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Ladero, Q. Miguel Ángel. (2005).

El Orden Político: teorías, estructuras,


instituciones, en España Medieval y el legado de occidente, en España medieval y
el legado de occidente (pp. 175-195). México: SEACEX, CONACULTA-INAH.

DOCTRINAS POLÍTICAS

En la Baja Edad Media, las monarquías del Occidente europeo se gobernaban a


partir de una experiencia doctrinal y práctica muy extensa, en la que se funden
elementos de procedencia diversa. Unos enraízan en las primitivas concepciones
germánicas, que conciben la organización jurídica y política como el medio mejor
de mantener la paz en la comunidad, y al titular de la realeza en el ejercicio de dos
funciones principales: dirigir la guerra y hacer justicia. Otros, de expresión escrita
mucho más rica, proceden del pensamiento eclesiástico altomedieval: aunque la
desigualdad social y la existencia misma del poder son consecuencia del pecado
original, la capacidad coactiva del poder permite promover justicia y paz, evitando
males mayores. Una originalidad importante del pensamiento político eclesiástico
fue la distinción, cada vez más neta, entre auctoritas religioso-sacerdotal y
potestas político- secular, lo que impidió formas integradas de poder basadas en
doctrinas teocráticas y permitió tanto el pleno reconocimiento del officium regio
como el paulatino desgajamiento del ámbito de lo político con respecto al de lo
sagrado-religioso, aunque las relaciones entre poderes eclesiásticos y seculares
fueran estrechísimas.

Cabe tener en cuenta, además, que la legitimación del poder se basaba en


argumentos de derecho divino: no sólo porque los reyes se consideraban vicarios
o lugartenientes de Dios en el ejercicio de su función sino, más aún, porque su
derecho mismo a reinar procedía de la gracia divina. Las imágenes mentales
religiosas sobre el poder real eran un eficaz instrumento de propaganda política en
aquellos siglos, reforzadas, a veces, por ceremonias en momentos solemnes de la
vida del rey, como la coronación, y de su muerte, como los funerales regios, e
incluso a veces por creencias de tipo mesiánico-apocalíptico sobre la función de
determinadas empresas regias en el advenimiento del fin de los tiempos y el
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cumplimiento de las promesas de Cristo: así sucedía con el espíritu de cruzada,


que despertaba movimientos de emoción y entusiasmo difíciles de comprender
hoy. Así pues, el pensamiento religioso rodeaba a la institución monárquica de
atributos morales de perfección, casi sacros, y consolidaba, al mismo tiempo, las
concepciones organicistas de la sociedad y su gobierno, al imaginarla como
cuerpo cuya cabeza es el rey, así como Cristo es cabeza del cuerpo místico de la
Iglesia. La defensa y conservación del «cuerpo social así imaginado es, desde
luego, un supuesto previo e indiscutible de la acción política.

Hay que considerar, también, otra característica propia en mayor medida de los
siglos centrales de la Edad Media, entre los siglos X y XIII, pero cuya herencia es
muy perceptible aún a finales de la Edad Media: me refiero a la falta de
diferenciación conceptual clara entre Estado y sociedad, entre formas de poder
político y otras formas de poder. En la práctica feudo-vasallática, lo político nunca
se diferenciaba por completo en el seno de un conjunto más amplio de relaciones
sociales y formulaciones ideológicas: por una parte, poder político y formas de
dominio socio-económico están ligados entre sí directa y visiblemente, lo que
justifica la naturalidad con la que, en aquel sistema, se acepta y aplica el principio
de desigualdad jurídica y de calidades diversas de los individuos –principio muy
ajustado, por otra parte, a las teorías funcionalistas sobre el orden y las jerarquías
sociales–, y así se explica también la realidad primitiva o, al menos, la tendencia a
una adaptación del campo del ejercicio del poder político a los espacios y agentes
que ejercen el poder socio-económico. A estos principios de fragmentación viene
aunirse el de no división de poderes y, también, las nociones de superposición,
multiplicidad y pacto para el ejercicio de varios poderes sobre los mismos espacios
y poblaciones, lo que a menudo genera complejidad e incluso confusión
administrativa.

A partir de mediados del siglo XIII ocurre el paulatino renacimiento de la noción y


la realidad del Estado como forma más compleja y perfecta de organización del
poder político en los diversos ámbitos territoriales europeos. Hoy concebimos el
Estado como una organización «jurídicamente establecida, objetiva y duradera,
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con un poder supremo independiente en su esfera de cualquier otro, ejerciéndose


sobre un grupo humano determinado y diferenciado de los demás, para la
consecución de unos finales de orden natural» (J. A. Maravall). Claro está que
todo esto no se logra de una sola vez ni en todas partes al mismo tiempo, sino que
la realización se desarrolla a lo largo de varios siglos, se consigue mejor en las
grandes monarquías europeas y no destruye, sino que a menudo se apoya
también en los elementos de origen anterior que ya hemos descrito, de modo que
se respeta el principio de agregación jerarquizada de poderes en torno a cúspides
que ordenan el conjunto, en este caso la corona.

Sin embargo, el concepto de Estado y su desarrollo dispone de sus propios


principios ideológicos principales, que se basan en la recuperación y el estudio del
derecho romano tardío, desde mediados del siglo XII, y en el de la Política de
Aristóteles, desde el último tercio del siglo XIII. El primero ponía el acento en los
conceptos de res publica como ámbito de la acción política, y de soberanía del rey
(princeps), legislador y, al mismo tiempo, por encima de las leyes positivas si era
preciso (a legibus solutus: absoluto), aunque no de la ley natural ni de la divina, y
en el uso además de algunos ámbitos de poder o regalia exclusivos. El
pensamiento aristotélico, por su parte, afirmaba el carácter natural de la
organización política de la sociedad, al margen de cualquier justificación o
connotación externa a ella. Ambas corrientes doctrinales confluían en el apoyo a la
recuperación del carácter público del poder político, considerado como «espacio
autónomo y diferenciado, dotado de una legitimidad propia» (J. Strayer), frente a
otras fuentes y formas de poder, y potenciaban la relación de naturaleza entre el
rey y los súbditos, dentro de un espacio o territorio bien definido, como base para
su ejercicio y para el desarrollo del concepto de soberanía.

La glosa eclesiástica de estos principios, desde Tomás de Aquino y Egidio


Romano, insistió en la noción de bien común, e insertó la ley positiva –que era
resultado del poder político y, al mismo tiempo, su límite habitual e instrumento de
acción– en una necesaria armonía con la ley natural y la ley divina, como
fundamentos profundos del orden político.
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En el camino hacia estas formas de Estado moderno, como se las denomina


desde hace tiempo, hubo dos posibilidades de desarrollo desde mediados del siglo
XIII que se manifestaron a menudo de forma sucesiva o contradictoria. Una es la
pactista, basada en el reparto de poderes y funciones entre el rey y el reino; este
último se configura en estamentos –clero, nobleza, estado llano–, que actúan
unidos en parlamentos o Cortes, o separadamente, siempre bajo el dominio de
grupos sociales dirigentes, verdadera «sociedad política» que emerge sobre el
conjunto de lo que podemos llamar «sociedad civil». La otra posibilidad lleva al
absolutismo regio, a la superación del reparto de poderes con los estamentos, a
su concentración en la corona, dueña de la soberanía, de la «preeminencia y
señorío real absolutos» –según leemos en documentos castellanos del siglo XV–,
de modo que la «sociedad política» bien actúa integrada en ella mediante el
ejercicio de poderes correspondientes al ámbito monárquico, bien desarrollando
poderes o administraciones de carácter subordinado y limitado dentro del marco
del Estado monárquico, como pueden ser los señoriales y municipales.

