Вы находитесь на странице: 1из 20

ISBN versión digital: 1-4135-0478-7

2
Lic. José Luis Dell'Ordine

Antropología Cristiana:
Formar en Cristo

3
ÍNDICE

1. Bases de la antropología cristiana.............................................. 5


2. El saber cristiano sobre el hombre. .......................................... 9
3. Cristo, «Camino, Verdad y Vida» ............................................12
4. Cristo Maestro38 .......................................................................15
5. Cristo Pedagogo.........................................................................18

4
1. BASES DE LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA

Para el sentir cristiano, el ser humano es, antes que nada, un


ser en proceso de formación; «un ser que se hace»1, un «ser en
camino, un ser de paso»2, un ser que busca una perfección que
todavía no posee. Por eso, el vocabulario de la forma -formación,
conformación, deformación, transformación, reforma, etc- es con-
natural a la doctrina cristiana. Basta considerar los cuatro puntos
en los que ésta compendia la historia del hombre:
1) El primer hombre -Adán- «formado del barro de la tierra»3,
«fue creado a imagen y semejanza de Dios»4. Esta expresión no se
refiere sólo al primer hombre sino también a cada uno de sus des-
cendientes, que es llamado a la vida mediante un acto creador de
Dios asociado a la transmisión de la herencia biológica; recibe la
"forma" de Adán y es constituido como una nueva imagen de Dios
(cfr. Gen 5,3).
2) La tradición cristiana entiende que la semejanza con Dios,
inserta en la naturaleza humana, ha sido "deformada" por el peca-
do. Por eso, cada hombre recibe también en su naturaleza, la mis-
teriosa huella de un eficaz «pecado original», que se manifiesta en
algunas quiebras, heridas o disfunciones. Y cada uno contribuye a
aumentarlas con sus incoherencias morales.

5
3) Cada persona humana es llamada libremente (muchas veces,
de manera misteriosa) a beneficiarse de la obra redentora de Cristo,
nuevo Adán, que «renueva la imagen del Creador» en nosotros,
con los rasgos del «hombre nuevo»5, mediante un proceso de iden-
tificación por el que somos "conformados" como «hijos de Dios»
en Cristo6.
4) Al final de los tiempos, la imagen de Dios que tiene cada ser
humano, será plenamente "transformada" a semejanza de Cristo,
imagen perfecta del Padre7; pues, como dice San Juan: «sabemos
que cuando Él se manifieste seremos semejantes a Él, porque lo
veremos tal cual es»8; o según San Pablo, «nos revestiremos del
hombre celestial»9 .
Así, la historia de cada persona es un camino de "formación",
o mejor, de "transformación": desde la imagen original, recibida de
Adán y "deformada" por el pecado, hasta adquirir la imagen del
hombre nuevo, Jesucristo. La llamada a la existencia es, al mismo
tiempo, la vocación a recorrer este camino12.
Cada ser humano es «querido por sí mismo»11 para ser sujeto
de un diálogo existencial con Dios, que se desarrolla en su con-
ciencia. Como fruto de ese diálogo, debido al juego de la libertad
humana y la gracia divina, deben manifestarse en su vida los rasgos
morales y espirituales de Cristo, adquiriendo su fisonomía. Y esto
se realiza no sin dificultades, según la notable expresión de San
Pablo a los Gálatas: «Hijos míos por quienes sufro dolores de par-
to hasta ver a Cristo formado en vosotros»10.
Gracias a este dato de la fe sabemos que el hombre, varón y
mujer, es el único ser sobre la tierra para el que su existencia se
orienta hacia una plenitud personal. En todos los seres vivos se
produce una maduración, que consiste sólo en el desarrollo de las
capacidades que ya posee, que no escapan al ciclo biológico de la
decadencia. El hombre, en cambio, está llamado a alcanzar una
forma perfecta que no está en su naturaleza sino en Cristo14. Por

