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¿La emergencia de un nuevo ciclo político?

Notas para la caracterización de la situación política


Adrián Piva
Martín Mosquera1

El macrismo es un experimento derechista cuyo principal propósito es la restauración


de la autoridad del capital a nivel social y en el lugar de trabajo. Un aspecto esencial de
su acción y programa ha sido el intento de identificar esa tarea con la de una
restauración del orden y de la autoridad de la ley sin más adjetivos. De ese modo, al
tiempo que expresó la demanda de orden de amplios sectores de la población buscó dar
bases sólidas a la construcción de consenso en torno a un proyecto de disciplinamiento
de la clase trabajadora. Esa fusión particular define el contenido reaccionario de su
programa. Su objetivo inmediato es recrear las condiciones de la acumulación
capitalista por la vía de un aumento extensivo e intensivo de la explotación de la fuerza
de trabajo.2 Pero ello se enlaza con un objetivo estratégico de la clase dominante local:
la subordinación duradera de la clase trabajadora, es decir, la reducción del poder de
los sindicatos, de los límites legales a la explotación laboral, de las expectativas de
consumo de las clases populares, de la vitalidad de los movimientos sociales, etc.; todos
aspectos que hacen a cierta excepcionalidad argentina en el panorama latinoamericano.
Sin embargo, el macrismo emprendió su programa de ofensiva capitalista en un
contexto parcialmente desfavorable: su ajustada victoria electoral y su ascenso al
gobierno no fueron producto de una gran derrota social de las clases populares o de la
explosión del modelo kirchnerista en una gran crisis que facilitara la legitimación del
ajuste. Esto abrió un pulso social de final abierto: un gobierno que avanzaba, pero con
dificultades que daban cuenta de la persistencia de las relaciones de fuerza post 2001 y
en el contexto de un ciclo de grandes movilizaciones sociales desde el inicio del
mandato. El llamado gradualismo de 2016 y 2017 fue el resultado de esa puja, los
avances en el proceso de ajuste (sobre todo en el aumento de tarifas) se desarrollaron a

1
Adrián Piva es doctor en Ciencias Sociales, docente de la UBA y la UNQ, investigador de CONICET y
militante de Democracia Socialista. Martín Mosquera es Licenciado en Filosofía (UBA), docente de la
UBA y militante de Democracia Socialista.
2
Ello incluye la reducción de la presión tributaria sobre la gran burguesía que requería, en los primeros
años de la administración Cambiemos, una reducción del gasto público superior a la exigida por el déficit
fiscal primario heredado de los gobiernos kirchneristas, un aumento de la presión tributaria sobre las
clases populares o una combinación de ambos.
un ritmo adecuado a aquellas relaciones de fuerza pero incompatible con las
necesidades de reducción del déficit y con los objetivos de reducción de la presión
tributaria sobre la gran burguesía. De este modo, la evolución del déficit fiscal y el
ritmo de endeudamiento externo durante esos dos años dejan de ser variables de
modelos macroeconómicos para transformarse en una medida de las relaciones de
fuerza sociales: de la brecha entre el ajuste que buscaba el gobierno y el que pudo
conseguir.
Pero el gradualismo se reflejó, sobre todo, en la postergación del programa de fondo
del gobierno: las reformas laboral, previsional y tributaria. La triple reforma es el
capítulo local de un programa capitalista a nivel global (ha sido el eje de la
conflictividad social y política en Europa desde la crisis de 2008, cuyo capítulo más
dramático se desarrolló en Grecia) y evidencia la presión por una reestructuración
capitalista en un marco de profundas transformaciones tecnológicas, del proceso de
trabajo y de la competencia de la producción china. En la Argentina resulta más
acuciante porque la dinámica de acumulación de capital durante la post convertibilidad
fue predominantemente capital extensiva- es decir, con una baja tasa de reemplazo de
trabajo por capital - lo que explica la rápida reducción del desempleo hasta 2007 pero
indica una baja tasa de cambio tecnológico. La devaluación y ajuste de 2002
permitieron la salida de la crisis de 2001, fundamentalmente, porque era relativamente
reciente la reestructuración productiva del capital en Argentina, desarrollada en la
primera mitad de los años ’90. Hoy, no parece que una recuperación económica
consolidada sea posible sin un proceso de inversión que transforme, al menos
parcialmente, la base productiva. La triple reforma busca ser la punta de lanza de un
nuevo período de reformas contra la clase obrera.
El intento de salir del gradualismo después de las elecciones de medio término de
octubre de 2017 – en las que el gobierno obtuvo cerca de un 40% a nivel nacional
imponiéndose sobre un peronismo fragmentado – se desarrolló a través del lanzamiento
del reformismo permanente, una ofensiva legislativa contra los trabajadores. El mejor
momento de Cambiemos mostró al oficialismo enhebrando la triple reforma con el
programa de restauración del orden. Las elecciones de octubre se desarrollaron sobre el
trasfondo de la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado en el río Chubut y de las
denuncias de la familia y las organizaciones de DDHH después de casi ochenta días de
desaparición. La victoria electoral en ese contexto fue un espaldarazo de la política del
gobierno de relegitimación del accionar de las fuerzas represivas frente a la protesta
social y en el disciplinamiento cotidiano de las clases populares. El presidente presentó
su política de reformas insertándola en su programa de reordenamiento de la sociedad,
apelando a la “épica de un país ordenado”.3 Sin embargo, los límites de las relaciones de
fuerza sociales a la ofensiva capitalista se pusieron de manifiesto, en primer lugar, en la
fractura de la CGT frente a la reforma laboral, que postergó su tratamiento en el
Congreso, y en segundo lugar, en la rebelión de Plaza Congreso del 14 y 18 de
diciembre de 2017 contra la modificación del cálculo de la movilidad jubilatoria.
Ambos días, las movilizaciones populares, de carácter fundamentalmente obrero,
desbordaron la Plaza de los dos congresos y culminaron en enfrentamientos con las
fuerzas de seguridad. El 18 a la noche cacerolazos masivos en toda la Ciudad de Buenos
Aires derivaron en una nueva movilización a la plaza, a pesar de la dura represión de la
tarde. Si bien el gobierno logró aprobar la ley, el resultado político de la movilización y
de los enfrentamientos callejeros fue el entierro del resto de las reformas.
El cambio de escenario político provocó un nuevo giro en la política económica. A
fin de diciembre se anunciaba un cambio (una suba) en las metas de inflación y el inicio
de un sendero de reducción de las tasas de interés. Se intentaba canjear inflación por
crecimiento y paz social. Pero la tendencia al alza del dólar evidenciada ya en enero y
febrero y la persistencia de la debilidad de la inversión anunciaban que ya no quedaba
más tiempo para soluciones de compromiso. En ese sentido, la corrida cambiaria de
abril y mayo de 2018, aunque tuviera como detonante coyuntural el aumento de las
tasas de interés en Estados Unidos, fue la respuesta descoordinada de los capitales
individuales a la movilización de diciembre de 2017. Frente a la evidencia del bloqueo
popular al programa del gobierno, la salida de capitales produjo el pasaje de la fase de
estancamiento a la de crisis abierta.
Es en este contexto que se inserta la pregunta más relevante desde el punto de vista
de una política de izquierda: ¿logró el gobierno – y en ese caso en qué medida -
modificar la relación de fuerzas entre las clases que bloqueaba el ajuste y la
reestructuración? Si observamos el proceso desde diciembre de 2017 la respuesta
debiera ser negativa. El gobierno debió renunciar a la triple reforma al costo del
estallido de la crisis. Al ritmo de esa crisis, además, se profundizó la pérdida de apoyo
social del gobierno, iniciada en diciembre de 2017. En octubre de ese año pocos

