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Acerca de nuestras luchas espirituales

De Las almas de la gente negra

Oh agua, voz de mi corazón, llanto en la arena,


Toda la noche lloras con ese gemido, ese lamento,
Y yo acá acostado, escuchando, sin poder comprenderlo, me suena
La voz de mi corazón a un lado, la voz del mar,
Oh agua, anhelando descanso, ¿acaso por mí lo siento?
Toda la noche el agua llora por mí en su manar.

Agua sin tregua, agua sin pausa, nunca habrá descanso suficiente
Hasta que la última luna caiga y la última marea torne a surcar,
Y el fuego del final empiece a arder en el occidente;
Y el corazón se habrá fatigado, yacerá asombrado y llorará como el mar,
Toda la vida llorando sin cesar,
Como el agua toda la noche llora por mí en su manar.

ARTHUR SYMONS

Entre el otro mundo y yo siempre hay una pregunta por preguntar: algunos no se
atreven a formularla por pudor; para otros la dificultad yace en cómo plantearla
adecuadamente. No obstante, todos revolotean en sus inmediaciones. Me
abordan con un tono un tanto vacilante, me miran con curiosidad o con pesar y
luego, en vez de enunciarlo abiertamente - ¿Qué se siente ser un problema? –
dicen, “Conozco a un excelente moreno en mi ciudad” o “Yo peleé en
Mechanicsville1” o “¿No le dan rabia esas aberraciones del Sur?” Cuando me
hablan así, sonrío, o me muestro interesado o contengo mi punto de ebullición
según lo requiera la situación. A la verdadera pregunta - ¿Qué se siente ser un
problema? – rara vez respondo con una palabra.

Y, no obstante, ser un problema es una experiencia peculiar – extraña incluso


para quien nunca ha sido otra cosa, excepto en la cuna o de paso por Europa.
Fue en los primeros días de una infancia juguetona que ese descubrimiento me
cayó encima, de un momento a otro, por así decirlo. Recuerdo perfectamente
cómo semejante sombra se adueñó de mí. Yo era un pequeñín, vivía arriba en
las montañas de Nueva Inglaterra, donde el oscuro Housatonic serpentea entre
Hoosac y Taghkanic hacia el mar2. En un pequeño colegio de madera, entre los
niños y las niñas surgió la moda de comprar unas hermosas cartas de
presentación – a diez centavos el paquete – e intercambiarlas. El trueque fue
divertido hasta que una niña, una muchacha alta recién llegada, se negó a
aceptar mi carta – se negó de tajo, con una mirada. Entonces fue que me percaté
repentinamente que yo era diferente a los demás. O similar, quizás, en el
corazón, en la existencia, en las ansias, pero apartado del resto del mundo por
un vasto velo. Desde ese entonces no tuve el menor deseo de derrumbar el velo
o de penetrarlo; simplemente concebí que todo lo que había del otro lado del
velo era despreciable y viví al margen de ello en una región de cielo azul y
grandes sombras acechantes. El cielo era aún más azul cuando vencía a mis
compañeros en exámenes, o en pruebas de atletismo o, simple y llanamente, me
imponía a ellos por la fuerza. Pero, lastimosamente, con los años todo ese
perfecto desdén se fue desvaneciendo, pues las palabras que yo anhelaba, las
palabras y las oportunidades que ellas conllevaban, eran suyas, no mías. “Es
injusto que ellos atesores todos los premios,” me decía a mí mismo. “Algunos,
todos, se los arrebataré como sea”. Pero cómo exactamente iba a lograrlo, no
conseguía decidirlo: aprendiendo Derecho, curando a los enfermos, relatando
las maravillosas historias que flotaban en mi cabeza – de algún modo. El caso
de otros muchachos negros no fue tan radiante ni tan feroz: o bien su juventud
fue reducida a una abnegación sin carácter, o se perdió en un silencioso odio al
pálido mundo a su alrededor, en una desconfianza burlona hacia todo lo que
fuera blanco; o se consumió a sí misma en un amargo lamento - ¿por qué Dios
me hizo un forastero y un extranjero en mi propia casa? Las persianas de la
casa-prisión se cerraron enteramente a nuestro alrededor: muros ceñidos y
persistentes con los más blancos de nosotros, pero inclementemente estrechos,
altos e insalvables para los hijos de la noche que deben abrirse camino
oscuramente con resignación, o azotar en vano la piedra con las palmas de su
mano, o mirar con firmeza el firmamento azul sobre nuestras cabezas, la
esperanza a medias desvanecida.

