buena solución para su hermano.”
- “No se puede!” dijo El Fatah, “Ajmed y sus hijos son refugiados y nosotros exigimos que
Ud. los aloje en su departamento, y así solucionar su problema”
Traté de convencer al Sr. El Fatah mostrándole mi departamento, y diciéndole: “aquí
también hay refugiados! Aquí viven refugiados de Irak, Polonia y Argentina, y también de
Rusia, Alemania, Marruecos y el Yemen, al tiempo que recorría con él mis habitaciones. En el
techo hay goteras, y con la luz tengo problemas. Ud. ve que mi departamento está lleno de
Esto ocurrió en 1964: yo vivía en un pequeño departamento. Me rodeaban mis vecinos. Los
hermanos Ajmed, que crearon la OLD (Organización para la Liberación del Departamento),
cuyo objetivo era liberarme de la preocupación de mantener mi departamento y comenzaron
dañando los caños del mismo, rompiendo mis vidrios y desgarrando las gomas de mi
automóvil.
Al cabo de 3 años, en 1967, cercaron la entrada de mi vivienda y lo castigaban a todo aquel
que quería entrar y subir las escaleras hacia mi casa.
Luego en forma simultánea, declararon una guerra por todos los frentes. Los vecinos de
arriba se esforzaron por saltar dentro de mi departamento. Los de abajo quisieron subir por
la columna y se colgaron de mi baranda. El peor de todos fue mi vecino Ajmed, quien
disparó apuntando hacia mi salón y por poco casi mata a mi esposa, hijos y familiares.
Por mi parte, organice a todos los refugiados que estaban en mi departamento con el fin de
contrarrestar el ataque y logramos expulsar a los atacantes y ocupamos el Balcón desde el
cual Ajmed nos estaba disparando, que era el mismo que yo le había cedido por consejo de
Lord Peel, con anterioridad, en el convenio de Rodas.
El hecho de que el balcón volvió a ser de mi propiedad, tranquilizó a Ajmed y sus secuaces
de la OLD, pero no por mucho tiempo.
Esta vez comenzó a molestar a todos mis amigos, los habitantes de la ciudad, les arrojaban
piedras cuando viajaban, secuestraban a sus hijos, etc.
Y comenzó a convencer a mis amigos, que lo único que desea es recuperar mi Balcón que
había sido suyo, pero que yo le cedí en 1948, pero que recuperé en 1967, cuando atacó mi
living.
Mis amigos, ocupados con sus problemas cotidianos (deudas, hipotecas, etc.) trataron de
convencerme: “Abshalom, entrégales el balcón, que ellos sólo quieren liberar el balcón que
tu te devolviste en 1967, devuélvelo nuevamente como te lo había sugerido anteriormente
Lord Peel”.
“Sres., ellos no quieren liberar mi balcón! Ellos son una Organización que quiere todo mi
departamento! Ellos crearon la OLD en 1964, cuando el balcón en conflicto estaba en sus
manos, además, a través de las paredes, escucho que lo que en realidad quieren es
expulsarme de mi departamento.”
Entretanto, mis vecinos iniciaron otro conflicto bélico mientras ayunaba en Iom Kipur (1973)
y me sentía débil y deprimido en la sinagoga.
Nuevamente me asaltaron y agredieron tanto el vecino de arriba como el vecino de abajo;
lograron penetrar al Balcón delantero, y casi entraron a mi dormitorio.
La lucha fue muy dura, mis hijos y los hijos de mis hermanos, los refugiados, lograron
expulsarlos finalmente…
¿Qué les sugieres a Abshalom que haga en el futuro? ¿A quien le pertenece el Balcón?
LA CAMISA A RAYAS
Meir Ariel
LA CHOMBA DECENTE
Edgar Keret
de vender zanahorias? ¡No es más que un color estúpido! Un color que estaba aquí antes
que nosotros y que seguirá existiendo cuando ya no estemos. A mí nadie me va indicar qué
color simboliza qué cosa.”
