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Usando “Sobre la Certeza” en el debate contemporáneo: una actitud


“realista”.
Javier Vilanova Arias. Universidad Complutense de Madrid.
Versión del autor. Publicado en David Pérez Chico (ed.). WITTGENSTEIN y el escepticismo:
certeza, paradoja y locura, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018 (ISBN 978-84-17633-39-
4) Páginas: 63-93.

En este trabajo me propongo explorar una vía de aplicación al debate epistemológico contemporáneo
en torno a la fundamentación del conocimiento de algunas de las ideas que Wittgenstein propone en
Sobre la Certeza. Como se verá, mi labor no puede ser calificada de “exegética” en el sentido
tradicional, pues no procuro dar con el “auténtico mensaje” contenido en esas páginas ni mucho menos
averiguar lo que el austriaco “tenía en la cabeza” cuando las escribió. Pero si nos adscribimos a su
máxima de que el significado es el uso, y tenemos en cuenta que las herramientas (incluyendo claro
está herramientas conceptuales como las que él nos ha proporcionado) pueden y deben usarse siempre
adaptándolas a la situación y finalidades presentes, el “uso” libre e interesado que aquí hago de Sobre
la Certeza constituye, me atrevo a decir, una vía hermenéutica más cabal y más fiel (al espíritu, no a
la letra) que algunas de las líneas oficiales de recepción de Wittgenstein que criticaré más adelante.
Mi proceder será el siguiente. Primero describiré muy rápidamente cuál es, a mi juicio, la postura
que tomaría el Wittgenstein “histórico”, el Wittgenstein de carne y hueso, en el debate actual. A
continuación haré mi propio diagnóstico del estado de la cuestión, el cual a mi juicio adolece de mucha
confusión conceptual y de mucha guerra de trincheras. Acto seguido intentaré rescatar algunas ideas
muy valiosas presentes en Sobre la Certeza a las que, en mi opinión, todavía no se les ha prestado la
suficiente atención, y por último haré uso de esas mismas ideas en un intento de reconfigurar el
susodicho debate, resolviendo algunos equívocos, y pergeñando algunas opciones que injustamente
son silenciadas en el enfrentamiento quizás demasiado visceral entre los contrincantes oficiales.

1. ¿Era Wittgenstein un escéptico? ¿Era Wittgenstein un realista?


Si estamos entendiendo escéptico “en el sentido filosófico” (como alguien que niega justificación
alguna para afirmar que sabemos nada de lo que habitualmente decimos que sabemos) y realista “en
el sentido filosófico” (como alguien que afirma que ha sido probado que tenemos una justificación
para afirmar que sabemos muchas y especialmente las más importantes cosas que habitualmente
decimos que sabemos) la respuesta es obvia, inmediata, y no admite discusión: categóricamente no.
La articulación de esta respuesta es, precisamente, la línea argumental que abre Sobre la Certeza, y
aunque más adelante avanza hacia muchas otras cuestiones en torno a confusiones acerca de la
naturaleza y el papel de las certezas en nuestras vidas, se mantiene todo a lo largo del libro y le dota
de continuidad. Y las razones son de sobras conocidas: Wittgenstein rechaza ambas tesis, la realista y
2

la escéptica, porque rechaza la pregunta a la que responden o, dicho en términos que le agradan más,
rechaza la duda que pretenden resolver (una positiva y otra negativamente), la duda acerca de nuestras
certezas.
¿Es esto todo lo que se puede decir acerca de la cuestión? ¿No hay otras formas de posicionar o
simplemente de “usar” a Wittgenstein en el debate contemporáneo? La respuesta, me parece, es
también un no. Primero, porque a pesar de Wittgenstein, los participantes en el debate continúan
mentando, discutiendo, re-interpretando, y a menudo aduciendo el testimonio del austriaco a su favor.
Curiosamente ocurre con Wittgenstein algo que, yo diría, no ocurre con otro filósofo del siglo XX,
saber, su ubicuidad en el abanico de posturas enfrentadas, siendo prácticamente aceptado por todos
como “autoridad”, y reclamado frecuentemente por unos y otros como miembro y hasta emblema de
su bando. Algo que resulta fácil de entender si tenemos en cuenta que el empeño de Wittgenstein
siempre ha sido “poner en el foco” todos los aspectos involucrados en el fenómeno (recordemos: el
error del filósofo es el de centrarse en un solo un aspecto, y luego generalizar irresponsablemente
olvidando los otros aspectos1), y por lo tanto uno siempre será capaz de encontrar en su obra los
aspectos que le interesan. En este sentido tener “una interpretación” de Wittgenstein es, me temo, ya
traicionar su riqueza. Utilizando una expresión suya en un contexto completamente diferente: puedes
trazar un límite, pues no hay ninguno trazado (IF: §68). Y segundo, porque, como se argumentará
enseguida, las dos posiciones que acabo de etiquetar con los términos “escéptico filosófico” y “realista
filosófico” distan de ser las únicas, ni siquiera las más interesantes, en torno a la justificación de nuestro
presunto conocimiento, así que no basta con señalar que Wittgenstein no se identifica con ninguna de
ellas. Me temo que el debate contemporáneo es más complicado que ese drástico todo o nada que
representan esas opciones, y si queremos posicionar a Wittgenstein, si queremos aprehender los aires
de familia con posturas actuales (y quizás decidir cuales le son más afines) tenemos que hilar mucho
más fino.
En este trabajo llevaré a cabo un ensayo general de esa tarea. Pero antes de meternos en faena quisiera
hacer un par de rápidas matizaciones. En primer lugar, es importante no olvidar que en lo que respecta
al Wittgenstein “histórico” (la persona real, no el personaje), su postura sería, a buen seguro, la de total
rechazo de todas las posturas. Y exactamente por las mismas razones por las que repudió
explícitamente esas dos opciones más clásicas que describí al comienzo del trabajo: en base al rechazo
de la pregunta previa que ha llevado a esas distintas respuestas, por una repulsa al debate en sí. Si
mañana Wittgenstein entrara por la puerta de una facultad de filosofía donde se estuviera celebrando
un congreso sobre escepticismo, es probable que, tras refunfuñar un rato y señalar los sinsentidos de
los que a su juicio estarían plagadas las Actas, se dedicara a aconsejar a los participantes que
abandonasen la filosofía académica y se dedicasen a alguna profesión más útil –enfermero o albañil-,

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Una descripción de esta vena crítica que Wittgenstein comparte con Austin aparece recogida en (Vilanova:
2016a).
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tal y como hacía con sus alumnos y amigos. Eso siempre y cuando no le diera por lanzar una mirada
despectiva y darse la vuelta, juzgando que para los intelectos allí congregados no valía la pena el
intento de sacar a la mosca de la botella cazamoscas (al final del trabajo volveré sobre este punto).
En segundo lugar, pienso que tampoco hay que tener reparos aquí para “utilizar a Wittgenstein a pesar
de Wittgenstein” si, como yo, uno no comparte su menosprecio Wittgenstein por la filosofía teórica2.
Si el significado es el uso, el significado de sus obras solo puede alcanzarse utilizándolas, y no
encuentro ningún impedimento para adaptar sus ideas a los nuevos contextos y las nuevas necesidades
del siglo XXI. Las distintas recepciones, tan variopintas y a veces tan enfrentadas, son, bajo mi punto
de vista, todas “lícitas” como usos de Wittgenstein (Wittgenstein querría ser utilizado, no interpretado).
Ahora bien, no todos los usos son igualmente buenos, pues en ocasiones el recurso fuera de contexto
del austriaco produce más confusión que luz. En este trabajo intentaré “usar” a Wittgenstein de una
manera que acabo de hallar bien perfilada en la literatura exegética, y que, creo, no solo hace que
encaje mejor su propuesta en el debate contemporáneo, sino que, confío, pueda contribuir a mejorarlo.

2. Metaescepticismo, super-realismo y super-escepticismo.


Una de las razones principales por las que las dos tesis que al principio de este trabajo he denominado
escepticismo y realismo “en sentido filosófico” no cubren la riqueza de posturas en el debate actual se
encuentra en el hecho de que, desde hace tiempo, el juego de la fundamentación del conocimiento se
viene jugando con dos balones. Y lo que es peor, con los dos balones al mismo tiempo. Además de la
cuestión de si nuestras justificaciones epistémicas ordinarias son genuinas se ha entrecruzado la
cuestión de si podemos probar que lo son; no solo, por lo tanto, si sabemos, si no también si sabemos
que sabemos. Aclararé este punto. Uno responde con un “sí” a la pregunta “¿sabes que p?” cuando
tiene confianza en que ha seguido correctamente sus reglas epistémicas y además confía en que sus
reglas epistémicas son buenas, mientras que uno responde afirmativamente a la pregunta “¿sabes que
sabes que p?” cuando cree que tiene pruebas de que ha seguido correctamente sus reglas epistémicas
y de que sus reglas epistémicas son adecuadas. Simplificando mucho, para responder afirmativamente
y de manera honesta a “¿sabes?” basta con creer que las justificaciones son buenas, para responder
afirmativamente a “¿sabes que sabes?” hay que saber que la justificaciones son buenas. Adviértase que
lo mismo ocurre con la respuesta negativa: uno puede decir que “No sabe” porque no confía en sus
justificaciones pero aun así no decir que “Sabe que no sabe” porque le falta la prueba de ello.