3
"Muchos dicen que a esta propuesta de un país ordenado le falta épica. No estoy de
acuerdo: qué más aventura épica que una sociedad que se quiere desarrollar" (Ámbito
Financiero, 29/12/2017).
dudaban de la vitalidad del proyecto reeleccionista de Mauricio Macri, hoy la
probabilidad de una derrota electoral, aunque el escenario sea todavía incierto, es
relativamente alta. Sin embargo, si respondemos la pregunta a la luz del contragolpe
capitalista de mayo de 2018 y del acuerdo del gobierno con el FMI las cosas resultan
más complejas.
Analizar la actual relación de fuerzas sociales y las dinámicas en curso exige prestar
atención a la relativa desmovilización que sobrevino al duro deterioro salarial de 2018,
al aumento de las suspensiones y despidos en el sector privado y a la aceleración del
ajuste en el gasto público. Si el gobierno había evitado descargar una terapia de choque
sobre las clases populares, la corrida cambiaria lo obligó a cambiar de estrategia y
abandonar forzosamente el veranito gradualista. Y, sin embargo, logró pilotear este
salto sin enfrentarse a un estallido social ni un derrumbe electoral (“En la Argentina
nunca se hizo un ajuste así sin que caiga el gobierno”, presumió el ministro de
Economía Dujovne). Hubo un primer flujo de luchas en mayo-junio (conflicto
universitario, huelga docente en la Provincia de Buenos Aires, etc.) pero rápidamente se
desmovilizó. Los datos disponibles del ex Ministerio de trabajo para el segundo
trimestre de 2018 muestran una caída de los conflictos con paro respecto del mismo
período en 2017 (Fuente: http://www.trabajo.gob.ar/estadisticas/conflictoslaborales/).
Ese dato adquiere mayor significación si lo comparamos con lo sucedido en 2014 y
2016: años de devaluación, recesión y ajuste frente a los cuales se dieron picos de
conflictividad obrera.
Si bien en las explicaciones convencionales de la izquierda suele haber una
atribución de responsabilidad rutinaria y excesiva a las direcciones políticas y sindicales
(“las masas quieren luchar pero las direcciones traicionan”), subestimando que las
burocracias sindicales o políticas expresan relaciones de fuerza y estados de conciencia
reales en la clase trabajadora, en este caso la responsabilidad de las direcciones fue
decisivo, explícito y difícil de exagerar. Juan Grabois se convirtió en el portavoz de este
rechazo del conflicto social, llegando retrospectivamente a rechazar el carácter
progresivo del estallido de 20014. Lo que el discurso de Grabois hacía explícito era

4
Dice Grabois en una entrevista con el Diario Perfil: “Yo fui parte de la generación, voy a decirlo con
una expresión muy dura, que volteó a De la Rúa (..) y con los años fui aprendiendo que eso estuvo
orquestado (...)) Me usaron, o instrumentalizaron una lucha legítima, donde siempre la sangre la ponen
los jóvenes y los pobres. Ahora que soy más grande, y que milito con los jóvenes y los pobres, voy a
hacer todo lo que esté a mi alcance para que los jóvenes y los pobres no pongan la sangre para que
también un “secreto a voces” entre la militancia kirchnerista: desde el Instituto Patria se
bajó la línea de que era contraproducente que “caiga Macri” y se resolvió entonces
contener el impulso de la movilización con el objetivo de esperar a un ajuste de cuentas
electoral con el gobierno. A su vez, la orientación institucional de la acción de
sindicatos y movimientos sociales y la capacidad disciplinante de la movilización de las
direcciones sindicales y sociales están estrechamente vinculados a la
institucionalización del conflicto, legado duradero de los gobiernos kirchneristas.
No se trató de la única razón de la relativa desmovilización: la propia dinámica de la
crisis tuvo, luego del primer impulso, un papel disciplinador: contra otro relato
convencional en la izquierda, que indica que la crisis conduce a la movilización, a
menudo la crisis económica produce un pánico disciplinante y un achatamiento de
expectativas sociales funcional al ajuste. Mucha gente se preguntó en esos días “por qué
no explota todo”5. En cualquier caso, la corresponsabilidad del peronismo, y del
kirchnerismo en particular, en la desmovilización social del último periodo de Macri
será un elemento clave para analizar la actual transición hacia un nuevo ciclo social y
político.
A falta de victorias sociales, las esperanzas de detener el ajuste se trasladaron al
terreno electoral y a las presidenciales de 2019. Esta expectativa electoral reforzó la
dinámica desmovilizadora en curso. Aunque no tenemos datos para el primer semestre
de 2019, todo indica que el conflicto laboral no se ha recuperado respecto de 2018, las
paritarias vuelvan a cerrar a la baja prácticamente sin conflictos de envergadura, y las
elecciones se desarrollan en un clima de normalización institucional y paz social. Toda
una “gestión controlada de la crisis” con la que probablemente no se atrevían a soñar los
estrategas del macrismo en sus momentos más líricos.
Pero, además, en la confrontación del gobierno con el movimiento de masas fue
quedando en evidencia un tercer actor que participaba, aunque de forma silenciosa, en
la dinámica política en curso: una cohesionada franja de masas de apoyo al nuevo
gobierno o, para decirlo en términos al uso, la minoría intensa macrista. Es decir, una
derecha social que ha mostrado, por el momento, disposición a ciertos sacrificios