Envalentonado por las palabras del verdulero, y por la media sandía que acababa de
comprar, enfilé para casa con la frente bien alta. Pero poco antes de llegar a la senda
peatonal, un joven, de rostro pálido, con un cigarrillo entre los labios y una taza de café, de
plástico, entre las mano, me reconoció y me espetó. “¿Y vos te considerás un intelectual?
¿Un escritor?” Señalaba el bolsillo de mi chomba, detrás del cual, se suponía, debía de latir
mi corazoncito naranja. “Sos un colono ocupante, eso es lo que sos”. “No, no lo soy”,
repliqué. “La compré de oferta, a 64 shekels, el verano pasado, mucho antes de que se
empezara a hablarse de desconexión. Entonces la gente aún veía el naranja como un color
sensual y juvenil, sin ninguna implicancia política.” “Andá a contarle ese cuento a otro, vos
sos uno de esos pelotudos fascistas de derecha”, dijo el cara pálida, derramando sobre mí
toda clase de insultos y media taza de café. “Ayer te vi en la calle Arlozorov con esas
calcomanías en el bolsillo.”
Mi esposa asegura que no hay lavado capaz de borrar las manchas de café. Aunque no le
creo del todo, decidí no consultar una segunda opinión y tirar la chomba a la basura.
Estamos atravesando tiempos difíciles e imagino que no es el momento indicado para usar
chombas decentes. De esta manera, sin haber recibido cobertura de los medios ni llamados
de condolencia, me convertí en la primera víctima del plan de desconexión. Apenas una
víctima de la moda, es verdad, pero una víctima al fin. Cuando lleguen el tiempo de las
próximas ofertas de liquidaciones, ya me juramenté ir por el amarillo patito, el verde
esperanza, el marrón caca, o cualquier otro color lo suficientemente repulsivo como para que
a ningún movimiento político se le ocurra ocuparlo y reclamarlo para sí. Ni ahora ni nunca.
SESENTA AÑOS
Didi Menusi y Subliminal
Ese hombre al que odio, ese que participa en manifestaciones con un cartel que dice:
"Muerte a los árabes", es en realidad el mismo hombre al que amo, que le da agua al
prisionero que también es una persona.
Y ese hombre al que odio, el que escribe su nombre sobre una estatua en Mikonos, es en
realidad el mismo hombre al que amo, que me presta 50 dólares en Atenas solamente
porque también soy Israelí.
Y ese hombre al que odio, que en nombre de valores religiosos, que incluso el no entiende,
reclama derechos históricos hasta los ríos Eufrates y Tigris, es en realidad el mismo hombre
al que amo, que esta parado a mi lado en Yom kipur y me indica con infinita paciencia cual
es el rezo en el que estamos.
Y ese hombre al que odio, que piensa que la gente de "Shalom Ajshav" (Paz ahora) son
traidores, es en realidad el mismo hombre al que amo, que me da su último cigarrillo en el
puesto de control, en el frío de otra noche de guardia.
Y ese hombre al que odio, el que me empuja en el autobús y cuya transpiraciones se me
adhiere, es en realidad el mismo hombre al que amo, que emplea un día entero en buscar
al hijo de un vecino que se perdió.
Y ese hombre al que odio, el que entra en mi restaurante preferido y me arruina una velada
con sus gritos exagerados, es el mismo hombre al que amo, que trabaja todo el día en una
fabrica y se acostumbro a gritar para superar el ruido de las maquinas.
Y ese hombre al que odio, el que me dice "hermano" aunque no lo sea, es el mismo hombre
al que amo, el que quiera o no, es mi hermano.
Porque esto es lo que tenemos, y tu eres parte de algo, y superando las diferencias, los
gritos y otras cosas, ese algo no es tan malo y quieras o no, ese algo, también eres tu.
