Вы находитесь на странице: 1из 51

Escritos, Revista del Centro deEnunciación

Ciencias del Lenguaje


y alteridad 45
Número 30, julio-diciembre de 2004, pp. 45-76

Enunciación y alteridad
María Isabel Filinich

Las formas mediante las cuales el The forms through which discour-
discurso otorga un espacio al se grants a space to the receiver
destinatario pueden ser muy di- can be very diverse and have been
versas y han sido estudiadas des- studied from different angles. Here,
de distintas ópticas. Aquí, nos we are interested in following the
interesa seguir el camino traza- route mapped out by those disci-
do por aquellas disciplinas dedi- plines that are dedicated to the stu-
cadas al estudio del lenguaje, ta- dy of language, such as rhetoric,
les como la retórica, la lingüísti- linguistics and semiotics, whose
ca y la semiótica, cuyas aporta- contributions have laid the foun-
ciones han cimentado la reflexión dations on contemporary reflection
contemporánea sobre el discur- of discourse. This voyage has as a
so. Este recorrido tiene el propó- purpose to show that the place that
sito de mostrar que el lugar que the other occupies can be recogni-
ocupa el otro puede reconocerse zed in different levels of discourse
en distintos niveles de configura- configuration: from the deepest
ción del discurso: desde el nivel and most general level in which the
más profundo y general, en el “you” appears as a functional
cual el tú aparece como la con- compensation of the “I”, moving by
trapartida fundacional del yo, the level of the actancial roles up
pasando por el nivel de los roles to the surface level in which dis-
actanciales, hasta el nivel de su- course itself is presented as a spa-
perficie, en el que el propio dis- ce of the others.
curso se presenta como el espa-
cio de los otros.

INTRODUCCIÓN

El acto de hablar es, en su sentido último, un llamado, una convoca-


toria al otro, una solicitud de la presencia de una escucha. Habla-
mos siempre para alguien, nunca para nadie, incluso el monólogo
–ya lo decía Benveniste– es un diálogo consigo mismo mediante el
cual el sujeto se desdobla para asumir los lugares del yo y del tú. El
acto de hablar escenifica un pequeño drama: alguien busca a otro,
dos personajes –o al menos dos papeles– y una acción que pone en
46 María Isabel Filinich

movimiento a uno en dirección hacia el otro. Y también hay más:


algo material donde se plasma y se manifiesta la búsqueda, que es
el propio discurso. En este sentido, se puede afirmar que el discur-
so es la búsqueda del otro.
Esta partida del sujeto hacia el encuentro del otro es, como toda
partida, una separación: el sujeto sale de sí, rompe necesariamente
su estado de pura presencia para poder apelar, convocar la presen-
cia del otro. Hablar es ya una separación, decía Merleau-Ponty, y
nosotros agregaríamos que el acto de hablar instaura de entrada
una doble separación: por una parte, del sujeto frente al mundo,
frente a aquello de lo que habla, representado metafóricamente por
la tercera persona gramatical, separación entre el yo y el él del
discurso; y por otra parte, entre el yo y el tú, entre el destinador y el
destinatario, ruptura que genera la búsqueda del diálogo, el encuen-
tro con el otro. Distinguimos así la disociación entre el yo y lo otro,
todo lo que cabe en el horizonte de experiencias del sujeto, el objeto
de su discurso, y la disociación entre el yo y el otro, la meta de la
destinación del discurso.
Ahora bien, este modo de concebir el discurso, al cual nos habi-
tuó la semiótica, como compuesto por dos niveles, lo dicho, el enun-
ciado, y el acto de decir, o la enunciación que lo sustenta, nos per-
mite, como lo señalara Raúl Dorra, abordar el enunciado desde la
perspectiva de la enunciación, esto es, desde la perspectiva de las
estrategias que el destinador realiza para producir un efecto sobre
el destinatario, estrategias que en suma tienen que ver con hacer
que el destinatario ocupe el mismo lugar que el destinador frente al
objeto de discurso.
Pero esta aparente semejanza entre el yo y el tú, concepción
especular del otro de larga tradición filosófica –de la cual Eric Lan-
dowski (1997, 2001) realiza una minuciosa deconstrucción que sir-
ve de base a estas reflexiones– no debe ocultar la radical diferen-
cia entre uno y otro, marcada por la necesaria distancia que media
entre ambos y por la irreductible alteridad que hace del otro una
fuente inagotable de sentido. De aquí que, así como el lugar del yo,
en el ejercicio del discurso se constituye en una entidad llena, con
atributos específicos (propios del tipo de discurso, de la imagen de
Enunciación y alteridad 47

sí que se pretende crear, de las convenciones y hábitos comunica-


tivos) así también el lugar del otro, lejos de ser un espacio vacío, en
la práctica discursiva se colma con aquellos atributos que lo con-
forman como depositario de las expectativas del yo y de las imáge-
nes de sí que tanto el yo como el otro proyectan como fruto del
encuentro.
Las formas mediante las cuales el discurso otorga un espacio al
destinatario pueden ser muy diversas y han sido estudiadas desde
distintas ópticas. Aquí, nos interesa seguir el camino trazado por
aquellas disciplinas dedicadas al estudio del lenguaje, tales como la
retórica, la lingüística y la semiótica, cuyas aportaciones han ci-
mentado la reflexión contemporánea sobre el discurso.

1. LA TRADICIÓN RETÓRICA: EL PRIVILEGIO DEL OYENTE

El sustento enunciativo de lo dicho fue uno de los aspectos del


discurso más elaborados por la retórica clásica: siendo su finalidad
última la persuasión del destinatario, todos los temas abordados por
la retórica tenían que ser vistos desde la perspectiva del oyente,
quien debía ser conmovido y convencido por el arte del orador.
En la tradición retórica tres son los géneros discursivos, y tal
distinción –atribuida a Aristóteles– se funda precisamente en el
papel que le corresponde asumir al destinatario. Afirma Aristóteles
en el Libro I de su Poética: “Tres son en número las especies de la
retórica, dado que otras tantas son las clases de oyentes de discur-
sos que existen. Porque el discurso consta de tres componentes: el
que habla, aquello de lo que habla y aquél a quien habla; pero el fin
se refiere a este último, quiero decir, al oyente” (Libro I, 3.1, 193)
El criterio para distribuir las especies de discursos será, entonces,
el tipo particular de oyente al cual se dirigen1, sea que se trate de un
espectador, quien juzga sobre el presente, o bien de alguien que
juzga sobre cosas pasadas, como lo hace un juez, o bien, sobre el
futuro, como un miembro de una asamblea. Quedan así perfilados

1 No habrá que olvidar que en la Ética Nicomaquea, como lo recuerda Racionero


en la nota 73 de la Poética, Aristóteles considera que “todo se define por su fin”,
de manera tal que será el tipo de oyente, de auditorio, el que determine el tipo de
discurso.
48 María Isabel Filinich

los tres géneros retóricos: el epidíctico (de elogio o censura), el


judicial (de defensa o acusación) y el deliberativo (de consejo o
disuasión).
Y para cada uno de los tres géneros la retórica elaborará minu-
ciosamente los caracteres específicos de las partes constitutivas
del discurso, reservando al oyente los lugares privilegiados: el exor-
dio y el epílogo. Precisamente, en la segunda parte del Libro III de
la Retórica, Aristóteles se dedica a las partes del discurso, y si bien
primeramente insiste en considerar que el discurso se compone de
dos partes solamente –exposición y persuasión, la primera, referida
al asunto o problema del cual se trata, la segunda, a la demostra-
ción de los argumentos, narratio y confirmatio respectivamente,
en la terminología latina– un poco más adelante acepta que podrían
agregarse otras dos: el exordio y el epílogo, las cuales constituyen
los momentos de apelación al ánimo del oyente. El exordio es trata-
do diferentemente según el género discursivo: “Así, pues, los
exordios de los discursos epidícticos se obtienen de lo siguiente: del
elogio, de la censura, del consejo, de la disuasión y de las disculpas
dirigidas al auditorio” (Libro I, 14.2, 560) En cambio, en el género
judicial, el exordio debe contener una anticipación del contenido
general del discurso con el fin de evitar la dispersión, principio que
también rige al género deliberativo, aunque en este último caso el
exordio tiene menor importancia. También, con referencia a los
recursos presentes en todo discurso, Aristóteles habla de los reme-
dios. Como señala oportunamente Racionero, hablar de “reme-
dios” implica concebir que el auditorio es de “entendimiento débil y
condición distraída” (n. 301, 563), razón por la cual debe ponerse
remedio a estas carencias (tal concepción del oyente subyace a lo
largo de toda la Retórica). “Los remedios que se relacionan con
los oyentes –sostiene Aristóteles– nacen o bien de conseguir su
benevolencia o bien de provocar su ira, y, algunas veces, de atraer
su atención o de lo contrario. Porque, desde luego, no siempre es
conveniente llamar su atención, por lo que muchos intentan hacer-
les reír. Todos estos medios llevan, si uno quiere, a una buena com-
prensión del discurso; y, lo mismo, el presentarse como un hombre
honrado, porque a los que son tales se les atiende con más interés”
Enunciación y alteridad 49