otros hagan negocios. Además, porque creo que es importante que Macri termine su mandato”. Ver
https://www.perfil.com/noticias/politica/cristina-no-tiene-derecho-a-renunciar.phtml
5
Es especialmente gráfica al respecto la entrevista del periodista Daniel Tognetti, afín al kirchnerismo,
con Axel Kicillof sobre la “pasividad del pueblo” ante las políticas del gobierno en Radio del Plata, el
28/12/18. Ver en https://www.youtube.com/watch?v=lRwK2C72z8Q
económicos en beneficio de un ajuste de cuentas político con la experiencia populista,
dando cuenta de una notable autonomía política en beneficio del programa de
disciplinamiento de las clases dominantes. Un verdadero politicismo de derecha. Se
trata de un sector que se fue politizando en el ciclo de movilizaciones anti-kirchneristas
(2008, 2012, 2014), con anclaje en sectores medios y un sector de la clase trabajadora
formal (es decir, no se reduce a las clases altas). Cambiemos fue el instrumento político
del que se dotó tardíamente esa base social, que estuvo vacante de representación
política durante casi todo el ciclo kirchnerista. Esta base social parece mantenerse
todavía bastante inconmovible ante el deterioro económico, lo que explica la notable
resiliencia electoral del gobierno. Aquí radica una diferencia clave con 2001: en aquel
momento los sectores medios tuvieron una intervención social decisiva y giraron a la
izquierda, quebrando en parte sus fidelidades políticas precedentes (lo que significó el
desfondamiento de la UCR). En este caso, el eventual fracaso electoral de Cambiemos
dejaría una base de masas en disponibilidad para futuras alternativas o realineamientos
políticos. Es decir, aun si el macrismo es desalojado del gobierno, no se habrá derrotado
adecuadamente a este macrismo de base, donde se combina el rechazo a la politización
de las necesidades sociales, la apología del mercado como asignador de recursos (“de la
crisis se sale trabajando”) y el reclamo de orden y de intervención represiva contra la
delincuencia y la protesta social. Reacción en espejo, de desarrollo paulatino y todavía
minoritaria, al “ciclo 2001”: es decir, a la centralidad de la “política” (y el Estado) como
solución a las demandas sociales, a la presencia casi permanente de la movilización
callejera, a la limitación del factor coercitivo como respuesta a la protesta social y a un
gobierno (moderadamente) progresista como representación estatal de este ciclo. La
supervivencia ideológico-cultural de esta derecha social es también una consecuencia de
la “gestión controlada de la crisis” que perpetró el gobierno con el concurso invalorable
del peronismo.
Sin embargo, la excepción significativa a la desmovilización ha sido el movimiento
feminista. Transformado en un actor central desde 2015 con el inicio de las
multitudinarias marchas de “ni una menos”, protagonizó una de las concentraciones
populares más masivas de la historia en ocasión del tratamiento legislativo de la ley por
un aborto legal, seguro y gratuito. Las movilizaciones feministas de 2019 señalan la
vitalidad del movimiento. La significación de la excepción está dada no sólo por su
masividad y relevancia política sino también por una característica de esa movilización
que refuerza los argumentos precedentes: a pesar de su masividad y capacidad de incidir
en la agenda política y en el plano institucional es, al mismo tiempo, un movimiento
escasamente institucionalizado. Organizativamente sigue siendo un entramado plural,
horizontal, participativo y democrático que ha logrado aunar descentralización con
movilización unitaria; en sus vínculos con el estado no predomina la articulación
institucional sino su capacidad de fracturar al sistema de partidos a través de una fuerte
movilización en todas las esferas del espacio público. Ambos elementos dificultan la
traducibilidad política del feminismo al mismo tiempo que impiden ignorarlo, lo que le
otorga una enorme potencia en la disputa ideológico – cultural con la derecha social.

Las elecciones como condensación política de las relaciones sociales de fuerza

La combinación paradójica de una relativa desmovilización social junto al probable


