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Antonio Ostornol: El hijo de Marcial

Serían cerca de las diez de la noche cuando, del otro lado de la puerta, se
escuchó el llanto de la guagua. Al momento, el timbre, un ding-dong
delicadísimo, anunció la presencia de alguien.
Alicia estaba sola con sus hijos. Roberto andaba vendiendo remedios en el
Sur. Dudó un instante, el tiempo necesario como para que el ruido del televisor
llenara el silencio y, nuevamente, desde una lejanía inconmensurable, se
escucharon los quejidos de la guagua. Entonces, se acercó a la puerta y miró a
través del ojetillo: en el descanso de la escalera se perfilaba una figura
gruesa con un bulto en los brazos.
Preguntó muy despacio quién era y la respuesta no hizo sino acentuar su
inquietud. Marcial estaba ahí, justo al otro lado de la puerta, y el tono de la
voz reflejaba una instrucción perentoria: tenía que abrir. Lo hizo, y al
hacerlo, quizá por el contacto de la luz o por el suave movimiento de los brazos
de Marcial, la guagua dejó de llorar: tendría algo más de un año y los ojos se
le cerraban solos.
Se saludaron casi como si la visita fuera normal, un beso en la mejilla y
un cariño descuidado en la cabeza, poca cosa, algo mínimo para decirse que, a
pesar de todo, eran buenos amigos. Y lo eran, pensó Alicia, sólo que hacía tanto
tiempo que no se veían. Sin embargo, Marcial se movía con una exactitud que no
indicaba ninguna emoción por el encuentro. Dejó al niño sobre el sofá, se
dirigió a la ventana que daba a la calle y miró apenas corriendo las cortinas.
Sólo entonces se sentó. La guagua se había dormido y Marcial respiró hondamente.
Alicia no sabía qué pensar. Miraba a Marcial y miraba a la guagua, y en su
cara se formulaba una interrogación de tal magnitud, que ni siquiera se atrevía
a enunciarla. No pudo resistir y, sin decir una palabra, tomó en sus brazos al
niño y se lo llevó a un dormitorio. En seguida, cruzó a la cocina y en el
departamento se oyeron los ruidos de las ollas al chocar, del agua que corría,
de los platos dejados con violencia sobre alguna mesa.
Cuando Alicia volvió, Marcial miraba nuevamente por la ventana. Ella se
detuvo un momento a observarlo: había envejecido, no tenía el garbo de antes, la
apostura soberbia. Sus facciones estaban crispadas como si lo dominara un miedo
incontenible o un silencioso dejo de culpabilidad. Trató de recordar desde hacía
cuánto tiempo que no se veían. No logró precisarlo: se había esforzado demasiado
en olvidar. Y lo habría conseguido definitivamente, de no mediar su presencia
abrupta, ahí parado en medio de la pieza como irrumpiendo de la nada.
Marcial masticaba con marcada lentitud un trozo de carne. Mientras comía,
se hicieron preguntas triviales, demasiado obvias: ¿cuántos niños tienes?, ¿cómo
anda la salud?, ¿Roberto está trabajando? Y las respuestas fueron breves, los
datos precisos, las anécdotas resumidas en exceso. En general, concluyeron, todo
seguía más o menos normal, excepto esta llegada, esta comida de trasnoche que
aparecía extemporánea e irreal.
-La guagua, Marcial, ¿es tu hijo?
-Sí, mi único hijo.
Fueron las últimas frases en la mesa. El café fueron a tomárselo en el
pequeño estar. Alicia no dejaba de mirar a Marcia con fijeza: esperaba una
respuesta concreta, algún indicio más preciso. Pero Marcial no parecía dispuesto
a explicar y ella no se atrevía a preguntar. Permanecieron en silencio bebiendo
de las tazas a pequeños y nerviosos sorbos. De vez en cuando se decían algo.
Luego volvían a callar. Hasta que un quejido llegó de la pieza.
-Es él -dijo Alicia.
-Sí, es él.
-¿Cómo se llama?
