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Para el tema que nos va a ocupar hoy, la distinción, en cualquier caso pre-
caria, entre psicología de la infancia y psicología sin más se revela casi sin
importancia. Si se hace abstracción, como se debe, creo, de las teorías o
de las definiciones propuestas por los filósofos para limitarse a la expe-
riencia captada directamente, nos vemos conducidos a reconocer que el
acto que pone el yo, o más exactamente por el cual el yo se pone, es
siempre idéntico a sí mismo; es este acto el que debemos intentar captar
sin dejarnos desviar por las ficciones que la especulación ha acumulado en
este terreno en el curso de la historia. Estimo que debemos limitarnos a
formas corrientes, populares, del lenguaje, las cuales deforman infinita-
mente menos la experiencia que pretenden traducir que las expresiones
elaboradas en las que cristaliza el lenguaje filosófico. El ejemplo más ele-
mental, el más simple, es también el más instructivo. Evoco en este mo-
mento al niño que lleva a su madre unas llores que acaba de recoger en el
prado. «¡Mira -dice-, soy yo quien las ha recogido!». Recordemos la ento-
nación triunfal del niño, y sobre todo el gesto, quizá simplemente esboza-
do, que acompaña a este anuncio. El niño se distingue a sí mismo por la
admiración y la gratitud: «Soy yo, yo, aquí presente, quien ha recogido es-
tas flores espléndidas; no vayas a creer, sobre todo, que ha sido mi niñera
o mi hermana; soy yo, nadie más». Esta exclusión es capital: parece que el
niño quisiera atraer sobre sí casi materialmente la atención, la alabanza
extasiada, que se perdería de la manera más fastidiosa del mundo si se
dirigiera a otra persona, en este caso totalmente carente de mérito. El ni-
ño se distingue así, se ofrece al otro para recibir de él un cierto tributo. No
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Marcel, Gabriel (2005): Homo Viator. Prolegómenos para una metafísica d ela espe-
ranza. Ediciones Sígueme, Salamanca. Pp. 25-40.
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habría que insistir demasiado, creo, en la presencia del otro, o más exac-
tamente de los otros, que está implicada en esta afirmación: «Soy yo
quien...». Por una parte, están los excluidos en los cuales no debes pensar;
por otra, está este tú al que el niño se dirige y al que toma por testigo.
Pero no dejemos de observar que esta admiración que espero de ti, que tú
me debes, sólo puede venir a confirmar y exaltar la satisfacción que expe-
rimento al reconocer mis propios méritos. ¿Cómo no sacar de ahí la con-
clusión de que yo aquí presente implica una referencia al otro, pero al otro
tratado como caja de resonancia y como amplificador de lo que se puede
llamar mi complacencia conmigo mismo?
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tamos caracterizarlo será siempre negativamente, por vía de exclusión.
Por el contrario, es muy instructivo describir cuidadosamente el acto en
realidad constitutivo de aquello que llamo «yo», por el cual yo me repre-
sento al otro para que me alabe o, en otros casos, para que me insulte,
pero de todos modos para que se ponga en guardia respecto de mí. En
todos los casos, en el sentido etimológico de la palabra, yo me produzco,
es decir, me pongo delante.
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parte integrante de mí mismo, pero cuya posición puede variar casi inde-
finidamente en mi campo de conciencia.
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esta nulidad que soy después de todo; pues, otra vez, no puedo afirmar
nada de mí mismo que sea auténticamente yo mismo; nada que sea per-
manente, nada que esté fuera del alcance de la crítica y de la duración. De
ahí esa necesidad loca de confirmación por lo exterior, por el otro, esa pa-
radoja en virtud de la cual es del otro y sólo de él de donde a fin de cuen-
tas el yo más centrado sobre sí mismo espera su investidura.
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todas sus formas. A partir del momento en el que me preocupo del efecto
que hay que producir sobre el otro, todos mis actos, todas mis palabras,
todas mis actitudes pierden su autenticidad; y todos sabemos lo que pue-
de ser incluso una simplicidad estudiada o fingida.
