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BREVIARIO DE ÉTICA

OSVALDO GUARIGLIA y GRACIELA VIDIELLA

BREVIARIO DE ÉTICA
Osvaldo Guariglia
Breviario de ética / Osvaldo Guariglia y Graciela Vidiella. - 1a ed. -
Buenos Aires : Edhasa, 2013.
E-Book.
ISBN 978-987-628-203-1
1. Ética . I. Graciela Vidiella
CDD 170
Diseño de la cubierta:Juan Balaguer
Primera edición impresa en Argentina: 2011
© Osvaldo Guaruglia
© de la presente edición en Ebook: Edhasa, 2013
España: Avda. Diagonal, 519-521 - 08029 Barcelona
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ISBN: 978-987-628-203-1
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Índice

Prólogo .............................................................................................. 11

Primera parte
Los conceptos generales y el método de la ética

Capítulo 1. Moral positiva, moralidad y ética..................................... 17

El tipo de problemas que involucra la moral y los criterios para dis-


tinguirlos de otros ámbitos: la evidencia del lenguaje. Los signifi-
cados habituales del término: distinción entre moral positiva y
moralidad. Los códigos de conducta, el éthos y la moralidad crítica.

Capítulo 2. La evidencia del lenguaje ................................................. 27

La distinción entre proposiciones descriptivas, prescriptivas y eva-


luativas. El uso de los distintos tipos de lenguaje: el enunciado de
hechos, la prescripción de normas y la expresión de sentimientos,
preferencias, etc. Las conexiones semánticas y pragmáticas entre
los distintos usos.

Capítulo 3. La argumentación moral.................................................. 37

Análisis de las oraciones prescriptivas en sus elementos: la fuerza


ilocucionaria y el contenido proposicional. La argumentación mo-
ral: distinción entre el nivel epistémico y el nivel ético. La estruc-
tura del razonamiento moral: juicios particulares, normas y prin-
cipios como garantías.
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Capítulo 4. El concepto de acción...................................................... 45

El concepto de acción: la distinción entre hechos causalmente de-


terminados y acciones. El carácter ontológico de las acciones. El
análisis lógico de la acción: acción intencional, motivos e inten-
ciones. Acciones voluntarias e involuntarias. El silogismo prác-
tico.

Capítulo 5. Deliberación, elección y decisión ..................................... 63

La deliberación y la elección como formas de comportamiento


racional. El decisionismo y la elección razonable. Los juicios eva-
luativos y los fines de la acción.

Capítulo 6. El conocimiento moral .................................................... 75

El conocimiento moral: dificultades comunes al conocimiento en


general y dificultades propias del moral. El conocimiento moral
como conocimiento inmediato y como conocimiento mediato (re-
flexivo). Métodos de fundamentar racionalmente el conocimiento
moral: el método de la actitud cualificada (Brandt); el método del
equilibrio reflexivo (Rawls), etc. Relativismo, no cognitivismo y es-
cepticismo moral.

Segunda Parte
Las teorías éticas más importantes

Capítulo 7. Teorías deontológicas: I. La ética kantiana ...................... 97

La ética kantiana. La índole restrictiva de la moral. El juicio mo-


ral, el deber y la razón práctica. Imperativos hipotéticos, impera-
tivo categórico y ley moral. La voluntad autónoma.
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Capítulo 8. Teorías deontológicas: II. Las éticas contemporáneas ........117

El legado de Kant. I. La ética discursiva de Jürgen Habermas. La


pragmática universal y la teoría de la acción comunicativa. La si-
tuación ideal de habla, el Principio de Universalización y la fun-
damentación de las normas. II. John Rawls y la justicia como im-
parcialidad. La cooperación social, las condiciones de equidad y el
diseño de la posición original. Dos principios de justicia. La
prioridad de lo justo.

Capítulo 9. Teorías teleológicas I: El utilitarismo................................137

Las consecuencias de las acciones y la maximización de la felici-


dad. El hedonismo cuantitativo de Jeremy Bentham. El utilita-
rismo “idealista” de John Stuart Mill. El bienestar y la demanda
de utilidades. El principio de maximización. Utilitarismo del ac-
to y utilitarismo de reglas. La falacia naturalista. El prescriptivis-
mo de Richard Hare.

Capítulo 10. Teorías teleológicas II: Éticas de la virtud.......................159

I. La ética de Aristóteles. El significado del término “bueno”/


“bien”. Bienes medios y bienes fines en sí mismos. El bien supre-
mo. Las virtudes éticas y las dianoéticas. Naturaleza y función de
las virtudes éticas. Las virtudes dianoéticas. La prudencia. Sabi-
duría teórica, sabiduría práctica y felicidad. II. La tradición de la
virtud en la teoría de Alasdair MacIntyre. La crítica a las éticas
herederas de la Ilustración. A la búsqueda de la virtud perdida. El
concepto de práctica. El “télos” de la vida humana. La tradición.
Enfoques alternativos.
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Tercera Parte
Temas de ética aplicada

Capítulo 11. La pregunta por la felicidad ...........................................197

El concepto antiguo y el concepto moderno de “felicidad”. Fe-


licidad y autarquía. Ideales de vida. La nueva “ciencia” de la feli-
cidad. Conclusión.

Capítulo 12. El derecho a la salud .......................................................219

El concepto de justicia. El concepto de derecho. El status proble-


mático del derecho a la salud. El derecho a la salud es de carácter
negativo. La tesis del decent minimum. Un derecho universal e
igualitario.

Capítulo 13. Globalización y derechos humanos ................................239

El proceso de globalización y la Declaración Universal de los


Derechos Humanos de 1948. Ética universal y éticas particularis-
tas. ¿Existe un globalismo ético y jurídico que vaya más allá de los
derechos positivos sancionados por cada Estado soberano? Los
derechos humanos básicos y el relativismo moral.

Bibliografía.........................................................................................249
Prólogo

Ninguna otra disciplina filosófica ha alcanzado la gran prominencia y la


vasta extensión lograda por la ética en el medio siglo transcurrido hasta
la fecha. Tímidamente al comienzo y luego con paso firme y sólidos fun-
damentos, la ética ha traspasado el restringido círculo de la conducta
personal en el que tradicionalmente se movía y ha ido penetrando todos
los ámbitos de la sociedad. En primer lugar, la política y el derecho con
la Declaración universal de los derechos humanos, luego la medicina, a par-
tir del Código de Nuremberg y la Declaración de Helsinki, más tarde la
economía, más recientemente la psicología, y por último la ciencia en su
conjunto han debido establecer reglas claras para la práctica de cada una
de sus disciplinas, ya sea en el campo profesional o en el de la investiga-
ción. Hoy nos resulta familiar la existencia de “comités de ética” que su-
pervisan el respeto por las reglas en el ejercicio de una determinada profe-
sión o en los proyectos de investigación que involucran sujetos humanos,
el medio ambiente, la manipulación de elementos químicos o biológicos
potencialmente utilizables como armas de destrucción masiva, etc. Nos
sorprendería saber que nada de todo esto existía alrededor de 1950,
cuando el mundo aún se seguía conmoviendo por los descubrimientos
de las masacres, las torturas y vejaciones a las que habían sido sometidos
los prisioneros de los campos de concentración nazis, y, unos pocos años
más tarde, cuando se comenzaron a revelar los crímenes similares come-
tidos en el Gulag soviético. Por cierto, el amplio reconocimiento que la
necesidad de establecer con claridad normas de conducta para el ejerci-
cio de la actividad profesional, científica o política ha logrado, no de-
muestra que se haya progresado en el respeto efectivo de esas reglas, co-
mo la reciente crisis financiera y bancaria, producida por inescrupulosos
directivos de las más grandes instituciones mediante la invención de
12 BREVIARIO DE ÉTICA
nuevos instrumentos financieros para evadir todos los controles, ha su-
ficientemente demostrado. Sí, en cambio, provee una muestra de que no
alcanza ya con los usos y costumbres tradicionales de distintos entes co-
lectivos, como políticos, empresarios, militares, abogados, banqueros,
médicos, auditores, sindicalistas, etc., para regular las distintas esferas de
acción de una sociedad mundial extraordinariamente compleja y dife-
renciada.
El Breviario de ética que ofrecemos se propone exponer de un mo-
do accesible al lector no especializado una serie coherentemente articu-
lada de los temas centrales de la ética, dividida en tres partes. La prime-
ra examina los conceptos generales y el método de esta disciplina,
comenzando por la distinción entre moral positiva y ética, siguiendo
por un análisis del lenguaje moral, del tipo de argumento al que se ape-
la para emitir juicios morales, y concluyendo con un análisis de las pro-
piedades generales de su objeto de estudio: las acciones y el procedi-
miento de elección y decisión basado en razones, por un lado, y la
peculiaridad del conocimiento moral, por el otro. La segunda parte se
concentra en una exposición en cuatro capítulos de las dos clases de teo-
rías éticas fundamentales: las deontológicas y las teleológicas, tanto en
sus fundamentos como en sus consecuencias para el sostén de los jui-
cios morales. La tercera y última parte se interna, a modo de muestra,
en tres de los innumerables temas de la ética aplicada: la pregunta por
la felicidad, el derecho a la salud y el omnipresente rubro de la globali-
zación y los derechos humanos.
Este libro es el fruto de la experiencia recogida por sus dos autores
durante varias décadas de enseñanza universitaria de la disciplina en las
universidades nacionales de La Plata, Buenos Aires y del Litoral. Por la
repetida interacción con estudiantes que enfrentan por primera vez un
cuerpo estructurado y consistente de temas de la ética como una disci-
plina objetiva y autónoma, los autores son conscientes de que tanto el
escepticismo como el relativismo moral que se cultiva en general en la
cultura filosófica de lengua española y, lamentablemente, también en
la enseñanza tanto secundaria como superior, son un duro obstáculo que
es necesario superar, si el expositor, sea como docente o como autor,
quiere ser atendido y comprendido. Una vez más los autores están dis-
puestos a asumir ese desafío, esta vez ante un público más general, con
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la confianza de que la solidez y profundidad de los argumentos que la in-
vestigación en ética ha desarrollado desde hace veinticinco siglos y que
se ha consolidado en una disciplina filosófica consistente y autónoma,
hoy indiscutida, serán también convincentes para los lectores que se
acercan a ella sin prevenciones ni prejuicios.
Primera Parte
Los conceptos generales y el método de la ética
Capítulo 1
Moral positiva, moralidad y ética

El tipo de problemas que involucra la moral y los criterios para


distinguirlos de otros ámbitos: la evidencia del lenguaje. Los sig-
nificados habituales del término: distinción entre moral positiva y
moralidad. Los códigos de conducta, el éthos y la moralidad crítica.

