Вы находитесь на странице: 1из 21

Nacer

en un Cuerpo Equivocado
(Mi vida de transgénero)

Por

Mercedes Eleine González




Una historia basada en un hecho real


“Lo esencial es invisible a los ojos. Solo se ve con el corazón”.


Le Petit Prince.

A los cinco años mi madre me puso un tutú, unas zapatillas doradas, un


lazo rosado enorme en la cabeza y me llevó a una academia de ballet cercana a
la casa. Quizás tuvo la buena intención de que yo fuera bailarina cuando
creciera pero la semana de clases que recibí a regañadientes no fue lo
suficiente para despertar tan hermosa vocación en mí. Me sentía como una
mona disfrazada.
Al cabo de la semana la maestra llamó a mi madre:
— Señora, no le voy a hacer perder el tiempo ni su dinero—. Le dijo con
mucha sinceridad. Era, sin duda, una persona honesta.
— No le veo condiciones a la niña para el ballet.
— ¿No será solo cuestión de tiempo? Respondió mi madre algo
esperanzada.
— No lo creo. Una semana de clases intensivas es tiempo suficiente para
descubrir las mínimas condiciones en las alumnas. Más bien le veo
condiciones para el deporte— Prosiguió con firmeza.
— ¿Para el deporte? — Dijo desalentada mi madre y casi sin pausas
añadió:
— ¿Qué deporte recomienda?
— Fútbol, indudablemente.
Recuerdo la cara de horror de mi madre.
— Gracias— dijo secamente, me tomó de la mano y casi a rastras me sacó
de aquella academia.
Nunca más en mi vida volví a pisar tan sublime lugar.
No me inscribieron en ningún deporte y nunca más se hizo alusión a aquel
suceso. Crecí semisalvaje jugando todo el tiempo del mundo en el patio de la
casa, allá en el lejano puerto de mar donde nací.

MI MUNDO

La voz me llegó de lejos en un grito estridente que interrumpió mi viaje


por el Caribe en un barco pirata. Ya casi estábamos a punto de atacar al
enemigo cuando llegó ahora más fuerte haciéndome desviar el golpe certero
con el que iba a aniquilar a uno de los tripulantes. Traté de asestarlo pero fue
inútil, la voz insistente y perentoria me hizo desviar la puntería.
— ¡Baja, baja ahora mismo de ese árbol, que te vas a matar, muchacha!
Hice el intento de aniquilar al enemigo con mi sable una vez más pero el
grito hirió mis oídos, echando por tierra mis intenciones bélicas. Entonces abrí
los ojos y vi a mi madre cerca del árbol ordenándome que me bajara
inmediatamente. No me quedó más remedio que hacer de tripas corazón y
bajar diligente a tierra, perdón, bajarme del árbol donde me había encaramado
para refugiarme en mi mundo de fantasía.
— Te dije que te bajaras, ¿cuándo pensabas hacerlo? Hace dos horas que te
estoy llamando. Es la misma agonía de todos los días. No sé qué encanto
particular tiene ese árbol que siempre estás allá arriba. ¿Acaso no me oíste? ¿O
es que te haces la sorda?
— Pero es que yo no estaba en un árbol, mamá, estaba en un barco pirata
ya a punto de vencer al enemigo.
— ¡Que barco pirata ni barco pirata! Tú siempre andas en las nubes.
¡Camina para adentro!
Mi madre no entendía ¿Cuándo las personas mayores han entendido alguna
vez el mundo de los niños? No tuve otra opción que obedecerle. Me bajé
despacito para que se diera cuenta de que yo era muy cuidadosa si de trepar o
bajar de un árbol se trataba. Tenía mucha práctica.
— Ve directo para el baño, está bueno ya de andar trepando cuánta mata
hay en el patio, ¿Qué te crees que eres, un maromero de circo?
Caminé lentamente delante de mi madre que seguía con la misma letanía, y
dale con lo mismo, hasta llegar al baño, me quité el pantalón, el pulóver y los
tenis y me metí en la ducha; un chorro de agua tibia empapó mi pelo corto y
rizo, refrescando mi cara.
Desde la cocina me llegó nuevamente su voz, ya sin estridencias:
— Cuando termines te secas bien y te pones el piyama, vienes para acá
para que comas, ya te serví la comida. Ah, y sécate bien el pelo, no sea que
vayas a dormir con el pelo húmedo y eso es malo. ¿Me oíste?
Si, si ya te he escuchado, madre pero yo tengo muchas otras cosas en que
pensar y no te puedo contestar, mi cabeza es un torbellino y no sé qué hacer
con tantas palabras que se tropiezan unas con otras intentando salir y no salen,
se quedan dando vueltas en la oscuridad de mi cerebro, entonces no hablo,
solo pienso una y otra vez, no preguntarle a mi madre por qué yo nací con un
cuerpo que no quiero, que es como ajeno, muy distinto a lo que soy, a lo que
siento, es algo muy difícil de entender y por eso no me atrevo, no sea que
rompa en llanto, mejor le evito el sufrimiento.
Tal vez esta rareza mía se me pase dentro de un tiempo, no sé, tampoco he
visto otras niñas como yo, con esta forma de ser que no tienen los demás y ella
no entiende o no quiere entender para no darme explicaciones porque piensa
que no voy a comprender pero sí comprendo. La gente grande es bien
compleja.
Yo me percaté de que algo sucedía conmigo porque cuando entro a algún
lugar se me quedan mirando como si yo fuera un bicho raro y esto me pone
muy nerviosa, tal vez por eso no quiero salir y me entretengo demasiado
subiéndome en los árboles del patio.

