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Los orígenes de nuestro credo

Por las herejías de un Sacerdote de nombre Arrio, surge una discusión que daría como
resultado nuestro credo

Por: Alonso Ramírez | Fuente: Catoliscopio.com

El concilio de Nicea, si bien no fue el primer concilio que hubo en la historia, si fue
el primer concilio ecuménico de todos. Se dio en el año 325 en el pueblo de Nicea,
que se encuentra en lo que es la actual Turquía.

El origen del concilio

Este concilio fue promovido principalmente por las divisiones que se estaban
presentando, principalmente en la iglesia de Alejandría donde un sacerdote de
nombre Arrio, fundamentaba una teoría que iba a ser trascendental en la historia de
la iglesia. El arrianismo defendía que Jesús prácticamente no era eterno, que Dios
en su momento estuvo solo y luego creó a Jesucristo. Esta teoría si bien no fue
iniciada por Arrio, si fue él uno de sus mayores expositores y quien la intensificó.

La respuesta de Alejandro ante Arrio

Cabe rescatar que en este concilio, Arrio fue participe y defendió su credo ante el
sínodo de obispos presentes, donde los principales detractores del arrianismo
fueron Alejandro de Alejandría y Atanasio de Alejandría, quienes defendían
que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

Luego de unos meses, sale de este concilio el hecho de nuestra fe, nuestro credo
que domingo a domingo es proclamado en la Eucaristía, donde proclamamos a
Jesús como hijo único de Dios, engendrado y no creado.

La mejor fórmula para expresar nuestra fe


Este credo para el año 381 fue aclarado de una mejor fórmula en el concilio de
Constantinopla, donde aún había en el aire secuelas del arrianismo y una nueva
herejía que mencionaba que el Espíritu Santo no tenía la misma divinidad que el
Padre y el Hijo. De este concilio se proclama “Creo en el Espíritu Santo, Señor y
dador de vida, que procede del Padre y del Hijo y que recibe un mismo honor y
gloria”.

Con esto finaliza el acto de proclamación que ha sido la base de nuestra fe por
tantos siglos, como es el Credo Niceno-Constantinopolitano, que fue proclamado
desde los inicios apostólicos, donde cada uno de sus defensores fueron tan
cercanos a estos hombres que fueron discípulos directos de Jesucristo verdadero
Dios, verdadero hombre.

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