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Derechos LGBTI: Diez años entre avances progresistas

y retrocesos moralistas
Ha sido una década de tensión entre los logros de activistas y funcionarios comprometidos y un
presidente reaccionario. Los mayore éxitos se dieron en visibilidad pero tuvo un fuerte enemigo
casa adentro: los sectores más retardatarios de la administración, encabezados por el propio
Rafael Correa.
Verónica Potes · 24 de mayo del 2017

Un niño sostiene un bandera en una manifestación a favor de los dere


Después de diez años de gobierno, en


materia de derechos LGBTI hay un balance
mezclado: se dieron ciertos pasos pero
padecimos el conservadurismo
recalcitrante de Rafael Correa. El
Presidente sucumbió a la tentación de
imponer discriminación vía políticas
públicas retardatarias, autoritarias,
invasivas. La Constitución de 2008 —
promovida como principal promesa de
campaña de Alianza País— coincidió con la
tendencia occidental de avanzar en el
reconocimiento de las diversidades sexo
genéricas. A la Asamblea Constituyente de
Montecristi llegó gente muy progresista —
Tania Hermida, María Paula Romo,
Alberto Acosta— que logró que estos
reconocimientos se trasladaran al texto
constitucional. Y llegaron en la bancada
ganadora del partido de gobierno. Si se
revisa las extensas actas de las discusiones
de la Constituyente, se puede encontrar a
quienes defendían estos postulados que no
eran solo sobre los derechos a
reconocernos en nuestras identidades
sexuales, sino a pensar también en la
conformación de las familias más allá del
modelo tradicional. Y estas opiniones venían —hay que reconocerlo— principalmente desde la
bancada gobiernista. Pero hay que decir que esas conquistas se consiguieron gracias a los esfuerzos de
esos progresistas que iban con el envión político del momento y, siempre, a pesar del presidente
Rafael Correa.

Correa, autodefinido curuchupa y medio, nunca renunció a su oposición a las diversidades


sexogenéricas. Ni siquiera en la época de la Constituyente, cuando las posiciones progresistas de su
bancada lo enfrentaron con las formas más conspicuas del poder tradicional. En su campaña a favor
de votar NO a la aprobación de la Constitución aprobada en Montecristi, el entonces presidente de la
Conferencia Episcopal Ecuatoriana monseñor Antonio Arregui dijo que había puntos que para la
Iglesia Católica no eran negociables: la defensa de la vida desde la concepción, la familia y el
matrimonio monogámico heterosexual. Todas posiciones con las que Correa coincidía. Ya hacia el
final de la campaña del reférendum, en 2008, el gobierno sacó unos spots en los que se veía a un
pelucón francés repitiendo las mentiras con las que la oposición quería desprestigiar la nueva carta
fundamental. Entre las cosas que decía la caricaturesca figura a la que le iba a creciendo la nariz era
estaban la desaparición de la propiedad privada: “Y te van a quitar todos tus bienes: tu casa, tu carro,
tu plasma, hasta tu perro” decía en un momento. Y en otro “Y con la prohibición de asesinar animales
nos quitan la libertad: ni cangrejadas podremos comer”. Y en medio de todo eso “y los hombres se
podrán casar entre ellos, imagínense ¡los hombres!”, y “con el Sí legalizarán la droga, el matrimonio
gay y volverá el Sucre”. Un asunto de igualdad de derechos para todos y todas enredado con los
temores más arraigados en el Ecuador: perder lo poco que se tiene, que los hijos se pierdan en la
droga y el retorno del Sucre, la moneda que fue símbolo de la debacle económica y social de finales
del siglo veinte. Un shampoo malicioso con el único propósito de ganar votos, en el menos sucio de
los casos, o con la intención de perpetuar una discriminación en contra de la población LGBTI.

Para entender a Correa y su gobierno y su relación con las minorías de diversidad sexogenéricas, hay
que entender al Ecuador. En 2007 habían pasado apenas una década desde la descriminalización de
la homosexualidad. Pero fue una victoria dolorosa. En este país no estaba penalizada la
homosexualidad entendida como la atracción entre dos personas del mismo sexo, sino la penetración
anal entre hombres. Era uno de los tipos penales más crueles y violentos que uno podría imaginar: no
solo criminalizaba doblemente a los homosexuales varones, sino que invisibilizaba a las mujeres. Un
delito por el que, según los registros, jamás fue alguien a la cárcel, pero era la estructura legal que
mostraba el gran prejuicio social que existía. Y la sentencia que lo declaraba inaplicable lo era el
remate de la perversidad: no declaraba ilegal esa disposición del código penal con fundamento en la
garantía básica de que nadie debe ser discriminado por su orientación sexual, sino porque la
homosexualidad era una desviación, una enfermedad y la ley dice que los incapaces mentales no
pueden ser penalmente responsables. Ya no éramos criminales, sino enfermitos. Todo el prejuicio
metido en las palabras de la ley. En medio de todo ello, hubo ciertos intentos por darnos visibilidad:
la activista Elizabeth Vásquez registró ante un notario una unión civil en términos de un contrato. Era
una época en la que había que hacer interpretaciones de la ley como ejercicios creativos para buscar
reconocimientos. Ese fue el Ecuador al que le tocó la coyuntura de su Constituyente de Montecristi.