6
eso se habla del nacimiento a una nueva vida, que viene de Cristo y
que es la vida del Espíritu (cfr. Jn 3). De este modo, la persona
humana se hace «partícipe de la naturaleza divina»13, sin perder su
condición, sino llevándola a la plenitud del hombre perfecto, Jesu-
cristo. Él es el arquetipo o imagen perfecta que se corresponde con
el designio de Dios para el hombre.
Esto tiene una importante consecuencia para la antropología,
para el estudio del ser humano. Pues se da la paradoja de que el
saber pleno sobre el hombre no puede deducirse simplemente del
estudio de la condición humana tal como se nos presenta en su
situación real e histórica, sino que, según la fe cristiana, es necesa-
rio acudir a la realización del hombre perfecto, Jesucristo15. Por
esa razón la Constitución Pastoral Gaudium et Spes afirma que
«Cristo revela plenamente el hombre al hombre mismo»16. Sólo en
Cristo puede conocerse plenamente el designio de Dios, el hombre
plenamente realizado17. La definición plena y total del ser humano
sólo está en Cristo: las claves que definen la vida humana hay que
leerlas en el misterio de su ser y en los misterios de su vida: en su
ejemplo y en su mensaje, en su muerte y en su resurrección
No extrañará, entonces, que la Iglesia sea tan consciente del
inmenso valor de su conocimiento acerca del hombre. Así, Pablo
VI en su discurso a las Naciones Unidas, se quiso presentar como
«experto en humanidad»18 y el concilio Vaticano II se sintió urgi-
do a poner ese conocimiento a disposición de todos los hom-
bres19, consciente de que era la mejor aportación que podía pres-
tar al mundo moderno; porque «el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado»20. Por su parte, es
bien sabido que el Papa Juan Pablo II ha hecho de esa doctrina el
eje fundamental de su mensaje. Casi al principio de su pontificado,
en una memorable homilía dirigida a un grupo de universitarios, se
expresaba así: «La Iglesia no tiene preparado un proyecto de escue-

7
la universitaria, ni de sociedad, pero tiene un proyecto de hombre,
de un hombre nuevo renacido por la gracia»21.

8
2. EL SABER CRISTIANO SOBRE EL HOMBRE.

A simple vista, podría parecer que el patrimonio de las verda-


des de fe acerca del hombre es relativamente reducido, al menos si
se lo compara con el inmenso cúmulo de conocimientos que
transmiten las diversas disciplinas científicas. De hecho, las cien-
cias naturales, como la medicina o la paleontología, la psicología o
la sociología, entre otras muchas, proporcionan extensas redes de
conocimientos útiles acerca del hombre. Y en comparación a los
copiosos índices de los tratados de estas materias, el repertorio
cristiano es pequeño. La cuestión merece una breve consideración.
Las ciencias naturales, como la medicina o la paleontología,
nos proporcionan hoy múltiples conocimientos sobre la naturaleza
física del hombre o sobre la historia de esa naturaleza. Tales cono-
cimientos se ajustan -como es lógico- al método positivo con que
fueron obtenidos: son conocimientos concretos, experimentales e
interpretados con arreglo a las leyes necesarias que se supone rigen
la naturaleza material. Esto permite una considerable aportación,
pero también necesariamente la limita. Sólo nos permiten acceder
al hombre en comparación con el resto de la realidad material,
utilizando el mismo lenguaje y los mismos conceptos, aunque con
otro nivel de complejidad. Por eso, estas ciencias propiamente no
alcanzan nada de lo que es específicamente humano: estudian, pre-

