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Stuart Hall

Yos mínimos
En Bhabha, H. (1987) Identity. The real me (pp.44-46). London: Institute of Contemporary Arts.

Tan solo unos pocos pensamientos adjetivados...

Pensando acerca de mi propio sentido de identidad, me doy cuenta de que siempre dependió
del hecho de ser un migrante, en mi diferencia con el resto de ustedes. Así que una de las cosas
fascinantes de esta discusión es encontrarme por fin centrado. Ahora que en la era posmoderna
ustedes se sienten tan dispersos, yo me volví centrado. Lo que yo pensaba como disperso y
fragmentado resulta ser, paradójicamente, la experiencia representativa de la Modernidad. ¡Vaya
manera revanchista de “pegar la vuelta”!. En términos generales, lo disfruto: bienvenidos a la
inmigración. También me permite comprender algo acerca de la identidad que me había intrigado
durante los últimos tres años.

Me intrigaba el hecho de que los jóvenes negros de Londres, marginados, fragmentados,


desprovistos, dispersos, aún a pesar de todas esas desventajas, actúan como si fueran los dueños del
territorio. De alguna manera, están centrados, en su lugar. Sin demasiados recursos materiales, es
cierto, pero sin embargo, ocupan un nuevo espacio, en el centro de la escena. Y me he preguntado
una y otra vez: ¿qué hay en este largo descubrimiento-redescubrimiento de los negros en esta
situación inmigratoria que les permite postular un reclamo sobre partes de la tierra que claramente no
son suyas, con tal convencimiento? He llegado a percibir, ¿me animaré a decirlo?, un sentimiento de
envidia respecto a ellos. Es muy gracioso que los británicos tengan un sentimiento de envidia justo en
este momento de la historia... ¡desear ser negros! Siento entonces a algunos de ustedes moviéndose
subrepticiamente hacia esa identidad marginal. Les doy la bienvenida a eso también.

Ahora bien, este es el interrogante: ¿es la centralización de la marginalidad realmente la


experiencia moderna representativa? Me sugirieron el título “yo mínimo”. Conozco los discursos que
han producido teóricamente ese concepto de “yo mínimo”. Pero mi experiencia actual marca que lo
que el discurso postmoderno ha producido no es algo nuevo sino un tipo de reconocimiento del lugar
en el que la identidad siempre estuvo. Es en ese sentido que quiere redefinir la sensación general que
cada vez más y más gente parece tener acerca de sí misma: que son todos, de alguna manera,
migrantes recientes, si se me permite acuñar la frase.

Las preguntas típicas que todos los migrantes enfrentan son dobles: “¿Por qué estás acá?” y
“¿Cuándo vas a volver a tu casa?”. Ningún inmigrante sabe la respuesta a la segunda hasta que se la
preguntan. Sólo en ese momento se da cuenta de que, en el sentido más profundo, nunca va a volver.
La migración es un viaje de ida. No hay una “casa” a la cual volver. Nunca la hubo. Pero el “¿Por qué
estás acá?” también es una pregunta muy interesante a la que tampoco pude nunca encontrarle una
respuesta apropiada. Conozco las respuestas que se espera que dé: “por la educación”, “por el bien de
los chicos”, “por una vida mejor, más oportunidades”, “para abrir la cabeza”. La verdad es que estoy
aquí porque es donde no está mi familia. Vine hasta aquí para escapar de mi madre. ¿No es esa la
historia universal de la vida? Uno está donde uno está para intentar huir de otro lugar. Esa es la
historia que nunca pude contarle a nadie acerca de mí mismo. Así que tuve que encontrar otras
historias, otras ficciones que eran más auténticas, o mejor dicho, más aceptables, en lugar del Gran
Relato de la evasión interminable de la vida familiar patriarcal. Quien yo soy – el yo “real”- estaba
formado en relación a un gran conjunto de otras narrativas. Había reconocido que la identidad era una
invención desde el mismísimo comienzo, mucho antes de que pudiera comprenderlo teóricamente. La
identidad se forma en el punto inestable en el que las historias “impronunciables” de la subjetividad se
encuentran con las narrativas de la Historia, de la cultura. Y cómo él o ella están posicionados en
relación con narrativas culturalizadas que han sido profundamente expropiadas, el sujeto colonizado
está siempre “en otro lugar”: doblemente marginado, siempre desplazado del lugar en el que está, o
desde el que puede hablar.

