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CONVERSIÓN Y SEGUIMIENTO

La esencia de la espiritualidad cristiana es el seguimiento de Cristo bajo la


guía de la Iglesia.

Ser cristiano es seguir a Cristo por amor. Ignorantes, llenos de defectos,


Jesús nos conducirá a la santidad, a condición de que comencemos por amarlo, y
que tengamos el valor de ir en su seguimiento.

El cristianismo no consiste sólo en el conocimiento de Jesús y de sus


enseñanzas transmitidas por la Iglesia. Consiste en su seguimiento. Sólo ahí se
verifica nuestra fidelidad. Seguimiento que es la raíz de todas las exigencias
cristianas, y el único criterio para valorar una espiritualidad.

Así, no existe una "espiritualidad de la cruz", sino del seguimiento; seguimiento


que en ciertos momentos nos exigirá la cruz. No existe una "espiritualidad de la
oración", sino del seguimiento. El seguimiento nos lleva a incorporarnos a la
oración de Aquel a quien seguimos. No existe una "espiritualidad de la pobreza",
sino del seguimiento. Este nos despojará, si somos fieles en seguir a un Dios
empobrecido. No existe una "espiritualidad del compromiso", pues todo
compromiso o entrega al otro es un fruto de la fidelidad al camino que siguió
Jesús.

Seguir a Cristo implica la decisión de someter todo otro seguimiento sobre


la tierra al seguimiento de Dios hecho carne. Por eso hablar de seguimiento de
Cristo es hablar de conversión, de "venderlo todo", en la expresión evangélica, con
tal de adquirir esa perla y ese tesoro escondido que constituye el seguir a Jesús.

No siempre se tiene conciencia de la autonomía de la conversión. Esta


exigencia evangélica, universal, no está ligada al grado de instrucción o de cultura,
ni a ninguna posición social. No está ligada al poder, ni a la riqueza, ni al saber. Ni
a ningún tipo de actividad, compromiso o ideología. No existen "profesionales" ni
"clases" de convertidos. Ni aun el hecho de ser religioso, obispo o cardenal,
supone necesariamente el hecho de la conversión, que tiene exigencias

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autónomas. Todo cristiano, cualquiera sea su posición profana o eclesiástica, está
llamado permanentemente al dinamismo de su conversión, en el cual no hay
privilegios o acepción de personas, y que depende radicalmente de una respuesta
a la llamada de Cristo. Esta respuesta condiciona todo proyecto humano y
eclesial, y es la única verificación auténtica de cualquier compromiso: "En el día
del juicio muchos me dirán: Señor, Señor, profetizamos en tu nombre, y en tu
nombre arrojamos los demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Yo les
diré entonces: no los reconozco. Aléjense de mí todos los malhechores".

Tampoco somos siempre conscientes del itinerario de la conversión; de su


dinamismo crítico. No hay una sola llamada de Cristo en la vida, hay varias, cada
una más exigente que la anterior, y envueltas en las grandes crisis de nuestro
crecimiento humano-cristiano. Por ejemplo Pedro llega en un momento en que la
conciencia acumulada de sus límites y fallas lo hacen más humilde, y su entrega
no se basa más en sus posibilidades, sino en la palabra de Jesús que lo ha
llamado.

Una de las crisis es en la oración. La oración ya no nos aporta el apoyo


sensible de antes; más bien se hace fatigosa y seca. No parece que influye en
nuestra vida ni en nuestra acción. Nos parece que recemos o no recemos, todo
seguirá igual: nosotros, nuestros compromisos, los demás, la historia. Por eso una
de las primeras tentaciones que nos sobrevienen es la de abandonar la oración
personal.

Los compromisos apostólicos o sociales pierden su novedad. Se hacen


rutinarios. Los trabajos y problemas que tenemos que abordar se van repitiendo
con fatigosa similitud, y debemos hablar siempre de las mismas cosas. La
naturaleza humana se nos revela parecida en todas partes. Comenzamos a
experimentar desilusiones, fracasos, y vemos la relatividad de nuestro empeño.
Las dificultades, obstáculos y persecuciones se van multiplicando, a veces de
donde menos pensábamos; también de parte de compañeros de trabajo y de
autoridades eclesiásticas. Sobreviene el cansancio, un deseo de independencia,

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de hacer algo más interesante, de "hacer nuestra vida". Un deseo de instalarse, de
trabajar sólo lo indispensable, sin búsqueda, sin cambio, sin creatividad.

