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Pies mojados

Diana sujetó del brazo a Ainhoa, que iba lanzada a cruzar el paso de peatones
sin mirar. La lluvia caía con fuerza y no quería mojarse los pies. Por excusa
de compartir paraguas, caminaban agarradas de la cintura. Aun así, era difícil
esquivar los charcos.

Por fin, lograron cruzar y se refugiaron bajo el gran zaguán del hospital.

—Tenía que haber pasado por mi casa a por unas botas —dijo Ainhoa
sacudiéndose los pies. Tenía las zapatillas empapadas.

—Anda, que... —le reprochó Diana con dulzura—. Creo que tengo unos
calcetines en la taquilla.

—No, si yo también —dijo Ainhoa—, pero sabes que esto no me hubiera


pasado si viviéramos juntas.

—¿Otra vez con eso? —protestó la cardióloga.

Las chicas entraron al hospital.

—Si es que es lo más inteligente, Diana. Ahorraríamos un alquiler y


dejaríamos de estar yendo de un lado a otro, sin saber dónde tenemos las
cosas.

Diana se detuvo frente al mostrador de entrada.

—Pero levantaría sospechas aquí —susurró mientras miraba a un lado y a


otro.

Ainhoa suspiró y miró al techo.

—Ainhoa, ya te pedí que no me presionaras —dijo Diana, y, como si se


hubiera dado cuenta de lo dura que estaba siendo con su novia, le concedió
una fugaz caricia en la mejilla—. Nos vemos luego, ¿vale?
Diana se internó en los pasillos del centro médico dejando a Ainhoa con
gesto triste, sólo mitigado por la aparición de Soto, que se acercaba a
interesarse por su amiga

—¿Todo bien? —preguntó.

Ainhoa miró al suelo. Estaba dejando un pequeño charco bajo sus pies
conforme las zapatillas soltaban agua.

—Le he propuesto a Diana vivir juntas, pero no entra en sus planes.

—Vais a diferentes velocidades —dijo Soto.

—Sí, pero no entiendo por qué Diana no quiere dar más pasos conmigo.
Estamos muy bien juntas, ¿es que no está segura de lo nuestro?

El rumor de la lluvia se oía con intensidad cada vez que las puertas del
hospital se abrían. Soto le frotó el brazo.

—Claro que lo está, pero cada persona tiene su ritmo. Ten un poco de
paciencia con ella —le dijo para consolarla—. Y ve a cambiarte de calzado,
que al final te vas a resfriar.

Ainhoa aceptó la regañina y fue a cambiarse al vestuario.

El despacho de Diana acusaba mucho la humedad cuando llovía. Accedió a


su ordenador y dio un repaso rápido a los informes de sus pacientes antes de
comenzar la ronda. Iba a dar de alta a un par de ellos, y tenía a otra paciente
fuera de peligro a la espera de unos resultados para concretar el diagnóstico.
Además, los días de lluvia se notaba un bajón en las visitas a urgencias por lo
que el día prometía ser tranquilo. Pese a eso, Diana se mostraba nerviosa.
Tenía la mirada perdida más allá de la pantalla y se mordía el pulgar con
insistencia.

Alguien llamó a su puerta y a Diana le cambió la cara al ver quién era. Un


hombre delgado y algo ojeroso se sacudía el pelo mojado. Gotas de agua
jugaban entre sus rizos

—Vaya, salgo de Guatemala y me vengo a Guatepeor —dijo.


—¡Fran! —saltó Diana—. ¿Qué haces aquí?

Diana salió de su escritorio y se lanzó a abrazar a su hermano. Fran le rodeó


la cintura y la levantó un poco en el aire.

—Tato, tato —decía anclada a su cuello, con lágrimas en los ojos.


El antídoto a la fiebre
Fran hundió la cara en los rizos de su hermana.

—Ay, mi médico sin fronteras —Diana aspiró el aroma de su hermano y


cerró los ojos. Luego, se despegó de él y le dio un puñetazo en el hombro.

—¡Auch! —se quejó Fran.

—Seguro que llevas una semana en España y vienes ahora —le dijo Diana.

Su hermano se frotó el hombro con fuerza.

—La verdad es que sí. Bueno, una semana no, pero sí he estado algunos días
en el Pirineo. Para desconectar, ¿sabes? —reconoció—. Estaré unos días por
aquí y luego volveré a Guatemala.

La sonrisa de Diana escondía algo de decepción.

—¿Has ido a ver a papá?

—Todavía no. No sé si lo haré.

—¿Cómo que no? ¡Es tu padre! Hace siglos que no te ve —Diana no daba
crédito a la decisión de su hermano.

—Por eso mismo. Igual no me reconoce.

—Claro que te reconocerá —dijo Diana mientras le acariciaba las mejillas—.


Eres su hijo.

Fran esquivó los ojos de la cardióloga.

—Sería muy duro para mí si no me reconociera.

Diana dio un paso atrás y le miró con dureza.


—¿Duro para ti, Fran? ¿En serio? —dijo Diana con los brazos en jarra. Le
habían salido unas arruguitas en la frente al fruncir el ceño—. Es duro para él,
que está viendo cómo su memoria se desvanece día a día. Y también para mí,
claro, pero eso a ti te da igual.

—¡No me da igual!

—Si no te da igual, ¿por qué te vas a ir otra vez? ¿Por qué no te quedas en
España?

—No puedo...

Diana soltó un grave suspiro que sonó casi como un rugido.