De ambos modelos hay manifestación histórica en los reinos españoles


bajomedievales, pero importa señalar que los dos –el pactista y el absolutista–
tuvieron rasgos y problemas comunes en el proceso de modernización del poder
político. La corona encarnó siempre «la idea emergente de Estado», como lo
demuestra la pronta aplicación del principio de inalienabilidad, de tal forma que no
pudieran enajenarse o menguarse reinos, derechos y poderes reales salvo por
«grandes e justas cabsas», según se lee en las actas de las Cortes de Castilla de
1476. Y lo ratifican, igualmente, el monopolio de la corona en el ejercicio de las
relaciones exteriores, la atribución de soberanía, que se efectúa exclusivamente a
su favor, o el no reconocimiento de «superior en lo temporal» que los reyes
proclaman continuamente.

En ambos casos –el pactista y el absolutista–, aunque por distintos caminos, fue
preciso renovar el sistema de relaciones entre la corona, los poderes ejercidos
por los diversos sectores de la «sociedad política» y el reino en su conjunto; hallar,
en suma, un nuevo equilibrio tanto en las bases doctrinales del poder como en sus
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medios institucionales. En este último aspecto, los grandes retos que debieron
superarse fueron la renovación y modernización de los medios de acción política
y administrativa, el disponer de recursos financieros y militares más potentes, y la
constitución de un sistema nuevo de relaciones exteriores.

El conjunto de ideas y tendencias que acabamos de exponer está presente de


diversas formas tanto en los tratados doctrinales y otros escritos como en la
acción de gobierno. Entre los escritos, Las Partidas de Alfonso X de Castilla
ejercieron gran influencia y fueron objeto de diversas glosas a lo largo de los siglos
XIV y XV, así como las obras de algunos juristas eminentes en el ámbito catalán y
aragonés del siglo XIII (Pere Albert, Ramon de Peñafort). Se conocía, igualmente,
a los clásicos altomedievales, entre los que se contaba san Isidoro de Sevilla, y a
los teóricos de los siglos XII al XIV (Juan de Salisbury, Pietro della Vigna, Santo
Tomás de Aquino, Egidio Romano, Marsilio de Padua).

Entre los autores peninsulares dignos de mención por la audien- cia o por los
lectores que tuvieron, aunque no tanto por su originalidad, se cuentan Gil de
Zamora, preceptor de Sancho IV de Castilla (De preconiis Hispaniae), Ramon Llull
y, ya en el siglo XIV, don Juan Manuel (Libro de los Estados), el portugués Álvaro
Pelayo (Speculum Regum, 1344), Juan García de Castrojeriz, traductor y
comentarista de Egidio Romano, el infante Pedro de Aragón (Tractatus de vita,
moribus et regimine principum) y el catalán Francesc Eiximenis (Regiment de
princeps e de comunitats). En el siglo XV, entre otros, Arnau de Vilanova, el obispo
burgalés Alfonso de Cartagena, Rodrigo Sánchez de Arévalo (Vergel de Príncipes
o Suma de la política; Historia Hispanica), Diego de Valera (Doctrinal de

Príncipes), Gómez Manrique (Regimiento de Príncipes), fray Iñigo de Mendoza


(Dechado de regimiento de príncipes), el jurista Alonso Díaz de Montalvo y otros
autores de tiempos de los Reyes Católicos.

LOS MEDIOS DE GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN


Es preciso recordar, ante todo, que, en el plano
de la organización política se habían desarrollado diferencias
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notables entre los reinos españoles a partir


de mediados del siglo XI, comenzando por el hecho
mismo de su consolidación frente a la «idea imperial
» leonesa defendida por Alfonso VI (1065-1109)
y Alfonso VII (1126-1157), que englobaría los diversos
reinos autónomos bajo la supremacía del titular
del imperium hispánico. Pero, en definitiva, la España
cristiana de la Plena Edad Media se configuró
como un ámbito de diversos núcleos de poder regio,
y es fundamental comprender el distinto alcance y
efectividad de este poder en los casos castellano-leonés,
navarro y catalano-aragonés.
La autoridad real fue siempre mucho más fuerte
en León y Castilla debido a la adopción de la herencia
hispano-visigótica, a la escasa feudalización de
las estructuras políticas, que fue, además, tardía, a la
mejor conservación de regalia y principios de derecho
público sobre los poderes del rey, la noción de territorio
e incluso la de vínculo de naturaleza, y a la
fuerza mucho mayor –en población y extensión del
reino– de que disponía el monarca, jefe militar, hacedor
de justicia y desde tiempos de Alfonso X, bajo
el influjo de la recepción del derecho romano, promulgador
de leyes, además de ser la monarquía beneficiaria
máxima de la conquista y repoblación y capaz
de concentrar renta y de renovar su sistema fiscal
precozmente, desde tiempos de Alfonso X.
La situación portuguesa era similar a la castellana;
por el contrario, en Navarra y Aragón, y sobre todo en
Cataluña, que conoció una plena estructuración feudal
de las relaciones de poder, la monarquía no alcanzó
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el mismo nivel de independencia jurídica con respecto


a los grupos sociales con fuerza política, esto es, el alto
clero, la nobleza y, desde finales del siglo XII, las aristocracias
locales de ciudades y villas. En el caso castellano
se caminaría hacia el crecimiento del poder regio,
aunque limitado por la intervención de obispos, nobles
y caballeros, según su fuerza o predominio en la corte;
en el caso aragonés se caminaría hacia su limitación a
través del pacto con dichas fuerzas sociales. Pero en
ambos las relaciones sociales sobre las que se sustentaba
el poder eran semejantes.

ELEMENTOS Y CONDICIONES DE LA
MADURACIÓN INSTITUCIONAL
Las monarquías bajomedievales limitaron su acción
tanto en el ámbito territorial, puesto que ninguna
aspiró a la universalidad imperial, como en sus finalidades,
pues renunciaron a ejercer prerrogativas
teocráticas aunque tomaran muchas atribuciones y
rentas de raíz eclesiástica. Pero ambas limitaciones
las hicieron más sólidas y fuertes. Por lo demás, los
principios y doctrinas de autoridad antes reclamadas
por emperadores e incluso por papas fueron plenamente
transferidas al concepto y figura del rey, de
modo que se aceptaba generalmente la idea de que el
monarca poseía plena autoridad para ejercerla en
pro del bien común sobre el «cuerpo» que era su reino:
así, los diversos principios de soberanía y poder
crecen y se aglutinan en torno a la figura del rey, concebido
como cabeza del cuerpo político.
La manifestación más clara del poder regio creciente
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fue la complejidad y la madurez cada vez mayores


