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La teoría de la vanguardia como corset.

Algunas artistas de la idea de “vanguardia”


en el arte argentino de los ‘60/’70

Ana Longoni

En los últimos años, hay signos evidentes de la reapertura (no sólo local) de la
pregunta sobre las relaciones entre vanguardias, arte, política y activismo.
Cabría mencionar una nutrida serie de publicaciones, exposiciones, tesis,
coloquios. La nota de Adrián Gorelik “Preguntas sobre la eficacia”,1 escrita a
propósito de la enorme repercusión pública de la retrospectiva de León Ferrari
abierta en diciembre de 2004, puede tomarse como un indicio más de la
actualidad de esos debates. El lugar en donde él coloca a las vanguardias
argentinas de los años ‘60 (“escena primordial”, “ese núcleo mítico... con el cual
cualquier reflexión sobre el arte y la política debe medirse”) pone de manifiesto
la particular atención que ha concentrado ese momento del arte argentino,
aunque elude considerar que las lecturas que circulan acerca de las vanguardias
sesentistas no son unánimes sino que pugnan por definir el sentido de aquellas
radicales prácticas.2
En la trama de relatos que revisan aquellas experiencias, es que aspiro a
intervenir con mi investigación acerca de las interrelaciones entre vanguardia
artística y política radicalizada de los ‘60/’70 en Argentina, a partir de la pregunta
principal acerca de cómo se resolvieron en diferentes programas artístico-
políticos muchas veces antagónicos los conceptos de “vanguardia” y
“revolución”. 3 Indago los modos en que esos términos funcionaron como ideas-
fuerza en el arte, valores en disputa y en redefinición continua, a veces vectores
o dispositivos aglutinantes; otras, herramientas de impugnación al oponente.
Recurro para ello a un vasto repertorio de intervenciones artísticas, un conjunto
de obras, ideas, vidas, que tendían hasta no hace mucho a ser obliteradas, leídas
con un sesgo parcial e inamovible, o pasadas por alto en la historiografía
canónica del arte, que preservaba la “autonomía” de su objeto de estudio a costa
de cercenar aquellas tensiones hacia la heteronomía inscriptas en esas
experiencias. Tampoco encontraban su dimensión específica en la historia
política de ese período, cuyo tratamiento de los productos artísticos suele
reducirlos a ilustración, mero ejemplo decorativo, si es que los trata.

1
En revista: Punto de Vista nº 82, Buenos Aires, agosto de 2005.
2
Varias de las ideas y posiciones que expongo aquí provienen del estimulante intercambio
intelectual que sostengo hace tiempo con Marcelo Expósito y los integrantes del grupo de
discusión “Los miserables”. A ellos mi reconocimiento, que no los hace en nada responsables
de lo dicho en estas páginas.
3
Sintetizo en este texto algunas cuestiones que atraviesan la investigación que desembocó en
mi tesis doctoral titulada “Vanguardia y revolución. Ideas y prácticas artístico-políticas en el arte
argentino de los ‘60/’70”, defendida en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) el 24 de agosto
de 2005, ante un jurado integrado por Nicolás Casullo, Nicolás Rosa y Oscar Traversa.