Viene un conformismo, un deseo de "hacer carrera", de transformar el


radicalismo cristiano en "prudencia política". Buscando cargos, prestigio exterior,
sin preocuparnos si ello corresponde a las exigencias de Jesús sobre nuestra vida.

Esta crisis del seguimiento cristiano, dramática o sutil, es precisamente la


que nos prepara y nos conduce a una conversión más madura y decisiva. Como
Pedro después de la Pasión, a través de la crisis, de su desconcierto e
insensibilidad, Jesús nos vuelve a llamar. Lo importante es saber abordar etapas
normales, propias del dinamismo de la conversión. Ellas nos colocan una vez más
de frente a la alternativa crucial: o quedarnos en el desánimo y la mediocridad, u
optar nuevamente por el radicalismo del Evangelio, más lúcida y maduramente.
Jesús nos conduce a la conversión en la fe, profunda y adulta, que va más allá del
entusiasmo sensible de una primera conversión. No debemos comparar etapas en
nuestra vida; normalmente la generosidad, la oración, el compromiso y la pobreza
van evolucionando y purificándose. De un apoyo en el sentimiento, en la buena
voluntad y en las capacidades personales, maduran para apoyarse en la palabra
de Cristo y en las exigencias del Evangelio, asumidas en la fe.

La verdadera conversión cristiana es en la fe. Sólo ella nos permite dar el


paso radical de entregarnos sin reserva a la palabra de Jesús. Como Pedro,
podemos entregar nuestro trabajo y todas las cosas, pero reservarnos en nuestro
fondo de egoísmo. Conservamos nuestra vida. ("...El que conserva su vida la
pierde, y el que pierde su vida en este mundo la conserva para la vida eterna..." Jn

12,25).

La conversión de la madurez no consiste tanto en "sentir" nuestro


seguimiento, o en multiplicar actos de generosidad, sino más bien en dejarnos
conducir por el Señor en la fe, en la cruz y en la esperanza. "Cuando eras joven, tú
mismo te ponías el cinturón e ibas donde querías. Pero cuando te hagas maduro,

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abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará donde no quieras" (Jn
21, 18).

EL ROSTRO DE JESÚS

La originalidad y la autenticidad de la espiritualidad cristiana consiste en


que seguimos a un Dios que asumió la condición humana. Que tuvo una historia
como la nuestra; que vivió nuestras experiencias; que hizo opciones; que se
entregó a una causa por la cual sufrió, tuvo éxitos, alegrías y fracasos, por la cual
entregó su vida. Ese hombre, Jesús de Nazaret, igual a nosotros menos en el
pecado, en el cual habitaba la plenitud de Dios, es el modelo único de nuestro
seguimiento. Por eso, el punto de arranque de nuestra espiritualidad cristiana es el
encuentro con la humanidad de Jesús. Eso le da a la espiritualidad cristiana todo
su realismo. Al hacer de Jesús histórico el modelo de nuestro seguimiento, la
espiritualidad católica nos arranca de las ilusiones del "espiritualismo", de un
cristianismo "idealista", de valores abstractos y ajenos a experiencias y exigencias
históricas. Nos arranca de la tentación de adaptar a Jesús a nuestra imagen, a
nuestras ideologías y a nuestros intereses. Nuestra espiritualidad tiene que
recuperar al Cristo histórico. Esta dimensión a menudo ha quedado ensombrecida
en nuestra tradición latinoamericana. Esta tiene una tendencia a deshumanizar a
Jesucristo; a asegurar su divinidad sin poner de relieve suficientemente su
humanidad, con todas sus consecuencias. Jesús "poder" extraordinario,
milagroso, puramente divino, oscurece al Jesús como modelo histórico de
seguimiento.