Luego del Egipcio y el Indio, del Griego y el Romano, del Teutón y el Mongol, el
Negro es una especie de séptimo vasallo, nacido con un velo, y dotado de una
segunda vista en este mundo americano – un mundo que no le brinda ninguna
genuina autoconsciencia, sino sólo le deja entreverse a sí mismo a partir de los
atisbos de un mundo ajeno. Es una sensación extraña, esta doble conciencia,
este sentido de estar siempre percibiéndose a uno mismo a través de los ojos de
los demás, de medir el alma propia a partir de los parámetros de un mundo que
lo contempla a uno con entretenido desprecio y pesar. Uno siempre siente su
dualidad – ser americano, ser negro; dos almas, dos pensamientos, dos luchas
irreconciliables; dos ideales en pugna en un solo cuerpo moreno, cuya fuerza
incansable es lo único que lo mantiene a salvo de ser partido en dos.

La historia del negro americano es la historia de esta lucha – esta búsqueda de


una autoconsciencia humana, de fusionar su doble ser en uno solo, mejor y más
verdadero. En esta fusión no desea perder ninguna de sus dos características
anteriores. No quisiera africanizar América, pues América tiene algo que
enseñarle al mundo y a África. Tampoco quiere blanquear su alma negra en un
torrente de americanismo blanco, pues sabe que la sangre negra contiene un
mensaje para el mundo. Simplemente desea hacer posible que una persona sea
negra y americana, sin que sea maldecida y escupida por sus compatriotas, sin
que las puertas de la Oportunidad se cierren violentamente en sus narices.

Ese es pues el fin de su lucha: ser un trabajador más en el reino de la cultura,


escaparse de la muerte y la aislación, apropiarse y utilizar sus mejores poderes,
su genio latente. Estos poderes de su cuerpo y de su mente han sido
extrañamente desperdiciados, despilfarrados o pasados por alto en el pasado.
La sombra del grandioso negro se desliza por la leyenda de la Penumbra Etíope
y de la Esfinge Egipcia3. A través de la historia, el poder de personas negras
destella aquí y allá como estrellas fugaces, y perece a veces antes de que el
mundo haya tenido tiempo de absorber su belleza. Acá en Estados Unidos, en
los pocos días que han seguido a la Emancipación, el deambular de allá para
acá de los negros en una vacilante y dudosa lucha frecuentemente ha causado
a su misma fuerza perder eficiencia, aparentar una ausencia de poder, ser débil.
Y sin embargo no es debilidad – es la contradicción de su doble propósito. El
doble propósito de la lucha del artesano negro - por un lado, evadir el blanco
desprecio por una nación de meros cortadores de leña y recolectores de agua, y
por otro lado, laborar con el azadón y con las uñas y con las manos por una
horda aprisionada en la miseria – ha tenido como resultado el hacer de él un
artesano pobre e infeliz, pues su corazón sólo se halla a medias en cada una de
sus causas. Por la miseria y la ignorancia de su pueblo, el cura y el médico
negros han caído en la tentación de la extorsión y la demagogia; y por las críticas
venidas del otro mundo, han caído en ideales que los hacen avergonzarse de las
míseras tareas a su cargo. Este prototipo negro de sabiduría se vio confrontado
por la paradoja de que el conocimiento que su gente necesitaba era una cátedra
doblemente enseñada a sus vecinos blancos, mientras que el conocimiento que
requiere el mundo blanco era griego para su propia carne y hueso. El amor innato
a la armonía y a la belleza que incitaba a las almas más rudas de su pueblo a
danzar y a cantar no hacía sino despertar dudas y confusiones en el alma del
artista negro; pues la belleza que a él se le revela es la belleza de alma de una
raza que la mayor parte de su audiencia desprecia, y no puede simplemente a
transmitir el mensaje de otra gente. Este derroche de doble propósito, este deseo
de satisfacer dos ideales irreconciliables, ha ocasionado una triste ruina en la
valentía, en la fe, en los actos de millares de personas – los ha llevado con
frecuencia a adorar falsos dioses, a invocar falsos medios de salvación e incluso
por momentos parece a punto de llevarlos a sentir vergüenza de sí mismos.