1
Debo decir que en los últimos años este panorama está cambiando en la medida
en que se dieron a conocer algunas investigaciones históricas de largo aliento
que sugieren que estamos ante una articulación polifónica de esfuerzos diversos
por rescribir otra historia del arte argentino.
En la nota de Gorelik ya citada encuentro marcas de un efecto que pretendo
examinar aquí, partiendo de la hipótesis de que la Teoría de la vanguardia de
Peter Bürger funciona como un sobrentendido y restrictivo corset que constriñe
las aproximaciones a la historia concreta o a la idea misma de vanguardias
argentinas.
Como reconoce el propio Bürger en el epílogo a la segunda edición, su libro está
imbuido por “el punto de vista posterior a los acontecimientos de mayo de 1968
y al fracaso de los movimientos estudiantiles de los primeros años ‘70”.4 El clima
de desaliento ante el desmantelamiento de la protesta social y contracultural de
los años previos está inscripto en su desalentada mirada sobre las
potencialidades críticas del arte en términos de una paralizante clausura. Esas
son las coordenadas desde las que impugna a las llamadas neovanguardias
como condenadas a la inevitable fagocitación dentro del renovado circuito
institucional de posguerra, en la medida en que los movimientos históricos de
vanguardia de entreguerras ya fracasaron, y cualquier intento de emularlos está
condenado a ser réplica fallida, gesto inútil o apenas una farsa.
Son varias las voces que desde la aparición del crucial libro del alemán (1974)
le plantearon objeciones, entre ellas la crítica incisiva que realiza Hal Foster: “la
misma premisa de la que parte –que una teoría puede comprender a la
vanguardia, que todas sus actividades pueden subsumirse en el proyecto de
destruir la falsa autonomía del arte burgués- es problemática”.5 Son tres las
condiciones definitorias de la restringida definición de vanguardia que propone
Bürger. Primera, la antiinstitucionalidad, entendida como la rebelión contra la
Institución Arte (esto es: no sólo las instituciones sino también las ideas que
sobre el arte dominan una época dada). Segunda, la ruptura absoluta con la
tradición. Tercera, la vanguardia verifica una autocrítica del estatuto de
autonomía del arte, al plantearse reinscribirlo en la praxis vital y poner fin a su
condición escindida del resto de la experiencia. Así, se propone superar la
carencia de función social a la que está sometida el arte burgués desde el
esteticismo.
Asumir esa definición llevaría a la conclusión de que en Argentina –y en América
Latina- no existieron nunca auténticas vanguardias, en la medida en que muchos
de nuestros primeros vanguardistas emergieron en condiciones históricas muy
distintas a las europeas y no sólo no se enfrentaron a las instituciones, sino
incluso fueron activos partícipes de su creación. Esta observación puede por
cierto extenderse a gran parte de las vanguardias soviéticas que, en los primeros
años de la revolución, desempeñaron un activo papel (incluso directivo) en
organismos culturales del nuevo Estado y pugnaron por hegemonizar las
instituciones de educación artística. Por otra parte, tanto la vanguardia soviética
como las latinoamericanas no rompen con el pasado (como si el dadaísmo o el

4
Cito la segunda edición en español: Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Barcelona,
Península, 1987, p. 169.
5
Hal Foster, El retorno de lo real, Madrid, Akal, 2001, p. 10.
2
futurismo italiano) sino que se reapropian productivamente, de zonas de la
tradición (culta y popular).
Tampoco sería lícito pensar desde la teoría de Bürger en la existencia de nuevas
vanguardias en el mundo luego del fracaso de los movimientos históricos. Contra
esto, algunos autores6 han señalado que en el arte de posguerra hubo
manifestaciones artísticas que se plantearon la crítica radical al orden existente,
la invención de una energía transformadora del presente y la reintegración del
arte en la vida, y que en esas experiencias puede entenderse no la réplica inútil
sino el retorno o la reactivación del sustrato utópico de las coordenadas más
radicales las primeras vanguardias. Y que estos vectores de radicalización no
sólo corresponden a experiencias antiinstitucionales (que también las hubo,
como el situacionismo o el mismo caso de Tucumán Arde) sino a prácticas nada
marginales dentro del circuito de exhibición, instaladas dentro de la institución
artística, desde donde ejercieron -en términos de crítica institucional- un
sistemático y sutil trabajo de develamiento de las condiciones de producción,
circulación y recepción del arte moderno.7
La compleja relación que efectivamente tiene lugar entre los artistas, sus
prácticas y el circuito institucional, sus vaivenes o ambigüedades, obligan a
repensar la oposición histórica entre vanguardia y museo, o la condición
antiinstitucional de la vanguardia.
Ya no creo, como podía desprenderse del libro Del Di Tella a Tucumán Arde,8
que a un primer período “cínico” en el cual la relación entre la vanguardia de los
‘60 y el circuito modernizador fue pacífica, aceitada y mutuamente colaborativa,
siguió un segundo período “heroico”, iniciado por el itinerario del ’68, y signado
por la abrupta y definitiva ruptura de la vanguardia con la Institución Arte, durante
el cual los vínculos entre vanguardia e institución se tornan de oposición e
impugnación.
El que une a vanguardia e instituciones artísticas a lo largo de toda la época es,
en todo caso, un lazo cambiante e incluso contradictorio, signado por
convivencias pasajeras o pertenencias más persistentes, rupturas estruendosas
y “copamientos” coyunturales, asincronías y también consonancias que
permitieron el impulso de iniciativas comunes.
En cada una de las fases en esta vanguardia coexisten gestos de ruptura y de
integración ante la institución. Hay artistas (los más rupturistas, inquietantes,
inclasificables) que pugnan por entrar en la institución (simplemente en busca de
un espacio visible, recursos, un público), mientras que el circuito modernizador
tiende en cambio a asimilar exclusivamente las zonas más moderadas de los
experimentalismos. El término destiempos puede describir esos cruces
marcados por el desencuentro: unos (artistas) llegan muy temprano, u otros
(gestores institucionales) demasiado tarde.

