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ASUNTOS INDÍGENAS

Citar como

Antecedentes

Si bien el interés central de este trabajo es el análisis de las políticas y la


legislación del Estado nacional en materia indígena, como punto de partida, y
como referente, se enuncia que la “política colonizadora” religiosa, política y
económica, cuyo método “consistió en trasplantar en tierras de América las
formas de vida europea, concretamente la ibérica... avalada por la voluntad
divina” encontró en la población nativa “el mayor obstáculo para realizar en
pureza aquel programa”.[1]Ante esta situación, España implementó una política
de incorporación “por medio de leyes e instituciones que, como la encomienda,
estaban calculadas para cimentar una convivencia que, en principio, acabaría por
asimilarlo y en el límite, igualarlo al europeo”.[2]
Para atender la problemática indígena de manera adecuada, es preciso
comprender los diferentes modos en que ha cristalizado la historia de las políticas
públicas en México, así como el papel que han tenido los movimientos indígenas
en la conformación del Estado nacional. Rodolfo Stavenhagen ha identificado
cinco conceptos centrales sobre la cuestión indígena: cultura, clase, comunidad,
etnia y colonialismo “alrededor de los cuales se construían cuatro distintos
enfoques explicativos sobre las relaciones entre los grupos indios de México y la
sociedad nacional”, según expone Juan Luis Sariego.[3]
Los asuntos indígenas, si bien no siempre de manera institucionalizada y casi
siempre de manera marginal, han estado presentes en la discusión sobre la
construcción y constitución del Estado nacional. Desde principios del siglo XIX,
según Francisco López Bárcenas, durante los levantamientos de independencia se
prometía reivindicar los procesos de exclusión a los que habían sido sometidos
los pueblos indígenas desde la conquista. Sin embargo, en el Plan de Iguala “se
estableció la igualdad de todos los habitantes de la Nueva España, sin distinción
alguna de europeos, africanos ni indios, reconociendo a todos como ciudadanos
con igualdad de derechos, al mismo tiempo que ignoraban la existencia de los
pueblos indígenas”,[4] el problema fundamental es que se partió de la igualdad
cuando se trataba de una ficción en sí misma. Es decir, que desde la construcción
del Estado nacional evadió la existencia de diferencias y desigualdades entre la
población.
John Tutino asegura que durante la guerra de independencia, “los grupos
populares se unieron a la revuelta de Hidalgo y a otros levantamientos, pero
fueron derrotados antes de que se proclamara en 1821”. Entre las décadas de
1820 y 1850, contrario a lo que se piensa, hubo un proceso de tensión constante
entre las clases en el poder –que perseguían la concentración de las tierras y el
monopolio del mercado- y los campesinos, cuyo modo de producción era de
autosubsistencia, -que buscaban mantener de sus modos de vida. Durante todo
este proceso, “los grupos populares no estuvieron ausentes ni inactivos; pero las
élites criollas seguían dominando la construcción de la nación”.[5]
Para cuando se conformó el Congreso Constituyente de 1857 los asuntos
indígenas se habían vuelto un problema nacional, “se desprende de las múltiples
intervenciones que se dieron durante su discusión, aunado a la abundante
legislación que se había producido en los estados de la Federación”[6]. Sin
embargo, López Bárcenas señala que este tema nunca se llegó a plasmar en la
Constitución. A pesar de que en todas las épocas y en las discusiones en torno a
la conformación nacional la cuestión indígena casi siempre estuvo presente nunca
se atendió de manera adecuada a las demandas de ese sector de la población.[7]
En este apartado se enuncian las principales acciones del gobierno en
materia de asuntos indígenas en los diferentes períodos presidenciales para
comprender cómo “la búsqueda desesperada por la esencia nacional por lo
general excluía a los indígenas”.[8]
El rechazo generalizado desde la conquista, pasando por el período de
independencia, hasta la Revolución Mexicana y en las etapas posteriores, se ha
traducido en políticas de etnocidio, incorporación, asimilación o integración, en
las diferentes épocas históricas de México. López Bárcenas realiza un recorrido
interesante por la legislación de los estados en el siglo XIX, en la que encuentra
una diversidad de modos de atender la problemática en las diferentes regiones del
país. En Oaxaca, de acuerdo con López Bárcenas, cuando gobernaba Benito
Juárez se hizo un intento por el reparto agrario y reconocer la tenencia comunal
de la tierra que posteriormente fue revertido durante el porfiriato. Con el
pretexto de “sacar al país del atraso” en 1883, se promovió desde el gobierno
federal “la colonización de las tierras comunales”.[9] Aún cuando resulta de vital
relevancia conocer los detalles de estos procesos, se enunciará el problema para
un posterior análisis detallado al respecto.