Antaño, en los días de esclavitud, creyeron ver en un suceso divino el fin de toda
duda y toda decepción; pocos seres han idolatrado la Libertad con fe tan
incondicional como el negro americano durante dos largos siglos. De día y de
noche, despierto y dormido, para él la esclavitud era la suma efectiva de todas
las villanías del mundo, la causa de toda tristeza, la raíz de todo prejuicio; así
pues, la Emancipación era la llave de una tierra prometida, la tierra más
dulcemente bella que alguna vez se ha explayado frente a los cansados ojos de
los Israelitas. En canto y plegaria había solo una palabra – Libertad; entre
lágrimas y maldiciones, el Dios que invocaba tenía a su derecha la Libertad
sentada. Finalmente llegó – de repente, intimidante, como un sueño. Tras un
carnaval salvaje de sangre y pasión, llegó el mensaje en su cadencia
quejumbrosa:

¡Clamad, oh niños!
¡Clamad, que sois libres!
¡Dios ha comprado vuestra libertad!4

Años han transcurrido desde entonces – diez, veinte, cuarenta; cuarenta años
de vida en esta patria, cuarenta años de renovación y desarrollo, y sin embargo,
el oscuro espectro mantiene su puesto en el banquete de nuestra Nación. En
vano clamamos frente a este, nuestro más grande problema social:

¡Toma cualquier forma menos ésta, y mi temple de acero


No ha de flaquear jamás!5

Nuestra nación no ha encontrado la redención de sus pecados; el liberto no ha


encontrado en la libertad su tierra prometida. Sin importar qué tan bueno haya
sido el cambio que han traído estos años, la sombra de una profunda decepción
yace sobre el pueblo negro – una decepción cuanto más amarga en tanto el ideal
anhelado y no alcanzado no tiene ningún límite salvo la simple ignorancia de un
miserable pueblo.
La primera década posterior a la Emancipación fue tan sólo una prolongación de
la mera búsqueda de libertad, el bien que parece evadir siempre su agarre –
como un fuego fatuo tantálico, enloqueciendo y arruinando la multitud sin rostro.
El holocausto bélico, los terrores del Ku-Klux Klan, las mentiras de los
oportunistas6, el caos de la economía y los contradictorios consejos de amigos y
enemigos dejaron al siervo aturdido, sin nueva consigna más allá del viejo grito
de libertad. No obstante, a medida que transcurrió el tiempo, empezó a concebir
una nueva idea. El ideal de libertad requería para su plena realización un
instrumento poderoso, y éste fue ofrecido por la Quinta Enmienda. El voto, que
antes contemplaba como una clara señal de libertad, ahora era concebido como
el principal recurso para consolidar y expandir la libertad que el conflicto le había
brindado a medias. ¿Y por qué no? ¿Acaso la guerra no había sido resultado de
un voto y había logrado emancipar a millones? ¿Acaso el voto no le había
garantizado voto a los libertos? ¿Había algo que ese poder democrático no
pudiera alcanzar? Un millón de negros comenzaron a abrirse paso en este reino
votando con renovado celo. Así pasó volando la década, llegó la revolución de
1876 y dejó al siervo libre a medias, confundido pero todavía ilusionado. Poco a
poco, lenta y cautelosamente, una nueva visión empezó a reemplazar el anhelo
de poder político a lo largo de los siguientes años – un movimiento poderoso, la
emergencia de un nuevo ideal para guiar a quienes no tenían guía, un pilar más
de fuego en la noche de quienes vivieron días nublados. Era el ideal de “aprender
de los libros”: la curiosidad, nacida de una ignorancia forzada, el deseo de
conocer y probar el poder cabalístico de las letras del blanco, el ansia de saber.
Acá, por fin, creímos haber descubierto el sendero entre colinas a Canaán 7; más
largo que la carretera de la Emancipación y la ley, empinado y áspero pero
derecho, conduciendo a alturas suficientemente elevadas como para tener una
visión panorámica de la vida.