(Libro I, 14.4, 563). Y con respecto al epílogo, afirma: “El epílogo


consiste en cuatro puntos: inclinar al auditorio a nuestro favor y en
contra del adversario; amplificar y minimizar; excitar las pasiones
en el oyente; y hacer que recuerde. Pues es conforme a la natu-
raleza el que, después de haber demostrado que uno ha dicho la
verdad y que el adversario ha mentido, se pase, en efecto, a hacer
un elogio y una censura y, finalmente, se martillee el asunto” (Libro
I, 19, 593 y ss.).
En la concepción aristotélica del oyente es interesante observar
las posiciones múltiples que se le asignan y cómo el discurso mode-
la los lugares de la complicidad con el orador mediante estrategias
que van desde mostrar los rasgos positivos del orador y los negati-
vos del adversario, pasando por los aspectos de la cosa misma tra-
tada, la cual puede magnificarse o, por el contrario, disminuirse a
los ojos del destinatario, hasta provocar pasiones diversas en rela-
ción con los distintos agentes implicados.
Cicerón, en De la invención retórica, eleva a seis las partes
del discurso, (exordio, narración, partición, confirmación, refuta-
ción, conclusión) y es en el tratamiento de la primera y de la última
parte, cuando se detiene a considerar la función del oyente. La
definición que realiza del exordio está sustentada en el papel del
oyente en este momento del discurso: “El exordio es la oración que
prepara idóneamente el ánimo del oyente para el resto del discurso,
lo cual resultará, si lo hace del todo benévolo, atento, dócil” (Libro
I, §20, 15). Pero para lograr tal fin, no basta con presuponer un
oyente “neutro” sino que es necesario considerar que éste puede
estar afectado, en primer lugar, por el género de causa de que se
trate. Distinta será entonces la predisposición supuesta del oyente
y distinto en consecuencia el exordio, el cual, según el caso, se
limitará a ser un mero inicio que capte la benevolencia o bien, recu-
rrirá a la insinuación, esto es, a la “oración que oscuramente pene-
tra, con alguna disimulación y rodeo, el ánimo del oyente” (Libro I,
§20, 16). Ya desde el inicio entonces, y en atención al tema a tratar,
es necesario presuponer que el oyente puede no sólo ser “dócil”
sino también “hostil”, o bien, estar “airado”, o manifestar “despre-
cio” o “despreocupación”, y tal presuposición organiza de modo
50 María Isabel Filinich

diferente el exordio. Resulta interesante revisar todas las estrate-


gias que propone Cicerón para orientar, desviar, conducir el ánimo
diverso de los oyentes, estrategias que son, unas, lugares donde
situar el punto de vista del discurso (en el orador, en los adversa-
rios, en los jueces, en la causa, en los oyentes mismos), otras, los
aspectos a resaltar y a desvanecer del tema, otras más que tienen
que ver con desplazamientos de la atención de lo que genera hostili-
dad hacia lo que causa benevolencia, y aun otras que atienden a
conjurar la fatiga: “En efecto –afirma Cicerón– así como la saciedad
de alimento y el fastidio se quitan con alguna cosa ligeramente amar-
ga, o se mitigan con una dulce, así el ánimo cansado por oír, o se
restablece con la admiración, o se renueva con la risa” (Libro I, §22, 16).
Por su parte, Quintiliano, en la Institución oratoria, retomando
las enseñanzas de sus predecesores, compara el exordio con el
epílogo para mostrar la diferente forma de apelar al destinatario en
ambos momentos del discurso: “En el exordio –afirma– nos preten-
demos ganar a los jueces con más moderación, como que, faltando
aún toda la oración, nos contentamos con insinuarnos en su gracia.
Pero en el epílogo se trata de excitar en el juez aquella pasión de
que nos conviene esté revestido para sentenciar, porque como es la
última parte, ya no nos queda otro momento para inclinar su ánimo
hacia nosotros” (Libro VI, cap. I, 286). Y entre los modos para
mover los afectos, Quintiliano destacará que “el principal precepto
para mover los afectos, a lo que yo entiendo, es que primero este-
mos movidos nosotros”, de aquí la importancia asignada a la habili-
dad representativa del orador, quien tiene que actuar y mostrar en
su persona los sentimientos que desea generar: “En una palabra –
dice Quintiliano– pongámonos en lugar de aquellos a quien ha su-
cedido la calamidad de que nos quejamos, no tratando la cosa como
que pasa por otro, sino revistiéndonos por un instante de aquel do-
lor” (Libro VI, cap. II, 301).
Se puede advertir también, en los pasajes citados, que las refe-
rencias a la apelación del oyente están frecuentemente vinculadas
al movimiento de los afectos, a la excitación de las pasiones. Si
hacemos un recorrido por las partes fundamentales que componían
el ejercicio retórico, se comprobará que la referencia al propósito
Enunciación y alteridad 51

de mover el ánimo del oyente aparece en cada uno de los momen-


tos de elaboración del discurso.
Así, en el momento de la inventio, cuando se recurre a la reser-
va de lugares donde se encuentran los argumentos para el discurso,
sabemos que dos criterios deben guiar la obtención de los temas:
convencer y conmover. El primero de ellos tiende a reunir las prue-
bas cuya sola fuerza lógica impone su credibilidad; el segundo, la
búsqueda de animos impellere, hace entrar en escena a los dos
polos de la enunciación retórica, el orador y el público. Conmover
implica, de parte del orador, no sólo exhibir los atributos que otor-
guen confiabilidad a su discurso sino también movilizar en el públi-
co el estado emocional que favorezca la simpatía con la causa que
se defiende. Digamos que, para conmover, se activan tanto el εϑος
del orador como el παϑος del público. Los argumentos, entonces,
no hacen descansar toda su fuerza en el razonamiento lógico, sino
que necesitan el apoyo de los atributos del orador y de la disposi-
ción favorable del ánimo del destinatario para lograr su finalidad
persuasiva.
En la dispositio, que comprende el ordenamiento de las partes
del discurso, esto es, de los argumentos hallados durante la inventio,
la referencia al componente pasional del discurso aparece necesa-
riamente en los caracteres de tales partes del discurso, puesto que
ellas no hacen sino organizar los argumentos de la inventio, unos
fundados en la lógica, otros, en la exhibición de virtudes del orador
y en la apelación del ánimo del oyente. De tal manera que, de las
cuatro partes que Aristóteles reconoce en todo discurso, exordio,
narratio, confirmatio y epílogo, la primera y la última, el inicio y la
clausura, remiten a los sentimientos puestos en juego, mientras que
las dos partes intermedias –narratio y confirmatio– apelan a la
racionalidad, a la lógica de los hechos.
La tercera operación discursiva, la elocutio, esto es, la puesta
en palabras de los argumentos, suscita la pregunta por el origen de
las figuras. Entre las varias respuestas que intentan explicar la pro-
cedencia del sentido figurado del lenguaje, no faltan aquéllas que
atribuyen a las pasiones el origen del uso figurado de las palabras.
Los estados pasionales, esos estados extremos de los afectos, po-
52 María Isabel Filinich

drían ser la fuente generadora de otros sentidos diversos de los


habituales conferidos a las expresiones lingüísticas. Roland Barthes,
al evocar las concepciones clásicas sobre la función y el origen de
las figuras, cita la idea de Lamy según la cual las figuras son el
lenguaje de la pasión y comenta: “Esta opinión es interesante, por-
que si las figuras son los ‘morfemas’ de la pasión, mediante las
figuras podemos conocer la taxonomía clásica de las pasiones” (R.
Barthes, 1970, 222). Hoy podríamos agregar, que no sólo es este
–la elocutio– campo propicio para acceder al conocimiento de una
clasificación de las pasiones sino que una cuidadosa revaloración
de todas las partes de la retórica permitiría anclar la constitución de
las pasiones en la estructura profunda de la elaboración del discurso.
Este rápido recorrido por los momentos de conformación del
discurso que la retórica clásica estableció prolijamente y consolidó
a lo largo de siglos, muestra que en la base de las operaciones que
deben acometerse para que el discurso sea eficaz, esto es, logre
persuadir al oyente, se halla tanto la fuerza racional de los argu-
mentos como la fuerza pasional que los anima. Retomaremos más
adelante estos dos componentes de la enunciación y su vinculación
con el papel del otro en la composición del discurso.