Comenzaremos por la parte sistemática, es decir, por los conceptos básicos


de la disciplina. Trataremos en primer término el problema de distinguir
cuáles son los fenómenos de que se ocupa la ética. En filosofía, en general,
el distinguir con claridad los fenómenos que son objeto de estudio es mu-
cho más que un mero punto de partida, es más bien el comienzo de lo que
va a determinar de un modo decisivo el enfoque que se va a dar al estudio
del problema.
Aristóteles afirma repetidas veces en su obra, no solamente en las de
ética sino también en las de física, que lo primero que es necesario hacer
es establecer cuáles son los fenómenos de los que se va a tratar. Y éste se-
rá nuestro punto de partida. Ahora bien, en filosofía el punto de partida
no es ni puede ser comenzar por posiciones extremadamente abstractas ni
extremadamente abstrusas para el conocimiento ordinario. En ética, en
especial, debe ser aquél que de alguna manera resulte el más accesible a la
reflexión.
¿Cuál podría ser este punto de partida para poder determinar los fe-
nómenos? Supongamos situaciones cotidianas: es claro que cuando uno
piensa en cuestiones de ética, piensa normalmente en situaciones que in-
volucran un cierto tipo de conflictos. Ahora bien, hay un gran espectro de
conflictos posibles. Tomemos uno elemental: si salimos con una pareja de
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amigos y se nos presenta la alternativa entre ver una película de acción co-
mo quieren los maridos o una comedia, como quieren las esposas, tene-
mos, sin duda, una alternativa. Pero ¿es éste un conflicto moral? Veamos
el ejemplo más de cerca. A fin de evitar posibles interpretaciones apresu-
radas o psicologistas de las relaciones de pareja, podemos reducir la elec-
ción a las alternativas que se le ofrecen a una misma persona. En efecto,
alguien puede preguntarse si tiene ganas de mirar una película de acción o
una comedia, y de este modo admitir que tiene un conflicto de preferen-
cias, pero no un conflicto moral. Ya que no se plantea si uno de los dos
polos de la elección está bien o está mal.
Compliquemos un poco el ejemplo. Si el tiempo a destinar para ir al
cine es el tiempo que se debería aplicar a una tarea urgente o al estudio, ya
que hay que dar un examen al día siguiente, ¿hay un conflicto moral o no?
La alternativa sería estudiar o ir al cine. Si sostenemos que aquí hay un
conflicto moral, éste se daría en el interior de uno mismo. Entonces, co-
mo no hay relación con los otros, podemos decir que tampoco hay aquí
un conflicto moral. Para ello, estaríamos utilizando un criterio, mediante
el cual podemos decidir si existe o no un conflicto moral, y éste es el de la
relación con los otros. En otros términos, para que haya un conflicto mo-
ral, una o ambas alternativas del conflicto tienen que tener una incidencia
directa en los demás. En términos más generales, entonces, hablamos de
un problema moral cuando se da un conflicto entre dos intereses. Ahora
bien, como vimos, se puede dar un conflicto entre dos intereses contra-
puestos en una misma persona. Por ejemplo: puedo tener ganas de ir al ci-
ne y, al mismo tiempo, tengo el interés de preparar el examen parcial pa-
ra Ética, y aquí hay dos intereses contrapuestos: uno, que parte de una
exigencia que yo me impongo con respecto al estudio; otro, que es el de-
seo que tengo en este momento de distraerme. Para determinar si se trata
de un conflicto moral nos fijamos si hay dos individuos distintos involu-
crados en él. Sin embargo, uno podría pensar que, aunque se trate de la
misma persona, podría haber también un conflicto moral, cuando hay una
oposición entre el deber y el deseo. Ahora bien, si hablamos de deber, es-
taríamos forzados a pensar que se trataría de un deber que uno se impone
a sí mismo. De modo que también en este caso tenemos un conflicto de
intereses, sólo que aquí se da en una misma persona. Si admitimos que ese
conflicto de intereses tiene un carácter moral, estamos admitiendo la exis-
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tencia de un tipo especial de deberes: los deberes para con nosotros mismos.
Ahora bien, la existencia de deberes para consigo mismo, así como la exis-
tencia de virtudes con respecto a sí mismo, es una herencia de la ética an-
tigua que hoy en día está en discusión, porque no parece que sea propio
del concepto del deber el asumir obligaciones con respecto a uno mismo,
dado que es uno mismo el que puede dispensarse del cumplimiento de las
obligaciones. Por tanto, el concepto de deber y el concepto de obligación
en su forma más clara y lata tienen que ver con algún otro. Hemos halla-
do así una primera diferencia entre la ética antigua y la ética moderna en
relación con la existencia de deberes para consigo mismo.
En efecto, gran parte de la ética de la Antigüedad tiene que ver con el
tipo de virtudes con respecto a sí mismo. Tanto en Platón y Aristóteles, co-
mo en los estoicos y epicúreos, la cuestión de las virtudes respecto a sí mis-
mo ocupa un lugar central dentro de la ética. En la ética de la moderni-
dad este tipo de problema pasa a segundo plano, y el que ocupa el primer
plano como núcleo del problema moral es el de la relación interpersonal.
A pesar de ello, siempre debemos seguir confrontándonos con esta posibi-
lidad de que efectivamente el campo de lo ético abarque más que aquel ti-
po de conflicto que se refiere exclusivamente a las interacciones; es decir,
que de alguna manera involucre también aquello que tiene que ver con
uno mismo. Volveremos a hablar de esta cuestión cuando tratemos la mo-
ral de la virtud.
Ahora bien, si hablamos de relaciones interpersonales, debemos seguir
analizando qué tipo de relaciones es el que tenemos en vista, ya que hay
una infinidad de relaciones interpersonales que no tienen carácter ético.
¿Qué es, pues, lo que se requiere para que en el ámbito interpersonal apa-
rezca de un modo más preciso la dimensión moral? Tomemos un caso tí-
pico. Si uno hace una transacción comercial habitual, como por ejemplo
tomar un taxi y si el trayecto del viaje es normal, el viaje termina, el pasa-
jero paga el importe y allí se acaba la relación, que es por su especie una
relación contractual. Ésta, entonces, no tendría de por sí ningún elemen-
to de carácter moral. ¿Cuándo aparecería en ella un elemento de tipo mo-
ral? Por ejemplo, si el pasajero no quiere pagar el importe; o si el taxista,
que tiene la obligación de conocer y de escoger el camino más directo a fin
de que el pasajero llegue a su destino al menor costo posible en dinero y
tiempo, hiciese desvíos innecesariamente por toda la ciudad.
20 BREVIARIO DE ÉTICA
El aspecto moral aparece allí donde el encuadre legal puede dejar már-
genes para decisiones personales que deben ser regidas respetando deter-
minadas reglas reconocidas por ambos. Y con esto ya estamos avanzando
mucho, porque de inmediato nos preguntamos: ¿qué ocurre con estas re-
glas, cómo son estas reglas?
Supongamos que uno discute con el taxista porque éste lo ha llevado
por un camino más largo y le ha cobrado más de lo que uno habitualmen-
te paga. La forma en que haríamos la queja sería diciéndole: “Yo no estoy
dispuesto a pagar; era su obligación conocer el camino más corto o el tra-
yecto más rápido”. Aquí estamos haciendo referencia, al decir “su obliga-
ción”, a una obligación implícita conocida por todos, que por lo tanto es
pública. Y si es pública, es compartida, y si es compartida puede ser for-
mulada. Lo importante ahora es cómo puede ser formulada.
En primer lugar, hay que decir que se formulan a través de expresio-
nes del lenguaje. El lenguaje es el intermediario mediante el cual se for-
mula públicamente aquello en que consisten las obligaciones de cada uno
que, por lo tanto, son compartidas. Es claro que estas obligaciones son de
distinto nivel; hasta ahora estamos formulando esto del modo más senci-
llo posible, pero el hecho de que una obligación sea enunciada en un len-
guaje que corresponde a la expresión de obligaciones, o, en otras palabras,
la mera fórmula del lenguaje, no la convierte solamente por eso en una
norma moral. Les doy un ejemplo: en el restaurante de una institución
que existe en Buenos Aires, el Club Alemán, se exige a los hombres para
permitirles la entrada que lleven corbata. Por lo tanto, existe allí una re-
gla que reza así: “Es obligación de los comensales de género masculino te-
ner puesta una corbata”. Esta regla, si bien está formulada como una obli-
gación, no se convierte por este solo hecho en una regla moral. Sin
embargo, forma parte de una obligación, o de un cierto código de con-
ducta dentro de las costumbres de un ámbito privado. Se pueden dar
ejemplos de que las costumbres, especialmente en sociedades tradiciona-
les, fijan positivamente los modos de comportarse a los cuales los miem-
bros de esa sociedad deben atenerse. Quiere decir que de hecho el tipo de
regla que involucra una conducta puede estar fijada por costumbres, y es-
tas costumbres se transmiten de generación en generación, normalmente
santificadas, garantizadas o sancionadas por algún tipo de respaldo reli-
gioso, y fijan, a veces de un modo muy severo o muy detallado, las con-
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ductas de los individuos en determinadas situaciones de la vida. Estas re-
glas involucran de un modo muy directo el ámbito de lo moral. En la pri-
mera mitad de nuestro siglo, por ejemplo, había en sociedades como las
de Argentina, España o Italia códigos muy severos para las manifestacio-
nes de duelo. La familia en la que fallecía un deudo estaba obligada a lle-
var signos de duelo, los cuales eran muy detallados según fueran hombres
o mujeres. Dicha obligación tenía la forma de una imposición social, im-
posición en el sentido de que el que rompía con esta regla se veía enfren-
tado al repudio de los demás miembros de la sociedad. Esto es un ejem-
plo de lo que conforma una costumbre en una sociedad, en este caso
moderna, pero que proviene de un modo de vida tradicional. A medida
que retrocedemos en el tiempo vamos encontrando múltiples ejemplos de
códigos de conducta que reglamentan, a veces de menera minuciosa, có-
mo ha de ser el comportamiento de un grupo social, que puede estar de-
terminado o por funciones o por pertenencias genealógicas o simplemen-
te por formar parte de una cierta comunidad. Este fenómeno es aquél de
donde proviene en realidad el término “ética”. En efecto, en griego exis-
te el término éthos, que significa “costumbre”. A su vez hay otro término,
êthos, que significa “carácter”. Los dos términos están emparentados eti-
mológicamente, pero además de la conexión lingüística, hay una cone-
xión conceptual. En efecto, de acuerdo con Aristóteles, el carácter está
formado por la costumbre. Y de este último (êthos), viene el término “éti-
ca”, dado que el carácter en la tradición de la ética antigua luego de
Aristóteles es supuesto como una condición previa para desarrollar una
conducta adecuada a las normas vigentes, es decir, a las costumbres
(éthos). En conclusión, ya en la concepción antigua de la ética está incor-
porada esta idea de reglas implícitas, que forman parte de lo que es desde
el comienzo un medio común, público, puesto que al ser educados todos
bajo la misma costumbre, ésta conforma lo común.
Por otra parte, cuando hablamos en sentido amplio de la moral, in-
cluimos en ella también aquellas cuestiones que afectan a las concepciones
generales de la vida que cada uno ha elegido para sí, e incluso, cuestiones
que tienen que ver con ámbitos mas restringidos. Por ejemplo, un direc-
tor de una escuela, el presidente de un club, etc., pueden decir que en la
institución que presiden hay una determinada moral, que en tal colegio
existen ciertos principios morales, etc. Con ello hacen referencia a la exis-
22 BREVIARIO DE ÉTICA
tencia de reglas propias de conducta, las cuales no pretenden ser universa-
les sino válidas únicamente para la institución en cuestión.
Se puede hablar, entonces, en un sentido restringido de “moral” cuan-
do hace referencia a la moral de una determinada institución, a la moral
de una familia, etc., es decir, en general, cuando se habla de un conjun-
to de preceptos que regla un código de conducta, que afecta a los miem-
bros de un determinado grupo. Todo esto está dentro del ámbito de lo que
podríamos llamar “moral positiva”, que constituye un fenómeno propio de
la sociedad humana, la cual integra en su interior lo que podemos deno-
minar “la vida o el mundo moral”. La vida moral involucra una parte con-
siderable pero difusa de lo que es nuestro mundo, el mundo de nuestras
relaciones que es el mundo de la vida moral.
Como ya señalamos, aquí estamos hablando de un modo vago y am-
biguo. Sin embargo, en una acepción más restringida, que tiene en la pre-
gunta formulada por la filosofía de la modernidad, en especial por
Immanuel Kant, “¿qué debo hacer?”, entendemos por “moral” en sentido
estricto aquello vinculado exclusivamente con obligaciones. Y lo que tiene
que ver con obligaciones, tiene que ver de alguna manera con principios o
normas, de acuerdo con los cuales existen determinadas obligaciones. Es
decir, las obligaciones no se dan en el aire. Dependen de un marco con-
ceptual que las define. Y ese marco conceptual está dado por un conjunto
de principios y normas. Este marco conceptual más estricto se separa de la
moral positiva, porque pretende establecer un nivel consistente y homogé-
neo, válido para todos, de principios, de lo que llamamos “moralidad”.
Cuando hablamos de la moralidad de una acción, no estamos diciendo
simplemente que esa acción responde a alguna concepción moral de un
grupo, sino que estamos sosteniendo de alguna manera que la moralidad
de la acción excede las convicciones individuales y puede ser sostenida ob-
jetivamente. Por tanto, al hablar de la moralidad de una acción estamos
trazando un plano más universal y apuntando hacia una esfera consisten-
te de normas universalmente válidas.
Resumiendo, tenemos por un lado la moral positiva, y hasta podría-
mos decir las morales positivas, porque en realidad se trata del conjunto
de las convicciones morales que hay en una sociedad, que son múltiples.
Por eso dependen de tradiciones culturales, familiares, religiosas, etc., que
son irreductibles entre sí en tanto suponen el fenómeno de compartir de-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 23
terminadas convicciones y determinados códigos de preferencias. Cuando
hablamos de moralidad, en cambio, nos elevamos a un nivel mayor de abs-
tracción, porque estamos suponiendo, por encima de las morales positivas,
una moral crítica. Una moral crítica significa: “un conjunto consistente de
principios y normas universalmente válidos”.
Un tercer término que habría que esclarecer es, por último, el de “éti-
ca”. Hemos visto ya su etimología y significado en griego, pero en el uso
de las lenguas romances –es decir, tanto en el español, como en el italiano
y en el francés–, y también en el inglés, “ética” se ha ido diferenciando de
la familia de términos “moral” y “moralidad”. Por supuesto, etimológica-
mente, el origen es el mismo, porque “moral” viene del término latino
mos, cuyo plural es mores, que quiere decir “costumbre/s”. En latín, este
término fue adquiriendo a partir de Marco Tulio Cicerón un determina-
do matiz filosófico, porque fue Cicerón quien comenzó a utilizar el adje-
tivo moralis, que se deriva del sustantivo anterior, como el equivalente del
griego êthikós. Para ese entonces, siglo I a.C., la familia de vocablos “éti-
ca”, “ético”, etc., había adquirido un significado filosófico más restringido,
especialmente a partir de la difusión de las obras de Aristóteles, Ética
Nicomáquea y Ética Eudemia, y de los tratados correspondientes de los fi-
lósofos estoicos, como Crisipo de Soloi, Panecio de Rodas, etc., significa-
do que se relacionaba específicamente con la disciplina filosófica cuya ta-
rea es la reflexión sobre los fenómenos de la moral. Y es bueno que lo
dejemos así, que entendamos por el término “ética” fundamentalmente la
disciplina filosófica, o, en todo caso, teórica, que pretende acceder de mo-
do discursivo y reflexivo al fenómeno moral.
El hecho de que tomemos “ética” en este sentido tiene una ventaja
adicional. Es que, si bien el fenómeno más inmediato del que se va a ocu-
par es el de la moralidad –esto es, de la moral crítica, de la moral en sen-
tido estricto–, también, de un modo más amplio, puede ocuparse de aque-
llo que, de alguna manera, no tiene que ver tan directamente con la
obligación, sino con las otras cuestiones que, tradicionalmente, envuelven
cuestiones morales, dentro de las preocupaciones de la vida moral. Pero,
en todo caso, reservamos el término “ética” para aquellos estudios sistemá-
ticos sobre la moralidad.
Uno podría preguntarse si la ética, entonces, no trata las cuestiones
que tienen que ver con las elecciones personales, es decir con los proyec-
24 BREVIARIO DE ÉTICA
tos de vida, puesto que, según la definición dada, la ética reflexionaría so-
lamente sobre los problemas de la moralidad, de las obligaciones, pero no
sobre la felicidad. Para responder a esta cuestión, deberemos dar un peque-
ño rodeo. Si pensamos en el uso que se hace frecuentemente en la ficción
del término “moral”, entonces deberemos recordar que los literatos apli-
can el término a las situaciones críticas en las que un personaje se ve de al-
guna manera enfrentado a la elección de su vida, porque, por ejemplo,
quiere romper con una vida de convenciones, adoptar una vida más since-
ra, etc. Éstos son, también, problemas de los que trata la ética, aunque no
sean problemas de la moralidad en sentido estricto. Se trata de cuestiones
que afectan la concepción de la buena vida, o, como se decía en la ética an-
tigua, de la eudemonía o la felicidad. En efecto, la felicidad es el fin último
al cual tendemos, y la pregunta abierta por la ética antigua, renovada re-
cientemente por una nueva generación de filósofos morales, es la siguien-
te: ¿Cómo es necesario que un ser humano viva su vida?
Ahora bien, cuando nosotros hablamos de “ética” estamos hablando
de algo más, si bien esto es parte de lo que está en discusión en la discipli-
na filosófica. Como indicamos antes, la primera acepción de la ética como
disciplina es la que remite a la reflexión sistemática y teórica sobre la mo-
ralidad; luego hemos visto que tampoco le son ajenas las cuestiones que
tienen que ver con las concepciones de la buena vida, de la felicidad en
sentido general. Por último, a comienzos de siglo existió una corriente fi-
losófica, especialmente en los países anglosajones, que pretendía reducir el
objeto de la disciplina al estudio teórico del lenguaje moral. En consonan-
cia con esta última actitud, propusieron un cambio de denominación: ya
no se trataría de “ética” sino de “meta-ética”. En la actualidad esta posición
ha quedado muy circunscripta en los estudios de filosofía moral, pese a lo
cual legó una herencia importante a la ética de este siglo, a saber: que el
estudio de los problemas lógicos, semánticos y pragmáticos del lenguaje
moral, es decir, de las reglas lógicas y de los términos involucrados en
nuestros juicios morales o, en general, los juicios de valor, es indispensable
como paso previo al estudio de la ética normativa o sustantiva.
Pero, ya desde Sócrates, a quien todos consideramos el padre funda-
dor de la reflexión filosófica sobre la moral, la meta de esta reflexión está
constituida por la interpretación, la fundamentación, del punto de vista
moral. Es decir, más allá de la descripción de las acciones que son las pres-
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criptas por un determinado código moral que está vigente en una deter-
minada sociedad o comunidad, la reflexión filosófica se pregunta si ese có-
digo moral es válido. En efecto, como lo muestran los diálogos socráticos,
especialmente los primeros diálogos de Platón, Sócrates pretende que,
cuando él pregunta a alguien acerca de qué es la virtud, su interlocutor le
responda con algo más que las meras prescripciones que determinan las
costumbres. De ahí que Sócrates continúe preguntando frente a estas res-
puestas: “¿Y es eso bueno? ¿Y por qué es bueno? ¿En qué consiste en última
instancia la virtud, la justicia, etc.?”. Como disciplina filosófica reflexiva,
la ética toma como punto de partida los fenómenos morales cotidianos en
el nivel fenoménico en el que se presentan, pero pregunta algo más, pre-
gunta por los criterios para juzgar estos fenómenos morales. De ese modo,
entramos en un ámbito distinto, que es el ámbito de la moralidad, el pro-
piamente reflexivo o crítico.
Con esto hemos llegado a una primera distinción del ámbito fenomé-
nico en general y de lo que es el punto de vista de la moralidad como dis-
ciplina crítica filosófica. A partir de este punto comienza lo que constitu-
ye nuestra problemática, la problemática de la ética como disciplina
reflexiva, porque inmediatamente después de preguntarnos si el problema
de la moralidad está bien comprendido al plantearlo en estos términos,
surge una segunda pregunta acerca del método para establecer de un mo-
do objetivo los rasgos más definitorios de las normas morales. Y esto su-
pone escoger un enfoque que nos dé una perspectiva para establecer cier-
tos criterios básicos.

Lecturas complementarias

Brandt, R. B.: Teoría ética, trad. al cast. E. Guisán, Madrid, Alianza, 1982, cap. 1.
Guariglia, O.: Moralidad: ética universalista y sujeto moral, Buenos Aires, FCE,
1996, cap. 1.
Hudson, W. D.: La filosofía moral contemporánea, trad. al cast. J. Hierro Pescador,
Madrid, Alianza, 1974, cap. 1.
Capítulo 2
La evidencia del lenguaje

La distinción entre proposiciones descriptivas, prescriptivas y eva-


luativas. El uso de los distintos tipos de lenguaje: el enunciado de
hechos, la prescripción de normas y la expresión de sentimientos,
preferencias, etc. Las conexiones semánticas y pragmáticas entre
los distintos usos.