En cuanto a lo que hoy compone los estados de Sonora y Sinaloa, López
Bárcenas explica que en la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de
Occidente en noviembre de 1825 se establecía una serie de disposiciones
referidas a los indígenas:
- El artículo 4º prohibía la esclavitud “así como el comercio y venta de
indios en las naciones bárbaras”.[10]
- El artículo 21 “estableció la igualdad de todos los hombres sin importar
sus diferencias étnicas”.[11]
- El artículo 28 determinaba “como una causa de suspensión de los
derechos ciudadanos ‘tener costumbre de andar vergonzosamente
desnudo’, en alusión a la manera de vestir de los pueblos indígenas”.[12]
- El artículo 109 establecía que el Congreso del Estado y su Comisión
Permanente tenían facultad de “convertir en pequeñas propiedades las
tierras que los pueblos poseían en colectivo”.[13]
Antes de aprobada la constitución en el estado de Occidente, en octubre de
1825, hubo un levantamiento armado de los pueblos yaquis “defendiendo su
autonomía e identidad”, rechazaban la incorporación forzada a las milicias
estatales y se rehusaban a pagar impuestos por “sus tierras y sus posesiones”. Las
medidas tomadas aparentemente “buscaban crear condiciones para el ejercicio de
los derechos indígenas”, pero se ocultaba la voluntad de “romper el régimen de
autonomía que conservaban y con ello minar el sistema comunal de propiedad
sobre sus tierras”.[14]
En el estado de Chihuahua, la Ley de Colonización “prescribió que las
tierras baldías de la Alta Tarahumara se poblaran con colonos que instruyeran y
civilizaran a los indios”, mientras que en octubre de 1833 se “ordenó que se
respetaran las tierras que se habían concedido a los indios, debiendo repartirse en
parcelas”.[15] Algo similar ocurrió en los estados de Veracruz, Zacatecas y Puebla.
En cambio, en Jalisco, la ley “sólo protegía la propiedad privada de los
indígenas, como cualquier otra, al mismo tiempo que atentaba contra la
propiedad colectiva de los pueblos a que pertenecían las personas cuyos derechos
se decía proteger”.[16] También en Chiapas se presentó una situación similar en la
que se establecía que “todos los terrenos baldíos o nacionales y de propios
excepto los ejidos de los pueblos, se reducirán a propiedad particular”, los
pueblos indígenas percibieron los efectos de esta promulgación: “más fácilmente
podían ser declaradas ociosas [las tierras], o porque no podían demostrar sus
derechos sobre ellas con títulos que reunieran los requisitos exigidos en la nueva
legislación”.[17] Las disposiciones que fueron limitando la posesión comunal de la
tierra en Chiapas fueron aumentando con el correr de los años, al tiempo que los
pueblos indígenas diseñaban estrategias de resistencia.
En Yucatán e Hidalgo, asegura López Bárcenas, la intención de desaparecer
a la población indígena no se ocultaba.[18] Sin embargo, se trataba de una
situación generalizada en todo el país, en el nivel federal y estatal, con una línea
“excluyente” y con una visión “eminentemente individualista y
homogénea”.[19] Se trataba de una estrategia a través de la cual los pueblos
indígenas “fueron perdiendo espacios de poder y sus formas de ejercerlo, al
mismo tiempo que la tierra se concentraba en unas cuantas manos y el poder se
centralizaba en los órganos federales”.[20]
Se debe tener en cuenta que durante el siglo XIX, si bien el sistema jurídico
y político reconocía a todos los habitantes del territorio como ciudadanos, “la
expansión del capitalismo agrario y la modernización de la economía no
supusieron beneficios para los indígenas. Por el contrario, numerosas
comunidades indígenas perdieron sus tierras y fueron forzadas a realizar trabajos
dependientes en grandes latifundios”.[21] Arturo Warman, a través de un análisis
de la zona oriente del estado de Morelos, muestra cómo la ampliación de las
fronteras de las haciendas y el acaparamiento de los recursos naturales fue un
modo de obligar a los indios a trabajar en los latifundios ya que “comprimieron a
los comuneros en un territorio incapaz de producir suficiente para la subsistencia
de sus poseedores... obligó a los comuneros a completar su subsistencia con la
venta de su fuerza de trabajo en beneficio de la hacienda”.[22]
La construcción del Estado no admitía modos de vida diferentes al
moderno: la economía de subsistencia, el trabajo colectivo, la reciprocidad y la
tenencia comunal de la tierra eran percibidas como una amenaza para la unidad
nacional. Las tensiones entre el trabajo en las haciendas y el modo de vida
campesino se volvieron cada vez más estrechas. La población indígena que no se
incorporó a la vida de las haciendas o al trabajo minero optó por refugiarse en las
tierras menos aptas para la agricultura y se especializó en trabajar la tierra en
zonas montañosas, poco fértiles.