EL PRIMER INDICIO
La pelota azul llegó rodando hasta mis pies y allí se detuvo. La miré con
curiosidad pensando cómo habría llegado hasta allí una pelota si no había visto
a nadie jugando alrededor. La tomé en mis manos y levanté la vista buscando a
quién devolverla pero lo que vi me dejó clavada en el suelo como una estaca,
tenía ante mí a la niña más bella que había visto en mi vida. Era como una
aparición celestial. Sus ojos verdes como esmeraldas gigantes en medio de un
ensortijado cabello de oro me miraban con tal fijeza que dejé de respirar por
una eternidad. Entonces, sin darme cuenta, absolutamente dominada por
aquella mirada hipnótica, caminé torpemente algunos pasos hacia ella y le
entregué la pelota como si le entregara con ella toda mi vida.
— Gracias— murmuró con una voz de encanto y se perdió con pasos leves
en la tarde como se pierde la luz del día al llegar la noche. A partir de ese
instante no tuve más sosiego que pensar en esos ojos verdes y en esa cabellera
dorada que resplandecía como un sol.
Desde entonces supe que algo no andaba bien conmigo pero aun era
demasiado pequeña para saber lo que me pasaba. Apenas había llegado a los
ocho años; las clases intensivas de ballet de una semana que recibí tres años
atrás no hicieron la menor mella en mí. La recordaba como una semana
oprobiosa, sobre todo, por aquel enorme lazo rosado y ridículo en mi cabeza.
Soñaba con aquella niña noche y día; fue como una obsesión en mi vida.
Lo más triste es que nunca más la volví a ver por mucho que busqué durante
días la pelota azul. Lo que sí sé es que nadie me había impresionado de esa
forma. Creo que a partir de ese instante tuve la certeza de que los chicos no me
interesaban.
Tiene que haber alguna explicación que yo comprenda si me explican con
suficiente claridad. No sé qué me sucede pero tengo un cuerpo que no quiero,
es como ajeno, muy distinto a lo que soy, a lo que siento, sé que es algo
complicado, por eso no me atrevo a decirle nada a mi madre, no sea que
rompa en llanto si le pregunto y mejor le evito el sufrimiento.
No puedo preguntarle por qué nací de esta manera y menos preguntarle por
qué me siento incómoda dentro de mí misma. Es como si al mirarme al espejo
del otro lado la que me mira no fuera yo sino alguien ajeno a mí aunque sea yo
misma. Es un poco enredado. Tal vez esta rareza mía se me pase dentro de un
tiempo, no sé, tampoco he visto otras niñas como yo, con esta forma de ser
que no tienen los demás pero si le pregunto a mi madre ella no me contesta o
no entiende o no quiere entender para no darme explicaciones, tal vez piensa
que no voy a comprender pero yo sí comprendo o al menos creo que voy a
entender si me explican bien las cosas.
Cuando entro a algún lugar las personas se me quedan mirando como si yo
fuera un bicho raro y me pongo nerviosa, tal vez por eso no quiero salir de
casa y me entretengo demasiado subiéndome en los árboles del patio. Allá
arriba en la copa de los árboles sueño con un mundo diferente, donde todos
somos aceptados tal y como seamos. No hay burlas, no hay risas, ni miradas
extrañas.
No fue hasta que llegué a la adolescencia cuando tuve una idea exacta de
lo que me sucedía porque mi primera infancia fue maravillosa entre el amor de
mis padres y la protección familiar en mi hogar en la tibia y cómoda fluidez de
los días que corrían como agua mansa uno detrás del otro. Era demasiado
pequeña para darme cuenta de que era diferente a la mayoría de las chicas de
mi edad. Solo sé que nací en un cuerpo de niña pero me siento niño.
Mi vida transcurría sin contratiempo alguno, a no ser por los regaños de mi
madre por el constante jugueteo en el patio y algún que otro pescozón por no
hacerle caso pero hasta dónde puedo recordar viví rodeada de amor, con
padres cariñosos y buenos que hicieron mucho hincapié en educarme y
enseñarme buenos modales, el respeto a las personas mayores y a los
maestros. Tal vez no fueron todo lo exigentes que debían ser como padres pues
me permitían un montón de cosas que ahora, a la distancia del tiempo,
comprendo que tal vez no era muy común que se le permitiera a cualquier niña
de mi edad.
No tenía hermanos ni hermanas, por lo que fui bastante solitaria; disfrutaba
de toda la atención de mi papá, de mi mamá y de una tía vieja y seca como el
tronco de un árbol viejo, que también vivía con nosotros. Mi tía me traía hasta
el ciruelo del patio a eso de las 3:00 de la tarde con la exactitud de un reloj
suizo un vaso de leche fría y blanca que yo recuerdo haber tenido ganas de
arrojárselo a la cara pero no, de veras, nunca lo hice no por temor sino por
respeto porque mis padres me educaron con mucho esmero y siempre fui
respetuosa con los mayores, cosa que creo se ha perdido un poco hoy.
Yo detestaba la leche blanca. Al menos, podría haberle echado un poco de
chocolate.
Mi colección de juguetes era amplia y variada, todos guardados y
ordenados dentro de un gran cajón en un rincón del closet cuando no jugaba
con ellos. Mi papá todos los viernes que cobraba en la Compañía americana
donde trabajaba me traía cuánto juguete le pidiera. Fui una chica afortunada.
No recuerdo haber extrañado nunca la compañía de ninguna amiguita porque
si de juguetes se trataba tenía todos los que cualquier niña podía desear, desde
inmensos aviones y helicópteros maravillosos hasta las mejores pelotas de
basquetbol que veía en los anuncios de las revistas.
Mi papá era muy generoso, nunca se asombraba de mis pedidos. Yo no
tenía la menor noción de que mis preferencias de juegos y juguetes no tenían
nada que ver con mi sexo y mi edad y lo que se consideraba “normal” de
acuerdo con el concepto convencional de la sociedad. Para mi jugar con
pelotas, canijas, aviones y barcos, era lo más natural del mundo y me aburría
soberanamente jugar a las casitas, a los yaquis, al cocinadito y darles de comer
a las muñecas, esos inanimados seres que solo me miraban desde un frio
rincón de la habitación.
Tampoco recuerdo a mi madre poner cara de asombro, sorpresa o alarma
cuando yo le pedía a mi padre una pelota que fuera “grande, muy grande” para
encestarla en la improvisada cesta que de un árbol había colgado mi padre.
Generalmente solía jugar por las tardes en el patio en una especie de cancha de
basquetbol que él había construido con mucha paciencia. A veces yo misma
me pregunto cómo no se daban cuenta de lo inusual de mis pedidos pero es
que los padres siempre lo son sean como sean sus hijos….