No era un chiste cuando dije que migré para librarme de mi familia. Así fue. El problema es
cuando uno descubre que se lleva a la familia a todos lados dentro de uno y no hay manera de dejarla
verdaderamente. Por supuesto, más tarde o más temprano, se pierden en la memoria, o incluso en la
vida. Pero esos no son los “entierros” que realmente importan. Quisiera que siguieran vivos, así no
tendría que llevarlos a todos lados, encerrados en algún lugar de mi mente, del cual no hay migración
posible. Entonces desde el comienzo, en relación a ellos, y luego a todos los “otros” simbólicos,
claramente siempre supe que el yo se constituye en esa especie de batalla ausente-presente con otra
cosa, con otro “yo real”, que está y no está allí a la vez.

Cuando uno vive, como yo viví, en Jamaica, en una de esas familias de clase media baja que
aspiran a ser como una de esas familias jamaiquinas de clase media que aspiran a ser como una de
esas familias jamaiquinas de clase media alta que aspiran a ser como una familia victoriana inglesa...
la noción del desplazamiento como lugar de la identidad es un concepto con el que aprendés a vivir,
mucho antes de que puedas explicarlo. Viviendo con, viviendo a través de la diferencia. Me acuerdo de
una vez que volví a Jamaica de visita, a principios de los '60, después de la primera gran ola migratoria
hacia Inglaterra, que mi madre me dijo: “espero que no te confundan con uno de esos inmigrantes”. Y
por supuesto, en aquel momento descubrí por primera vez que yo era un inmigrante. Abruptamente, en
relación con el relato de la migración, una versión de mi “yo real” se volvió visible. Le dije: “Por
supuesto que soy un inmigrante. ¿Qué creés que soy si no?” Y me respondió, en ese típico modo de la
clase media jamaiquina, “bueno, espero que la gente de allá meta a empujones a todos los inmigrantes
por el borde de un muelle angosto”. (Desde entonces no han parado de empujar).

El problema es que en el instante en el que uno descubre que es “un inmigrante”, uno reconoce
también que uno no puede seguir siendo un inmigrante: no es un lugar para quedarse. Entonces
atravesé la larga e importante educación política de descubrir que yo era “negro”. Constituirse como
“negro” es otro reconocimiento más del yo a través de la diferencia: ciertas polaridades y extremos
puros contra los cuáles uno trata de definirse. Subestimamos constantemente la importancia para
ciertos hechos políticos cruciales que han ocurrido en el mundo de esta capacidad que tiene la gente
para constituirse a sí misma, psíquicamente en la identidad negra. Por mucho tiempo se pensaba que
esto era un proceso simple: un reconocimiento – la resolución de lo irresuelto, un espacio de descanso
en un lugar que estaba siempre allí esperándonos. ¡El “yo real” por fin!

La verdad es que “negro” tampoco había estado allí nunca. Siempre ha sido una identidad
inestable en lo psicológico, lo cultural y lo político. También es una narrativa, un relato, una historia.
Algo construido, contado, hablado, no simplemente encontrado. Ahora la gente habla sobre la sociedad
de la que vengo de maneras totalmente irreconocibles. Por supuesto que Jamaica es una sociedad
negra, dicen. En realidad es una sociedad de gente negra y mulata que vivió por trescientos o
cuatrocientos años sin siquiera haber sido capaces de referirse a sí mismos como “negros”. “Negro” es
una identidad que tuvo que ser aprendida, y que sólo pudo ser aprendida en un momento determinado.
En Jamaica ese momento fueron los años setenta. Por lo tanto la noción de que la identidad, si se me
permite la metáfora, es una cuestión de blanco o negro, jamás ha sido la experiencia de la población
negra, al menos en la diáspora. Estas son “comunidades imaginadas”, y no por ser también simbólicas
son menos reales. ¿En qué otro lugar podría tener lugar el diálogo de la identidad entre subjetividad y
cultura?