El enfoque que utilizamos actualmente en filosofía para investigar y expo-


ner los aspectos básicos de la moralidad toma como punto de partida el
lenguaje. Es importante tener esto en mente, porque si bien la moralidad
como reflexión crítica está presente ya en Sócrates, el punto de vista estric-
tamente filosófico se conforma solamente a partir de la filosofía de la
Ilustración, es decir, a partir de la modernidad. Y en la modernidad el pun-
to de partida no ha sido el lenguaje sino la consciencia.
La filosofía moderna toma como datos y puntos de partida básicos,
los datos de la conciencia moral. Hoy tendemos a juzgar eso como un
planteo puramente psicologista, y consideramos que si bien es necesario te-
ner en cuenta los aspectos llamémoslos psicológicos del sujeto moral, no
es posible extraer de ellos los elementos necesarios para desarrollar un mé-
todo filosófico de investigación. Desde este punto de vista, el giro de la fi-
losofía contemporánea hacia el lenguaje es compartido también por la éti-
ca. Hasta aquí todos estarían de acuerdo, pero desde aquí también parten
profundos desacuerdos. La distinción central que vamos a hacer en el len-
guaje ordinario, también tendrá que apelar a algún tipo de distinción de
carácter semántico para poder separar los varios usos del lenguaje. Veamos
entonces cuál es esta distinción.
28 BREVIARIO DE ÉTICA
Si alguien dice: “la mesa es marrón”, ésta es una proposición descripti-
va, porque está describiendo las propiedades de un objeto. Quien la emi-
te está haciendo un juicio descriptivo en el cual, mediante el uso del ver-
bo “ser”, lleva a cabo una afirmación, la que une un objeto identificable
como “la mesa” con una determinada propiedad que es la de “ser marrón”.
Es posible realizar exactamente el mismo tipo de juicio utilizando un de-
mostrativo, por ejemplo: “esto es rojo”, con la diferencia de que, en este
último caso, el sujeto de la proposición es una instancia singular, de la que
se afirma que posee una propiedad universal descriptiva. El lector se pre-
guntará en qué sentido hablamos aquí de propiedades “descriptivas”, ya
que no siempre se describe directamente la realidad. Por ejemplo, alguien
puede ver humo a una determinada distancia y decir: “aquello es un fue-
go”, aunque en realidad no esté percibiendo las llamas ni el calor, pero sí
una manifestación que de alguna manera le permite formular un juicio
descriptivo. En general, utilizamos la categoría de “propiedades descripti-
vas” para aquellas que permiten de modo directo o indirecto una compro-
bación empírica. Esto posibilita distinguir, entonces, los usos del lenguaje
en los cuales las proposiciones que se utilizan son descriptivas, ya que és-
tas deberán satisfacer dos requisitos: poseer propiedades universales y com-
probables empíricamente. Cuando una proposición descriptiva describe una
realidad que no existe, no deja por eso de ser descriptiva, sino que deja de
ser una proposición verdadera y se convierte en una proposición falsa. En
consecuencia, las proposiciones descriptivas tienen la propiedad de tener
dos meta-valores posibles o, como se los llama en lógica, dos valores de
verdad: verdadero o falso.
En resumen, entendemos por “proposiciones descriptivas” aquellas
que utilizan como predicados propiedades que pueden ser empíricamente
comprobables, como “blanco”, “negro”, “caliente”, “frío”, “pesado”, “livia-
no”, etc., las cuales, a su vez, dado que se emiten para hacer afirmaciones
sobre la realidad, desde el punto de vista lógico pueden ser verdaderas o fal-
sas. Ahora bien, tanto si decimos: “la mesa es marrón”, como si decimos:
“la mesa es blanca”, la estructura de la proposición no nos adelanta nada
acerca de su verdad o falsedad, ya que en uno u otro caso es exactamente
la misma: sujeto + verbo cópula + predicado. Para poder concluir si la pro-
posición del caso es verdadera o falsa, debemos tomarla en su conjunto y
confrontarla con la realidad empírica, de modo que resulte posible estable-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 29
cer si responde a los criterios habituales con los que nosotros distinguimos
a las cosas marrones de las blancas. Por supuesto esto supone una com-
prensión compartida del significado de cada uno de los términos que de-
signan a los colores. Para dar un ejemplo, hay regiones de habla española,
en América Central y el Caribe, en las que el vocablo inglés “brown” ha
sustituido a la palabra “marrón” –término proveniente, a su vez, del fran-
cés, que sustituyó al más castizo “castaño”–; pues bien, los hablantes de
esas regiones deberán disponer previamente de una interpretación del signi-
ficado de la predicación, a saber: “‘marrón’ significa lo mismo que ‘brown’”,
para poder determinar luego sin vacilaciones si la proposición es verdade-
ra o falsa. Por supuesto, existe también un procedimiento mucho más sen-
cillo de indicar el significado de un término descriptivo de lo que en ge-
neral se llaman especies naturales como los colores, los gustos, etc., que es
el que utilizamos en la enseñanza del lenguaje a nuestros niños: remitién-
donos a alguna instancia visible que ostente precisamente ese color, ese
gusto, etc. es decir, a instancias de aquellas propiedades o clases de indivi-
duos que se dan en la naturaleza, desde colores a especies animales, o fe-
nómenos como el rayo o el fuego.
Veamos ahora cómo expresamos una norma, por ejemplo: “Está pro-
hibido fumar”. A diferencia de las proposiciones anteriores, éstas no des-
criben nada, sino que prescriben una determinada acción o su contraria, es
decir, imponen que se realice o que se deje de realizar la acción que se
enuncia, por lo cual se las denomina proposiciones prescriptivas. Éstas tie-
nen algunas características que las distinguen claramente de las descripti-
vas, comenzando por el hecho de que la situación a la que se refieren no
es previamente existente sino posterior a la proposición misma. Un ejem-
plo aclarará esta idea: supongamos que en la pared del aula hay un cartel
que dice: “Está prohibido fumar”, y supongamos que entra en el aula al-
guien que está en ese preciso momento realizando la acción de fumar. La
acción que la norma ordena no se refiere a lo que sucede en el momento
en que el fumador entra en la habitación, si no a lo que tendrá que suceder
en el momento inmediatamente posterior, pero que aún no ha ocurrido, a
saber: dejar de fumar.
La relación, entonces, entre la proposición prescriptiva y el mundo
es exactamente la inversa a la de la proposición descriptiva con el mun-
do. En efecto, mientras que en la relación entre la proposición descripti-
30 BREVIARIO DE ÉTICA
va y el mundo, éste es siempre lógicamente anterior a las palabras, puesto
que la proposición describe algo que es anterior a ella misma, razón por
la cual le reconocemos al lenguaje descriptivo el hecho de referirse siem-
pre a una realidad preexistente, en la relación entre la proposición pres-
criptiva y el mundo, la dirección se invierte. Ahora, en efecto, la proposi-
ción precede al estado de cosas en el mundo, porque éste cambiará de
acuerdo con la proposición a partir del momento en que ella es emitida
o conocida, como en el ejemplo del fumador que entra en el aula. Si ana-
lizamos la proposición prescriptiva, encontraremos que ésta siempre con-
tiene un núcleo descriptivo que se refiere a la acción que se ordena llevar
a cabo. En el ejemplo anteriormente dado, esta acción es la de “fumar”.
Éste es un término descriptivo, porque para poder distinguir si alguien
fuma o no, se tendrá que recurrir a pruebas empíricas, como la visión del
humo saliendo de la boca o de las fosas nasales del fumador, o la percep-
ción del olor acre de la nicotina y del alquitrán quemándose, etc. La pro-
posición, sin embargo, no es descriptiva, porque su intención no es des-
cribir, sino ordenar.
La estructura de una proposición prescriptiva, en consecuencia, es un
poco distinta a la descriptiva correspondiente. Tomemos el ejemplo ya uti-
lizado al principio y veremos que se lo puede analizar de la siguiente ma-
nera: “Está prohibido (fumar)”. El primer elemento de la proposición es
el que expresa, en realidad, la intención de quien emite la proposición de
que ésta sea entendida como la expresión de una orden. A la expresión de
estas intenciones que el hablante realiza a través de su emisión o de su ac-
to de habla la denominamos fuerza ilocucionaria. En español se expresa una
obligación de diferentes maneras: “es obligatorio”, “está prohibido”, “se
debe”, “será penado”, etc. De modo general, podemos escoger como repre-
sentación genérica de una proposición prescriptiva el siguiente esquema:
“se debe (fr)”, para las obligaciones, y “se debe (no-fr)” para las prohibicio-
nes, en el que “fr” es una variable para acciones y “se debe” la expresión
de una fuerza ilocucionaria prescriptiva. De aquí se puede derivar poste-
riormente el esquema lógico-formal siguiente, utilizado en la lógica de las
normas o deóntica: O (p). En éste, “O” es el “operador modal deóntico” y
“p” una proposición atómica. No nos ocuparemos de las cuestiones de ló-
gica deóntica, ya que ésta es una disciplina puramente formal, que tiene
una temática propia, de modo que a lo largo de este breviario utilizaremos
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 31
siempre las expresiones del lenguaje ordinario en las que están expuestas
tanto las normas morales como las jurídicas.
Hasta aquí está clara la relación entre las proposiciones descriptivas y
las prescriptivas. Pasemos ahora a un tercer tipo de proposiciones que tie-
nen un carácter distinto de las prescriptivas y de las descriptivas y cuya re-
lación con la ética es bastante estrecha. Consideremos por ejemplo esta
proposición: “Fumar no es bueno”. A primera vista advertimos que tiene la
misma estructura que las descriptivas, ya que atribuye una propiedad a un
sujeto determinado a través del verbo ser, y tiene, también, la misma es-
tructura de sujeto-predicado. La diferencia reside fundamentalmente en el
significado de la propiedad que le estamos adjudicando. En este caso, la
proposición “la mesa es buena” no tiene ninguna diferencia en sus compo-
nentes con aquella otra, “la mesa es marrón”. En otros términos, hay un
paralelismo en la estructura gramatical y una diferencia exclusivamente en
el término “bueno”, de modo que aquí la diferencia reside en el sentido,
en la semántica de esta palabra.
Los términos que estamos usando, como “bueno”, “malo”, etc., intro-
ducen una evaluación, es decir, son términos que expresan un valor. Por eso
las proposiciones que los contienen, reciben el nombre de proposiciones eva-
luativas o valorativas. Las proposiciones valorativas son aquellas que tienen
propiedades que expresan valoraciones o evaluaciones, las cuales no son
comparables a las que expresan propiedades descriptivas. Las primeras, en
efecto, expresan una actitud del hablante frente a lo que está describiendo o,
en otros términos, los predicados evaluativos reflejan siempre la valoración
o punto de vista del hablante con respecto de un estándar de valores. Por lo
tanto, las proposiciones valorativas establecen implícita o explícitamente una
comparación entre el objeto o propiedad actualmente en consideración y
una escala gradual de esos mismos objetos y propiedades que difieren por su
grado de perfección. Por cierto, los estándares de valor, si bien tienen un as-
pecto fuertemente subjetivo, ya que dependen de la apreciación del hablan-
te, pretenden, al mismo tiempo, una cierta objetividad. Pensemos en las ca-
lificaciones que obtienen los distintos lotes de frutas en el mercado
correspondiente. Allí, en efecto, cuando se dice que tal lote es de fruta “bue-
na”, tal otro de fruta “mediana” o “mala”, los conocedores inmediatamente
entienden las diferencias entre las respectivas calidades, a pesar de que inevi-
tablemente haya variaciones en la aplicación del estándar de valores.
32 BREVIARIO DE ÉTICA
Podemos resumir estos tres tipos de proposiciones en el siguiente
cuadro:

Tipo Proposición Valores Ontología


de proposición en metalenguaje
Descriptiva “La mesa es marrón” V/F La proposición
se ajusta al mundo
Prescriptiva “Está prohibido fumar” C/I El mundo se ajusta
a la proposición
Evaluativa “La mesa es buena” P/R ——

V/F = verdadero/falso; C/I = correcto/incorrecto; P/R = preferencia/rechazo.

En el caso de la primera proposición, “la mesa es marrón”, que pertenece


al lenguaje objeto, se trata del lenguaje que usamos para referirnos direc-
tamente al mundo, razón por la cual vamos a tener en el metalenguaje un
tipo de caracterización de esa proposición que determinará desde el pun-
to de vista semántico su status lógico, el cual podrá ser “verdadero o fal-
so”. A su vez, el tipo de relación ontológica entre la proposición y el mun-
do, es tal que va del mundo a las palabras: el mundo es anterior a la
proposición que habla de él. Hay una anterioridad ontológica del mundo
respecto del lenguaje; los hechos preceden a las palabras y las descripcio-
nes del mundo deben ajustarse al estado de cosas que acaece en el mundo.
Las proposiciones prescriptivas como “está prohibido fumar”, tienen un
valor metalingüístico diferente con relación a la prescripción. Tanto desde el
punto de vista estrictamente legal, como desde el punto de vista moral, que
es más amplio, el conjunto de las normas o prescripciones tienen en el me-
talenguaje dos valores análogos a los de las proposiciones descriptivas: “co-
rrecto o incorrecto”. Esto significa que, así como las proposiciones descrip-
tivas se caracterizan por ser verdaderas o falsas, las prescriptivas tienen dos
posibilidades que determinan su status lógico: correctas o incorrectas.
Desde el punto de vista ontológico, en cambio, las normas son con-
trafácticas respecto de su cumplimiento o efectiva validez. Esto indica que
las palabras preceden a los hechos, al mundo, que se debe ajustar a las pa-
labras. Si en un sitio determinado se anuncia: “Está prohibido fumar”,
aunque alguien fumara y entrase de ese modo en contradicción con la nor-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 33
ma, su conducta no falsearía a la norma, que sigue vigente pese a la viola-
ción. El hecho de que no se cumpla no la hace falsa. Esto explica porqué
los valores de verdad y falsedad no son los que se deben aplicar a este tipo
de proposiciones.
Como señalamos anteriormente, los valores metalingüísticos que se
les aplican a las proposiciones prescriptivas son los de “correcto o inco-
rrecto”. En efecto, podemos criticar una proposición prescriptiva y decir,
por ejemplo, que “está prohibido fumar” es una prescripción incorrecta
porque quien puso el cartel no tenía el correspondiente respaldo institu-
cional (no era una autoridad de la Facultad, obraba por su cuenta, etc.). Si
alguien está convencido de que los fumadores tienen derecho a lanzar su
humo donde les plazca, puede sostener que es un tratamiento discrimina-
torio, etc.; pero no puede decir que sea falso. Se lo puede cuestionar des-
de el punto de vista moral o legal, pero siempre desde la posibilidad de su
corrección o incorrección. Ahora bien, alguien podría aducir que hay un
sentido en el cual una proposición prescriptiva puede ser verdadera o fal-
sa, por ejemplo, si se afirma que “en la calle también está prohibido fu-
mar”, cuando no existe ninguna ordenanza municipal al respecto. Esa
complicación se suele dar con las normas jurídicas, porque se suele distin-
guir el contenido normativo de la enunciación de la norma, por ejemplo
en un código, que sería una proposición descriptiva, en el sentido de que
describe que dentro del ámbito de vigencia de ese código existe una nor-
ma que dice tal cosa. De este modo es posible adoptar una posición que
atribuye valores de verdad y falsedad a las prescripciones, pero no desde el
punto de vista de las normas mismas, sino del enunciado de esas normas.
Aún en ese caso, podemos seguir distinguiendo dos proposiciones distintas
aunque coincidan los términos de su enunciado: una, descriptiva, indica
que en el código de faltas de la Ciudad de Buenos Aires hay una norma que
estipula: “Está prohibido fumar en lugares públicos cerrados”; y otra, pres-
criptiva, que expresa una orden: “Está prohibido fumar en lugares públicos
cerrados”, que afecta a todos los individuos que se encuentren en él.
Respecto de la relación ontológica entre la proposición y el mundo,
en el caso de las prescriptivas, éstas preceden al mundo, razón por la cual
el ajuste va de las palabras al mundo: no son las palabras las que se adap-
tan al mundo (lo describen) sino es el mundo el que habrá de adaptarse a
las palabras (cumplir con la norma).
34 BREVIARIO DE ÉTICA
Pasemos ahora a las proposiciones evaluativas. Como dijimos, su es-
tructura lógica es semejante a la de las descriptivas, pero se diferencian por
tener términos evaluativos. La terminología de valor tiene como término
paradigmático el adjetivo “bueno”. Existe, sin embargo, una extensa gama
de evaluaciones de distinto carácter, inclusive dentro de los diferentes sig-
nificados que tiene el término “bueno”, por ejemplo en estos dos usos: “es-
te vino es bueno” y “esta película es buena”. Claramente al haber una gama
tan variada de evaluaciones, no es posible que tengamos, como ocurría en
los dos casos anteriores, dos únicos valores metalingüísticos. Es decir, no va-
mos a poder establecer con claridad si las proposiciones evaluativas son o
verdaderas/falsas, como en el caso de las descriptivas, o correctas/incorrec-
tas, como en el caso de las prescriptivas. La razón de que ocurra esto es la
siguiente: en las relaciones evaluativas hay un elemento inevitable que es
la expresión de la preferencia del hablante, la que está implícita en el tér-
mino evaluativo, el cual, como dijimos, introduce siempre una escala com-
parativa de valores. Esto ya está presente en la misma serie lingüística, que
establece grados en los adjetivos: positivo, comparativo y superlativo:
“bueno/mejor/óptimo”, “malo/peor/pésimo”. Pero aun en el caso en que
se atribuya el grado positivo se lo está contrastando con el caso al que no
se le atribuye nada: si decimos “este vino es bueno”, lo comparamos, aun-
que sea en abstracto, con otro u otros que, por el mismo precio o de la
misma procedencia, son de calidad inferior.
De este modo tenemos un cuadro con la clasificación de las proposi-
ciones en el lenguaje ordinario desde el punto de vista semántico. Es cla-
ro que la ética tendrá que ver en especial con las proposiciones prescripti-
vas y las evaluativas. Por medio de las prescriptivas se enuncian las normas
cuya vigencia se presenta como universal. Por el mero hecho de la formu-
lación uno no puede darse cuenta si es una regla de un código positivo de
conducta, o si tiene que ver con la moralidad. Por ejemplo, si en un res-
taurante se advierte: “está prohibido entrar sin corbata”, esta regla tiene la
misma estructura que una prescripción, pero no se refiere a la moralidad,
sino a las costumbres positivas de un determinado círculo.
La ética se ocupa primordialmente de las proposiciones de carácter
prescriptivo que expresan normas y de las evaluativas que expresan valora-
ciones y preferencias. Si bien todo el ámbito de las proposiciones prescrip-
tivas es, en principio, moralmente relevante, existe, como vimos, una can-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 35
tidad de reglas, como las de comportamiento dentro de una institución
privada, un colegio, un club, etc., e incluso jurídicas, como las que rigen
el tránsito, que no tienen que ver directamente con la moralidad. Dicho
de otro modo, si bien el lenguaje provee una orientación importante para
distinguir los hechos morales de aquellos que no lo son, no puede de por
sí exclusivamente indicarnos qué cuestiones son moralmente relevantes o
no. También las proposiciones evaluativas son importantes para la ética y
nos remiten a problemas tradicionalmente conectados con ella, como por
ejemplo la pregunta que todos nos hacemos alguna vez: “¿Qué considero
realmente ‘bueno’ para mí o para mis hijos, etc.?”. Como lo mostraron los
ejemplos que dimos de evaluaciones como “la mesa, el vino, etc., son bue-
nos”, también en este campo existe una infinidad de evaluaciones que ex-
presan solamente preferencias, sean subjetivas o provenientes del criterio
de los expertos, cuya relación con la moralidad es muy lejana o simple-
mente nula. Sin duda, hay un aspecto de las proposiciones evaluativas que
tiene que ver con la moral, por ejemplo, cuando utilizamos el término
“bueno” en determinados contextos: si decimos que una acción determi-
nada es “buena” sin agregar ninguna otra calificación, estamos haciendo,
prima facie, un juicio moral. Es claro que en este caso estamos utilizando
el término “bueno” con connotaciones morales, de modo que una especie
de las evaluativas tiene relación directa con la moral, y de lo que se trata,
es de poder establecer los criterios para poder determinar cuáles son estas
proposiciones evaluativas, qué carácter tienen, y cuál es su relevancia des-
de el punto de vista moral. De esto trataremos en el capítulo 10 cuando
nos ocupemos del tema del Bien, porque éste es uno de los pilares básicos
sobre los que se afirma la reflexión filosófica en ética.