—Diana, hermanita, no te enfades conmigo. Sé que no me entiendes, pero no


puedo.

Fran se acercó a ella y le cogió de la mano. La acarició con el pulgar como lo


hacía Ainhoa cuando quería abrazarla en los pasillos del hospital.

—Cuéntame qué tal te va la vida. ¿Tienes a alguien?

—No me cambies de tema... —protestó Diana embelesada todavía en el


pulgar de su hermano.

—Eso es un sí. Me lo tienes que presentar para tener una charla de hombre a
hombre, ya sabes.

—Pf —bufó Diana—, vaya tontería acabas de soltar. Sé cuidarme sola.


Además, no puedes venir a España una vez cada dos o tres años y hacer de
hermano mayor como si no pasara nada.

Fran levantó los brazos en señal de rendición.

—Vale, vale, perdón —Sacudió la cabeza y sus rizos se agitaron—. Iré a ver
a papá luego. ¿Contenta?

—Pues sí —respondió Diana.


Los hermanos se abrazaron de nuevo y Fran le prometió volver por el
hospital antes de irse.

Después de la ronda, Diana buscó a Ainhoa por el hospital. Cada vez le


resultaba más complicado esquivar las preguntas de sus compañeros cuando
preguntaba por ella.

—Pues no, no he visto a Cortel, pero yo sí puedo invitarte a un café —dijo


Daca.

—Te lo agradezco, pero necesito hablar con ella. Por un tema médico,
¿sabes?

—Claro, claro. Un tema médico —dijo su amigo con ironía.

Diana le sonrió consciente de que no le había creído. Se rascó la frente con


nerviosismo y se despidió de él.

Se dejó caer por el hall, por si Ainhoa llegaba con la ambulancia, pero
tampoco la encontró. Miraba a la puerta tan concentrada que dejó la espalda
desprevenida.

—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó Ainhoa por detrás.

—Ay, qué susto me has dado —saltó Diana—. La verdad es que sí, te
buscaba a ti.

Ainhoa sonrió mientras movía la cabeza a un lado y a otro con satisfacción.

—¡Qué bien! ¿Nos tomamos un café?

—Sí, pero en la zona de vending. Daca está en la cafetería y no me apetece


verlo.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Ainhoa preocupada.

—No, nada, cosas mías.

Las chicas caminaron hacia las máquinas expendedoras.


—Diana, tus cosas son mis cosas también.

—Si lo dices para que te deje mi jersey rojo, olvídalo.

Ainhoa rió con ganas. Quiso abrazar a su novia, pero esta le puso freno.

—Aquí no, Ainhoa —dijo Diana entre dientes—. Además, quería hablarte de
algo. Ha venido mi hermano.

—¿Tu hermano? ¿El que está en Honduras?

—Ahora está en Guatemala.

—Guay, ¿no? —Ainhoa se agachó un poco para ver la expresión en la cara


de Diana.

—Bueno, sí, no, no sé. Volverá a irse en unos días.

—Vaya... —dijo Ainhoa. Luego sus ojos se iluminaron—. Podríamos ir a


cenar antes de que se fuera. Así me lo presentas.

—A ver, Ainhoa, no te lo voy a presentar. No es el momento.

—¿Y cuándo va a ser el momento? —Ainhoa comenzaba a desesperarse,


pero su móvil sonó en ese instante—. Te ha salvado la campana —dijo—.
Por cierto, he comprado entradas para el teatro esta noche. Te gustaba el
teatro, ¿verdad?

—Mucho —dijo Diana.

—Creo que es "La vida es sueño".

—¡Genial! Me encanta.

—Vale, luego te veo —Ainhoa hizo amago de irse pero se giró hacia su novia
—. ¿Te puedo dar un beso en la mejilla?

Diana miró hacia los lados y accedió. Ainhoa la besó y la cardióloga tuvo que
contenerse para no retenerla más tiempo a su lado.
Con la adrenalina por las nubes, Ainhoa bajó de la ambulancia en la dirección
señalada. Había dejado de llover, pero el día seguía húmedo.

Un hombre de unos cuarenta años, delgado y de pelo rizado, estaba tumbado


en un banco con un puñado de personas alrededor. Ainhoa se abrió paso y
preguntó al aire.

—¿Qué ha pasado?

Una mujer que arrastraba un carro de la compra comenzó a relatar que el


hombre se paró en seco en la calle y ella tropezó con él.

—Estaba ardiendo y sudaba mucho —dijo la mujer.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Ainhoa mientras le miraba la temperatura.


El hombre hablaba sin apenas fuerza, y no se le entendía. El termómetro
marcaba 39,6º.

Ainhoa y sus compañeros lo subieron a la camilla.

—Paracetamol y suero a chorro —dijo.

Durante el trayecto de vuelta, el hombre poco a poco fue recobrando algo de


fuerzas.

—Estoy bien —dijo el hombre—. Sólo es dengue.

—¿Dengue? —preguntó Ainhoa al no estar segura de si lo había oído bien.

El hombre asintió pero un nuevo acceso de fiebre le provocó una náusea que
le impidió seguir hablando. Ainhoa le dijo que no intentara hablar y volvió a
tomarle la temperatura con el termómetro láser.

—Doctora Cortel, mira esto —le comentó un compañero que había abierto la
camisa del paciente ligeramente. Ainhoa vio un sarpullido que empezaba en
el cuerpo y le bajaba por el pecho.