fracaso electoral del gobierno macrista habla de una relación de fuerzas inestable y
fluctuante. La relativa debilidad (o relativa fortaleza) de las fuerzas sociales en pugna
muestra un impasse que no puede extenderse indefinidamente. En este contexto, las
próximas elecciones se transforman en un momento crucial de la definición de las
relaciones de fuerza a nivel social. La derrota electoral de Macri es de enorme
relevancia para la clase obrera y el movimiento popular. Un triunfo de Macri significa
la relegitimación de la ofensiva capitalista en todos los planos y una nueva oportunidad
para construir una mayoría social alrededor de un programa reaccionario de
restauración del orden. Implicaría la galvanización de la alianza entre el programa de
reformas del gran capital y la demanda de orden de la derecha social a través de la
consolidación del macrismo como su articulador político.
El carácter de momento crucial en la definición de las relaciones de fuerza entre las
clases de las próximas elecciones resulta sobredeterminado, además, por la situación
regional y global. La ofensiva de las clases dominantes se desenvuelve a nivel regional
y está inserta en - y atravesada por – la política de Estados Unidos hacia la región en su
disputa global con China. En términos precisos, todo el análisis precedente presupone
esa dimensión regional de la lucha de clases. De la misma manera en que la victoria de
Bolsonaro en Brasil suponía un paso adelante en el rumbo derechista y antipopular
iniciado con el impeachment a Dilma Roussef y la victoria electoral de Macri
(imaginemos este mismo proceso electoral si hubiera triunfado el PT), la victoria de
Macri implica la consolidación de ese proceso y condiciones más adversas y de mayor
aislamiento para las resistencias obreras y populares en Sudamérica.
Todo ello otorga a una decisión táctica – la decisión de llamar a votar contra Macri –
un contenido estratégico, en la medida que es capaz de incidir en las relaciones de
fuerzas y abrir un espacio a la resistencia obrera y popular a la ofensiva del capital. El
voto contra Macri se transforma en un arma – no en un fin en si mismo – en cuanto se
inscribe en ese proceso más general de la lucha de clases. Pero la derrota de Macri no
basta, solo abre un escenario de mejores condiciones para una intervención de masas.
La institucionalización del conflicto, la subordinación de la movilización obrera y
popular a la gobernabilidad del próximo gobierno, puede conducir por otros caminos,
más sinuosos, a una derrota popular.
A pesar de ello, no resulta extraño en este marco que la posibilidad de un retorno al
poder del peronismo alimente expectativas en sectores del movimiento popular. Pero,
¿cuáles son los anclajes objetivos de esa expectativa?, ¿qué condiciones existen para
una reedición de la estrategia kirchnerista post 2003? ¿Cuál es el carácter de esa fuerza
política?

El agotamiento de la estrategia kirchnerista (2003-2012)

El kirchnerismo desenvolvió desde su llegada al gobierno el 25 de mayo de 2003 una


estrategia de recomposición del poder de estado post crisis de 2001 sobre la base de la
satisfacción gradual de demandas populares. Ello supuso desde el inicio una tensión
entre su función de partido del orden y el modo en que desenvolvió la restauración de
ese orden: por medio de la incorporación política de demandas y sujetos que emergieron
en las calles y rutas de la Argentina desde mediados de los años ’90 y, en particular, en
2001. Una estrategia política no puede ser reducida a un reflejo de condiciones
objetivas, hubo sin duda un elemento irreductible de organización de una voluntad
colectiva, de decisión política. Pero tampoco puede comprenderse sin referencia a las
condiciones que la hacen posible y a los límites que presenta.
La estrategia kirchnerista – simplificando - tuvo dos grandes condiciones de
posibilidad. La primera, fue el quiebre en las relaciones de fuerza que significó la
insurrección de diciembre de 2001. Ese cambio en las relaciones de fuerza sociales fue
suficiente para bloquear el ajuste sin fin de los años ’90 y hacer estallar la
convertibilidad, pero insuficiente para producir procesos de radicalización que pusieran
en cuestión los efectos más profundos de la ofensiva capitalista de los años ’90. La
segunda, fue el aumento del precio mundial de los commodities que permitió al
gobierno disponer de superávit de cuenta corriente (el ingreso de dólares por
exportaciones superaba la salida por importaciones, pago de deuda externa, fuga de
capitales y remisión de utilidades). Esto significó un mayor margen de maniobra para
un gobierno que, sobre esta base, gozó también de superávit fiscal.
Estas condiciones permiten también comprender los límites de la estrategia
kirchnerista. En primer lugar, las condiciones profundas de funcionamiento de la
economía en lo esencial no se habían transformado. Por lo tanto, el aumento del empleo,
del salario real y de la demanda interna ya en 2005, y sobre todo desde 2007, entraron
en contradicción con una acumulación de capital basada en la exportación de
commodities. Ello se tradujo, mientras duraron los superávit gemelos, en desequilibrios
cuyos efectos recesivos se pudo postergar, el principal de ellos la inflación, y en la
reducción de los superávit. Pero, en 2010 y 2011 los superávit gemelos eran historia, y
desde 2013 empezó el sendero descendente del precio de los commodities a nivel global
– un efecto rezagado de la crisis mundial de 2008 y del crecimiento mundial débil
posterior -. Y con ello se estrecharon los márgenes de maniobra del estado. La
internacionalización del capital, que pareció poder ignorarse mientras los dólares
sobraban, reapareció como un límite de hierro a los ensayos de desconexión del
mercado nacional del mercado mundial (cepo cambiario, restricción de importaciones).
Se inició entonces un sendero de estancamiento y tendencia a la crisis agravado desde la
devaluación de 2014.
En segundo lugar, la relación de fuerzas sociales sobre la que la estrategia
kirchnerista se desarrolló se transformó en un límite en cuanto aparecieron los
desequilibrios económicos y más aún cuando se angostaron los márgenes de autonomía
del estado. Se le presentó como un límite por izquierda cuando enfrentó la rebelión de la
burguesía agraria. El kirchnerismo, en la medida que se reducía el superávit fiscal y se
evidenciaban desequilibrios de las distintas variables económicas, intentó aumentar la
captura del excedente de la burguesía agroindustrial. Pero, entonces, enfrentó una
rebelión del conjunto de la gran burguesía contra un nuevo aumento de la presión
tributaria. Para asombro del propio oficialismo la rebelión patronal lo derrotó en las
calles y tradujo esa victoria en el parlamento. Se le presentó como un límite por derecha
cuando buscó avanzar por el camino del ajuste gradual, la llamada sintonía fina. Los
intentos de reducir subsidios a las tarifas producían procesos de deslegitimación letales
para un gobierno cuya estrategia de construcción de consenso se basaba en la
satisfacción de demandas. De esta manera, el bloqueo al ajuste que había sido su
condición de posibilidad era ahora un límite.
El kirchnerismo pudo recrearse después de la derrota de 2008/2009, fugó hacia
adelante con la estatización de las AFJP – que le permitió instrumentar la AUH – y
retomando una agenda democrática (ley de medios, matrimonio igualitario, ley de
identidad de género, etc.). De esa manera volvió a ser una fuerza atractiva para sectores
de la izquierda y el progresismo. Pero lo hizo a costa de agudizar las contradicciones y
hasta los límites que le impuso una economía estancada. Desde 2012, el veto de la gran
burguesía al aumento de la presión tributaria y la posterior caída de los precios de los
commodities, derivó en un aumento de la presión tributaria sobre los obreros formales a
través del impuesto a las ganancias. El descontento obrero se expresó en el fuerte
acatamiento a las huelgas generales convocadas por el sindicalismo opositor (nucleado
en torno al moyanismo). Pero también se manifestó en la rebelión de las clases medias
urbanas, atizadas además por el control de cambios y el aumento de la presión tributaria
sobre los pequeños propietarios. La gran burguesía desde 2008 había incrementado sus
niveles de enfrentamiento, pero desde 2013 articuló en el Foro de Convergencia
Empresaria un espacio de oposición política que impulsaba un proyecto de ajuste y
reestructuración. Si en la primera etapa las concesiones permitieron recomponer el
estado y la acumulación, desde 2007 ponían en cuestión las condiciones mismas de la
acumulación y no permitían siquiera estabilidad política.
Sin embargo, esta desagregación del espacio de fuerzas sociales que hizo posible al
kirchnerismo resulta incomprensible sin referir al último de los límites de la estrategia
kirchnerista: su propia coalición política, el elemento irreductible a las condiciones
objetivas. El kirchnerismo no fue ni más ni menos que una estrategia de reorganización
del peronismo, como lo fue en el pasado el menemismo. Y eso es lo que le permitió ser
el partido del orden, ya que el peronismo contiene en su coalición política el poder
territorial de intendentes y gobernadores y a la CGT. Pero eso mismo hace del
peronismo una coalición política conservadora. En cada momento en que el desarrollo
de la estrategia de reconstrucción/reproducción del consenso sobre la base de la
satisfacción gradual de demandas populares empujó al kirchnerismo a un choque con las
clases dominantes, perdió una parte de su coalición, debilitándose. En 2005 la fractura
del duhaldismo reflejó disputas de aparato pero también disidencias con las políticas de
DDHH y con los primeros conflictos con fracciones de la burguesía: ganaderos,
petroleros, peleas con la conducción de la UIA. En 2008, frente al conflicto con la
burguesía agraria se retiraron el PJ de Córdoba y parte de los PJ de Santa Fe y de la
Provincia de Buenos Aires. En 2013 se fracturó el PJ de la Provincia de Buenos Aires
con la salida de Massa junto a un grupo de intendentes.
En los últimos años en torno al kirchnerismo se reeditó un viejo dilema que articulara
los debates sobre el fin de la ISI: interrupción o agotamiento. ¿La ISI fue interrumpida
por la dictadura militar o se agotó? Del mismo modo que en aquel debate, en la
discusión sobre la interrupción o el agotamiento de la estrategia kirchnerista se
esconden posiciones políticas opuestas. Queda claro que aquí sostenemos que la
estrategia kirchnerista post convertibilidad está agotada: porque el mundo que la hizo
viable ya no existe; porque se desintegró en las propias relaciones de fuerza que la
hicieron posible, ya que nunca intentó modificarlas y se limitó a surfear sobre ellas
mientras pudo; y solo hizo eso porque su propia coalición política le impedía hacer otra
cosa, porque el kirchnerismo es el PJ, y lo que no es el PJ es electoralmente marginal.
Todo ello hace muy improbable que la estrategia kirchnerista pueda ser reeditada.