Sólo en Jesús histórico conocemos realmente los valores de nuestra vida


cristiana. Existe el peligro de formular estos valores a partir de ideas y
definiciones: "la oración es esto... la pobreza consiste en esto otro... el amor
fraterno tiene tales características...". Pero así como no sabemos quién es Dios si
no lo descubrimos a través de Jesús, tampoco sabemos realmente lo que es la
oración, la pobreza, la fraternidad o el celibato, sino a través de la manera como
Jesús realizó estos valores. Jesús no es sólo un modelo de vida; es la raíz de los
valores de la vida.

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Este conocimiento, sin embargo, no es el resultado de la pura ciencia
bíblica o teológica, sino de un encuentro en la fe y en el amor, propios de la
sabiduría del Espíritu y de la contemplación cristiana. Se trata de conocer al Señor
que seguimos "contemplativamente", con todo nuestro ser, particularmente con el
corazón. Como un discípulo y no como un estudioso. Como un seguidor y no
como un investigador. Aquí vemos otra vez lo original de la espiritualidad cristiana:
no conocemos a Jesús sino en la medida en que buscamos seguirlo. El rostro del
Señor se nos revela en la experiencia de su seguimiento. Por eso la cristología
católica es una cristología contemplativa que lleva a la praxis de la imitación de
Jesús.

Ahora bien, no pensemos que es fácil este conocimiento contemplativo e


imitativo de Jesús. Va más allá del análisis y de la razón. San Pablo nos habla de
una "sabiduría escondida venida de Dios" (ICo 1, 30; Ef 1, 9), y nos habla también
que le fue revelado el conocimiento del Señor (Ga 1, 16) de cara al cual tuvo todo
lo demás por pérdida (Flp 3, 8). La revelación de Cristo en nosotros, la cristología
contemplativa de que hablamos, es don del Padre. Requiere en nosotros, para ser
recibida como sabiduría y no sólo como ciencia, una gran pobreza de corazón y
los dones del Espíritu Santo, que sopla donde quiere.

Podemos disponernos a esta revelación contemplativa de Jesús,


adentrándonos con fe en el Evangelio, y disponiéndonos como discípulos a
aprender lo que esta Palabra nos enseña del Señor. Podemos estaren posesión
de una sólida cristología y de una exégesis, pero éstas nunca reemplazan a la
contemplación del Evangelio.

Por eso el Evangelio es irremplazable. Encontramos en él la cristología


como sabiduría, y la imagen de Cristo como mensaje inspirador de todo
seguimiento. Encontramos una Persona susceptible de ser imitada por amor. Este
amor contemplativo, de suyo y progresivamente nos lleva a la imitación de Jesús,
que es la mejor garantía del seguimiento.

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Esto no implica caer en un "historicismo" literal en torno al Jesús del
Evangelio, que olvide que nuestra imitación se refiere antes que nada al Cristo de
la fe; tal como la Iglesia lo comunica. Precisamente este Cristo de la fe que
transmite la Iglesia está en continuidad con el del Evangelio, y a su vez garantiza
la objetividad de nuestra contemplación que con todo derecho quiere apoyarse en
los Evangelios transmitidos por la Iglesia como estímulo de nuestra conversión.

Un rasgo de la personalidad humana de Jesús es la atracción de su


mensaje. Esto es de gran significación para la pastoral de hoy y para la fuerza de
la evangelización. No basta que el mensaje que entregamos sea verdadero; es
necesario que atraiga a la conversión y lleve al seguimiento, como en el caso de
Jesús. Después del Sermón del Monte, como lo relata San Mateo, todos quedaron
asombrados, porque hablaba no como los escribas y fariseos, sino "como quien
tiene autoridad" (Mt 7, 29)... "Nunca nadie habló como ese hombre..." (Jn 7, 46).

SEGUIR A JESÚS EN MI HERMANO

La predicación de Jesús, cuyo tema central es el Reino de Dios, tiene por


objeto hacer de los hombres una fraternidad. Nos reveló que Dios es nuestro
Padre, haciendo de esta paternidad común la raíz de nuestra hermandad. Esta es
una posibilidad real desde que Cristo aparece en la historia como nuestro
Hermano universal.

Al insistir absolutamente en el amor fraterno, y en que todos somos


hermanos (Jn 13,34; Mt 23,8-9); y al subrayar el segundo mandamiento de la Ley
("Amarás a tu prójimo como a ti mismo"; "amaos como yo os he amado" Le
10,27;Jn 15,12) ha hecho del amor al prójimo el signo de la identidad cristiana, y la
prueba decisiva de su seguimiento.