de una administración pública que actúa en
nombre y al servicio del poder real, y el aumento
también de los recursos de que dispone: se trata de
fenómenos comunes a todas las monarquías occidentales
y se desarrollan contemporáneamente en
todas ellas durante la Baja Edad Media, pero son peculiares
de cada una en sus rasgos y manifestaciones
concretas. En todos los casos, las novedades bajomedievales
fueron de gran importancia y dieron su perfil
a la organización político-administrativa de los
reinos europeos durante siglos. Su estudio es el campo
propio de la clásica «historia institucional», cada
vez más próxima en algunos de sus aspectos a una
historia social y cultural del poder, aunque el análisis
detallado de las instituciones en su génesis y evolución
temporal sigue siendo su objeto central.
Los principios que inspiraban aquel modelo de administración
fueron expuestos claramente por J. M.
Pérez-Prendes y hay que conocerlos para no aplicar
anacrónicamente los principios propios de modelos
más recientes, que se refieren al Estado constitucional
y no al de Antiguo Régimen. Primero, no separación
sino interrelación de poderes, de modo que un mismo
órgano institucional puede ejercer funciones que son
«de suyo diferentes, como «gobernar» y «juzgar», sin
que ello implique confusión en la percepción de la distinta
naturaleza jurídica de las funciones». Segundo,
«flexibilidad» de las instituciones, que no tienen «estatutos
delimitadores de sus abanicos competenciales en
forma que pudiesen resultar un obstáculo para la libre
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y rápida adjudicación de nuevas tareas, o modificación


de las antiguas [...] según la conveniencia política libremente
estimada por la Corona», y cierta discrecionalidad
en la aplicación de las normas, aunque se rea-
lizó un esfuerzo muy notable para dotar a cada oficio o
institución de ordenanzas que regularan claramente
sus actividades. Tercero, «doble comunicación entre
súbditos y Corona»: ordinaria, a través de las instituciones
servidas por los oficiales públicos, y extraordinaria
o directa, mediante la presentación de memoriales,
cartas, arbitrios, o incluso actuando en servicio
regio «prescindiendo de las estructuras administrativas
aunque ésta fuera una situación insólita y casi
siempre condenable, sobre todo si no había tenido éxito
en la consecución de sus objetivos políticos.

LA MONARQUÍA. LAS INSTITUCIONES REGIAS


Hay dos medios de verificar cuáles eran los poderes
del rey, de evaluar su adaptación a la práctica política.
El primero consiste en estudiar cada reinado o cada período,
lo que sería impracticable aquí. El segundo, en
estudiar los símbolos, las ceremonias que rodean a la
monarquía y los poderes que se atribuyen generalmente
al rey: el ejercicio de los poderes reales comienza con
la muerte de su predecesor, de modo que las ceremonias
de aclamación o coronación no añaden nada a la
condición regia, aunque comportan el juramento del
rey de respetar los fueros y derechos del reino y el de los
representantes de éste de obedecer la autoridad real.
Los ámbitos en que se ejercía esta autoridad eran
prácticamente los mismos en todos los reinos: el mando
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militar, la capacidad de llamar a las armas a los súbditos


y la facultad superior de hacer justicia eran los
atributos característicos del rey medieval, «tutor y protector
» del reino y de su paz. De estos dos atributos derivaban
los poderes judiciales, gubernativos y administrativos
concretos que ejercía el monarca, u otros en su
nombre, y por eso tenía el rey derecho a percibir determinadas
prestaciones económicas. Además, en la Baja
Edad Media los reyes habían recuperado la capacidad
legislativa: en Castilla sólo el rey tenía poder de hacer
leyes, como recuerda el Ordenamiento de Alcalá de
1348, y lo ejercía ante las Cortes o por medio de la promulgación
de pragmáticas y ordenamientos. En cambio,
en Aragón y en Navarra las Cortes tuvieron cierta
capacidad colegislativa, aunque el monarca conservara
en exclusiva la capacidad de promulgar las leyes.
El poder eminente del rey se manifestaba igualmente
en el ejercicio de los derechos soberanos o regalías
definidos en el derecho romano tardío: eran de la
corona las minas y las salinas, las aguas, los bosques, los
pastos y las tierras incultas, la caza y la pesca, aunque
los reyes cedieran su usufructo a diversas instituciones
públicas o a particulares. También era prerrogativa regia
la regulación de algunos aspectos de la vida económica:
acuñación de moneda, autorización de ferias y
mercados, seguridad en los caminos, etc.; en definitiva,
eran manifestaciones de su capacidad para mantener
la justicia y la paz.
Las delegaciones del poder real fueron muy raras
en Castilla debido al carácter itinerante de la corte y,
sobre todo, a la homogeneidad política del país. En
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cambio, en la Corona de Aragón eran necesarias debido


a la diferente organización política de cada uno
de sus reinos y a la imposibilidad de que el rey estuviera
presente a la vez en todos, de manera que desde
el siglo XIV el monarca nombraba procuradores y gobernadores
generales, con facultades administrativas
y judiciales, y en el siglo XV se superpusieron a ellos lugartenientes
generales, cuya capacidad política era mayor,
e incluso virreyes. El paso a Castilla de estas instituciones,
ya en la segunda mitad del siglo XV, explica su
posterior implantación en las Indias.
Los cambios en las instituciones de gobierno y la
evolución en las formas y finales de la acción política
correspondieron a otros cambios ocurridos en el sistema
jurídico. Como «las perspectivas normativas y
las institucionales son inseparables» (Pérez-Prendes),
es imposible estudiar los órganos de gobierno y
administración sin conocer cuáles eran las normas
legales que regulaban sus actuaciones y, a la vez, los
principios que inspiraron la actividad legislativa de
los monarcas.
El sistema jurídico bajomedieval se fundaba en el
derecho común, que se sustentaba en el derecho romano
tardío, el derecho canónico y algunos elementos
de derecho feudal y derecho mercantil. En los reinos
españoles se extendió desde mediados del siglo XIII
a través de la enseñanza universitaria, y se utilizó
como derecho supletorio de las leyes positivas de cada
reino, pero sobre todo inspiró la doctrina jurídica, las
sentencias judiciales y, en gran medida, la promulga-
ción de tales leyes concretas, aunque sobre éstas también
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pesaron las tradiciones propias de cada reino.