9
cisamente, lo que el hombre tiene en común el ser humano con
todo lo demás, es decir, precisamente lo que no es humano.
Por su parte, las ciencias humanas, en la medida en que son
capaces de trascender los métodos exclusivamente empírico-
positivos, penetran en lo distintivo del hombre, recurriendo mu-
chas veces a métodos introspectivos: es decir, prestando atención a
las vivencias interiores. Esa experiencia necesita ser expresada en
conceptos que son irreducibles al vocabulario de las ciencias natu-
rales y se refieren a la vida intelectual, el actuar libre, las relaciones
interpersonales, el lenguaje, el significado, la ética y el arte. Por su
naturaleza y método de obtención, esos conocimientos resultan
menos «objetivos» que los de las ciencias positivas. Pero son espe-
cificamente humanos y, con toda propiedad, se les ha llamado
«humanísticos», porque contribuyen a educar al hombre: le ayudan
a comprenderse y a comportarse como un hombre. La cultura cris-
tiana debe mucho a estos saberes, también llamados «humanida-
des», particularmente en la forma en que los cultivó la antigüedad
clásica22.
El saber clásico nos ha trasmitido inmensas riquezas espiritua-
les y, entre ellas, también modelos de formación humana. Se puede
decir que estos modelos oscilan entre el ideal del filósofo o sabio, y
el del hombre virtuoso o buen ciudadano; es decir, entre un ideal
intelectual o sapiencial de perfección humana y un ideal político,
de naturaleza más bien moral23. Una mente cristiana puede descu-
brir que esta curiosa oscilación, y aún esta indecisión sobre la natu-
raleza de la perfección humana, se debe tanto a la ausencia de un
ideal transcendente de hombre, que permita conjugar perfectamen-
te lo intelectual y lo moral, lo personal y lo social, lo permanente y
lo histórico, como a la falta de recursos morales para alcanzar
cualquier ideal de manera plena. Además, una reflexión teológica
sabrá descubrir en el planteamiento de este dilema los límites de la
naturaleza herida por el pecado, que no ha perdido la inclinación a

10
la plenitud, pero que no puede ni proponérsela ni alcanzarla por sí
sola.
El estudio directo de la naturaleza humana contingente no es
suficiente para descubrir la vocación última del hombre. La natura-
leza humana se deja conocer, al menos en parte, como es, pero no
da razón de por qué es, ni de cuál sea su plenitud. Muestra sus
necesidades y, de manera mucho más vaga, sus anhelos y aspira-
ciones. El hombre puede descubrirse a sí mismo como ser perfec-
tible pero, al proponerse ideales de perfección, tropieza con la
propia finitud que hace irrealizable cualquier ideal e impide una
auténtica experiencia de la perfección. Sólo la revelación de Dios,
creador y salvador, da las claves que permiten comprenderse, y las
fuerzas que ayudan a orientarse, y descubre que la perfección
humana se realiza en Cristo.
Hay que destacarlo: la revelación cristiana sobre el hombre no
es, propiamente hablando, un saber -un contenido intelectual- sino
una persona24. Y esta sorprendente conclusión merece ser subra-
yada, precisamente por lo que tiene de insólito. La verdad definiti-
va sobre el hombre no es un conjunto de conocimientos, ni de
principios de conducta, sino la persona de Cristo, «Camino, Ver-
dad y Vida»25.

11
3. CRISTO, «CAMINO, VERDAD Y VIDA»

Examinemos brevemente este extraordinario testimonio que


San Juan pone en boca del Señor: «Yo soy el Camino, la Verdad y
la Vida». Según una exégesis bastante razonable, cabría entenderla
en el sentido de que Cristo es Camino porque es Verdad y es Vi-
da26. Así, la frase tiene la virtualidad de poner de manifiesto la
estrecha relación que existe entre el aspecto cognoscitivo -la ver-
dad- y el aspecto existencial -la vida-; y también, de señalar su ca-
rácter progresivo -el camino-. Al unir íntimamente verdad y vida, la
verdad cristiana sobre el hombre se presenta con un acusado
carácter sapiencial27.
Pero no es sólo eso. El mensaje cristiano es profunda y radi-
calmente cristocéntrico. Como señala lúcidamente Romano Guar-
dini, «No hay ninguna doctrina, ninguna estructura fundamental de
valores éticos, ninguna actitud religiosa, ni ningún orden vital que
pueda separarse de la persona de Cristo y del que, después, pueda
decirse que es cristiano. Lo cristiano es Él mismo»28. El contenido
mismo de la verdad y de la vida cristianas son Cristo, que «ha sido
hecho para nosotros sabiduría de Dios, justicia y santificación y
redención»29. «Cuando hablamos de sabiduría, es Él; cuando
hablamos de paz, es Él; cuando hablamos de verdad y vida y re-