2
Aunque no es este nuestro tema, comentaré rápidamente que me separo de Wittgenstein aquí primero porque
considero que al lado de la función clarificatoria-terapéutica la filosofía también ha tenido y puede seguir
teniendo una función crítica (y, por lo tanto, algo “escéptica”), y una función exploratoria (y, por lo tanto, la
potestad para imaginar, concebir o ensayar nuevas reglas), y segundo porque pienso que los juegos de lenguaje
filosóficos están cualificados, tras más de dos milenios de práctica, para producir sus propias regularidades, sus
propios aires de familia y sus propios contextos (bajo el trasfondo, claro, del lenguaje natural). Puede verse
(Vilanova: 2013) y (Vilanova: 2016) para una discusión de estos temas.
4

Es evidente que ambas cuestiones están relacionadas, pero también es evidente que son dos cuestiones
distintas. La respuesta que uno dé a cualquiera de ellas no obliga directamente a responder de la misma
manera a la otra (aunque una línea de argumentación importante, como se verá, intenta demostrar una
relación de entrañamiento entre las respuestas negativas). Esto nos deja, por pura combinatoria, cuatro
tesis, a las que pondré nombrecitos para facilitar mi discurso:

Sé: REALISMO Sé si sé: METAREALISMO.


No sé: ESCEPTICISMO No sé si sé: METAESCEPTICISMO.

A esta distinción es necesario sumar otra no menos importante, a saber, la que depende de la noción
de “conocimiento” con que se esté trabajando. Hay aquí muchos y muy importantes considerandos a
tener en cuenta, pero para nuestro fin el crítico es el que tiene que ver con la “infalibilidad” del
conocimiento (no la llamaré “certeza” para no confundirla con aquella de la que habla Wittgenstein en
el libro). Hay autores que consideran éste un requisito imprescindible: nadie debería decir “yo sé” si
admite que hay alguna probabilidad de que esté equivocado, nadie debería decir que está justificado
en creer si hay una posibilidad (digamos una posibilidad a priori o lógico-metafísica3) de que aquello
que cree sea falso. A otros, entre ellos claramente Wittgenstein, les parece que esa condición no tiene
sentido en el juego epistémico. En el caso de Wittgenstein, no tanto porque impondría unas condiciones
demasiado fuertes, si se quiere “ideales”4, para la justificación epistémica, sino porque atenta contra
la propia gramática del verbo saber, el cual es usado “ampliativamente”, para introducir un nuevo
compromiso o un nuevo elemento de juicio, y nunca para explicitar lo que ya es obvio (recordemos:
siento un dolor, no sé que tengo un dolor). Para abreviar mi discurso, añadiré “lato” cuando la tesis del
realista o del escéptico que discuto se refiera a un tipo de conocimiento “débil”, y por lo tanto falible,
y “sobre infalibilidad” cuando la tesis se aplique a ese tipo de conocimiento “fuerte”, que se entiende
como infalible.
Sacando las consecuencias tan solo de este par de distinciones (aunque como he dicho son las más
relevantes para mis propósitos, no son las únicas que se barajan en la literatura5), aparecen muchos

3
No digo “posibilidad lógica” a secas para no confundir este uso de “lógico” con el uso de la expresión que hace
muchas veces Wittgenstein como sinónimo de “gramatical” (en este sentido lógicamente posible simplemente
quiere decir que no está excluido de nuestro juego de lenguaje). Recordemos que para Wittgenstein el uso muy
confuso que se hace de “lógico” por parte del filósofo, en el que las posibilidades no viene dadas por las propias
reglas del lenguaje sino por algo que está más allá (la estructura de la realidad, la mente, el significado, etc…) y
que es a priori en un sentido absoluto, surge de haber confundido un enunciado lógico o gramatical con un
enunciado empírico, lo que muchas veces él llama “metafísico” o “filosófico” (p. ej. IF: §85, §251, §259, o más
claramente en Zettel: §458). Más adelante volveré sobre este punto.
4
“Ideales” porque a su vez se trabaja con una noción idealizada de infalibilidad (la que a su vez depende de una
noción idealizada y poco clara de posibilidad como posibilidad lógico-metafísica). No creo que Wittgenstein
negara el derecho que tiene un hablante en determinadas situaciones cotidianas a afirmar que, respecto a los
propósitos y los estándares del contexto de uso, “no puede estar equivocado”.
5
Véase (Vilanova 2015) para un análisis más pormenorizado del “espacio lógico” de las posiciones en torno a
la fundamentación del conocimiento y una crítica más detallada a la falta de claridad conceptual en el debate
contemporáneo.
5

sentidos distintos en que uno puede ser realista o escéptico en filosofía. Con un poco de paciencia sería
fácil dar algunos nombres propios para cada una de ellos, pues para toda opción dialéctica siempre hay
un filósofo que mantiene tal opinión. Pero eso llevaría mucho tiempo y sería poco útil. En vez de ello,
voy a efectuar un primer y rápido diagnóstico del debate contemporáneo utilizando las distinciones
recién efectuadas. Como voy a ser puramente descriptivo y muy básico, confío en que el lector
reconocerá de qué hablo sin necesidad de ir dando los nombres propios correspondientes:

(a) Para empezar, resulta evidente que el debate adolece de una gran imprecisión, y en concreto
de una imprecisión de clara naturaleza conceptual. Hay, como he explicado, muchas cosas distintas
que se pueden querer decir con “yo sé”, y en castellano no siempre se marcan esos usos. Desde luego
en el discurso cotidiano no se añade sistemáticamente el infalible-falible, y muchas veces tampoco lo
hacen los filósofos. Pero además ocurre que en castellano “p” y “sé que p” son intercambiables en
muchas proferencias, por lo que cuando el filósofo dice “no sé si p” no queda claro en ocasiones si
quiere decir que cree que sus presuntas justificaciones son en realidad malas o si quiere decir que no
puede probar que son buenas. Si a esto añadimos que la respuesta que se da a una pregunta se utiliza
muchas veces como argumento a favor de la respuesta que se le da a la otra pregunta (tal y como se
describe, por ejemplo, en el siguiente punto de esa lista), no es de extrañar que sea tan rematadamente
fatigoso seguir el diálogo (ya no digo el monólogo) entre filósofos, especialmente cuando intercambian
argumentos que, en muchas ocasiones, no se sabe a qué tesis o postura acaban de estar dirigidos.

(b) Si hay una tendencia reconocible en el debate contemporáneo, ésta es la que se dirige hacia
el metaescepticimo sobre la infalibilidad (es decir, que no podemos saber infaliblemente si sabemos o
no sabemos) en particular, y hacia el metaescepticismo en general (no sabemos si sabemos). El
“realista”, consciente de todos los fracasos por escapar del trilema de Agrippa (recuerdo: o cierro la
cadena de justificaciones falazmente, o me detengo en un punto de la cadena que queda sin justificar,
o como Aquiles cuando alcanzó a la tortuga me lanzo a una cadena infinita de justificaciones), opta
por defender que la demostración de que nuestras reglas epistémicas no es necesaria. El escéptico,
consciente también de las trampas de la autoreferencia a las que le llevaría la afirmación de que no
sabemos (en la versión más trivial y efectiva: si dices que sabes que no sabes nada entonces es que
sabes algo), y de los problemas ético-político-sociales que se derivarían de conceder una licencia
universal para afirmar que no sabemos (todos los que se derivan del desacuerdo entre marcos
epistémicos y los marcos morales que les acompañan), opta también por refugiarse en el cómodo
agnosticismo epistémico que en realidad representa el metaescepticismo.
A esto se le une una tendencia general a reconocer como insalvable un problema que se presenta a la
hora de justificar nuestras reglas epistémicas: parece que nuestras reglas epistémicas corrientes, ya que
son las que son sometidas a juicio, no sirven para este cometido, pero tampoco tenemos otras reglas.
De otra manera, para comprobar que nuestro marco epistémico es adecuado para conocer nuestro
6

entorno deberíamos poder “salir” tanto de nuestro marco como de nuestro entorno y desde fuera de él
observar la correspondencia (el famoso “ojo de Dios” que tanto menta Putnam). Para muchos este
metaescepticismo es el rasgo diferenciador de nuestros tiempos respecto a lo que se ha dado en llamar
“la modernidad”. Sus garantías y sus pruebas (las de Descartes, las de Locke, las de Kant) son todas
“internas al marco” y ya no nos valen, pero no tenemos otras “externas al marco” ni podremos tenerlas
porque siempre “estamos en un marco”.