Así, aunque los antiguos fueros locales entraron
en decadencia, en Castilla, ante las leyes de aplicación
general en el reino, se siguió considerando que las leyes
y estatutos locales (fueros, ordenanzas...) formaban
parte del derecho natural, aunque su aplicación
estaba subordinada o complementaba la de la legislación
general emanada de la corona. Por el contrario,
muchas costums locales en Cataluña y fueros en Aragón
y Navarra mantuvieron un uso más pleno.
Pero tuvo mayor importancia, en aquellos siglos, la
promulgación de derecho territorial por los reyes o,
también, la recopilación de normas que tenían ese mismo
alcance general. En Castilla fue fundamental la
obra legislativa de Alfonso X (Setenario, Especulo, Partidas,
Fuero Real), así como la de sus sucesores ejercida
en las Cortes (Ordenamiento de Alcalá, 1348) o fuera de
ellas: a finales del siglo XV Alfonso Díaz de Montalvo
llevó a cabo una compilación (Ordenanzas reales de
Castilla) y los Reyes Católicos ordenaron su uso por las
administraciones públicas, a la vez que en 1503 hicieron
imprimir las Pragmáticas que ellos mismos habían
promulgado. En Navarra y Aragón se procedió, desde
mediados del siglo XIII, a efectuar compilaciones de derecho
territorial (Fuero General de Navarra, Código de
Huesca compilado por Vidal de Canyellas) o de jurisprudencia
(Observancias de los justicias mayores de
Aragón), y en Cataluña se completó la puesta por escrito
de los Usatges feudales, completados por las
Commemoracions que compiló el jurista Pere Albert,
y, más adelante, por las leyes promulgadas en Cortes
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(Capitols, constitucions). En el reino de Valencia el


derecho local otorgado a su capital por Jaime I a partir
de 1240 se extendió paulatinamente al conjunto del
territorio, de modo que los Furs o Código de Valencia
pueden considerarse derecho territorial.
Lo peculiar, desde las primeras fases de desarrollo
del Estado monárquico, fue la organización cada vez
mejor del poder y la burocracia centrales y de sus medios
de acción, ejercidos a partir de la casa y corte del
rey, en un proceso de especialización y creación de
nuevos cargos. Los reyes consideraban que reorganizar
su casa era un modo de afirmar y ampliar sus atribuciones,
y así lo hicieron, por ejemplo, Alfonso X de
Castilla en las Partidas, y Jaime II de Mallorca y Pedro
IV de Aragón en sus Ordinacions de 1344.
Muchos oficios de la casa real tuvieron un ámbito
de acción más bien doméstico y privado, aunque sus titulares
podían alcanzar gran influencia política, como
sucedía con el camarero mayor. Otros, en cambio, ejercían
funciones que hoy consideraríamos públicas,
como el mayordomo mayor en Castilla, que dirigía el
control y la gestión de la Hacienda real, aunque desde
el último tercio del siglo XIV la mayoría de las funciones
efectivas pasaron a manos de los contadores mayores;
o el almojarife mayor, tesorero del rey, oficio que desapareció
antes de 1400, sustituido por diversas tesorerías
parciales. En Aragón, la gestión hacendística corría
a cargo, desde 1283, del maestre racional,
secundado por un bayle general para cada reino, tesoreros
y escribanos de ración. En Navarra destacó la
buena organización del tribunal de cuentas o Cámara
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de Comptos, plenamente formado en 1365.


Dentro de la corte, la cancillería evolucionó mucho
en todos los reinos desde sus orígenes, en el siglo
XII. El canciller mayor era el primer oficio del reino:
en Castilla correspondía al arzobispo de Toledo,
y los cuatro notarios mayores eran siempre altos nobles.
Al lado de estos oficios de honor, y de los documentos
solemnes que expedía la cancillería, había
muchos más que el rey sellaba con sello menor o de
corte, también llamado «de la poridad» (secreto), y
que escribían oficiales de su confianza, los secretarios,
por los que acabó pasando la mayor parte del
gobierno cotidiano del reino.
La corte regia dispuso también de órganos judiciales
especializados. Alfonso X creó en Castilla el oficio
de justicia mayor o sobrejuez de corte, así como los
de alcaldes de corte, que juzgaban casos especialmente
relativos a la ruptura de la paz y la seguridad interiores.
Además, a mediados del siglo XIV existía ya un
tribunal colegiado, la Audiencia, cuya composición se
describe en sucesivas ordenanzas, entre 1371 y 1489:
la Audiencia se dividía en salas de lo civil, a cargo de
oidores, y de lo penal, donde actuaban alcaldes, y fue
un organismo técnico de gran importancia, compuesto
sólo por juristas profesionales. Debido a su complejidad,
se sedentarizó antes que el resto de la corte: en
el siglo XV radicaba en Valladolid, y en tiempo de los
Reyes Católicos se desgajó una sección para Galicia,
con sede en La Coruña, y una segunda Audiencia
para los casos ocurridos en la mitad sur, que tuvo su
sede en Granada desde 1505. Como la Audiencia custodiaba
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los sellos mayores de la Cancillería, recibió


también el nombre de Real Chancillería, lo que hoy
es, a veces, causa de equivocaciones.
El desarrollo de la justicia de corte en los reinos de
la Corona de Aragón y en Navarra fue muy semejante,
con la aparición de jueces especializados desde finales
del siglo XIII y de Audiencia Real en la segunda
mitad del siglo XIV, distinta para cada miembro de la
Corona de Aragón. Además, en el reino de Aragón, y
sólo en él, se consolidó una magistratura original que
juzgaba los litigios entre nobles o entre éstos y el rey,
llamada Justicia Mayor de Aragón desde 1265; el oficio
era vitalicio e inamovible y dispuso de atribuciones
que le permitieron disponer de un espacio jurídico propio,
al margen de las atribuciones de la corona, capaz
incluso de frenar su acción política si entendía que iba
contra los fueros o leyes del reino, especialmente las relativas
a la nobleza, de modo que el Justicia Mayor se
convirtió en el mayor obstáculo para que los reyes pudieran
modificar las relaciones de poder establecidas.
También eran cargos de corte, aunque ejercieran
sus funciones fuera de ella, el alférez o, desde finales
del siglo XIV, el condestable, jefe del ejército
real, y el almirante, oficio creado en Castilla en 1254,
que dirigía la flota real y ejercía en nombre del rey la
jurisdicción en asuntos marítimos.
Sin abandonar el ámbito de la corte, hay que conocer
una institución fundamental, el Consejo Real,
evolución de la antigua Curia Regia, llamada a convertirse
en el instrumento principal de la gobernación
del reino. En Castilla sus orígenes se rastrean desde
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tiempos de Fernando III (1217-1252), aunque su composición


no se fijó hasta 1385 (cuatro prelados, cuatro
caballeros y cuatro ciudadanos), así como sus atribuciones:
tratar todos los asuntos del reino, salvo los concernientes
a la casa real, Audiencia, delegados territoriales
del poder real y cuestiones de gracia y privilegio
real, que el rey resolvería en su Cámara. Un siglo después,
en tiempos de los Reyes Católicos, el Consejo de
Castilla, presidido por un obispo, con tres caballeros y
ocho o nueve letrados, era ya la mejor expresión del
poder de la monarquía: un órgano técnico, dividido en
secciones, de las que derivaron a veces consejos especializados;
allí se coordinaba toda la administración del
reino y, además, actuaba como tribunal supremo en
nombre del rey.
En Navarra y en la Corona de Aragón, pese a tener
orígenes semejantes, el Consejo Real no alcanzó la
importancia que tuvo en Castilla, debido al papel mucho
mayor que desempeñaban las administraciones de
cada reino y las locales. Las Ordinacions de Pedro IV lo
definen, sobre todo, como un órgano integrado por los
principales oficiales de la casa real, bajo la presidencia
del canciller, con funciones de coordinación administrativa
y de alta justicia. Fernando el Católico creó
en 1494 un nuevo Consejo de Aragón, en la corte,
para tratar todos los asuntos relativos a aquellos reinos,
en correspondencia con los respectivos virreyes o lugartenientes
generales, pero se trata de un órgano distinto
del Consejo Real de raíz medieval. Así, a finales
del siglo XV la administración real central o palatina
había llegado al término de una evolución que comenzó
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a mediados del siglo XIII y había puesto en pie instituciones