Gonzalo Aguirre Beltrán explica la relación que fue constituyéndose en lo
que denominó, las “regiones de refugio”. Las describió como complejas redes de
relaciones entre ciudades o pueblos habitados por mestizos hablantes del
español, y las aisladas comunidades indígenas. Los indios comercializaban sus
productos allí, y obtenían los bienes y servicios que no recibían de la agricultura
de subsistencia. Los mestizos “metropolitanos”, que habitaban los centros
regionales, aglutinaban el control político, económico e ideológico.[23]
En términos generales, puede aceptarse ésta como una visión amplia de la
situación de la mayoría de las comunidades indígenas del país. Sin embargo, no
puede entenderse esta estructura como la única existente y viable ya que,
justamente, la complejidad de la problemática indígena radica en la diversidad. De manera
que es preciso dar cuenta de otros modos en que se desarrolló la relación con el
Estado. Juan Luis Sariego, en un estudio en la Sierra Tarahumara, explica que no
puede aplicarse el modelo de las regiones de refugio debido a que no existía la
idea de comunidad entre los indios tarahumaras.[24] Como este, existen muchos
ejemplos que dan cuenta de las diferencias entre la diversidad de pueblos que hoy
habita el territorio mexicano, por lo que solamente se puede señalar que una
sistematización adecuada de esta información sería de gran apoyo para una
discusión en torno a la política indígena.
Es fundamental tener en cuenta que los pueblos indígenas no solamente
optaron por refugiarse en las zonas menos aptas para la subsistencia y la
agricultura. Durante la primera década del siglo XX, la relación entre los
indígenas y el gobierno se tornó cada vez más hostil. En este contexto estalló la
revolución.
Es de conocimiento general que en el centro de las demandas
revolucionarias se hallaba la necesidad de acceso a la tierra por parte de los
grupos campesinos e indígenas. Hay que detenerse en este punto ya que las
luchas indígenas y sus demandas han ido tomando diferentes aspectos en los
distintos momentos históricos. Desde la época colonial y hasta el momento del
reparto agrario, la resistencia indígena se enfocaba en el reconocimiento de la
tenencia comunal de la tierra y en la necesidad de ser dueños de la tierra que
trabajaban. Esto se debió al modo en que se organizó la sociedad desde la
conquista, pasando por el período de evangelización y el proyecto liberal del siglo
XIX. A lo largo de los siglos, los indios se convirtieron en trabajadores
asalariados o esclavos de los grandes hacendados del país.[25]
Una de las demandas generalizadas de la Revolución Mexicana fue la
expropiación de las grandes extensiones de tierra para que los trabajadores
agrícolas fueran dueños de sus terrenos y de su trabajo. En el caso de las
poblaciones indígenas, el factor de la tenencia comunal fue muy importante. Este
es, además, uno de los puntos más importantes a la hora de la lucha por el
reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas: la forma de sujeto
colectivo frente a la idea liberal de individuo.