(c) Con respecto a las “posturas” que cada filósofo mantiene en el debate, nos encontramos
ante un abanico muy amplio y segmentado en el que, una vez más, hay grandes dificultades para
reconocer cada posición. En parte eso se debe a la falta de claridad conceptual que mencioné en (1),
agravada por el hecho de que la tendencia metaescéptica descrita en (2) oscurece muchas veces la
opinión del filósofo respectivo en torno al conocimiento “de primer orden”. Pero otra buena parte es
consecuencia de las peculiaridades del momento histórico que atravesamos. La sensación generalizada
es que las viejas posturas ya no valen, y con ellas los viejos argumentos, problemas, preguntas y
respuestas. Hay una permanente búsqueda de nuevas salidas (de ahí que muy pocos se califiquen como
“realistas”, “idealistas” o “escépticos” y muchos reclamen haber encontrado algo distinto) que,
además, se dirimen en las distancias cortas (donde acaba y empieza lo conceptual, o donde acaba y
empieza lo convencional, o donde acaba y empieza lo normativo, o donde acaba la teoría y comienza
la acción) y remiten a otros debates filosóficos igualmente abiertos (el lenguaje, la mente, la regla…).
De ahí que las diferencias sean a veces muy pequeñas, o muy sutiles, y que también sea difícil
determinar donde acaba una postura y comienza otra. Determinar, por ejemplo, qué diferencia a Unger
de Rorty, a Rorty de Putnam, a Putnam de McDowell, a McDowell de Davidson, a Davidson de Evans
, a Evans de Searle.

(d) Con respecto a las dos tesis con la que abrí este trabajo, lo que llamé escepticismo y
realismo filosófico, sorprende que, aunque son las que casi todo el mundo discute, estrictamente nadie
parece mantenerlas. En buena parte esto se debe a que, como he dicho en (3), todo el mundo anda a la
caza de algo nuevo. Pero además, ocurre que son dos posturas muy, muy extremas. El realista
filosófico correspondería a alguien que fuera a la vez realista sobre infalibilidad y metarealista sobre
infalibilidad: mientras que el escéptico sería un escéptico lato (no creo que le baste, aunque
dialécticamente sea un resultado valioso para él, el escepticismo sobre infabilidad) y muy
probablemente un anti-metarealista6. Y aunque hoy en día seguramente resultan más difíciles de
mantener que nunca, muy probablemente nunca hayan existido nunca. Desde luego no nos los
encontramos en la vida cotidiana (quizás en algún manicomio se encuentra alguien que haya

6
Tengo que llamarle así porque el escéptico de la tradición filosófica es alguien que, como Pirrón, no afirma que
no sabemos (ni que no sabemos que sabemos) sino que se limita a esperar que nosotros hagamos alguna
afirmación de conocimiento para inmediatamente derrumbarla con sus dudas.
7

suspendido el juicio, quizás algún “visionario” se creyó de veras tocado por el oráculo divino), pero
tampoco en el mundo filosófico.

(3) Certezas (e incertezas) vividas: de la opinión a la actitud.


Hay, me parece que no exagero, práctica unanimidad en considerar que uno de los mayores logros de
“Sobre la Certeza” es haber llamado la atención acerca del carácter personal, “vivido” de las creencias.
Para Wittgenstein, una creencia no es meramente una opinión, no se puede reducir al simple
asentimiento ante una proposición7, sino que tiene un componente vital, existencial (también puede
llamársele “pragmático”, aunque suene sin serlo a “pragmatismo” (SC: §422) ligado al papel que
juegan las creencias como antecedentes, motores y medios de conducción de las acciones de la persona,
pero también su rol en la forma de vida, la concepción del mundo e, incluso, su propia personalidad:
Nuestro hablar obtiene su sentido del resto de nuestra actuación (SC: §229)
Mi vida se basa en darme por satisfecho con muchas cosas (SC: §344)
Este aspecto vital de las creencias hace que la manera en que se hacen públicas no sea, en general,
mediante informes lingüísticos explícitos (“yo creo que…”) sino mediante sus manifestaciones
indirectas en las acciones, maneras y dichos diversos de la persona. Es decir, fundamentalmente las
creencias no se describen explícitamente sino que se exhiben o se muestran, a veces de manera muy
sutil en nuestro comportamiento (incluyendo, claro, el comportamiento lingüístico): la manera en que
me siento “de golpe” y sin ninguna preocupación en la silla muestra que creo que está bien construida,
o la manera en que respondo a la pregunta “¿será bueno este café?” con “lo he comprado en el
delicatesen de la esquina” muestra mi creencia de que en la esquina venden buen café (OC: §181, 285).
Por otro lado, este carácter existencial de las creencias resulta más sobresaliente cuando atendemos
a ese subtipo de creencias que se tienen respecto a las proposiciones gramaticales, las certezas que dan
título a los últimos escritos de Wittgenstein. Llámensele proposiciones bisagra (hinge), proposiciones
eje, proposiciones gramaticales, proposiciones lógicas o “geométricas”, enunciados de sentido común,
proposiciones fundacionales (foundational), proposiciones marco (frame), proposiciones
metodológicas, reglas, presupuestos, fundamentos, o finales de la duda, lo cierto es que la relación
“epistémica” entre la persona y sus certezas no se manifiesta “nunca” a través de informes de primera
persona explícitos. Y no tanto porque las proposiciones gramaticales sean indescriptibles a la manera
de las reglas lógicas en el Tractatus, sino porque no tienen ocasiones de uso, porque dada su certeza
no hay contextos en que puedan ponerse en duda y, consiguientemente, en los que su proferencia
cumpla alguna función:

7
En esto se diferencian substancialmente, según SC, de los conocimientos. Mediante “yo sé” puedo describir
meramente una opinión, eso sí siempre contando con el respaldo de una prueba, justificación o evidencia
colectivamente aceptable, que puede ser reclamada en cualquier momento por mis interlocutores.
8

Quiero decir: no es que el hombre sepa la verdad en ciertos puntos con una seguridad
completa. Sino que la completa seguridad sólo se relaciona con su actitud. (SC: §404)
En otras palabras, si queremos entender una postura, no nos basta con identificar una opinión, hay que
tener en cuenta también la actitud de la persona. Y aquí actitud incluye una amplia familia de
manifestaciones, modos y maneras del decir y el hacer, empatías y antipatías, acuerdos tácitos y
conflictos que nunca acaban de resolverse, gestos, tonos, fisionomías, ropajes e, incluso, ausencias
(comienza a lloviznar y no hago nada para protegerme: mi pasividad muestra que creo que la lluvia
cesará pronto)8.
Así que nuestro trabajo, ahora, lo que nos falta para entender y aclarar las posturas en el debate
contemporáneo, es ir más allá de las tesis y las opiniones, de los argumentos, los análisis y las series
de ejemplos y contraejemplos, y avanzar hacia las actitudes que se manifiestan a través de ellas. Y
desde luego es preciso que la actitud “sea reconocible”, que la podemos identificar como “más o menos
parecida” a actitudes reales de personas reales en el mundo real, que son las que nos resultan familiares.

4. Tres actitudes epistémicas.


Comencemos con nuestras venerables viejas actitudes “filosóficas”. ¿Podemos encontrar, por
ejemplo, en la vida cotidiana ejemplos de actitudes similares o aproximadamente similares a las del
escéptico “en sentido filosófico” o el realista “en sentido filosófico”? Si intentamos encontrar tales
actitudes literalmente en una persona que en la vida real duda de absolutamente todas las proposiciones
gramaticales o tenga una certeza ciega sobre absolutamente todas ellas, la respuesta es, otra vez, un
rotundo no. No puede haber escépticos “ a la manera filosófica” en la vida cotidiana, porque como
Wittgenstein aduce en “Sobre la Certeza” toda duda puede plantearse sólo bajo el trasfondo de otras
cosas que no se dudan, por lo que un lenguaje que operara con la regla “dudar de todo” no podría
existir. O porque, como celebérrimamente había aducido Hume mucho antes, quienes operaran con
tales principios y no apartaran la mano del fuego o no buscaran alimento para sobrevivir, acabarían
pereciendo más pronto que tarde. Y no puede haber realistas “a la manera filosófica” en la vida
cotidiana porque, como aduce Wittgenstein al hilo de sus consideraciones sobre seguir una regla, no
se puede seguir siempre las reglas mecánicamente, ya que la constante aparición de interferencias,
indeterminaciones y casos anormales (IF: §141) nos obliga a cambiar y crear las reglas as we go along
(IF, §83)9. Y también porque, de alguna manera, a una comunidad que operara solo con las