capaces de ejercer de manera regular y eficaz
el poder real en sus diferentes aspectos –militares, administrativos,
financieros, judiciales–, aunque mucho
más en Castilla que en Aragón o en Navarra. Pero en
todos los casos la eficacia de la administración regia dependía
también de la presencia de delegados territoriales
o locales del poder real igualmente eficaces, y en
este terreno los progresos fueron más lentos y desiguales
porque el rey tropezaba con poderes políticos que,
aunque fueran de rango inferior, tenían capacidad para
resistir o condicionar el de los delegados regios, si llegaba
el caso, o para cumplir ellos mismos funciones militares,
hacendísticas y administrativas en nombre del
rey, lo mismo los municipios en su ámbito que los nobles
en sus señoríos. En general, los reyes adoptaron un
sistema mixto que, salvaguardando la superioridad del
poder real, repartía las competencias efectivas según
las circunstancias locales.
Así, en Castilla, las altas funciones militares y judiciales
corrían a cargo de adelantados mayores de
grandes circunscripciones (León, Castilla, Andalucía...)
o, a veces, de merinos mayores, sólo en el plano
judicial, y en el siglo XV los corregidores reales presidían
y controlaban los gobiernos municipales. La itinerancia
de la corte real añadía otro factor de presencia en
muchas regiones. Navarra estaba dividida en merindades,
y Aragón en juntas o agrupaciones de municipios,
pero sólo a efectos de orden público. En Cataluña y
Mallorca la circunscripción territorial básica era la veguería,
y en Valencia el justiciazgo. Pero en aquellos
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reinos había además suficientes capitales reales fijas


para controlar desde ellas territorios mucho más reducidos
que el castellano: Pamplona, Zaragoza, Barcelona,
Valencia, Mallorca. De todos modos, con mayor o
menor fijación capitalina, la administración central tenía
límites difícilmente salvables: la resistencia o, al
menos, la vitalidad política de núcleos políticos regionales
y de otros niveles de poder; el imperfecto conocimiento
del país, a veces, de sus habitantes y recursos; la
dificultad para manejar ágilmente y conservar bien los
registros, cuentas y demás escrituras producidas por la
propia administración y tenerlos al día; los comienzos,
en suma, de problemas de rutina administrativa que
llevaron a más de un rey a poner límites a la «centralización
» cuando se demostraba que no era eficaz o que
la burocracia en auge mediatizaba el poder regio.
Pese a todo, las monarquías bajomedievales consiguieron
concentrar muchos más recursos hacendísticos
que sus predecesoras, en una especie de «revolución
fiscal» cuyo conocimiento es indispensable,
además, para entender mejor por qué evolucionaron
de manera distinta Castilla, por un lado, Aragón o
Navarra, por otro, en lo que se refiere a la definición
y ejercicio del poder real.
En todas partes, los antiguos derechos y pechos
que habían alcanzado su apogeo en los siglos XII y XIII
perdieron importancia en términos relativos, aunque
no llegaron a desaparecer. Las monarquías hicieron
aflorar nuevos recursos, mucho más abundantes y
seguros, aplicando el principio moderno según el
cual todo el territorio y la población dependían principalmente
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del rey. Así surgieron los impuestos directos


sobre los «naturales» del reino, pagados por
todos, salvo privilegio específico, y las contribuciones
indirectas sobre la circulación, el comercio y el
consumo de bienes, que pagaban también todos. Sobre
esa base común, lo que creó situaciones diferentes
fue la manera de definir aquellos ingresos, ya
como ordinarios ya como extraordinarios, y, sobre
todo, la manera de gestionarlos y administrarlos.
Así, en Navarra y en la Corona de Aragón los reyes
conservaron el control de las antiguas rentas y derechos
del patrimonio real, cada vez más disminuidos,
pero los nuevos ingresos extraordinarios dependían en
los siglos XIV y XV de la concesión por las Cortes que,
además, los recaudaban, gestionaban y aseguraban
que el rey los empleara en los finales políticos para los
que habían sido otorgados, de modo que toda la política
monárquica, en especial las empresas bélicas,
quedaba condicionada, y resultaba imposible la financiación
de cambios en la estructura e instituciones del
poder regio. Aquellos recursos extraordinarios procedían
en parte de contribuciones directas cobradas por
hogares (fuegos, fochs) y en parte de contribuciones
indirectas sobre el tráfico de mercancías (aduanas o
generalidades sobre el comercio exterior, alcabalas navarras
sobre el interior); como su cobro llegó a ser
continuo, se estableció un mercado de deuda pública
(censals), controlado por las Cortes y también por las
principales ciudades, para disponer en todo momento
de la liquidez necesaria.
En Castilla, en cambio, los reyes mantuvieron
20

siempre el control sobre el nuevo sistema fiscal, que se


puso a punto entre el último tercio del siglo XIII y comienzos
del XV. Durante el reinado de Alfonso X aparecieron
los «servicios extraordinarios» concedidos por
las Cortes desde 1269, que se convirtieron en uno de
los pilares de la Hacienda regia. Además, el rey organizó
las aduanas, estableció un servicio sobre los ganados
trashumantes y comenzó a tomar de manera regular
rentas eclesiásticas (tercias reales, décimas). Desde
1342, Alfonso XI generalizó el cobro de alcabalas sobre
la compraventa de mercancías, reformó el cobro de la
renta de salinas y recuperó los montazgos percibidos
por el uso de los pastos en tierras públicas. Los primeros
reyes de la casa de Trastámara, de Enrique II a Enrique
III (1369 a 1406), pusieron a punto los órganos administrativos,
las instituciones y las normas necesarias
para la gestión del nuevo sistema de impuestos que,
además de proporcionar un volumen de ingresos adecuado,
aseguraba a los reyes una notable libertad de acción,
porque en su mayor parte eran impuestos y contribuciones
arrendados en subasta a compañías
privadas, que pagaban sumas conocidas de antemano,
y, sobre todo, porque no había control externo sobre el
empleo de los recursos, ya que las Cortes jamás tuvieron
atribuciones al respecto, y tanto los grandes nobles
como las aristocracias locales, que eran los principales
beneficiarios del gasto regio, podían discutir sobre el reparto
pero nunca sobre las características de la nueva
Hacienda regia: la debilidad de las haciendas o rentas
propiamente señoriales y municipales prueba el triunfo
de la concepción estatal moderna en Castilla, donde,
21

