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Contra la “devastacion” de la Cultura

FRANCISCO ARIZA

La palabra “cultura” es una de las más denigradas hoy en día, junto a la de


tradición, mito o símbolo. El listón ha quedado tan bajo que no es para nada extraño
que Franz Kafka, ese “visionario” que alertó del alma más oscura del hombre del
siglo XX, escribiera una novela en donde la “metamorfosis” del protagonista no
consistía en su trasformación en un ser capaz de reconocer sus posibilidades
suprahumanas (como el Lucio del El Asno de Oro de Apuleyo, obra también
conocida precisamente como La Metamorfosis), sino su mutación en una
“cucaracha” monstruosa, perfecta metáfora de los aspectos más inferiores del ser
humano.
La “cultura de masas”, que nace también con la entrada en el siglo anterior, es
la metáfora de otra monstruosidad, pues en la definición de “masa” está presente la
característica del espíritu gregario, propio de los insectos. Toda nuestra sociedad, ya
no importa que sea “occidental” u “oriental” (términos que por otro lado han acabado
por difuminarse con la invasión uniformadora de la tecnología) ha sucumbido al
poder de la “masa”, por eso la cultura ha tenido que rebajar sus contenidos hasta
acabar siendo una caricatura de sí misma (la “cultureta” pues) para amoldarse a una
mentalidad gregaria que ha de ser satisfecha con lo más banal y superficial.
Términos como “cultura del espectáculo”, o “cultura del entretenimiento”, o
incluso esa aberración, contradictoria en los términos, llamada “cultura de la
violencia”, así lo testimonian. Lo vemos asimismo en la política, dicho sea de paso,
que también ha sufrido su propia “mutación”, pasando, en el mejor de los casos, de la
“democracia” a la “oclocracia”, literalmente “el poder de la masa”, expresión de una
multiplicidad caótica, tema este que ya tuvimos ocasión de tratar hace un par de años
en esta misma página de Facebook.
Claro que todo esto no ocurre por casualidad, sino que forma parte de un
contexto cíclico de degradación generalizada que viene de lejos, y que tiene sus
causas en la desacralización de lo que antaño se conoció como Cultura, palabra que
no olvidemos viene de “cultivo”, pues con la mentalidad simbólica y analógica de
nuestros antepasados se consideraba que el cultivo de la tierra tenía correspondencias
muy íntimas con el cultivo del alma. De ahí la gran cantidad de términos y
expresiones agrícolas utilizadas en los ritos iniciáticos de los distintos pueblos de la
tierra, empezando por la palabra “neófito”, que quiere decir “nueva planta”.
Depositar la semilla en el interior de la tierra es lo mismo que introducir una idea o
un principio de orden superior en el pensamiento para que fructifique dentro de él,
nutriéndolo como se nutre el cuerpo con la semilla hecha ya fruto tras un proceso
más o menos largo, análogamente correspondiente al proceso iniciático.
Esta es la “labor” propia de una Tradición sapiencial que a pesar de todo
continúa viva, pues como dijo el profeta: “Dios está más cerca de ti que tu propia
yugular”. El origen de esa Tradición primigenia se sitúa precisamente en un jardín: el
Jardín del Paraíso, que es el Cielo descendido en la Tierra. En la Alquimia a veces es
llamado hortus conclusus, “huerto cerrado”, como si efectivamente se tratase de un
atanor hermético donde las “raíces” de las plantas que en él se cultivan (los seres
humanos), no se nutren, sin embargo, de la substancia de la Tierra, sino de la esencia
del Cielo, o sea de las ideas del Mundo Inteligible. Esta concepción la tuvo ya Platón
cuando en el Timeo (89 c) señaló que “el hombre es una planta celeste, lo que
significa que es como un árbol invertido, cuyas raíces tienden hacia el cielo y las
ramas hacia abajo, hacia la tierra”.
Lo que dice Platón nos recuerda a esa otra tradición cabalística que habla
igualmente de las “raíces de las plantas”, pero también de aquellos que “devastaron
el jardín”, refiriéndose al Jardín del Paraíso, al Pardés. René Guénon, en un capítulo
de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada (titulado justamente “Las raíces
de las plantas”) añade que quienes causaron esa devastación y cortaron las raíces de
las plantas, habían alcanzado un grado donde todavía era posible extraviarse. O sea