Entraron en el hospital donde Diana esperaba la llegada de la emergencia.


Ainhoa le dio la primera información.
—Hombre, unos cuarenta años, tiene casi 40 de fiebre y un sarpullido en el
pecho. Le hemos puesto paracetamol y suero.

El horror asomó en el rostro de Diana al ver quién estaba en la camilla.

—Es mi hermano —dijo—. Al box 3. ¡Rápido!

Ainhoa corrió tras la estela de la cardióloga.


Que el mayor bien es pequeño
El rostro descompuesto de Fran quedaba iluminado de manera intermitente
por los fluorescentes del techo del centro médico. Metieron la camilla al box
y Ainhoa agarró las sábanas.

—Uno, dos y... ¡tres! —dijo para trasladar a Fran a la cama de manera
coordinada con sus compañeros. Desenganchó el gotero y lo colocó en el
trípode junto a la cama. A su lado pasó Diana que le tomó la temperatura a su
hermano. Se movían por la habitación sin tropezar, como si estuvieran
bailando.

Fran estiró el brazo y agarró la muñeca de su hermana.

—Diana, es dengue. Hidratación y paracetamol —dijo con un hilo de voz.

Ainhoa se fijó en cómo su novia recibía aquel comentario. Diana apretó los
labios.

—Fran, el diagnóstico lo digo yo. Esto ya no es la Universidad.

Diana lo había dicho completamente en serio, pero su hermano se rio, lo que


le provocó un ataque de tos.

—Saca sangre para una analítica, y controla la temperatura y la tensión cada


media hora —pidió Diana a la enfermera—. Y que no se quede sin suero, por
favor.

—No hacen falta análisis. Es dengue... —susurró Fran.

Diana gruñó y salió de la habitación junto a Ainhoa.

—Así que es tu hermano —dijo Ainhoa.

La cardióloga se movía nerviosa.


—Odio cuando hace eso —confesó.

—¿El qué?

—Lo de decirme el diagnóstico, ir de sabelotodo —Diana miró fijamente a


los ojos verdes de su novia—. Él es dos años mayor que yo, por lo que me
adelantaba un par de cursos en Medicina. Me dejaba los apuntes, me repasaba
la lección, no desaprovechaba ninguna oportunidad para dejar claro que él era
más listo que yo.

—Entiendo —Ainhoa se atrevió a recolocarle el pelo a Diana.

—Me picaba constantemente. Así que, cuando dijo que se metía a una ONG
para viajar, fue una liberación para mí, la verdad.

Ainhoa miró a su chica y le dedicó media sonrisa.

—Escucha, Ainhoa, no puedo ir al teatro esta noche contigo. Prefiero


quedarme con mi hermano.

—Vale... —contestó Ainhoa sin disimular su decepción—. Le preguntaré a


Soto si le apetece venir conmigo.

Diana echó un vistazo alrededor y, cuando se aseguró de que nadie las veía,
cogió de las solapas a Ainhoa y la arrastró a un rincón. En la semipenumbra,
le dio un beso en los labios que Ainhoa recogió con ganas. Estuvieron un
buen rato jugando con sus lenguas hasta que escucharon un ruido y se
separaron.

Con la saliva de Diana todavía brillando en sus labios, Ainhoa volvió a la


ambulancia. Diana fue a los laboratorios para agilizar los análisis de la sangre
de su hermano.

A la mañana siguiente, Ainhoa entró despacio a la habitación antes de pasar


por los vestuarios. Se encontró durmiendo tanto a Fran como a Diana. La
cardióloga estaba tapada con su bata y tenía la cabeza torcida, apoyada en la
mano que descansaba sobre el reposabrazos del sillón. Ainhoa se agachó a su
altura y le acarició la mejilla.
—Buenos días, mi amor —susurró.

Diana abrió los ojos despacio y chascó la lengua contra el paladar un par de
veces.

—Hola —dijo, y aceptó de buen grado el breve beso que Ainhoa le dio en los
labios—. Me duele todo.

Los huesos de Diana crujieron cuando se desperezó.

—Te he traído una cosa —Ainhoa le tendió una carpeta.

—¿Los resultados del análisis?

Ainhoa asintió con la cabeza.

Las chicas se incorporaron. Diana abrió la carpeta y puso los ojos en blanco
en cuanto leyó el diagnóstico.

—¿Qué es? —preguntó su novia.

—Dengue —respondió la cardióloga de mala gana.

—Te lo dije —Fran se unió a la conversación.

Diana y Ainhoa dieron un brinco.

—¿Qué has escuchado? —preguntó su hermana, temiendo que las hubiera


visto en actitud cariñosa.

—Lo justo para saber que yo tenía razón —dijo Fran entre toses.

Diana golpeó a su hermano con la carpeta.

—Esto por listillo —le dijo, y volvió a golpearle—. Y esto por irte de
España.

Aquel castigo le hizo gracia a su hermano y a su novia.


—¿Tú eres la chica de la ambulancia, no? —preguntó Fran dirigiéndose a
Ainhoa.

—Sí, es la doctora del servicio de emergencias —contestó Diana


adelantándose a Ainhoa—. Voy a avisar de que te pueden traer el desayuno.

Diana cogió del codo a Ainhoa y salieron de la habitación.

—Vamos a tomarnos un café, que necesito despejarme —le pidió.