además, la monarquía osaba intervenir de modo habitual


en el opulento dominio de la fiscalidad eclesiástica.
El aumento de la actividad y las responsabilidades
militares fue una característica general en la génesis de
los estados modernos, que requirieron nuevas fuentes
de reclutamiento, prestaciones militares y fiscales para
llevar adelante aquellas guerras que afianzaban su
identidad, sus fronteras y su exigencia de monopolizar
la violencia, disponiendo con claridad tanto de los medios
para ejercer justicia e imponer la paz como de los
que permitían guerrear. Pero la capacidad militar de los
reyes en Aragón y Navarra era débil porque no disponían
de los recursos ordinarios necesarios para financiar
guerras ofensivas, y los extraordinarios estaban
bajo control de las Cortes. Sólo en Castilla la masa,
mucho mayor, de medios disponibles y las posibilidades
del sistema fiscal permitieron a los reyes introducir los
primeros elementos del ejército moderno en una organización
militar que, sin embargo, mantuvo su aspecto
tradicional durante los últimos siglos medievales.
La defensa y el control del territorio, especialmente
en las fronteras y, sobre todo, en la de Granada,
se basaba en los castillos, cuyo mantenimiento
corría a cargo del rey y de los municipios de realengo,
de las órdenes militares, o de los nobles: el aumento
de los señoríos nobiliarios en los últimos siglos de la
Edad Media provocó la construcción de numerosos
castillos, generalmente en zonas antes peor defendidas.
En tiempo de guerra, los gastos se disparaban,
para pagar a las tropas que el rey movilizaba en todo
el reino haciendo uso de su poder de convocatoria:
22

mesnadas de nobles, milicias municipales. A ellas se


añadían los cuadros de mando, procedentes de la
corte real, y las capitanías de caballería del rey, que
en el siglo XV eran ya el germen de un ejército permanente,
aunque el paso decisivo para formarlo sólo
se dio en tiempos de los Reyes Católicos, añadiendo
a él unidades de infantería y los primeros parques de
artillería. La fuerza naval, cuyo sostenimiento era
costosísimo, siguió formándose con barcos arrendados
y adaptados para cada ocasión.

LA MONARQUÍA Y LA «SOCIEDAD POLÍTICA»:


IGLESIA, NOBLEZA, MUNICIPIOS
La plena construcción de los órdenes, estados o estamentos
de cada reino o país como elementos dotados
de identidad que aglutinaban a partes de la «sociedad
política», capaces de participar e influir en el poder,
ocurrió entre los siglos XIII y XV, al mismo tiempo que
crecía la autoridad regia y se construía el Estado moderno.
Fue, por lo tanto, otra faceta de la superación de
las relaciones de poder de carácter vasallático-feudal,
aunque también tomó de ellas formas de organización
y se nutrió, en parte, de los mismos grupos sociales.
La Iglesia
A comienzos del siglo XVI había en España siete arzobispados
y cuarenta y un obispados: treinta y uno en
Castilla, incluida Granada; dieciséis en Aragón, y uno
en Navarra. La autoridad de los obispos no se ceñía al
ámbito espiritual y eclesiástico, que disponía de su propia
jurisdicción sobre la población cristiana, basada en
el derecho canónico, sino que se extendía a la esfera
23

temporal: administraban patrimonios importantes;


controlaban la distribución de grandes sumas que procedían
del diezmo eclesiástico y de las rentas de sus
propiedades; algunos tenían jurisdicción señorial sobre
las ciudades cabeza de sus obispados (Santiago y las demás
sedes gallegas, Palencia, Sigüenza, Osma, Tarragona)
o sobre otras plazas y territorios: la sede arzobispal
de Toledo, máximo ejemplo, tenía señoríos poblados
por veinte mil hogares y unos veinte castillos en ellos.
Hacia 1500, la renta del conjunto de las instituciones
eclesiásticas en Castilla se elevaba a un millón y medio
de ducados, lo que era bastante más que las rentas de
la monarquía y, de ellos, la mitad correspondía a sedes
episcopales y cabildos catedralicios.
En aquellas circunstancias, la monarquía tenía
que procurar el control político y la colaboración del
episcopado porque, además, de sus filas salían cancilleres,
consejeros, confesores, embajadores y otros oficios
indispensables para la función política, y porque
los obispos tenían en sus manos elementos y ceremonias
fundamentales para la legitimación y la propaganda
del poder, además de controlar una masa de
rentas a la que los reyes apelaban habitualmente.
Para conseguir dicho control era indispensable el
acuerdo con el pontificado: primero, para limitar la
salida de renta eclesiástica hacia Roma; segundo,
para que la curia romana no proveyera o nombrara
para beneficios eclesiásticos –comenzando por los
episcopales– a favor de extranjeros o absentistas. Los
reyes, en general, contaron con el apoyo del clero de
sus reinos en estos dos puntos y consiguieron así establecer
24

su patronazgo en materia de política eclesiástica,


al mismo tiempo que comprometían a la monarquía
en el apoyo y promoción a los movimientos de
reforma propios de los siglos XIV y XV, que afectaban
tanto al clero secular como a las órdenes religiosas.
La clave principal era la elección de obispos, que
pasó paulatinamente de manos de los cabildos catedralicios
a la designación directa por Roma, ya que, en
todos los casos, quien nombraba prelado y confería la
condición episcopal al electo era el Papa. Los reyes pasaron,
pues, de proponer candidatos a los cabildos a suplicar
directamente a Roma su nombramiento mediante
las correspondientes negociaciones: el monarca
situaba así a sus hombres y disponía de un episcopado
con el que podía contar políticamente. El paso final
consistió en obtener el derecho de presentación de
candidatos que Roma debía necesariamente nombrar,
salvo que los rechazara, en cuyo caso había una nueva
presentación: los Reyes Católicos lo consiguieron para
las sedes de Granada y Canarias, y su nieto Carlos I,
en 1523, para el conjunto de los reinos españoles y
para las Indias, cuya Iglesia se organizó dentro de aquel
régimen de patronato real hasta mediados del siglo XIX.
Los reyes intervinieron también en materia de fiscalidad
eclesiástica, utilizada como apoyo a la suya propia,
mediante el cobro de las dos novenas partes del
diezmo eclesiástico (tercias reales, terçdelme), de décimas
sobre el conjunto de las rentas del clero, y gran parte
de las limosnas que se recaudaban con motivo de la
predicación de las indulgencias de cruzada. Argumentos
para justificar aquellos cobros eran el papel que la
25

monarquía había tenido en la restauración y dotación


de las iglesias durante la Reconquista, y la necesidad de
proseguir la lucha contra el islam. Por eso mismo, no resultó
extraño que la monarquía castellana consiguiera,
ya a finales del siglo XV, incorporar y administrar los
maestrazgos de las tres principales órdenes militares
presentes en su territorio con inmensos señoríos: Santiago,
Calatrava y Alcántara, cuya capacidad militar y
fuentes de renta convenía controlar, así como los nombramientos
de comendadores y otros cargos de las órdenes
con objeto de que su poder no fuera potencialmente
peligroso para la monarquía, como sucedió en
ocasiones durante la Baja Edad Media.

