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Educar en el silencio profundo y cotidiano.

Venimos de un silencio eterno que los místicos llaman la “nada”. Esta experiencia fundadora
culmina en el seno materno donde, como dice un midrasch judío, conocimos toda la Tora sin
haber escuchado ni pronunciado una sola palabra. Somos también el único animal de la creación
sabedor, de ciencia cierta, que nuestro destino final es este mismo silencio eterno, que nos lo
representemos como una desaparición total o como un más allá. Somos silencio, ciudadanos del
silencio y viajeros angustiados y apurados, en camino de retorno a esta nuestra verdadera patria.
Todo el resto es ilusión.

Entre estos dos puertos que nos constituyen como hijos e hijas de lo divino, nuestra efímera
existencia histórica es un exilio fugaz, un puente frágil sobre el abismo del misterio.

Vocación y silencio.

Nuestra vocación humana es buscar y escuchar el eco del silencio perdido y añorado. Todo
empieza por un grito de dolor y de nostalgia. Felizmente, en los brazos de la ternura humana,
encontramos prontos recuerdos y reconstituciones de este silencio fundador, por la mediación
del pecho materno, del abrazo y del beso. El amor verdadero es siempre, cuando apunta a su
plenitud, anticipación, recuerdo y deseo de silencio.

Pero, sin tardar, tendremos que aprender a lidiar en el “puente” de la Historia humana con los
demás exiliados en búsqueda de comunicación. Las palabras y los gestos aprendidos, que sean
de exclusión o de comunión, tienen que ver todos con el silencio de lo indecible.

En el conflicto y la competencia buscamos abrirnos un espacio para el silencio, temiendo que


nos impidan encontrar la salida a la patria. En el amor, bajo todas sus formas, ensayamos mil
silencios para anticipar y, a la vez, nunca olvidar de dónde venimos y adónde vamos. Gestos y
discursos no son más que mediaciones de lo “otro” absolutamente silencioso. Toda palabra, dice
Geoge Steiner, y especialmente nuestros propios nombres, son simples indicaciones de la “real
ausencia”.

Lo que el mito fundador de nuestra fe llama el “pecado original”, en cambio, es llenarse de


ruido. El ruido, en la teoría de la comunicación clásica, es todo fenómeno sonoro, mental o
afectivo (y añadiría “espiritual”) que obstaculiza esta búsqueda del que todo mensaje es
balbuceo. En la bulla, interior o exterior, el maligno se insinúa para distraernos y hacernos
olvidar el verdadero sentido de nuestra peregrinación hacia el pozo originario. Quiere llenar
todos los huecos, como sea, para hacernos perder de vista nuestra carencia del silencio perdido.

Si ahí está nuestra matriz espiritual y el tabernáculo de nuestro destino definitivo, entonces Dios
mismo, para el creyente, tiene que ver con el silencio. La conciencia de nuestro llamado no
puede haber brotado de otra fuente y nuestros votos son, cada uno a su medida y en su propio
espacio, un permiso al silencio fundador. La castidad, la obediencia y la pobreza intentan,
privilegiar en nuestra vidas este abismo, este vacío desde donde Dios hace respirar nuestras
vidas. Los votos son una renuncia al “ruido” bajo todas sus formas.

Construir a partir del silencio.

En la perspectiva presentada aquí, el silencio no es, en primer lugar, un ejercicio terapéutico


saludable. No es tampoco el punto final del discurso. Es nuestro punto de partida absoluto, la
fundación de toda relación y la razón de ser de todos nuestros actos.

Cuando asumía el ministerio de maestro de novicios, siempre repetía a los formandos: “No se
callen recién cuando no se les ocurra nada más que decir. Hablen recién cuando tengan algo que

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decir”. Y san Benito, en su Regla de los monjes, insiste: “A causa del valor del silencio, se
permitirá muy raras veces a los monjes hablar, incluso para decir cosas buenas”.