La mañana había amanecido soleada dejando atrás las lluvias torrenciales del
día anterior y la luz entraba a raudales en los ventanales de la cafetería.
Entonces, Ainhoa pudo ver la mala cara que tenía Diana. A pesar de eso, le
dijo lo guapa que estaba y se ganó un golpe en el brazo "por zalamera". Se
pidieron un par de cafés y salieron a la terraza.

—Cuéntame, ¿qué tal el teatro? ¿Fuiste con Soto al final?

—Sí, fui con ella. Estaba entusiasmada. Luego dirá que yo no paro de hablar,
pero cuando ella se emociona con algo, anda que no da la turra. Antes de ir
nos echamos unas cervezas y me estuvo explicando el contexto de la obra y
todo eso. Y después, estuvo comentando lo bien que habían estado los
actores, lo difícil que era actuar en una obra así, con esa interpretación tan
personal que el director le había querido dar al texto de Calderón de la Barca
—Ainhoa dijo esto último imitando el tono de Soto—. Eso sí, que no se me
ocurriera a mí hablar durante la obra porque me clavaba una mirada asesina
que me daba miedo.

A Diana le cambió la cara escuchando a su chica, y sus ojos apagados


volvieron a brillar. El móvil de Ainhoa sonó. Una emergencia la reclamaba.
Diana le acarició la mano antes de que se fuera.

Aunque Fran estaba estabilizado, Diana no quería dejarlo solo. El dengue es


una enfermedad transitoria que, bien tratada, no es mortal, pero puede
convertirse en aguda durante las primeras horas, por lo que no quería quitarle
ojo a su hermano.

—Hermanita, vete a casa a descansar —le pidió Fran—. Estoy bien, de


verdad. No es la primera vez que lo pillo.

Un celador entró con el carro de la comida y Diana se levantó para ayudarle.


Su hermano, empeñado en ser autosuficiente, cogió una cuchara y la
sumergió en la sopa de pescado. Pese a su ánimo, su cuerpo era débil y la
mano no pudo aguantar la cuchara. Cayó sobre el plato y le salpicó la sopa,
manchandole el pijama.

Aquello a Diana le rompió el corazón. Se tragó un reproche mientras


limpiaba la mancha con la servilleta.

—Toma —le dijo cuando le llevó la cuchara a la boca.

A regañadientes, Fran comió alimentado por su hermana.

Después de comer, su hermano se quedó dormido y Diana se sentó agotada


en el sillón hasta que Ainhoa entró en la habitación.

Diana dio un respingo y empujó a Ainhoa afuera.

—¿Qué tal va tu hermano?

—Bien, bien, un poco débil todavía.

—¿Y tú?

—Un poco cansada.

—Sí, se te nota. Escucha —Ainhoa le agarró las manos—, he acabado mi


turno. Ve a casa a descansar un poco y me quedo yo con tu hermano.

—No, no, no...

—Diana, cariño —susurró—, necesitas descansar.

—No voy a dejarle sólo.

—Mira, ve a mi casa, que está más cerca. Échate una buena siesta, come algo
y luego vuelves otra vez.
—No estaría a gusto en tu casa. En todo caso, me iría a la mía.

Ainhoa suspiró exasperada.

—Si viviéramos en una misma casa...

Diana entró a la habitación con brío, y cogió su abrigo y su bolso.

—Mira, me voy a ir sólo para no oírte otra vez con eso —dijo la cardióloga
antes de dejar plantada a Ainhoa.

En su marcha, se cruzó con Soto, a la que saludó de pasada.

—¿Y ahora qué le pasa a Diana? —le preguntó a Ainhoa cuando llegó a su
altura.

—Nada —respondió de manera áspera.

Soto alzó las cejas.

—Oye, tengo entradas para una obra de teatro esta noche. Es una pieza
clásica traducida por un prestigioso autor y trasladada a nuestros tiempos...

—No me apetece. Gracias —le cortó Ainhoa, y se metió en la habitación de


Fran.

—Y luego la borde soy yo —dijo Soto.


Prohibido morir
Cuando Ainhoa entró en la habitación, el hermano de Diana seguía
durmiendo. Curioseó las revistas que había junto a la cama pero no encontró
nada de su interés: un par de números de National Geographic y una revista
sobre cardiología que ya había visto alguna vez en casa de su novia.

Se sentó sin mucho ánimo en el sillón y ojeó su móvil. Diana no había


escrito. Si finalmente había optado por ir a su casa, más cercana al hospital,
es probable que ya estuviera dando una cabezada en el sofá, pero echaba en
falta un mensaje que le avisara de que había llegado bien.

Cuando Ainhoa tenía una mañana en la ambulancia con más acción, la


adrenalina acumulada le impedía estar tranquila hasta horas después de
acabarla. Pero aquella jornada había sido muy tranquila, con apenas un par de
salidas, lo que le produjo el efecto contrario y se quedó dormida en el sillón.

Tras un tiempo que no supo determinar, el crujir de las sábanas la despertó.


Fran se estaba desperezando.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó con cierto esfuerzo.

—Ha ido a casa a descansar un poco.

—Bien, bien. Ya se lo había dicho yo. Es un poco tozuda, ¿sabes?

—No hace falta que me lo digas —susurró Ainhoa.

Fran examinó a su nueva acompañante.

—¿Eres mi niñera esta tarde?

—Más o menos.

—Eres la de la ambulancia, ¿verdad?


Ainhoa asintió.

—Me salvaste la vida —dijo Fran. Poco a poco le volvía el color a la cara.