El prójimo es el necesitado. En la parábola del samaritano, el necesitado es


un judío expoliado y herido. En la parábola del juicio final (Mt 25,31 ss), es el
hambriento, el sediento, el enfermo, el exiliado, el encarcelado. En forma muy

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especial, el prójimo es el Pobre, en el cual Jesús se revela como necesitado: "Lo
que hicieron con algunos de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron
conmigo" (Mt 25, 40).

Los ricos y poderosos son mis prójimos cuando necesitan de mí, aunque
sea ocasionalmente. Dar ayuda a un capitalista o un gobernante perseguido por
cambios políticos, cualquiera que sea su ideología, es un deber cristiano; es
tratarlo como prójimo.

Hay necesitados (pobres) "ocasionales" y "permanentes". Pero la mayoría


son pobres y necesitados "permanentes". Son explotados, marginados y
empobrecidos por la sociedad. Son los discriminados por las ideologías y por el
poder. La opción por el pobre que nos ordena el Evangelio es servir a ese prójimo
no sólo como personas, sino como situaciones sociales. Hoy nuestro prójimo es
también colectivo. El judío herido y empobrecido es una situación permanente.
Son los obreros, los campesinos, los indios, los sub-proletarios...

La opción cristiana no es por la pobreza, porque la pobreza no existe como


tal. La opción es por el pobre, sobre todo el pobre "permanente", que está en mi
camino y que forma parte de mi sociedad, el cual tiene derecho a esperar de mí.
El hecho del pobre como prójimo colectivo le da a la caridad fraterna su exigencia
social y política. Para el Evangelio, el compromiso socio-político del cristiano es la
causa del pobre. La política es la liberación del necesitado.

Mi prójimo no es el que comparte mi religión, mi patria, mi familia o mis


ideas. Mi prójimo es aquél con el cual yo me comprometo. Nos hacemos
hermanos cuando nos comprometemos con los que tienen necesidad de nosotros,
y tanto más, cuanto más total es el compromiso. El samaritano no se contentó con
"salir del paso" a medias. Lo curó, lo vendó, lo cargó, lo llevó a una posada y pagó
todo lo necesario (Lc 10,3-35).

El compromiso en el amor es la medida de la fraternidad. No somos


hermanos si no sabemos ser eficazmente compasivos hasta el fin.

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Para acercarse al judío, el samaritano tuvo que hacer un esfuerzo por salir de sí.
Por aliviarse de su raza, su religión, sus prejuicios. "...Hay que saber que los
judíos no se comunican con los samaritanos..." (Jn 4, 9). Tuvo que dejar de lado
su mundo y sus intereses inmediatos. Abandonó sus planes de viaje, entregó su
tiempo y dinero. En cuanto al sacerdote y el levita, no sabemos si eran peores o
mejores que el samaritano, pero sí sabemos que no salieron de "su mundo". Sus
proyectos, que no quisieron trastornar interrumpiendo su camino, eran más
importantes para ellos que el llamado a hacerse hermano del herido; sus
funciones rituales y religiosas las consideraron por encima de la caridad fraterna.

SEGUIR A JESÚS EN EL POBRE

En la parábola del juicio final (Mt 25), Jesús dice que el hermano, y
particularmente el pobre, son su representación. Él se identifica con ellos. Así, el
cristianismo pasa a ser la única religión donde encontramos a Dios en los
hombres, especialmente en los más débiles.

No hay cristianismo sin el sentido del hermano, y tampoco lo hay sin el


sentido del pobre. El sentido del pobre es esencial al mensaje de Jesús, tan
esencial como el sentido de la oración. Le aporta al sentido del hermano su
realismo y concreción. Por otro lado, la exigencia de la fraternidad universal (el
hermano), evita que la opción por el pobre, propia del Evangelio, se torne sectaria
o clasista. Sentido del hermano, sentido del pobre, son exigencias dialécticamente
complementarias.

Más aún, para Jesús el compromiso con el hermano pobre es uno de los
criterios decisivos en orden a nuestra salvación. "Benditos de mi Padre, vengan a
tomar posesión del Reino... Porque tuve hambre, y ustedes me alimentaron"... etc.
(Mt 25, 34ss).