Lecturas complementarias

Brandt, R.B.: Teoría ética, trad. al cast. E. Guisán, Madrid, Alianza, 1982, caps.
8 y 9.
Guariglia, O.: Moralidad: ética universalista y sujeto moral, Buenos Aires, FCE,
1996, cap. 4.
Hudson, W.D.: La filosofía moral contemporánea, trad. al cast. J. Hierro Pescador,
Madrid, Alianza, 1974, cap. 2.
Capítulo 3
La argumentación moral

Análisis de las oraciones prescriptivas en sus elementos: la fuerza


ilocucionaria y el contenido proposicional. La argumentación
moral: distinción entre el nivel epistémico y el nivel ético. La es-
tructura del razonamiento moral: juicios particulares, normas y
principios como garantías.

Luego del cuadro de clasificación de las proposiciones que hemos visto en


el capítulo anterior, nos concentraremos en las proposiciones prescriptivas,
en primer lugar en el análisis de sus elementos y luego en su estructura ló-
gica (entendiendo por ello una conexión intrínseca no-formal o informal)
del razonamiento moral. El carácter distintivo de tales proposiciones con-
siste en que están constituidas por dos elementos diferentes, uno que mar-
ca la obligación o prohibición y el otro que indica la acción ordenada o
prohibida. Algunos autores, como R. M. Hare, emplean dos términos pa-
ra cada uno de estos elementos: al introductor de la obligación, mandato
o prohibición lo denomina neústico y al contenido proposicional, que es la
acción propiamente ordenada, frástico, que indica qué carácter tiene lo
que va a seguir.
Un ejemplo hará más clara esta distinción. Tomemos las dos oracio-
nes siguientes:

(I) «Juan cierra la puerta»;


(II) «Juan, por favor, cierre la puerta»
38 BREVIARIO DE ÉTICA
La oración (I) está en indicativo y describe la acción de Juan. Desde el
punto de vista de la actitud del hablante, la oración es aseverativa, ya que
quien la enuncia pretende expresar de modo verdadero lo que Juan está
haciendo en ese momento. En cuanto al contenido proposicional, el nú-
cleo es una acción: “cerrar la puerta”. La oración (II), en cambio, está en
imperativo: el hablante no describe sino que pide u ordena a Juan que és-
te lleve a cabo una acción. Desde el punto de vista de la actitud del ha-
blante, la oración es imperativa o apelativa, ya que quien la expresa pre-
tende apelar a otro para que éste se ponga en movimiento y realice la
acción que el hablante desea que se lleve a cabo. El núcleo de esta acción
lo da el contenido proposicional: “cerrar la puerta”.
Como vemos, ambas oraciones tienen el mismo contenido proposi-
cional, pero difieren por la actitud del hablante con respecto a aquél. A es-
to lo llamamos “fuerza ilocucionaria”. En efecto, el contenido proposicio-
nal “cerrar la puerta” describe una acción general, sin agregar ninguna de
las otras determinaciones de persona, modo y tiempo que la determinan.
Cuando se añaden estos elementos, la actitud del hablante con relación al
contenido proposicional convertirá este núcleo en una proposición des-
criptiva, si lo que pretende es afirmar que alguien está realizando la acción
de cerrar la puerta, afirmación que se puede verificar o falsear.
Si, en cambio, la actitud del hablante con relación al núcleo proposi-
cional varía, y lo que pretende es que la acción expresada en éste se lleve a
cabo, entonces la oración en su conjunto se convierte en una prescripción,
en el caso más simple en una orden emanada del emisor y dirigida a otro
a fin de que éste realice su voluntad y cierre la puerta. De este modo, lo
que ha cambiado con relación a la oración anterior es solamente la fuerza
ilocucionaria con respecto al contenido proposicional, pues éste se ha man-
tenido invariable. La actitud del hablante con relación a él no es ya afir-
mar o negar un estado de cosas en el mundo, sino provocar un estado de
cosas. Lo que transmite mediante la fuerza ilocucionaria prescriptiva es
que quiere que una acción determinada se cumpla en el momento poste-
rior a dar la orden. Por supuesto, no siempre nos encontramos con una
prescripción dada en imperativo, sino que podemos también hallarla bajo
una forma debilitada, es decir, de cortesía, como por ejemplo: “Me gusta-
ría que usted, Juan, cerrara la puerta”, en cambio de: “Juan, cierre usted la
puerta”.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 39
El imperativo es una de las especies de las prescriptivas; una especie
muy particular, ya que es una prescripción singular de un hablante dirigi-
da a un único oyente, y siempre en un contexto definido, espacial y tem-
poralmente. En otros términos, no se puede descontextualizar ni univer-
salizar. El imperativo no es universalizable. Hubo lógicos, como el citado
Hare, que han sostenido que las normas son imperativos universales, pero
esto es intrínsecamente una contradicción; si por imperativo nos referimos
al modo gramatical, éste no se puede universalizar por estar dirigido a al-
guien específico en un momento determinado.
Cuando tenemos que hacer una prescripción que no está dirigida a
alguien en particular, sino que es universal, dado que sus destinatarios
son todos aquellos que están en condiciones de cumplir con el conteni-
do proposicional enunciado, el resultado es una norma que enunciamos
como sigue: “Se debe cerrar la puerta”. Aquí aparecen con claridad los
dos elementos que componen la prescripción, la fuerza ilocucionaria
(“se debe”), por un lado, y el contenido proposicional (“cerrar la puer-
ta”), por el otro. Esto se simboliza de la siguiente manera: “se debe
fr/¬fr”.1
Ahora bien, las normas tales como las que hemos analizados forman
parte de un juicio moral. Hasta ahora hemos considerado los elementos
mínimos de éste; a partir de ahora intentaremos examinar la estructura del
juicio dentro de un argumento moral.
Veamos un ejemplo típico de un argumento de este tipo:

A: –El concejal F ha obrado inmoralmente con respecto a G.


B: –¿Por qué lo dices?
A: –Porque ha utilizado el cargo de concejal para presionar a G a
que le vendiese un terreno que éste tenía junto a otro de su pro-
piedad, con la amenaza de expropiárselo si no accedía.
B: –¿Qué hay de incorrecto?
A: –Es incorrecto porque ni F ni cualquier otro en su lugar pue-
de obligar a G a vender contra su voluntad.
B: –Todavía no me has dicho por qué F no puede obligar a G a
vender.
A: –Sí lo hice. Pues si se admite que F tiene derecho a forzar a
cualquier otra persona a actuar según sus designios, entonces es
40 BREVIARIO DE ÉTICA
necesario admitir que todos tienen el mismo derecho de hacer lo
mismo que él. Al contrario, si juzgamos que lo moralmente co-
rrecto es que esté prohibido para todos y para cada uno el forzar
a otros a realizar una acción en contra de su voluntad, entonces
esto también es válido para él. En otras palabras, lo que es correc-
to o incorrecto para una persona debe ser correcto o incorrecto
para cualquier persona similar en similares circunstancias.

Al presentarlo como un diálogo, podemos enfocar al juicio moral desde


una perspectiva distinta. En efecto, los personajes envueltos, F y G, están
directamente involucrados, pero el diálogo es entre otros dos personajes, A
y B. Al ser éstas dos personas distintas a las involucradas, la perspectiva
desde la cual se juzgan los hechos que ocurrieron, proviene de observado-
res exteriores: es la perspectiva de la tercera persona. La observación de los
hechos y su juicio desde la tercera persona es típica del argumento moral.
En la tradición filosófica, en cambio, ésta no ha sido la regla: desde Kant
hasta Hare, la presentación del problema moral se hacía desde la perspec-
tiva de la primera persona, es decir, del agente que está a punto de actuar.
Claro que ésta también es una perspectiva moral, pero es una perspectiva
distinta, sobre la cual la perspectiva desde la tercera persona tiene la pri-
macía.
Si tomamos el ejemplo de diálogo que dimos, en este argumento mo-
ral hay envueltos dos elementos de carácter distinto, que intentaremos se-
parar. Por un lado el que va llevando la argumentación es A, quien pre-
tende en primer lugar dar una información. Esta pieza de información
está compuesta por una proposición normativa (“F ha obrado inmoral-
mente”) y las restantes, que son todas descriptivas (“porque ha usado su
cargo de concejal para presionar a G a vender su propiedad”...). El núcleo
de lo que está diciendo tiene el carácter de una descripción de un conjun-
to de hechos y está formado por proposiciones descriptivas. Como ve-
mos, en el argumento moral hay una parte importante que tiene el carác-
ter de una pieza de información transmitida mediante proposiciones
descriptivas de modo que la primera actitud del oyente o del interlocutor
en relación a esta parte del juicio moral, es la de establecer si la informa-
ción es verdadera o falsa. Éste es el nivel 1 del juicio moral, que tiene que
ver con proposiciones descriptivas, las cuales se refieren a hechos, y que,
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 41
por lo tanto, tienen un carácter fundamentalmente epistémico, en el sen-
tido de que se debe establecer si lo que se dice es verdadero o falso. En es-
te punto el contenido descriptivo en el juicio moral tiene la misma es-
tructura que los datos históricos. Un dato histórico también puede ser
verdadero o falso; el interés teórico, en este caso, está dado por la impor-
tancia que ese relato tiene dentro de una narración más general de una se-
rie de acontecimientos o de una teoría histórica determinada. En ambos
casos, la verdad de los datos se tendrá que establecer recurriendo a testi-
monios independientes entre sí, descartando fuentes poco fidedignas o
evidentemente parciales, etc.
Por cierto, poder establecer la verdad o falsedad del contenido narra-
tivo que resume los hechos tiene una relevancia determinante para poder
pasar al segundo nivel, que es el nivel moral propiamente dicho. Por su es-
tructura, el argumento moral permite extraer consecuencias del nivel epis-
témico, solamente si éste es verdadero. Sólo entonces puedo sostener el
juicio moral (“El concejal F ha obrado inmoralmente o incorrectamente
con respecto a G”). Ahora bien, “tener relevancia” no quiere decir que la
conclusión moral se siga del nivel epistémico. Para que la conclusión mo-
ral se pueda seguir debe haber una norma o una premisa moral que esté
implícita y se explicite cuando el argumento lo requiera. La premisa intro-
ducida al comienzo por A, “F ha obrado inmoralmente ...”, hace explícito
el punto de vista moral, dado que este punto de vista es algo que se añade
al nivel epistémico y lo convierte en moralmente significativo. De este mo-
do, el argumento moral tiene una estructura que comprende un nivel epis-
témico, en el que narramos los hechos que son relevantes para el juicio
moral, y un segundo nivel, el del punto de vista moral, que estaba implí-
cito y recién se explicita cuando se extrae la conclusión moral. Desde este
momento, el juicio moral se puede hacer discursivo. Esto se revela porque
a partir de allí se pueden poner en duda tanto las premisas descriptivas (en
el nivel 1) como las prescriptivas (en el nivel 2).
De este modo tenemos el siguiente esquema:

Nivel I:
1. Datos previos.
a. “F es concejal en el partido X”: /?:/ Sí-No.
b. “G posee un terreno en el partido X”: /?:/ Sí-No.
42 BREVIARIO DE ÉTICA
c. “F posee un terreno junto al de G”: /?:/ Sí-No.
2. Acciones.
a. “G no había demostrado deseos previos de vender su propie-
dad”: /?:/ Sí-No.
b. “F amenazó a G con propiciar medidas en su perjuicio en el
concejo municipal”: /?:/ Sí-No.

Nivel II:
1. Juicio moral:
“F ha actuado incorrectamente”: /?:/
2. Justificación:
“F no debe forzar a G a realizar algo en contra de la voluntad de
G para beneficio de F”: /?:/

Nivel III:
Regla universal:
“Nadie debe forzar a otra persona a realizar un acto en contra de
su voluntad para beneficio del agente”.