—Sólo hacía mi trabajo —respondió Ainhoa.

Miró el móvil de nuevo, pero Diana seguía sin escribir. Aun así, no quiso
levantar la vista del aparato. Fran la observaba fijamente.

—Dime una cosa... —Fran alargó la frase a la espera de que Ainhoa le


recordara su nombre.

—Ainhoa.

—Eso, Ainhoa. Dime una cosa, Ainhoa, ¿sabes si mi hermana está bien?

—¿A qué te refieres? —preguntó suspicaz la doctora.

—Bueno, ya sabes, si está con alguien, si es feliz...

Ainhoa tragó saliva.

—Tu hermana es una mujer independiente que no le hace falta estar con
nadie para ser feliz.

—Vale, vale —dijo Fran, entendiendo la evasiva de Ainhoa. Se instaló un


silencio incomodo entre los dos que Fran volvió a romper—. ¿Y tú?

—¿Yo qué?

—Eres muy guapa —dijo.

Ainhoa reprimió un gesto de desagrado apretando los labios, y le dio las


gracias sin mucha convicción.

—¿Tienes novio? Seguro que sí... —Fran buscaba el mando de la cama para
incorporarse y tener mejor ángulo de visión. El zumbido del mecanismo
inundaba la habitación.
—Pues no, no tengo novio —Ainhoa exhaló un suspiro de impaciencia—.
Tengo novia.

La cama de Fran se detuvo en ese instante. La doctora sonrió orgullosa, como


lo hacía siempre que le contaba a alguien que le gustaban las mujeres.

—Oh, vaya —dijo decepcionado—. Encima eres competencia. ¡Y de las


buenas!

—Créeme, no soy competencia para ti.

Fran se movió sobre la cama hasta que encontró una postura cómoda.

—¿Y te hace feliz?

Ainhoa sonrió al recordar a Diana.

—Mucho.

—Seguro. Te brillan los ojos —apuntó Fran—. Las tías os entendéis mejor.

—Bueno, no te creas, también tenemos nuestros problemillas.

—Pero lo arreglaréis. Como a las mujeres os gusta tanto hablar, los


solucionáis todo enseguida.

—Eso espero, porque creo que es la mujer de mi vida y no quiero perderla.

Fran señaló una caja de pañuelos que había sobre la mesa.

—Anda, coge uno, que se te cae la baba.

Los dos se rieron un rato, hasta que las risas tocaron techo y ya no bajaron.
Fran miró arriba como intentando recordar algo que olvidó hace tiempo.

—Yo no estoy hecho para tener relaciones. Un mes aquí, otro allá... Es
difícil.

—Claro, claro —respondió Ainhoa, que no quería animar a su cuñado a que


siguiera con esa conversación.

—Lo he intentado un par de veces —continuó Fran—, pero siempre es un


desastre. No consigo tejer unos lazos sólidos y acabo siendo bastante tóxico
para mis parejas —Gesticulaba con las manos de manera airada.

—Imagino que es complicado con tu trabajo —añadió Ainhoa más pendiente


del móvil que de su paciente. Había dormido más de tres horas en aquel sillón
y ahora entendía el dolor de cuello que tenía.

Un suspiro de agotamiento salió de los labios de Fran.

—Sí, pero no puedo dejarlo. Me necesitan, ¿sabes?

Ainhoa cambió de postura sobre la butaca.

—Supongo que eres un buen médico, pero no eres el único —soltó mientras
se masajeaba la nuca.

—Vaya... —A Fran aquello le había dolido.

—Quiero decir que hay muchos médicos muy buenos que pueden suplirte sin
problema. Si te crees imprescindible, no serás libre para tomar decisiones,
¿no crees?

Fran le miraba con los ojos abiertos. Su mandíbula comenzó a temblar.

—¿Te has preguntado alguna vez si sigues en la ONG porque quieres o


porque te crees imprescindible? —le preguntó Ainhoa.

El temblor de la cara aumentó y, como un rayo, recorrió todo su cuerpo,


desde los hombros hasta los pies, haciendo que Fran se agitara sobre el
colchón.

—¿Fran? —Ainhoa se levantó del sillón y se lanzó sobre la cama—. ¡Fran!

Una ligera espuma salió de la boca del paciente. Ainhoa retiró cualquier
objeto que pudiera ser peligroso, y se hizo a un lado en actitud de alerta. Tras
unos instantes que a la doctora Cortel le parecieron eternos, Fran dejó de
convulsionar. Ainhoa puso la cama en posición completamente horizontal y
colocó al paciente de lado mientras se recuperaba.

La respiración de Fran volvió poco a poco a su ritmo natural.

—La epilepsia no es un síntoma del dengue —le dijo Ainhoa cuando se


recuperó.

—No, no lo es —logró decir Fran.

—¿Tienes ataques epilépticos de manera habitual?

—No... si me tomo la medicación.

Ainhoa no daba crédito.

—¿Lo sabe Diana?

—No —respondió de nuevo Fran—. Y va a seguir sin saberlo, ¿verdad?

—¿Me estás pidiendo que no se lo diga? —La doctora dio un paso atrás.

—Si se lo dices se pondrá muy pesada con que vuelva a España para
comenzar un tratamiento. Y no puedo volver a España porque...

—No me digas más —le interrumpió Ainhoa—: te necesitan allá.

Una Diana más descansada y con mejor cara entró en la habitación.