Convertirse al Señor envuelve siempre como dimensión capital el


convertirse al pobre. (Lo cual no excluye otras dimensiones igualmente

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importantes en la conversión cristiana). Esta afirmación atraviesa toda la tradición
y la enseñanza católica. Ya en los Profetas, particularmente los del Exilio, aparece
la idea de que el mismo culto a Dios es vano sin la justicia y la misericordia con el
necesitado; de que la verdadera conversión que Dios quiere se expresa en el
servicio al hermano, sobre todo al oprimido (cfr. Is 1,10-17; 58,6-7; etc....

JESÚS Y LAS RIQUEZAS

Para Jesús, la ambigüedad radical de las riquezas consiste en su tendencia


a transformarse en "señor" del corazón humano (Mt 6, 24). Este nuevo "dios" no
deja lugar para otro. O servimos al Dios que libera o al dios que al enriquecer
encadena a la tierra. Servir al dinero es al mismo tiempo endiosar la tierra y
pervertir el destino de sus bienes y del hombre que los utiliza.

Estamos tan sumergidos en la civilización del "tener", que ya no sabemos


cuál es el sentido cristiano del dinero: ser un signo de los bienes de este mundo,
que Dios entregó al hombre para que los explotara y se los repartieran todos. El
dinero lo inventó el hombre para hacer más fácil el traslado y la distribución de los
bienes. De suyo, debería ser vehículo para hacer llegar a los que no tienen lo que
sobra a los que tienen. El dinero debería estar al servicio de la justicia, facilitando
la redistribución y la igualdad de los bienes.

La petición de Jesús en el Padre Nuestro, "danos hoy nuestro pan de cada


día" (Mt 6,11), fracasa no por razón de que nos falten el amor y la justicia de Dios,
que ya ha distribuido ampliamente el pan necesario para todos, sino por razón de
los hombres "servidores de la riqueza", que lo acumulan en manos de pocos
"construyendo graneros cada vez más grandes para guardarlo y reservarlo" (Lc
12,18) y arrebatándolo a los pobres (St 5, lss).

Para Cristo, los que tienen más sobre una tierra que es de Dios y por eso
de todos, no son sino servidores fieles y prudentes... "constituidos para repartir el
alimento a su debido tiempo" (Mt 24, 45). Así como nadie es dueño absoluto de la

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tierra, nadie lo es del dinero. Este siempre se administra a nombre de Dios, como
el poder y la autoridad.

La Iglesia siempre entendió que la reconciliación fraternal que ella está


llamada a crear entre los hombres debe llevarlos a compartir las riquezas y a
reivindicar el trabajo de los que las producen. Esta reconciliación en la justicia
significa que las riquezas se repartan para que alcancen y sirvan a todos, y que el
trabajo recupere su dignidad y su primacía sobre el lucro.

SEGUIR A JESÚS CONTEMPLATIVO

Esta experiencia, contemplativa, es necesaria para mantenernos siempre


fieles a las exigencias de su seguimiento. Más aún, la oración es parte integral de
este seguimiento: seguir a Jesús es seguirlo también en su oración y
contemplación, en la cual El expresaba su absoluta intimidad con el Padre y la
entrega a su voluntad. Si no hay motivaciones profundas y una mística estable, el
compromiso se seca. Esto es especialmente cierto en la espiritualidad cristiana,
cuyas motivaciones no se extraen de la pura razón humana, o de los análisis e
ideologías, sino de las palabras de Jesús, acogidas en la fe. La mística de nuestro
seguimiento es inseparable de la experiencia de nuestra oración.

El hombre por su misma naturaleza y por el dinamismo del germen


bautismal, está llamado a encontrarse con Dios no sólo por mediaciones (el
prójimo, el trabajo, los acontecimientos, etc.). Puede y debe encontrarlo tal cual
es. Contemplar a Dios, la Verdad y el Bien, tal como es. Este es un valor al cual el
hombre no puede renunciar.