LA IMPRUDENCIA DE UNA VECINA


Como les dije al principio, tuve una infancia feliz hasta que la imprudencia
de una vecina terminó con esta etapa de mi vida una tarde en que me
observaba jugar en el patio. Ella tenía mucha confianza con mi familia; esa
tarde mientras me miraba detenidamente le espetó a mi madre en plena cara, a
boca de jarro:
— Julia ¿no te parece que la niña es demasiado varonil para su edad y que
solo juega juegos de varones? Yo tú que la llevo al médico, porque no creo
que eso esté nada bien.
Tengo en la memoria muy clara y nítida la cara de mi madre mirándome
como si me viera por primera vez en su vida, luego mirar a la vecina con
cierto estupor y decirle con aquella voz dulce y bien timbrada que tenía:
— ¿Te lo parece, Verónica? Nunca me había dado cuenta.
— Pero claro, Julia, si hasta la vistes con pantalones y pulóveres, yo creo
que no te has dado cuenta de verdad que es una niña y ¡mira ese pelo corto y
revuelto como un chiquillo! Bueno, la verdad es que parece todo un varoncito.
Yo había venido corriendo a cobijarme en las piernas de mi madre en tanto
ella enjugaba amorosa mi cara sudorosa de corretear y hacer mil travesuras por
aquel amplio patio. Me pasó una mano por el pelo revuelto y ensortijado
apartándome un mechón rebelde que se me pegaba a la frente y me dijo con
ternura: “sigue, sigue jugando”.
Mi madre me ponía pantalones largos para protegerme las rodillas porque,
según ella, como yo siempre andaba correteando de aquí para allá, me caía y
me rasponeaba las rodillas y luego cuando fuera grande, se verían las
cicatrices y eso no era elegante ni bonito para una mujer.
Por supuesto que nadie me llevó al médico para preguntarle algo tan obvio.
Ya para esa época yo había cumplido los seis años. No tenía la menor
conciencia de que era un ser atrapado en el cuerpo equivocado y tampoco
sufría las consecuencias psicológicas de tal “desajuste” de la naturaleza.
Tampoco creo que mis padres le dieran la menor importancia a un hecho tan
genuino y fortuito como ese. Lo más importante para ellos era que yo fuera
feliz, ya se encargaría la vida posteriormente de darme a conocer las primeras
cuotas de sufrimiento.
Las cosas cambiaron drásticamente conmigo. Si debo ser sincera –todo lo
sincera que me he propuesto ser en este breve relato autobiográfico— mis
padres fueron más cuidadosos y exigentes con mi vestuario y estoy consciente
de que observaban preocupados por mi comportamiento aunque nunca me
dijeron nada al respecto y si lo hicieron, fue de tal manera que no levantaron
ningún tipo de sospecha o recelo en mí.
A partir del comentario de la vecina mi madre se propuso dejarme crecer el
pelo hasta la cintura, peinarme con trenzas y ponerme lazos en la cabeza y
vestirme con vestiditos de flores que yo detestaba. Comenzaron a comprarme
muñecas de todo tipo, rubias, morenas, grandes, pequeñas, que hablaban y
hasta caminaban pero a pesar de ser tan lindas a mí me dejaban totalmente
indiferente. En el fondo eran eso, muñecas inanimadas que no me decían nada.
Ahora, a la distancia de los años y ante los recuerdos que son como dagas
que se clavan en mi corazón y lo desgarran con esa feroz dureza de las
incomprensiones, pienso que siempre supieron mi gran secreto pero se hacían
los suecos ante una evidencia que quizás no querían aceptar de buena gana. No
hay como ver nacer un hijo y la felicidad que trae aparejado el nacimiento de
un vástago para sortear los avatares de la vida con la sombra de una duda.

LA ESCUELA ES OTRO MUNDO, OTRA VIDA.