12
dención, es El»30. Y cuando hablamos del hombre, es Él: sólo
«Cristo revela plenamente el hombre al mismo hombre»31.
Este principio abre unas enormes y misteriosas perspectivas. Y,
entre otras muchas, da lugar a que exista lo que con toda propie-
dad puede llamarse, con palabras de San Clemente Romano, una
«Paideia en Cristo»; es decir, un ideal de «formación o educación
en Cristo»: un ideal cristiano de formación32. Gracias a él, la «Pai-
deia» cristiana es capaz de asumir las aspiraciones y los contenidos
de la «Paideia» clásica y superarla porque es capaz de aunar los
ideales del sabio y del hombre virtuoso, del filósofo y del ciudada-
no: lo intelectual y lo moral, lo personal y lo social, lo permanente
y lo histórico («Christus heri et hodie, Ipse et in saecula»)33.
El camino cristiano, propiamente hablando, no es el de un au-
toperfeccionamiento. No se trata de un empeño solitario que, al
final, se revela incapaz de alcanzar el ideal propuesto, sino el de
una relación personal con la verdad salvadora que tiene lugar en el
seno de la Iglesia. Por esto mismo, el ideal cristiano no es elitista ni
aristocrático, como sucedía necesariamente en los modelos de la
antigüedad34, sino que es la Buena Nueva que «ilumina a cada
hombre que viene a este mundo»35: cada hombre puede acceder,
por esa relación, a las verdades fundamentales sobre su origen y
destino, y recibir las energías para vivir la vida de Cristo. Y esta
amplitud universal es uno de sus rasgos más hermosos. Es un ideal
capaz de realizarse en todo hombre, por más que su condición
natural haya sido maltratada o que sus capacidades naturales no
hayan podido, por la violencia de los hombres o de la misma natu-
raleza, encontrar expresión adecuada.
En el proceso de formación o «Paideia» clásica, se distinguía
generalmente dos figuras: el maestro («didaskalos») y el pedagogo o
preceptor. El maestro se ocupaba de la instrucción del niño en la
escuela; y el pedagogo de su progreso en las virtudes viriles y cívi-

13
cas36. En la cristiana, Cristo asume, en cierto modo, ambos pape-
les al ser, al mismo tiempo, "verdad y vida"37.

14
4. CRISTO MAESTRO38

Esta verdad tiene un marco verdaderamente grandioso. Pues


Cristo es el Verbo de Dios hecho hombre. En la creación está ya el
Verbo, pero de un modo velado. Con la Encarnación, cuando esa
Palabra se ha hecho hombre, se ha expresado y nos ha abierto el
camino para penetrar en las profundidades del misterio de Dios.
La verdad de Dios nos hubiera estado vedada si Dios mismo no la
hubiera querido enseñar gratuitamente en la vida humana de su
Hijo: «A Dios nadie ha visto nunca, el Unigénito que está en el
seno del Padre, El nos lo ha revelado»39.
Cristo está en el centro de la verdad cristiana: Él es el cauce de
la verdad y, al mismo tiempo, la verdad que nos es revelada. El
misterio de Cristo es el nexo de todos los misterios cristianos: la
vida íntima de Dios se nos manifiesta desde su posición de Hijo; la
salvación del hombre y su reconciliación con Dios se expresa y
realiza a través de Él, especialmente en el Misterio Pascual; la santi-
ficación consiste en conformarse con Él por la acción de su Espíri-
tu; la Iglesia es su cuerpo místico; y los sacramentos, la participa-
ción en los misterios de su muerte y resurrección. Cristo, «en quien
están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia»40, es
el núcleo, el compendio y el criterio de la verdad cristiana. Natu-