8
“Actitud” es en este sentido, un concepto complejo, cuya gramática es al menos tan “técnica” como la de la
expresión “yo sé”, y desde luego cometeríamos un error de bulto si la identificáramos, como en el tratamiento
tradicional de las actitudes proposicionales, con un estado mental. Hay aquí una profunda oposición entre la
dicotomía analítica clásica “actitud + contenido proposicional” (articulado según el modelo general
“forma+contenido”) y el continuum “opinión-actitud” de Wittgenstein, que conviene no perder de vista en
ningún momento.
9
Supongo que podría también construirse aquí un argumento de corte “evolucionista” en la línea del de Hume:
una comunidad que no tuviera una actitud flexible respecto a las reglas (que pretendiera hacer siempre la misma
aplicación de la misma regla) estaría condenada a la extinción.
9

justificaciones obtenidas de sus propias reglas se le aplicaría la misma consideración que al lenguaje
privado: tarde o temprano la justificación se revelaría como insuficiente, al no contar con el
imprescindible contraste con instancias independientes.
Afortunadamente existe otra posibilidad. No es necesario encontrar actitudes idénticas, basta con
encontrar actitudes con las que guarden un aire de familia suficiente como para hacernos comprensible
la analogía (los aires de familia, pues, que nos ayuden a comprender las actitudes filosóficas). Y para
ello recurriré no a reglas o proposiciones a la vez tan centrales y tan ubicuas en nuestro entramado de
juegos de lenguaje como los ejemplos que Wittgenstein discute a los filósofos (proposiciones
“gramaticales para todos”) sino al tipo de reglas más específicas y auxiliares que se encuentran en
juegos de lenguaje especializados o en pequeños grupos de personas que se asocian para un proyecto
particular. Pensemos, por lo tanto, en programas de investigación concretos, por ejemplo:
- un grupo de químicos que intenta probar experimentalmente una determinada hipótesis,
- un gabinete policial que investiga un caso complicado,
- un equipo de investigaciones aeroespaciales que intenta averiguar un modo de enviar una
nave tripulada a Marte,
- una secta religiosa o “espiritual” que pretende alcanzar la iluminación mediante técnicas de
meditación, uso de narcóticos, ayuno…
Bien, resulta claro que habrá, en cada caso, una gran cantidad de reglas y supuestos que sólo se aplican
al grupo y que no son en absoluto compartidos con otros grupos y mucho menos con el común de los
hablantes. Son, pues, proposiciones “dudables” dentro del marco global de juegos de lenguaje y formas
de vida del que forma parte el grupo investigador, pero son sustraídas al juego de la duda por los
miembros del grupo como condición indispensable para poder llevar a cabo su proyecto tal y como lo
han planificado. Y también resulta evidente, me parece, que habrá una gran diversidad en lo que atañe
al grado de implicación en el proyecto, expectativas, confianza y entusiasmo entre los integrantes del
mismo grupo (cuanta diversidad dependerá sobre todo del tamaño del grupo). Creo, sin embargo, que
es posible caracterizar dos actitudes que a la vez (i) recuerdan poderosamente a las del realista y el
escéptico filosófico respectivamente y (ii) en nuestra propia experiencia de haber participado o asistido
a proyectos como los descritos, resultan nítidamente reconocibles como correspondientes a algunas
actitudes reales que de hecho hemos conocido (y en algunos casos podríamos ponerles nombre y
apellidos):

(a) la actitud similar a la del “escéptico en sentido filosófico”. Básicamente es la actitud del
que no acaba de confiar en el proyecto pero, por seguir fiel a su compromiso personal, por simple
interés económico, o por cualquier otro motivo, no abandona la empresa. Esta desconfianza se revelará
a través de una multitud de otras decisiones, declaraciones y pequeños, o no tan pequeños, detalles.
Por ejemplo, la persona no mostrará el entusiasmo de otros (y quizás no trabaje tanto como otros), se
alegrará menos ante los éxitos parciales y resaltará los fracasos y las dificultades que vayan surgiendo
10

(quizás de una manera un tanto irónica, como diciendo “esto ya lo sabía yo”). Seguramente volverá
una y otra vez sobre “aquel” problema todavía no resuelto o insistirá en recordar que “aquello” otro
no está todavía completamente probado y que solo lo hemos aceptado provisionalmente (y que
mientras no tengamos la prueba “definitiva” todo el resto de resultados, de los que depende ese
supuesto, no valen para nada). Se negará a aceptar directamente los resultados de aplicar nuestras
reglas, recordará que hay un umbral de incertidumbre, y pedirá cotejarlos una y otra vez con los
resultados de otros grupos y proyectos (y desconfiará mucho de los nuestros si no coinciden), o exigirá
que se comprueben y re-comprueben usando todos los métodos y recursos a nuestro alcance. En cuanto
surja el más mínimo conflicto en la aplicación de las reglas (alguna contradicción en los resultados, el
descubrimiento de un error cometido en el pasado, una ambigüedad a la hora de interpretar como debe
ser ejecutada en una situación especial, una interferencia del interés personal…) aprovechará la
oportunidad para señalar las limitaciones y la incompleta fundamentación de nuestra metodología, y
quizás para proponer un replanteamiento de nuestra estrategia global.

(b) la actitud similar a la del “realista filosófico”. Esta es la actitud del que tiene una
confianza ciega en el proyecto, al que bien podríamos llamar un “incondicional”, un partidario
ferviente del grupo investigador. Será, pues, alguien que mostrará en todo momento un optimismo
desbordante, trabajará con una energía y voluntad arrolladoras, se alegrará inmensamente ante los
éxitos parciales y, sin dejar de ser afectado profundamente por los fracasos (que le “tocan” en lo
personal), considerará siempre que se debe al hecho de que hayamos cometido algún error en la
aplicación de las reglas, y no a que la estrategia o la metodología sea inadecuada (el fracaso solo servirá
para reafirmarse en su empeño). Adjudicará poco o nulo peso, pues, a los problemas que vayan
surgiendo, y le preocupará muy poco el que algunas de su proposiciones no hayan sido suficientemente
probadas, pues para él no son, en el sentido psicológico, supuestos. En general tenderá a aceptar los
resultados “a la primera”, sin exigir pruebas o comprobaciones, y será reacio a contrastarlos con los
de otros grupos y proyectos salvo para comprobar que ellos van por mal camino, pues para él la causa
de cualquier divergencia será siempre el hecho de que ellos no siguen la metodología adecuada, que
es, por supuesto, la nuestra. Ante la aparición de problemas, tenderá a minimizarlos o, incluso, a
desviar la vista de ellos. Jamás o solo como último remedio aceptará resolver los conflictos mediante
una reforma de las reglas, y mucho menos mediante un replanteamiento de la estrategia general, que
para él son intocables. Por ello, cada vez que el escéptico plantee alguna duda sobre las reglas
inexorablemente su actituad será de rechazo, incluso de repulsa, a lo mejor acompañada con un
explícito “Eso no se discute”.
Confío en que el lector haya reconocido estas actitudes, y que sea capaz de imaginárselas inseridas
en personas participando en cada uno de los proyectos que enumeré antes, o reconocerlas en personas
11

de carne y hueso que participaban en proyectos reales en los que él estaba involucrado10. Es más, en
muchas ocasiones estas actitudes no tienen por qué ser “tapadas”, ni tampoco tienen por qué estar
aceptadas sólo tácitamente por los otros integrantes del grupo. Por ejemplo, frecuentemente no se
impone como condición necesaria para pertenecer al grupo la confianza en el proyecto (hay otras
consideraciones que hacer, como por ejemplo la competencia de la persona o, incluso, el que ofrezca
“otra perspectiva” desde su divergencia de partida), y por lo tanto uno puede ser aceptado como el
“escéptico” del grupo sin más. Y contar con algún “entusiasta” suele ser considerado como algo
positivo para la cohesión del equipo, la moral, etc.
En todo caso, ¿cómo denominaríamos, en un lenguaje coloquial y no en jerga filosófica, a esas
actitudes? Bueno, para el caso descrito en (a) creo que utilizaríamos la misma palabra, usándola en
sentido coloquial pero que es muy próximo al filosófico. Es decir, diríamos de tal persona que es
“escéptica”. En el segundo caso, por el contrario, nadie utilizaría la palabra “realista”, en el sentido no
filosófico de la palabra. Todo lo contrario, todos tenderíamos a calificarla como poco realista, ya que
quien tiene una actitud tan incondicionalmente optimista carece de un sentido genuino de lo complejo
y complicado que es el “mundo real”. Diríamos, más bien, que esa persona ha “idealizado” el proyecto,
que toma las reglas como algo más perfecto, más sublime, de lo que “en realidad” son. En alguno de
mis ejemplos, visto desde fuera incluso diríamos que el “escéptico” es mucho más realista que el
“realista en sentido filosófico” (si el proyecto de enviar la nave tripulada a Marte fuera presentado a
una convocatoria ministerial por un pequeño grupo de profesores de la Facultad de Filosofía de la
Universidad Complutense, me temo que sería calificado como “poco realista”). Se me ocurren algunas
palabras alternativas para calificar esa actitud (quizás radical, incondicional, “idealista” en el sentido
no filosófico, utópica o incluso ingenua; cada una con sus matices, pero, desde luego, como vengo
diciendo nunca utilizaría la palabra realista) pero para resaltar el hecho de que esta persona se niega a
revisar sus supuestos y presupuestos de partida, utilizaré la palabra “fundamentalista”. La persona que
tiene la actitud (a), la que tiene en la vida cotidiana una actitud similar al escéptico en sentido filosófico,
es un escéptico “a secas” (o escéptico en sentido cotidiano). La persona que tiene la actitud (b), la que
tiene en la vida cotidiana una actitud similar a la del realista en sentido filosófico, es un fundamentalista
“a secas”.
¿Y cuál es, entonces, la actitud “realista” en sentido no filosófico y no cotidiano? ¿Existe tal cosa?
Para empezar, haré notar que al igual que no calificaríamos la actitud (a) como realista, salvo en casos
muy excepcionales (cuando pensemos que la confianza ciega está o puede estar justificada con razones
objetivas), tampoco calificaríamos en general como tal la actitud b (salvo en algún caso particular