ZAPATILLAS
Etgar Keret
EI día del Holocausto fuimos con Sara, la maestra, en la línea 57 a la casa de los judíos de
Volín, y me sentí terriblemente importante. Todos los chicos de la clase eran iraquíes, salvo
yo, mi primo Y otro más, Drukman, y de todos, yo era el único que tenía un abuelo que
había muerto en el Holocausto. La casa de Volín era muy linda y lujosa, hecha toda en un
mármol negro de millonarios. Había un montón de cuadros tristes en blanco y negro, y listas
de personas, de lugares y de muertos. Pasarnos entre todas las fotos de a dos, y a maestra
dijo que no tocáramos nada. Pero yo toqué una de cartón, con un hombre flaco y pálido que
lloraba y tenia un sándwich en la mano. Las lágrimas le caían por las mejillas como las
franjas blancas de una carretera. Mi compañera, Orid Salem, dijo que le iba a contar a la
maestra que yo había tocado. Y yo le dije que, por mi, le dijera a cualquiera, incluso a la
directora, que no me importaba. Era mi abuelo y yo tocaba todo lo que quería.
Después de ver las fotos, nos hicieron pasar a un salón grande y nos mostraron una película
de unos niños a los que metían en un camión y después los asfixiaban con gas. Luego subió
al escenario un viejo flaco que contó que los nazis eran unos infames y asesinos y como el
se había vengado de ellos, e incluso había estrangulado a un soldado con sus propias manos
hasta matarlo. Jerby, que estaba sentado a mi lado, dijo que el viejo mentía, que por su
aspecto no podía agarrárselas con ningún soldado del pueblo. Pero yo mire al viejo a los ojos
y le creí. Tenía tanta furia en la mirada que en comparación, todas esas crisis en el mundo
de delincuentes que levantan adoquines de la calle me parecían un chiste.
Al final, después que terminó de contar lo que había hecho durante el Holocausto, el viejo
dijo que todo lo que habíamos oído ese día era muy importante. No solo por el pasado, sino
también por lo que pasa ahora. Porque los alemanes todavía viven y todavía tienen un
estado. El viejo dijo que jamás los perdonaría y esperaba que nosotros tampoco lo
hiciéramos y que Dios nos libre de visitar su país. Porque también cuando el y sus padres
fueron a Alemania, hacía cincuenta años, todo parecía muy lindo y terminó en un infierno.
Los hombres muchas veces tienen memoria corta, dijo, en especial para las cosas malas.
Prefieren olvidar, pero ustedes no olviden. Cada vez que vean a un alemán, recuerden lo que
les conté. Y cada vez que vean un producto de Alemania, y no importa si se trata de un
televisor, porque la mayoría de las fábricas de televisores son alemanas, o lo que sea,
recuerden siempre que debajo de una cubierta elegante se ocultan piezas y tubos que están
hechos con huesos, piel y carne de judíos muertos.
Al salir, Jerby volvió a decir que si ese viejo llegaba a estrangular siquiera un pepino,
entonces el estaba loco, y yo pensé que estaba bien que tuviéramos una heladera Amqor en
casa. ¿Para qué buscar problemas?
Dos semanas mas tarde, mis padres volvieron del exterior y me trajeron unas zapatillas. Mi
hermano mayor le contó a mi mamá que eso era lo que yo quería, y ella me trajo las más
lindas. Mi mamá sonrió cuando me dio el regalo, estaba segura de que yo no sabía qué
había adentro. Pero yo las identifique de inmediato por el escudo de Adidas en la bolsa.
Saque la caja de zapatillas de la bolsa y le dije gracias. La caja tenía forma rectangular,
como un ataúd. Adentro yacían dos zapatillas blancas, con tres franjas blancas, con tres
franjas azules en cada una y al costado estaba grabado Adidas rom. No necesitaba abrir la
caja para saberlo.
- Ven a probártelas- dijo mama y sacó los papeles de adentro-. Veamos si te quedan bien.
Sonreía todo el tiempo y no entendía que pasaba.
- Son de Alemania, ya sabes- le dije, y le apreté la mano con fuerza.
- Claro que lo se.- Mamá sonrió. - Adidas es la mejor marca del mundo.
- También el abuelo era de Alemania- traté de insinuarle.