En el nivel I se tiene en cuenta el conocimiento tanto de los datos relevan-


tes de los protagonistas como de las acciones que éstos llevan a cabo. Estos
datos son transmitidos mediante el uso de las correspondientes propieda-
des y acciones, cuyo significado es general y cuya referencia es sin más ad-
mitida como pública y comprobable por ambos intérpretes. En cada caso,
esta comprobación es provista por quien afirma cuando la pertinente afir-
mación es puesta en duda, lo que hemos expresado mediante el signo “?”.
Cada uno de estos cuestionamientos desemboca en un entendimiento ra-
zonable a partir de los datos disponibles, de modo que ambos interlocuto-
res logren la suficiente certidumbre de que las afirmaciones de existencia
de los hechos, las capacidades, las acciones, etc. responden razonablemen-
te a la concepción compartida de la realidad física y social. La duda, en
cambio, con respecto al juicio moral debe argumentarse también desde el
punto de vista moral, es decir, hay que introducir argumentos que sosten-
gan el juicio moral particular que el interlocutor que afirma está hacien-
do. Para ello, el que argumenta debe recurrir a una norma universal sobre
la cual se apoya el juicio moral particular. La norma tiene la estructura de
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 43
una proposición prescriptiva universal: “Ni F ni cualquier otro en su lugar
debe forzar a vender a otro”. Es, por lo tanto, en el nivel II en donde se
cuestiona el juicio moral particular y se introduce la norma universal, la
cual, a su vez, podrá sostenerse apelando a principios universales últimos
para poder afirmar su validez.
Como vemos, la estructura argumentativa del juicio moral o prácti-
co es, en tanto estructura, la misma que la de los juicios teóricos y em-
píricos. Al preguntar “¿por qué ocurre algo?”, estamos preguntando por
un tipo de razones, de la misma manera que cuando preguntamos “¿por
qué F, G o H han actuado mal?” Estas razones tienen que tener un ca-
rácter más general. Para tomar un ejemplo clásico de filosofía de la cien-
cia: cuando se pregunta “¿por qué se resquebrajó el radiador del auto?”,
se espera una razón más general, que no solamente explique este caso si-
no también todos los casos similares, como por ejemplo: “Porque la tem-
peratura descendió a cinco grados bajo cero y no le había puesto anti-
congelante al agua”. En la explicación teórica, esto último sería el
explanans y el hecho que se quiere explicar el explanandum, pero ¿qué
ocurre en el juicio moral? Sin duda, aquí también tenemos un explanans
y un explanandum, solamente que en el juicio moral el explanandum se-
ría el juicio particular y el explanans la norma universal sobre la que
aquél se apoya.
De este modo tenemos una cadena de juicios que se apoyan unos en
otros. El juicio particular establece I) la existencia de una acción particu-
lar realizada por un individuo determinado; II) la evaluación de esa acción
con respecto a una norma universal para el tipo de acciones al que perte-
nece la acción del individuo en cuestión, y III) la conclusión, que tendrá
dos pasos: a) determinar si el individuo X realizó la acción a en cuestión,
y b) determinar si la acción a es del tipo de acciones prohibidas por una
norma N. Si las respuestas son afirmativas, entonces podemos sostener
que el juicio particular es correcto, porque se apoya en descripciones fe-
hacientes de la acción y en una norma de carácter universal, lesionada por
esa acción.
Resumiendo lo que hemos visto hasta ahora, en el juicio moral existen
tres niveles, cada uno de los cuales tiene un carácter específico. Sin embar-
go, la estructura argumentativa se mantiene en cada uno de estos niveles.
Asimismo, al mostrar que el juicio moral posee una estructura argumen-
44 BREVIARIO DE ÉTICA
tativa, ponemos en evidencia, además, que hay un paralelismo estricto en-
tre el tipo de argumentación moral y el tipo de argumentación teórica.
Como formas de argumentación son completamente comparables. Con
ello estamos demostrando que el juicio moral responde a formas objetivas
de argumentación comparables con las formas objetivas de argumentación
con las que se defiende una argumentación teórica. De la misma manera
que en una argumentación teórica o empírica, si partimos de premisas ver-
daderas y seguimos adecuadamente las reglas de la argumentación, obtene-
mos una conclusión verdadera, así también en una argumentación moral,
si partimos de premisas correctas y seguimos adecuadamente las reglas de
la argumentación, obtendremos una conclusión moralmente correcta.
Por cierto, cuando llegamos al nivel de los principios, nada puede ga-
rantizar que ellos mismos sean correctos, de la misma manera que en el
ámbito de la ciencia o de la teoría nada puede garantizar que los axiomas
de los que partimos sean ellos mismos verdaderos. A la inversa, son estos
principios los que dan la garantía de que las normas que los respetan son,
ellas mismas, intrínsecamente correctas. Así podemos resumir lo dicho en
la siguiente tabla:

NIVEL I epistémico (hechos) V/F


NIVEL II moral (normas) correcto/incorrecto
NIVEL III principios universales (garantías) –

Lecturas complementarias

Guariglia, O.: Moralidad, Buenos Aires, FCE, 1996, cap. 3, pp. 47 y sig.
Hudson, W. D.: “Las relaciones lógicas”, en Filosofía moral contemporánea, Ma-
drid, Alianza, 1974, cap. 5, III, pp. 221 y sig.

Notas
1 Nosotros utilizamos fr como variable general para acciones, porque nuestros infi-

nitivos, que enuncian la correspondiente acción del verbo en abstracto, terminan con la
desinencia -r. Por la misma razón, en inglés los enunciados de acción se suelen simbolizar
“f-ing”, ya que en inglés el papel de nuestro infinitivo lo cumple el gerundio en “-ing”.
Capítulo 4
El concepto de acción

El concepto de acción: la distinción entre hechos causalmente de-


terminados y acciones. El carácter ontológico de las acciones. El
análisis lógico de la acción: acción intencional, motivos e inten-
ciones. Acciones voluntarias e involuntarias. El silogismo práctico.

En los capítulos antecedentes ya nos hemos encontrado con las accio-


nes como núcleos del contenido proposicional en las oraciones pres-
criptivas que constituyen uno de los elementos del juicio moral. Debe-
mos, pues, concentrarnos en el análisis del tipo de entidad que es una
acción.
En primer lugar, interesa explicar de qué manera la acción se convier-
te en un tema de reflexión filosófica sumamente importante. En efecto,
podríamos considerar que la acción como tal no tiene nada de peculiar,
sino que es una especie más de eventos que, como tal, debe ser causal-
mente explicada. Este, por ejemplo, ha sido el punto de vista del positi-
vismo lógico y de algunos pensadores importantes dentro de la filosofía
analítica, como por ejemplo D. Davidson. Desde esta perspectiva, la ac-
ción es de la misma naturaleza que cualquier otro hecho de los que ocu-
rren en el mundo, eventos para los que tiene que existir una explicación
causal. En consecuencia, la acción será un evento más de los que ocurren
en el mundo natural, cuya única particularidad es que en ella están invo-
lucrados unos individuos humanos. Este modo de pensar la acción es, en
definitiva, una consecuencia del dualismo entre las dos sustancias, la pen-
sante y la extensa, que introdujo Descartes en la filosofía moderna: en
efecto, si descreemos que exista algo así como la res cogitans de Descartes,
46 BREVIARIO DE ÉTICA
entonces todo lo que nos queda son conexiones entre fenómenos mate-
riales, extensos, las cuales tienen que subsumirse bajo la categoría general
de la causalidad.
Veamos, sin embargo, cómo considera la acción un pensador muy an-
terior a la introducción del dualismo cartesiano, pero que, por otra parte,
en la consideración de las relaciones psicofísicas está más del lado de quie-
nes consideran los fenómenos psíquicos como inseparables de sus contra-
partes materiales que de quienes los toman como entidades independien-
tes. Se trata de Aristóteles. Es él, en efecto, quien, oponiéndose tanto a un
materialismo extremo, como el de los atomistas, cuanto a la posición clá-
sica de Platón con respecto a la existencia separada de las ideas y de las en-
tidades matemáticas, esboza un concepto de acción como una entidad au-
tónoma, sui generis, que posee características ontológicas propias que la
distinguen de los fenómenos materiales y de las relaciones ideales.
El texto citado pertenece a la Ética Eudemia II 6:

[I] EE II 6, 1222 b 15-29. Todas las entidades naturales son en


cierto sentido principio [de algo], por lo cual cada una puede en-
gendrar muchos entes similares, como un hombre otros hom-
bres, y en general un animal otros animales y una planta otras
plantas. Además de esto, solamente el hombre entre todos los
animales es un principio de ciertas acciones –pues no diríamos
que alguno de los otros animales actúa–. De entre los principios
todos aquellos a partir de los cuales se originan movimientos, se
llaman principios propiamente dichos y con mayor derecho aque-
llos de los cuales provienen movimientos [necesarios, esto es,]
que no pueden ser de otro modo, un principio que quizá poda-
mos asignar a la divinidad. En los principios invariables, como
en los matemáticos, no hay principio propiamente dicho, a me-
nos que se lo llame así analógicamente. En efecto, inclusive si en
éstos cambiamos el principio, todas las demostraciones cambia-
rían, pero éstas mismas no cambian por el hecho de que una nie-
gue a la otra, sino porque la hipótesis [de la que dependen] es
negada a través de una conclusión negativa. El hombre en cam-
bio es el principio de una cierta acción, pues toda acción (prâ-
xis) es movimiento (kínesis).
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 47
[II] EE 1222 b 41-1223 a 9. De ello se sigue que, si existen cier-
tos entes que pueden ser de un cierto modo o de modo [directa-
mente] contrario, es necesario que los principios de éstos tengan
también las mismas características: en efecto, lo que proviene de
proposiciones necesarias es también necesario, lo que en cambio
se origina de aquellos otros principios, tiene la posibilidad de
transformarse en su contrario. Y lo que está en las manos de los
propios hombres pertenece en su gran mayoría a estos últimos
entes, pasibles de ser de un modo u otro. De [todos] ellos los
hombres son el principio. En consecuencia: todas aquellas accio-
nes de las que el hombre es el principio y dueño absoluto, pue-
den evidentemente tener o no tener lugar. Del mismo modo es
evidente que en su poder está el que tales acciones tengan o no
lugar, dado que él es dueño de que existan o no. De cuantas ac-
ciones está en su poder hacerlas o no hacerlas, él es la causa de las
mismas, y de cuantas cosas él es la causa, éstas están en su poder.

[I] Lo primero que tenemos que tener presente para interpretar este pasa-
je es la concepción del universo físico que tenía Aristóteles, anterior a
Galileo. Por lo tanto, la física aristotélica está centrada en el problema cru-
cial que heredó de los presocráticos relativo al origen del movimiento.
Toda explicación física, según él, tiene que dar cuenta de al menos dos
causas: a) cuál es el origen inmediato del cambio, y b) cuál es la meta o fin
al que tiende. La gran innovación de Galileo fue introducir el principio de
inercia, según el cual algo que está en reposo o en movimiento rectilíneo
uniforme tiende a permanecer en ese estado a menos que una fuerza exte-
rior lo desvíe, como un postulado, eliminando de ese modo el problema me-
tafísico del origen del movimiento.
Como consecuencia, con respecto a la acción lo primero que se plan-
tea Aristóteles –siguiendo en esto las huellas de Platón– es la siguiente
cuestión: ¿cuál es el principio del movimiento? Sin duda, la acción es una
forma de movimiento. Desde la perspectiva de un observador, la primera
manifestación de una acción es un movimiento corpóreo; pero también de
cambios: del mismo modo que los demás animales, el hombre como ser
biológico es el principio de la generación de otro ser de la misma especie.
Además de este tipo de cambios, el hombre como tal es el principio exclu-
48 BREVIARIO DE ÉTICA
sivo de las acciones, diferenciándose en esto de los animales. Ahora bien,
para poder establecer con precisión qué clase de cambios o de movimien-
tos son las acciones, Aristóteles distingue una especie de los principios, que
es aquella de lo que ocurre necesariamente, de aquellos otros principios que
solamente conciernen a los hechos contingentes.
[II] En esta segunda sección, Aristóteles se concentra en ese último ti-
po de entidades, que son las acciones. A diferencia de las entidades mate-
máticas o físicas, las acciones son intrínsecamente variables: “De ello se si-
gue que, si existen ciertos entes que pueden ser de un cierto modo o de un
modo [directamente] contrario, es necesario que los principios de éstos
tengan también las mismas características”. Es decir, si existen entes o en-
tidades que no son necesariamente de la misma manera, tenemos enton-
ces la siguiente división:

entidades
necesarias variables o contingentes
(siempre iguales a sí mismas) (de una cierta manera
o de la manera contraria)

Ahora bien, las entidades necesarias provienen de principios necesarios, las


entidades contingentes provienen, por el contrario, de premisas contin-
gentes. “Y lo que está en las manos de los propios hombres pertenece en
su gran mayoría a estos últimos entes [los variables o contingentes], pasi-
bles de ser de un modo u otro. De [todos] ellos los hombres son el prin-
cipio.”
El argumento de Aristóteles va en una doble dirección. Por un lado,
lo que quiere mostrar es que el carácter contingente de las acciones está
unido al hecho de que dependen del hombre para su existencia, y éste no
es un principio de entes necesarios. El único caso en que se le puede atri-
buir necesidad es cuando engendra a otro ser humano, pero se trata de una
necesidad natural, biológica. Ahí la necesidad está en la necesidad de la
consecuencia, no en la necesidad de la acción, ya que está en las manos del
hombre el engendrar o no, pero no lo está el hecho de que si engendra un
nuevo ser, éste será de la especie humana. Todas las demás entidades de las
cuales el hombre es principio, tienen el carácter de no ser necesarias. Son,
por tanto, variables o contingentes, es decir, pueden ser de una manera o
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 49
de la manera contraria. El carácter de contingente de estas entidades de-
pende de que el hombre sea dueño de hacerlas o no hacerlas. Por medio
de esta caracterización ontológica de la acción, Aristóteles delimita a ésta
de los fenómenos naturales y de las entidades matemáticas, es decir, de to-
do aquello que está determinado mediante cadenas causales. A diferencia
de éstas, la acción es un tipo de entidad en la cual se puede determinar cla-
ramente su causa inmediata y primera, que es el hombre. Si se cae una ra-
ma de un árbol y destruye un auto, la causa inmediata es una ráfaga de
viento, pero al mismo tiempo esta ráfaga de viento tiene a su vez otra ca-
dena de causas que proviene de la diferencia de presiones que causó el
frente de tormenta que dio origen al temporal, que a su vez proviene de
otros fenómenos atmosféricos mucho más complejos. Las cadenas causa-
les, por lo tanto, se pueden extender hasta el infinito. En este caso, si bien
ha habido un efecto de una serie de movimientos, no lo llamamos una “ac-
ción”. Si, en cambio, un hombre manejando un camión choca a un auto
estacionado y lo destruye, aunque en ambos casos el efecto es el mismo,
solamente en el segundo decimos que ha sido una consecuencia de una
“acción” (imprudente, torpe, aviesa, etc.) del conductor. Tal es, pues, el
sentido de la caracterización general que distingue las acciones dada al fi-
nal del párrafo por Aristóteles: “Del mismo modo es evidente que en su
poder está el que tales acciones tengan o no lugar, dado que él es dueño de
que existan o no. De cuantas acciones está en su poder hacerlas o no ha-
cerlas, él es la causa de las mismas, y de cuantas cosas él es la causa, éstas
están en su poder”. Veremos más adelante de qué manera esta conclusión
incide en la determinación de las acciones voluntarias e involuntarias.
Veamos ahora de qué manera esta intrínseca relación entre el ser hu-
mano como principio de la acción y ésta como un tipo de entidad pecu-
liar se manifiesta tanto en las descripciones de las acciones mismas como
en la explicación que se puede dar de cada una de ellas.
Este carácter distintivo de la acción que destaca Aristóteles, el hecho
de que esté en poder de los hombres que una acción tenga o no lugar, es
lo que distingue, pues, a las acciones de los meros eventos. Si nos golpean
debajo de la rótula de la rodilla estando sentados, levantamos la pierna me-
diante un reflejo, y por tanto, no es una acción; si, en cambio, estiramos
la pierna en el momento en que alguien al que le tenemos antipatía está
pasando, estamos realizando una acción. De esta última, en efecto, éramos
50 BREVIARIO DE ÉTICA
dueños de realizarla o no, y es esto lo que caracteriza a las acciones: su ca-
rácter de intencionales. Tenemos, entonces, una primera definición: “ac-
ción” es sinónimo de “acción intencional”, o dicho con otros términos, en
el concepto mismo de acción está comprendido analíticamente que es una
acción intencional. Por lo tanto, si toda acción es intencional, toda acción
es acción de un agente que actúa intencionalmente. Este es el carácter ge-
neral de la acción; hablamos de “intención” y de “acción intencional” con
un sentido muy amplio: veamos de qué manera podemos explicitar este
sentido en el esquema que pone de manifiesto las conexiones conceptua-
les de la acción.
Cuando nosotros describimos una acción, su carácter intencional se
hace explícito en las explicaciones que se pueden dar de esa acción. Tome-
mos el siguiente ejemplo:

A: “–¿Por qué fuiste a la cocina?”