—Hola, chicos. ¿Qué tal ha ido la tarde? —preguntó risueña.

Fran y Ainhoa se miraron buscando en los ojos del otro la respuesta.


Hay un sitio para ti
Diana notó algo raro en ese cruce de miradas y sus ojos saltaban de Fran a
Ainhoa esperando alguna otra reacción.

—No nos mires así, Diana. Ha sido una tarde muy aburrida, ¿verdad,
Ainhoa?

Ainhoa asintió en silencio, incapaz de mirar a los ojos a Diana.

—Además, he conocido un poco más a tu amiga —continuó Fran—. ¿Sabías


que está saliendo con una chica?

Diana abrió los ojos y comenzó a sentir calor.

—¿No lo sabías? —dijo su hermano—. Igual he metido la pata. ¿He metido


la pata? —le preguntó a Ainhoa.

—No, no, tranquilo.

Fran se llevó una mano al pecho y respiró aliviado.

—Perdona, eh —se disculpó con Ainhoa—. Es que... Deberías ver qué carita
se le pone cuando habla de su novia, Diana.

La cardióloga trató de ocultar su sonrisa. Quería mirar a Ainhoa pero temía


que fuera incapaz de ocultar sus sentimientos ante su hermano.

—Bueno, chicas —dijo Fran—. Yo me voy a dar una vuelta.

Se levantó de la cama. Tenía el pijama arrugado en la zona de la espalda por


el sudor y las horas tumbado.

—Pero, Fran, ¿a dónde piensas que vas? —le frenó su hermana.

—Pues no sé, a andar por el pasillo, a asomarme a una ventana, algo... Como
no me queréis dar el alta...

Y, sin esperar a la réplica de Diana, salió de la habitación.

—Y este... —dijo la cardióloga. Luego miró la carpeta y vio que la fiebre


había bajado y su tensión se había normalizado en su ausencia—. ¿Se ha
portado bien esta tarde?

—Escucha, Diana, tenemos que hablar —le dijo Ainhoa.

Diana dejó la carpeta sobre la cama.

—Otra vez el tema de ir a vivir juntas no, por favor.

Ainhoa bufó.

—Mira que eres cabezota.

Fran caminaba por el pasillo mientras leía todos los carteles que se
encontraba, como si buscara algo. Tan concentrado iba que no vio que venía
un hombre de frente con el que chocó.

—Oh, disculpa —dijo el doctor Landó—. ¿Está bien?

—Sí, sí. Soy el hermano de la doctora Ortega —respondió Fran, esperando


que aquello sirviera de excusa para explicar por qué caminaba por el hospital
como si fuera su casa.

—Es verdad, habían comentado que estabas por aquí. Eres médico en una
ONG en Guatemala, ¿no?

—Así es —Fran aprovechó el momento para indagar—. Estaba buscando la


Farmacia. Mi hermana me ha dicho que necesitaba un medicamento y me he
ofrecido a recogerlo yo y así aprovechaba para dar una vuelta y salir de la
habitación.

—Pues está al fondo del pasillo, pero no sé si...

Landó quiso decirle que seguramente no le dejarían sacar ningún


medicamento, pero Fran no le dejó acabar y siguió las indicaciones que le
había dado. No tardó en encontrar la puerta bajo el cartel de "Farmacia".
Estaba cerrada con llave, así que Fran esperó paciente a que alguien entrara y
poder colarse.

No pasó mucho tiempo hasta que Clara, una de las enfermeras del hospital,
entrara en la farmacia. Fran se desenganchó la vía que le ataba al suero y dejó
el trípode pegado a la pared. Se asomó a la farmacia y al ver a Clara de
espaldas, se escurrió dentro y se quedó agazapado en un rincón oscuro.
Cuando Clara encontró lo que buscaba, salió de la farmacia y volvió a cerrar
con llave. Fran salió de su escondite y buscó por las estanterías su
medicación para los ataques epilépticos.

La puerta se abrió de golpe. Fran no tuvo tiempo para reaccionar y quedó


expuesto a la luz que entraba del pasillo, frente a una figura enmarcada bajo
el umbral de la puerta. Una silueta pequeña, delgada y con una voluminosa
melena rizadas.

—¿Buscabas esto? —preguntó Diana blandiendo un blíster lleno de pastillas


anticonvulsivas.

Fran levantó las manos en señal de rendición.

—Ve a la habitación ahora mismo, que me tienes contenta —le ordenó Diana
—. ¡Que te daba así! —le regañó cuando su hermano pasó a su lado
amenazándole con la mano en alto.

Ainhoa les estaba esperando cuando entraron en la habitación.

—Veo que no sabes guardar un secreto profesional —le dijo Fran con cierta
sorna.

—Pues es que con Diana no tengo secretos.

Diana le abroncó con la mirada por aquel comentario que Fran no apreció por
estar colocándose en la cama.

—Bueno, yo me voy —dijo Ainhoa. Diana le acompañó hasta el pasillo.


—Gracias por contarme lo de mi hermano —dijo la cardióloga.

Ainhoa restó importancia con un movimiento de la cabeza.

—Al final he ido a tu casa a dormir, que está más cerca —le informó Diana
—. Como agradecimiento, te he dejado el pijama sobre el radiador para que
lo tengas calentito ahora.

—No tienes que agradecerme nada, Diana —Ainhoa le agarró las manos—.
¿Puedo darte un beso de despedida?