6
Respecto de las críticas que mereció este libro capital, puedo señalar el ya citado libro de Hal
Foster; Andreas Huyssen, Después de la gran división, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002, y
algunas de las intervenciones recopiladas en: VVAA, Vanguardias argentinas, op.cit.
7
Este conjunto de prácticas encuadradas dentro del conceptualismo son agudamente
analizadas por Benjamín Buchloh en Formalismo e historicidad, Madrid, Akal, 2004.
8
Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, Buenos Aires, El cielo por
asalto, 2000.
3
Señales

¿Qué señales de eso que llamo “encorsetamiento de la teoría de la vanguardia”


encuentro en el artículo de Gorelik? En primer lugar, apela al parámetro
antiinstitucional para medir la radicalidad de las prácticas artísticas, cuando
distingue entre la vanguardia del ’68 (cuya “tarea política principal fue la
subversión del marco institucional”) y la exposición de León Ferrari, ante la que
manifiesta ahora “enormes dudas”: “aquellos procedimientos nacidos de la
voluntad de subvertir la Institución del Arte ya no están acompañados de una
crítica a la absorción o a la manipulación”. O cuando critica al GAC (Grupo de
Arte Callejero) por su participación en el Parque de la Memoria. Esta supuesta
institucionalización del arte político o –más precisamente- su carencia de
voluntad antiinstitucional traería aparejado, concluye, que el sentido político de
algunos gestos quede restringido a la esfera artística: “El arte ha internalizado
la política como una variable más de su lógica institucional y de sus
procedimientos”. Lo insólito de este razonamiento es que justamente se refiera
a dos “casos” que exponen en forma extrema los tensos límites entre la esfera
del arte y la de la política en la Argentina contemporánea. La obra de León
Ferrari, circule dentro de los canales de exhibición convencionales del arte o
fuera de ellos (en fascículos de un diario, por ejemplo), nunca resulta indiferente
ni termina destinada a la mera contemplación estética. Al GAC, uno de los
colectivos más significativos surgidos hace casi una década, cooperando en los
escraches de HIJOS desde 1997, y realizando otros dispositivos gráficos que
subvierten los códigos institucionales en la calle, no se le escapa que sus
intervenciones en convocatorias institucionales como la Bienal de Venecia son
siempre problemáticas. Moverse entre el adentro y el afuera de la institución
artística, más que incoherencia, oportunismo o irreflexión, puede denotar
capacidad política para apostar a instalar un dispositivo crítico (en este caso la
denuncia de la persistencia actual de violaciones a los derechos humanos) en
donde éste pueda interpelar a nuevos espectadores.
Al mismo tiempo que define como insuficientemente antiinstitucionales a Ferrari
y al GAC, Gorelik se muestra burlonamente hostil ante cruces insólitos entre –
por ejemplo- poetas y cartoneros (en una velada referencia a la experiencia
editorial de Eloisa Cartonera). Aquí aparece la segunda señal de
encorsetamiento –esta vez en clave de la Teoría Estética de Adorno-: la
defensa a ultranza de la autonomía del arte, entendido como un territorio con
límites bien precisos y delimitados, cuyas reglas de juego, de inclusión y de
exclusión, están arbitradas por intelectuales debidamente habilitados.
A pesar de que Gorelik elige referirse a producciones que justamente obligan a
revisar la condición autónoma del arte (no porque se sometan a las