10
Seguramente estas actitudes se identifican mejor atendiendo a la creencia religiosa, donde la dimensión
personal prevalece sobre la opinión recogida en el dogma, y donde es más fácil identificar al “creyente” del
incrédulo entre los practicantes. No he optado, en todo caso, por dar ese rodeo en este trabajo, pues las
peculiaridades de la creencia religiosa (y, sobre todo, las peculiaridades de la concepción wittgensteiniana de la
creencia religiosa) exigen demasiadas aclaraciones y demasiadas distinciones, que sólo pueden ser consideradas
mediante un examen detallado y enfocado de los juegos de lenguaje religioso que no cabe aquí.
12

como el descrito en el párrafo anterior). Desconfiar “por defecto” en las reglas, considerar
sistemáticamente que las reglas no valen, y pronosticar que en cualquier caso acabaremos fracasando
es tan poco realista como lo contrario. Por hacer una analogía, si mañana se enfrentan el Celta y el
Barcelona en la final de la Copa del Rey, es tan poco realista el que piense que es muy probable que
el Celta acabe ganando como el que piensa que no tiene ninguna posibilidad. Igualmente es poco
realista el que asegura que mañana no lloverá durante la boda porque así lo dice el pronóstico
meteorológico, pero también lo es el que dice que mañana lloverá porque los pronósticos
meteorológicos siempre se equivocan. Por otro lado, no hay que olvidar que al caracterizar dos, o como
haré a continuación, tres actitudes concretas, estoy simplificando dramáticamente, y que a la hora de
la verdad hay muchas y más sutiles diferencias a tener en cuenta (por ejemplo, un escéptico puede
adoptar provisionalmente una actitud fundamentalista a la espera de que “salte la sorpresa” y su ataque
al marco tome a todos de improviso, o uno puede ser fundamentalista con respecto a algunas de sus
reglas y no con respecto a otras, etc.). En todo caso, quizás la siguiente descripción resulte, una vez
más, reconocible para el lector, y además reconocible como una actitud realista en el sentido cotidiano
del término:

(c) la actitud no “escéptica en sentido filosófico” ni “realista en el sentido filosófico”. Es la


actitud del que tiene confianza, pero una confianza ponderada, condicional y condicionada, en el
proyecto. Seguramente su convicción vendrá motivada por su propia experiencia o la experiencia de
otros en proyectos análogos. Tendrá presente lo útil que resultaron sus reglas en programas de su
ámbito de investigación o en otros ámbitos, y como algunos de los resultados en esos dominios apuntan
a la validez (o invalidez) de las reglas. Y también tendrá presente las diferencias entre su metodología
concreta y las variantes de las reglas usadas en esos otros proyectos y ámbitos, como un factor
diferenciador que puede hacer variar los resultados. Desde luego, mostrará implicación y hasta ilusión
en el proyecto, pero no ese tipo de optimismo desbordado y desbordante con el que nos abrumará el
fundamentalista. Se alegrará ante los éxitos y se preocupará ante los fracasos, pero intentará en todo
momento hacerlo “en su justa medida”, midiendo su frecuencia, su gravedad y su centralidad, e
intentando determinar siempre, en el caso de los errores, la causa del fallo. Ante estos, como ante los
problemas y conflictos que vayan surgiendo, la reacción no será la de “negar la realidad” mirando para
otro lado, pero tampoco la de romper la baraja o tirar la herramienta, que a sus ojos sería una reacción
desmedida. Casi siempre, cuando el escéptico plantee alguna de sus dudas en torno a la validez de las
reglas, responderá con un “Ahora no es el momento”, pero en ocasiones, cuando el conflicto sea grave
o se haga urgente (cuando nos impida avanzar con paso firme), contradecirá al fundamentalista con un
“Ahora sí es el momento” o “Ahora sí merece la pena”. En general estará de acuerdo en cotejar y
comprobar los resultados, y en ocasiones hasta considerará relevante “volver a comprobar” o
“comprobar la comprobación”, pero llegado un punto dejará de encontrarle utilidad a nuevos procesos
verificadores y decidirá que ya tiene la certeza suficiente. También estará muy atento a los resultados
13

de otros proyectos de investigación, tanto de los que incorporan una metodología afín a la suya a un
tema distinto, como los que aplican una metodología diferente a su mismo tema. Sabe que necesita
instancias independientes de su propio proyecto que le servirán para comparar y obtener justificaciones
más fuertes que las que son privadas para su grupo. Y por supuesto, intentará medir la validez de las
reglas no solamente antes de ser puestas en marcha, buscando a priori indicios de su calidad (como,
por ejemplo, alguien que intenta averiguar si este martillo sirve para clavar ese clavo haciendo cálculos
de solidez, centro de gravedad, resistencia, etc.) sino sobre todo “utilizándolas”, juzgando a partir de
la experiencia de su uso y de los resultados obtenidos (como, por ejemplo, alguien que intenta
averiguar si este martillo sirve para clavar ese clavo mediante el sencillo expediente de tomar el
martillo en sus manos y golpear el clavo).
Llamaré, a partir de ahora, escéptico a (a), fundamentalista a (b), y realista a (c) (cuando haga falta
precisar, añadiré “en sentido cotidiano”). Más tarde intentaré explicar mejor por qué les llamo así, pero
de momento me basta con ser entendido.

4. Dudas ilegitimas o momentos ilegítimos para dudar.


Existe una corriente interpretativa de Sobre la Certeza muy popular según la cual el objetivo de
Wittgenstein mientras escribía compulsivamente sus notas prácticamente desde su lecho de muerte
era convencernos de que hay proposiciones de las que es imposible dudar. Estas proposiciones son las
que Moore llamó de sentido común, las que Wittgenstein en muchas ocasiones denomina certezas,
pero a las que también se refiere como proposiciones gramaticales, proposiciones lógicas, o
simplemente reglas, y que en la literatura tienden a conocerse como proposiciones bisagra, y su
característica común es que su aceptación constituye el marco en el que se desenvuelven todos nuestros
juegos de lenguaje. En ocasiones esta línea exegética encuentra en el libro una tesis todavía más fuerte:
las proposiciones bisagra son inefables. Ya que no pueden ser puestas en duda, tampoco pueden ser
afirmadas, y por lo tanto nunca entran de manera lícita en el lenguaje (salvo quizás en juegos muy
específicos como los pedagógicos)11.
Pues bien, en mi opinión esta línea exegética está completamente errada. Ni Wittgenstein consideraba
que los enunciados de sentido común -como yo prefería llamarles- o proposiciones bisagra -como en
esta corriente exegética tiende a llamárseles- fueran indudables, ni mucho menos era éste su propósito
al escribir el libro.