Pero aquí se impone una advertencia capital. Por el hecho mismo de que
el otro no es tratado por mí más que como una caja de resonancia o un
amplificador, tiende a convertirse para mí en una especie de aparato que
puedo o creo poder manipular, o del que puedo disponer; me formo una
idea de él y, cosa extraña, esta idea puede convertirse en un simulacro, en
un sustituto del otro, al cual me veré llevado a referir mis actos, mis pala-
bras. Posar, en el fondo, es siempre posar ante uno mismo. «Posar para la
galería», se dice familiarmente, pero la galería sigo siendo yo. Más riguro-
samente, se podría decir que el otro es el médium provisional, y como ac-
cesorio, a través del cual llego a formarme una cierta imagen, un .cierto
ídolo de mí mismo: habría que poder seguir la pista del trabajo de estiliza-
ción por el que cada uno llega a trazarla. Este trabajo puede ser favorecido
tanto por el fracaso social como por el éxito. El que posa, ridiculizado por
sus compañeros, concluirá la mayoría de las veces de este chasco que es
cosa de imbéciles, y se cerrará celosamente en un pequeño santuario pri-
vado donde se encuentre solo con su ídolo.
Nos encontramos aquí con ciertos análisis cauterizadores a los que los ad-
versarios del romanticismo han sometido el culto del yo. Pero, nos pre-
guntaremos, ¿no hace falta evitar llevar las cosas hasta el extremo? ¿Aca-
so no hay una condición normal del yo que no debería ser confundida con
sus deformaciones o sus perversiones? La cuestión es muy delicada. No se
confunde en absoluto con un problema técnicamente filosófico que no
tenemos por qué abordar aquí, y que trata de la existencia misma de un
principio superior de unidad que preside el desarrollo personal. Lo que
nos importa aquí es saber solamente en qué condiciones tomo conciencia
de mí como yo mismo. Estas condiciones, hay que repetirlo, son esencial-
mente sociales. Hay motivos para pensar, en particular, que el régimen de
perpetua competición al que está sometido el individuo en el mundo con-
temporáneo no puede sino acrecentar, exasperar la conciencia del yo. No
dudaré en decir que, si se quiere luchar efectivamente contra el individua-
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lismo en lo que tiene de más deformante, habrá que encontrar la manera
de romper con el sistema asfixiante de exámenes y de oposiciones en el
que se debate nuestra juventud. «Yo, no tú: yo antes que tú»: nunca se
repetirá suficientemente hasta qué punto este régimen de competición ha
contribuido a debilitar, a volver anémico, el sentido auténticamente co-
munitario que se manifiesta, por el contrario, en el seno de un equipo
digno de este nombre. Este régimen incita, en efecto, a cada uno a com-
pararse con el otro, a darse una nota o una clasificación respecto del otro.
No dejemos de señalar algo que es esencial para nuestro propósito: un
régimen tal, que exacerba la conciencia del yo, o si se quiere el amor pro-
pio, es al mismo tiempo el más despersonalizante que pueda existir; pues
lo que realmente tiene valor en nosotros es aquello que no es compara-
ble, aquello que no tiene proporción con otra cosa. Pero desgraciadamen-
te sobre este punto parece que se haya encontrado gusto en acumular
todas las confusiones, y no hay que dudar al decir que las responsabilida-
des de aquellos que han pretendido exaltar el culto del yo son aquí aplas-
tantes. Quizás no hay error más funesto que el que consiste en concebir el
yo como el reducto o la guarida de la originalidad. Para comprenderlo me-
jor hay que hacer intervenir aquí la noción injustamente desacreditada de
los dones. Lo mejor de mí no me pertenece, no soy en absoluto su propie-
tario, sino sólo depositario. No tiene ningún sentido preguntarse, a no ser
en un registro metafísico que actualmente ya no es el nuestro, de dónde
vienen estos dones, cuál es su procedencia. Por el contrario, lo que impor-
ta de entrada es saber qué actitud adoptaré ante ellos. Si los miro como
un depósito que estoy obligado a hacer fructificar, es decir, en el fondo
como la expresión de una llamada que me ha sido dirigida, o incluso a ve-
ces como la expresión de una cuestión que se me ha planteado, no pensa-
ré en enorgullecerme por ello y en pavonearme delante de otros, es decir,
de nuevo ante mí mismo. Pero si lo pienso bien, no hay nada en mí que no
pueda o no deba ser considerado como don. Es una pura ficción imaginar
un yo preexistente al cual se le hubieran conferido en virtud de cierto de-
recho o como retribución de méritos previamente poseídos.