Esta sabiduría monástica va claramente a contracorriente de la mentalidad y de la realidad de


nuestra cultura “verbo motora” de las que participa ampliamente la Vida Religiosa. Por lo
contrario, estamos angustiados por el más mínimo intersticio de no palabra o de no ruido, lo
cual confundimos con la muerte.

En el espacio eclesial, algo parecido ocurre. Nada nos inseguriza más que dejar una pregunta sin
respuesta, una duda pendiente, una objeción sin resolver. Esta incapacidad de dejar que el
silencio hable, o que el Espíritu se sienta libre de manifestarse fuera de nuestras categorías
verbales y conceptuales, transforma nuestro discurso en habladuría que nadie, ni siquiera
nosotros mismos, tomamos en serio. ¡Qué bueno, en cambio, tener hoy a un papa que duda, que
se niega a juzgar y a pegar recetas baratas sobre todos los silencios del misterio humano,
especialmente los más dolorosos!

Toda palabra que no brota del silencio, sino del ruido interior de nuestras angustias, ha sido
producida en el taller de la ideología, es decir de la mentira. Hay que volver al Dios callado.
Sólo desde Él nuestra palabra puede cobrar consistencia espiritual. Pues, cuando Dios habla es
en su silencio eterno. Este mismo crisol transforma su “palabra” en creación, como lo dice el
Génesis.

Nuestra pastoral y nuestras celebraciones, patológicamente verbo motoras, se han vuelto


incapaces de escuchar. Estamos preocupados más por las respuestas que por la pregunta, más
por lo nuestro, prefabricado, que por el reto enigmático y fascinante del interlocutor, del otro.
No sabemos escuchar. Nuestra “verbo manía” acalla el misterio, sin que logremos callarnos para
ponernos a la escucha.

Y lo peor, es que hemos perdido la costumbre hasta de escucharnos a nosotros mismos y de


escuchar a Dios. Todo lo tenemos programado, como los mensajes pregrabados de celulares.
Cuando Dios nos sorprende fuera de nuestros canales rituales o devocionales rutinarios, o
cuando nuestras propias crisis interiores nos dejan varados en el abismo interior, sentimos una
desesperación mortal. No hemos aprendido a descifrar el idioma misterioso del silencio, ajeno a
nuestros códigos religiosos parlanchines y vacíos.

Primeros pasos elementales.

Tenemos que reconocerlo humildemente: nos hemos vuelto los abanderados de la cultura
virtual. El Mundo postmoderno exige de nosotros que estemos conectados en permanencia a
todo, bueno o malo. En este mundo de las redes, no es el contenido de un supuesto mensaje,
mayormente inexistente o insignificante, que importa. El dogma es simplemente estar en
contacto y no tanto comunicados. Se trata de asegurar que no estés nunca confrontado al desafío
de tu soledad. Y sin embargo no existe nada más aterrador que este solipsismo colectivo
permanente.

Todo el “enredo” virtual no produce otra cosa, a mi parecer, que puro ruido. Nuestras mentes,
nuestros afectos y nuestras almas están invadidas, contaminadas por el ruido comercial,
sentimental, espiritual etc. Tal es la nueva forma de actuar de los espíritus malignos del que
habla el Evangelio a propósito de los endemoniados. Vivimos, sin darnos cuenta, expulsados
fuera de casa (el silencio interior), mientras un impostor ocupa la casa (el ruido virtual).

Un primer paso elemental consiste, por lo tanto, en una dieta virtual. Hay que ayunar del ruido
mediático, celular, “ifónico” y otro. Sé que esta decisión va a ponernos en una especie de
vértigo carente, típico de toda situación de destete adictivo. Pero tal ayuno me parece
indispensable para poder regresar al pozo del desierto. Es allí donde Jesús nos espera con

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nuestros cinco maridos y los innumerables “no maridos” a los que nos hemos prostituido para
no escuchar el imperceptible gemido de Dios en nuestro interior.

