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LA MUERTE DE CRISTO

Los cuatro Evangelios relatan el evento. La horrible cruz, el costado de Jesús traspasado,

el cuerpo ungido, la tumba sellada y las declaraciones de innumerables testigos, todo

confirma el hecho y las circunstancias de la muerte de Cristo. Jesús verdaderamente murió.

Pero fue una muerte planeada, no por enemigos sino por Dios mismo y por Jesús. Él vino

para morir (Fil. 2:5–8; Jn. 10:11, 15; 12:32). Durante el último año de su ministerio terrenal,

por lo menos en tres ocasiones específicas, Jesús anunció su muerte y resurrección (Mr. 8:31;

9:31; 10:33–34). Durante su arresto, juicio y crucifixión, Jesús permaneció sereno, como la

Persona que estaba en control de todo (Jn. 18:1–13).

Dar la vida por sus ovejas involucró mucho más que el dolor de la muerte cuando “entregó

el espíritu”. Por el pecado y la necesidad humana, el Hijo de Dios se despojó de su gloria

celestial. Eligió venir y morir por nuestra redención (Fil. 2:5–8). Luego experimentó el

sufrimiento del rechazo que caracterizó su vida y ministerio. Además, sufrió los ataques

directos de Satanás en la tentación. Y el llevar los pecados ensombreció su vida terrenal, así

como su muerte. Fue en el jardín de Getsemaní donde su sudor parecía sangre, no en la

cruenta cruz. Todo fue por amor, por nosotros y nuestra salvación. Así como Jesucristo tomó

sobre sí la suerte del hombre y murió, también nosotros junto a él resucitamos triunfantes a

la vida celestial.

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