Diana asintió y ladeó la mejilla para que su novia entendiera que lo quería en
la mejilla. Ainhoa tentó a la suerte y le dio el beso lo más cerca de los labios
que pudo.

—Voy a echarte de menos.

—Y yo —respondió Diana.

La cardióloga no pudo borrar la sonrisa de la boca cuando entró de vuelta a la


habitación. Fran ya estaba acomodado y se le quedó mirando.

—¿Qué? —preguntó Diana.

—Nada, nada —respondió Fran. Siguió mirándola de soslayo, tratando de


que no se le escapara la sonrisa.

—¿Qué? —insistió su hermana.

Fran rio.

—Sólo me acordaba de lo que te hacía de rabiar de pequeño.

—De pequeño y no tan pequeño —puntualizó Diana.

—Bueno, ya. Es mi deber como hermano mayor chincharte.

—Ya, pues no me gustaba nada. Lo odiaba.


Fran apretó los labios y echó el aire por la nariz.

—Ya sé que para ti fue una liberación que me fuera de casa.

—Tampoco una liberación, porque enseguida te eché de menos, pero me


quedé muy descansada, la verdad.

—Pensé que me iba a comer el mundo y es él el que me está devorando a mí.

—¡Qué tremendista te pones a veces!

—No, es verdad, Diana. Al final, no pertenezco a ningún lugar, sabes? No, no


me vengas con que pertenezco a la familia, porque no es así, ya no. Soy un
expatriado de mí mismo —Fran hizo una pausa—. Al final, te das cuenta de
que lo único que importa en la vida no es tener aventuras y conocer a cientos
de personas. Lo más importante es una cosa bien sencilla.

—¿Y qué es? —preguntó Diana ansiosa por conocer la respuesta.

—Pues no te lo vas a creer, pero me lo ha enseñado tu amiga Ainhoa.

—¿Ainhoa? ¿Os dejo una tarde solos y ya filosofáis sobre el sentido de la


vida?

Fran soltó una carcajada.

—Bueno, no ha sido una conversación, pero cuando ella me ha dicho que


tenía a alguien que le hacía muy feliz, he caído en eso. En que lo importante
en esta vida es tener dos metritos cuadrados con la persona que quieres. Y eso
es así aquí, en Guatemala y en todos los sitios en los que he estado. Y eso es
lo que me falla a mí, que ya vengo con la tara de no poder estar con nadie a
gusto, porque no puedo estar quieto en un sitio y...

Fran siguió hablando pero Diana ya no le escuchaba porque su mente estaba


en la habitación donde ella y Ainhoa pasaban las guardias viendo series en la
tablet.
Que el mundo se apañe
La cara de Diana se escurría por el sillón, pero fue un golpe lo que la
despertó.

—Uy, perdón, pensaba que ya estaríais despiertos —dijo la doctora Lucía


cuando llamó a la puerta.

—Lucía —dijo Diana. Tanteó el aire para ubicarse—. ¿Qué pasa? ¿Está todo
bien?

Lucía se acercó a su amiga y le sonrió, lo que tranquilizó a Diana.

—Sí, es sólo que hoy es mi cumple y he traído cositas para picar en la


cafetería. ¿Te pasarás?

Diana miró su reloj. Poco a poco la bruma de su mente se iba disipando. Eran
las 9 de la mañana de un nuevo día. Entonces, cayó en lo que Lucía le había
dicho.

—¿Es tu cumple? Muchas felicidades —Diana abrazó a la psicóloga.

—Gracias, cielo.

—Sí, ahora me pasaré. A ver si le damos el alta a mi hermano y me bajo.

Los ojos de Lucía se dirigieron hacia la cama donde reposaba Fran.

—¿Habéis dormido bien?

—Yo regular. Aquí se duerme mal —contestó Diana señalando el sillón


donde había pasado las dos últimas noches.

—Ya imagino. Bueno, Diana, te espero abajo, ¿vale? —Lucía le dio un beso
en la mejilla y se fue hacia la puerta.
—¡Lucía! —la llamó Diana antes de que saliera—. ¿Has visto a Ainhoa?

—No, pero si la ves dile que se pase por la cafetería —dijo, y se fue.

Cuando Diana volvió sobre sus pasos, su hermano comenzaba a despertar.

—Buenos días —dijo.

—Hola, Fran, ¿qué tal?

Su hermano no respondió de inmediato y tardó un rato en estar despejado


para poder hablar con su hermana.

—Quería darte las gracias —dijo por fin.

—No tienes que darlas.

—Sí, sí tengo —la interrumpió Fran. Se recostó y se sentó sobre la cama para
poder mirar a los ojos a su hermana—. Tú tienes tu vida aquí y yo vengo una
vez cada dos o tres años y la invado por completo.

—Bueno, tampoco...

Fran alzó la mano para detenerla.

—Eres una persona muy buena, Diana. Cuéntame, ¿cómo se siente?

Diana le miró desconcertada.

—¿Cómo se siente el qué?

—Haciendo tan feliz a alguien.

—No te entiendo, Fran —Diana se le acercó y le puso la mano en la frente.

—No, Diana, no estoy desvariando —Fran obligó a su hermana a quedarse


quieta frente a él para que pudieran mirarse a la cara—. Debe ser increíble,
¿verdad?
—Fran, lo siento, pero no sé de qué me hablas...

Fran sonrió con timidez.

—Hablo de Ainhoa.

Diana tartamudeó algo ilegible. El calor volvió a inundarla, pero apenas


llevaba un jersey fino encima.