- El abuelo era de Polonia - me corrigió mamá. Se quedó triste por un instante, pero
enseguida se le pasó, me calzó una de las zapatillas y empezó a atarme los cordones. Me
quedé callado. Me di cuenta de que no iba a servir de nada decir algo. Mamá no tenía idea
de su historia. Jamás había estado en la Casa de los Judíos de Volín, nunca le habían
explicado nada. Y para ella, las zapatillas eran sólo zapatillas y Alemania y Polonia eran lo
mismo. Entonces dejé que me las pusiera y me callé. No tenía ningún sentido contarle y
ponerla más triste.
Después que le di de nuevo las gracias y le di un beso en la mejilla, le dije que me iba a
jugar.
- Pero, ten cuidado!- rió papá desde el sillón en el living.- No arruines toda la suela de una
sola vez.
Volví a mirar esas pálidas zapatillas de cuero sobre mis pies. Las miré y me acordé de todo lo
que el viejo que había estrangulado a un soldado dijo que había que recordar. Volví a tocar
las franjas de las Adidas y me acordé de mi abuelo de la foto.
- ¿Te resultan cómodas las zapatillas? Preguntó mamá.
- Seguro que le resultan cómodas -dijo mi hermano- Esas zapatillas no son unas zapatillas
cualquiera. Son las mismas que usa Kroiff.
Fui lentamente a la puerta en puntas de pie, tratando de poner el menor peso posible en las
zapatillas. Fui así, con cuidado hasta el Parque de los monos. Afuera, los chicos del Borojov
hicieron tres equipos: Holanda, Argentina y Brasil. Y justo a los de Holanda les faltaba un
jugador. Entonces estuvieron de acuerdo en incorporarme, a pesar de que nunca incorporan
chicos que no sean de Borojov.
Al principio del partido todavía me acordé de no patear con la punta para no lastimar al
abuelo, pero cuando pasó un rato me olvidé, exactamente como el viejo de la casa de Volín
dijo que uno olvida, e incluso metí un gol de volea que nos hizo ganar. Pero después del
partido me volví a acordar y las miré. De pronto me resultaron muy cómodas y más blandas,
mucho más de lo que parecía cuando estaban en la caja.
- ¡Qué tiro que fue ese!- le dije al abuelo de camino a casa.
- El arquero ni se dio cuenta de dónde le vino.
El abuelo no dijo nada, pero por la forma de andar sentí que el también estaba contento.
1- Alusión a la canción infantil "Red eleinu avirón" (baja avión, llévanos al cielo, a jugar entre las
nubes) que en su versión Tzahal decía "Baja avión, sácanos de Líbano".
2- Según "Hen Efshar", canción de la que parafrasea "como puede ser, que sea mañana y pasen los
muchachos en el jeep gritando que la guerra terminó".
CIUDADANO HERIDO
Rudy Spillman
La siguiente es una historia de ficción, pero en el fondo, su actualidad es tan notoria hoy
como lo fue ayer. Aun guardo la esperanza de que en un mañana cercano, ésta como otras
tantas similares, pueda verse convertida sólo en ficción.
Joshua es un joven israelí, como cualquiera. A sus 22 años de edad, ya ha vivido situaciones
que muchos otros jóvenes pertenecientes a otras latitudes del planeta, quizás nunca deban
vivir. Ha servido a su patria cumpliendo el servicio militar, formando parte del pelotón de los
Tsanjanim (paracaidistas), arriesgando reiteradamente su vida, pero con la suerte que no
todos sus compañeros han tenido, de resultar ileso y poder abrazar a sus padres y demás
familiares, a su regreso, luego de finalizado ese largo período de tres años de servicio.
Joshua comparte un modesto pero cómodo y arreglado apartamento de propiedad de sus
padres, junto con ellos y su hermana menor, en un distinguido barrio de Tel Aviv. Vive días
de entusiasmo preparando el inicio de sus estudios en la universidad, a la vez que
acompañado de su novia, Shalevet, ambos se preparan para deambular por el mundo de los
bienes raíces en busca de su primer nido de amor, el que en sus comienzos deberá ser
rentado pero que ellos saben que lo querrán y cuidarán como propio.