Hay entonces, históricamente en el hombre, una vocación nata a


contemplar a Dios cara a cara (vocación contemplativa). Si no lo logra, será un ser
no realizado. Difícilmente podrá luego encontrar a Cristo en los demás. Y la
oración esencialmente es la respuesta a esta vocación del hombre, es la única
actividad que nos une a Dios "cara a cara", sin mediaciones, a no ser la oscuridad

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de la fe.' El tipo de encuentro con Dios en la oración es de otro nivel y calidad que
los otros encuentros (prójimo, etc.) y no podemos renunciar a él sin cercenar
nuestra realización y destino. Por lo mismo, la oración se constituye en la garantía
de que realmente hallamos a Cristo en el prójimo y en la historia, y de que no nos
quedamos en buenos deseos.

La capacidad para encontrar a Cristo en los demás no proviene de nuestro


esfuerzo sicológico, sino de una gracia que emerge de nuestra conciencia, fruto de
la fe nutrida por la oración, que nos da la experiencia de Cristo en su fuente. Dios
ha querido asociarnos a su Providencia para que colaboremos en el quehacer de
la historia no sólo actuando sino también orando. Hay gracias y hay experiencias
de Cristo en nuestra vida que Dios no nos da sino en la oración.

SEGUIR A JESÚS FIEL HASTA LA CRUZ

La cruz de Jesús —y la nuestra— no tienen sentido sino al interior de la


fidelidad a una misión. Por eso hemos dicho que no existe propiamente una
"espiritualidad de la Cruz", sino una espiritualidad de la fidelidad y del seguimiento.

Esto nos lleva a entender la cruz cristiana a partir del seguimiento de Jesús
y de su causa. Crucificado, Jesús enseñó a sus discípulos y a todas las
generaciones una nueva manera de sufrir y de morir, al interior de una fidelidad a
una Causa. Tenemos, en el Dios crucificado, la promesa cierta de que la energía
de la Resurrección no dejará definitivamente frustrada la tarea de los que sufren y
mueren a causa de la justicia. En la cruz, la fidelidad de Jesús ha llegado al
extremo, y su resurrección es la prueba de que no fue vana: desde entonces, los
que lo siguen hasta el sacrificio de la cruz pueden transformar esa experiencia en
fuente de liberación y santidad.

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EL RADICALISMO DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO

En la línea del seguimiento de Cristo, el cristiano debe ser radical y, en


cambio, un cierto "equilibrio" puede ser ambiguo. En el lenguaje evangélico,
radical es el que va a la raíz, el que asume la enseñanza de Jesús con todas sus
consecuencias.

En este sentido es condición ineludible del seguimiento de Cristo, y el


"equilibrio" puramente humano puede llevar fácilmente a la mediocridad y a la
tibieza. El verdadero equilibrio evangélico implica el radicalismo de la entrega a
Cristo, y por eso no puede identificarse con la "sensatez" y "prudencia" de los
sabios y bienpensantes, según las puras categorías del actuar profano. La Palabra
de Jesús rechaza este tipo de equilibrio y lo somete al radicalismo cristiano.

El radicalismo cristiano, sin buscarlo, puede llevar a conflictos y tensiones,


fruto de la reacción que causa una fidelidad absoluta al Evangelio. A causa de
Cristo, el cristiano será objeto de odio (Mt 10,22-25; Mt 18, 21; Jn 15, 19-25; Jn 16,
1), y de división (Mt 10, 34-35). Jesús mismo fue objeto de odio y división, signo
de contradicción (Lc 2, 34; Jn 7, 12-13).

La Iglesia tiene dos maneras de identificar el auténtico cristianismo:


mediante las proposiciones doctrinales garantiza la verdad revelada (ortodoxia);
proponiendo a los santos garantiza la verdad de la práctica cristiana (ortopraxis).
La vida de los santos encarna aquello que el magisterio propone como verdadero
cristianismo.

SEGUIR A JESÚS QUE NOS HACE LIBRES

Como proceso de toda nuestra vida, el seguimiento de Cristo nos conduce


a la libertad cristiana. La libertad es una cualidad en el hombre, que se adquiere a
través de un crecimiento durante toda la vida. Por eso el ser maduro implica
también el ser libre, e implica una constante superación. El problema es cómo
crecer, cómo ir adquiriendo esa madurez en la vida. Nuestro crecimiento como

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cristianos está condicionado a un humanismo, pasa por la mediación de la
sicología y está fundamentado en el amor. En torno a él vamos creciendo. En el
fondo, el cristianismo es reordenar nuestros valores humanos en torno al amor. El
amor es el eje de nuestra vida y el que hace madurar nuestra libertad.