En ese momento en que hubo el primer gran retroceso: dimos un salto hacia atrás de cincuenta años.
Desde 1945, las Constituciones del Ecuador no hablaban de una institución entre un hombre y una
mujer. El Código Civil hacía esa distinción, no pensando en las parejas del mismo sexo —para
entonces estaban criminalizadas, y por ende incapaces de contrato alguno—, sino para evitar la
poligamia. Es decir, lo que la ley quería ahí resaltar era un hombre y una mujer. Los asambleístas
constituyentes de la época nos deben una explicación de cómo terminó el artículo 67 redactado de esa
manera y, también, de cómo fue que la adopción terminó restringida solo para parejas de diferente
sexo, pero no es descabellado pensar que fue una imposición de Rafael Correa.

***

El gobierno de Alianza País de 2007 a 2017 se caracterizó por sus ambivalencias en temas sensibles.
En materia ambiental, propuso la no extracción del crudo debajo del parque Yasuní, pero en 2013 no
solo que declaró que lo explotaría sino que fustigó a los ambientalistas que lo criticaban y se entregó
de cuerpo entero a la minería a gran escala. Lo mismo sucedió en educación, donde se construyó
infraestructura nunca ante vista en el país, pero de funcionalidad y eficiencia puesta en entredicho
por expertos. Esa misma paradoja se vivió en los derechos de los migrantes: fuertemente defendidos
para los ecuatorianos residentes en el extranjero, pero arbitrarios y legalistas con los extranjeros
residentes en el Ecuador. En materia de derechos GLBTI, la tónica fue idéntica.

La primera bipolaridad en ese tema fue que se haya reivindicado ciertos derechos pero que el
matrimonio igualitario haya quedado enterrado por mandato constitucional, la norma máxima de
este país. Es decir, un paso adelante de los movimientos progresistas y saltos hacia atrás de las
huestes ultraconservadoras, encabezadas por Correa.

Fue ahí cuando hubo una especie de efecto contrario: cuando se le cerró el paso al matrimonio
igualitario en la Asamblea Constituyente fue cuando mayor fuerza cobró la causa. Esa negativa trajo
al debate público temas que antes habían sido marginados en medios y espacios legislativos.
Conceptos que en el pasado fueron tratados de forma lírica o somera fueron consolidándose: de
pronto, el Ecuador empezó a hablar de orientación sexual, identidad de género y el libre desarrollo de
la personalidad. Cuestiones que, después del 2008 hasta hoy —y también por la influencia del mundo
occidental— ganaron terreno. Mucha gente, ya sin el riesgo legal de la criminalización, salió del
clóset; para constituir una familia, o simplemente para poder asumirse como persona de forma
pública. Así que por mucho que los artículos 67 y 68 de la Constitución quedaron —y fueron
mayoritariamente votados— con una redacción brutalmente discriminatoria y retrógrada, la norma
fue totalmente contraproducente para los esfuerzos de quienes querían cerrarle el paso a las
discusiones que nos eran relevantes. Era, también, denunciar la primera ambigüedad de una
Constitución que se suponía era casi perfecta (e iba a durar 300 años).

Sobre esa inconsistencia —o mejor dicho, contra esa inconsistencia— comenzamos a avanzar hacia la
aceptación de la diversidad. Primero fue el caso de la niña Satya Rothon, la hija de Helen y Nikkie,
una pareja de mujeres británicas que vivían en las afueras de Quito y a las que un funcionario del
Registro Civil les negó la inscripción de su hija usando un reglamento de 1978. Su negativa se
fundamentaba “en procura de precautelar la seguridad jurídica de la filiación paterna, y en virtud de
que nuestra legislación no contempla la duplicidad de filiación materna en una inscripción de
nacimiento”. La resolución entraba en directo conflicto con el reconocimiento constitucional de los
distintos tipos de familia. Por ejemplo, una en la que hay dos mamás y una hija. El Estado
ecuatoriano, por supuesto, terminó por alinearse con los principios más retardatarios y los sesgos
impuestos desde el Ejecutivo, pero ya no había manera de desviar la atención de lo que era, y es, un
tema que tarde o temprano terminará por aceptarse, social y legalmente. La pregunta es cuándo. Y tal
vez ese sea el desafío del próximo gobierno.