El regreso del “partido del orden”

Como es evidente, el anuncio de la fórmula Fernandez-Fernandez conmovió el


panorama político. La grandeza interna de la maniobra táctica ha sido ampliamente
reconocida. CFK se enfrentaba a un dilema de difícil resolución: si era candidata, como
pretendía el gobierno, se arriesgaba a beneficiar al macrismo, que sobrevive en buena
medida gracias a la polarización con la corrupción kirchnerista, y eventualmente a
perder la elección. Si bien habían crecido significativamente en las encuestas (muchas
ya empezaban a darla ganadora en una probable segunda vuelta6), una eventual victoria
la obligaba a hacerse cargo de un futuro gobierno en condiciones extremadamente
adversas y con la animadversión de las clases dominantes, lo que ponía en riesgo la
futura gobernabilidad. Si decidía no ser candidata, en cambio, corría el riesgo de quedar
expuesta a la persecución judicial y a la desaparición política, incluso en beneficio del
candidato que ella encumbrara, que podía convertirse en su eventual principal
adversario (como fue el caso de la relación Correa-Lenin Moreno). El hecho insólito de
6
La encuesta de Isonomía, que trabaja para el gobierno, publicada el 17 de abril indicaba una diferencia
de nueve puntos en favor de CFK en un posible balotaje con Macri. Otras encuestas de esta misma
época, poco antes del anuncio de la nueva fórmula, daban resultados similares. Ver
https://www.perfil.com/noticias/politica/segun-encuesta-cristina-kirchner-podria-sacarle-9-puntos-
mauricio-macri-balotaje.phtml
que resolviera ubicarse como candidata a vicepresidenta, ungiendo como candidato
presidencial a un operador político sin volumen electoral propio, pero con imagen de
moderación, honestidad y amplitud, es un intento audaz de resolver este dilema.
Los resultados no se hicieron esperar: inmediatamente dieron apoyo a la nueva
fórmula seis gobernadores peronistas que seguían resistiendo a CFK como candidata
(Juan Manzur de Tucumán, Rosana Bertone de Tierra del Fuego, Gerardo Zamora de
Santiago del Estero, Sergio Uñac de San Juan, Domingo Peppo de Chaco y Lucía
Corpacci de Catamarca); se sumaron a ellos los apoyos de la cúpula de la CGT, la
mayor parte los movimientos sociales-territoriales e incluso las organizaciones de
izquierda que se habían integrado tardíamente al kirchnerismo con expectativa en la
candidatura de CFK (las nucleadas en el Frente Patria Grande, etc.). La reunificación
del PJ se cierra con el acuerdo con Sergio Massa, el único candidato del peronismo
alternativo que tenía un volumen electoral propio. En lo fundamental, la maniobra
apunta a recomponer lo que se rompió desde el 2008, es decir, la escisión de sectores
importantes del PJ y la desconfianza de las clases dominantes. Precisamente, la
dinámica política que le granjeó apoyos en las franjas progresistas de la base electoral
del kirchnerismo.
Si la audaz maniobra táctica tiene un objetivo electoral orientado a captar votantes
peronistas anti-kirchneristas o sectores desencantados de Cambiemos, a los que la
centralidad de la figura de CFK seguía haciendo difícil acceder, sin embargo, apunta
sobre todo a una estrategia de gobernabilidad futura. Empieza a delinearse una amplia
base de sustentación política y social: el grueso del PJ (gobernadores e intendentes), la
Iglesia (dirigida por el “Papa argentino”), la burocracia sindical y la mayor parte de los
movimientos sociales-territoriales son parte de este bloque político en ascenso, que
probablemente cuente con mayoría en ambas cámaras, volumen electoral y “control de
la calle”.
El PJ vuelve a aparecer como árbitro y figura de relevo en un contexto de crisis,
como en 1989 y 2001. Si el “último kirchnerismo”, con sus tensiones con las clases
dominantes y su sectarismo político, había lesionado el papel del PJ como “partido del
orden” (sin el cual hubiese sido impensable la emergencia de una nueva derecha
política), la auto-licuación del kirchnerismo en una nueva reorganización conservadora
del peronismo intenta retrotraer el camino recorrido.