La madurez humana es señal de libertad. Debemos crecer y hacernos


maduros en todos los aspectos. No solamente en uno solo. No sólo ser maduros
en edad, en experiencia, en inteligencia. Se trata también de ser maduros
afectivamente, socialmente, sexualmente, en la fe...

La madurez social la podemos considerar como la capacidad para ser uno


mismo en cualquier grupo humano. Hay gente que es madura en muchos
aspectos, pero socialmente no lo es. Es decir, cuando una persona llega a un
grupo, a un equipo o se enfrenta a otras personas, deja de ser él mismo. Esto se
revela por un exceso de timidez, de agresividad, de crítica, o por una tendencia a
contradecir en todo lo que el grupo dice. En el fondo estamos frente a una persona
que no se ha integrado normalmente. La madurez social supone la integración en
cualquier grupo, sin sentirnos ni menos ni más de lo que somos: con nuestras
cualidades y defectos, con lo que aportamos, con lo que no podemos aportar. Esto
requiere haber recorrido un camino en la vida, haber llegado a la verdad de sí
mismo.

No basta ser libre o haber llegado a la madurez en un aspecto. Es


necesario llegar a la madurez en todos los aspectos; porque uno solo que no sea
absorbido por la libertad sería suficiente para que esa persona sienta disminuida
su personalidad. Habrá una repercusión en toda su persona.

CARACTERÍSTICAS DE UNA PERSONA MADURA

La persona libre, madura, en primer lugar es una persona que vive de


convicciones. Hay en ella una coherencia en los valores y una interiorización de

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los mismos. Los valores están integrados y se es coherente con ellos. En el fondo
la inmadurez consiste en que se dice una cosa y se hace otra.

La persona madura, libre, conoce sus posibilidades y sus límites. Es


realista consigo misma, vive en la verdad, sabe qué puede hacer y qué no puede
hacer. Por tanto, sabe decir que no y tiene también el valor de decir que sí. Cuanto
más tenemos el valor de decir que sí o que no, más libres somos y hacemos un
compromiso más válido. Por eso no puede haber compromiso válido donde hay
inmadurez. Igualmente en los compromisos con Dios.

Es signo de madurez y libertad, igualmente, la capacidad de renunciar a


valores incompatibles con la vocación personal. Estamos renunciando
permanentemente a valores incompatibles. Uno se comprometió, por ejemplo, al
celibato en un momento de su vida. Pero esto implica renunciar al matrimonio, que
es un valor. Hacer esto lúcidamente, consciente, sin volver atrás, es un signo de
madurez y libertad.

Es maduro quien acepta y obra según las normas de su propio grupo. El


maduro, la persona libre, es capaz de situarse en un grupo sin sentir que las
normas de ese grupo son un atentado contra su personalidad.

HAY QUE PASAR MUCHAS CRISIS PARA LLEGAR A LA LIBERTAD

Sepamos que este crecimiento no se realiza sin crisis. Las crisis en nuestra
vida son la condición para hacernos libres y para hacernos maduros. En nuestra
vida hay una serie de etapas que tenemos que cruzar. En cada etapa creamos
una síntesis de nuestros valores. Y la crisis no es otra cosa que la transición de
una etapa a otra.

Aparentemente puede suceder lo contrario, pero la persona que afirma


nunca haber tenido crisis, es sospechosa de una vida llena de inmadurez y de
infantilismos. Cuando oímos a religiosos que nunca han tenido crisis, que han sido
sumamente estables en su comunidad, gente "buena", que nunca puso en

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cuestión ninguna cosa, vemos que no son libres, porque no han pasado por las
etapas que conducen a la libertad.

Las crisis nos llevan a la libertad. ¿Por qué estas rupturas y estas crisis
para llegar a la libertad? Porque todos, más o menos, vivimos esclavos: esclavos
de seudo-valores. Pensamos que vivimos valores, pero vivimos ambigüedades.
Nuestra vida está llena de valores ambiguos, y necesitamos purificarlos, para que
sean evangélicos. Por eso la crisis nos conduce a la libertad, al revelarnos la
ambigüedad de los valores que vivimos. A veces podemos tardar varios años para
darnos cuenta de ello.