2. LA ALOCUCIÓN EN EL CAMPO DE LA LINGÜÍSTICA

Ha habido, en las reflexiones lingüísticas sobre la enunciación, una


marcada tendencia a privilegiar el lugar del yo como centro de
referencia del discurso2, proyectando, alrededor de ese cono de

2 Baste citar un caso ejemplar: C. Kerbrat-Orecchioni, en el amplio y minucio-


so estudio que le dedica a la enunciación, después de considerar los diversos
componentes del “marco enunciativo” (los protagonistas del discurso –emisor y
destinatario, la situación de comunicación, circunstancias espacio-temporales, con-
diciones generales de la producción y recepción del mensaje, tales como, la natura-
leza del canal, las restricciones del universo de discurso, etc.) toma la decisión de
circunscribir su análisis a las huellas del hablante en su discurso, y así, consciente
de la reducción que realiza, define la problemática de la enunciación como “la
búsqueda de los procedimientos lingüísticos (shifters, modalizadores, términos
evaluativos, etc.) con los cuales el locutor imprime su marca al enunciado, se
inscribe en el mensaje (implícita o explícitamente) y se sitúa en relación a él
(problema de la ‘distancia enunciativa’)” (1997, 43).
Enunciación y alteridad 53

luz, un área de sombra sobre el lugar del destinatario. Creemos que


la enunciación, más que el ejercicio discursivo de un yo, debe verse
como un sustrato dialógico que se conforma a medida que el dis-
curso avanza: el destinador y el destinatario no preexisten –desde
un punto de vista semiótico– a la realización del acto que los pondrá
en escena, sino que se van perfilando, ambos, por obra del propio
discurso.
Esta observación, evidentemente, no es nueva: desde el mo-
mento en que la enunciación pasa a ser centro de atención de la
reflexión lingüística no deja de mencionarse que la constitución del
yo requiere necesariamente pasar por la mediación de la percep-
ción del otro, suerte de imagen especular que permite, por reflejo,
el reconocimiento del propio yo. Ya Benveniste hablaba de la “po-
laridad de las personas”3 como uno de los fundamentos lingüísticos
de la subjetividad.
Con todo, si bien en el punto de partida hay un lugar asignado al
destinatario, las argumentaciones que explican el proceso de enun-
ciación, una vez presupuesta su presencia, no le prestan especial
atención, o bien, se limitan a indicar las formas de apelación explí-
citas al interlocutor.
En este sentido, es necesario recordar –y otorgar su justo lugar
por las tempranas y esclarecedoras observaciones realizadas– a
Charles Bally (1944) quien, en 1932, en su Linguistique genérale
et linguistique française, proponía un análisis de la frase, inspira-
da en la lógica, que tomara en consideración sus dos aspectos cons-
titutivos: el dictum, la representación (hoy diríamos, lo dicho, lo enun-
ciado) y el modus, esto es, la operación de un sujeto pensante ante
la representación, o bien, la expresión del modo como el sujeto eva-
lúa lo dicho, sea mediante una constatación, un juicio de valor o un
deseo (la enunciación propiamente dicha). En un trabajo anterior4

3 En el capítulo “De la subjetividad en el lenguaje”, de Problemas de lingüís-


tica general, Benveniste afirma: “Es en una realidad dialéctica, que engloba los dos
términos [el yo y el tú] y los define por relación mutua, donde se descubre el
fundamento lingüístico de la subjetividad” (1978, 181).
4 Véase el capítulo 5: “Modalidades y enunciación”, de mi libro Enunciación
(1998), en el cual fundamento una concepción de la enunciación como modalidad
en la teoría de la enunciación de Charles Bally.
54 María Isabel Filinich

me he referido detalladamente a la original concepción de la frase


en Bally; quisiera ahora detenerme en sus observaciones sobre el
destinatario, las cuales, aunque se limitan a algunos casos específi-
cos, no dejan de ser de gran interés.
Tales observaciones aparecen en el momento en que el autor
hace referencia a dos tipos de frases: interrogativas e imperativas
(1944, § 58, 59 y 60). En estos casos, no es difícil advertir la apela-
ción al interlocutor; así, la pregunta ¿Llueve?, conlleva el significa-
do “Yo te pregunto si llueve”, con lo cual se entiende que la interro-
gación conjuga dos sentidos: uno, el deseo de saber algo por parte
de alguien y, dos, la comunicación a un destinatario de ese deseo.
Lo mismo puede afirmarse de la frase imperativa (incluido el rue-
go, la solicitud, etc.), en la cual confluyen la voluntad de alguien y la
comunicación a otro de esa voluntad.
La apelación al otro se vale de ciertos ayudantes (en términos
de Bally), por ejemplo, el vocativo. Una frase como: ¡Pablo, vete!
significa “Yo te hago saber a ti, Pablo, que quiero que te vayas”. O
bien, un enunciado que contenga el nombre de pila solamente pue-
de expresar “Es a ti a quien este discurso se dirige”. Por otra parte,
otros “ayudantes” como la entonación o la mímica pueden alterar
el significado del vocativo, e indicar “quiero que vengas”, o en otro
caso, “te prohíbo que hagas eso”, etc. También las interjecciones
tienen una función semejante al vocativo cuando son usadas para
llamar a alguien cuyo nombre se desconoce.
Además, hay que considerar los diversos procedimientos por
medio de los cuales se llama la atención del interlocutor. Sirvan de
ejemplo los inicios de frases como los siguientes, citados por el
mismo autor: Oiga..., Dígame..., o bien, el caso del dativo ético:
¿Te come bien la niña? A estos habría que agregar también todos
los signos deícticos que implican la apelación al destinatario. Así,
en la frase ¡Mira esto!, es necesario comprender el deíctico como
“esto que te señalo”.
Sabemos que uno de los temas más estudiados en el terreno
de la lingüística como marcadores de la actividad enunciativa es
precisamente el de los deícticos. Es indudable que la presencia
explícita del pronombre de segunda persona siempre hace entrar
Enunciación y alteridad 55

en escena a alguien a quien se destina lo dicho. Pero más allá de


esta observación obvia, es interesante reflexionar acerca de la emer-
gencia del tú y del modo como el discurso abre un espacio para su
presencia.
Pero tal vez sea necesario, para enmarcar bien el problema, dar
un paso atrás y realizar un rodeo que incorpore ciertas considera-
ciones acerca de los deícticos en general, para, en un segundo
momento, detenernos en la deixis propia del tú.
Para recorrer este itinerario nos serán sumamente valiosas las
aportaciones de Karl Bühler (1950) acerca de lo que ha llamado “el
campo mostrativo del lenguaje” como dominio diferenciado del “cam-
po simbólico”. Tal distribución de los componentes del lenguaje se
sustenta en la clásica distinción entre mostrar y nombrar: ya los
primeros gramáticos griegos habían distinguido entre los nombres,
esto es, aquellas entidades que permiten caracterizar y diferenciar
un objeto, de los pronombres, cuya función es indicar, sea objetos
presentes, o bien, ausentes pero ya conocidos. Así, el “campo
mostrativo” en Bühler, designa el conjunto de términos que reciben
su significación por el hecho de que muestran aquello que desig-
nan, a la manera como el dedo índice o la flecha señala el lugar
buscado. Los demostrativos serían los elementos ejemplares (este,
ese, etc.) de los cuales los llamados pronombres personales no se-
rían sino una clase. Precisamente, llamar al yo y al tú “personales”,
del griego προσωοπον (máscara, rostro, papel), permite compren-
der que tales vocablos señalan los papeles representados por los
actores en el drama verbal. Se trata entonces no de pro-nombres,
pro nominibus, pues no significan de la misma manera que el nom-
bre; estrictamente hablando, no lo sustituyen, sino que serían más
bien prodemostrativos, pues, en todo caso, estarían en lugar del
acto de indicar.
Ahora bien, una vez reconocida la diferencia entre mostrar y
nombrar, esto es, entre el campo mostrativo y el campo simbólico
del lenguaje, Bühler constata que los demostrativos no podrían cum-
plir con sus funciones lógicas (individualizar el nombre, por ejem-
plo) si no fuera por el hecho de que “también ellos son símbolos
(no sólo señales); un aquí o allí simboliza, nombra un dominio,
56 María Isabel Filinich