imposiciones del poder o del mercado, sino porque pretenden actuar en la
transformación de las condiciones de existencia), y menciona a sujetos que
renuncian explícitamente a defender el estatuto artístico de sus intervenciones,
genera una suerte de escalafón de grados de artisticidad, que fija parámetros
acerca de qué es legítimamente artístico y quién, artista. A la vez, maneja un
concepto cerrado sobre qué se entiende por política, y cuál debería ser la
politicidad en el arte. Este escalafón aplicado a la obra de Ferrari establece una
diferencia entre una obra como “La civilización occidental y cristiana” (1965),
4
porque encuentra su resolución formal más ambigua y abierta, en contraste con
la serie “Infiernos e idolatrías”(1999), cuyos “temas” le resultan maniqueos o
esquemáticos, y en cuyas formas “es más difícil ver más allá del mensaje”.
Esta lectura de “La Civilización Occidental y Cristiana”9 termina siendo
extemporánea cuando obvia un dato histórico ineludible: en 1965 la obra no
pudo ser mostrada en el Di Tella ¡justamente porque ni para Romero Brest ni
para Ernesto Ramallo –el crítico del diario La Prensa que la descalificó por su
indiscutible carga política- resultaba para nada ambigua! Por otro lado, recurrir
a “significados” inequívocos (para usar otro término caro a Ferrari) es leído
como un disvalor artístico, lo que puede resonar a una persistencia de viejas y
demostradamente estériles polémicas que enfrentaron hace siete décadas
abstracción y realismo. Esta jerarquía parece recurrir a una operación bien
conocida, aquella que entiende el (verdadero) arte como sublimación.
Ante las tensiones que provoca la articulación del arte y la política, la lectura de
Gorelik parece más bien dirigida a delimitar e incluso oponer ambos conceptos:
el arte apuesta a formas ambiguas, a sugerencias, mientras la política no ve –ni
va- más allá de los significados explícitos; el arte perdura en el tiempo, la
política es coyuntural y finita; el arte es provocación y la política es eficacia.
Con esta divisoria prefiere obviar como un caprichoso rasgo de la poética de
Ferrari su insistencia –sostenida desde su respuesta a Ramallo en 1965-
acerca de que no importa si lo que él hace es considerado arte o panfleto. El
artista se erige como sujeto político, y la pregunta por la eficacia política es
inescindible del posicionamiento estructural del propio pensamiento, como
señalaron muchos periodistas en los días turbulentos de la clausura y
reapertura de la muestra.

Usos de la vanguardia

Intento en lo que sigue poner en foco distintos usos de la categoría “vanguardia”


en relación al arte argentino de los ‘60/’70, para lo que puede resultar útil la
distinción entre –por un lado- la puesta en discusión y redefinición de una
categoría teórica (que implica una toma de posición dentro del debate ya
consignado en la teoría de la vanguardia) y las consiguientes posibilidades o
límites a la hora de pensar en esos términos estas manifestaciones concretas, y
-por otro lado- los empleos ”de época” que del término vanguardia hacen los
sujetos involucrados en el proceso, cómo recurren a esa noción para caracterizar
su posición o construir su identidad. Esto último en la medida en que
“vanguardia” es una autodefinición recurrente desde muy distintas posiciones en
el campo artístico en ese período, aunque se trata de una insistencia que puede
resultar llamativa en un contexto internacional en que definir lo experimental o
novedoso en esos términos resulta fuera de época o aparentemente