El kirchnerismo, la clase dominante y las ilusiones de la izquierda


El cambio de relación entre las clases dominantes y el kirchnerismo desde 2008 tuvo
como correlato un cambio de la caracterización del kirchnerismo en sectores de la
militancia de la izquierda y de los movimientos sociales. Este cambió se profundizó una
vez convertido en oposición a la derecha macrista: empezó a ser visto como la
representación política de una aspiración social defensiva contra el ajuste, que se
condensaba en una candidatura resistida por las clases dominantes. Este rechazo cerrado
de la burguesía a la candidatura de CFK (que permite hacer una comparación con la
experiencia del peronismo histórico post-55) produjo mucha confusión estratégica en
torno al papel que la dirección kirchnerista iba a cumplir en la nueva etapa (del mismo
modo que en el debate sobre la vuelta de Perón en los años setenta, para seguir con la
analogía). Tal vez valga la pena recordar la advertencia de Trotsky, cuando escribía:
“La política del proletariado no se deriva, de ninguna manera, automáticamente de la
política de la burguesía, poniendo sólo el signo opuesto (esto haría de cada sectario un
estratega magistral).”7 Basta recordar la desconfianza que generó en “los mercados” la
candidatura de Menem en 1989 o de la Alianza diez años después para tomar nota de
que, en su forma “pura”, meramente económica o corporativa, antes de la mediación
partidaria o estatal, las clases dominantes suelen hacer gala de un maximalismo craso
que no es necesariamente un criterio fiable de orientación para la izquierda.
En este contexto, la cesión de la candidatura a Alberto Fernández está cargada de un
fuerte simbolismo que tiene como destinatario a las clases dominantes. Alberto
Fernández es la figura que rompe con el kirchnerismo cuando éste comienza a tener
roces con las clases dominantes: quien ante el “conflicto con el campo” y con Clarín, se
quedó con la oligarquía rural y el monopolio mediático. El anuncio de su candidatura
vino a coronar una serie de señales que daban forma a la estrategia del kirchnerismo
ante la actual etapa: recomposición con el peronismo (que se prefiguró, en las
elecciones provinciales, en la subordinación del kirchnerismo a los jerarcas peronistas
locales), garantías al FMI y al capital financiero internacional y señales generales de
gobernabilidad y concordia a las clases dominantes locales. Si en algún lugar radica la
“jugada magistral” de CFK es en el reconocimiento de que ella misma y su candidatura
se habían convertido en el mayor obstáculo para su propia estrategia conservadora de
gobernabilidad. No se trata de que el ala “progresista” del peronismo fue derrotada por

7
Citado en Sabado, Francois (2014). Notas para el debate sobre la situación en medio oriente.
Disponible en https://vientosur.info/spip.php?article9433
el ala conservadora. CFK consigue elegir el papel que quiere ocupar en el nuevo
gobierno, en cierta forma y hasta cierto punto, como producto de su fortaleza política,
no de su debilidad. Ningún “operativo clamor”, ningún “Ella le gana”, hubiese
modificado esto. Si el gobierno creía que la debilidad de CFK (atosigada judicialmente,
expuesta a la desaparición política) la obligaba a ser candidata a presidenta, su
empoderamiento reciente le permitió no serlo.
Es evidente que en el bloque socio-político en ascenso hay intereses contradictorios.
Se trata, al menos en esta etapa de bloque de oposición emergente, de un nuevo
“compromiso de clase”, pero en un contexto que achica dramáticamente los márgenes
para los “compromisos de clase”. La evolución del futuro gobierno no puede predecirse:
estará condicionado por las relaciones de fuerza entre las clases, las condiciones
económicas internacionales, la estrategia del FMI y el imperialismo, las propias
tensiones internas de la coalición política. La “alianza social” debajo de este bloque
político no necesariamente va a perpetuarse: muchas veces el ejercicio del gobierno es
el terreno en el que estos acuerdos iniciales se quiebran, donde las decisiones no logran
o no pueden conformar a todos. Puede romperlo la clase trabajadora desafiando el
“pacto social”, como también el mismo gobierno, si percibe condiciones y necesidad
para acelerar un giro conservador.
Sin embargo, afirmar sin más que este gobierno va a ser el resultado de las relaciones
de fuerza sociales a menudo sirve para obviar el propio papel que el mismo gobierno
pretende representar y su rol asimétrico respecto a las fuerzas sociales en pugna. Ningún
gobierno es mera presa de relaciones de fuerza “exteriores”, es también un agente
actuante con cierto margen de autonomía. No se limita a traducir e inscribir
políticamente las contradicciones sociales y las relaciones de fuerza, incide sobre ellas,
las organiza, estructura e incluso puede doblegarlas. Todo gobierno es una estrategia. Y
el bloque político en ascenso apunta a estabilizar (atenuando) el ajuste en curso, para lo
que necesita blindarse políticamente y consolidar la pasivización social. No se trata de
aplicar una excesiva y pesimista “hermenéutica de la sospecha” sobre promesas
progresistas de campaña para llegar a esta conclusión: basta con ver las declaraciones
explícitas y los actos de los más encumbrados dirigentes kirchneristas (CFK, Alberto
Fernández, Axel Kicillof, Álvaro Ágis). Si bien no se puede adivinar la evolución del
eventual futuro gobierno, sí puede reconstruirse con cierta facilidad hacia dónde se
propone ir: lo pone en evidencia sus señales de garantías a los fondos de inversión y al
FMI, las personalidades anunciadas como posibles ministros (donde destaca el
economista neoliberal Guillermo Nielsen), su recomposición con el conjunto del PJ, su
estrategia de “pacto social” para contener los reclamos salariales.