nombra el lugar geométrico, por decirlo así; es decir, una zona en


torno al que habla en cada caso, en la cual puede encontrarse lo
señalado; del mismo modo que la palabra hoy nombra de hecho el
compendio de todos los días en que puede ser dicha, y la palabra yo
todos los posibles emisores de mensajes humanos, y la palabra tú la
clase de todos los receptores como tales” (Bühler, 1950, 108).
Quiere decir entonces que los demostrativos, y con ellos los
pronombres personales, lejos de ser “formas vacías” nombran tam-
bién una clase de elementos, como lo hace cualquier nombre, aun-
que su principal significación provenga de su pertenencia al campo
mostrativo del lenguaje. Si esto es así, nosotros podríamos pensar
que así como los demostrativos son también símbolos, esto es, par-
ticipan, aunque secundariamente, del campo simbólico del lenguaje,
de manera análoga, los símbolos, por su parte, implican el campo
mostrativo. Esta afirmación podría fundamentarse también en la
concepción expuesta de Bally, según la cual, la frase conlleva siem-
pre dos constituyentes: el dictum y el modus, y no es posible la
existencia del primero sin el segundo. O utilizando los términos de
Bühler, podría decirse que el campo simbólico, representativo si se
quiere, del lenguaje, está sustentado en el campo mostrativo, el cual
reúne las alusiones al acontecimiento verbal concreto.
Según el mismo autor, habría tres modos de indicar: la demos-
tración ad oculos (las señales y gestos que acompañan o sustitu-
yen el habla), la anáfora (comprendiendo en ella tanto la
retrospección –anáfora propiamente dicha– como la prospección o
catáfora) y la deixis en fantasma (que designa el campo de los
recuerdos y de la fantasía). Esta última forma de la deixis, que
implica la posibilidad de transponer el campo deíctico, mediante la
transposición de la imagen táctil corporal, permite explicar la pre-
sencia de la deixis en textos desgajados de su situación pragmática.
El siguiente comentario de Bühler es ilustrativo de este hecho: “El
que es guiado en fantasma no puede seguir con la mirada la flecha
de un brazo con el índice extendido por el hablante, para encontrar
allí el algo; no puede utilizar la cualidad espacial de origen del soni-
do vocal para hallar el lugar de un hablante que dice aquí; tampoco
oye en el lenguaje escrito el carácter de la voz de un hablante au-
Enunciación y alteridad 57

sente que dice yo. Y sin embargo le son ofrecidos esos y otros
demostrativos, en rica multiplicidad, incluso en el relato intuitivo
acerca de objetos ausentes y por narradores ausentes. Ábrase cual-
quier descripción de viajes o una novela, para encontrar confirma-
do lo que hemos dicho” (143). El caso de la llamada “deixis en
fantasma” remite a la representación en el discurso de las coorde-
nadas actoriales, espaciales y temporales de la enunciación, aspec-
tos que tienen su fundamento en la facultad de transponer la ima-
gen del propio cuerpo a otros dominios de pertinencia y crear allí un
centro de referencia imaginario. Este tópico, relevante para nues-
tra reflexión, será tomado en consideración más adelante.
Con respecto a la deixis propia del tú, Bühler se pregunta, en
primer lugar, atendiendo a la demostración ad oculos: “¿Hay en la
situación verbal natural momentos circunstanciales directamente
semejantes a gestos o indirectos, que funcionen como dirección y
afecten e inciten a aquél a quien se habla, como tal, antes de que
sea afectado e incitado por palabras articuladas?” (115) La pre-
gunta intenta orientar la búsqueda de manera semejante a como se
dirigió la atención hacia los recursos que indican la deixis del yo; en
ese terreno, se hallaron indicaciones sugestivas: por una parte, la
“cualidad de origen” de la voz, cualidad por la cual la voz sirve de
hilo conductor para guiar al oyente hacia el lugar donde se encuen-
tra el hablante, y por otra, el “carácter sonoro” de la voz, que per-
mite reconocer, a través de las peculiaridades de tono, acento, in-
tensidad, la individualidad del hablante (que dice, por ejemplo, yo,
desde un lugar no visible). Pero no sucede lo mismo con la deixis
ad oculos de segunda persona. Si reparamos en los gestos indica-
tivos que remiten a aquél a quien se habla en una comunicación
oral, se podrían consignar unos pocos recursos y bastante ambi-
guos: por ejemplo, la fijación sostenida de la mirada, unida al reco-
nocimiento del interlocutor de este gesto óptico, podría ser un indi-
cio de apelación, como así también el señalamiento con el dedo
(que, en determinada circunstancia, podría “indicar” Tú has sido).
Ambos recursos, con todo, no tienen una significación unívoca. Estas
observaciones conducen al autor a afirmar que el campo de la deixis
del tú no está claramente determinado, que ha tenido un desarrollo
58 María Isabel Filinich

escaso en las lenguas indoeuropeas y que la palabra tú ha absorbi-


do la expresión de la deixis de segunda persona.
Sin embargo, si pasamos a los otros dos tipos de deixis, creemos
que es posible detectar recursos cuya presencia podría explicarse
por ser indicaciones de la segunda persona tomada como centro de
referencia. Pensemos en el segundo tipo de deixis que comprende
la anáfora y la catáfora. El autor sostiene: “todo uso anafórico de
los demostrativos presupone una cosa, que emisor y receptor tie-
nen presente la fluencia del discurso como un todo, cuyas par-
tes se pueden retener y anticipar. Emisor y receptor tienen, pues,
que tener presente ese todo de suerte que sea posible un recorrido,
comparable al recorrido de la mirada por un objeto presente óptica-
mente” (140). Cuando se utilizan los demostrativos éste y aquél
para hacer referencia a lo ya nombrado en el discurso, podría uno
preguntarse por qué éste designa a lo nombrado en último lugar y
aquél a lo nombrado en primer lugar: si atendemos a las operacio-
nes del destinatario, podríamos pensar que éste evoca aquello que
acaba de entrar en el campo de presencia del lector u oyente, está
por lo tanto almacenado en su memoria de corto plazo, y puede ser
traído, por su cercanía temporal, al presente de su actividad
interpretativa; mientras que aquél indica que hay una mayor distan-
cia entre el momento de aparición de lo nombrado en el campo de
presencia del destinatario y el presente de su recorrido por el dis-
curso. De manera análoga, la catáfora, la anticipación o anuncio de
lo que vendrá en el discurso, es un procedimiento cuya necesidad
sólo se explica como recurso para calmar la ansiedad del destinata-
rio, o bien, como promesa tendida al futuro que justifica el esfuerzo
de interpretación presente, o bien como una forma de adelantarse y
atenuar una probable crítica o desacuerdo del destinatario.
El tercer caso, la deixis en fantasma, será, como ya dijimos, la
que nos proporcionará sugerencias importantes para nuestros pro-
pósitos. Pero adelantemos algunos rasgos que nos permiten vis-
lumbrar que la deixis de segunda persona no es tan limitada como
se la ha querido ver. El mismo Bülher ofrece un ejemplo interesan-
te tomado del habla cotidiana: “Si digo a un amigo en la calle ‘Siga
derecho, la segunda bocacalle a la derecha es la que busca’, proce-
Enunciación y alteridad 59

do en principio exactamente como cuando utilizo un esquema de


ordenación de ese tipo [se refiere a un esquema extraído de la
esfera del campo indicativo] en lugar de una orientación sensible
de la deixis lingüística. Pues utilizo la red de calles que está ante
nosotros dos como esquema de ordenación y en él la orientación
espacial del que pregunta, casual o fijada adrede por mí; en este
sistema de coordinación le hablo” (131). Este procedimiento de
orientación espacial, típico de ciertos discursos instruccionales como
las guías turísticas, asume como deixis de referencia la de un su-
puesto caminante que no hace sino representar, poner en escena
por anticipado, la secuencia de acciones que llevará a cabo aquél a
quien se destina la información. El destinatario puede así ver una
imagen, la del diestro visitante, con la cual identificarse, en la medi-
da en que logre apropiarse de sus coordenadas espaciales. Para
que esto sea posible, es necesario que tenga lugar un hecho central
al cual Bühler se refiere diciendo que el hombre “en relación con su
orientación óptica, también siente su cuerpo y lo coloca en dispo-
sición mostrativa. Su imagen táctil corporal (consciente, vivida)
está en relación con el espacio visual” (147). De aquí que, las órde-
nes dadas por un profesor, por ejemplo, a una fila de gimnastas, de
moverse hacia adelante o hacia atrás, a derecha o a izquierda, tras-
lada el centro de referencia del yo al destinatario, y así los gimnastas
pueden representarse su propio cuerpo como fuente de la deixis.
De manera semejante, el ahora sirve de hito para la orientación
temporal, estando determinado por su correlato “ya no ahora”, lo
cual significa que en la deixis en fantasma el ahora puede asumir
una extensión mayor o menor: “así como un cristiano creyente dice
aquí e incluye el más acá entero (la superficie terrestre o más
todavía), uno que piensa en eras geológicas puede incluir en un
‘ahora’ todo el período posterior a la última época glacial” (150).
De aquí la importancia de considerar la significación contextual de
los componentes del campo mostrativo de la deixis en fantasma.
Otra reflexión que nos interesa retener se refiere a la estrecha
vinculación entre los pronombres personales y los demostrativos de
lugar: aquí-yo y ahí-tú. Leemos en su Teoría del lenguaje: “Los
conocedores del indoeuropeo nos enseñan que los sufijos persona-
60 María Isabel Filinich