El sol introduce sus atrevidos rayos por la ventana de la habitación de Joshua. Afuera, el
intenso verde de las copas de los árboles se esmera por imitar al sol, no logrando más que
acercar sus frondosas hojas de venas abundantes en clorofila, hasta acariciar los cristales de
la ventana, confundiendo su típico perfume con el amarillento brillo de los rayos depositados
sobre su pupitre de estudio, mientras él, habiendo terminado de ducharse, empapa su
cuerpo con la colonia elegida por su novia. Mirándose y acariciando su rostro
minuciosamente como si examinara cada poro de su piel, frente al espejo empotrado en el
lado interior de la puerta derecha del placar, observa que no le será necesario rasurarse, por
lo que decide vestirse. En un poco más de media hora se encontrará con Shalevet en un
conocido pub de la zona. Periódico en mano y luego de tomar algo juntos, irán a visitar
varios apartamentos, con la idea de concretar esa hermosa etapa en sus vidas. Son casi las
cinco de la tarde. Afuera, la visita anticipada de un frío día invernal. El cielo encapotado de
un gris oscuro y amenazador alterna con el sol y sus rayos. Pero nadie sabe qué sucederá.
Como de costumbre, Joshua espera a su novia, ya sentado dentro del bar (pues el frío viento
es cada vez más intenso), en una de esas típicas mesitas redondas diseñadas especialmente
para la intimidad de dos. Le pide al camarero que tenga paciencia. No quiere todavía
encargar la consumición, pues no atina a saber cuánto de impuntual será Shalevet. El lugar,
adentro, se encuentra atestado de gente. El camarero asiente con una sonrisa y se retira,
haciéndose paso entre la multitud, el bullicio de las voces, el humo de los cigarrillos y la
calefacción natural proveniente del calor humano.
Afuera, unos metros más allá, justo en la esquina, se detiene en forma intempestiva y en
lugar prohibido, un taxi-monit, el que acusa su sorpresiva llegada con el agudo chirrido de
sus ya gastadas cubiertas. De su interior, desciende con ritmo pausado, como si cada
instante de su vida le estuviera pidiendo autorización al siguiente para continuar
transcurriendo, un hombre, alto, corpulento, de indefinida edad debido a que su rostro
apenas logra asomar por entre la maraña de cabellos y barba, los que parecen continuar
creciendo ininterrumpidamente. Con lentitud propia de toda la dinámica de su ritmo, abona
la tarifa al chofer, una vez hubo cerrado la puerta trasera del vehículo, con un billete de
moneda americana que hubiese podido cubrir el costo de varios viajes más como aquel que
acaba de efectuar. El hombre comienza a alejarse del taxi, dejando al chofer paralizado por
unos momentos, por no recibir la suculenta suma que le correspondía en devolución, su vista
perdida en la distancia, los billetes y monedas de la pretendida devolución cubriendo sus
ampulosas manos, su rostro expresando interrogante y mil bocinazos detrás intentando
devolver al conductor a la realidad cotidiana de una activa metrópoli como lo es Tel Aviv.
Joshua, que no ha perdido el aguzado sentido de atención y percepción adquirido durante el
servicio militar, pega alternados vistazos entre los avisos clasificados que tiene frente a sus
ojos sobre la mesa y la puerta de entrada al bar, por donde verá aparecer a su novia. Con su
birome recuadra los avisos que le resultan de interés mientras, de tanto en tanto, y cada vez
con más insistencia, deposita su impaciente vista en la enorme doble puerta de vidrio,
enmarcada en aluminio pintado y acompañada a los costados por sendos ventanales de
mayor tamaño aun, buscando siempre la aparición tardía pero segura de la figura de
Shalevet, por entre las cabezas de la gente que todavía busca dónde ubicarse.
El hombre avanza a paso lento pero seguro hacia la entrada al pub, donde Joshua espera a
la novia. Lleva puesto un sobretodo que lo muestra más corpulento y obeso de lo que en
realidad es. Y con la naturalidad innata de un actor, en sus movimientos, se dispone a
ingresar al lugar, sin que aparezca un mínimo indicio de sus intenciones.