El significado político de la designación de Pichetto

A la jugada del kirchnerismo le siguió la jugada del macrismo. La designación de un


peronista de derecha como Miguel Pichetto como acompañante en la fórmula
presidencial de Macri tiene un doble sentido. En primer lugar, en términos electorales,
intenta consolidar el apoyo de la “derecha social”, evitando desgranamientos hacia otras
candidaturas, fortaleciendo la señal estatal-autoritaria y tratando de acceder a votantes
peronistas anti-kirchneristas. Por otro, y más importante, apunta a construir una
estrategia de gobernabilidad futura. Un eventual segundo mandato de Macri abría un
signo de interrogante sobre su sustentabilidad política: sin “luna de miel” con el
electorado, con minoría en ambas cámaras y amputado ya de su recurso a la
polarización con la “pesada herencia kirchnerista”. Con esta designación, el macrismo
se abre a un cogobierno con el peronismo (incluso con los gobernadores y legisladores
que actualmente acompañan la fórmula oficial). En este caso, el “último Macri” podría
tener algún parecido con el ciclo Temer en Brasil, quien hizo de su debilidad, fortaleza:
débil consensualmente, Temer fue intransigentemente sostenido por los factores de
poder mediáticos, económicos y políticos, convirtiendo a su gobierno en un “grupo de
tareas” de corto plazo, insensible a la movilización social y recostado sobre el factor
estatal-coercitivo. En el caso de Macri, su posición resultaría fortalecida porque sí
tendría un respaldo electoral de origen. El resto del sistema político podría estar
dispuesto a garantizarle gobernabilidad a fin de que termine el “trabajo sucio”
(“reformas estructurales”, deterioro del salario) y a sabiendas de que no es un rival
amenazante a futuro.
Es interesante observar el significado ambivalente de la designación de Pichetto:
enfatiza el discurso afín a la “derecha social” pero se abre un juego futuro de
negociaciones que viabilice la triple reforma, la posible más que la deseable. La
reacción eufórica, aunque probablemente efímera, de los mercados apuntó a este
significado. Paradójicamente, continuó y profundizó las señales de alivio posteriores a
la proclamación de la fórmula Fernández – Fernández. La clase dominante sigue
prefiriendo a Macri, y las señales de racionalidad del peronismo irracional no permiten
despejar todas las dudas, pero empieza a dibujarse un nuevo escenario político.
Este escenario político, sin embargo, es por ahora solo un escenario electoral. Su
transformación en una estabilización del régimen político sobre la base de una
normalización del conflicto social requiere de la consolidación de la desmovilización
obrera y popular que viabilice la ofensiva del capital.