11
Casi me parece ocioso señalar nombres propios. Desde las posturas más matizadas de (Moyal-Sharrock: 2004),
para quién las proposiciones gramaticales sí pueden formularse aunque jamás decirse o preguntarse, (Coliva:
2010), para quien no son sinsentidos pero si son “carentes de sentido” (senseless) a la manera del Tractatus, y
por lo tanto no pueden servir para hacer aseveraciones, o (Moravetz: 1978) para quien es imposible imaginar
como nadie podría creer lo contrario, hasta posturas más extremas como las de (Stroll: 1994), para quien pueden
resulta “aberrante” no aceptarlas y “absurdo” negarlas, o la de (Malcolm: 1949), para quien tales proposiciones
deberían ser expulsadas para siempre de nuestros juegos de lenguaje, la mayoría de los principales intérpretes
coinciden en señalar la inefabilidad y la consiguiente imposibilidad de ser puestas en cuestión como un punto
esencial en la caracterización de las proposiciones gramaticales por parte de Wittgenstein.
14

Comenzaré intentando probar el primer “ni”. El predominio de esa línea exegética seguramente
tiene su origen en la insistencia de Wittgenstein en que, en nuestros juegos de lenguaje epistémicos,
toda duda se plantea bajo el trasfondo de cosas que no se dudan, por lo que una duda global se anularía
a sí misma. Esto es cierto, pero no lo es menos que Wittgenstein señala una y otra vez el hecho de que
lo que es presupuesto de la duda en una situación (y por lo tanto es indudable “ahí”) puede ser objeto
de duda en otra. La línea exegética que vengo criticando, consciente de ello, intenta resolver la tensión
aludiendo a la especial posición de las proposiciones bisagra en nuestra red de juegos de lenguaje, su
centralidad (en el “eje”), su “fundamentalidad” (en la base) y su ubicuidad (actúan en el trasfondo de
todos los juegos) provoca que una duda sobre ellas se contagie a toda la red. Y esto es, con matices,
también cierto: una genuina duda sobre las proposiciones de sentido común desbarataría muchas de
nuestras prácticas, pero eso no quiere decir que al eliminar una de esas proposiciones automáticamente
el resto se vuelvan inútiles. Al contrario, en muchos casos Wittgenstein hace ver como una duda
“razonable” sobre alguna proposición bisagra puede ser disuelta con la ayuda del resto de
proposiciones bisagra12. En el parágrafo 232 Wittgenstein lo dice explícitamente :
“Podríamos dudar de cada uno de estos hechos, pero no podemos dudar de todos”
De hecho, ni siquiera es cierto que no podamos dudar de todas las proposiciones bisagra. Al contrario,
en la continuación del parágrafo 232 aclara este punto:
¿No sería más correcto decir: “no dudamos de todos”? No dudar de todos es solo la forma
y el modelo que tenemos de juzgar y, por lo tanto, de actuar.
Es decir, que no podemos descartar que en otras formas de juzgar y actuar, en otras formas de vida y
de lenguaje, todas nuestras proposiciones bisagras puedan ser puestas en duda (§284: no quiero decir
que los hombres deban comportarse de tal modo: solo que así se comportan).
Por otro lado, Wittgenstein ofrece muchas pistas sobre las distintas maneras en que una proposición
bisagra puede llegar a ser puesta en duda. Haré un rápido repaso:
- lo que en un contexto es una proposición de sentido común en otro puede ser una proposición
empírica (p. ej. “las manos de Moore” en el caso del ciego recién operado, SC: §23, 622),
- aceptar una proposición de sentido común comporta una decisión, y siempre puedo dar
“marcha atrás” (SC: §368),
-puedo “imaginarme” e incluso “concebir” situaciones en las que una proposición gramatical fuera
puesta en cuestión, aunque considere que tales situaciones no son reales (SC: §35),
- “algo realmente inaudito” puede sacarme de mis casillas y hacerme imposible la aceptación
de lo más seguro (SC: §513 a 518),

12
Por ejemplo en (SC: §134) que no encontremos un libro en el cajón donde lo habíamos colocado no llega a
producir una duda genuina sobre el enunciado de sentido común de que los libros no desaparecen
espontáneamente porque podemos encontrar otras explicaciones (me falla la memoria, la gente coge las cosas
sin permiso, etc.).
15

- cambios en la realidad, cambios en nuestra forma de vida, y cambios en nuestro conocimiento


de la realidad, producen de manera natural una transformación en las proposiciones de sentido común
(SC: §63, §65, §256, §286 -la famosa “proposición gramatical” que ha dejado de serlo desde que
Wittgenstein escribió el libro-),
- de hecho, las creencias de sentido común de nuestros antepasados son puestas en duda por
nosotros (SC: §132), al igual que lo son las de otras culturas (SC:§255), e incluso las de personas de
nuestra misma época y cultura (SC: §239, §336: los miembros de la misma comunidad no comparten
todas las proposiciones bisagra),
- existe un límite borroso entre las proposiciones gramaticales y las proposiciones empíricas,
ya no solo dentro de un lenguaje o una comunidad (SC: §309) sino en cualquier “corte” que se haga
en ellos (SC: §319), incluso si el recorte se reduce a una jugada de una persona (SC: §673).
De hecho, este límite difuso y oscilante de nuestras reglas hace no solo que nuestro marco vaya
transformándose lentamente, de manera espontánea y no traumática, sino además que sea inevitable
que así lo haga, como se expresa en la famosa metáfora del lecho del rio (SC: §96 a 99):
Podríamos imaginar que algunas proposiciones, que tienen la forma de proposiciones
empíricas, se solidifican y funcionan como un canal para las proposiciones empíricas que no
están solidificadas y fluyen; y también que esta relación cambia con el tiempo, de modo que
las proposiciones que fluyen se solidifican y las solidas se fluidifican (SC: §96).
Vayamos ahora al segundo “ni”. Si Wittgenstein no pretendía probar que la duda de las proposiciones
gramaticales era imposible, ¿cuál era su propósito al escribir el libroi? Muy fácil, el propio Wittgenstein
lo comenta numerosas veces en el texto y hay un par de momentos en que lo declara explícitamente.
El propósito solo se entiende una vez que se asume que las proposiciones gramaticales son dudables,
y se incluye esta asunción en una subordinada concesiva: a pesar de que sea posible la duda, no es
necesario dudar.
Lo que he de demostrar es que una duda no es necesaria ni siquiera cuando es posible. Que
la posibilidad del juego de lenguaje no depende de que se ponga en duda todo lo que puede
ser puesto en duda (SC: §392)
Si hay algún lugar al que se dirige la terapia de Wittgenstein es sin duda a curar este trauma. En todo
momento presentimos y en muchas ocasiones percibimos nítidamente la existencia de otras reglas, de
otras metodologías, de otros sistemas de creencias, de otras concepciones del mundo. Muchas veces,
también, podemos percibir su interés, sus ventajas, su appeal. Pero eso no nos obliga directamente a
tomarlas en cuenta, ni, esta es la clave, desbarata las justificaciones que obtenemos con nuestras
propias reglas. No por ello somos estúpidos, ni tampoco unos crédulos (SC: §235). Así que preciaré
aun más este mensaje: incluso aunque haya una duda legítima, no es ilegítimo no dudar.
En este punto debemos darnos cuenta de que la completa ausencia de duda en cierto
momento no tiene por qué falsear necesariamente el juego de lenguaje, ni siquiera en los casos
16

en los que diríamos que subsiste una duda “legítima”. Dado que allí hay también algo similar
a otra aritmética.
Creo que el reconocimiento de esto ha de situarse como fundamento de toda comprensión
de la lógica. (SC: §375, mi énfasis).
Si mi lectura de Wittgenstein es correcta en este punto, si la cuestión importante no es si es posible
la duda de las proposiciones gramaticales, y ni siquiera si es posible que en algún momento aparezca
una duda legítima sobre ellas, sino si es conveniente o razonable plantear la duda en este momento (o
si sería ilegítimo no hacerlo), entonces, me parece, no necesito buscar más la actitud “realista en
sentido cotidiano” que describí en la sección precedente, porque esa es precisamente lo que
Wittgenstein describe en estos párrafos, y lo que persigue a lo largo de las convulsas páginas del libro.
Una actitud que no es la del escéptico (en sentido filosófico o cotidiano), que ante la mínima
posibilidad empírica de duda se lanza a cuestionar las reglas, el marco y el proyecto, ni la del
fundamentalista (o el “realista en sentido filosófico”) que ni siquiera ante una “experiencia realmente
inaudita” estaría dispuesto a cuestionarlos y que considera cualquier planteamiento de alternativas
como ilícito (sin darse cuenta de que, como hemos dicho, las reglas, como los continentes, están en
una deriva contínua y acaban tarde o temprano colapsando entre sí). La genuina actitud realista es la
que sabe que la clave está en “administrar” la duda convenientemente, en reconocer los momentos en
que plantear la duda tiene sentido y cuando no, un poco como el maestro debe reconocer cuando son
pertinentes y cuando no las distintas dudas que pueda plantear el alumno durante el aprendizaje.
En la próxima sección explicaré por qué echo tanto de menos esta actitud en el debate filosófico
contemporáneo, pero antes me gustaría hace un par de aclaraciones sobre los pasajes recién
comentados de Sobre la Certeza y el lugar que ocupan en el grueso del libro, que me parecen necesarias
para evitar equívocos sobre mi punto de vista. En primer lugar, haré notar que los párrafos en los que,
como en 392, Wittgenstein, admite algo así como que el “contenido” de la duda escéptica es real y
comprensible (incluso de las dudas escépticas “fuera de contexto”), son muy escasos, y que
comparativamente abundan mucho más las ocasiones en que califica directamente el planteamiento de
la duda como sinsentido. Esto es comprensible, y hasta me atrevería a decir que al hacer lo primero (al
desligar el contenido legítimo de la propuesta ilegítima o irrazonable) Wittgenstein se traiciona a sí
mismo. Pero no por nada que tenga que ver con su concepción de las proposiciones gramaticales, de
la certeza o del conocimiento, sino por su propia concepción global del lenguaje tal y como había sido
expuesta en las Investigaciones. Efectivamente, uno de los errores de la concepción tradicional que
allí denuncia es el de separar el contenido de un enunciado de la función que cumple en la situación
en que es proferido, y pretender comprender el uno aisladamente del otro (a la manera en que por
ejemplo lo hace Frege con los dos trazos, el vertical y el horizontal, del símbolo de la aserción). Para
Wittgenstein lo único que importa es el resultado final del acto de habla, el cual no se puede entender
como suma de dos actos (los que Austin denominaría acto locucionario y acto ilocucionario), ya que
el “para qué” depende del “qué”, y tanto el “qué” como el “cómo” solo se entienden desde el “para
17