Ascendiendo este nuevo sendero una avanzada de nuestro pueblo batalló,


subiendo lenta, pesada, temerariamente; sólo quienes han observado y estado
al cuidado de los pasos en falso, las mentes nubladas, los esfuerzos por
comprender de los oscuros pupilos de estas escuelas saben qué tan fielmente,
con cuanta piedad, este pueblo buscó aprender. Fue un trabajo arduo. La fría
estadística registraba aquí y allá un centímetro de progreso, anotaba también
dónde habíamos perdido el paso o algunos habían desertado. Para los fatigados
escaladores el horizonte era cada vez más oscuro, la niebla era fría, Canaán
parecía siempre difuso y lejano. No obstante, si bien la vista hacia adelante no
mostraba la meta aún, no revelaba ningún sitio para descanso, no brindaba más
que críticas y halagos por igual, el trayecto en sí daba al menos oportunidad de
entregarse a la reflexión y a la auto-examinación; así transformó al hijo de la
Emancipación en un joven que cobraba poco a poco auto-consciencia, la
posibilidad de realizarse a sí mismo y de obtener respeto para sí mismo. En los
tupidos bosques de esta lucha su propia alma se erigió frente a sí misma y en
ella este se percibió – oscuramente, como a través de un velo; pero en todo caso
tuvo un atisbo del alcance de su poder, de su misión. Empezó a comprender
lentamente que para alcanzar su lugar en el mundo debía ser él mismo, nada
más y nada menos. Por primera vez, buscó analizar la carga que llevaba sobre
sus hombros, el lastre de la degradación social disfrazada parcialmente de la
denominada “problemática negra”. Sintió en carne viva su pobreza; sin dinero,
sin casa, sin tierra, instrumentos o ahorros, se suponía que debía entrar en
competencia con los ricos, los propietarios de tierra, sus vecinos y sus
habilidades. Ser pobre es duro, pero ser una raza pobre en una tierra rica es
realmente el fondo de la miseria. Sintió el peso de su ignorancia – no sólo
respecto a las letras sino respecto a la vida, respecto a los negocios, respecto a
las humanidades; la pesadez acumulada de décadas y siglos de exclusión y
dificultades encadenaba sus pies y maniataba sus manos. Y su carga no era sólo
su pobreza y su ignorancia. La marca roja del bastardo, que dos siglos de
violencia sexual sistemática y legal sobre las mujeres negras había estampado
en su frente, significaba no sólo la pérdida de la antigua castidad africana, sino
también la pesada herencia de una masa de corrupción recibida de los adúlteros
blancos, que amenaza con reducir a nada la estructura de la familia negra.

A un pueblo así incapacitado no se le debería exigir competir con el resto del


mundo sino, más bien, ofrecerle todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre
sus propias problemáticas sociales. ¡Pero, bueno, así no es! Mientras los
sociólogos cuentan con satisfacción cuántos bastardos y prostitutas hay en sus
filas, el alma misma del trabajador negro, esforzado, se ve nublada por una vasta
desesperación. Los demás llaman a esa sombra prejuicio e intentan explicarla
eruditamente como una defensa natural de la cultura contra la barbarie, del saber
contra la ignorancia, de la pureza contra el crimen, de las razas “superiores”
contra las “inferiores”. A lo que el negro responde diciendo, ¡Amen! y jura que
gran parte de este extraño prejuicio está fundamentado en una justa noción de
civilización, de cultura, de bien, de progreso y entonces baja la cabeza en
reverencia, adoptando una dócil obediencia. Pero frente a este prejuicio sin
nombre que se alza a su paso, se halla impotente, indefenso y casi sin verbo;
frente a este irrespeto contra su persona y esta mofa de su ser, frente a esta
humillación ridícula y sistemática, frente a esta distorsión de los hechos y alto
vuelo de una mórbida imaginación, frente a esta cínica omisión de todo lo bueno
y la ruidosa exageración de todo lo malo, frente a este profundo deseo de
inculcar un desprecio por todo lo negro, desde Toussaint hasta el diablo 8 – frente
a todo ello surge una enfermiza resignación que podría desarmar y desalentar a
cualquier nación, excepto al pueblo negro, para quien la palabra “rendición” no
existe en el diccionario.