Escenarios

Una victoria electoral del macrismo significaría un aval a su programa de


disciplinamiento social, un gran respaldo a la estrategia imperialista en la región y
probablemente una desmoralización del movimiento de masas. Por eso es importante su
derrota.
¿Qué hipótesis abre, por su lado, una posible victoria electoral del peronismo? En
primer lugar, la posibilidad de que un gobierno peronista tenga éxito en estabilizar el
ajuste por medio de una política de pasivización social e integración política. Es decir,
por el recurso a lo que Gramsci denomina prácticas transformistas. La propensión a la
institucionalización del conflicto social, la tendencia a la caída de la conflictividad
callejera del último año, el antecedente de la subordinación de la mayoría de los
movimientos sociales a las estrategias electorales del kirchnerismo, la propia
experiencia del peronismo en general y el kirchnerismo en particular como fenómenos
muy eficaces de contención social, muestran que es un escenario perfectamente factible.
Un cierto componente de la conciencia popular se alinea con esta eventual “gestión
moderada del ajuste”: el achatamiento de expectativas que produjo la ofensiva macrista,
primero, la crisis económica luego, y ahora el propio discurso moderado kirchnerista en
la oposición. En la población tal vez no se está desarrollando una expectativa
desmesurada en torno al retorno de los “mejores años kirchneristas” sino la mera
expectativa de atenuar el ajuste en curso. El propio peronismo necesita a la vez ganar las
elecciones y moderar las expectativas sociales que su eventual victoria puede estimular:
no hay “pacto social” que estabilice el retroceso salarial sin control de la conflictividad
social y, por lo tanto, de las expectativas populares.
Si se concretara esta hipótesis, teniendo en cuenta la fuerte presión del FMI y la losa
de la deuda, no hay que descartar que el nuevo gobierno concrete alguna versión de las
reformas estructurales (tal vez en una versión moderada y negociada) que el macrismo
no pudo conseguir en su gobierno. Sobran ejemplos históricos que muestran que el
método para la aplicación de ciertas políticas de ajuste no es necesariamente la ofensiva
directa, sino la negociación y la pasivización social, sobre todo a través de la integración
y cooperación de la burocracia sindical.
Si sirve la analogía, este escenario podría parecerse al que vivió la convulsionada
Francia hace unos pocos años. En Francia se había iniciado un ciclo de ascenso de la
lucha de clases luego de las huelgas de 1995 contra las “reformas Juppe”, que dio lugar
a un largo ciclo de inestabilidad política y conflictividad social, que ralentizó la
contraofensiva neoliberal. Llegado cierto momento, sin embargo, el gobierno de
derecha radical de Sarkozy logró unificar a las clases dominantes e infringir una derrota
significativa a las clases populares con la aprobación de la reforma de las pensiones en
2010, contra la movilización de tres millones de personas. Al igual que en nuestra actual
situación, ante la ausencia de victorias sociales, la expectativa de cambio todavía
vigorosa se transfirió entonces al campo electoral y produjo la derrota de Sarkozy y el
triunfo del Partido Socialista con un discurso de oposición “a la austeridad y a las
finanzas”. Cuando el nuevo gobierno socialista de Hollande se mostró decidido a
continuar en lo fundamental la orientación trazada por la derecha, generó una
desmoralización política que cerró el círculo que había abierto la desmovilización
social. Es decir, las clases dominantes necesitó el recurso sucesivo de los dos términos
de su régimen político para cerrar el llamado “ciclo anti-liberal” francés: una derecha
agresiva y una socialdemocracia continuista, que instala el thatcherista “no hay
alternativa” y desmoraliza a su propio campo social.
La probabilidad de un escenario de este tipo podría incluso resultar fortalecida por una
agudización de la crisis, con sus efectos disciplinantes, a lo largo del proceso electoral o
durante la transición entre ambos gobiernos. Es necesario igualmente precisar que si se
produjera en nuestro país una inflexión negativa en las relaciones de fuerza de este tipo,
sin embargo no parece probable una derrota histórica como la que se desarrolló con la
crisis hiperinflacionaria de 1989 y que dio lugar a la hegemonía menemista. Aun en la
peor de las hipótesis, lo más probable es un reflujo social de otra magnitud. La habitual
analogía con 1989 como medida de posibles derrotas sociales de las clases populares es
un poco excesiva. En ese caso, se trató de una derrota histórica a nivel internacional,
que cerró toda una época de la lucha de clases, donde coincidió el impacto duradero de
la dictadura militar, el derrumbe del “campo socialista” y la restauración capitalista en
el Este y la emergencia de una hegemonía robusta del capitalismo neoliberal
globalizado. Para retomar nuestro ejemplo francés, unos años después de la decepción
de Hollande asistimos a la irrupción juvenil de Nuit Debout, a la larga huelga de los
ferroviarios y ahora a la irrupción explosiva de los “chalecos amarillos”.
Una segunda hipótesis es, naturalmente, que un nuevo gobierno peronista fracase en
su intento de contención social, ya sea porque las demandas del imperialismo y el FMI
resultan excesivas e imposibles de adecuar a las necesidades de legitimación política, ya
sea porque la derrota del macrismo genera un cambio del clima político que estimula la
percepción popular de que hay condiciones favorables para “recuperar lo perdido”. En
este segundo escenario, las tendencias a la integración y a la pasivización son
sobrepasadas por la reanimación de las expectativas que inevitablemente el mismo
gobierno suscita. En este caso, el componente de la conciencia popular que prima no es
el “realismo minimalista”, sino la reactivación de expectativas que podrían renovar las
luchas salariales y los movimientos sociales. Para dar un paralelo histórico clásico, el
retorno de Perón en los setenta tuvo el objetivo de contener el ascenso de la lucha de
clases, pero su acceso al gobierno reactivó las expectativas populares en torno a la
posible recuperación de conquistas sociales que habían sido lesionadas por los
gobiernos militares, lo que generó una intensificación de la lucha de clases que el
mismo peronismo no pudo estabilizar. El resultado más probable de un curso de este
tipo es una profundización y agudización de la crisis, con consecuencias políticas muy
difíciles de predecir.
En este segundo escenario, además, resulta relevante la ausencia de desmovilización
del movimiento feminista. Los vasos comunicantes entre la diversidad de luchas del
movimiento popular es un hecho reconocido. En Estados Unidos durante la década del
’60, el movimiento por los derechos civiles dio inicio a un ciclo de movilización que se
extendió hasta los primeros años de la década del ’70 a través de la activación del
movimiento pacifista, del movimiento feminista y finalmente del movimiento gay. Si
uno de los elementos de la desmovilización social relativa que estamos atravesando es
la ausencia de victorias significativas, no hay que descartar que una victoria en la lucha
por la legalización del aborto pueda desbordar al movimiento feminista y producir
procesos de activación más generales.

Perspectivas para un nuevo ciclo político

Un eventual peronismo de “extremo centro” en el gobierno, que se dispone a


gestionar, con algunos compromisos atenuantes, el ajuste que reclaman las clases
dominantes, inauguraría un nuevo ciclo político y daría lugar a una nueva experiencia
de las masas con el peronismo, diferente a los periodos anteriores (tanto del menemismo
como del “primer kirchnerismo”). En un contexto de ese tipo, posiblemente afloren las
tensiones internas del nuevo bloque político-social, dentro de cual no pueden
descartarse rupturas o radicalizaciones en la medida en que el gobierno emprenda un
camino de moderación y ajuste. El actual kirchnerismo es portador de una característica
contradictoria: nunca la integración de fracciones de izquierda y de los movimientos
sociales fue tan vasta y exitosa y nunca fue tan conservadora su orientación política. De
hecho, es probable que un nuevo gobierno del PJ signifique el cierre del ciclo
progresista del peronismo que se condensó en la experiencia kirchnerista. Este hecho
puede tener importantes consecuencias en el futuro. Como sucede siempre que
contradictorios y heterogéneos fenómenos populares subordinados a direcciones
burguesas entran en su fase crítica y empiezan a descargar la crisis sobre las clases
populares, es fundamental estar atentos a la posible dislocación de un sector de su base
militante y sus franjas izquierdas y estar dispuestos a empalmar con ellas.
Prepararnos para una etapa de este tipo requiere colocar en el centro el combate
contra las tendencias a la pasivización social y a la integración institucional que van a
presionar a los movimientos sociales y sindicales que se vincularon al peronismo,
desarrollar las movilizaciones contra el tentativo “pacto social” y retomar la demorada
tarea de construir una alternativa política que pueda recoger las expectativas y el
activismo que puso sus esperanzas de cambios sociales progresivos en el kirchnerismo,
en beneficio de otro proyecto político, con otros métodos, liderazgos y ambiciones
político-estratégicas.

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