Francisco López Bárcenas opina al respecto que ante la necesidad de poner
un límite a la formación de latifundios se puso declarado énfasis en las formas
alternativas de tenencia de la tierra, pero sin “diferenciar la propiedad privada,
social o pública, de la indígena que respondía a otras lógicas” y explica que no se
establecieron “modalidades de protección a las tierras y territorios indígenas”. De
manera similar, y teniendo en cuenta la teoría de las regiones de refugio de
Aguirre Beltrán, mencionada anteriormente, “el ejercicio del poder local se
concentró en el municipio” en un intento de poner fin al modelo porfirista. Al
disolver las jefaturas porfiristas se otorgó todo poder al municipio, dejando fuera
las formas diversas de gobierno de las localidades indígenas. De acuerdo con
López Bárcenas, “lo correcto hubiera sido distinguir entre éstas [las jefaturas
porfiristas] y los gobiernos propios de los pueblos indígenas para no dejarlos en
la ilegalidad”.[26]
La constitución original de 1917, en el artículo 27 inciso VI, reconocía la
propiedad comunal para tribus y pueblos. Decía así: “Los condueñazgos,
rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población
que de hecho o por hecho guarden el estado comunal, tendrán capacidad para
disfrutar en común las tierras, bosques y aguas”.[27]
El 18 de enero de 1934, durante el gobierno de Abelardo L. Rodríguez, el
Congreso de los Estados Unidos Mexicanos expidió un decreto para reformar el
artículo 27 constitucional; este decreto derogaba el contenido original citado
arriba y quedaba de la siguiente manera: “Los núcleos de población, que de
hecho o por derecho guarden el estado comunal, tendrán capacidad para disfrutar
en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se les hayan
restituido o restituyeren”.[28] Paulatinamente, fue transformándose este artículo,
hasta que en 1992 “se afecta el fondo, cuando viene en concreto a suprimirse esa
cobertura constitucional sin sustituirse además por ninguna otra”.[29]
Después de la revolución, la reflexión en torno a qué hacer con los pueblos
indígenas se volvió parte central de la planificación estatal. La idea de
modernización del país a través de la industrialización y las ideas marxistas sobre
la proletarización de la población llevaron a gobernantes y pensadores a sostener
que la mejor manera para que los pueblos indios resolvieran su histórica
exclusión y pobreza era a través de la asimilación.
En 1921 se creó el Departamento de Educación y Cultura, dependiente de la
Secretaría de Educación Pública (SEP) y en 1923 se establecieron las Casas del
Pueblo para mejorar las condiciones de vida de las poblaciones indígenas.[30] En
1936, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, se creó el Departamento de
Asuntos Indígenas (DAI), que más adelante fue detonador del Primer Congreso
Indigenista Interamericano en Pátzcuaro, Michoacán (1940). El objetivo del foro
fue reflexionar en torno a la situación de la población indígena de todo el
continente y se determinó que era preciso llevar a cabo una “acción política”
respecto a los pueblos indios. En México, este esfuerzo se tradujo en la
transformación del DAI en el Instituto Nacional Indigenista (INI), en 1948,
como organismo descentralizado.
Los llamados indigenistas, Ricardo Pozas, Manuel Gamio, Moisés Sáenz,
Alfonso Caso, Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán, Alfonso Villa
Rojas,Fernando Cámara Barbachano y Calixta Guiteras se dieron a la tarea de
pensar el modo en que se incorporaría a los indios al desarrollo nacional y su
inserción en la modernidad. A continuación se resumen las principales
propuestas de “cambio dirigido”:
- A través del proyecto que denominaron de aculturación se fundaron
escuelas rurales y misiones culturales. El principal objetivo era la
castellanización de los indios, para una adecuada incorporación a la nación
mexicana. Además, había la idea de acabar con la condición campesina
(considerada como un residuo de formas de producción precapitalistas).
- A partir del concepto de “región de refugio”, se consolidó la creación de
Centros Coordinadores Indigenistas, con la intención de acabar con los
abusos de poder local sobre las comunidades indígenas. Además, tenían la
consigna de regular “programas conectados con asuntos de agricultura,
salubridad, comunicaciones y otros más que no lograban llegar hasta el
mundo indígena”. El primero que se conformó fue el Centro Coordinador
Indigenista Tzeltal-Tzotzil (CCIT), en San Cristóbal de las Casas, en 1951;
más adelante se estableció otro en la Sierra Tarahumara.[31]
- La construcción de infraestructura (caminos, electrificación, atención
médica, etc.), la activación del comercio y el incremento de la división del
trabajo, también fueron prioridades para la inserción de los indios al
Estado mexicano.[32]
Los proyectos que llevó a cabo el INI se prolongaron hasta la década de
1970. En este período se realizaron evaluaciones que mostraron la eficacia y
fracaso de las diferentes propuestas iniciales. Hubo una transformación en el
modo de contemplar la acción indigenista. Se reconoció que uno de los
problemas era la imposición de programas externos sobre las comunidades
indígenas. De manera que se planteó el “etnodesarrollo”, cuyos ejes rectores eran
una concientización sobre lo étnico y un autodiagnóstico de la comunidad para
que surgieran propuestas locales. Asimismo, los numerosos levantamientos
armados en zonas rurales e indígenas ejercieron presión para su reconocimiento.