9
Afirma Gorelik al respecto: “Quizá esa sea la paradoja del arte de vanguardia: pese a su
voluntad de romper con el arte y adherir a un mensaje político explícito, cuando perdura lo hace
como arte. No porque el tiempo la desprenda de su mensaje político, sino porque fue capaz de
expresarlo y, a la vez, trascenderlo”.

5
anacrónico.10 Aceptar la condición vanguardista de todas las producciones
experimentales de la época sin sopesar las implicancias del concepto es un
riesgo, aún cuando los artistas, los gestores, los críticos o los medios masivos
insistieran en nombrar el fenómeno como tal.
Para evitar la superposición e indiscriminada confusión entre ambos empleos del
concepto (llamémosle el teórico y el de época) es que me detendré en
diferenciarlos. En cuanto al primero, puede resultarnos productiva la distinción
entre experimentalismo y vanguardia que propuso en 1984 Umberto Eco.11
Mientras el experimentalismo actúa de forma innovadora dentro de los límites
del arte, la vanguardia se caracteriza por su decisión provocadora de ofender
radicalmente las instituciones y las convenciones, esto es: apunta contra la idea
misma de arte y su museificabilidad, con actitudes y productos inaceptables. La
diferencia radica entre una provocación interna a la historia del arte y una
provocación externa: la negación de la categoría de obra de arte.
En cuanto a los significados de época del término vanguardia, son múltiples y no
del todo coincidentes con el que acabo de delimitar teóricamente.
Una serie de pugnas (teóricas o empíricas), en la que no sólo intervienen los
propios grupos de artistas experimentales sino también otras posiciones del
campo artístico, los gestores institucionales, los críticos especializados y
masivos, el público, e incluso los intelectuales y cuadros políticos de las distintas
vertientes de la izquierda, contribuyen a definir el sentido de “vanguardia”, como
complejo artefacto verbal ambiguo y en continua disputa, que nombra no sólo la
novedad sino también una posición de valor.
Una primera posición es la que entiende vanguardia como puesta al día. A
comienzos de la época, en dos eventos significativos del campo artístico
inmediatamente posterior al derrocamiento de Perón, la Primera Reunión de Arte
Contemporáneo (Santa Fe, 1957) y la importante exposición “150 años de arte
argentino” (en el Museo Nacional de Bellas Artes, 1960), aparece la apuesta a la
vanguardia como eje vertebral del relanzamiento del arte argentino al mundo. En
la primera, el poeta Raúl Aguirre piensa la vanguardia como defensa del arte
autónomo frente a la amenaza de la cultura de masas y la política, que puede
leerse como un efecto residual de la oposición entre arte comprometido y
vanguardia que había tenido su mayor despliegue en décadas anteriores, y de
la insistencia adorniana en la autonomía del arte frente a la amenaza de la
estetización de la política en clave totalitaria.
Otra posición sostiene como programa la invención de una vanguardia
nacional. En el primer libro de Luis Felipe Noé, Antiestética (1965), se
articula la voluntad de crearla, en términos de una fundación antes que de
una ruptura con lo existente. Concibe dicha vanguardia en el cruce entre
identidad nacional e información internacional.
Otro conjunto de posiciones acerca de la vanguardia artística puede rastrearse
en las publicaciones de las viejas y nuevas izquierdas. Si es cierto que muchos
sectores de la izquierda orgánica atacan a la vanguardia entendiéndola como
moda extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial, lo que aparece
10
Lo señala Rodrigo Alonso en su intervención en: VVAA, Vanguardias argentinas, Buenos
Aires, Libros del Rojas, 2003.
11
“El grupo 63, el experimentalismo y la vanguardia”, en: Sobre los espejos y otros ensayos,
Buenos Aires, Lumen, 1992.
6
en el análisis de los debates en Cuadernos de Cultura, órgano cultural del Partido
Comunista Argentino, a lo largo de la época, es un trayecto que va de la
impugnación (ubicarse contra la vanguardia) a la reivindicación (en una pugna
por definir cuál es la verdadera vanguardia, en tanto posición de valor y
legitimidad). En lugar de reeditarse la antigua oposición entre realismo y
abstracción, según la cual la vanguardia es leída como la expresión decadente
de la burguesía en descomposición, se acude en los ’60 al término “vanguardia”
como si fuera un paraguas similar al que en décadas previas había constituido
el término “realismo”, es decir, un concepto tan flexible como para abarcar todo
aquello que se quiere reivindicar.
Mientras algunos sectores de la izquierda persistieron en la impugnación hacia
la vanguardia, otros justificaron la superposición entre vanguardia y realismo, y
algunos otros asumieron la defensa de la vanguardia como programa artístico-
político.
Es evidente que los artistas que participan en los debates organizados por la
revista comunista se perciben excluidos y amenazados por el lugar central que
ocupa en el campo lo que llaman “la vanguardia” (aquellos artistas favorecidos
por su pertenencia a la trama institucional modernizadora, en especial al Instituto
Di Tella). Un efecto menor del cese de la oposición entre vanguardia y realismo
se constata en la moderada “vanguardización” de algunos pintores comunistas,
que incorporan determinados procedimientos como el collage, más cercano a los
movimientos históricos de vanguardia que a las rupturas artísticas de la
posguerra. De alguna manera, Antonio Berni en los ‘60 puede pensarse como el
del más avanzado de los pintores comunistas y a la vez el más realista de los
vanguardistas de la época.
Detenerse en las políticas de intervención de los partidos de la Nueva Izquierda
hacia la vanguardia permite invertir el punto de vista más recurrente a la hora de
pensar los vínculos entre arte y política, para pasar a preguntarnos de qué
recursos de las vanguardias artísticas se apropia la vanguardia política. Y
también qué resistencias, malentendidos o desencuentros se generan ante
ciertas modalidades militantes en su operatoria sobre el ámbito artístico.