Empecé la escuela un poco tardíamente teniendo en cuenta que a los cinco


años los niños van al kínder, pero en mi caso no fue así. De cinco a seis lo
pasé en mi casa, bajo la tutela de mi madre, quien era maestra y me enseñó
con amor y paciencia todo lo que correspondía al nivel preescolar, por eso
cuando me inscribieron en la escuela ya había vencido ese nivel primario.
Al entrar al aula todos se me quedaron mirando con sorpresa. Ni siquiera
disimularon por cortesía. Yo no sabía dónde meterme, porque tampoco
entendía lo que sucedía conmigo. Mis manos transpiraban copiosamente. La
maestra me dijo, mirándome con cierto estupor:
— Niño, siéntate aquí mismo. En este pupitre.
Y señaló uno cercano a su mesa de trabajo.
— Niña— le dije bajito porque me dio pena hablar un poco alto. Parece
que no me escuchó porque me repitió de nuevo:
— Niño, aquí, mira, ese es tu asiento.
Entonces la miré de frente y le dije:
— Niña, soy una niña. Y me llamo Boggy.
— Ah, perdón, me dijo y sonrió. Yo le vi en la sonrisa cierta culpa. A mis
espaldas escuché risas que se callaron inmediatamente cuando ella se volteó e
hizo un gesto con la mano exigiendo silencio. Se podía escuchar el vuelo de
una mosca. Me sentí incomoda.
Ese fue mi primer día de clases.
Es obvio que me di cuenta inmediatamente de que todo no era color de
rosa o, dicho de otra forma, las cosas no eran tan simples como hasta ahora
habían sido. Creo que fue la primera vez que me enfrenté con las
contrariedades y contradicciones del mundo, con sus intrigas, sus miradas
cómplices, sus grupitos cizañeros, sus comentarios ofensivos y sus “¿quién es
esta chica rara?” y “no quiero que juegues conmigo porque no pareces una
niña”, “vete, vete de aquí”. Eso se llamaba discriminación pero yo no lo sabía.
Muchas veces no quería ir a la escuela, era un martirio tener que soportar
las burlas y las palabras hirientes que hendían mi carne como garras pero lo
peor era como herían mi alma porque de esas heridas nadie cura del todo.
Es duro sentirse rechazada por un grupo que te mira como si fueses un ser
de otro planeta. No te identificas con nadie, miras a tu alrededor y sientes el
vacío, esa tremenda soledad de sentirte ajena a todo. Nadie jugaba conmigo en
los recreos de la escuela y cuando se dirigían a mí me decían “la chica rara “o
la “marimacho”. El que se atreviese a romper el hielo corría el riesgo de ser
eliminado de cualquier grupo. Como comprenderán, no hubo muchos valientes
dispuestos a ello.
Yo le preguntaba a mi madre por qué me llamaban de aquella manera y
solo me contestaba mirándome con ternura: “porque eres más inteligente que
todos ellos”. Era muy desagradable esta situación para mí, sentirme apartada
por los chiquillos y chiquillas contemporáneos conmigo resultaba una
verdadera tortura que laceraba mi alma infantil. Humillada en mi interior,
vejada por el simple hecho de no conducirme exactamente igual a las demás
chicas de mi edad, sin tener en cuenta mi nobleza de alma y de carácter; fue lo
más duro y violento que enfrenté en mi primera infancia, sin hablar de los
epítetos, palabrotas, motes, insultos, burlas e improperios que me decían desde
el trayecto de mi casa a la escuela y viceversa.
Si de bullying se trata, yo fui una víctima feroz del bullying más cruel que
se pueda soportar. Hubo días hasta de golpes donde llegué sangrando en más
de una ocasión a mi casa; mi madre tuvo que intervenir y solicitar una reunión
con los directivos del colegio. A partir de ahí la cosa menguó un poco pero
nunca terminó del todo. Con el tiempo me acostumbré al rechazo y a la
soledad, ya cuando aprendí a leer me refugié en los libros devorando cuánto
libro caía en mis manos, hasta el punto de que mi madre me decía “ratón de
biblioteca”.
Pensaba que de alguna manera yo debía aprender a defenderme de las
burlas, que era lo que más me molestaba y de la mirada curiosa de los padres
de aquellos chiquillos crueles, por lo que me fabriqué una especie de coraza
interior para que nada perturbara mis sentimientos; era muy doloroso que ante
una sonrisa o un gesto amistoso de mi parte hacia los demás solo encontrara
indiferencia como respuesta. Lógicamente, para una niña que apenas acababa
de arribar a sus primeros ocho años de vida esto es lacerante.
No quiero entrar en detalles que me recuerden esta etapa de mi infancia en
la escuela, solo les puedo asegurar que era insufrible para mi cada mañana
despertar y enfrentarme a un mundo donde, desde la maestra hasta el más
pequeñito de los alumnos, me miraban como si la que hubiese entrado por la
amplia puerta del colegio fuese la extraterrestre mas horrenda proveniente de
alguna galaxia lejana llegada sin previo aviso. Recuerdo haber llorado mucho
por las noches en mi habitación poniendo la almohada en mi boca para sofocar
los sollozos, evitando que mi madre se enterara.
Desarrollé una especie de protección interna o fortaleza de autoayuda
creando una gran capacidad para comprender y asimilar enseguida los
planteamientos y explicaciones de los maestros. Sin ser inmodesta, debo decir
que siempre fui inteligente lo cual me sirvió de mucho para interactuar ante
cada situación que la propia vida me pusiese por delante. Traté de hacerme
imprescindible. Creo que de una manera u otra esto me ayudó.
Mi natural tendencia a servir y ayudar a los demás se ponía de manifiesto
pese a todo. Yo disfrutaba ayudar a que mis compañeros de aula entendiesen
con tanta claridad como yo la clase del profesor, y me di cuenta de que,
sorteando la difícil barrera de la no aceptación inicial, comenzaron a mirarme
de otra manera los mismos que me habían rechazado de forma denigrante. Tan
extraña suele ser la gente. Te aceptan si les conviene y te abandonan si nos les
sirves de nada. Vaya naturaleza humana.
Ya no era la chica marimacho de gruesas trenzas y vestiditos de flores sino
Boggy, “la que explica tan bien o mejor que el maestro”. Aprendí que, a pesar
de todo, es esencial ser noble y bueno con la humanidad aunque esta te haya
herido tan profundo que no sepas si la herida algún día dejará de sangrar.
En la medida en que iba dejando atrás la noble infancia y los mejores años
de mi vida, esa etapa en que todo lo ves color de rosa, la pubertad se abría
camino vertiginosamente con una rapidez temible. Llegaba la etapa de
reafirmarme en mis criterios personales, desarrollar toda una complicada
filosofía existencialista y obligarme, de acuerdo con las circunstancias, a
convertirme en una “rebelde sin causa”, cosa propia de la edad que asomaba
sus perfiladas garras que se hundirían sin remedio en mis tiernas y frescas
carnes de adolescente.
Deje atrás la niña obediente y traviesa que solía encaramarse en el ciruelo
del patio a contemplar la caída del sol mientras afuera el mundo podía caerse
en mil pedazos. Ahora comenzaba pensar un poco más en mí, en mi vida, en
mis frustraciones, en mi afirmación como ser social y en mis propios derechos
ante la sociedad que no acepta nada que no se parezca a lo que ha programado
de manera estrecha en sus escuetos patrones. Me enfrentaba a mi madre
defendiendo mi derecho a salir sola, a ir al cine, a viajar en bus, a entrar a una
biblioteca y comprar un libro o leerlo allí mismo, en la quietud de una sala de
lectura.
Mi madre se negaba a dejarme salir sola. Quizás quería evitarme las burlas
pero ya esto era pan comido. Una tarde a los quince años, cuando me negó el
permiso para ir a ver una película, salí de la casa sin autorización y regresé a
medianoche. Lo que más me molestaba era que no confiaran en mí, cuando
había demostrado a lo largo de mi corta vida ser una chica— chico muy
formal y responsable. Al final de la contienda, a las 12:00 de la noche cuando
retorné ilesa a casa, encontré a mi madre llorando a mares mientras mi padre
me increpaba diciéndome que yo era una hija egoísta, injusta, cruel y
abusadora.
— “¿No ves cuánto dolor has causado en tu pobre madre?”.
Yo era, como siempre, la culpable.
— Tengo todo el derecho del mundo a salir, no hago nada malo con ir al
cine y ver una película. También me cansé de que me negaran el permiso cada
vez que se lo pedía a cualquiera de los dos. ¿Cuál es el problema?
— El problema es tu insolencia, tu desobediencia. Si a tu madre le pasa
algo, la única culpable vas a ser tú.
— No he hecho nada malo, papá. Solo fui al cine. Tengo derecho a salir.
Como una abogadilla yo enarbolaba con toda razón mis derechos. No les
quedó más remedio que aceptarlos. Dura batalla librada a fuerza de
enfrentarme a mis padres, cuya exagerada protección dañaba.
Ufff, no quiero ni acordarme de cómo me sentí.
Yo estaba consciente a estas alturas de mi vida de que me pasaba algo cuya
definición no me convencía, porque lo que muchos definían como “lesbiana”,
“gay” “homosexual” no tenía nada que ver conmigo. La cosa era mucho más
compleja. Era tan compleja como ser una transgénero, una especie de ser
atrapado en el cuerpo equivocado, algo que ni siquiera imaginaba que
existiese.
Todos estos epítetos me quedaban chicos, eran ajenos a mí. No tenían nada
que ver conmigo ni con lo que yo sentía. No es lo mismo ser lesbiana, gay o
bisexual; aclaro esto porque hay quienes suelen confundir la identidad de
género con la orientación sexual y no es nada de eso.
De acuerdo con el concepto actual, transgénero es quien no acepta el sexo
asignado a su nacimiento y por supuesto, tiene comportamientos y modales
que no se corresponden con lo que se espera de acuerdo con el sexo con el que
nació. Por necesidad de comprender un poco más mi condición, si es que de
condición se trata, tuve que documentarme al respecto tratando de dar con
definiciones que aclarasen mis sentimientos como ser humano ante la
sociedad, la vida y ante mí misma.
De acuerdo con lo leído, la identidad de género, ya sea transgénero o
cisgénero* tiene que ver con el género que sientes, bien sea femenino,
masculino, ambos inclusive o ninguno de los dos.
Ser lesbiana, gay, bisexual o heterosexual explica quiénes te atraen y con
quiénes quieres tener una relación romántica, emocional o sexual. Una persona
transgénero puede ser gay, lesbiana, heterosexual o bisexual, al igual que una
persona cisgénero. ¿Cuándo se considera que una persona es cisgénero?
Cuando el sexo asignado y la identidad de género de una persona coinciden,
entonces se la denomina “cisgénero.
Voy a explicarlo de una manera más sencilla para que se entienda bien
porque creo que son conceptos importantes que hay que aclarar muy bien para
que nadie se confunda.
— La orientación sexual tiene que ver con quién quieres estar.
— La identidad de género se relaciona con quién eres.
Cuando tuve total conciencia de que yo era una de esas personas que han
nacido dentro de un cuerpo equivocado que no tiene nada que ver con su
verdadera identidad psicológica y emocional me sentí horriblemente mal,
como es lógico, porque sabía que iba a ser muy difícil sentirme totalmente
bien en mi yo interno conmigo misma y aceptarme tal cual soy, esto es lo más
duro. Creo que cada ser nace único e irrepetible, y es mejor aceptar su realidad
por extraña, dura o cruel que parezca Soy un cuerpo de chica con sentimientos
y emociones de un chico, ¿se imaginan por un momento cómo me siento?
¿Cómo me he sentido siempre? No, no pueden ni siquiera imaginarse esta
dualidad.
Tampoco traten porque es terrible.
Desde el fondo de mi corazón yo no era ni lo uno ni lo otro. Era
sencillamente, Boggy.