qué”. O, lo que viene a ser lo mismo, no se puede pretender identificar lo que se está diciendo sino es
dentro del contexto en que se dice, por lo que si en el contexto actual no cumple ninguna función la
duda escéptica, entonces tampoco nos resulta comprensible en el contexto actual su contenido, por
mucho que podamos reconocer el sentido que podría adquirir en otro contexto.
Si en algún momento, con muchos circunloquios y casi soterradamente, Wittgenstein opta por hacer
alguna distinción ahí (entre que sea posible el contenido pero no la función), es solo porque es un
punto crucial que precisa ser aclarado “de la manera que sea” para poder entender la naturaleza de
nuestras certezas. No debe ser tomado al pie de la letra, como la propia distinción entre opinión y
actitud que vengo barajando en este trabajo, ya que la relación es mucho más compleja: sería un error
intentar separar con un tajo limpio el contenido y la función (o la actitud y la opinión), primero porque
contenido y función no se pueden hacer corresponder “uno-a-uno”, pues la relación siempre viene
mediada por el todo del lenguaje y el todo de las formas de vida (y tampoco, recordemos, se puede
separar uno de otro), y segundo porque como vengo diciendo desde hace un rato el contenido
contribuye decisivamente a configurar la función y la función contribuye a configurar el contenido.
Y de ahí también las quejas repetidas sobre lo incomprensible que le resultan las afirmaciones
filosóficas de Moore, ya que no encuentra ninguna función que pudieran tener en contextos reales. En
efecto, ahora podemos entender mejor las acusaciones al debate filosófico escepticismo-realismo que
describía en la primera sección de este trabajo, y como entronca con el interés terapéutico que vengo
describiendo (la figura general no precisa ser descrita aquí: la necesidad de clarificación surge de la
confusión filosófica). Las dudas escépticas filosóficas se rechazan no porque no puedan
“comprenderse” en el sentido tradicional (podemos imaginar, concebir y hasta aceptar la posibilidad
empírica del escenario escéptico), sino porque no pueden “comprenderse” en el sentido nuevo
caracterizado en las Investigaciones (dado el carácter puramente teórico de la duda, el debate carece
de una finalidad genuina; no hay el “para qué” imprescindible para hacer inteligible el “cómo” y el
“qué” de las contribuciones de los participantes). En términos menos filosóficos y quizás por ello más
claros: puede llamárseles sinsentidos no porque no tengan “sentido” en tanto que significado, sino
porque no tiene “sentido”, ya que no cumple ninguna función ni tiene ninguna consecuencia,
proferirlas.
En segundo lugar, haré notar que la cuestión de cuándo y cómo se hace pertinente la duda escéptica
(la duda sobre las reglas) es, para Wittgenstein, de escaso valor filosófico (en esto, como haré notar en
el apartado siguiente, me “separo” de su propuesta). Habrá muchos y diferentes motivos para ello,
tantos como los distintos factores de lo que depende la existencia de la práctica en la que se insertan y
configuran las reglas, y que Wittgenstein menciona casi siempre de manera casual en las obras de este
periodo: nuestro entorno físico, nuestra constitución anatómica, nuestras predisposiciones y facultades
biológicas, nuestro devenir histórico (o nuestra “historia natural”), nuestras preferencias y necesidades,
incluso nuestro capricho o nuestro gusto…. Y “en el fondo” da lo mismo si el motivo es uno y otro.
Como en el ejemplo de las Investigaciones (IF: §41) la regla que rige el uso del símbolo “N” puede
18

ponerse en cuestión a raíz de un acontecimiento físico (se ha roto el martillo al que denominábamos
con “N”), una alteración en nuestras acciones e intereses (dejamos de usar el martillo, quizás porque
ya no necesitamos clavar), o un simple cambio en nuestros símbolos (usamos otro recurso lingüístico,
quizás uno más eficiente, para conseguir que el obrero traiga el martillo cuando lo necesita el albañil).
Hay, sin embargo, un tipo de casos que quiero destacar, pues son ejemplos muy claros de cuando una
duda escéptica tendría sentido en la vida real (y no solo en la mente confundida del especulador
filosófico). En varias ocasiones Wittgenstein señala como algo filosóficamente muy relevante el que
ocurra que si determinados hechos naturales fueran distintos de como de hecho son, nuestros juegos
de lenguaje perderían su quid y con ello las reglas dejarían de tener sentido (p, ej. SC: §505, IF: §142,
§492, pág. 523)13. Este importante “dato filosófico” en ocasiones tiene un antecedente de este estilo:
si me imagino algunos hechos naturales como distintos de los que son…. (p. ej. SC: §43, Zettel: §350,
o la continuación del pasaje citado de IF: pág. 523 ). Pero en otras ocasiones toma esta otra forma: si
descubriera que algunos hechos naturales no son como creo que son… (Zettel: §352 ). Pues bien, me
parece que aquí tenemos un perfecto ejemplo de contexto en el que no solo la duda escéptica es
legítima, sino en el que sería ilegítimo no plantearla. Si en el curso de nuestra práctica epistémica
descubrimos que algo no era como creíamos que era, y si además tenemos razones para pensar que ese
hecho era uno de los que dependía el “quid” de nuestro juego, entonces lo razonable es plantear una
reforma de las reglas. Y eso, pienso yo, ocurre no solo en las grandes revoluciones científicas,
culturales y sociales provocadas por nuevos hallazgos, sino que ocurre muy frecuentemente en las
pequeñas revoluciones que a pequeña escala cada uno va acometiendo a medida que aprende “más
cosas”:
Aunque estén tan seguros como quieran de lo que dicen -están equivocados y nosotros sí lo
sabemos. Si comparamos nuestro sistema de conocimiento con el suyo, es evidente que el suyo
es, con mucho, más pobres) (SC: §286).

5. Filosofía académica, filosofía práctica.


Volvamos ahora al debate filosófico actual, al que habíamos abandonado (aunque nunca del todo)
en las secciones anteriores. Volveré a recordar que en el momento en que comience a insertar a
Wittgenstein en el state of the art automáticamente habré abandonado la actividad puramente exegética
(pues cualquier interpretación admisible implica el rechazo de todo el debate y toda la práctica teorética
de la filosofía), y estoy, ya, haciendo un uso para mis propios fines. Es obvio, pues, que yo tengo otra
concepción de la filosofía, o, al menos, que estoy partiendo de otra concepción de la filosofía al hacer

13
Adviértase, también, que parte del interés de Wittgenstein a la hora de señalar este dato es que el tipo de hechos
que están “detrás” de la regla son muy distintos de los que ha imaginado o buscado inútilmente la tradición
filosófica. No es el “hecho”(o el “superhecho”) que hace verdadera la proposición gramatical (algo totalmente
absurdo porque la proposición gramatical es una regla y las reglas no son verdaderas o falsas sino, como mucho,
buenas o malas), sino algunos condicionantes fácticos a veces perfectamente contingentes y aparentemente
accidentales (o secundarios) tales que si no concurren no hay forma humana de ejecutar la reglas propiamente.
19

esto, pero ahora no es el momento de entrar en ese tema. Tomemos, pues, los instrumentos
conceptuales que he ido recopilando en las páginas anteriores y apliquémoslos al diagnóstico que se
hizo en la primera sección de este trabajo, ¿qué resultados obtenemos?
(a) Gran parte de la oscuridad conceptual proviene del hecho de que el filósofo no trabaja con
ejemplos reales (o “que podrían ser reales”). Como he dicho, considero que se pueden encontrar
actitudes muy afines a la del escepticismo filosófico en la vida real, y también, como he defendido en
otro lugar, dudas escépticas que guardan el suficiente aire de familia con las dudas filosóficas (basta
con mirar de cerca situaciones de crisis científicas, culturales, pero también personales)14. Y podremos
reconocer un contexto, una motivación y una finalidad tano para la duda como para su solución,
imprescindibles para reducir la indeterminación de los planteamientos puramente teóricos. Elementos
que nos servirán, de paso, para eliminar la ambigüedad casi insoportable con la que muchos filósofos
usan nociones modales en la teoría del conocimiento. Cuando un filósofo se pregunta si es “posible”
el error casi nunca parece estar usando ni la noción de “posibilidad empírica” (que sea posible en el
mundo real) ni de “posibilidad gramatical” (que sea admitido por nuestras reglas) sino de otra cosa,
que suelen denominar “posibilidad lógica” (que es a priori, independiente de como sea el mundo o el
lenguaje), y que Wittgenstein calificaría de “posibilidad metafísica” (un espejismo conceptual, el
resultado de confundir la posibilidad gramatical con la posibilidad empírica). Atendiendo a casos
reales será más fácil dar un análisis de lo qué se quiere decir en situaciones normales con “saber
infaliblemente” o “saber con certeza” en el sentido de que “es excluído gramaticalmente el error” en
situaciones normales. Y también qué se quiere decir en situaciones de crisis cuando se intenta
determinar cuan posible empíricamente (quizás aquí es más natural decir cuan probable) es el error.