les en el verbo y los personales aislados como yo y tú se han des-


prendido, por lo general, de los demostrativos de posición (locales)”
(126). Esto indicaría la preeminencia de la expresión de la expe-
riencia espacial sobre la de la experiencia del yo frente al tú. Pare-
ciera que el reconocimiento del propio cuerpo como un espacio es
más inmediato y exige operaciones de menor abstracción que el
reconocimiento de sí mismo como un yo separado y distinto de un
tú. La experiencia de adquisición del lenguaje por parte del niño
parece refrendar esta idea: el clásico juego de aparición y desapa-
rición mediante el ocultamiento del rostro del niño se acompaña de
la frase ¡Aquí está!, enunciada adoptando la perspectiva del niño
quien, si bien se nombra en tercera persona, es capaz de reconocer
un espacio, digamos una suerte de zona, que no es otra cosa que
una primera imagen de su propio cuerpo, como señal de identifica-
ción. Esta imagen espacial de sí permitiría deslindar después el do-
minio circundante entre lo que pertenece a la esfera del yo y lo que
está más allá del yo: dentro de ese “más allá” se perfilará la esfera
del tú y, en otro nivel, la que corresponde al él.
Llama la atención en estas observaciones la superposiión entre
el deíctico espacial aquí y la representación del propio cuerpo: pre-
cisamente es este traslape la operación que subyace en los casos
de deixis en fantasma.
Del amplio panorama de la lingüística contemporánea, interesa
aquí tomar en consideración las aportaciones de Oswald Ducrot,
por el lugar que ha otorgado en su teoría polifónica del lenguaje a la
“representación del otro” en el enunciado.
Ducrot realiza una primera distinción entre dos conceptos para
designar a aquél a quien se dirige el discurso: alocutario y audi-
tor. “Los auditores de un enunciado son todos aquellos que por una
razón o por otra lo oyen o, en un sentido más limitado, lo escuchan.
Por lo tanto, no es necesario comprender un enunciado para saber
quién es su auditor [...] En cambio los alocutarios son las personas
a las que el locutor declara dirigirse. Se trata, por consiguiente, de
una función que el locutor confiere a tal o cual persona por la fuer-
za de su mismo discurso” (1994, 136). Esta diferenciación se apre-
cia muy claramente, por ejemplo, en una conferencia, donde el lo-
Enunciación y alteridad 61

cutor puede emitir enunciados del tipo “hay quienes consideran


que...”, enunciados que convocan otras voces y con las cuales el
locutor dialoga o polemiza; en tales circunstancias, los auditores,
sujetos empíricos, pueden o no identificarse con los alocutarios así
convocados.
Además, una segunda distinción terminológica permite recono-
cer otros matices de la alocución, la discriminación entre alocutario
y destinatario. Estas nociones permiten deslindar los papeles en
los casos en los cuales el locutor de un enunciado da la palabra a
otro de forma indirecta o encubierta. De esta manera, la designa-
ción de destinatario se reserva para aquél a quien se dirige el
discurso implícitamente citado. Un ejemplo con el que el autor ilus-
tra este caso es el siguiente: “un discurso en que A, que tendría la
impresión de que B se asombra de su presencia, le dice: ‘¿Por qué
estoy aquí? Porque me gusta’. El locutor de la pregunta es su des-
tinatario, y el alocutario es el enunciador de la pregunta” (138)5.
Para aclarar aún más el comentario de Ducrot, diríamos que, en tal
caso, el locutor actual responsable de ambos enunciados ha sido,
en un pasado imaginario, el destinatario de la pregunta supuesta-
mente formulada, y el alocutario actual del mensaje ha desempeña-
do, en ese supuesto diálogo evocado, el papel de enunciador de la
pregunta. Esta dicotomía le permite al autor analizar el caso de la
negación: un enunciado negativo como “Juan no es alto” refuta uno
anterior afirmativo y opuesto, atribuible a un enunciador ficticio,
situación en la cual el actual locutor desempeñó, ficticiamente, el
papel de destinatario. En este sentido, y en concordancia con la
perspectiva freudiana de la negación, en todo enunciado negativo
subyace una afirmación.
Esta imbricación de los papeles enunciativos se da también
mediante otros procedimientos, tales como, la apelación a la autori-
dad, la ironía y la concesión. Apelar a una autoridad implica distan-

5 En este ejemplo citado, entran en juego otros dos conceptos que Ducrot
distingue, locutor y enunciador: el primero designa al responsable del enunciado,
mientras que el segundo se utiliza para indicar que la responsabilidad ha sido
delegada en otro (la cita sería el ejemplo canónico de un texto con locutor y
enunciador diferenciados).
62 María Isabel Filinich

ciarse de lo dicho y atribuirlo a otro, esto es, de parte del locutor


presente, situarse no como enunciador del contenido trasmitido sino
como destinatario del mismo. También la ironía puede ser explica-
da como la atribución de la responsabilidad de lo afirmado a otro, a
un enunciador ingenuo, que de ese modo queda exhibido y menos-
preciado por el enunciador irónico6. Una reflexión semejante pue-
de hacerse en torno a la concesión: iniciar una frase mediante aun-
que o pero es “dar la palabra” a un supuesto adversario, para re-
forzar, con mayor intensidad, nuestra propia opinión, la cual resulta-
rá incluso más confiable pues ya ha salido airosa de la polémica
con un contrincante.
Estos casos ya nos permiten advertir, en primer término, que la
apelación al destinatario puede asumir diversas formas y cumplir,
entonces, diferentes funciones; y en segundo término, que la alu-
sión a la presencia del destinatario está lejos de agotarse en la deixis,
puesto que aunque no haya deícticos que remitan al acto de enun-
ciación éste puede reponerse mediante el análisis del enunciado.

3. PERSPECTIVA SEMIÓTICA: EL LUGAR DEL OTRO EN EL DISCURSO

No es difícil advertir la relevancia del papel del otro en la configu-


ración de todo discurso, más allá de las huellas específicas de ape-
lación al destinatario. Podríamos pensar, por ejemplo, en el incipit
de ciertos textos que contienen fórmulas cuyo sentido sólo es expli-
cable si las observamos como apelaciones al destinatario; así, uno
de los rasgos de los cuentos infantiles es su clásico comienzo me-
diante “Había una vez...” o “Érase una vez...”, frases que más que
construir un universo de referencia, configuran toda una forma de
la escucha, que convierte al destinatario en testigo privilegiado de
acontecimientos extraordinarios, al tiempo que lo extrae de su pro-
pia circunstancia para permitirle acceder a un espacio imaginario,
suerte de maquinaria puesta a funcionar por obra del poder energé-
tico de la palabra. Es en esta capacidad motora, movilizadora, don-
de reside la fuerza del discurso, fuerza cuya eficacia se sustenta

6 Un esclarecedor análisis de la ironía puede leerse en Graciela Reyes (1984,


153 y ss.)
Enunciación y alteridad 63

precisamente en las estrategias de configuración y convocación


del otro.
¿Cómo puede concebirse, entonces, desde una perspectiva se-
miótica general, el lugar que el discurso le hace en su seno al des-
tinatario?
Tal como ya se ha mencionado, el otro se configura, antes que
nada, como contrapartida necesaria del yo, de ahí que el concepto
de sujeto de enunciación reúna los dos polos que conforman el
nivel enunciativo del discurso, enunciador y enunciatario. No ha-
bría fundación discursiva posible del yo si no fuera por el pasaje del
reconocimiento de la diferencia frente al tú: la diferencia debe, en-
tonces, ser reconocida, esto es, instalada en la competencia
cognoscitiva y afectiva del yo. Es en este sentido que el otro se
concibe, en primera instancia, como parte constitutiva del yo, es
decir, el otro tiene un lugar fundacional con respecto al yo. Ruiz
Moreno refiriéndose precisamente al otro como sí mismo, sostiene:
“el otro está fuertemente implicado en el sí mismo del sujeto yo
que concebíamos como una entidad abarcadora. Es más, el otro es
un presupuesto constitucional de esa entidad en tanto representa la
parte del tú, tan necesaria como la del yo, para integrar la estructu-
ra del sujeto” (2002, 18). Esta escisión entre yo y tú es la que
posibilita la emergencia del sujeto puesto que da paso a la reflexividad,
es decir, al discurso. En este sentido, el otro es, podríamos decir, la
primera representación de sí del sujeto. El sustrato dialógico del
enunciado, en último análisis, es este desdoblamiento mediante el
cual el sujeto se busca, se construye a sí mismo, a través del reco-
nocimiento del otro.
Como se habrá advertido, para hablar del sujeto, del yo, si se
quiere, hemos tenido que recurrir a la consideración del “sí mismo”,
en tanto proyección, exteriorización del yo hecha posible por el
reconocimiento de la semejanza y la diferencia con la imagen del
tú, suerte de otro del propio sujeto. Esta observación nos remite a
la fenomenología –sustento filosófico de la semiótica– en cuyo
ámbito, Paul Ricoeur, partiendo de la formulación que da título a un
estudio sobre este tema, Sí mismo como otro, explica el sentido y
las implicaciones de su concepción del sí como otro. Esta posición
64 María Isabel Filinich