EN EL UMBRAL DE LA VIDA
Si he afrontado cosas difíciles en la vida desde mi nacimiento debo decir
que mi transición de niña a mujer (en este caso de chico a joven) fue mucho
más difícil a lo que hasta entonces me había enfrentado. Recuerdo
perfectamente que una de mis compañeras de clases, muy asombrada, me
preguntó en una ocasión que por qué siempre me vestía como un chico, que si
nunca usaba vestidos y tacones como las demás chicas. Como aquello me
parecía tan inverosímil en mi propia naturaleza humana, tan habituada a ver
las cosas desde puntos de vista pragmáticos y nada románticos, le conteste con
mucha naturalidad: “porque soy un chico en un cuerpo de mujer”.
Su cara de asombro, consternación y sorpresa con algo de disgusto y un
mucho de rechazo fue suficiente para saber que en la vida no siempre los que
tú crees son los que son, y que de una forma u otra siempre iba a enfrentar
situaciones límites que pusiesen a prueba mi entereza, mi estoicismo y mi
fuerza interior en un mundo regido por estrechos esquemas mentales y que si
hasta entonces había sorteado sin preámbulos un mundo alucinante y
alucinado, de ahora en adelante iba a necesitar mucho más valor para seguir
enfrentando las ridículas oposiciones convencionales de la sociedad porque no
aprenden a ver las cosas con el corazón, sino con el raro raciocinio de un
monocromático patrón moral.
Las cosas serias de verdad que me hicieron reflexionar profundamente con
los hechos acontecidos en mi vida comenzaron de manera drástica una vez que
arribé a la adolescencia, esa etapa compleja y difícil por la que todos pasamos
irremediablemente y en la que nos identificamos, afianzamos, reafirmamos y
nos equivocamos una y otra vez hasta encontrar el verdadero camino del yo.
Ya había llegado a los dieciocho años y aunque me parecía que era toda una
adulta, no tenía la menor idea de que la vida era como un azaroso camino
minado donde hay que aprender a moverse muy bien para no pisar una y morir
en la explosión.
Al crecer y desarrollarme tuve que enfrentarme a determinados cambios
que me resultaban odiosos en mi cuerpo con el que nunca me sentí totalmente
identificada del todo, pues además de sufrir ostensiblemente mes tras mes con
lo que llamamos menstruación, esa horrible pérdida de sangre mensual con la
que las mujeres se identifican para tener el derecho de ser madres, me daba
cuenta de que mi humor, normalmente de buen ánimo, cambiaba en esos
fatídicos días.
Otra de las contradicciones con las que me encontré fueron las preguntas
que atormentaban mi mente de manera continua: ¿quién soy realmente?
¿Cómo me visto de acuerdo con mi manera de ser y mi identidad??Soy quien
pienso y siento? ¿Tengo derechos sociales que me defienden de cualquier
humillación por ser como soy? ¿Me protege la sociedad civil a la que
pertenezco?
Como ven, un sinfín de cuestionamientos que sumergían mi mente en un
torbellino atormentador. No sabía a quién dirigirme para hallar las respuestas
idóneas a tantas preguntas que bullían en mi ser interno. Mi vida era un caos.
Y lo triste es que fue un caos casi desde mi propio nacimiento, velado
tiernamente por al amor incondicional de mis padres, a los que ahora más que
nunca comprendo en su totalidad.
Lo más grave y definitorio fue cuando me enamoré perdidamente. Aquí
fue cuando comprendí que uno no se enamora de un sexo determinado sino de
la persona, sea quien sea. Los valores que nos cautivan están dentro de esa
persona, formando parte indisoluble de ella independientemente de su sexo.
Llegar a ese consenso es glorioso. Yo diría que es el secreto de todo lo
sublime.
Yo estudiaba Diseño Gráfico y de Vestuario en una Escuela de Diseño de
mi país, al que (no sé si se habrán dado cuenta) no hago referencia personal
alguna porque quiero que mi relato quede como una anécdota atemporal sin
ubicación alguna ni de tiempo ni de espacio.
Todas las tardes a partir de las 5:00pm y hasta las 10:00pm, estudiaba en la
Escuela de Diseño varias asignaturas que eran para mí un oasis dentro del
atormentador torbellino sentimental y psicológico que era mi vida; Pintura y
Color, Dibujo, Historia del Diseño, Vestuario, etc. No recuerdo en ese dichoso
momento de la escuela que alguien me hubiese mirado de manera rara, por lo
que repito, era como una especie de oasis en medio del desierto mundanal.
Claro que yo ignoraba aún que en las escuelas de arte lo más “normal” era
encontrarse gente como yo, cosa que fui aprendiendo con la vida. Había
decidido desde tiempo atrás ser Diseñadora de Vestuario, una vocación que
descubrí a los doce años.
Llegaba temprano al aula y me disponía con un sentido estricto de la
disciplina a beber en la fuente del conocimiento de mis talentosos profesores a
los que recuerdo con un afecto especial. De ellos aprendí lo más importante, el
respeto por lo que hacemos, cosa imprescindible a la hora de convertirnos en
profesionales tanto del Diseño como de cualquier otra especialidad. Marilis,
mi amiga, llegaba un poco más tarde que yo pero ya tenía un asiento guardado
a mi lado y los lápices preparados para el dibujo. Yo aun no sabía que el
galopar de mi corazón ante su llegada respondía a un exigente mandato de
amor.