15
ralmente, esto trae consigo algunas consecuencias importantes
tanto en cuanto a la enseñanza como al aprendizaje de esa verdad.
En cuanto a la enseñanza cristiana, que debe ayudar al hombre
a formarse intelectualmente como cristiano, ha de ser cristocéntri-
ca. La unidad de las verdades cristianas debe vertebrarse en Cristo.
Si no se descubre la referencia a Cristo que tiene cada misterio de
la fe, probablemente no se ha llegado a penetrar suficientemente
en él. Este criterio puede ayudar a distinguir lo que es una actividad
propiamente teológica, de lo que son actividades marginales o pre-
paratorias, que no tendrían sentido propio si no condujeran efecti-
vamente a aquélla. A nadie se le oculta la importancia que ha ad-
quirido para la teología actual el espléndido desarrollo de las disci-
plinas positivas de la Teología, como son la historia en sus distintas
áreas (de la Iglesia, de la Teología, de los dogmas, hagiografía, etc),
o la exégesis. Pero tampoco se puede dejar de advertir que, ante la
abundancia de conocimientos positivos, existe el peligro de que
estas disciplinas, y con ella la Teología entera, pierdan su unidad y
se conviertan en una muestra de erudición.
El criterio que permite tender hacia la unidad sistemática de las
distintas disciplinas teológicas es, precisamente, el misterio de Cris-
to. En este sentido, se puede destacar que la Teología Bíblica (no
simplemente exégesis), tanto del Nuevo como el Antiguo Testa-
mento, debería ayudar a penetrar en este misterio. Y que la historia
de la Iglesia no puede cultivarse, como disciplina teológica, sin la
consideración, al menos implícita, de la Iglesia como Cuerpo de
Cristo, animado por su Espíritu hasta el fin de los tiempos41. Otro
tanto cabría decir, por ejemplo, a propósito de la historia de los
dogmas, donde tiene que manifestarse la verdad de la salvación
obrada por Cristo que alcanza a todas las épocas. Sin referencia a
este núcleo, los conocimientos, por su propia naturaleza, tienden a
producir dispersión, más que a favorecer la sabiduría cristiana, que

16
es inseparable de un compromiso de vida con la verdad total, Cris-
to42.
En cuanto al modo de aprender o de acercarse a la verdad, el
cristocentrismo también tiene consecuencias. Por su condición de
sabiduría, las verdades de la fe sólo pueden ser poseídas en la me-
dida en que son experimentadas y meditadas. El mero conocimien-
to formal de las fórmulas en que se expresan, aunque tiene un va-
lor, es muy distinto de una auténtica y personal penetración en la
verdad; y de un verdadero encuentro con Cristo, presente en la
Iglesia y en los sacramentos.
La sabiduría que está en juego no es, como hemos dicho, un
simple saber, sino que se trata de una persona; por eso, no puede
manejarse con la frialdad especulativa con que se pueden tratar
otros temas, por ejemplo, de la esencia de la libertad o las caracte-
rísticas del pensamiento contemporáneo43. Pensar en Cristo es, en
el fondo, inseparable de un encuentro real porque el cristiano con-
fiesa a Cristo resucitado y vivo, afirma la realidad de su vida, y su
presencia en la Iglesia.
Por eso, la reflexión debe ser, al mismo tiempo, oración, con-
tacto con la verdad salvadora: no sólo debe pensar en ella, sino
comunicarse con ella. Y en la medida en que Dios quiera, puede
llegar a ser contemplación44; donde, como un don, Dios llega a ser
cabalmente alcanzado por la inteligencia: «Dichoso aquel a quien la
verdad enseña por sí misma y no por figuras o por palabras que
pasan, sino dándose a conocer tal cual es»45. Esto es tomarse en
serio la verdad de lo que se afirma.

17
5. CRISTO PEDAGOGO

Es sabido que éste es el título que Clemente de Alejandría da a


Jesucristo en el segundo de su grandes tratados sobre la formación
cristiana. En él, nos presenta a Cristo en el papel de formador de la
virtud; es decir, de pedagogo. La idea actual de lo que es la peda-
gogía resulta muy alejada de la de Clemente, que en este punto está
en consonancia con los ideales clásicos y toma de allí el motivo de
su comparación46.
Probablemente, debido a la creciente relevancia que los logros
científicos han adquirido en nuestra cultura, los objetivos de la
educación se han desplazado poco a poco hacia la transmisión de
los conocimientos positivos, especialmente de las Ciencias de la
Naturaleza y de las Ciencias Exactas. Se confunde fácil e inadverti-
damente educación con instrucción47. Una larga historia ha difu-
minado el aspecto moral de la educación -la formación en la vir-
tud- que era, sin embargo, el más importante en la educación clási-
ca48. En este sentido, puede resultar difícil hacerse idea de la an-
chura de perspectivas de la tesis de Clemente.
Cristo es pedagogo porque predica una doctrina moral y ense-
ña prácticamente cómo se debe vivir. Por contraste con lo que
puede suceder hoy, el mensaje cristiano fue comprendido en los
primeros siglos, ante todo como una doctrina práctica, un modo