Otra ascesis toca el mundo de las recetas religiosas y de sus devociones pletóricas,
especialmente en nuestra cultura latina. Hay que limpiar la casa interior de tantas estampitas y
otras flores de plástico, para volver a la desnudez del Edén, de la cruz y de la resurrección, sin
adorno, con sólo la cruda pregunta de la fe. Sí, es urgente librarnos de las creencias habladoras y
fantasiosas que nos impiden escuchar el silencio sin fondo de la verdadera fe.

Para tal fin, tenemos que reaprender a amar nuestra “soledad sonora” de la que habla Juan de la
Cruz. No hay que huirla, sino buscarla como el lugar del coloquio esencial, de la intimidad
consigo mismo y con el Dios paradójicamente “ausente”. Dejemos, de una vez, de evitarla como
la temida quebrada de la muerte. Urge aprender de nuevo a estar sólo, para enraizar nuestras
relaciones, nuestros afectos y nuestras obras no en la emotividad superficial, el protagonismo
ansioso o el afán de reconocimiento, sino en la libertad honda y discreta del amor verdadero.

La disciplina espiritual.

La vida espiritual requiere 90% de disciplina por 10 % de gracia. Sin disciplina nunca iremos
más allá de las nostalgias y de las buenas intenciones. Es hora de replantear comunitariamente
cosas tan fundamentales como horarios, espacios y tiempos de oración silenciosa, lectio divina
y compartir fraterno de nuestro caminar de fe. Sin tal disciplina, no superaremos la repetición
endémica y sin cuerpo de recetas aprendidas, que sean conservadoras, de religión popular o de
teología de la liberación. Si no priorizamos la vida interior y sus exigencias ascéticas, si no
renunciamos al ruido y sus lacayos que nos esclavizan, si no privilegiamos la lectura entera
(¡hasta el final!) de verdaderos libros de fondo (y no de calmantes sentimentales), en vano
aspiraremos a una profundidad improbable.

Prioridades y renuncias son absolutamente inseparables. Es hora de evaluar, en la manera como


gestionamos nuestro tiempo, lo que realmente alimenta nuestra vida espiritual y lo que la vuelve
superficial y fofa, y hasta la imposibilita. Si no reaprendemos a escoger, privilegiar y renunciar,
será imposible detener el proceso calamitoso de una Vida Religiosa en franca decadencia
espiritual, comunitaria y ética.

Los ortodoxos identifican a Dios con la belleza. En la Iglesia latina, en cambio, solemos
privilegiar la dimensión ética y socialmente voluntarista de la experiencia religiosa. De esta
manera, reducimos a menudo Dios a un mero discurso de exigencias morales y de compromisos
solidarios.

Por otra parte, vivimos en un tiempo de urbanización salvaje y acelerada. Sin darnos cuenta, nos
hemos acostumbrado a un entorno globalmente feo, hasta “horrible”, como diría el peruano
Salazar Bondy, hablando de Lima1. Nuestra iconografía religiosa latinoamericana, también, es,
casi siempre, dulzona y sin inspiración. Urge curarnos de esta indigestión de imaginería barata,
para volver a la sobria y límpida belleza de la luz, del vacío o de la verdadera música. Es el
tiempo del vacío simbólico para recuperar el horizonte, el espacio, la respiración. En una
palabra es tiempo de “hacer” silencio para retornar al silencio de Dios.

En nuestra cercanía con los pobres, necesitamos privilegiar la dimensión contemplativa. Como
servidores inútiles, nos toca admirar la belleza escondida de tantos justos en nuestro entorno.
Más que resolver problemas eternos, la opción preferencial por ellos es, ante todo, disfrutar del
Dios bello y callado que camina con ellos.

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¡Sin negar otros aspectos muy bellos de la gran metrópoli peruana!

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(Talittha Qum.Una nueva Vida Religiosa para un nuevo discipulado. Simón Pedro Arnold)

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