Aportes de la vanguardia a su autocomprensión

La marcada condición autorreflexiva de la vanguardia argentina de mediados de


los ‘60 nos provee de una batería de conceptos para nombrar lo qué hacían.
Mencionaré algunos de estos aportes de la vanguardia para la comprensión de
sí misma. Oscar Masotta postula de modo excluyente: “En arte sólo se puede
ser hoy de vanguardia”. Su sistema de conceptos para abordar el arte
contemporáneo incluye la noción de ruptura (no existe una relación de pasaje o
continuidad entre el arte previo y la vanguardia, sino una “conexión de ruptura”),
desmaterialización (para designar el desplazamiento del interés del objeto
artístico en sí al concepto o idea que subyace en él, por lo que el objeto deviene
en medio del arte), ambientación y discontinuidad. Sintéticamente, para él la obra
de vanguardia es discontinua (no sólo en el tiempo y en el espacio, sino también
en la percepción), se vuelve tema de sí misma (en tanto sus medios no son
soporte de otro mensaje sino de su propia condición de medios), tiende a la
ambientación (no sólo porque excede los formatos artísticos tradicionales y se
7
expande en el espacio, sino también porque los propios medios artísticos
ambientan). También busca incidir sobre la conducta del espectador, la
modificación o alteración de su conciencia o sus parámetros de percepción.
Por su parte, Ricardo Carreira propone la noción de deshabituación para
designar el efecto del arte, emparentada con la idea de extrañamiento del
formalismo ruso. Deshabituar alude para él a incomodar de tal modo que para la
buena conciencia adormecida resulte intolerable. En un sentido semejante,
Edgardo Vigo empleó el término revulsión. E insistió –como también de alguna
manera lo hizo Alberto Greco- en que el arte (o su arte) no había representación
sino presentación. Presentar y no representar es mucho más que un juego de
palabras: es la ruptura con la condición idealista del arte como reflejo o ventana
al mundo, es decir, como fenómeno ajeno, externo a la realidad. Presentar es
señalar la condición material y construida del objeto artístico, su capacidad de
invención.