que desconocían la dimensión metafísica de lo que significa estar “enraizado” en el
Principio.
Esto tiene varias lecturas y se puede aplicar igualmente al proceso iniciático o
de conocimiento, donde en un momento dado se puede estar “tentado” de creer que
aquello que se ha conseguido es por “méritos propios”, y no precisamente por estar
arraigado en la Unidad metafísica, de la que emana todo conocimiento. Persistir en
ese error conduce inevitablemente a la “desviación” referida por Guénon.
En otro orden, esa misma soberbia es propia de la desmesura de aquellos que
hoy en día están creando un nuevo modelo de sociedad dirigido por la “inteligencia
artificial” (su propio nombre ya la define) hasta en sus más íntimos detalles. Los
nuevos parámetros culturales serán impuestos por los hombres colonizados por los
engendros tecnológicos. Una humanidad que ha sido preparada mentalmente para
aceptar semejante estado de cosas representa un “gregarismo” de nuevo cuño,
distinto y más sofisticado, que el de la simple “masa”. Todas las mentes de ese nuevo
gregarismo estarán conectadas al “Gran Hermano Computador”. Riámonos de los
fascismos y dictaduras de todo cuño que hemos conocido hasta ahora.
La combinación de lo digital y las neuronas humanas junto con la computación
cuántica será el triunfo final de la máquina sobre lo humano, y para algunos ese
momento marcará la entrada en una terra incognita, o sea en un mundo desconocido
hasta ahora. Y nosotros nos preguntamos cómo será la cultura que nacerá en ese
“nuevo mundo” que ya avizoramos en el horizonte, después de que la cultura que
hemos conocido haya desaparecido, o mejor se haya “ocultado” en el corazón de
unos pocos, aunque estos sean unos cuantos miles como señalan los textos
tradicionales.
En una sociedad así no habrá cultura, sencillamente. Y no la habrá porque esa
falsa “nueva humanidad” no reconocerá ningún tipo de herencia espiritual e
intelectual de la “otra humanidad” (nosotros), considerada como inferior con respecto
a ella, que será el resultado de la más compleja creación del “reino de la cantidad”.
Por este hecho a los ufanos integrantes de esa humanidad cibernética les estará
vedado cualquier pensamiento de orden metafísico, que es al fin y al cabo la esencia
de la verdadera cultura. ¿Podemos acaso imaginar al hombre cibernético concibiendo
la idea del No Ser y la Suprema Identidad, por ejemplo?
Lo suprahumano no es el “superhombre”, es decir una individualidad
superlativa y elevada al cubo. Lo suprahumano es lo que está “más allá” de lo
humano pero en un sentido vertical y cualitativo, no horizontal y cuantitativo. Es un
encuentro y un hallazgo del alma humana con sus estados superiores, o angélicos en
terminología cristiana, que por encima de cualquier “psiquismo” son los auténticos
Intermediarios que nos conducirán a los estados metafísicos e incondicionados.
Así pues, en esa sociedad futura, ¿qué símbolos, qué mitos, qué ritos, qué
estados intermediarios para conocer las ideas y principios del Mundo Inteligible
sustituirán a los que todavía conforman el imaginario de nuestra humanidad actual, a
pesar de todo? ¿Qué modelo del cosmos sustentado en las correspondencias entre los
distintos planos y mundos de una Creación orgánica y viva se ofrecerá a esa “nueva
humanidad”?. ¿O acaso piensan sus ideólogos, de hoy y de mañana, que no existe tal
Mundo Inteligible porque ellos son incapaces de concebirlo, y por ese mismo
expediente lo niegan? Evidentemente esto nos recuerda de nuevo el relato cabalístico
de aquellos que entraron en el jardín y lo devastaron porque no habían alcanzado el
grado suficiente para conocer sus “frutos” y “tesoros” espirituales.
La Tradición primigenia, encarnada a la lo largo de la Historia en las distintas
formas tradicionales, puede estar “dormida”, o “latente”, pero no muerta, como no lo
estaban el druida Merlín, o el rey Arturo, que cobró nueva fuerza y vigor cuando
Percival le hizo la pregunta fundamental: “¿Dónde está el Grial?”
Esta es, en verdad, la cuestión, y el tema que ha de ocupar nuestro tiempo, el
que todavía nos queda antes de la llegada definitiva de esa terra incognita, que en
verdad no será sino la victoria momentánea de una sociedad que el propio Guénon
denominó como la “gran parodia”.

Francisco Ariza

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