En ciertas regiones dichos movimientos se debieron a que aún no llegaba el
reparto agrario (existen zonas del país que nunca han alcanzado tal objetivo);
pero los movimientos también empezaron a tomar otro discurso: ahora se incluía
la lucha por el reconocimiento de la identidad indígena anterior a la identidad
nacional. Se trató de una inconformidad clara con las políticas asimilacionistas.
Desde los años setenta, hubo un auge de demandas con sustento en lo que se
denomina etnicidad.[33] Tanto en el ámbito de los movimientos sociales, como en
las investigaciones académicas, ha crecido el interés por dar cuenta de estos
procesos.
Como paliativo a esta situación, surgió la acción participativa y
posteriormente se implementó un programa de educación bilingüe en zonas
indígenas. Es decir, se capacitaba maestros que hablaran la lengua nativa, lo cual
seguramente contribuyó a que de se triplicara la población hablante de lenguas
indígenas en el período 1970-2000, en el sentido de que se reivindicó el uso de las
lenguas nativas por parte del Estado nacional y se puso freno a la creciente
castellanización en las poblaciones indígenas.[34] Asimismo, en 1975 se conformó
el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, producto de una serie de
negociaciones y reuniones sostenidas entre pobladores de regiones indígenas y
funcionarios de gobierno.[35]
Los años 1970 y 1980 fueron de tensión en muchos sentidos entre el Estado
y los pueblos indígenas. Los asuntos que competían a este sector de la población
quedaban cada vez más rezagados. Es claro que la política de acción participativa
no fue suficiente para resolver las tensiones entre el Estado y las poblaciones
indígenas. Se puede citar el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) en 1994, pero también enlistar una serie de levantamientos
armados, demandas y manifestaciones de grupos indígenas en todo el país, con
sus matices culturales y políticos, aunque no hay espacio aquí para nombrarlos a
todos.
Otro proceso de suma importancia para la agenda pública en materia
indígena es lo relativo a los festejos y protestas en torno al V Centenario del
Descubrimiento de América, cuya relevancia histórica no puede dejarse de lado ya
que fue uno de los principales motores de la polarización entre el Estado y los
pueblos indígenas, así como un incentivo para que las demandas de la población
indígena cobrara importancia en la agenda pública, las crecientes movilizaciones a
lo largo del país, la reforma al artículo 27 constitucional y la firma del Tratado de
Libre Comercio de América del Norte son referentes necesarios del contexto en
el que se llevó a cabo este proceso.[36] Producto de aquella controversia se
reformó el artículo 4º constitucional en 1992, al agregarse un primer párrafo:
La nación mexicana tiene una composición pluricultural
sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley
protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos,
costumbres, recursos y formas especiales de organización social, y
garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del
Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que ellos sean
parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas
en los términos que establezca la ley.[37]

Las carencias de esta reforma, que en su momento era el único lugar de la


constitución que contemplaba a la población indígena, son evidentes por la falta
de reglamentación (que fue una demanda posterior y que será analizada en el
apartado sobre la Comisión Legislativa) y porque denota una situación
meramente ornamental de los pueblos indígenas. Alicia Castellanos y Gilberto
López y Rivas señalan que “entonces el movimiento indígena no tuvo fuerza para
convertirse en el actor principal en la elaboración y negociación de esta iniciativa
de ley” y agregan que no tuvo incidencia en las políticas públicas “ni
contribuyeron a un mejoramiento de las condiciones sociales, económicas y
políticas de los indígenas”.[38] Fue por ello, que las disputas entre indios y Estado
continuaron vigentes e incrementándose.
Stavenhagen esquematiza la problemática como dos modos diferentes de
percibir la conformación de un Estado nacional:
- Por un lado, la “nación cívica, compuesta por todos los ciudadanos de un
Estado determinado, independientemente de sus características étnicas
significativas... la nacionalidad descansa exclusivamente en la relación de
ciudadanía entre los individuos y el Estado, reglamentada por el sistema
político y jurídico imperante, y que las características étnicas son elementos
irrelevantes y secundarios... reduce la ciudadanía a una condición legal de
vinculación entre el Estado y el individuo... las distinciones étnicas y la
distinción entre ‘mayoría’ y ‘minoría’ cultural no tiene según esta
perspectiva ninguna consecuencia política”.[39]
- Por otro lado, la “nación étnica, compuesta sólo o particularmente por los
miembros de un grupo que comparten características culturales y valores
fundamentales... la cultura, la lengua, la religión, a veces la raza,
son elementos fundamentales para fortalecer a la nación y darle identidad.