¿Qué se habrá de decir, pues, sino que debo desenmascarar la ilusión infi-
nitamente tenaz, es cierto, a la que cedo cada vez que me considero como
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investido de privilegios indiscutibles que hacen de mí el centro de mi uni-
verso y considero, al mismo tiempo, a los otros sea como obstáculos que
superar o evitar, sea, nuevamente, como ecos amplificadores llamados a
favorecer mi natural complacencia conmigo mismo? Propondré calificar
esta ilusión como egocentrismo moral, lo cual resalta con nitidez hasta
qué punto está enraizada en nuestra misma condición. En efecto, al igual
que las nociones cosmográficas que podemos poseer no nos impedirán
mantener la impresión inmediata de que el sol y las estrellas giran alrede-
dor de la Tierra, del mismo modo no nos es posible escapar completamen-
te aquí abajo al prejuicio por el cual cada uno de nosotros tiende a esta-
blecerse como centro alrededor del que gravita lodo el resto, sin más fun-
ción que gravitar. No es menos cierto que este prejuicio, sean cuales sean
las apariencias ventajosas con las que se adorna en los grandes egoístas,
sólo es, en última instancia, la transcripción de una exigencia puramente
biológica, puramente animal; y las filosofías nefastas que principalmente
en el siglo XIX han intentado emprender la justificación de esta posición
no sólo han significado una regresión con relación a la sabiduría secular de
la humanidad civilizada: no se puede poner en duda ni un instante que
han contribuido directamente a precipitar a los hombres en el caos en el
que se debaten hoy.
¿Se ha de decir por ello que a esta egolatría, a esta idolatría del yo, haya
que oponerle una doctrina racionalista de lo impersonal? Creo que nada
sería tan falso como pensar eso. En la medida en que los hombres han si-
do capaces de experimentar semejante doctrina, hay que reconocer que
ésta se ha revelado como decepcionante hasta el extremo. Más exacta-
mente, una experiencia tal no ha sido nunca ni podrá ser jamás efectiva:
es, en efecto, esencial a esta doctrina no poder ser verdaderamente vivi-
da, excepto por algunos teóricos que sólo están a gusto entre las abstrac-
ciones, pero que pagan esta facultad con la pérdida de todo contacto real
con los seres y, añadiría, con las grandes realidades simples de la existen-
cia. Para la inmensa mayoría de los humanos, las entidades que tal racio-
nalismo pretende señalar como objeto para la reverente atención de to-
dos sólo son simulacros tras los cuales vienen a refugiarse pasiones inca-
paces de tomar conciencia de sí mismas. El pecado de los ideólogos, que
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habrá podido ser no sólo constatado sino también sufrido en sus efectos
desastrosos por nuestra generación, como por la de finales del siglo XVIII y
la del Segundo Imperio, quizá consiste ante todo en hacer proliferar hasta
el infinito la mentira interior, en espesar hasta convertirlo casi en inextir-
pable el revestimiento que se interpone entre el ser humano y su natura-
leza verdadera.
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propia de la persona. No permanezcamos más tiempo en lo abstracto,
donde siempre se corre el riesgo de ser prisioneros de las palabras. Admi-
tamos que experimento la necesidad o que creo estar en la obligación de
poner a tal persona en guardia contra otra: decido escribirle una carta con
este fin. Si no firmo mi carta, permanezco en el terreno del juego, de la
diversión, añadiría con gusto de la mistificación; me reservo la posibilidad
de rechazar mi acto; me mantengo deliberadamente en una zona de algu-
na manera intermedia entre el sueño y la realidad aquella en la que triun-
fa la complacencia consigo mismo, patria predilecta de aquellos que se
han hecho en nuestros días campeones del acto gratuito. A partir del mo-
mento, por el contrario, en que he firmado mi carta, he asumido la res-
ponsabilidad es decir, que por adelantado he cargado con las consecuen-
cias. He creado no sólo para el otro sino también para mí algo irrevocable.