B: “–Porque tenía hambre” (respuesta 1)
“–Porque iba a prepararme algo” (respuesta 2)

Tomemos la respuesta 1). Aquí lo que B está aduciendo como explica-


ción es una razón que tiene que ver con un hecho pasado, es decir, un
estado anterior al momento de la acción. Para un interlocutor inteligen-
te que comprende la conexión entre estados interiores y acciones, ésta es
una razón suficiente. En efecto, tener hambre es una razón suficiente pa-
ra ir a la cocina a escudriñar qué agradable sorpresa nos tiene reservada
la heladera.
Tomemos ahora la respuesta 2). En este caso lo que B expresa se refie-
re a algo que tendrá lugar en un tiempo inmediatamente posterior a la ac-
ción. Lo que él indica es un estado de cosas que seguirá al tiempo presen-
te en el que está realizando la acción, el cual será además resultado de la
realización de la acción que ya está llevando a cabo.
Si tomamos el momento de la acción como aquél que divide en dos
el transcurso del tiempo, las razones que miran hacia los momentos que
preceden a la acción, las llamamos “motivos”. Aquellas otras, en cambio,
que se refieren a acciones o estados posteriores al momento de la acción,
las llamamos “intenciones”. Una acción intencional, entonces, está lógica
y conceptualmente unida a motivos e intenciones.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 51
En consecuencia, podemos establecer un esquema temporal de las ra-
zones para la acción, de acuerdo a su relación con el momento en que és-
ta se realiza:

Acción: “Ir a la cocina”


Respuesta 1: Respuesta 2:
“Tengo hambre” “Voy a prepararme algo”
[Estado anterior] [Acción/estado posterior]
Motivos Intenciones
Razones

Esta división de las razones según su ubicación con respecto al momento


de la acción en anteriores y posteriores está presente también en el lenguaje
ordinario, en el cual podemos distinguir motivos e intenciones en cierto
modo “estereotipadas”. Por ejemplo: si decimos que alguien actúa por am-
bición, le atribuimos metas y objetivos futuros para sus acciones actuales, es
decir, que cuando mencionamos a la ambición como razón para la acción
de alguien, estamos entendiendo su acción a partir de sus intenciones. En
cambio, si decimos que alguien actúa de una cierta manera por celos, esta-
mos implícitamente interpretando sus acciones actuales a partir de hechos
que tuvieron lugar antes de la acción y que el agente, a su vez, ha asumido
y reacciona frente a ellos. Los celos, por tanto, son un ejemplo típico de
motivos.
Por último, como hemos dicho antes, tanto los “motivos” como las
“intenciones” son las dos especies de “razones”, por medio de las cuales ex-
plicamos y comprendemos la acción. Nótese que hablamos de “razones” y
no de “causas”, porque por “causa” entendemos un evento independiente
que produce un “efecto”, es decir, otro evento independiente, por medio
de leyes naturales. En el campo de lo intencional, en cambio, excluimos la
causa en este sentido. Es decir, en sentido estricto, “causadas” son las ac-
ciones involuntarias, porque en ellas hay una causa que nos fuerza a hacer
que nuestro cuerpo, por ejemplo, haga un movimiento que no hubiéra-
mos realizado si hubiésemos podido contrarrestarlo. Cuando hablamos, en
cambio, de acciones, dado que entendemos por ello “acciones intenciona-
les”, les adjudicamos razones a partir de las cuales las interpretamos y com-
prendemos.
52 BREVIARIO DE ÉTICA
Ahora bien, una especie de razones no excluye la otra: podemos expli-
car la misma acción desde estas dos perspectivas, como en el ejemplo ante-
rior, tanto si damos el motivo, “porque siento hambre”, como si damos la
intención, “porque queremos satisfacer nuestro apetito”. Hay casos, sin em-
bargo, en los que se nos escapan los motivos y sólo tenemos a la mano las
intenciones, por ejemplo cuando alguien actúa solamente por ambición de
acumular poder sobre poder. Los motivos pueden estar ocultos inclusive
para el mismo agente, que es cuando hablamos de “motivos inconscientes”.
A su vez, poner el acento a veces en los motivos y otras en las intenciones
depende de la descripción de la acción. Una misma acción puede ser bajo
una descripción un acto de valentía y bajo otra descripción un acto de va-
nidad. El conjunto de motivos e intenciones que podemos aducir de una
acción está unido a la descripción de esa acción, y todos tienen una relación
conceptual intrínseca: cuando describimos una acción como intencional, la
conectamos implícita o explícitamente con motivos e intenciones que la
hacen comprensible, y, en este sentido, la “explican”. Una consecuencia
de esta característica de las acciones es que podemos describir una misma
acción de dos maneras distintas. Siguiendo con el ejemplo anterior, una
misma acción puede ser descripta como “cortar el pan”, “prepararse un
sándwich” o “calmar el hambre”. Algunas descripciones pueden ser más
acotadas y otras más completas, pero todas son verdaderas.
Podemos pasar ahora a la clasificación de las acciones en voluntarias e
involuntarias. Como indicamos al principio, Aristóteles establece que el
hombre es responsable de aquello que está en su poder hacer o no hacer.
Ahora bien, hay dos maneras distintas por las cuales puede o no estar en
nuestro poder realizar una determinada acción: (I) si tenemos la capacidad
física de hacer algo y los medios a nuestra disposición para realizarlo; (II)
si tenemos conciencia de lo que hacemos. De este modo, ser el iniciador de
lo que causa o provoca la acción y tener conciencia de lo que estamos ha-
ciendo bajo la descripción que nos propusimos, son los dos criterios que
determinan los grados de voluntad de una acción. El análisis que hace
Aristóteles en Ética Nicomáquea I (capítulos 1-3) sigue siendo aún hoy el
más claro y preciso en la caracterización de las acciones voluntarias e invo-
luntarias.
Aristóteles distingue cuatro grandes clases de acciones: (A) volunta-
rias; (AB) mixtas; (BA) no voluntarias; y (B) involuntarias.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 53
(A, 1) Las acciones voluntarias de buen grado son el grado más alto de
aquellas que tienen el carácter de intencionales: su principio no solamen-
te está en el agente, sino que, además, éste las lleva a cabo con pleno co-
nocimiento de lo que está realizando, habiendo deliberado y elegido el fin
que se ha propuesto, y sólo en virtud de ese fin.
(A, 2) Aristóteles polemiza contra una opinión comúnmente sosteni-
da, de acuerdo con la cual las acciones realizadas bajo el influjo de alguna
pasión no surgen de la propia voluntad (por ejemplo, Gorgias, el sofista,
en su famoso discurso por Helena, o Eurípides, el poeta trágico, en su obra
Medea). Ciertamente, se trata de una forma de determinismo para excusar
las acciones oprobiosas cometidas por celos, ira o pasión erótica, que no es
más que la continuidad, secularizada por la sofística, de una creencia fir-
memente enraizada en la tradición religiosa griega: cuando la pasión se
apodera del ser humano, es un daímon, es decir, una divinidad, quien lo
guía a su perdición. El argumento en contra de Aristóteles concluye que,
en tanto origen de la acción, el agente humano es responsable tanto de los
actos realizados premeditadamente como de aquellos otros en los que se
deja llevar por la pasión, que es propia de la naturaleza humana y, por lo
tanto, sujeta a su voluntad.
(AB, I, 1-3) Las acciones que Aristóteles denomina mixtas, constitu-
yen, en realidad, una especie de las voluntarias, a saber: las que se llevan a
cabo bajo la constricción de las circunstancias, pero que son a pesar de ello
realizadas con la plena aquiescencia del agente, aunque de mal grado. El
ejemplo que da es el del capitán de un navío que se ve forzado a arrojar la
carga del barco en medio de la tempestad, el cual, sin duda, es muy de-
mostrativo: no se trata de una acción voluntaria en sí sino solamente en el
momento y bajo las circunstancias de su realización. De ahí la conclusión
metódica que extrae Aristóteles: una acción se puede juzgar como volun-
taria o involuntaria no in genere, sino siempre con referencia a momentos
y circunstancias particulares. En otras palabras, para juzgar el carácter de
una acción es necesario agotar el análisis de todos los elementos que en-
tran en juego como condicionantes o determinantes de ella. Precisamente
con este aspecto de la cuestión está conectada la distinción entre las tres
posibilidades que Aristóteles propone como evaluación de las acciones
mixtas: (1) las que merecen elogio, en vista del acto que el agente realiza
bajo la presión de las circunstancias, cuyo paradigma sea posiblemente
54 BREVIARIO DE ÉTICA
también la acción del capitán que no duda en sacrificar su ganancia para
asegurar la salvación de sus pasajeros; (2) las que no son alabadas pero son
perdonadas o excusadas, porque el agente las lleva a cabo bajo la amenaza
de sufrimientos que superan la capacidad humana, y, por último, (3) aque-
llas para las que no hay excusa o perdón posible, como por ejemplo el ma-
tricidio cometido por un personaje de Eurípides para huir de la maldición
paterna. La alabanza y el reproche con respecto a las acciones mixtas pre-
suponen el reconocimiento de que éstas tienen, pese a todo, el carácter de
voluntarias. La excusa o, eventualmente, el perdón, en cambio, atribuye a
posteriori un grado irresistible de constricción a las circunstancias que im-
pulsan al agente, al punto tal que su acción bordea lo involuntario. Por úl-
timo, la magnitud de la acción por realizar es lo que determina que no
pueda haber perdón para ciertos actos que despiertan en el observador un
especial horror. En todos los casos, empero, la evaluación corre pareja con
la descripción de la acción, por el hecho de que tanto el elogio como el re-
proche o el perdón son posibles sólo desde la perspectiva del observador
que se pone en el lugar del agente y considera las alternativas posibles. No es
de un modo distinto como juzgamos los actos de valentía, de generosidad
o de egoísmo.
(BA, II, 1) Las acciones no voluntarias están definidas por la ignorancia
del agente con respecto al acto que realiza. Por cierto, aquí también es ne-
cesario hacer una distinción entre éstas y las directamente involuntarias que
tendrá que apelar a una evaluación de las circunstancias, por una parte, y al
grado de conciencia imputable al agente, por la otra. Aristóteles escoge co-
mo criterio de esta distinción el estado de ánimo del propio agente, una vez
descubierto su propio acto o, quizás deberíamos decir con más propiedad,
una vez desvelada la faz de la acción previamente oculta para el agente. En
este caso, si el agente no demuestra pesadumbre por lo que ha hecho sin ser
consciente de ello, la acción deja de ser presuntamente involuntaria y pasa
a ser no voluntaria. Es claro que sigue primando el aspecto involuntario que
proviene del hecho de que el agente no es consciente de lo que hace en el
momento en que está actuando, pero la carencia del sentimiento de pesar
actúa retroactivamente, como si el agente en cierta forma asintiera con pos-
terioridad. Nuevamente, la evaluación de las circunstancias, de las opciones
alternativas que se presentaban en el momento de la acción y de las conse-
cuencias de ésta son determinantes para caracterizar su especie.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 55
(BA, II, 2) Es otra clase de las no voluntarias. El caso más claro es el que
actúa en estado de ebriedad, es decir, sin conciencia de lo que lleva a cabo
en el momento en que lo hace, pero con conciencia de lo que hacía en el
momento en que comenzó a beber. Puede, pues, aducir un estado de igno-
rancia como excusa o atenuante de lo que hace en el momento de hacerlo,
pero no en el momento previo en el que el mismo agente es causa de su es-
tado posterior. Aquí también está en juego una evaluación de la acción,
pues le adjudicamos al agente el conocimiento previo de los efectos del al-
cohol a partir del momento en el haya ingerido una determinada cantidad,
variable según la edad, el tamaño, y demás características naturales y perso-
nales. La consciencia que se opone a la ignorancia, por lo tanto, implica,
además de la simple advertencia de lo que se hace, por añadidura, un de-
terminado grado de conocimiento provisto por la experiencia o por el co-
nocimiento teórico aplicado a la situación. Aristóteles está adjudicando
aquí un grado de responsabilidad al agente por sus acciones, precisamente
sobre la base del conocimiento previo que el agente no puede desconocer.
(B, I) Las acciones propiamente involuntarias por fuerza son aquellas
en las que la causa de la acción es ajena por completo al agente, de modo
que la acción se desarrolla sin ninguna contribución de su parte. En el ca-
so de fuerzas naturales, como el viento que arrastra una nave, no es nece-
sario mayores comentarios; sí, en cambio, cuando se trata de coacciones
provenientes de seres humanos, en cuyo caso debe quedar claro que no hay
colaboración ninguna por parte de quien no es precisamente “agente” si-
no, más bien, “paciente”.
(B, II) Las acciones involuntarias por ignorancia están caracterizadas por
el tipo de ignorancia de que se trata. La ignorancia en cuestión aquí es la que
se refiere al conocimiento de las circunstancias particulares de la acción. A
su vez, el desconocimiento de las circunstancias puede estar desigualmente
distribuido, de acuerdo a qué se ignora: la acción misma, quién está involu-
crado, cuál es el fin de la acción, etc. Como lo muestra el ejemplo de Esquilo
y los misterios, la acción, “revelar un secreto prohibido”, es voluntaria si
quien lo hace sabe al momento de hacerlo que está prohibido, por lo cual
puede aducir que, si bien ha revelado voluntariamente el contenido del se-
creto, ha roto, sin embargo, involuntariamente la prohibición de revelarlo.
Con respecto al individuo involucrado, otro personaje de Eurípides, Mérope,
en un drama perdido, Cresphontes, provee un ejemplo del caso que Aris-
56 BREVIARIO DE ÉTICA
tóteles tiene presente: creyendo matar a un enemigo, mata a su hijo. A dife-
rencia de las acciones no voluntarias, el agente en las involuntarias “tiene que
sentir dolor y pesadumbre” por lo que ha hecho. Por cierto, el aspecto invo-
luntario de la acción no se extiende más que a la descripción de la circuns-
tancia que el agente ignora, mientras que los otros elementos del acto cons-
cientemente realizado le son imputables: Mérope mató a alguien, que
resultó ser su hijo. Por último, uno podría preguntarse cuál es entonces la
diferencia entre las acciones voluntarias y las acciones intencionales. Sobre
este punto hay una discusión permanente no solamente entre filósofos sino
también entre psicólogos, juristas, etc. A nuestro modo de ver, si tomamos
la clasificación aristotélica de las acciones, las únicas que no tienen ningún
aspecto intencional son las denominadas (B I), es decir, las involuntarias por
fuerza externa. Todas las demás tienen algún aspecto intencional, aun en el
grado más restringido, como es el de las acciones involuntarias por ignoran-
cia. El cuadro que se encuentra al final del capítulo resume esta clasificación
de las acciones en voluntarias e involuntarias con sus subespecies.
Pasemos ahora al último punto que debemos tratar para tener com-
pleta nuestra concepción de la acción en todos sus aspectos. La cuestión
que nos queda por ver es la de la forma de concebir la acción desde el pun-
to de vista del agente que se propone realizar algo. Hasta ahora hemos pre-
sentado la acción desde la perspectiva de un observador, es decir, vista des-
de fuera como una acción que tiene determinada característica que es su
descripción y que está conectada conceptualmente con razones. Veamos,
ahora, la acción desde la perspectiva del agente que está a punto de reali-
zar la acción. Desde esta perspectiva el agente se representa una acción de
una determinada manera. Tomemos un ejemplo trivial:

• Juan quiere ir a Mar del Plata con su auto (q);


• a menos que llene el tanque del auto no podrá llegar a Mar del Plata
(no obtendrá q, a menos que haga p);
• tiene que buscar una estación de servicio para cargar nafta (y la busca)
(p).

Sintéticamente, pues, el silogismo práctico une en un esquema lógico típi-


co la expresión de una voluntad o intención (q), una conexión causal en-
tre el estado de cosas en el mundo que se quiere obtener (q) y un hecho
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 57
anterior (p) que necesariamente lo produce, siendo ésta una necesidad na-
tural; y la conclusión, que, por último, es una acción que se sigue de lo an-
terior mediante una forma de necesidad que G. von Wright ha denomina-
do apropiadamente práctica.1
Aristóteles presenta varios ejemplos de silogismo práctico, de un modo
paradigmático especialmente en un pequeño tratado biológico llamado
Del movimiento de los animales (De motu animalium). Citaremos primero
el breve texto para analizar luego su propuesta.