La nobleza
Es fácil comprender la importancia de la actitud
de la nobleza, clase dominante de la sociedad, ante
los proyectos de cambio político: el estudio de las relaciones
entre la nobleza y la monarquía saca a la luz
gran parte de las estructuras del poder medievales,
así como las tendencias generales de su evolución.
En Castilla, la alta nobleza tuvo que escoger, en
definitiva, entre constituir un brazo u orden capaz de
obligar a la monarquía a establecer con él un pacto
de gobierno y reparto de poderes, como sucedió en
Aragón, o dejar que sus miembros se integraran a título
individual o de facción en las estructuras mismas
del poder real, para beneficiarse de él y dominarlo,
en función de las posibilidades de cada cual,
de la personalidad de los reyes y de las fluctuaciones
de las luchas de facciones o bandos nobiliarios que
26

provocaba inevitablemente aquella política. Y ésta


fue la opción que triunfó y que explica la aparente
paradoja de que el poder monárquico se reforzara
mucho y sus principios nunca fueran discutidos,
mientras que los reyes, a menudo en circunstancias
difíciles, tenían mediatizado su ejercicio por miembros
de la alta nobleza.
Después de una primera época de intervenciones
nobiliarias, especialmente entre 1272 y 1337, la conquista
del Estado monárquico por la alta nobleza ocurrió
en época de la dinastía de los Trastámara
(1369-1474), hasta que se llegó a un punto de equilibrio
y de reafirmación de la autoridad monárquica efectiva
en tiempos de los Reyes Católicos (1475-1515),
aunque sin alterar la preeminencia social y económica
ni las conquistas políticas sustanciales de la alta nobleza.
Una base importante de aquel predominio seguía
siendo la propiedad de la tierra, de sus rentas y productos,
y, por esta vía, la participación indirecta en la expansión
comercial del siglo XV, que en este aspecto reforzó
el modelo de sociedad feudo-señorial. Otra base,
sin duda la principal, fue la multiplicación de señoríos
donde los linajes nobles ejercían los poderes de jurisdicción
y gobernación, cobraban rentas y disponían de
tropas, por concesión regia hereditaria: hacia 1480,
después de dos siglos de crecimiento, más de un tercio
de la población, del territorio del reino y de las rentas de
la corona, estaban en manos de señores que en su mayoría
pertenecían a alguno de las dos docenas de linajes
de nobleza nueva crecidos en época de los Trastámara.
Además, sus miembros ejercían buena parte de los
27

principales oficios políticos de la monarquía, eran beneficiarios


de mercedes y concesiones sobre los ingresos
de la Hacienda regia, controlaban los maestrazgos y encomiendas
de las órdenes militares, así como muchos
altos cargos eclesiásticos, y cada gran linaje mediatizaba
la vida política de alguna de las principales ciudades
del reino. Así, la libertad de acción política de los reyes
estaba muy limitada, e incluso después de que los Reyes
Católicos recuperaron lo principal de su independencia,
la monarquía tuvo que contar con una organización
social fuertemente dominada por la nobleza a través
de su misma presencia política y también mediante
elementos de mentalidad colectiva (formas de religiosidad,
ideales caballerescos), de la misma estructura interna
de los linajes nobles y sus clientelas, y de los modos
de transmisión de poder y patrimonio a un solo
heredero principal en cada caso, mediante el procedimiento
de fideicomiso o mayorazgo que se generalizó
entre los siglos XIV y XVI.
La nobleza de Navarra y de los reinos de la Corona
de Aragón se asemejaba a la castellana por su situación
general de clase privilegiada y por su estratificación interna,
pero sus bases económicas continuaron ancladas
en el dominio directo de la tierra y de los campesinos;
su modo de vida siguió siendo más rural, salvo en el
caso de los barones o ricos hombres, que eran grandes
nobles cortesanos –en Cataluña, incluso, alta y baja nobleza
formaban brazos distintos en las Cortes–, y en general
los nobles tuvieron en sus señoríos prerrogativas
más amplias que en otras partes, al menos en el reino de
Aragón y en la Cataluña Vieja. La principal singularidad
28

fue que actuaron frente a la monarquía como un


brazo, en general a través de las Cortes, mediante la
consecución de pactos jurídicamente formalizados,
mucho más que formando bandos y facciones.
Las aristocracias locales
Durante el período de formación de los gobiernos
municipales, en los siglos XII y XIII, las ciudades del dominio
real habían adquirido una notable autonomía y
poderes importantes sobre sus propios habitantes, así
como un territorio rural más o menos amplio, la tierra
o alfoz, sin perjuicio de la autoridad superior del rey,
que conservaba la posibilidad de intervenir en sus
asuntos, ya en persona, ya por medio de delegados permanentes
o temporales. El desarrollo del régimen municipal
fue generalmente más precoz en los concejos de
Castilla y alcanzó un grado mayor de autonomía que
en la Corona de Aragón, donde hasta mediados del siglo
XIII la intensidad de las intervenciones regias impidió
que las instituciones locales llegaran a su madurez.
En todo caso, en aquel momento los dos conjuntos
presentaban muchos rasgos comunes, pero a partir de
entonces las relaciones entre municipios y monarquía
evolucionaron según modelos políticos diferentes.
En Castilla, los cambios ocurridos entre 1270 y
1340 condujeron al dominio de los municipios por los
caballeros, con escasa participación de otros grupos sociales,
organizados en bandos para el reparto del poder
y apoyados por la monarquía, que sustituyó en casi todas
partes la asamblea o concejo abierto de vecinos por
un cabildo de regidores o regimiento de pocas personas,
que elegía a los alcaldes y otros cargos principales del
29

municipio. Así, Alfonso XI puso fin a los intentos de los


decenios anteriores, cuando los municipios habían pretendido
ligar a la monarquía a pactos de gobierno utilizando
como medios de presión las Cortes y la formación
de ligas inter-ciudadanas o hermandades. La alianza estratégica
monarquía-oligarquías locales atravesó por
muchas tensiones y luchas en el siglo y medio siguiente,
además de que unos u otros linajes de grandes nobles
mediatizaron la vida en numerosas ciudades, pero desembocó
en la sumisión política de las ciudades a la monarquía,
que, respetando la autonomía de gestión en
cada caso, reguló y limitó el nivel de recursos financieros
de los municipios y controló su actividad a través de
los corregidores, cuya plena implantación se consiguió
en tiempo de los Reyes Católicos. Los corregidores vigilaban
el buen funcionamiento de las municipalidades y
asumían su dirección en los dominios militar y judicial;
como dependían del Consejo Real, éste pudo así desarrollar
una política homogeneizadora que coordinaba
toda la vida política de las ciudades, y los reyes incluso
restauraron en 1476 la liga o Hermandad entre todas
ellas, aunque bajo su estricto control, para obtener recursos
militares y asegurar mejor el orden público.
Las capacidades de intervención de la monarquía
eran notablemente menores en la Corona de Aragón
desde el momento en que el régimen municipal llegó a
su madurez en la segunda mitad del siglo XIII. Su base
representativa era la asamblea (consejo, consell) de varias
decenas de vecinos elegidos entre las diversas manos
o situaciones socio-profesionales, con claro predominio
de las más elevadas o mano mayor de ciutadans
30

honrats (propietarios de suelo urbano, rentistas, financieros,


grandes mercaderes) sobre las demás (mano
mediana, de comerciantes y marinos; mano menor, de
artesanos). El consejo elegía un grupo ejecutivo de entre
cuatro y doce personas (consellers, jurats). Aunque
la monarquía tenía algún tipo de delegado en cada municipio,
apenas limitaba la autonomía de éstos, basada
en finanzas locales cuantiosas, del mismo modo que la
formación de bandos, que también se dio, tampoco
provocó, salvo excepciones, la tutela de las oligarquías
municipales por los grandes nobles. Al contrario: en
Cataluña, por ejemplo, el patriciado urbano constituyó,
tanto en el ejercicio del poder como en lo que tocaba
a su representación en Cortes, una especie de pe-
queña aristocracia de ciudadanos que se diferenciaba
perfectamente de la baja nobleza. Hubo, por lo tanto,
fuerte oligarquización de la vida política municipal,
como en Castilla, pero mucha menor sujeción al control
de la alta nobleza e incluso de la monarquía, que
sólo consiguió implantar, en el siglo XV, el régimen de
sorteo de oficios o insaculación, para pacificar así las
luchas de bandos y conseguir alguna mayor influencia
a través de las personas que los ejercían y que eran más
afectas a la línea política seguida por el rey.