A pesar de sus fragmentaciones y desplazamientos, entonces, “el yo” se relaciona con un


conjunto real de historias. Sin embargo, ¿cuáles son las “historias reales” que tantos en esta
conferencia han confesado?. ¿Cuán nueva es esta condición? Parece que cada vez más y más
personas se reconocen a sí mismas en las narrativas del desplazamiento. Pero estas narrativas del
desplazamiento tienen ciertas condiciones de existencia, historias reales en el mundo contemporáneo,
que no son mera o exclusivamente psíquicas, no son simples “paseos mentales”. ¿Cuál es ese
momento especial? ¿Es simplemente el reconocimiento de una condición de fragmentación general a
fines del siglo XX?

Puede ser verdad que el yo sea siempre, en algún sentido, una ficción, así como el tipo de
“clausuras” que son necesarias para crear comunidades de identificación (nación, etnia, familia,
sexualidad, etcétera) son clausuras arbitrarias; y las formas de acción política, ya sean movimientos,
partidos o clases, son temporales, parciales, arbitrarias. Creo que es una inmensa ventaja cuando uno
reconoce que toda identidad es construida a través de la diferencia y comienza a vivir con las políticas
de la diferencia. ¿Pero acaso esa aceptación del estatuto ficcional o narrativo de la identidad en
relación con el mundo exige también su opuesto, el momento de clausura arbitraria? ¿Es posible que
haya acción o identidad en el mundo sin clausura arbitraria, lo que podríamos llamar la necesidad de
significado al final de la oración? Potencialmente, el discurso es interminable: la semiosis infinita del
significado. Pero para poder decir algo en particular hay que parar de hablar. Por supuesto, cada punto
final es provisional. La próxima oración va a retractarse casi por completo. Entonces, ¿qué es este
“final”? Es una especie de apuesta, de desafío. Dice: “Necesito decir algo, una cosa... ahora mismo”.
No es para siempre ni universalmente verdadero. No está respaldado por ninguna garantía infinita.
Pero ahora, esto es lo que quiero decir, esto es lo que soy. En cierto momento, en cierto discurso
llamamos a estas clausuras indefinidas “el yo”, “la sociedad”, “la política”, etcétera. Punto final. OK. En
realidad (como dicen) no hay tal punto final. La política, sin la arbitraria interposición del poder en el
lenguaje, el corte de la ideología, el posicionamiento, el cruce de fronteras, las rupturas, es imposible.
No puedo comprender la acción política sin ese momento. No sé de dónde viene, no entiendo como es
posible. Todos los movimientos sociales que han intentado transformar la sociedad y han requerido la
constitución de nuevas subjetividades, han tenido que aceptar la ficción necesaria (y también la
necesidad ficcional) de la clausura arbitraria que vuelve posibles tanto a la política como la identidad.

Desde ya que reconozco perfectamente que este reconocimiento de la diferencia, o de la


imposibilidad de la “identidad” en su sentido de absoluta completud, implica por supuesto la
transformación de nuestra percepción acerca de qué es la política. Transforma la naturaleza del
compromiso político. El compromiso del 101% no es ya posible. Pero la política de avanzar
infinitamente mientras mirás atrás por encima del hombro es un ejercicio muy peligroso. Tendés a
caerte en un pozo. ¿Será posible, reconociendo el discurso de la autorreflexividad, constituir una
política del reconocimiento de la naturaleza necesariamente ficcional del yo moderno, y de la
arbitrariedad necesaria de la clausura alrededor de las comunidades imaginadas en relación con las
cuales estamos constantemente en proceso de devenir “yos”.