De motu animalium, 7, 701a 7-25. ¿Pero cómo es que, cuando uno


está pensando, unas veces actúa y otras no, unas veces se mueve y
otras no? Parece ocurrir algo semejante a lo que ocurre cuando pen-
samos y razonamos sobre los objetos invariables; con la diferencia
de que aquí el fin es una especulación –en efecto, cuando se pien-
sa las dos premisas, se piensa inmediatamente y se infiere la conclu-
sión–, allá, en cambio, a partir de las dos premisas la conclusión
que se infiere se convierte en la acción, como por ejemplo cuando
uno piensa que todo hombre debe caminar, y que uno es un hom-
bre, inmediatamente camina, o si piensa que en una determinada
situación ningún hombre debe caminar, y que uno es un hombre,
inmediatamente permanece en reposo; y en ambos casos realiza la
acción, a menos que algo lo impida o lo fuerce. [Otro ejemplo es
el siguiente], debo producir un bien, una casa es un bien, inmedia-
tamente produzco la casa. [Otro:] necesito un vestido, una túnica
es un vestido, necesito una túnica. Lo que necesito, tengo que ha-
cerlo; necesito una túnica, tengo que hacer una túnica. Y la conclu-
sión, “tengo que hacer una túnica”, es una acción. Uno actúa a par-
tir de un punto de partida: si hay que hacer una túnica, tendrá que
haber primero esto, y si tiene que haber esto, entonces [también]
esto. Y esto último lo hace de inmediato. Que la acción es una con-
clusión, resulta evidente: las premisas que conducen a la acción son
de dos especies, por medio de un bien (dià toû agathoû) y por me-
dio de lo que es posible (dià toû dynatoû).

Aristóteles está analizando el caso de alguien que se propone realizar una


acción. Éste, en primer lugar, se propone una premisa general, como por
58 BREVIARIO DE ÉTICA
ejemplo: “Todo hombre debe caminar [después de comer]”. En este caso
el “debe” no es prescriptivo sino un equivalente a “debería, sería conve-
niente”. Esta es la premisa mayor. “Yo soy hombre” es la premisa menor,
y la conclusión es la acción. Aristóteles afirma esto expresamente, a pesar
de que muchos intérpretes no aceptan que de dos premisas se extraiga no
una conclusión también verbal sino directamente una acción. Pero, así co-
mo en el silogismo teórico de las dos premisas se saca inmediatamente la
conclusión, de la misma manera de las dos premisas del silogismo prácti-
co el agente extrae la acción, a menos que algo lo impida por la fuerza
(aparece aquí de nuevo la idea de acción voluntaria).
Como se ve, también Aristóteles establece determinadas conexiones
causales como pasos previos de la necesidad práctica a la que se llega en la
conclusión:

[Otro ejemplo es el siguiente], debo producir un bien, una casa


es un bien, inmediatamente produzco la casa. [Otro:] necesito un
vestido, una túnica es un vestido, necesito una túnica. Lo que ne-
cesito, tengo que hacerlo; necesito una túnica, tengo que hacer
una túnica. Y la conclusión, “tengo que hacer una túnica”, es una
acción. Uno actúa a partir de un punto de partida: si hay que ha-
cer una túnica, tendrá que haber primero esto, y si tiene que haber
esto, entonces [también] esto. Y esto último lo hace de inmediato.

Lo subrayado en bastardilla es otra versión de la conexión causal que in-


trodujimos en el esquema general del silogismo práctico siguiendo a von
Wright: «No obtendrás q, a menos que hagas p». De modo que también
Aristóteles conecta mediante un esquema lógico las dos premisas del silo-
gismo práctico: una mayor, que expresa en general la voluntad del agente,
y una menor, que establece el método para alcanzar el fin enunciado por
la primera. Estas dos premisas, la mayor y la menor, son las que Aristóteles
denomina “premisa por medio de un bien”, refiriéndose a la primera, y
“premisa por medio de lo posible”, refiriéndose a la segunda. Hay aquí una
diferencia en el modo de plantear el silogismo que tenemos nosotros y
Aristóteles, porque éste no habla de la expresión de la voluntad del agen-
te, sino de la expresión o el enunciado de “un bien”. La premisa mayor es
la que expresa un bien de un modo general, como por ejemplo: “Es bue-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 59
no que todo hombre camine después de comer”. La premisa de lo posible,
en cambio, incluye aquellos fragmentos de conocimiento que nos resultan
indispensables para ponernos en acción, como por ejemplo, que “soy un
hombre y tengo mis piernas sanas”, o en el ejemplo de la túnica, que “ne-
cesito una pieza de tela de tal clase y de cierta calidad, y ciertos utensilios
para trabajarla, como tijeras, etc.”.
Se trata de las acciones deliberadas. Por supuesto, uno podría dudar de
la necesidad de la acción, ya que uno puede comprender perfectamente el
razonamiento y establecer la conexión hipotética entre un estado y otro, y
luego no llevar a cabo esa acción. La respuesta a esta duda es la siguiente:
estaríamos ante la posibilidad imaginaria de una acción, pero no ante una
acción, y lo que acá se quiere explicar es la acción. Dicho de otra manera,
si alguien no lleva a cabo la acción pueden intervenir otras cosas, como di-
ce el mismo Aristóteles, “a menos que alguien [o algo] lo fuerce o lo impi-
da”; entre otras cosas, puede ser que lo fuerce o impida la incapacidad pa-
ra ponerse a hacer directamente algo; o la ignorancia de ese tipo de relación
causal. También hay una ignorancia que afecta al caso particular: se puede
conocer en teoría la relación causal pero ignorar que se está ante una ins-
tancia posible de esa relación causal, que estaría ahora a su alcance.
La premisa del bien presenta al agente un fin al que puede llegar me-
diante su acción como bueno, es decir, como algo conveniente para él inde-
pendientemente de otros aspectos morales, En otras palabras, se refiere
simplemente a algo bueno para el agente. Se trata, por cierto, de una bon-
dad llamémosla “pragmática”, así como la salud, el desarrollo intelectual
y/o profesional, etc., que son formas de bondad. La tesis de Aristóteles nos
suena un poco extraña en una época de relativismo exacerbado como la ac-
tual, de acuerdo con el cual consideramos “bueno” a algo simplemente
porque lo deseamos. Lo que el filósofo afirma, en cambio, es que, para que
el agente se ponga en movimiento y se decida a actuar, tiene que haber un
estado de cosas en el mundo que se le presenta como un bien, como una
forma de bondad pragmática asequible. La premisa de lo posible, en cam-
bio, tiene que ver con la situación del agente en el momento actual, es de-
cir, remite a las circunstancias particulares de la acción. La premisa de lo
posible reconduce la reflexión a lo que está al alcance del agente para lo-
grar el estado de cosas que se le presenta como bueno bajo la premisa del
bien. Y la acción resultante es la conclusión.
60 BREVIARIO DE ÉTICA
¿Cómo se relaciona el deseo de tener algo, por un lado, y lo que
Aristóteles denomina la premisa del bien, que es un juicio general, por el
otro? Antes señalamos que es un modo de considerar la acción según el cual
existe una interpenetración entre razón y acción. Sin duda alguna, es una for-
ma de considerar la acción opuesta, por ejemplo, a explicarla como un fenó-
meno que surge exclusivamente de estímulos, pasiones o, en fin, impulsos
irracionales. Por cierto, la acción supone, inevitablemente, necesidades y de-
seos por parte del agente. Si los agentes no tuviéramos la estructura huma-
na de tener necesidades y deseos, no tendríamos la forma de acción que nos-
otros entendemos como acción. Tendríamos el tipo de movimientos de
robots o de máquinas programadas. Pero la estructura que estamos analizan-
do es la estructura de la acción y, por lo tanto, es una estructura envuelta en
deseos y necesidades. Una vez que hemos dicho esto, ello no significa que
sea incompatible el hecho de que una acción se engendre de un deseo con
el hecho de que tenga una estructura racional. Es decir, efectivamente, lo
que está estableciendo la conexión del silogismo práctico es de qué manera
hay una estructura conceptual entre deseos y actos. Ahora, para eso tenemos
que considerar el deseo no bajo la forma de cualquier apetencia irracional,
sino bajo la forma de un deseo entendido como el deseo que emerge de una
necesidad y, por tanto, se proyecta a algo concebido como bueno. Es que,
como decía el viejo dicho, que en realidad proviene de la Escolástica, “no de-
seamos nada, si no es bajo la forma de un bien”. La idea es que no es bueno
porque lo deseamos, sino que lo deseamos porque lo concebimos bajo la for-
ma de un bien. Son dos modos totalmente distintos de concebir la acción.

Lecturas complementarias

Aristóteles: Ética Nicomáquea, trad. de J. Marías y M. Araujo, Madrid, Centro de


Estudios Constitucionales, 1981. También es recomendable la traducción de
J. Pallí Bonet, con una introducción de E. Lledó Íñigo, Madrid, Gredos,
1995, Libro III.
Anscombe, G.E.M.: Intención, trad. al cast., Barcelona, Paidós, 1991, pp. 33-49.
Guariglia, O.: Ideología, verdad y legitimación, Buenos Aires, FCE, 1993, cap. 3.
–––––––: La Ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Buenos Aires, EUDEBA,
1997, caps. 2 y 4.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 61

Notas
1 Cf. Wright, G.H. von, The Varieties of Goodness, Londres, Routledge & Kegan
Paul, 1972, pp. 160-62.

Apéndice

Cuadro de las acciones según EN III, 1-3

(A) VOLUNTARIAS (A,1)Realizadas (AB, I,1) Para evitar


(De grado) por sí mismas, elegidas un mal mayor
y decididas (EN 1105a31) (alabanza: EN 1110a12)
(A,2) Realizadas (AB, I,2) Por temor a males
por ira o por apetito sexual irresistibles (perdón:
(EN 1111a24) EN 1110a25)

(AB) MIXTAS (AB,I) Realizadas (AB, I,3) No realizables,


(De mal grado) por fuerza o por necesidad ni siquiera bajo tormentos
(reproche: EN 1110a26-27)

(BA) (BA, II,1) Por ignorancia (BA, II,1) Ignorando


NO VOLUNTARIAS las circunstancias, pero sin pesar
(EN 1110b18)
(BA, II,2) En estado (BA, II,2) Encolerizado,
de ignorancia embriagado (vicio: EN 1110b25)

(B) INVOLUNTARIAS (B, I) Por fuerza (B, I) Sin contribución


del agente (EN 1110a3)
(B, II) Por ignorancia (B, II) Ignorando
las circunstancias particulares:
qué, quién, con qué, etc.,
y con pesar (EN 1111a1)
Capítulo 5
Deliberación, elección y decisión

La deliberación y la elección como formas de comportamiento


racional. El decisionismo y la elección razonable. Los juicios eva-
luativos y los fines de la acción.

En el capítulo anterior tratamos la acción intencional y voluntaria; al ad-


judicarle estas características a la acción, estamos adjudicándole al mismo
tiempo la responsabilidad de ella al agente que la realiza. Aquí tenemos un
conjunto de elementos que poseen una conexión conceptual que es una
condición necesaria para la acción moral: 1) que la acción sea intencional;
2) que sea realizada bajo una cierta descripción por el agente con concien-
cia de lo que realiza bajo esa descripción, con lo que el agente se hace im-
putable y adquiere la responsabilidad por esa acción. A estas acciones las
llamamos deliberadas, de modo que tenemos que ocuparnos de la delibe-
ración.
Para tener una primera anticipación del ámbito de la deliberación, te-
nemos que partir del acto del agente que afirma: “yo quiero fr”. Ocurre
que muchas veces utilizamos esta expresión, pero sin proponernos real-
mente la acción que mencionamos, es decir, la utilizamos con el significa-
do de “yo desearía, o yo quisiera”. En cambio, cuando encaramos seria-
mente algo, “yo quiero fr” es sinónimo en todos sus usos relevantes de la
siguiente frase verbal: “me propongo fr”. Si alguien dice: “deseo fr”, el es-
pectro de posibilidades que se abren para sustituir a fr es casi ilimitado,
pues dependerá de la extensión de su fantasía. Existe una similitud entre
estas dos formas proposicionales: “deseo fr” y “pienso que p”, ya que en
ambos casos las variables “fr” y “p”, respectivamente, pueden ser reempla-
64 BREVIARIO DE ÉTICA
zadas por cualquier contenido imaginable. En efecto, nosotros podemos
desear flotar en el aire o ganarnos la lotería, por un lado, y por otro, po-
demos pensar cosas abstrusas, inexistentes o hasta contradictorias. Es de-
cir, se puede desear cosas imposibles y se puede pensar cosas extremada-
mente abstractas y alejadas de la situación actual, como el origen del
Universo o la estructura última de la materia, o directamente inexistentes,
como el sexo de los ángeles. Sin embargo, si un agente dice “me propon-
go fr”, el objeto de lo que se propone, independientemente de cuál sea en
última instancia el contenido específico de lo que hará, ya por el mero he-
cho de ser el objeto de “me propongo tal cosa”, restringe el ámbito sobre
el cual se puede extender el objeto que se propone.
¿A qué lo restringe? En primer lugar, a las posibilidades inmediatas
que tiene. Si dice “me propongo cruzar el Atlántico a nado”, esto es la ex-
presión de un absurdo porque claramente excede las posibilidades físicas
de cualquier agente; pero, también, si aquello que se propone está alejado
de cualquier cadena causal que de alguna manera lo tenga como comien-
zo de esta acción. Decir “Me propongo cambiar el clima de Buenos Aires”
es absurdo, porque excede toda capacidad física que cualquier agente pue-
da tener. Decir, sin embargo, “¡Cómo desearía que el clima de Buenos
Aires fuera otro!” no es un absurdo, simplemente porque expresa un deseo
y no una intención.
Esto significa que, cuando realizamos el acto ilocucionario que con-
siste en decir (aunque sea para nuestro interior), “me propongo fr”, por el
mero hecho de decir(nos)lo, estamos restringiendo lo que vamos a realizar
al rango de posibilidades que normalmente están abiertas a un agente hu-
mano. Esto es una condición de éxito del acto de habla que estamos reali-
zando: en efecto, si no respetamos esta restricción, simplemente como ac-
to de habla que expresa una voluntad se frustra, carece de sentido. Al decir
que están normalmente abiertas a un agente humano, estamos establecien-
do límites bastante imprecisos entre las capacidades de los distintos indi-
viduos. En efecto, si alguien dice “me propongo romper una gruesa tabla
con mi puño”, está proponiendo algo que excede sus posibilidades físicas
así como la de la mayoría de los hombres, pero no está fuera del alcance
de un boxeador de peso pesado o de un luchador de artes marciales. En-
tonces, hay diferencias entre las distintas posibilidades que se abren a dis-
tintos individuos.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 65
El procedimiento mediante el cual el agente examina minuciosamen-
te los distintos aspectos de la circunstancia en la que está por actuar, pro-
yecta una meta a alcanzar y hace un balance tanto de las bondades y per-
juicios que le pueden sobrevenir al pretender llegar a ella, como de sus
capacidades, de acuerdo con el conocimiento de sí mismo que cada uno
tiene de sí a partir de su propia experiencia y de los demás datos tanto fác-
ticos (biológicos, psicológicos, etc.) como biográficos (conocimientos ad-
quiridos, nivel de educación, de desarrollo profesional, etc.), es lo que lla-
mamos “deliberación”. Examinemos juntos el texto de la Ética Nicomáquea
en el que Aristóteles analiza de un modo paradigmático el procedimiento
reflexivo mediante el cual deliberamos.

EN III 5(3), 1112 a 27-b 9, (I) [No deliberamos] sobre lo que de-
pende del azar, por ejemplo sobre el hallazgo de un tesoro.
Tampoco sobre todos los asuntos de los hombres, por ejemplo,
ningún espartano delibera sobre la mejor constitución para los es-
citas, porque nada de esto podría ocurrir por medio de nosotros.
Deliberamos sobre aquellas cosas que están en nuestro poder y
que pueden ser realizadas por nosotros [...] Ahora bien, cada uno
de los hombres delibera sobre aquellas cosas que puede realizar él
mismo. Y en el caso de las ciencias exactas [...] no hay deliberación
[...], sino que deliberamos sobre lo que se origina por nosotros
mismos pero no siempre de la misma manera, como por ejemplo
sobre un tratamiento médico o el modo de obtener dinero. [...] La
deliberación, por lo tanto, tiene que ver con aquellas entidades
que ocurren frecuentemente de una misma manera y que, sin em-
bargo, no son completamente previsibles con relación a su repeti-
ción futura, o son directamente indeterminadas.