LAS CORTES
Las Cortes, asambleas representativas de los diversos
reinos de España, llegaron a su madurez en la
segunda mitad del siglo XIII. Su aparición fue precoz en
León y Castilla, donde hay mención a representantes
de ciudades en la Curia Regia desde 1188. Aparecieron
31

algo después en Cataluña (1218), Portugal


(1254), Aragón (1274), Valencia (1283) y Navarra
(1300), aunque estas fechas sólo tienen carácter indicativo.
Al estudiar cuál fue su papel político y su importancia
en la estructura institucional de cada reino
se consigue una especie de síntesis de todos los aspectos
de las relaciones entre la monarquía y los sectores
de la sociedad dotados de capacidad política, de los
que hemos estudiado hasta aquí sus aspectos parciales,
porque las Cortes eran el lugar adecuado para su
puesta en común.
Las Cortes nacieron, en Castilla y León, de la Curia
Regia extraordinaria y conservaron algunos rasgos
de ella: sólo el rey podía convocarlas; la nobleza y el alto
clero formaban parte de ellas como miembros de la corte
real y no como brazo representativo de su respectivo
estamento u orden. Las Cortes tenían un deber de consejo:
el rey las informaba de los negocios importantes,
tanto de política interior como exterior y, a su vez, las
Cortes presentaban al rey peticiones y proyectos que
éste debía considerar y a los que debía responder. Las
Cortes juraban fidelidad al heredero del trono. El rey
promulgaba ante ellas las leyes más importantes. Las
Cortes debían, en fin, aprobar la concesión y el importe
de los servicios, contribuciones extraordinarias que
no se podían cobrar sin su acuerdo previo. Pero la monarquía
nunca compartió con ellas su capacidad legislativa
ni admitió que limitaran jurídicamente sus poderes,
ni ellas directamente ni a través de una delegación
o diputación permanente. Pero la fuerza de la asamblea
era considerable: era una tribuna de debate, denuncias
32

y críticas, un escenario donde se manifestaba el poder


de cada grupo o facción activa en la vida política del
reino y, aunque no controlaron su gestión, el mismo hecho
de otorgar los servicios era ya un poder importante.
Por otra parte, la potencia efectiva de las Cortes varió
en función de las circunstancias y de las fuerzas socio-
políticas representadas en ellas: tuvieron grandes
momentos entre 1282 y 1325, mientras se dilucidaba la
forma de gobierno de los municipios y, de nuevo, entre
1369 y 1393, en el período de consolidación de la dinastía
de los Trastámara y de génesis de la «nobleza
nueva». En el siglo XV, pese a la frecuencia de las reuniones
hasta 1480, las Cortes perdieron peso político
propio, como las municipalidades, por su sujeción a los
bandos gobernantes de la alta nobleza y a la monarquía,
que sólo convocó ya a procuradores de diecisiete ciudades,
a las que se añadió Granada desde 1500, aunque
los ideales de control y participación en el gobierno regio
no desaparecieron y volverían a manifestarse en el
movimiento de las Comunidades (1520).
Las Cortes catalanas, aragonesas, valencianas y
navarras se componían de brazos, según órdenes: eclesiástico,
noble o militar, y ciudadano. A esta división
corresponde una reglamentación estricta de las convocatorias
regias –que debían producirse cada dos o tres
años en Aragón y Cataluña, aunque esto no siempre se
cumplió–, del funcionamiento y de las competencias
de la asamblea, reglamentación que vincula a la vez a
la monarquía y a las Cortes, cuya potencia política era
superior a la de las castellanas, sobre todo porque se alcanzaron
pactos explícitos y jurídicamente formulados
33

mediante los que la nobleza y, en menor medida, los


eclesiásticos y los municipios consiguieron limitar el
ejercicio del poder regio. Aunque sólo el rey podía convocarlas,
las sesiones solían prolongarse bajo la presidencia
de su lugarteniente, y sus peticiones o greuges
debían resolverse antes de pasar a otros asuntos; el rey
sólo podía promulgar leyes nuevas con su acuerdo; el
otorgamiento de impuestos extraordinarios, su percepción,
gestión y contabilidad estaban en sus manos. El
volumen de asuntos era tal que desde los últimos decenios
del siglo XIV contaron con delegaciones permanentes
o diputaciones, lo que aseguraba la continuidad
en el ejercicio de sus poderes.
En aquellas condiciones, los reyes de Aragón no
tuvieron la libertad de que gozaban sus homólogos
castellanos: les era imposible desarrollar su administración
hacendística, promulgar leyes sin cortapisas,
introducir reformas administrativas. Pero las Cortes,
cuyo dinamismo decayó en el siglo XV, tampoco emprendieron
estas tareas con el ardor y la continuidad
que habrían sido necesarios para la construcción de
un Estado moderno en el que habrían tenido el papel
principal. El peso de la estructura de órdenes en su
composición y el hecho de que cada reino de la Corona
tuviera su propia asamblea las hacían particularmente
conservadoras y defensoras de los privilegios
de las oligarquías políticas, al margen de otros
intereses y reivindicaciones sociales.

CONCLUSIONES
La Baja Edad Media española legó a los tiempos
34

posteriores dos modelos de evolución política: el castellano,


modelo dominante, que tendía al Estado moderno
y, en definitiva, a la monarquía absoluta, y el
aragonés, fundado en la supervivencia pactista del Estado
estamental. Esto es, la coexistencia de dos concepciones
sobre el orden político y la relación entre la
monarquía y el reino, aunque fundamentadas ambas
en un mismo sistema social y cultural. Otro legado básico
fue la puesta a punto de leyes y de aparatos administrativos
e institucionales que se mantuvieron, en
sus grandes líneas, hasta el siglo XVIII, e incluso hasta
tiempos más recientes. En tercer lugar, se formularon
con claridad los elementos de una teoría de la corona
que englobaba la imagen del rey y la concepción del
reino como comunidad natural. Y, al mismo tiempo,
maduró la conciencia histórica ligada a un pasado y a
un ámbito de acción comunes en muchos aspectos, lo
que favoreció la estabilidad de la unión dinástica establecida
por los Reyes Católicos y, a la vez, la formación
de conciencias de patria que se referían, sin que en
ello hubiera contradicción, tanto al conjunto de España
como realidad histórico-cultural, como a la naturaleza
específica de cada uno de sus reinos medievales
dentro de la monarquía unida.

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españolas, Alianza Editorial, Madrid, 1968.
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