frente al sujeto asumida por el autor, pretende destacar “la prima-


cía de la mediación reflexiva sobre la posición inmediata del sujeto”
(1996, XI). Frente a una concepción solipsista del yo, propia de las
filosofías del sujeto (formuladas siempre en primera persona: ego
cogito), hablar del sujeto en términos de sí mismo es remarcar que
sólo de madera mediata, reflexiva (como lo señala la reflexividad
del pronombre sí, extensivo, además, a todas las personas gramati-
cales) puede el sujeto constituirse como tal. A su vez, el término
mismo, utilizado como forma reforzada del sí, remite no a una iden-
tidad personal (entendida como equivalente del idem latino) sino a
una identidad narrativa (identidad como ipse); en este sentido, el sí
mismo se constituye temporalmente a través de la propia enuncia-
ción. Y finalmente, la comparación del sí con el otro quiere ser
más que una comparación, una implicación: “Sí mismo como otro
sugiere, en principio, que la ipseidad del sí mismo implica la alteridad
en un grado tan íntimo que no se puede pensar en una sin la otra
[...] Al ‘como’, quisiéramos aplicarle la significación fuerte, no sólo
de una comparación –sí mismo semejante a otro– sino de una im-
plicación: sí mismo en cuanto... otro” (XIV). Esta idea de implica-
ción del otro en la noción misma de sujeto, nos hace ver el papel
fundamental que posee el reconocimiento de la diferencia yo/tú en
la constitución del sujeto.
En esta salida de sí que supone el movimiento enunciativo, el
sujeto no sólo se enfrenta a su otro en tanto imagen especular de sí,
sino que también se lanza al encuentro con otros sujetos, cuyas
estrategias de interpretación debe anticipar y modular. De aquí que,
una vez desdoblado el sujeto en enunciador y enunciatario, ambas
instancias participen diferentemente en la constitución de la signifi-
cación: el enunciatario tiene un lugar ya asignado previamente en la
composición misma del enunciado. Recordemos que Benveniste
(1978) hablaba, en este sentido, de la “trascendencia” del yo frente
al tú, dado que la relación que guardan, si bien es reversible, no es
simétrica. Asimismo Fontanille (1989) refiriéndose a esta posición
asimétrica afirma que, desde la perspectiva del enunciador, el enun-
ciado es construido y el hacer del enunciatario está predetermina-
do (de aquí que el rol del enunciador sea el de manipulador), en
Enunciación y alteridad 65

cambio, desde la perspectiva del enunciatario, el enunciado es re-


construido, la significación es reconocida (de aquí que el
enunciatario tenga el papel de juez frente al enunciador). Este modo
de concebir la actuación de las instancias que participan en el pro-
ceso enunciativo excluye una concepción de la comunicación como
“trasmisión de información”, puesto que aquello que se comunica
es sometido sucesivamente a la manipulación del enunciador y a la
reconstrucción del enunciatario, lo cual genera, de manera frecuente,
una estructura polémica, puesto que la significación que se reconoce
y reconstruye no coincide con aquella que es propuesta y construida.
Pero hay además otro sentido en el que puede entenderse la
inserción del otro en el propio discurso: el otro puede aparecer sin
ser apelado, incluso a pesar del propio destinador, imponiendo su
presencia y manifestándose, un tanto a la manera como el incons-
ciente aflora e irrumpe en la cadena sintagmática, mostrándose
como irreductiblemente otro, un extraño que hace decir ¿ése soy
yo? Aquí es el propio discurso el que impone su presencia y su
poder, como si fuera otro destinador que manipula y hace decir
algo por encima de la intencionalidad del enunciador. Esta actua-
ción del propio discurso puede asumir dos formas extremas que en
términos psicoanalíticos podrían emparentarse con el ello y el
superyó, esto es, el discurso del inconsciente vivido como extraño
y ajeno por el sujeto, y el discurso como ley que impone su autori-
dad. En este último sentido, el propio discurso, con su carga de
convenciones de género, con su historia de prácticas almacenadas,
con el peso del canon institucionalizado, se vuelve un espacio de
los otros en el cual el sujeto de enunciación debe hacerse un lugar
para ser oído y reconocido.
Digamos entonces, en una primera aproximación, que el lugar
que ocupa el otro puede reconocerse en distintos niveles de confi-
guración del discurso: en el nivel más profundo y general, el otro, o
en su formulación gramatical el tú, aparece como la contrapartida
fundacional del yo, esto es, como parte constitutiva del sujeto de
enunciación, en la medida en que éste sólo alcanza su realización
plena en el reconocimiento del otro; en el nivel de los roles
actanciales, menos abstracto que el anterior, nivel en el cual el su-
66 María Isabel Filinich

jeto de enunciación se desdobla en enunciador y enunciatario, el


otro se configura como el destinatario de las estrategias de mani-
pulación del enunciador; y en un nivel de superficie, de las prácti-
cas discursivas realizadas y almacenadas, es el propio discurso el
que se presenta como el espacio de los otros en el que el sujeto
enunciante busca hacerse un lugar.
En una segunda aproximación, es necesario reconocer que to-
das estas manifestaciones del otro se destacan de un fondo en el
cual la alteridad, aquello aún indiferenciado, que tanto da que sea
objeto o sujeto, se hace presente afectando y haciendo emerger,
simultáneamente, al yo. Esta presencia de la alteridad permite pen-
sar en una convocación mutua originaria, que hace que tanto el yo
como el tú se constituyan de manera particular y única el uno para
el otro, siendo la puesta en presencia de ambos, la relación sentida,
vivida, la fuente del hiato y del encuentro.

3.1 LA MANIPULACIÓN DISCURSIVA

En el nivel de los roles actanciales, cuando se establece la diferen-


ciación entre enunciador y enunciatario, tienen lugar, decíamos, los
procesos de manipulación. ¿Cómo puede explicarse, en términos
semióticos, el ejercicio de la manipulación? Desde la perspectiva
de la semiótica llamada hoy estándar, el vínculo que el discurso
establece ya no entre un sujeto y un objeto sino entre dos sujetos,
corresponde a la relación de manipulación (o, en otros términos,
al hacer-hacer). Mediante esta noción se trata de explicar esa
particular actividad mediante la cual el sujeto de discurso hace eje-
cutar al otro un programa propuesto actuando sobre su competen-
cia modal (el querer/el poder/el deber/el saber). Dado que la mani-
pulación entonces, no opera directamente sobre el hacer del sujeto
sino sobre su competencia para desarrollar las acciones propues-
tas, la dimensión en la que se manifiesta es la dimensión
cognoscitiva. Según en qué componente se centre la manipula-
ción se podrían obtener escenas diversas: así, si la manipulación
adopta como centro de referencia el objeto y propone un objeto
positivo (el fruto del árbol de la sabiduría, que aparece en el Géne-
sis, por ejemplo) estaríamos ante la tentación; si el don es negativo
Enunciación y alteridad 67

(una amenaza, pongamos por caso) se trataría de una intimida-


ción; cuando la manipulación se focaliza sobre el propio destinata-
rio y se formula un juicio negativo de su competencia (una frase
como “tú eres incapaz de...”, en tono de desafío) resultaría en una
provocación; y finalmente, si el juicio comunicado es positivo (el
halago, la adulación), la estrategia, entonces, sería de seducción7.
Concebida de este modo, la manipulación, como sabemos, es una
de las fases del programa narrativo, esto es, explica uno de los
momentos de la secuencia de acciones en que están implicados los
sujetos en el nivel del enunciado.
Ahora bien, si nos centramos en el nivel enunciativo del discur-
so, aquí la manipulación podrá ser vista como aquella actividad ejer-
cida sobre el destinatario para que adhiera a aquello que el destinador
le propone. Retomando esta concepción Fontanille considera que
el acto de enunciación construye los puntos de vista, esto es, que el
enunciador (destinador y manipulador) organiza los lugares que serán
ocupados por el enunciatario (destinatario y juez) con el fin de que
este último se sitúe en las perspectivas ofrecidas por el discurso
(1989, 13 y ss.).
De aquí que el fin último de la enunciación sería, más que hacer
saber, hacer creer. En este sentido, Courtés enfatiza: “la manipula-
ción enunciativa tiene como fin primario hacer adherir al
enunciatario a la manera de ver, al punto de vista del enunciador”
(1997, 361-362).
En la manipulación es necesario reconocer, desde la perspecti-
va del manipulador, dos formas posibles: una, positiva, hacer ha-
cer, y otra, negativa, hacer no hacer (o impedir hacer). Sirva de
ilustración el caso de la escritura, que ha desarrollado toda una
zona visuográfica (Cárdenas, 2001) destinada a hacer ver y hacer
no ver (con sus variantes intermedias) determinados componentes
de la página: entre la multiplicidad de recursos gráficos, las varia-

