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Publicado en Psicología y visión del hombre desde la fe, Universidad San Pablo, Arequipa 2009.
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Si bien la ley natural está impresa en el corazón del hombre de manera imborrable,
muchas veces sus conductas son contrarias a la naturaleza y al dictamen de la razón. Y esto es
la causa de los desórdenes psicopatológicos, de las enfermedades psíquicas o enfermedades
del alma.
Es natural al hombre obrar según este dictamen de la razón, pero vemos que -en la
práctica- esto no siempre sucede. ¿Por qué? Porque la razón procede de lo más universal a lo
particular, y en este proceso la razón práctica que se ocupa de las acciones humanas, cuanto
más desciende a lo particular y concreto, tiene más posibilidad de fallar y evidenciar su
debilidad. Este defecto es causado por impedimentos particulares, por la razón pervertida por
la pasión o las malas costumbres. En las obras concretas, la razón no aplica los principios
comunes debido al desorden interior que padece, lo cual le impide -como a todo enfermo-
mover las partes del alma hacia su fin.
Antes del pecado de Adán la mente humana estaba sujeta a Dios y las partes del alma
en armonía y orden, lo cual suponía la subordinación de las potencias inferiores a la razón y
ésta al fin último. La naturaleza compuesta de muchos elementos, recibe una determinada
ordenación en sus partes. Así el hombre, en el estado de justicia original , estaba inclinado a la
virtud, su razón dominaba las fuerzas inferiores y ella estaba sometida a Dios.
Con el pecado original y la pérdida de la gracia de Dios, se rompe esta armonía y el
alma queda desordenada, y sus partes disgregadas tendiendo a polos contrarios (pues cada una
busca su propio fin), con cierta autonomía de su fuerza rectora, que es la razón. Aparecen así
-en esta naturaleza caída- muchas deformidades que son como principio de los desórdenes de
la personalidad. Se pierde la unidad jerárquica que la caracterizaba en el estado de naturaleza
íntegra, con todas las consecuencias que esto supone, principalmente la insubordinación de la
vida sensitiva a la intelectiva, por lo cual falla en las acciones concretas.
En este sentido podemos afirmar que el pecado original es, como lo define Santo
Tomás, una “disposición desordenada” que proviene de la ruptura de esa armonía constitutiva
de la justicia original. La naturaleza no se corrompe totalmente, sino que disminuye la
inclinación a la virtud, o sea el obrar del hombre en cuanto racional, pues obrar según la ley
de la razón -como dijimos- es obrar virtuosamente. La disminución de esta tendencia natural a
seguir el dictamen de la razón, se da en cuanto se ponen obstáculos que le impiden obrar
rectamente.
La herida de la naturaleza, que hace que la razón no se someta a Dios y no pueda
dominar las fuerzas inferiores, se intensifica con el pecado personal. Como la personalidad se
va estructurando en base a las elecciones sobre su obrar concreto, ésta puede llegar -debido a
este profundo desorden- a disfunciones ya claramente definidas como patologías psíquicas.
Porque el vicio, que es lo contrario a la virtud, contradice la ley natural y la plenitud humana,
de manera que constituye la base estructural de las enfermedades mentales. Por eso suele
decirse de alguien que “perdió la razón” o sea, no se comporta razonablemente, según la razón
que ya no dirige coherentemente sus acciones al fin.
Por esta herida del alma que es fruto del hábito del pecado original (igual que en los
pecados personales), la razón pierde agudeza (sobre todo en el orden práctico), la voluntad se
resiste a obrar el bien, cada vez se hace más difícil obrar el bien, y la concupiscencia se
enardece sin cesar. El libre albedrío está impedido de hacer el bien. Todo esto dispone
negativamente respecto del obrar conforme a la ley natural y a sus sanas inclinaciones. Así, el
hombre es como un enfermo, que no puede desplegar todas sus potencialidades, que no puede
moverse con toda la vitalidad de un sano, que no puede llevar una vida normal y plena.
Vemos entonces qué gravemente está pervertido este dinamismo de las apetencias
naturales. Es la rebelión de la carne que aparta del obrar según la razón, y que se fortalece con
las elecciones personales, enfermándose cada vez más. Esto es lo que se llama ley de fomes o
de concupiscencia, en el sentido de que todas las potencias del alma tienden a obrar contra el
bien de la razón, la cual queda sujeta a los apetitos desordenados. Esta es la raíz profunda del
egoísmo, que es el principio subjetivo de los desordenes del carácter.
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Nos preguntamos, entonces, frente a esta situación ¿puede el hombre cumplir
plenamente con la ley natural, tener sanas inclinaciones, alcanzando la virtud y la normalidad
psíquica? ¿Puede desplegarse hasta llegar a la madurez y perfección personal? En estas
condiciones debemos responder que no.
Y ¿qué es lo que puede hacer el hombre cuya personalidad está tan gravemente
desordenada y enferma? Ciertamente, puede conocer algunas verdades proporcionadas a su
razón natural, y también puede hacer algún bien particular como edificar casas, plantar viñas
o cosas semejantes, según dice Santo Tomás. Pero no puede hacer todo el bien connatural, no
alcanza a hacer aquello que es propio de su naturaleza; de tal manera que en todo obrar es de
alguna manera deficiente. No puede querer ni hacer el bien con sus solas fuerzas naturales.
Decíamos que es como el enfermo que puede hacer algunas cosas, pero no con la vitalidad y
perfección del sano, salvo que se lo cure con algún medicamento.
Y este medicamento viene de Dios, el único que puede curar y restablecer el orden de
la naturaleza. Por eso -en esta situación lamentable del hombre y de la cual muchas veces no
toma conciencia- es necesaria la gracia de Dios, el don o regalo inmerecido que sana la
personalidad ordenándola, curando desde sus raíces la enfermedad psíquica.
A medida que la gracia habitual va trabajando en el alma, y restaurando el orden; el
apetito inferior se somete a la razón, y la razón se somete a Dios fijando en Él el fin de su
voluntad. Y así todos los actos humanos se regulan por el fin, y los movimientos del apetito
sensitivo se regulan por el juicio de la razón, como corresponde a la naturaleza del hombre
sano.
Pero esta curación que produce la gracia, la restauración de la naturaleza, es
progresiva: se da primero en la mente, antes de que el apetito carnal le esté totalmente
subordinado y ordenado. Por eso con la gracia habitual el hombre ya no obrará gravemente
contra el dictamen de la razón, aunque todavía no podrá abstenerse de todos los movimientos
interiores de la sensualidad. Podrá dominar cada uno en particular, pero no todos todo el
tiempo, y sobre todo cuando escapan a su vigilancia.
La fuerza de la gracia de Dios actúa en el alma siguiendo una determinada evolución;
se va sanando de arriba hacia abajo. La razón se sujeta a Dios y la voluntad desea la Voluntad
de Dios, pero los afectos continúan desordenados o con cierto desorden, hasta que se someten
totalmente. Las potencias inferiores, que estaban dispersas, se recogen y unifican
progresivamente hasta que el alma vuelve a tener sobre ellas la fuerza y el señorío que había
perdido, dirigiendo sus conductas coherentemente hacia el fin último.
Esta es la verdadera psicoterapia que necesita el hombre, y el psicólogo puede ayudar
mucho en este proceso, pero el trabajo principal lo hace Dios. Por eso es imposible una praxis
correcta de la psicología, si no se consideran los datos de la Teología, porque entonces el
psicólogo estará impedido de captar a la persona que evoluciona con este perfeccionamiento
interior y que se dirige dinámicamente al fin último sobrenatural, aunque el ordenamiento de
la personalidad no sea aún total.