De allí que la nación étnica se haya propuesto históricamente acoger a
todos los miembros en un solo Estado”.[40]
Asegura, también, que en el primer caso lo étnico se reduce al ámbito
privado, mientras que para la concepción de “nación étnica” hay un desarrollo de
la identidad en el ámbito público. Se contrapone la visión del individuo con una
visión de la colectividad ante el Estado. Lo que en realidad están haciendo los
movimientos de resistencia indígena en el país –y probablemente en el mundo- es
replantear la visión de unidad estatal que tradicionalmente se tenía para formular
una nueva manera de relacionarse: “en la que sean garantizados sus derechos
colectivos y reconocidas sus identidades”.[41]
Esto pudo observarse en el proceso de negociación entre el EZLN y la
Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) durante la década de 1990,
que cristalizó en los Acuerdos de San Andrés el 13 de mayo de 1996, pero que
nunca entraron en vigor aún cuando fueron firmados por todas las partes
involucradas. Se debe señalar una serie de elementos que salieron a la luz pública
a partir de estos procesos.
Sin duda, el levantamiento del EZLN fue detonador de un giro en el modo
en que se veía a los indígenas antes de 1994; llegó el momento en que fueron el
tema más relevante en la agenda pública, aunque, como señalan diversos
especialistas, entre ellos López Bárcenas, Castellanos y López y Rivas, esto no
significa que se haya resuelto el conflicto, cubierto sus demandas, o que se haya
hecho justicia.[42] La razón del alzamiento fue en oposición a la política agraria
del presidente Carlos Salinas de Gortari y a la firma del Tratado de Libre
Comercio (TLC).[43] El gobierno federal fue incapaz de ocultar la rebelión armada,
los medios auspiciaron el auge y la expansión del tema y la opinión pública hizo
suyas las demandas indígenas. Todos estos factores pusieron en el centro la
discusión en torno a lo indígena, pero ya no en términos de política agraria sino
de respeto a la diversidad cultural. López Bárcenas explica que se trataba “de
reconocer por primera vez desde que se formó el Estado a los pueblos indígenas
como parte fundante de la nación y sus derechos colectivos... de reconocer
nuevos sujetos de derechos con derechos específicos”.[44]
No sólo es importante resaltar el repentino protagonismo de las demandas
indígenas, sino señalar un problema general, relacionado con el crecimiento de la
población: “El municipio como la mínima unidad constitucional de gobierno se
está alejando de las comunidades que comparten problemas y deben tomar
muchas decisiones fundamentales para la vida cotidiana”.[45]
Esta situación trajo una serie de consecuencias negativas que Warman
sintetiza de la siguiente manera:
1. los actores se redujeron artificialmente al EZLN y al gobierno, la
negociación se centralizó y polarizó;
2. la diversidad de la sociedad nacional y su correlato democrático se
simplificaron;
3. la cuestión indígena se divorció de la transformación nacional, se
particularizó;
4. se privilegiaron las declaraciones y abstracciones grandilocuentes por
encima de las acciones posibles, se confrontaron ideologías y se omitieron
los programas y quehaceres;
5. la arena de la discusión se estrechó y se limitó a las reformas
constitucionales.[46]
El contexto enunciado arriba es lo que dio pie a la reforma del artículo 2º de
la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en el 2001, la cual será
revisada con detenimiento más adelante. De acuerdo con los postulados de
Warman, puede adelantarse que la reforma fue insuficiente dado que no atendió
las principales demandas de los pueblos indígenas, sino que se centró en un
debate ideologizado.
Además, llama la atención que una ley elaborada para un sector social
determinado tenga tal grado de ilegitimidad entre la población que supone
atender. Las manifestaciones de descontento hacia dicha ley han sido muchas y
muy amplias por lo que diversos actores sociales reclaman que se reabra la
discusión al respecto y se dé marcha atrás a la contrarreforma aprobada en
2001.[47] Mientras tanto, se ha roto el diálogo entre ciertos sectores de la sociedad
civil y los diferentes poderes del Estado por la serie de demandas incumplidas.

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