7 Aquí se puede constatar el parentesco entre este esbozo de tipología de la


manipulación y las diversas estrategias que Cicerón proponía para conducir el
ánimo de los oyentes, estrategias que consistían precisamente en variar la focalización
del discurso, centrándose unas veces en el orador, otras en el adversario, en los
propios oyentes o en la causa misma que se defiende (véase supra § 1, pp. 4 y 5).
68 María Isabel Filinich

ciones tipográficas constituyen un ejemplo de la modulación y la


guía del recorrido de la mirada del lector. O bien, en otro terreno,
podría ejemplificarse esta ambivalencia de la manipulación con el
frecuente empleo de la figura de la comparación en el discurso
político-propagandístico: validar una afirmación referida a un he-
cho social mediante otra, basada en la experiencia inmediata y re-
ferida al ámbito individual, es ejercer al mismo tiempo las dos for-
mas de manipulación, puesto que se hace creer que los dos ámbi-
tos, el social y el individual, pueden ser analizados con las mismas
categorías, y se hace no creer que las diferencias entre ambos
sean irreductibles.
De parte del manipulado, dos posiciones son posibles: la de
enunciatario (el adherente, aquél que acepta las creencias) y la de
anti-enunciatario (el oponente, aquél que las rechaza). Estas dos
posiciones, evidentemente, sólo señalan los extremos de una gra-
dación. Parafraseando el ejemplo que Courtés (1997, 364) propone
para explicar las distintas posiciones previstas del enunciatario, po-
dría pensarse que un conferencista que observa la merma en la
adhesión de su auditorio, esto es, su paulatino abandono de la posi-
ción de enunciatario (de adherente entusiasta) y el riesgo de que
ocupe el lugar del anti-enunciatario (de oponente), deberá emplear
estrategias de manipulación tanto para volver a actualizar al
enunciatario como para virtualizar al anti-enunciatario. Así por ejem-
plo, citar argumentos que contradicen la hipótesis que se desea
demostrar e indicar luego la debilidad o la incoherencia de tales
argumentos, es una estrategia argumentativa que hace entrar en
escena al anti-enunciatario para exhibir su incongruencia y, como
contrapartida, convalidar y reforzar la posición de enunciatario.
La manipulación, por otra parte, comprende dos tipos de hacer:
un hacer persuasivo, protagonizado por el enunciador, y un hacer
interpretativo, protagonizado por el enunciatario. El hacer
interpretativo implica la puesta en relación de lo dicho con un siste-
ma de valores.
Estos aspectos de la manipulación, como ya se ha mencionado,
se refieren a la esfera cognoscitiva de la actuación de los sujetos.
Sin embargo, es fundamental tener en cuenta una observación rea-
Enunciación y alteridad 69

lizada por Tietcheu en el segundo tomo del Diccionario, según la


cual “los actantes de la manipulación, antes de ser sujetos ‘obrantes’,
son sujetos ‘pacientes’, cada uno con su propia historia de éxitos y
fracasos, historia marcada con esperanzas y deberes” (1991, 160).
Si esto es así, el manipulador, antes de serlo, ha sido él un manipu-
lado, lo cual significa que una manipulación, entonces, esconde siem-
pre otra, más sutil y profunda, del orden ya no de lo cognoscitivo
sino de lo pasional. Una pasión puede ser un verdadero destinador-
manipulador que ejerce su poder sobre un probable manipulador.
Esta observación conduce a abrir la reflexión sobre la manipula-
ción y tomar en consideración el dominio de las pasiones, recorrido
éste que no emprenderemos en los límites de este trabajo.

3.2 PRESENCIA DE LA ALTERIDAD

Habíamos señalado que las diversas manifestaciones del otro


emergen de un fondo que puede ser pensado como un “campo de
presencia” que hace surgir, de manera concomitante al yo y al tú, al
uno y al otro, o más bien, lo uno y lo otro, entendido este último
como cualquier esbozo de figura que se hace presente para una
instancia que percibe.
Pensar la alteridad en términos de presencia sensible implica
sumergirnos en una zona que se perfila como anterior a la constitu-
ción de las diferencias, previa a toda discontinuidad, y que se mani-
fiesta como un espacio continuo –territorio propio de la experien-
cia sensible, de la percepción– no segmentado en unidades discre-
tas sino modulado por grados diversos de intensidad y extensión.
Si nos situamos en el nivel de ese primer contacto del hombre
con el mundo, observaremos que, con antelación a la percepción
acabada de las figuras del mundo por parte de un sujeto inteligible,
toma su lugar y se instala como centro de referencia sensible el
propio cuerpo. Este acto por el cual el cuerpo toma posición condu-
ce a pensar con Merleau-Ponty que “hay, pues, otro sujeto debajo
de mí, para el que existe un mundo antes de que yo esté ahí, y el
cual señalaba ya en el mismo mi lugar” (1997, 269). Este “otro
sujeto”, que sólo metafóricamente puede llevar tal nombre, es el
cuerpo propio, esto es, el cuerpo no en un sentido físico o biológico,
70 María Isabel Filinich

“no ya como objeto del mundo sino como medio de nuestra comu-
nicación con él; [lo cual implica concebir] al mundo, no ya como
suma de objetos determinados, sino como horizonte latente de nues-
tra experiencia” (110).
Esta escena de comunicación entre el cuerpo y el mundo se
compone de varios participantes: el cuerpo, centro de referencia8,
y el horizonte, campo latente de la experiencia sensible. Entre el
cuerpo y el horizonte media cierta distancia, lo cual provee de pro-
fundidad al campo de la experiencia. Para que algo sea entonces
sentido, alcance al cuerpo, es necesario que se haga presente, esto
es, que afecte con cierta intensidad el centro de referencia y que
posea una cierta extensión que permita su captación.
Vemos aparecer así las condiciones necesarias para que se cum-
pla el acto de percepción, propiedades que Fontanille designa como
constitutivas de un campo de presencia: “(1) el centro de referen-
cia, (2) los horizontes del campo, (3) la profundidad del campo, que
pone en relación el centro y los horizontes y (4) los grados de inten-
sidad y de cantidad propios de esa profundidad” (2001, 87).
La profundidad puede ser de diversos órdenes (espacial, tem-
poral, cognoscitiva, emocional) y debe ser vista como en constante
desplazamiento, pues se expande o se contrae en función del cen-
tro de referencia que es también un lugar móvil. Esta movilidad
permanente pone en perspectiva la presencia (o la ausencia) “de
suerte que el campo de presencia aparece como modulado, más
que segmentado, por diversas combinaciones de ausencia y de pre-
sencia, esto es por correlaciones de gradientes de la presencia y de
la ausencia” (Fontanille y Zilberberg, 1998). El espacio de la pre-
sencia/ausencia es concebido entonces como un espacio continuo,
marcado por modulaciones o diferencias de grado9, y no como uno
discontinuo, segmentado por oposiciones diferenciales.

8 La posibilidad del discurso de representar esta escena que tiene al cuerpo


como centro de referencia había sido reconocida, como ya lo señalamos (véase
supra, § 2, pp. 10 y ss.) por Bühler, quien mediante la noción de “deixis en
fantasma” aludía a la trasposición de “la imagen táctil corporal” al campo discursivo.
9 Este rasgo de la experiencia sensible (de la enunciación perceptiva, se podría
decir) ha obligado a pensar no ya en los términos de una oposición sino a centrarse
en los grados de presencia de uno y otro término de una relación. La tensión se
Enunciación y alteridad 71

El campo de presencia se constituye entonces porque algo se


acerca o se aleja del centro de referencia, de manera tal que afecta
en algún grado (de intensidad y de extensión) al centro que toma
posición y se orienta en relación con lo que entra o sale del campo.
Esta orientación hacia una presencia es el movimiento equivalente
a la adopción de un punto de vista en la dimensión cognoscitiva: la
experiencia sensible también pone en juego la orientación del cuerpo
que implica, entre otras cosas, una selección y jerarquización de los
sentidos que intervienen en la captación.
El campo de presencia puede ser ocupado no sólo por las cosas
del mundo sino también por otros sujetos, lo cual quiere decir que
con anterioridad a la captación inteligible del otro hay una experien-
cia sensible de su presencia, hay, diríamos, una percepción de la
alteridad como tal.
Si la alteridad es perceptible, entonces, no se trata de una forma
vacía, mera imagen especular, reflexiva, del yo: lo otro (o el otro) se
ofrece o se resiste, con su propia consistencia, a ser captado y, por
su parte, el cuerpo que percibe es afectado por esa presencia. Pero
en este estadio, ni uno ni otro pueden ser pensados como identida-
des constituidas previamente, antes bien es la puesta en presencia,
la mutua afectación, lo que provoca la emergencia y la constitución
de uno para el otro.
Con respecto a esta emergencia simultánea del yo y del tú, Buber
recuerda: “no hay yo en sí, sino solamente el yo de la palabra pri-
mordial yo-tú y el yo de la palabra primordial yo-ello” (1994, 8).
Esto quiere decir que el yo comporta dos actitudes posibles: o bien
entabla con el otro (sea la naturaleza, otro hombre, el mundo inteli-
gible) una relación del tipo yo-tú, esto es, una relación presente de
diálogo, de encuentro, que hace ser al uno y al otro de manera
recíproca, o bien entabla una relación de tipo yo-ello, en la cual el
otro es un objeto más de la experiencia mediata. En el primer caso,
el tú se hace presente con su corporeidad singular y convoca al yo,
en el segundo, el objeto es analizado, clasificado, puesto bajo la

vuelve entonces una noción central para dar cuenta de esta relación de fuerzas entre
dos variables, de allí la denominación de semiótica tensiva aplicada a la semiótica
que hoy se ocupa de analizar la puesta en discurso de la actividad perceptiva.
72 María Isabel Filinich