Joshua acaba de marcar en la página del diario doblado en cuatro, un apartamento ubicado
a tan sólo doscientos metros de lo de sus padres. Aparentemente, las comodidades y
condiciones del alquiler son muy atractivas, por lo que resulta muy probable que sea ese el
hogar de la incipiente pareja. Y nuevamente levanta la vista hacia la puerta de entrada.
Entonces lo ve entrar. Cubierto todo en esa oscura y desprolija prenda, ambas manos en los
bolsillos, sus pelos y barbas mostrando parte del sudor de su frente a pesar de la
temperatura invernal. Shalevet aparece justo detrás del extraño hombre, apurada y
preocupada por su exagerada tardanza.
Joshua advierte de inmediato la situación. Se encuentra sentado en la última mesita ubicada
en el fondo del salón. Se pone de pie. El periódico y la birome caen al suelo junto con la
mesita. Extendiendo su brazo hacia ella, grita: ¡¡¡Shalevet… noooooooooooooo!!!
Ella casi empuja inadvertidamente al extraño hombre de parsimoniosos movimientos, en la
intención por llegar a su novio, acortando en apenas unos segundos la demora. Y lo ve
diciendo que no con su boca, con sus brazos. Con todo su cuerpo, Joshua le dice que no.
Unos segundos después, la imagen es desoladora. Se hace innecesaria toda descripción. Los
gritos… los llantos… el sonido de las ambulancias se van desvaneciendo con el humo. En
cuestión de horas todo volverá a su lugar, a estar como antes. Salvo por los daños
materiales, que por un tiempo más prolongado, quedarán de testigos mudos de lo que allí
aconteció.
En los últimos tiempos, Joshua había adquirido una adicción. Se dirigía al pequeño aparato
televisor ubicado en el desordenado salón de su apartamento. Lo encendía, casi
compulsivamente, apretando el botón del control remoto como si su intención fuese
perforarlo y echaba su pesado cuerpo sobre el sofá de ya vencidos resortes. Una seguidilla
de noticieros periodísticos inundaban su arto machacada conciencia, trayéndole noticias que
él sabía que no lo eran tanto. En ese horario, las 7 de la tarde, los programas periodísticos
exhibiendo las noticias nacionales e internacionales del día, se sucedían de manera casi
histérica. Pero este caudal informativo (o desinformativo) que dolía en sus sienes no era
suficiente para Joshua. Él continuaba esta obsesión y no perdía oportunidad para observar y
escuchar atentamente las noticias ofrecidas en otros horarios y de canales pertenecientes a
otros países. Hasta que un día advirtió que no hacía más que escuchar y ver veinte veces al
día, la misma cosa. Entonces interrumpió su compulsiva actitud.
Pero transcurridos algunos días, Joshua experimenta algo más curioso aun. Mientras realiza
los diarios ejercicios de fisioterapia en su habitación, empieza a escuchar la conocida música
de uno de aquellos programas periodísticos que acostumbraba ver, proveniente del televisor
del salón. Tentado por una adicción que parece no haber superado, corre de inmediato en
busca de la pantalla. Queda atrapado por las imágenes. Sufre y se conmueve con las
noticias. Y todo vuelve a empezar. Pero cuando ya casi finaliza la transmisión, advierte que
el aparato video con un casete dentro, ha estado transmitiendo noticias atrasadas, grabadas
con anterioridad. Pero lo que ocurre en ese preciso momento no es en vano. Así Joshua
puede advertir que los acontecimientos que venían sucediendo en Medio Oriente eran
siempre los mismos. Las tristes imágenes que se imprimían diariamente en las retinas de
todo televidente eran siempre las mismas. Solo cambiaban los lugares donde explotaban las
bombas (quizás también la cantidad y calidad de material explosivo utilizado) o variaban los
nombres de las organizaciones que se adjudicaban los hechos. Pero allí estaban, siempre las
mismas imágenes. Las mismas ambulancias. Idénticos hospitales. Repetidos sepelios.
Siempre la misma desesperación, sentida por nombres y apellidos diferentes cada vez. Los
mismos políticos diciendo las mismas cosas.