La crisis de obediencia: La obediencia es un valor en la vida religiosa.


Pero hay un tipo de obediencia sin libertad, sin expansión, sin responsabilidad y
sin fidelidad a la vocación personal. Ahora bien, este tipo de obediencia no es
cristiano, incluyendo la obediencia, no debe sacrificar o cercenar otros valores
legítimos coherentes con él. Si la obediencia es verdaderamente un valor, supone
que no va a violar la libertad, la responsabilidad y la iniciativa. Cuando viola esto,
es una obediencia ambigua.

La crisis de oración: hay personas que pueden tener en esta práctica


cierta ambigüedad. Pueden pasar años practicando la oración y ciertas
devociones, sin que hayan adquirido madurez y auténtica vida de oración. Porque,
para que haya verdadera oración, oración libre y madura, es preciso que también
haya libertad frente a las prácticas.

La crisis de castidad: lo importante es formar en la castidad y en el


celibato en la vida normal según el plan de Dios, es decir, en la relación de
hombre y mujer. Hay que integrar al hombre y a la mujer en la vida cristiana célibe.
Pero esto no se hace sin crisis, sin problemas, sin tentaciones.

Crisis en la fe y en la acción pastoral: Tiene que hacerse libre y no estar


solo a la tradición, familiar o de la educación. Tiene que enfrentarse con la opción
de tener o no tener fe. Con la libertad para que verdaderamente sea fe madura.

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Lo mismo puede suceder en la misma actividad en la pastoral. Fácilmente,
en una etapa aún inmadura, no se advierten las ambigüedades de motivaciones
humanas, de prestigio o de competencia. La falta de aprecio de los elementos
sobrenaturales. La orientación no tanto a la construcción del Reino de Cristo,
como de "nuestro" reino...

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CONCLUSIÓN

Considero una joya el libro “El Seguimiento de Cristo” de Segundo Galilea.


Ahora, después de leerlo en su totalidad me apena que no existan nuevas
ediciones. El libro no es muy extenso pero sintetiza lo esencial de la vida cristiana.
Personalmente descubrí aspectos de mi persona que deben ir mejorando, o mejor
madurando, para que pueda llegar a la libertad integral. Desde hace
aproximadamente dos años fue creciendo en mí la convicción de que ser santo es
la felicidad. Este libro me ayudará para saber qué aspectos de mi vida deben ir
liberándose para llegar a la mayor felicidad posible que se pueda alcanzar en esta
tierra. Porque la libertad es parte de la santidad y de la felicidad.

El título “El seguimiento de Cristo” resume su principal mensaje. La edición


que tengo es del año 1993. Ahora, 14 años después me llama la atención que su
mensaje vaya en total acuerdo con el nuevo proyecto que la Arquidiócesis de
Asunción quiere implementar. Es el de tener una experiencia fundante con Jesús.
El nuevo proyecto exige que las personas tengan una experiencia personal con
Jesucristo. Y justamente este libro trata de conocerle a Jesús y seguirle así como
es Él. Este conocimiento de Jesús se da por medio de la oración contemplativa del
Evangelio, es decir, de su vida. Me gustaría poner textualmente una de las frases
que más me gustó del libro: “este conocimiento, sin embargo, no es el resultado
de la pura ciencia bíblica o teológica, sino de un encuentro en la fe y en el amor,
propios de la sabiduría del Espíritu y de la contemplación cristiana. Se trata de
conocer al Señor que seguimos "contemplativamente", con todo nuestro ser,
particularmente con el corazón. Como un discípulo y no como un estudioso. Como
un seguidor y no como un investigador.”

Seguro que este libro irá transformando mi vida. Me proporciona nuevos


elementos que tendré presente de ahora en más. Por ejemplo, me ayudó a
descubrir en qué área necesito madurar, a darme cuenta de la necesidad de
analizarme a mí mismo para liberarme de ambigüedades en el proceso de la
conquista de la libertad, y, a descubrir mediante la oración contemplativa de los
Evangelios, cómo ser un verdadero seguidor de Jesús.

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