Que los temas estén sobre la mesa es tal vez el más grande los avances. Algunos procesos que se
iniciaron al amparo de esa nueva luz pública aún no se han cerrado. Otros, como la iniciativa Mi
género en mi cédula —que buscaba que las personas trans pudieran identificar su género en el
documento oficial— fue un avance en cuanto al reconocimiento del Estado de la existencia de la
diversidad genérica, pero que requiere un engorroso trámite y que terminó legislado de una forma
distinta a como estaba inicialmente pensado. Fue un paso importante para efectos prácticos poder
mostrar, a la luz pública, oficializado por el Estado un elemento determinante de la identidad propia.
Pero como efecto pedagógico posterior, para enseñarnos a no pensar en género solo cuando vemos a
una persona trans, cuando deberíamos pensar en género cuando nos vemos todos, no se logró. Y tuvo,
como siempre, el mismo detractor de siempre: Rafael Correa. Es difícil olvidar aquella sabatina en
que dijo que lo que él llama despectivamente ideología de género no resistía el menor análisis
académico y que destruía familias. Sobre la ley que permitía el cambio de estos datos en la cédula, si
bien defendió que las personas puedan registrar el género al que se sienten que pertenecen, enseguida
empezó con los peros propios de los discriminadores: dijo que no iba a ser tan fácil porque había que
“hay que ser mayor de edad, hay que tener testigos que dos años esa persona se ha identificado con
ese género”. Y terminó por volver a enroscarse en el caparazón de sus prejuicios: “Siempre vamos a
defender la familia tradicional, de un papá, una mamá, hijos de ambos sexos”. Una vez más: los pasos
de los progresistas dentro del proyecto político de Alianza País y las conquistas de los activistas se
veían revertidos por la opinión moral del personaje más influyente que ha tenido el país. Lo mismo
sucedió con el cruce de tuits que tuvo con la activista del matrimonio igualitario, Pamela Troya, a
quien le dijo que plantearía una consulta popular sobre el tema, desconociendo que los derechos
fundamentales no se consultan, se reconocen y protegen.

***

Las mejores cosas en materia de derechos LGBT se lograron hacer en esta década cuando pasaron por
debajo del radar de la moralina presidencial. Uno de los mejores ejemplos de esta realidad fue la
caída en desgracia de la Estrategia Nacional Intersectorial de Planificación Familiar y Prevención del
Embarazo en Adolescentes (Enipla). La Enipla no era solamente un programa de uso de métodos
anticonceptivos, como se quiso presentar, sino que, además, era un enfoque progresista de la
sexualidad, e incorporaba el tema de las familias diversas. El terror del Presidente en ese momento
era que a los niños en las escuelas se les hablara con claridad, frontal y naturalmente de las
diferencias sexuales, de la diversidad de las familias y no solo, como decía Correa, de las que se
produjeron después de los quiebres sociales de la crisis generada por la quiebra bancaria de 1999,
sino también las que existen al margen de la heteronormatividad —y que seguirán existiendo, aun a
falta de reconocimiento legal, y que no presentan ningún riesgo ni amenaza para el modelo
tradicional.
En definitiva, ha sido una década entre la tensión entre los esfuerzos (y logros) de activistas y
funcionarios progresistas y un presidente reaccionario. Los mayore éxitos del gobierno que se acaba
se dieron en visibilidad: fue el primero en tener funcionarios de la diversidad sexual —aunque la
ministra Carina Vance no haya sido todo lo activista que hubiésemos querido—, y muchas políticas
forjadas en el silencio del trabajo diario, fuera de la discusión pública que ponía en alerta a los
sectores más retardatarios de la administración, generaron un cambio que —dicho sea con justicia—
se habría visto muy en riesgo si hubiese llegado Guillermo Lasso al poder. Los retrocesos, que fueron
varios, tuvieron su peor ejemplar en el retroceso del reconocimiento a la diversidad familiar: desde el
texto constitucional presionado por Correa y las esferas conservadoras religiosas, pasando por la
negativa a la adopción y terminando en la constante denuncia alharaquienta en contra de una
supuesta ideología de género terminaron por dejar al gobierno de Alianza País del lado más triste de
la historia, en un mundo que da pasos cada vez más rápidos hacia la igualdad.

El desafío de Lenín Moreno será renunciar a marcar su gestión con el sello de su moral personal (sea
cual fuere), reivindicar no solo la igualdad sino la diversidad e insistir en combatir las formas de
violencia que aún padece la población LGBTI (sean trans violentados en la calle, o personas
homosexuales internadas contra su voluntad para ser “curadas”) y combatir la homo, trans y
lesbofobia en todos los ámbitos de la sociedad, desde escuelas y colegios hasta en los espacios
públicos. Solo así podrá dejar de dar la así llamada ‘Revolución Ciudadana’ un paso hacia adelante y
muchos otros para atrás.

Verónica Potes
Abogada que preferiría ser fotógrafa. No debe medir más de un metro cincuenta por lo que es una persona
pequeña pero un gran salto para la evolución. Ejerce la abogacía no tradicional y se pierde durante varias
semanas mientras recorre la selva ecuatoriana conviviendo con las comunidades achuar.

https://gk.city/2017/05/24/derechos-lgbti-en-el-gobierno/

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