EL PRIMER AMOR, EL PRIMER BESO


Poco a poco mis tardes se fueron llenando de palabras, de música, de
susurros, de miradas, de suspiros, de necesidades y de todo cuanto requería un
amor que cada vez se volvía mas perentorio y exigente. Como todo amor. Una
tarde no llegó. Mi pulso se detuvo. El profesor entró al aula como siempre y
nos puso al modelo delante para que lo dibujásemos pero aunque Lalo, alto,
delgado, musculoso, elegante y desnudo miró al vacío como si no se
encontrase allí sino en medio del desierto del Sahara, mi interés y mis ojos no
estaban en Lalo, mi mente ofuscada quedó detenida en la figurilla dinámica y
breve de mi amiga Marilis. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no vino? ¿Por qué no
me avisó?
El tiempo de la clase se hizo tedioso y demasiado extenso. Casi no podía
respirar. La angustia, el temor, la desazón, la debilidad ante un sentimiento tan
fuerte como es el amor en la adolescencia hicieron presa en mí. ¿Qué me
estaba pasando? Moría de angustia. No miento. Morí. Apenas terminó la
tortura de la clase salí corriendo para tomar un bus e ir a la casa de mi amiga.
Tanto la extrañaba que no podría dormir tranquila si no la veía y sabia de ella.
Ay, el corazón desbocado de tanto amor.
Toqué a la puerta de su casa con un nerviosismo espantoso. Mis manos
temblaban. Al fin la puerta se abrió y apareció el rostro pequeñito y breve de
mi amiga con sus ojillos luminosos y esa sonrisa pícara y traviesa que daban
tanta vida a su carita frágil. Me eché en sus brazos casi sin explicación y
estallé en sollozos convulsivos mientras la abrazaba y apretaba fuertemente
contra mi pecho. Ella reía divertida ante mi extraña escena. Por fin, una vez
calmada me preguntó con cierta suspicacia:
— ¿Pero qué es lo te sucede, Boggy?
— Nada, que me asusté por ti, imaginé que te había sucedido algo grave.
Entonces me miró fijamente a los ojos con una mirada tierna, firme,
subyugadora, embriagadora y temible y allí, en medio de la sala, entre libros
regados por doquier, discos tirados por el suelo, en medio de una sinfonía que
me llegaba de lejos dulce y queda como el canto de un ruiseñor, me dio el
primer beso de mi vida que nunca he olvidado. Fugaz y eterno momento en
que su boca tocó la mía con una suavidad tal que quedé confundida entre el
atardecer y el alba; perdí la noción del tiempo, fue de tal manera y con tal
fuerza e intensidad que a pesar de los años transcurridos nunca lo olvidé.
Sin pensarlo dos veces nos fuimos a la cama y sin saber cómo nos
quedamos mirándonos a los ojos tratando de explicar de qué forma y desde
cuándo habíamos llegado a ese momento íntimo que convertimos en un toque
de almas, donde más que amor físico, encontré el más profundo e ignoto
sentimiento que nos complementaba, una especia de transfusión de emociones
como no habría otro igual.
La besé una y mil veces. El cálido aliento de su boca me trastornaba. La
devoré con hambre, con miedo, con ternura, con fruición, con violencia, con
locura, con vehemencia, la devoré despacio para saborearla, mientras sus
labios suaves y cálidos atrapaban mi boca sedienta de la suya. Sentí su lengua
de terciopelo hundirse anhelante y hurgar en mi boca buscando la caricia de mi
lengua torpe que afanosa, intentaba aprender con la destreza de quien era
maestra en el arte sutil del amor. Entonces la acaricié, dibujando todo el
contorno de su cuerpo con mis manos ávidas de ella, dándome cuenta que
desde hacía mucho tiempo, deseaba tocar sus pechos tibios y amplios y
perderme en la hendidura profunda y exquisita de sus senos para no emerger
nunca a la realidad.
Acaricié con locura sus muslos tersos y duros, el ombligo caprichoso de su
vientre plano, su piel firme, su pelvis maravillosa, su pequeño sexo oscuro y
divino donde me perdí para encontrarme por primera vez en la vida. Besé sus
pechos una y otra vez y bebí de la fuente exquisita de sus pezones con la
lujuria de saber que más allá de todo pensamiento lógico y racional está la más
completa felicidad que se pueda conocer en un momento breve cuya eternidad
reposa entre unos brazos frágiles y tiernos que te cobijan y protegen
descubriéndote el mayor placer que se pueda sentir.
Boca con boca, labios con labios, pechos con pechos, cuerpo con cuerpo,
almas con almas. Esa fue la primera vez en mi vida que tuve noción de lo que
era el amor y el sexo fusionados en una misma persona y bendije una y mil
veces ser quien era, quien soy, quien seré por siempre y para siempre en mi
cuerpo de mujer con mi alma y sentimientos de varón enamorado. Toda una
noche amándola, amándonos, intensa y maravillosamente. Mi amiga, mi
amante, mi compañera de aula, mi sentido de la vida, mi vida entera, mi todo.
Su boca, su cuerpo, sus brazos, su minúscula estatura, gigantesca para mí,
su risa incomparable y única, su mirada perdida en la mía, su carácter alegre y
extrovertido, sus comentarios de cine, de moda, de libros, los temas variados
de los que hablábamos, fueron durante mucho tiempo, la única razón de mi
vida, el único porqué de mi existencia.
¿Qué puedo añadir después de conocer la gloria sin haber llegado al cielo?
Viví meses de angustia y placer, de intensa pasión, horas sublimes que
nunca olvidaré, no podría olvidar la vida misma. Intensidad de una pasión que
mientras se viviera con la mayor discreción posible más hermosa y sublime
sería.
Marilis fue para mí el descubrimiento del amor en medio del caos de la
vida real. Era oasis, calma, dinamismo, era lo prohibido, lo oculto, lo lírico.
Era la belleza de la vida, el porqué de un propósito, el motivo de vivir, la razón
de ser. Fui feliz sin pensar, porque creo que mientras menos se piensa en las
consecuencias de los actos y las circunstancias en que dichos actos se dan, más
felices podemos ser.
Ella fue principio y fin. Alfa y Omega.