Coda

¿Puede definirse, entonces, en términos de “vanguardia” el proceso emergente


que tiene lugar en el campo artístico argentino de los ‘60/’70? Seré enfática en
afirmar que sí, que hubo vanguardias, pero también en que no todo lo que
produjo el arte experimental de la época fue vanguardia. Pueden señalarse
zonas de vanguardia en cada una de las fases o momentos del arte experimental
de la época. Insisto en que no corresponde hacer extensivo ese concepto a la
totalidad de las formas artísticas nuevas producidas en determinado momento,
pues diluiría su especificidad histórica, ni considerar que toda la trayectoria de
un artista debe sostenerse en esa posición extrema para considerarlo un
vanguardista. Ser vanguardia es una condición necesariamente efímera.
Por otro lado, considero que estas vanguardias sostienen ciertos énfasis, que -
sin ser exclusivos de ellas- hacen a su intensidad. Primero, el hecho de pensar
el arte en su relación con la sociedad, la política o la vida cotidiana de los
hombres, ya no en términos de exterioridad, sino desde sus puntos de fuga de
la autonomía o de reconexión con la praxis vital, aquellos intentos que atentan
contra la carencia de función o el carácter político restringido del arte en la
Modernidad (esto es: la restricción de la crítica en el arte a una cuestión de
experimentación de lenguaje). Son experiencias que reivindican la unión de la
crítica con los binomios ética-estética, política-poética, arte-utopía.
Segundo, la tensión hacia la (acción) política que implica la correlación entre
vanguardia artística y vanguardia política muchas veces se traduce en la
apropiación de procedimientos, materiales, soportes, propios de la acción
política radicalizada en las producciones o acciones artísticas. Aludo a este
proceso como “foquismo artístico” (para pensar el Itinerario de las vanguardias
porteña y rosarina a lo largo del año 1968) y como “estética de la violencia” (en
el arte de los primeros años ’70).
Por último, la ampliación de los límites del arte conduce hacia su estallido, lo
que en sus variantes extremas lleva a sostener la abolición del arte, la muerte
de la pintura. Si Tucumán Arde puede confundirse con un acto político es
porque fue un acto político. es recurrente la metáfora del suicidio para describir

8
el fin de las vanguardias, como gesto extremo de protesta, reclusión en la
autonegación y en el silencio autoimpuesto.12
Cuando Greil Marcus construye su historia secreta del siglo XX a partir de
hipotéticas y a veces descabelladas relaciones entre el movimiento Dadá, la
Internacional Situacionista y los Sex Pistols, el trasfondo común que justifica esa
inesperada genealogía es –dice- que los tres movimientos comparten una
“voluntad irreductible de transformar el mundo”.13 Esa voluntad irreductible es
también la que define los mayores ímpetus de vanguardia en el arte argentino
de los ‘60/’70. Al mismo tiempo, semejante voluntad resulta tan fuera de lugar,
tan desmesurada respecto de cierto estado regulado de las cosas, que muchas
veces es leída como una farsa. Alberto Greco, Oscar Masotta, Ricardo Carreira
fueron descalificados por muchos de sus contemporáneos como farsantes. En el
impreciso límite entre la voluntad irreductible de transformar el mundo y la farsa,
allí, se instala la vanguardia. Antes de desaparecer.

12
Debo esta y otras estimulantes sugerencias a la lectura de la tesis doctoral de Fernando
Fraenza, “Arte y comunicación en el mundo administrado”, Universidad de Castilla-La Mancha,
2001.
13
Greil Marcus, Rastros de carmín, Barcelona, Anagrama, 1993.
9

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