He introducido en la existencia, por voluntad propia, determinaciones
nuevas que recaerán con todo su peso sobre mi propia vida. Esto no ex-
cluye, bien entendido, la posibilidad de que escribir esta carta haya sido
en sí una acción reprensible, quizá incluso criminal. No por ello deja de
haber una diferencia radical de calidad o más exactamente de peso, entre
esta acción y la que habría consistido en escribir la carta sin firmarla. Di-
gamos además que tiendo a afirmarme como persona en la medida en
que, asumiendo la responsabilidad de mis actos, me comporto como un
ser real, participando en una cierta sociedad real (y no como un soñador
que tendría el singular poder de modificar sus sueños, pero sin tener que
preguntarse si esta modificación repercute en el más allá hipotético donde
existen los otros). Podríamos decir además, y desde el mismo punto de
vista, que yo me afirmo como persona en la medida en que creo realmen-
te en la existencia de los otros y en la medida en que esta creencia tiende
a dar forma a mi conducta. ¿Qué es aquí creer? Es realizar o incluso afir-
mar esta existencia en sí misma, y no sólo en sus repercusiones respecto a
mí.
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tu que convendría designar no por el término manoseado de intuición,
sino por el menos usado de synidèse1, el acto por el cual un conjunto es
mantenido bajo la mirada del espíritu.
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Del verbo griego ουνοϱάω, que significa percibir, observar, darse cuenta claramente
(N. de la T.).
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parte; o más bien captamos en ella la más íntima conexión entre lo mío y
lo que es de otro, conexión nutricia o constructiva que no puede aflojarse
sin que el yo padezca anemia y se incline hacia la muerte.
Quizá se podría aclarar esto observando que cada uno de nosotros se pre-
senta desde el principio a los demás y a sí mismo como mi cierto problema
cuyas circunstancias, sean las que sean, no basan para dar con la solución.
Empleo de mala gana este término de problema, que me parece verdade-
ramente inadecuado. ¿Acaso no está claro que, si considero al otro como
una especie de maquinaria exterior a mí, cuyo resorte y modo de funcio-
namiento hay que descubrir, nunca llegaré más que a obtener de él, admi-
tiendo incluso que llegue a desmontarlo así, un conocimiento totalmente
exterior y que lo niega de alguna manera en tanto que ser real? Habría
que ir más lejos incluso: un conocimiento semejante es propiamente sacri-
lego y destructivo, no va sino a despojar a su objeto de al valor único y, al
mismo tiempo, lo degrada efectivamente. (Esto implica -y nada puede ser
más importante clarificar- que el conocimiento de un ser individual no es
separable del acto de amor o de caridad por el cual este ser se establece
en lo que lo constituye como criatura única, o si se quiere, como imagen
de Dios: esta expresión tomada del lenguaje religioso es, sin duda, la que
traduce con más exactitud la verdad que tengo en cuenta ahora mismo.
Pero no es menos necesario recordar que ésta verdad puede ser descono-
cida activamente en cada momento y por cada uno de nosotros, y que
siempre habrá en la experiencia algo para dar la razón a quien, siguiendo a
los cínicos de todos los tiempos, pretende reducir a sus semejantes a pe-
queñas maquinarias cuyos movimientos son fáciles de controlar o de regu-
lar a placer.
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de ciertos fines que me corresponde plantear, y que no serán tales más
que por el acto por el cual yo los reconozco y los establezco. La experien-
cia muestra sólo que este acto puede permanecer casi insospechado para
aquel mismo que lo realiza. Si, efectivamente, acepto de manera pasiva un
conjunto de consignas que parecen haberme sido impuestas por el en-
torno al que pertenezco de nacimiento, por el partido al que me he dejado
afiliar sin ninguna reflexión auténtica, etc., entonces todo ocurre como si
yo no fuera realmente más que un instrumento, un simple engranaje, en
resumen, como si el poder humano por excelencia, que consiste en ac-
tuar,| me hubiera sido negado. Pero al mismo tiempo la reflexión nos
muestra que esto supone el acto por el que la persona se desconoce a sí
misma, o más exactamente, enajena lo único que puede conferirle su dig-
nidad propia.
¿Qué es, pues, este principio que así le es dado poder desconocer o, por el
contrario, salvaguardar y promover? Es fácil discernirlo penetrando en el
sentido de la noción de disponibilidad a la que recurría hace poco. El ser
disponible se opone a aquél que está ocupado o saturado de sí mismo.