LA VIDA SIGUE IGUAL


Marilis duró en mi vida todo el tiempo de la felicidad hasta una temible
tarde en que descubrí que me engañaba. Creo que fue el dolor más grande de
mi vida. Ya casi no me contestaba cuando la llamaba por teléfono, sentía que
me evadía aunque ella aseguraba que no. Comencé a notar algunos cambios en
su comportamiento conmigo aunque por las noches cuando yo llegaba a su
casa seguía siendo tierna y amable como siempre, mas, yo intuía que algo no
andaba bien entre nosotras.
— ¿Te pasa algo? Veo que has cambiado conmigo, ya no me llamas, no me
preguntas como estoy, casi nunca vas a clases, ¿Qué pasa contigo?
— Nada, estás viendo visiones y fantasmas donde no hay nada. Es tu celo
constante lo que te hace ver cosas que no existen.
— ¿Celos? ¿Llamas celo ahora al amor?
— Es que te has vuelto muy celosa últimamente. Créemelo. No te has dado
cuenta pero es así.
— No lo creo. Tú has cambiado, estoy más que segura.
Los diálogos se repetían de esta manera una y otra vez. ¿Dónde estaba el
amor? ¿Por qué caprichosa hendija del destino se había fugado?
Corroboré el hecho cuando llegué a su casa de manera imprevista, como
corresponde cuando quieres coger a alguien infraganti. Sin advertirle toqué a
su puerta a las 3:00 de la tarde cuando no me esperaba siquiera y encontré allí
en medio de la sala, con el mayor desparpajo del mundo, en chancletas, con un
pantalón corto y sin camisas, a un hombre joven. Fue tanta mi desilusión e
indignación que quise echarme a correr antes de enfrentarla pero ya estaba allí
y el dolor de la traición me cegaba. Fui presa de la ira que el propio celo
origina.
— ¿Quién es él? La increpé con furia.
— Es un amigo— dijo sin mirarme a los ojos. Le tomé la barbilla con
firmeza y la acerqué a mi rostro.
— Dime quien es él, porque nunca me has hablado de él y jamás en mi
vida lo he visto.
Se apartó bruscamente. La enfrenté aunque me quiso evadir. El hombre
joven nos miraba con curiosidad pero sin intervenir, cosa que agradecí.
Cuando fui al cuarto descubrí parte de su ropa que ya ocupaba espacio dentro
del closet. El dolor laceraba mi corazón, se clavaba en mi pecho como una
daga cuyo filo lo atravesaba por el mismo centro dejándome sin aire, sin
respiración, sin fuerzas, sin vida. Tanto la había amado. Yo no merecía eso.
Recogí algunas cosas mías, luego fui hasta el equipo de música y cogí
cuánto disco encontré a mano, arrojándolos al piso uno a uno hasta romperlos
todos. Ella me miraba sin impedirlo. Sabía que de nada valdría decirme que no
lo hiciera. Es lo menos que podía a hacer a quien me había roto el corazón,
desgajado el alma, quebrado mis ilusiones, sembrando la penumbra en mi
vida. Salí intempestivamente dando un portazo formidable que puso punto
final a la relación, a mi dicha, a mi felicidad, al dulce, tierno e intenso amor
mío por Marilis.
¿Cómo viví luego de esto? ¿Viví muriendo o morí viviendo? Lo que sé es
que moría lentamente cada día. Apesadumbrada, agobiada, deprimida,
maltrecha, engañada, traicionada, hecha un guiñapo humano, con el corazón
hecho pedazos. Entré en una profunda depresión, dormía mucho, casi todo el
día permanecía echada en la cama sin querer saber del mundo. ¿Esto era el
mundo? ¿Esto era la vida? ¿Qué había hecho para merecer aquel golpe bajo?
¿Por qué la condición humana es de tal naturaleza que daña, lastima, mata aun
a aquel o aquella que más hemos amado?
Sigo en mi cuerpo femenino sin querer estar en este cuerpo que no me
pertenece. Tal vez la mano de Dios se equivocó en el justo momento de mi
concepción, aunque Dios no se equivoca, mas, ¿qué pasó conmigo? Los años
han pasado y me he convertido en una adulta ¿o en todo un adulto? En el
fondo sigo siendo Boggy, el chiquillo inmaduro, la niña traviesa, aquel o
aquella infante que se encaramaba en lo alto del ciruelo del patio a contemplar
la puesta del sol y mirar a su alrededor creyendo ser la dueña ¿dueño? del
pequeño mundo en que transcurrió mi infancia porque mi alma sigue siendo
noble a pesar de los avatares de la vida.
Si las personas no son capaces de mirar más allá de tus ojos y no ver
realmente la capacidad de tu corazón y la pureza de tus sentimientos, si solo te
juzgan por tu apariencia, tu actitud y tu comportamiento externo, sin analizar
todo lo bueno que hay en ti, entonces, no merecen tu amistad.
He tenido que aprender a vivir sin ella.
Un día, como por arte de magia, mis buenos amigos –que siempre los hay
cuando menos lo imaginas— abrieron la puerta de mi apartamento a la fuerza,
cansados de llamarme por teléfono y de tocar mi puerta y me obligaron a
levantarme de la cama, a beber un poco de café caliente, a tomar un baño y a
comer un plato de comida que habían hecho expresamente para mí.
Aunque he tenido que arrastrar una vida de burlas y humillaciones, de
sufrimientos, insultos y hasta rechazos por haber nacido en un cuerpo que no
me corresponde, por mi forma varonil dentro de un frágil cuerpo femenino,
porque aun hay muchos que no aceptan ver a alguien cuyo comportamiento y
sentimientos difieren de los suyos, porque no aceptan la diferencia ni la
diversidad. Yo me he enfrentado al mundo con la fuerza que cada día la propia
naturaleza humana da.
¿Por qué no me he cambiado definitivamente de sexo tratando de
reacomodar quien soy por medio de la cirugía teniendo en cuenta que nací
equivocada? ¿Por qué no he aceptado un tratamiento hormonal para una
reasignación de sexo? ¿Por qué persisto en ser como soy aun constatando qué
el mundo es cruel con aquellos que por una razón u otra hemos nacido
diferentes?
No lo he hecho porque no quiero destruir a un ser para crear otro.
Soy esta persona real dentro de otro ser también tan real que clama cada
día por vencer al primero para ser el segundo pero que yo no quiero escuchar.
Así he sido feliz hasta lo posible contra viento y marea. Después no sé cómo
será. Y esa incertidumbre, esa inseguridad, me plaga de presentimientos.
He escrito este libro para todas las personas que, como yo, han tenido que
enfrentar y enfrentan cada día la vejación, el desprecio, la discriminación
social y muchas veces familiar por el hecho de haber nacido en un cuerpo
equivocado. Es también un canto de amor a la vida, a la diversidad, a lo
distinto y único, a la aceptación, a la fuerza interior del yo, a lo genuino, a la
verdad, a lo auténtico de ser quiénes somos sin tener en cuenta lo difícil de
vivir el cada día enfrentándonos a mentes obtusas y estrechas que no aceptan
la diversidad.
Creo que la clave de la felicidad es aceptarse tal y como somos, sin sentir
pena, arrepentimiento o vergüenza alguna porque los verdaderos valores no
están fuera de nosotros sino en nuestro interior, en nuestro corazón, en la
nobleza del alma, en nuestra calidad humana. Hay una fuerza interna que nos
impele a continuar, a servir, a ser útiles, a amar al prójimo a pesar de todo,
estemos donde estemos, seamos como seamos.
He aquí un fragmento de mi vida escrito con mucha transparencia y
sinceridad. Tal vez en un futuro me decida a escribir una segunda parte. Hasta
ahora esto es lo que soy y esto es lo que hay.
Gracias por leerme.