La sensación de Joshua es apocalíptica: que todo continuará igual hasta el final de nuestros
días. Pero es sólo una sensación.
Hace un intento por salir mentalmente del lugar de la escena, olvidarse que él es un
ciudadano israelí y judío, para poder abordar el tema sin fanatismos y con la mayor
objetividad posible. Sabe que esto será muy difícil de lograr. Pero a su juicio, vale la pena el
intento.
Lo primero que viene a su agotada mente es un extenso interrogante (tan largo, que le
sugiere la intención de la propia pregunta, de ser olvidada aun antes de terminar de ser
formulada) que se hace a sí mismo, pero que sabe que no estará en condiciones de poder
contestar:
-¿Qué turbios, inmorales y escondidos intereses existen, y por parte de quienes (me refiero a
toda la comunidad internacional), para mantener durante tanto tiempo en creciente y
constante flagelo a dos pueblos (quiero creer, en su mayoría inocentes), cuando, por lo
menos una parte del problema, quizás para muchos no la más importante, pero sí la más
urgente de resolver, esto es la constante pérdida injustificada de vidas inocentes por ambas
partes, podría ser entendida y resuelta en forma inmediata hasta por la mente de un niño,
con la sola condición de contar con buenas intenciones? Se queda pensativo. Aturdido por su
propia pregunta. Pensando que quizás, la respuesta a la misma no le llegará jamás. Agotado
de preocupaciones, Joshua recibe unas cortas vacaciones. Decide entonces emprender un
largo viaje intentando pasar su descanso en otro planeta. Como eso es todavía imposible
pero cuenta con suficiente dinero, decide alocadamente embarcarse en trenes, barcos,
aviones. Todo tipo de transporte, con tal de alejarse, aunque no sabe de dónde. Como un
loco se pasa varios días viajando pero sin saber adónde. Y solicita de los empleados de las
cajas que le venden los pasajes, que no le revelen los lugares de destino. Esta actitud le crea
no pocos problemas. Interrogatorios e investigaciones hasta que todo les queda claro. Las
intenciones de Joshua no son subversivas.
Finalmente llega a una ciudad montado en una bicicleta. No tiene ni la menor idea de dónde
la ha obtenido y esto lo intranquiliza un poco. De la ciudad no sabe siquiera su nombre. No
ve carteles ni medios de transporte. La construcción de sus edificios parece muy moderna,
salvo por sus calles. Son todas de tierra. Se encuentra en una ciudad sin asfalto. Y sin gente.
A escasos metros, un sendero también de tierra lleva su vista a perderse en el horizonte.
Casi al final del camino, un niño de pie parece observarlo. No está seguro debido a la
distancia. Decide encaminarse hacia él abandonando la bicicleta allí mismo donde se
encuentra. Cuando llega, advierte que el rostro del niño muestra una extraña expresión de
“no necesitar nada”. Y le sonríe. Él le devuelve la sonrisa a la vez que le pregunta:
-¿Cómo te llamas?- -No sé... ¿qué importa?- le contesta el muchacho, encogiéndose de
hombros y torciendo su cabecita hacia un costado.
-¿Qué haces aquí?- especula Joshua, intentando sacar conversación hasta poder abordar el
tema que le interesa.
-Estoy charlando contigo-contesta el niño con inocencia.
-Ahhh ¿Tienes amigos?- -A veces. No solo depende de mí –
-Claro, claro. Y suponte que te peleas con tu amigo durante muchos, muchos años. ¿Qué
harías si deseas hacer las paces?-
-Primero debo saber por que motivo nos peleamos--Digamos que él te ha quitado algo que
te pertenece...-
-Pues que me lo devuelva y se acabó el problema-
-Sí, claro. Pero las cosas se han complicado. El quiere devolverte lo que te pertenece, pero...
han pasado muchos años y... tiene miedo que utilices eso que te pertenece en su contra,
para lastimarlo. ¡Él ya no te tiene confianza!-
-Pues si no confía en mí, que él siga su camino y yo el mío. No necesitamos ser amigos.