Está tendido hacia fuera de sí, dispuesto a consagrarse a una causa que lo
sobrepasa, pero que al mismo tiempo hace suya. Y aquí la idea de crea-
ción, de potencia y de fidelidad creadora es la que se nos impone. Nos en-
gañamos, en efecto, al confundir crear y producir. Lo que es esencial en el
creador es el acto por el que se pone a disposición de algo que sin duda,
en un cierto sentido, depende de él para ser, pero que, al mismo tiempo,
se presenta a él como más allá de lo que él es y de lo que puede juzgarse
capaz de sacar directa e inmediatamente de sí. Esto se aplica con toda
evidencia al artista, a la misteriosa gestación, la única que hace posible la
aparición de la obra de arte. No es necesario insistir en ello. Pero lo que es
necesario recordar es que el proceso creador, aun siendo menos manifies-
to, no es menos efectivo allí donde se realiza un progreso personal, sea el
que sea. Sin embargo aquí lo que le corresponde crear a la persona no es
una obra en cierto modo exterior a ella y capaz de presentar una existen-
cia independiente; se trata de ella misma. ¿Cómo no reconocer que la per-
sona no se deja concebir fuera del acto por el cual ella se crea, pero al
mismo tiempo que esta creación pende, en cierto modo, de un orden que
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la sobrepasa? Este orden a ella le parecerá que lo inventa, que lo descu-
bre, y la reflexión mostraría además que entre invención y descubrimiento
siempre hay continuidad a pesar de que entre la una y el otro se pueda
establecer una demarcación tan rigurosa como la que admite ordinaria-
mente el sentido común.
Si esto es así, habrá que decir que la persona no podría ser asimilada de
ninguna manera a un objeto del cual podamos decir que está ahí, es decir,
que está dado, presente ante nosotros, que forma parte de una colección
esencialmente numerable, o incluso que es un elemento estadístico sus-
ceptible de entrar, como tal, en los cálculos de un sociólogo que procede
como un ingeniero. O bien, considerando las cosas ya no desde fuera sino
desde dentro, desde el punto de vista de la persona misma, no parece en
rigor que pueda afirmar de sí misma: yo soy. Ella se capta menos como ser
que como voluntad de superar lo que en total es y no es, una actualidad
en la que se siente, a decir verdad comprometida o implicada, pero que
no la satisface: que no está a la altura de la aspiración con la que se identi-
fica. Su lema no es sum, sino sursum.
Aquí, a buen seguro, conviene tener cuidado. Desde luego no hay que
subestimar el peligro de un cierto romanticismo propio de todas las épo-
cas, y que consiste en despreciar sistemáticamente lo que es, consideran-
do cierto posible, confusamente entrevisto y deseado, y cuya trascenden-
cia parece ligada al hecho de que no está y quizá no llegará nunca plena-
mente a realizarse. Aquí no se trata de una aspiración de este tipo; pues
esta aspiración compete en el fondo al yo, y no a la persona; no es todavía
más que una modalidad de la complacencia de sí mismo. Aquí, como creo
que en cualquier otra parte, conviene poner en primer plano la exigencia
de encamación. Lo que he querido decir es simplemente que la persona
sólo se realiza en el acto por el que tiende a encarnarse (en una obra, en
una acción, en el conjunto de una vida), pero que al mismo tiempo es
esencial a ella no paralizarse o cristalizarse nunca de manera definitiva en
esta encarnación particular. ¿Por qué? Porque participa de la plenitud
inagotable del ser del que emana. Ahí está la razón profunda por la cual es
imposible pensar la persona o el orden personal sin considerar al mismo
tiempo lo que está más allá de ella o de él, una realidad suprapersonal que
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preside todas sus iniciativas, que es a la vez su principio y su fin. Aquí ha-
bría que señalar, si tuviera ocasión, tan claramente como fuera posible la
oposición -decir diferencia sería demasiado poco- entre esta realidad su-
prapersonal y sus parecidos, yo diría más bien sus caricaturas, que no son
más que ídolos y que han dado lugar al inverosímil pulular de falsas reli-
giones cuyo teatro es, por desgracia, nuestra época.
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claro, en particular, que cualquier concesión hecha sea al racismo sea a
una ideología nietzscheana o pseudo-nietzscheana, que atribuye a los
amos el derecho soberano de tratar los hechos como una materia plástica
e impunemente deformable, está claro, digo, que cualquier paso en tales
direcciones no corresponde en absoluto a una superación, sino a una re-
gresión: nunca se será demasiado severo con aquellos que sobre este pun-
to han sembrado en nuestros días la confusión en los espíritus.
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