FIN

Nota de la autora:
Transgénero
“Se refiere a aquellas personas que se identifican y desean pertenecer al
sexo opuesto pero todavía no se han sometido a una reasignación de sexo. No
todos los individuos transgénero se someterán a dicho cambio de sexo. Su
orientación sexual es indiferente del sexo al que desean pertenecer o se sienten
parte.” Generalmente se refiere a las personas cuyas identidades de género son
diferentes del sexo o el género que se les asignó al nacer. El término se aplica,
en general, al estado de la identidad de género, que no se corresponde con el
género asignado.”
Transexual
“La transexualidad se define como la convicción y sentimiento de la
pertenencia al sexo opuesto al biológico. Se trata de aquella persona que no se
identifica con su propio cuerpo y desea cambiar su identidad por la del otro
género, adaptando su vida y esperando ser aceptada por el sexo al que desea
pertenecer. Este grupo de individuos se caracteriza por encontrar su identidad
sexual en conflicto con el sexo neológico y genético, es decir, el sexo obtenido
al nacer. Estas personas tienen el deseo de modificar sus características
sexuales de tipo genital y físico.”
“Este proceso de transición o “proceso transexualizador”, se basa en
adaptar su cuerpo mediante una terapia hormonal que suele finalizar con la
comúnmente denominada operación de cambio de sexo. Aunque, en su
mayoría los transexuales se identifican con el sexo opuesto desde la niñez o la
adolescencia, llamado transexualismo primario, también existe el caso de
desarrollar este deseo en la edad adulta, lo que se conoce como transexualismo
secundario”.
Travesti
“El travestismo trata del comportamiento e identidad transgénero en la que
una persona, ya sea hombre o mujer, expresa a través de su modo de vestir un
rol de género socialmente asignado al sexo opuesto. Acto conocido como
cross-dressing o crossdressing. Aunque íntimamente asociado a la
transexualidad, el travestismo no siempre implica, o puede implicar, un deseo
de pertenencia al sexo opuesto, sino que simplemente puede ser un modo de
comportamiento”.
Cisgénero:
“Son los que se identifican con el género que les fue asignado al nacer. Un
bebé que nace con vulva es una niña. Si a lo largo de toda su vida se identifica
como niña o mujer es considerada cisgénero. Cisgénero describe a alguien que
acepta y admite sin contradicción alguna su sexo de nacimiento por lo que no
es transgénero.”
(Tomado de: https://www.plannedparenthood.org/es/temas— de—
salud/orientacion— sexual— y— genero/trans— e— identidades— de—
genero— no— conforme).

Вам также может понравиться