Observar las nuevas concepciones de identidad nos exige también mirar las redefiniciones de
las formas políticas que se siguen de ello: las políticas de la diferencia, las políticas de la
autorreflexividad, políticas que están abiertas a la contingencia, pero aún así son capaces de actuar.
La política de la dispersión infinita es la política de la inacción total, y uno puede caer en eso por las
mejores razones (por ejemplo, por las abstracciones intelectuales más elevadas). Entonces hay que
lidiar con las consecuencias de adónde nos está empujando ese discurso absolutista de la
postmodernidad. Ahora bien, me parece que es posible pensar acerca de una naturaleza de las nuevas
identidades políticas que no esté fundada en la noción de un yo integral y absoluto; y que claramente
no puede surgir de una narrativa cerrada del yo. Una política que no acepta “ninguna correspondencia
necesaria ni esencial” entre ningún par de términos, sino que señala que debe darse una política de la
articulación, una política como proyecto hegemónico.

También creo que las identidades que están allá afuera importan. No son lo mismo que mi
espacio interior pero tengo alguna relación, algún diálogo con ellas. Son los puntos de resistencia al
solipsismo de buena parte del discurso posmoderno. Tengo que lidiar con ellas de alguna manera. Y
todo eso constituye, sí, una política, en el sentido general, una política de constituir unidades-en la-
diferencia. Creo que es una nueva concepción de la política, arraigada en nueva concepción del yo, de
la identidad. Pero también creo, teórica e intelectualmente, que nos exige que comencemos a no
hablar solamente el idioma de la dispersión sino también el idioma de las, por así decirlo, clausuras
contingentes de la articulación.

Verán, no creo que sea verdad que nos hayan hecho retroceder hacia una definición de la
identidad como “yo mínimo”. Sí, es cierto que los “grandes relatos” que constituían el lenguaje del yo
como una entidad homogénea no se sostienen. Pero en la realidad tampoco están los “yos mínimos”
sueltos por ahí sin relación alguna entre ellos. Pensemos en la cuestión de la nación y el nacionalismo.
Uno es consciente del grado en el que el nacionalismo fue o es constituido como uno de esos grandes
polos o terrenos de articulación del yo. Creo que es muy importante la manera en la cual mucha gente
hoy en día (y pienso particularmente en los sujetos colonizados) comienzan a acercarse a una nueva
concepción de la etnicidad como una especie de oposición a los viejos discursos del nacionalismo o la
identidad nacional.

Ahora uno sabe que estos son campos que se superponen peligrosamente. Y a pesar de todo
no son idénticos. La etnia puede ser un elemento constitutivo en la clase más vilmente reaccionaria de
nacionalismo o identidad nacional. Pero en nuestros tiempos, como comunidad imaginada, también
empieza a portar otros significados, y a definir un nuevo espacio para la identidad. Insiste en la
diferencia, basada en el hecho de que toda identidad está emplazada, posicionada, en una cultura, una
lengua, una historia. Cada declaración viene de algún lado, de alguien en particular. Insiste en la
especificidad, en la coyuntura. Pero no está necesariamente blindada contra otras identidades. No está
atada a oposiciones fijas, permanentes o inalterables. No está completamente definida por la exclusión
de lo diferente.

No quiero presentar a esta nueva etnicidad como un universo perfecto, donde no existe el
poder. Como todos los terrenos de identificación, posee dimensiones de poder. Pero no está tan
determinada por aquellos extremismos de poder, agresión, violencia y militarización como las viejas
formas del nacionalismo. El lento movimiento contradictorio de “nacionalismo” a “etnia” como fuente de
identidad es parte de una nueva política. También es parte de la “decadencia de Occidente”, ese
inmenso proceso de relativización histórica que está comenzando a volver a los británicos, por lo
menos, a sentirse marginalmente marginales.

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