18
de vivir, o, más exactamente, un camino49; aunque, evidentemen-
te, este modo de vivir sea inseparable de un marco de verdades de
gran calado especulativo, como es el caso de la confesión de que
Dios es creador, o de que Jesucristo es el Hijo de Dios. El mensaje
cristiano no es una teoría, ni tampoco una lista interminable de
preceptos morales, ni tampoco un conjunto de ritos sociales que
dan relieve a los acontecimientos importantes de la vida. Es una
forma de vida. Para Clemente, la misión del pedagogo que en este
caso es Cristo, consiste en introducirnos en la manera cristiana de
vivir. Su mensaje no se ordena sólo a que nos sepamos hijos de
Dios, sino, más bien, a que seamos capaces de vivir como tales50
Como bien sabía la antigüedad clásica, el resorte fundamental
de la educación moral es la imitación de un modelo51. De hecho,
formaba parte muy importante de la enseñanza, el relato de las
acciones virtuosas de los grandes hombres del pasado o las que se
podían extraer de la literatura. Las virtudes de los personajes de
Homero, por ejemplo, han servido de modelo durante toda la épo-
ca clásica. En el modelo se percibe, de manera intuitiva, la belleza
del obrar recto; y esa belleza atrae y provoca la imitación. La belle-
za de la acción ejemplar es el mecanismo básico de la enseñanza
moral.
El modelo cristiano es Cristo mismo. En este sentido, la vida
cristiana se convierte en una imitatio Christi. La imitación de Cris-
to requiere un conocimiento profundo de sus hechos y dichos, tal
como nos han sido transmitidos por los Evangelios. Es necesario
frecuentarlos y extraer de sus escenas consecuencias para la propia
vida. Se trata de un manantial inagotable, ya que esos hechos y
dichos se conocen mejor en que la medida en que existe una mayor
connaturalidad con el modelo. En el conocimiento moral, la con-
naturalidad juega un papel muy relevante.
Pero la imitación de Cristo alude a un fenómeno mucho más
profundo. Como toda la vida cristiana se ordena intrínsecamente

19
por la gracia a la identificación con Cristo, resulta que cada cristia-
no es, en cierto modo, un reflejo de su vida; y reflejan especialmen-
te a Cristo quienes han llegado a la perfección cristiana, que es la
santidad. Por esta razón, la Iglesia propone a sus santos como mo-
delos de la existencia cristiana. Y, precisamente por eso, las «vidas
de los santos» tienen un papel tan importante en la formación cris-
tiana, no sólo de los niños sino también de los adultos. Se com-
prenderá también fácilmente la importancia de que, quienes reci-
ben en la Iglesia la misión de formar en cualquier sentido, sean
capaces de reflejar a Jesucristo en su conducta.
La imitación de Cristo no es sólo ni principalmente el esfuerzo
consciente por seguir su modelo de conducta: tiene mucho de es-
pontaneidad e impulso carismático. La acción del Espíritu Santo, la
gracia -que es un don de Dios gratuitamente repartido- produce
una identificación con Cristo y esto caracteriza el obrar cristiano
aunque no siempre se perciba conscientemente. La pedagogía divi-
na no llega sólo a través de la enseñanza oral, ni simplemente pro-
poniendo ejemplos. Desde luego, Cristo es pedagogo porque en-
seña una doctrina moral; también porque constituye el ejemplo que
se ha de imitar; pero, sobre todo, porque obra en el interior de
cada cristiano. El Espíritu Santo es el "Maestro interior". Con res-
pecto a otros modelos de educación, la «Paideia» cristiana debe ser
consciente de esa acción misteriosa de la vida de la gracia. No sólo
propone un modelo; proporciona también las fuerzas necesarias
para alcanzarlo, que nos llegan de manera privilegiada por unos
cauces sacramentales: a través de los misterios de Cristo que la
Iglesia celebra en su Liturgia.
Todas estas consideraciones pueden ayudar a recordar la im-
portancia que, en toda enseñanza cristiana, tanto en la catequesis
como en la teológica, tiene la unión intelectual y vital con Cristo.
En la Iglesia, instruir, enseñar, educar es siempre formar en Cristo.

20

Вам также может понравиться