Marcial se sonrió por primer vez desde que había llegado y con un discreto
rubor contestó "como el poeta". Sí. Alicia también sonrió y, con una mueca
traviesa le contó que su hijo mayor también se llamaba Ernesto, como el poeta,
y, aunque no lo dijo, recordó eso de que al perderte yo a ti, tú y yo hemos
perdido. Se levantaron para ir a ver al niño. Sobre la cama, el pequeño
cuerpecito se retorcía y el sueño ahogaba sus murmullos. Apenas se veían las
manos gorditas que trataban de coger algo inasible.
-Tiene sueño -dijo Alicia.
-Es hambre, no ha comido -repuso seco Marcial.
-¿Cómo?
Marcial arrugó las cejas, con una mano se apretó la cara como si quisiera
hacerse daño y con los ojos buscó en la penumbra un punto indeterminado. Alicia
le dio vuelta la cabeza con violencia y lo interrogó con los ojos: por un
momento sólo sintió la respiración contenida de Marcial, las hinchadas venas de
su cuello, el sudor que lo cubría invisible. Comenzó a balbucear unas palabras,
"Alicia tengo que explicarte, por favor", pero ella no lo dejó, y como impulsada
por una fuerte descarga eléctrica, salió de la pieza y durante un tiempo
imposible de determinar, Marcial sólo escuchó el ruido, amplificado en la noche,
de los pasos ágiles que recorrían el departamento de un lado a otro. Tomó en
brazos a Ernestito y lo acunó. No se volvió a dormir. Tampoco siguió llorando:
apoyó la cabecita en su hombro y a intervalos regulares emitía leves quejidos.
Marcial se sentía afiebrado. Las imágenes del día se le repetían una y otra vez
sin dejarlo pensar. Después que recibió la confirmación telefónica de sus
sospechas, estuvo a punto de no ir a buscar a Ernestito. No podía precisar el
tiempo que pasó sentado en la Fuente de Soda esperando a decidirse. ¿Cómo podría
explicarle a Alicia?, ¿cómo poder partir nuevamente? Ahora le darían también la
leche, también lo mudarían. Luego se dormiría, era evidente: entonces, tendría
que explicarlo todo.
El niño ya se había dormido y Alicia terminaba de ordenar la cocina. Desde
hacía rato que no paraba de hacer una cosa y otra, como si no quisiera detenerse
un momento. Marcial, sentado en un sillón, la observaba: se mantenía bien, no
había engordado, su contextura seguía siendo firme. En ella no se apreciaba el
paso del tiempo, a pesar de que ya bordeaba los treinta y tenía tres partos en
su haber. Todavía era una mujer atractiva, aunque quizá un poco frágil. Poseía
intacto, sin embargo, ese don de la ternura, que le permitía asumir con extraña
calidez las situaciones más complejas y decirle ahora, sin ningún tapujo, que
ella daba por sentado que se quedaría a alojar, ya que el toque, como era
lógico, estaba por empezar.
Marcial asintió sonriendo. Un tibio calor lo envolvía y sus miembros
estaban poseídos de un desgano absoluto. Tenía sueño. Hubiera querido cerrar los
ojos, relajarse, dejarse poseer por la pesadumbre que lo embargaba. Pero Alicia
no se lo permitía. Sentada frente a él, como si se tratara de la situación más
normal del mundo, hablaba sin parar, casi compulsivamente, dejándose llevar por
un discurso remoto, recordando al viejo poeta que había hecho poesía y humanidad
con los indígenas y que ahora lo daba todo en esa lucha que ella no entendía,
pero recordaba esas tardes en que recitaban juntos sus poemas y que tenían que
verse más seguido, y hablarlo todo, Marcial, todo, todo... La situación no podía
prolongarse. Marcial lo tenía muy claro: debía explicarse bien. Ella se
sorprendió y lo miró a la cara. Percibió mucho más nítidamente los cambios
experimentados en el rostro de Marcial: había más arrugas, menos pelos, unas
profundas ojeras que se marcaban bajo sus ojos. Y Marcial ya no mantenía fija la
vista: continuamente la estaba desplazando.
-Tenemos que hablar de Aurora, también de mí, y de ti, y de todo.