Pero enfrentar tan vasto prejuicio no puede sino traer consigo un inevitable
cuestionarse, un inevitable subestimarse, un inevitable encogimiento de los
ideales que siempre nacen de la represión y que surgen en los ambientes de
odio y desprecio. Susurros de portentos se escuchaban en nuestras casas
arrojados a los cuatro vientos: ¡Mirad! Estamos enfermos y muriendo, gritaban
nuestros oscuros espectros; no sabemos escribir, nuestro voto es en vano; ¿de
qué nos sirve la educación, si lo que se requiere de nosotros es que cocinemos
y sirvamos? Y la Nación le hizo eco y reforzó este auto rebajamiento diciendo:
conténtese con ser sirvientes y nada más; ¿qué necesidad tienen de alta cultura
los que no son sino medio humanos?9 Perdió el voto el negro, por fuerza o fraude
y ¡he ahí entonces el suicidio de una raza! Sin embargo, de todo ese mal surgió
algo bueno: un ajuste de la educación para adecuarla mejor a la vida práctica,
una percepción más nítida de las responsabilidades sociales de los negros y una
noción más sobria de lo que es el progreso.

Así fue que nació la era del Sturm und Drang10; la tormenta y la angustia sacuden
nuestra pequeña embarcación en las locas aguas de este mar-mundo; afuera y
adentro se escucha el advenimiento de un conflicto, la incineración del cuerpo y
el desgarramiento del alma; la inspiración se estrella contra la duda, la fe contra
vanos cuestionamientos. Los relucientes ideales del pasado – libertad física,
poder político, la educación de las cabezas y la formación de las manos con
vistas a los oficios – todos se han gastado y marchitado, hasta que incluso éste
último se ha vuelto difuso y nublado. ¿Es que acaso todos estaban equivocados
– eran todos falsos? No, no es eso, sino que cada uno por separado era
demasiado simple e incompleto – los sueños de una crédula raza que se
encuentra todavía en su infancia, o las confusas nociones de un mundo ajeno
que no conoce y no quiere conocer nuestro poder. Para tornarse absolutamente
reales, todos estos ideales deben ser fundidos y cohesionados en uno solo. La
educación académica la necesitamos hoy más que nunca – la formación de
manos hábiles, ojos y oídos capaces y, sobretodo, la creación de una cultura
más amplia, más profunda, más elevada, una cultura de mentes dotadas y
corazones puros. El poder del voto lo requerimos por pura defensa propia – de
lo contrario, ¿cómo hemos de protegernos de una segunda esclavitud? La
libertad también la exigimos, la anhelada libertad, hace tanto tiempo buscada –
la libertad de vida y de movimiento, la libertad de trabajar y de pensar, la libertad
de amar y aspirar. Trabajo, cultura, libertad – todo lo necesitamos, no por
separado sino junto, cada elemento naciendo y complementándose del otro y
todo configurando nuestra lucha por un ideal más vasto que flota frente al pueblo
negro: el idea de la hermandad, alcanzada por el ideal unificador de Raza; el
ideal de incentivar y desarrollar los rasgos y los talentos de los negros, no en
oposición o menospreciando otras razas, sino más bien en conformidad con los
ideales amplios de una República Americana, para que así un día la tierra
americana sea testigo de cómo dos mundos-razas se brindan características que
ambas desafortunadamente carecen. Nosotros, los más oscuros, llegamos no
del todo con las manos vacías, incluso ahora: pues actualmente no hay
exponentes más acordes al puro espíritu humano de la Declaración de
Independencia que los negros americanos; no hay música más genuinamente
americana que las dulces y salvajes melodías de los esclavos negros; los
cuentos de hadas y los mitos de esta tierra son indígenas y africanos; y, en suma,
nosotros los negros parecemos constituir el único oasis de fe y reverencia en
este polvoriento desierto de dólares y viveza. ¿Será América mejor o peor si
sustituye su indigesta torpeza con la humildad alegre pero decidida de los
negros? ¿o su ingenio cruel y áspero por nuestro amoroso buen humor y nuestra
jovialidad? ¿o su música vulgar por el alma de los Cantos de Tristeza? 11

La problemática negra no es más que una prueba concreta de los principios que
subyacen a nuestra gran república. Y la lucha espiritual de los hijos del liberto es
la labor de almas cuya carga es casi superior a sus fuerzas, pero que la
sobrellevan a nombre de una raza histórica, a nombre de esta tierra, la tierra de
los padres de sus padres, y a nombre de las posibilidades humanas.

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