(b) Con respecto a la “huida” hacia el refugio del metaescepticismo en la que parecen
embarcados tanto los realistas como los antirealistas filosóficos, creo que es evitable una vez que se
deshace el equívoco del “ascenso semántico” en el que parece embarcarnos el conocimiento reflexivo
(el saber que se sabe). No es necesario (y, por supuesto, sería imposible en cualquier sentido de
“posible”) salir del lenguaje y de la realidad para comprobar desde algún lugar privilegiado su encaje
o su falta de encaje. Hay aquí una importante lección de Wittgenstein que, con honrosas excepciones,
todavía no ha sido bien recibida por la comunidad filosófica. La calidad de las reglas se manifiesta en
sus aplicaciones, en la práctica, y se mide en ella. El juego se juzga “jugándolo” (igual que se aprende
jugándolo, igual que se comprende jugándolo), y las reglas se aprenden aplicándolas15. Como en los

14
Vilanova 2015.
15
Entre los comentaristas contemporáneos quien me parece que mejor ha entendido este punto es H. Mounce,
para quien en Sobre la Certeza se deshace el falso dilema de la filosofía contemporánea al reparar en que es el
lenguaje el que “necesita” (is parasitic on) el mundo y no al revés, lo que supone que a nuestras definiciones y
conceptos subyace inevitablemente un orden en nuestras relaciones con el mundo que solo puede darse en la
práctica: For we are presented, in effect, with a dichotomy. Either we can transcend language and ground it in
the world or our language is wholly autonomous; it is not grounded in the world at all. She nowhere considers
20

casos que describía al final de la sección precedente en los que alguien descubre una probabilidad
empírica de error, es desde dentro del propio juego de lenguaje (o mejor, dentro de la red de juegos
que constituye nuestro lenguaje) donde surge el conflicto, y también donde se resuelve, y por los
mismos métodos, con los mismos juegos y los mismos instrumentos con los que resolvemos todos los
conflictos. En el sentido en que es razonable discutir si “sabemos”, y en el que es razonable decir que
“sabemos que sabemos” o “sabemos que no sabemos” (que, recordemos, es el sentido cotidiano), con
ello no hemos ascendido a ningún plano metalingüístico, ni es necesario un nuevo paquete de reglas
para moverse en él. Aunque en el juego de lenguaje específico en el que se plantea la pregunta las
respuestas se busquen de distintas maneras (por ejemplo, como ya he señalado antes, para el
conocimiento reflexivo es más importante la comparación con otros juegos), desde la perspectiva del
todo del lenguaje el primer “sabemos” es el mismo que el segundo “sabemos”, y el tipo de pruebas
que se requieren pueden ser tan “normales y corrientes” o tan “especializadas y técnicas” en un caso
como el otro.
(c) En lo que respecta al abanico de posturas que nos encontramos en la controversia sobre la
fundamentación del conocimiento, creo que se entiende (y se valora) mejor la situación cuando
tomamos como objetos de comparación las tres actitudes pre-filosóficas que he descrito. A este
respecto, opino que hay una notable diferencia entre la situación en la primera mitad del siglo XX,
para la que Sobre la Certeza casi marca un punto final, y el estado de cosas en estos primeros pasos
del siglo XXI. En aquel momento la actitud preponderante es la que he llamado “fundamentalista”.
Hoy, como he dicho, casi nadie se declara escéptico, sino como mucho metaescéptico, pero nos
encontramos con una extensa familia de -ismos (convencionalismo, relativismo, expresivismo,
nihilismo, antifactualismo, constructivismo, relativismo….) cuyo denominador común es una actitud
de rechazo al realismo filosófico, que a su vez se manifiesta en su continua problematización de las
creencias y convicciones del “hombre de la calle” (o del “científico”, o del “creyente”, o del
“ciudadano”). En este sentido, creo que se echa a faltar una actitud realista (ojo, en sentido cotidiano),
cuya finalidad no sea “defender” ni “atacar” nuestros sistemas epistémicos sino algo distinto: clarificar
y también explorar los modos y maneras en que las reglas se cambian sobre la marcha, los criterios
para determinar los momentos y los motivos en que resultan adecuadas distintos tipos de reformas de
las mismas, y los instrumentos, recursos y patrones argumentales típicos para dicha labor. En mi
opinión la actitud realista es necesaria, y no porque sea valiosa por sí misma o más interesante que las
otras (aunque para mí, claro, sí lo es) sino porque es imprescindible para desatascar esa confrontación
fundamentalismo-escepticismo en el que una y otra vez encalla, vayan ganando los unos o los otros,
el diálogo filosófico.

a third possibility, namely, that language develops through our interrelations with an independent world.
(Mounce 2005: pág. 106).
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(d) Por último, me gustaría precisar que mi intención no es sacar fuera del tablero las dos viejas
posturas, el realismo y el escepticismo filosóficos. Desde el punto de vista filosófico son tan lícitas
como cualesquiera otras, y al igual que, como indicaba previamente, contar con algún fundamentalista
y con algún escéptico en tu equipo de investigación puede ser útil, las dos venerables doctrinas tienen
también su valor dialéctico. Pero hay que evitar convertirlas en hombres de paja, así como tratarlas
como compartimentos estancos a los que van a parar todos los filósofos con los que uno no está de
acuerdo.
Una última reflexión sobre el nuevo uso de los calificativos que propongo. Alguien (seguramente con
actitud escéptica) podría argumentar que en la vida cotidicana es frecuente utilizar la palabra “realista”
para referirnos a actitudes que yo calificaría de “escépticas”. Y en efecto, no me importa reconocer,
como he dicho antes, este uso para ocasiones en las que alguien hace ver que los pronósticos
metereológicos no siempre se cumplen o que en el futbol como en la vida no es regla que el débil gana
al fuerte, y reconocer incluso que ese uso puede ser más frecuente que el mío. En mi opinión este
hecho conecta con el fenómeno global en torno al uso de la palabra “real” que John Austin describe
en Sense and Sensibilia, según el cual la palabra de marras tiende a aparecer en el discurso en los casos
de anomalía o de infortunio (no por tanto cuando todo va bien o funciona de manera regular), cuando
decimos que aquella manzana no era real (porque estaba hecha de cera), que aquella sensación de
caliente no era real (ya que estábamos tocando el radiador con las manos recién sacadas de la nevera),
o, como en este caso, que un presunto conocimiento (o una presunta creencia justificada, si se quiere
precisar) no es “real”. Pero, como también he argumentado, siguiendo la inspiración de Austin,
tampoco es correcto decir que no es “real” o que no es “realista” el que piensa que las manzanas que
penden de la rama son reales, que la tetera que hierve en el fuego está realmente caliente, o que en
realidad sabemos que la tierra es más pequeña que el sol. En todas estas ocasiones ser “escéptico” sería
calificado, por la gran mayoría de nuestros paisanos, como poco o nada realista.
Y por el otro lado, alguien (probablemente con actitud fundamentalista) podría argumentar que si uno
admite que en el futuro puede considerar que estaba equivocado incluso sobre cosas de las que tenía
máxima certeza, y que nuestros conceptos, definiciones y reglas están tan sujetos al proceloso curso
del devenir como cualquier otra de las criaturas que pueblan el mundo, entonces no debe llamarse a sí
mismo realista sino más bien escéptico. En este caso responderé que es él el que está violentando la
semántica de la palabra, y el que no se acoge a su definición. Ser realista debe implicar, no veo otra
opción, que se considera que la primera y la última palabra la tiene siempre la realidad. Y la realidad
es la realidad “aquí y ahora”, ese rico y dinámico tapiz de circunstancias, aspectos, acontecimientos,
objetos y criaturas en el que vivimos (tan grande que, por supuesto, no cabe en la cabeza de nadie), y
no algún misterioso entramado estructural que yace sempiternamente en su trasfondo y al mismo
tiempo en algún extraño lugar en nuestras seseras. Pretender que hay algo, cualquier cosa, sobre la que
podamos abrogarnos el derecho de decir ahora que fue, es y será siempre verdadero
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independientemente de cómo transcurran las cosas es quitarle la palabra a la realidad y no debería, en


sana justicia semántica, ser denominado “realismo”.

BIBLIOGRAFÍA.
Austin, J. (1962), Sense and Sensibilia, Oxford, Oxford University Press.
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