Alicia no respondió. Simplemente lo miraba, quizás con cierta inquietud. A
Marcial le faltó el aire, lo tomó con fuerza y lo mantuvo en suspenso. Al final,
respiró con fuerza y lo mantuvo en suspenso. Al final, respiró con
profundidades, con la profundidad de un recuerdo largo. En los ojos de Alicia
habían nacido breves destellos: sí, también deberían hablar de Ernestito, pero
no sólo de sus hijos que compartían fortuitamente el sueño, sino del otro
Ernesto, del que les pertenecía sólo a ellos.
-Algo te pasa, Marcial -dijo Alicia precipitándose-. ¿Por qué no me lo
dices de una vez?
En sus facciones había desaparecido todo optimismo. Algo grave pasaba, algo
que estaba constrito en el ceño fruncido de Marcial.
-Sí, tienes razón. Necesito que me ayudes.
Encendió un cigarrillo, lanzó lentamente el humo, se concentró en las
volutas: debería haber dicho que tenía un problema de vida o muerte, pero
resultaba demasiado trágico, a pesar de ser cierto. La situación era inexorable.
Recordó la noche anterior, cuando todavía no quería convencerse: Aurora entró
como un bólido a la casa. Estaba pálida, temblaba. "Estoy segura, Marcial, había
balbuceado, me están siguiendo". Y se aferró a su cuerpo hasta traspasarle toda
la violencia de su miedo.
-Hoy día Aurora no volvió a la casa. Me lo dijeron por teléfono.
Había llamado desde la oficina y la empleada, a medias palabras y en su
curiosa sintaxis, desencadenó sin querer los términos de una historia que en
este momento se le hacía insoportable. Lo primero que hizo fue ir a buscar a
Ernestito. Lo retiró antes de la hora tomando todas las precauciones. Entonces
comenzó a recorrer la ciudad sin tener un destino fijo. Estuvo en los parques,
pensó en ir a casa de su suegra, se refugió en un café, hasta que se hizo de
noche y no pudo prolongar más su determinación.
-Fue ahí que pensé en ti.
Alicia inclinó la cabeza como si todavía no entendiera o meditara una grave
respuesta. Las palabras de Marcial habían vuelto a poner en el centro de su
existencia una vieja definición. Sabía que debía ayudarlo. Pero estaba Roberto y
aquella vieja historia nunca aclarada. Quiso ganar tiempo, tal vez inventar una
salida que intuyó imposible.
-Por esta noche podrías quedarte. Luego, sería un problema.
Era cierto, pensó Marcial, y no pudo contestar. Sabía, sin embargo,
exactamente las palabras que debería pronunciar, ni por un momento había
olvidado el propósito preciso de esta visita. Pero se resistía a hablar, no se
atrevía: el rostro risueño de Ernestito, de su único hijo, le nubló la vista.
Una angustia nacida quizás de tiempos inmemoriales le hizo soltar las palabras
como un escupo.
-Yo no quiero quedarme, sólo quiero dejarte a mi hijo.
Alicia no reaccionó. Siguió mirándolo con la misma expresión de infantil
preocupación con que había escuchado todo el relato. Pero ante la interrogación
muda y angustiante de Marcial, el tiempo se le vino encima y una ciega decisión
se configuró en su rostro. Roberto tendría que entender y ella debería ser capaz
de exp0licarle. Tuvo absolutamente claro que su conciencia no resistiría el
recuerdo de la imagen demacrada y convulsa de Marcial, con ese llanto que no
podía contener y los espasmos secos de un cuerpo dominado por fuerzas superiores
a él. Se acercó y lo acarició. Al día siguiente, temprano, Marcial se lanzó
a la calle. No quiso entrar al dormitorio donde estaba su hijo. Simplemente,
creyó percibir la respiración acompasada de sus pulmones, Alicia lo despidió en
la puerta y se quedó mirándolo desde la ventana. La vio cruzar la calzada y,
cuando iba a mitad de cuadra, un auto comenzó a desplazarse lentamente a su
lado. Doblaron la esquina y, definitivamente, desaparecieron.

Antonio Ostornol (1954) nació en Santiago de Chile. Obras publicadas: Los


recodos del silencio, El obsesivo mundo de Benjamín, Los años de la serpiente.

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