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Por: Lic. Carmela Rivadeneira, Lic. Ariel Minici y Lic.

José Dahab

El impacto del estrés sobre la salud física

Factores psicológicos en la etiología de las enfermedades


médicas

Si bien los seres humanos transitamos realidades complejas y cambiantes que nos
demandan permanentes esfuerzos de adaptación, la mayoría de las situaciones por
las que rutinariamente atravesamos nos resultan familiares y poco problemáticas.
Nos hemos habituado a ellas a lo largo de nuestras historias de aprendizajes.
Nuestros cerebros, incansables máquinas de otorgar sentido, han detectado las
regularidades de nuestros entornos y, anticipadamente, movilizan recursos en favor
de nuestra adaptación sin que nosotros tengamos noticia de ello.

No obstante, en ocasiones, algunas dificultades sobrepasan los recursos ordinarios


con los cuales cuenta el organismo. Entramos entonces en un proceso de estrés,
esto es, disponemos de recursos extraordinarios para hacer frente a demandas
extraordinarias.

Desde esta perspectiva, el estrés no es de suyo algo negativo ni perjudicial para


nuestra salud; por el contrario, más bien se revela como un proceso favorable que
mejora nuestra performance en circunstancias atípicamente más dificultosas. Hasta
acá, todo parece funcionar bien; pero sabemos ya que este cuadro se encuentra
incompleto. Entonces, ¿cuándo es dañino el estrés?

Responder a esta pregunta lleva inevitablemente a recalcar la raigambre evolutiva del


proceso de estrés. Recordemos que se trata de una respuesta defensiva arcaica que
prepara al organismo para luchar o huir. Claro está que los humanos modernos rara vez

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Revista de Terapia Cognitivo Conductual n° 18 | Marzo 2010

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resolvemos nuestros problemas escapando o luchando físicamente, lo cual torna a la


respuesta de estrés algo anacrónica. No obstante, una sobreactivación momentánea y
pasajera puede resultarnos útil, mas no si ella se vuelve muy intensa o duradera.

Allí radica la clave del estrés patológico. Se trata de una cuestión


predominantemente cuantitativa. El estrés es perjudicial si es crónico, vale decir, si el
proceso no se detiene, sometiendo a nuestro cuerpo a un sobreesfuerzo prolongado.
Es entonces que afectará negativamente nuestra salud. Particularmente, dos son los
sistemas más perjudicados: el cardiovascular y el inmunológico.

El proceso de estrés se inicia cuando nuestro cerebro decodifica una situación como
potencialmente peligrosa. En un plano neural esto significa que se activa la
amígdala, núcleo que subyace en la parte profunda de los lóbulos temporales de los
hemisferios cerebrales y que posee una suprema capacidad de regular las
respuestas autonómicas y endocrinas.

En situación de estrés, la amígdala estimula a la hipófisis, también llamada “glándula


maestra” por su función de regular a las demás glándulas. La hipófisis genera una
cascada hormonal que finaliza con la secreción de catecolaminas (adrenalina y
noradrenalina) al torrente sanguíneo. Tales sustancias impactarán en el sistema
cardiovascular aumentando tanto la frecuencia cardiaca como la presión sanguínea,
reacciones que puestas en la perspectiva evolutiva del estrés, representan una
ventaja. De ahí que el sistema cardiovascular sea uno de los perjudicados por el
estrés cuando este se perpetúa por largos periodos.

La hipertensión y la taquicardia crónicas son dos consecuencias típicas a largo plazo


que, si se suman a hábitos nocivos como el sedentarismo, el tabaquismo o una mala
alimentación; predisponen fuertemente al infarto de miocardio o accidentes cerebro
vasculares, dos desenlaces fatales característicos del estrés sostenido.
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Por lo expuesto, parte del tratamiento del estrés radica en técnicas del control de la
activación, como la Respiración Abdominal o la Relajación Muscular Profunda, cuyos
mecanismos fisiológicos son antagónicos a los del estrés. De esta manera, el
restablecimiento de una respuesta cardiorrespiratoria adecuada a corto plazo, fruto
de la respiración abdominal, irá incrementando a largo plazo el equilibrio en el
organismo mediante la activación de la rama parasimpática del sistema nervioso
autónomo; esto a su vez decrementa el nivel de estrés.

La práctica regular de la relajación provoca cambios estables en el cuerpo, los cuales ayudan
a amortiguar futuras situaciones estresantes. En suma, las técnicas de manejo de la
activación, entrenan al organismo a reaccionar de manera menos intensa ante los estresores.

Asimismo, como hemos afirmado arriba, el estrés afecta al sistema inmunológico. La


misma hipófisis ordena a la corteza suprarrenal que libere cortisol, una hormona que
cumple varias funciones en la regulación de la respuesta de estrés. Entre ellos,
genera un estado de alerta y vigilia que facilita la atención focalizada en la potencial
amenaza, gatilla mecanismos analgésicos y antiinflamatorios por anticipación de
posibles heridas en la lucha, etc.

Pero lo que a nosotros más nos interesa destacar es el poder inhibitorio que el
cortisol posee sobre el sistema inmune. De alguna manera, se trata de un ahorro de
energías pues, en un momento de estrés, resulta más importante defenderse de un
peligro externo que de uno interno.

A largo plazo, vale decir, con un proceso de estrés crónico, ello puede conducir a
inmunosupresión, consecuencia altamente peligrosa pues deja expuesta a la
persona a la proliferación de virus y bacterias. Esto explica por qué en las personas
estresadas hallamos tan típicamente manifestaciones difusas como dolores
musculares, febrículas, irritación recurrente de garganta, ganglios inflamados,
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decaimiento, fatiga, cansancio. Todos ellos son síntomas muy similares a los de una
infección viral o a sus efectos recientes. No obstante, en este caso, más se deben a
la alteración en el funcionamiento inmunológico resultante del estrés.

En consonancia con esto, las hipótesis acerca de la etiología de muchas


enfermedades incluyen cada vez más al estrés como un factor causal crítico, con
igual o incluso mayor peso que las variables biológicas.

Dado que el estrés constituye un síndrome complejo, con manifestaciones


cognitivas, emocionales, conductuales y somáticas; su diagnóstico y tratamiento
deberán conducirse integralmente, en todos los niveles afectados.

Los psicólogos clínicos deberíamos estar entrenados en detectar no sólo los signos y
síntomas “estrictamente” psicológicos, sino también las señales corporales consideradas
tradicionalmente campo de la medicina. Por supuesto, la inversa también vale; esto es,
los médicos deberían saber leer las variables psicológicas de muchos trastornos físicos.

En verdad, a raíz del terreno mixto en el que se insertan el estrés y sus


consecuencias, su adecuado abordaje impone la necesidad de interconsultas entre
profesionales del campo de la medicina y la psicología. Por ello, el conocimiento
científico consensuado y actualizado, con la exactitud diagnóstica y la precisión
conceptual y lingüística que permitan la comunicación interdisciplinaria, se revelan
como herramientas ineludibles. Claro está, la formación de los psicólogos en nuestro
medio deja mucho que desear en este aspecto; una verdadera lástima… por los
pacientes…

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