Que todo siga igual que hasta ahora-
Joshua queda pensativo. La simplicidad de los argumentos del niño sin nombre lo dejan
aturdido. No sabe bien de que manera exponerle su dilema. Al final, encuentra la forma y se
anima:
-Pero las cosas se han complicado más aún. Tú tienes ahora miles de amigos muy enojados
porque tu ex amigo te ha quitado lo que te pertenece. Y él tiene miles de amigos que no
quieren que él te devuelva lo que te ha quitado. Les parece muy peligroso. Y se están
peleando. Tus amigos y sus amigos. Y todos los días se están lastimando. Y hasta hay
heridos en ambos bandos. Nadie quiere ceder ¿Cómo resolverías tú este problema?-
El niño observa a Joshua con detenimiento, abre sus ojos bien grandes y le dice, muy
seguro de sí mismo:
-Yo nunca peleo. No me gusta pelear y nunca tendría amigos que pelearan, aunque sea
para defenderme a mí-
Joshua se queda mirándolo por unos segundos y luego le pregunta:
-¿Entonces dejarías que gane el que era tu amigo? ¿Así, sin más?- El niño… o muchacho
(porque a esta altura de la conversación no le queda bien claro a Joshua si era lo uno o lo
otro), lo mira en forma extraña, como comprendiendo que no comprendiera, y agrega con
pausada seguridad:
-Yo les diría a todos que dejen de pelear. Eso es lo más importante de todo. Después, nos
podemos sentar a hablar. Nosotros nos peleamos al principio, por la bronca que sentimos en
ese momento. Pero cuando nos tranquilizamos y empezamos a conversar, ahí es cuando se
arreglan los asuntos. Siempre pasa así. Nunca hemos arreglado nada peleando. Al contrario,
nos lastimamos. ¿Para qué? Si al final todo se arregla hablando. No hay otra manera. Tarde
o temprano, esa es la única manera-
De pronto se detiene, frunce el cejo mutando su mirada en curiosidad y con la naturalidad
propia del ser auténtico, le pregunta a Joshua: -Ahora dime, ¿qué es lo que me sacó ese
amigo que yo tenía y que era mío?-
Joshua sonríe y acaricia su cabeza mientras intenta explicarle que se trata de una
suposición. Pero al poner la palma de su mano en contacto con el cabello del niño, percibe la
misma cosquilla energética que solía llamar la atención de la gente cuando de pequeño él
mostraba de qué extraña manera su cabello se adhería a la palma de su mano como atraído
por una fuerza que lo parecía succionar, cuando en alguna fiesta familiar frente a un
numeroso auditorio exhibía dicha prueba alentado por sus padres. Los cabellos del niño sin
nombre quedan involuntariamente atrapados en su mano,,, y Joshua despierta sobresaltado.
Después de unas horas de sueño, producto de la anestesia, Joshua consigue abrir los ojos y
con la lentitud propia de su estado, descubre que se encuentra en el Departamento de
Cuidados Intensivos del Hospital de Tel Ashomer, en Tel Aviv. Luego de una minuciosa
inspección visual en el lugar donde se encuentra y verse rodeado de tubos y caños que
entran y salen de su cuerpo, recuerda lo ocurrido y que lo ha llevado al nosocomio donde se
encuentra. Escucha el ruido de aparatos electrónicos. Ve ingresar a uno de los médicos. Al
abrirse la puerta alcanza a escuchar el quejoso murmullo de la gente desesperada,
proveniente de los corredores del hospital. El cirujano cierra la puerta de la habitación y se
acerca a él. Joshua se alegra al ser informado que sólo debieron amputarle su pierna
izquierda. Pero lo embarga una tristeza eterna cuando se entera que el atentado suicida
también le ha amputado su Shalevet. Su vida, habrá cambiado para siempre.
En ese mismo momento recuerda a su amigo, el niño sin nombre, y no puede hacer otra
cosa que ponerse a llorar. "La única guerra que debiera existir es la que libramos con
nosotros mismos. Si venciéramos, evitaríamos todas las demás."