—Yo... —Esperaba que su hermano la sacara del embrollo en el que la había


metido, pero Fran la miró paciente, a la espera de que Diana ordenara sus
pensamientos y se abriera con él—. Tampoco puedes pretender esto, Fran,
venir después de mucho tiempo y querer que me abra contigo, como si
tuviéramos la misma confianza que de adolescentes.

Fran aceptó la excusa de su hermana.

—No espero que te abras conmigo, pero sí quiero que lo hagas contigo
misma. Y con Ainhoa, por supuesto. No quiero que te pase lo que me pasa a
mí, que olvides lo que es entregarse sin miedos a alguien.

Las arrugas en la frente de Diana hablaban de un debate interno que no sabía


cómo gestionar.

Fran dio un salto y bajó de la cama. Le puso una mano en el hombro y le


habló con una intimidad que habían perdido hacía tiempo.

—No la pierdas —La beso en la mejilla y le dio un leve empujón—. Ve, ve a


por ella.

El empujón dejó de ser leve y obligó a Diana a dar un par de pasos.

—¿A por ella? —repitió Diana un poco aturdida.

—Sí, dile que te hace feliz como tú le haces a ella, que estás a tope en la
relación.

—Pero no sé cómo encajarlo en mi vida. Yo... no... —Diana titubeaba


mientras montaba el puzle de su corazón.
—Ya lo pensarás luego. Ahora ve a por Ainhoa. ¡Venga!

Antes de que se evaporara el valor adquirido por el impulso inicial de su


hermano, Diana bajó a la cafetería, donde suponía que estaría Ainhoa en la
fiesta de cumpleaños de Lucía.

Cuando entró, la cardióloga se dio cuenta de que nunca había visto la


cafetería tan llena. Había cabecitas por todos lados, y ninguna era la de su
novia. Se hacía paso entre la gente caminando de puntillas, buscando el
abrigo azul marino y amarillo de Ainhoa, o su pelo recogido, o, directamente,
sus ojos verdes, pero fue en vano.

Desesperada, se subió a una silla y de ahí a una mesita. Sus comensales


retiraron las bebidas que estaban tomando sin dejar de mirar a Dianaentre
asombrados y admirados.

Todas los ojos se volvieron hacia ella.

—Diana, cielo, ¿qué haces ahí? —preguntó Lucía.

Sólo entonces Diana se dio cuenta de dónde estaba. Miró hacia abajo y se dio
cuenta de que todo el mundo la miraba. Sus ojos saltaron de una cara a otra.
Había risas, gestos de confusión y alguna sonrisa burlona, pero ninguna era la
de Ainhoa.

—Te vas a hacer daño —le dijo Dacaret desde el otro lado de la sala.

Diana pensó algo rápido y tomó aire.

—Cumpleaños feliz... —comenzó a cantar con un hilillo de voz—.


Cumpleaños feliz...

Su voz fue cogiendo fuerza poco a poco conforme la gente se sumaba, dando
palmas al compás de la canción.

Lucía sonreía complacida ante la sorpresa. Cuando la canción acabó, todo el


mundo aplaudió y brindó por la cumpleañera. Fue entonces cuando Ainhoa
entró en la cafetería.
—Ainhoa —la llamó Diana, pero el ruido era tan alto que no la escuchó.

La cardióloga buscó un hueco para bajar de nuevo al suelo, pero no lo


encontró, y ya nadie parecía preocupado por su integridad física.

—¡Ainhoa! —dijo un poco más alto. Algunos se giraron, menos la


interesada, así que Diana lo intentó a todo pulmón—. ¡Doctora Ainhoa
Cortel!

Se hizo el silencio y todo el mundo volvió a mirar a Diana. Ainhoa lo hizo


despacio, como si no diera crédito a lo que sus oídos acababan de oír.

—¿Diana? ¿Qué haces ahí arriba?

Varios cuerpos las separaban, e iba a ser complicado llegar hasta la mesa.

—He subido aquí porque te estaba buscando para decirte una cosa.

Ainhoa enmudeció. Todo el mundo la miraba a ella, esperando que le diera


pie a Diana para seguir hablando. Como no pudo decir nada, Soto, que estaba
junto a ella, le echó un cable.

—¿Qué cosa? —gritó.

Diana ya había asumido que lo que pretendía ser una declaración de amor
íntima iba a convertirse en algo público y multitudinario. Apretó los puños un
par de veces para coger valor.

—Doctora Ainhoa Cortel, me gustas. Mucho —dijo Diana. Hizo un gesto de


fastidio porque era consciente de que aquello había sonado muy infantil—.
En realidad, eres la persona de mi vida. Me da igual que seas una mujer.
¿Quieres vivir conmigo?

La sonrisa avanzó por la cara de Ainhoa hasta casi salirse.

—Sí —dijo emocionada—. Sí quiero.

Se hizo paso entre la gente y alcanzó la mesa. Diana le ofreció la mano para
que subiera y las dos quedaron frente a frente en lo alto de la cafetería, a la
vista de todos. Ainhoa le agarró de la cintura y atrajo a su novia contra su
cuerpo. Las chicas se fundieron en un beso ajenas a la lluvia de aplausos que
caía sobre ellas.

FIN.

Sobre la autora
A. M. Irún es escritora de novela lésbica.

Puedes leer todas sus obras en su página web: nicoporfavor.com

Twitter: @nicoporfavor

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