égida de alguna ley, de algún saber, que previamente recorta en


partes la totalidad. Estas dos actitudes alternan en la experiencia
vivida y además, aquello que ha sido vivido como tú puede pasar a
ocupar el lugar de ello y viceversa.
Aquí interesa retener el primer tipo de relación, el que pone en
presencia al yo y al tú, relación primordial que está en la base de
todas las modalidades posteriores que puede asumir la relación con
el otro. Precisamente a este encuentro originario con el otro se
refiere Landowski en los siguientes términos: “Como si las otras
modalidades de la relación intersubjetiva [...] no pudieran desarro-
llarse ulteriormente sino sobre la base de esta primera forma de
carácter intersomático y patémico: no de entrada la del otro-sujeto
sino, antes de ésta, y fundándola, la de una alteridad todavía sin
nombre, la de la cosa misma, carne o materia radicalmente extraña
–indiscerniblemente ‘atractiva’ y ‘repulsiva’– y ya capaz, en tanto
conjunto de cualidades sensibles, de imprimir sobre nosotros su propia
manera de ser” (2001, 19). De aquí que, según el autor, la capta-
ción de la alteridad, el dejarse penetrar por la alteridad “del otro”,
es la posibilidad de reconocer en el otro una fuente incesante de
sentido, como así también, para el propio sujeto, lejos de agotarse
en una identidad constituida de antemano, es la posibilidad de des-
cubrirse en permanente conformación.
La alteridad, en tanto experiencia sensible originaria, puede ser
entonces considerada como el suelo sobre el cual se funda la posi-
bilidad de constituir al sujeto y al otro, instancias que resultan de las
diversas formas que puede asumir su relación.

A MODO DE CIERRE

Desde la experiencia cotidiana hasta las grandes reflexiones sobre


el lenguaje muestran que no es posible pensar la constitución de la
subjetividad, la identidad, sin indagar acerca de la relación que en-
tabla el yo con el tú, relación que subyace en toda experiencia
vivida.
La práctica retórica, preocupada por la eficacia del discurso,
puso en el centro de sus reflexiones la finalidad que perseguía: con-
vencer y conmover al oyente. Para esclarecer los modos mediante
Enunciación y alteridad 73

los cuales el discurso podía lograr tales fines, la retórica atendió


tanto a la composición argumentativa como a la fuerza pasional de
cada una de las partes del discurso. La argumentación, lejos de
estar reñida con las pasiones o estados de ánimo del orador y del
público, se nutre de ellos, por tal motivo, la retórica busca también
modelarlos, se hace escuela no sólo del pensamiento racional sino
también de las formas de la sensibilidad. Es en estos rasgos donde
hallamos una fuente de observaciones que, leídas a la luz del pen-
samiento contemporáneo sobre el lenguaje, nos permiten advertir
que más allá de los preceptos para el ejercicio de una práctica, la
retórica contiene una concepción general del discurso que permite
ya enmarcar y reconocer los distintos niveles y lugares de inserción
del destinatario.
Es interesante observar que también la lingüística ha desarrolla-
do una concepción de la frase que asigna un espacio al alocutario:
desde las tempranas indagaciones de Charles Bally, quien incorpo-
ra a la estructura de la frase tanto el dictum como el modus, pa-
sando por el prolijo estudio de la deixis que realiza Karl Bühler a
través de la noción de “campo mostrativo” del lenguaje, hasta los
estudios de Émile Benveniste, como así también los de Oswald
Ducrot, este último con su teoría polifónica del lenguaje, de inspira-
ción bajtiniana, nos dan la ocasión de comprobar que, incluso en el
nivel de la frase, si se quiere realizar una descripción semántica de
la misma, es necesario introducir en el análisis la referencia a la
situación de alocución que la sustenta.
Regresando al discurso, pero ahora desde la mirada semiótica,
es posible realizar un recorrido por los distintos niveles de genera-
ción de la significación y reconocer en ellos el lugar que ocupa el
otro. Considerando que la significación, en tanto diferenciación de
unidades discretas a través de la experiencia inteligible, se asienta
en el proceso de percepción, espacio de la experiencia sensible,
hemos podido deslindar las siguientes modalidades de manifesta-
ción del otro: en el plano de la experiencia sensible, la alteridad
–en su sentido más amplio e indiferenciado– toma la forma de una
presencia/ausencia que afecta a un cuerpo que percibe; en el plano
de la experiencia inteligible, se manifiesta en todos sus niveles: en
74 María Isabel Filinich

el nivel más profundo, el tú aparece como la contrapartida


fundacional del yo, ambos componentes del sujeto de la enuncia-
ción; en el nivel de los roles actanciales, el otro, el enunciatario, se
perfila como el destinatario de la manipulación del enunciador; y en
el nivel de superficie del reservorio de prácticas discursivas, es el
propio discurso el que aparece como espacio de los otros en el
cual el sujeto enunciante busca hacerse un lugar.
Creemos que es en el marco de estas modalidades básicas de
presencia del otro, donde es posible inscribir las múltiples formas
de abordar las manifestaciones de la alteridad.

BIBLIOGRAFÍA

Aristóteles
1990 Retórica. Introducción, traducción y notas por Q.
Racionero. Madrid: Gredos (Biblioteca Clásica Gredos, 142).
Bally, Charles
1944 Linguistique genérale et linguistique française. 2ª ed.
Berna: A. Francke S. A.
Bühler, Karl
1950 Teoría del lenguaje. Madrid: Revista de Occidente.
Barthes, Roland
1993 “La retórica antigua”, en La aventura semiológica. Bar-
celona: Paidós (Comunicación, 40).
Buber, Martín
1994 Yo y tú. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
Benveniste, Émile
1978 “De la subjetividad en el lenguaje”, en Problemas de
lingüística general. Vol I. 7ª ed. México: Siglo XXI.
Cárdenas, Viviana
2001 “Lingüística y escritura: la zona visuográfica”, Tópicos
del Seminario, 6. Puebla: Benemérita Universidad Au-
tónoma de Puebla.
Cicerón, Marco Tulio
1997 De la invención retórica. Introducción, traducción y
notas por B. Reyes Coria. México: UNAM (Biblioteca
scriptorum graecorum et romanorum mexicana).
Enunciación y alteridad 75

Courtés, J.
1997 Análisis semiótico del discurso. Del enunciado a la
enunciación. Madrid: Gredos.
Ducrot, O.
1994 El decir y lo dicho. Buenos Aires: Edicial.
Filinich, M. I.
1998 Enunciación. Buenos Aires: EUDEBA (Colección Enci-
clopedia Semiológica).
Fontanille, J.
1989 Les espaces subjectifs. Introduction à la sémiotique
de l’observateur. París: Hachette.
2001 Semiótica del discurso. Lima: FCE/Universidad de Lima.
Fontanille, J. y C. Zilberberg
1998 Tensión et signification. Lieja: Mardaga.
Greimas, A. J.
1973 Semántica estructural. Madrid: Gredos [1966].
Greimas, A. J. y J. Courtés
1991 Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del len-
guaje. Tomo II. 1ª reimp. Madrid: Gredos.
Kerbrat-Orecchioni, Catherine
1997 La enunciación. De la subjetividad en el lenguaje.
3ª ed. Buenos Aires: Edicial.
Landowski, E.
1997 Présences de l’autre. París: PUF.
2001 “El sabor del otro”, Tópicos del Seminario, 5. Puebla:
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Merleau-Ponty, M.
1997 Fenomenología de la percepción. 4ª ed. Barcelona:
Ediciones Península.
Quintiliano, Marco Fabio
1999 Institución oratoria. Trad. Ignacio Rodríguez y Pedro
Sandier. México: CONACULTA (Cien del mundo).
Reyes, Graciela
1984 Polifonía textual. La citación en el relato literario.
Madrid: Gredos.
76 María Isabel Filinich

Ricoeur, Paul
1996 Sí mismo como otro. México: Siglo XXI.
Ruiz Moreno, Luisa
2002 “El otro como sí mismo”, Semiosis ilimitada, vol. 1. Río
Gallegos: Universidad Nacional de la Patagonia Austral.

PALABRAS CLAVE DEL ARTÍCULO Y DATOS DE LA AUTORA

tú - otro- destinatario - enunciatario - manipulación


María Isabel Filinich
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Programa de Semiótica y Estudios de la Significación
3 Oriente 212, Puebla, CP 72000, México
Tel./fax (222) 229 55 02
e mail: filinich@siu.buap.mx
Enunciación y alteridad 77
78 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 79
80 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 81
82 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 83
84 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 85
86 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 87
88 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 89
90 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 91
92 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 93
94 María Isabel Filinich
Enunciación y alteridad 95

Вам также может понравиться