1112 b 11-28, (II) No deliberamos sobre los fines sino sobre las
cuestiones concernientes a los fines. En efecto, ni el médico deli-
bera sobre si curará, ni el orador sobre si persuadirá, ni el político
sobre si legislará bien, ni ninguno de los demás sobre su fin, sino
que, habiéndose propuesto el fin, consideran el modo y los me-
dios de alcanzarlo, y cuando aparentemente son varios los que
conducen a él, consideran por cuál se alcanzará más fácilmente y
66 BREVIARIO DE ÉTICA
mejor, y si no hay más que un solo modo de lograrlo, [consideran]
cómo se lo logrará mediante éste, y éste, a su vez, mediante cuál
otro, hasta llegar a la causa primera, que es la última que se en-
cuentra. El que delibera parece, en efecto, que investiga y analiza
de la manera que lo hemos dicho, como si estuviera analizando
una figura geométrica [...], y lo último en el análisis es lo primero
en el orden de la generación. Si tropieza con algo imposible, lo de-
ja, por ejemplo, si necesita dinero y no puede procurárselo; pero
si parece posible, intenta llevarlo a cabo. “Posibles” son todas las
acciones que serían factibles por nosotros mismos, y esto incluye
lo que puede ser realizado por nuestros amigos, pues el punto de
partida está en nosotros.

1113 a 2-14, (III) El objeto de la deliberación y el de la elección


es el mismo, salvo que lo elegido está ya determinado, pues lo
que se ha decidido como resultado de la deliberación, tal es el ob-
jeto de la elección. Cada uno de nosotros, en efecto, deja de pre-
guntarse cómo actuará cuando retrotrae hasta sí mismo el prin-
cipio [de la acción], y en especial a la parte que comanda dentro
de sí [sc. el intelecto práctico], porque es ésta la que elige. [...]
Como el objeto de la elección es algo que está en nuestro poder
[realizar o no], es aquello sobre lo cual deliberamos y es desea-
ble, entonces la elección será un deseo deliberado de aquellas me-
tas que están a nuestro alcance; porque, cuando decidimos des-
pués de deliberar, deseamos de acuerdo con la deliberación.
Hemos descrito, pues, de un modo general, la elección, hemos
dicho sobre qué objetos versa, y que ella se da sobre las cuestio-
nes que conciernen a los fines.

[I] En primer lugar, Aristóteles restringe los objetos posibles de delibera-


ción, excluyendo lo que depende sólo del azar, como por ejemplo “hallar
un tesoro”, se entiende, de un modo puramente fortuito. Un ejemplo ac-
tual paralelo al anterior es el siguiente: no deliberamos sobre cómo ganar
el premio mayor de la lotería. Pero tampoco lo hacemos sobre aquello que
es siempre e invariablemente de la misma manera, es decir, no deliberamos
sobre los eclipses de luna: éstos ya están determinados de un modo preci-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 67
so por las rotaciones relativas de la luna en torno a la tierra y de la tierra
en torno al sol, y son invariables. Es decir, no hay deliberación sobre lo
que, de alguna manera, va a ocurrir por una ley natural de un modo ne-
cesario.
Entonces, no deliberamos sobre lo que es completamente contingen-
te ni sobre lo que es completamente necesario. Deliberamos, en cambio,
sobre lo que está en nuestro poder y puede ser realizado por nosotros, pe-
ro que no siempre se da de la misma manera. Es decir, deliberamos sobre
aquello que, si bien está en nuestro poder, tiene un cierto grado de con-
tingencia e incertidumbre, tiene un cierto grado de variabilidad, que es lo
propio de las acciones humanas. Este es el sentido de la oración con que
finaliza el párrafo: “La deliberación, por tanto, tiene que ver con aquellas
entidades que ocurren frecuentemente de una misma manera y que, sin
embargo, no son completamente previsibles con relación a su repetición
futura, o son directamente indeterminadas”.
[II] La segunda caracterización general, que comienza con la siguien-
te afirmación: “No deliberamos sobre los fines sino sobre las cuestiones
concernientes a los fines”, suele inducir a confusiones. En efecto, una in-
terpretación superficial parece indicar que Aristóteles excluye el fin de la
deliberación, de modo que estaría excluyendo de su alcance lo que consti-
tuye el objetivo, la meta de aquello que uno se propone. Pese a que mu-
chos intérpretes de la ética aristotélica lo entendieron de esa manera, hoy
existe una amplia coincidencia en rechazar este sentido del párrafo. ¿Cómo
hay que entenderlo entonces? La respuesta es, en cierta manera, más sen-
cilla: normalmente, los grandes fines ya están trazados por una determina-
da orientación previa que tiene el agente. Los ejemplos lo muestran clara-
mente: el médico no delibera sobre su fin último, que es curar, sino que lo
hace acerca de cómo curar en las circunstancias particulares a tal enfermo
particular. El abogado no delibera sobre si debe o no ganar el juicio de su
cliente, pues eso lo da por descontado; delibera, en cambio, sobre cómo
aconsejar a su cliente en esta situación dada, de modo tal de tener una po-
sición favorable en un juicio o en una eventual tratativa. El orador no de-
libera sobre su fin, persuadir a su audiencia, sino acerca de la manera en
que encarará su tema para lograr la persuasión de su audiencia.
Resumiendo, el fin se da por descontado, porque está propuesto. La
deliberación supone que uno se propone un fin general y encara algo que
68 BREVIARIO DE ÉTICA
está subsumido en ese fin general como un caso específico. En consecuen-
cia, si entendemos así el sentido de todo este párrafo, se hace mucho más
claro y nos provee una buena caracterización del tema u objeto específi-
co sobre el que en general deliberamos, a saber: sobre los pasos a seguir
para lograr el fin general en cada caso particular, pasos que deben ser pen-
sados desde el comienzo, por lo que el análisis debe reconducirnos a aque-
llo que es el punto de partida más cercano a nosotros, más a nuestro al-
cance. Éste es el sentido de la analogía con el análisis de una figura en
geometría. Para que se comprenda mejor la analogía, hay que tener pre-
sente el procedimiento para construir un cuerpo geométrico regular, pa-
ra lo cual hay que analizar las figuras elementales que lo componen, a par-
tir de las cuales se puede construir luego todo el cuerpo: por ejemplo, una
pirámide a partir de triángulos equiláteros. Pues bien, lo que Aristóteles
dice es que de la misma manera en que un geómetra analiza un cuerpo
complejo en figuras más elementales y luego examina de qué manera pue-
de construirse este cuerpo complejo a partir de esas figuras, de la misma
manera el que delibera va analizando la situación hasta encontrar aquello
que está directamente a su alcance y desde allí inicia la acción.
Nos encontramos aquí con una superposición entre la deliberación y
el silogismo práctico que tratamos en el capítulo anterior. En efecto, de
acuerdo con el silogismo práctico, una vez establecido el fin general que el
agente se propone, él deduce uno a uno los pasos a seguir, hasta aquél que
puede realizar y, por tanto, comenzar la acción. Entonces, lo que la delibe-
ración hace es reconducir, a través del análisis de la situación, todo el pro-
cedimiento hasta el punto de partida que esté inmediatamente al alcance
del agente. En otros términos, la deliberación cesa cuando el agente obtie-
ne la premisa menor del silogismo práctico, para luego pasar a la acción.
[III] De este modo llegamos al punto en que estamos por actuar, lue-
go de haber deliberado. Pues, como Aristóteles afirma en 1112 b 30 y si-
guientes:

Parece, pues, que, como queda dicho, el hombre es principio de


las acciones, y la deliberación tiene por objeto lo que él mismo
puede hacer, y las acciones se hacen en vista de otras cosas. Pues
no sería objeto de deliberación el fin [mismo] sino las cuestiones
concernientes a los fines.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 69
Terminado el procedimiento de deliberación, comienza el primer paso
de la acción, que es la elección o decisión. Analicemos este término. En
griego se escribe así: proaíresis. Esto quiere decir “el acto de preferir al-
go a otra cosa”, y de allí “elegir”. En este sentido, es la decisión que an-
ticipa el resultado de una acción. Se elige un determinado fin, que es la
acción que se va a realizar. Entonces, la proaíresis envuelve este doble ac-
to de elección y decisión. Normalmente, hablamos de una decisión, de
haber decidido algo o de decidirnos por algo. De allí que Aristóteles
afirme que “el objeto de la deliberación y el de la elección es el mismo,
salvo que lo elegido está ya determinado, pues lo que se ha decidido co-
mo resultado de la deliberación, tal es el objeto de la elección” (1113 a
2-14).
Volvamos a “me propongo fr” o “me propongo hacer esta acción”. Si
decimos “me propongo hacer tal acción”, ya nos hemos propuesto un fin
en general. Deliberamos sobre cómo alcanzar el fin que nos hemos pro-
puesto. ¿En qué consiste esta deliberación? En analizar las posibilidades
que están a nuestro alcance, hasta encontrar un punto de partida por
donde comenzar la cadena que nos llevará a lograr el fin propuesto, el
fin de la deliberación. Si nos proponemos seriamente algo y deliberamos
y concluimos la deliberación de un modo afirmativo; es decir, si la deli-
beración concluye indicándonos que está dentro de nuestras posibilida-
des alcanzar ese fin –porque ese es el sentido de la deliberación, determi-
nar si está o no a nuestro alcance, dado que, si no lo está, simplemente
abandonamos el fin propuesto–, entonces, dado que concluye afirmati-
vamente, si nos lo hemos propuesto seriamente y hemos deliberado con-
cienzudamente, lo que sigue es resolverme a actuar, es decir, tomar una
decisión. Esta decisión determina la acción inmediata, ya que involucra
realizar un acto específico sobre el que se ha deliberado, pero que ahora
es un acto que se comienza a llevar a cabo. Así concebida la decisión, es
el punto final de una concatenación de pasos razonables, conceptual-
mente encadenados entre sí. De allí que se pueda sostener que el princi-
pio de la acción sea, en última instancia, la razón práctica, ya que es és-
ta la que da la orden que permite iniciar la acción. Por cierto, con esto
no se está negando la participación imprescindible que tiene en la acción
el deseo, resumiendo en este término toda nuestra parte emocional y pa-
sional. Lo importante aquí es establecer qué papel se le asigna a cada una
70 BREVIARIO DE ÉTICA
de nuestras facultades psíquicas: la razón, por una parte, y el elemento
desiderativo, más o menos irracional, por la otra.
Hay, en efecto, otra tradición cuyo origen es, de un modo u otro, te-
ológico. Es la tradición que llamaremos “decisionista” y que tiene su ori-
gen, fundamentalmente, en la tradición judeocristiana. Tal y como apare-
ce la decisión, por ejemplo en la prédica de Pablo de Tarso, es un acto de
elección completamente infundado entre la fe en Cristo o la perdición.
Quiere decir: el acto de decisión es un acto de Fe; por tanto, es un acto so-
bre el cual no hay razonabilidad posible, sino que es responder o negarse
al llamado de Dios. Como lo expresa rotundamente el apóstol Pablo:
“Porque la justicia de Dios se revela en él por la fe para la fe, como está es-
crito: ‘el justo se salvará por la fe’” (Rom. 1, 17).
De aquí nace una tradición de la concepción de la decisión –entendi-
da como un acto que supera la razón humana–, que es puramente teoló-
gica, cuyo mayor representante es el gran filósofo y teólogo Agustín de
Hipona, quien ha influido especial pero no solamente en la teología pro-
testante, cuyo gran representante en el siglo pasado fue el filósofo danés
Soren Kierkegaard y en el siglo XX, Rudolf Bultmann, el colega y amigo
de M. Heidegger en Marburgo. De allí que este último nos presente en Ser
y tiempo una variante completamente desacralizada de esta misma tradi-
ción, específicamente en ese concepto tan ambiguo y maleable que es la
Entschlossenheit, que se ha traducido como “el estado de resuelto”. En esta
concepción del ser humano como un ser destinado a decidirse a ciegas por
una u otra forma de existencia, culmina la tradición irracionalista en la fi-
losofía de la acción.1
Resumiendo, esta tradición decisionista separa drásticamente la deci-
sión de la razón. La tradición ética aristotélica y, por supuesto, de la filo-
sofía práctica, como una forma de racionalidad, sostiene que la decisión es
el último paso en la cadena que comienza en la deliberación y que, por
tanto, la decisión se conecta con las razones que se expresan en la delibe-
ración y, como dice Aristóteles, no son más que el objeto de la delibera-
ción visto desde el ángulo de la acción que simplemente se determinó co-
mo decisión.
Continuando con Aristóteles: “Cada uno de nosotros, en efecto, deja de
preguntarse cómo actuará cuando retrotrae hasta sí mismo el principio ‘de
la acción’, y en especial a la parte que comanda dentro de sí... [esto es: el in-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 71
telecto práctico o razón práctica] porque es ésta la que elige”. De este modo,
Aristóteles reconduce a la parte que comanda dentro de sí, que él llama “el
intelecto práctico”, pero que es mejor denominar “la razón práctica”. La que
toma la decisión es, pues, en última instancia, la razón unida al deseo, por
cuya causa la denomina “práctica”. “Como el objeto de la elección es algo
que está en nuestro poder ‘realizar o no’, es aquello sobre lo cual delibera-
mos y es deseable, entonces la elección será un deseo deliberado de aquellas
metas que están a nuestro alcance...”. Aquí aparece con claridad el deseo de-
liberado, es decir, esa conexión intrínseca entre deseo, por un lado, y razón,
por el otro, articulados en un acto, que es la elección razonable y racional:
“… porque, cuando decidimos después de deliberar, deseamos de acuerdo
con la deliberación”. De este modo, deseo y razón no aparecen como con-
trapuestos, sino como unidos en una meta u objetivo común.
Resumiendo, como se señaló al principio de este capítulo, es necesa-
rio analizar el sentido y las condiciones implícitas en una expresión como
la siguiente: “me propongo fr/e”, en la que fr son acciones y e estados del
agente alcanzados mediante acciones, para comprender qué entendemos
por “deliberación” y “decisión”:

Si analizamos las condiciones ilocucionarias que tienen que ser


satisfechas, veremos que existen reglas pragmáticas estrictas para
que una volición tenga sentido. En efecto, tanto fr como e tienen
que poder ser llevadas a cabo por el mismo agente de modo di-
recto y por medio de su propia acción, lo cual excluye no sola-
mente cursos de acción ajenos al agente, en la medida en que no
puedan ser determinados por él, sino inclusive estados del propio
agente, como por ejemplo, su digestión, su pulso, etc. Expresar,
“me propongo detener mi pulso”, carece de sentido, si no es co-
mo descripción de la voluntad de tomar un medicamento que
produce ese efecto. Esta limitación afecta también la sucesión
temporal, t0, t1, tn, ya que la condición de posibilidad física, en
este caso, es que la serie temporal coincida a grandes rasgos con
la del propio agente. Decir, por ejemplo, “me propongo llevar a
los nietos de mis bisnietos a la escuela”, carece de sentido, porque
es contradictorio con la condición de posibilidad que forma par-
te de las condiciones ilocucionarias de la expresión. Resumiendo,
72 BREVIARIO DE ÉTICA
“proponerse fr/e” supone previamente satisfechas las siguientes
condiciones: que el agente crea que fr/e es, prima facie, factible de
ser alcanzado por él en un tiempo que coincida con un lapso de
su propia vida o inmediatamente posterior, y que, en consecuen-
cia, tenga el conocimiento teórico suficiente como para poder
iniciar el proceso de necesidad natural que coincide con la acción
fr o lleva al estado e. A mi juicio, existe una condición más, sin la
cual una parte del significado ilocucionario de la expresión no
quedaría satisfecha, a saber: que el agente dispone de una descrip-
ción de fr o de e que le permite juzgar, (a) no solamente que se
trata de una acción o de un estado asequible bajo esa descrip-
ción, (b) sino también que la acción o el estado son intrínseca-
mente valiosos bajo esa u otra descripción más amplia en la que
se los pueda incluir. Taylor ha denominado a éstas evaluaciones
fuertes, oponiéndolas precisamente a las evaluaciones débiles que
dan cuenta de nuestros deseos contingentes. Las evaluaciones
fuertes, en cambio, muestran una permanencia y selectividad que
no poseen las débiles, ya que contribuyen a seleccionar aquellos
aspectos y rasgos de nuestras acciones que nosotros adoptamos
como un modo de vida.2

Hemos arribado a una última conexión conceptual en el análisis de la de-


liberación y de la decisión con un juicio evaluativo sobre una acción o un
estado al que queremos alcanzar, cuando ese juicio es positivo, o que pre-
ferimos evitar, cuando el juicio es negativo. La volición sigue a este juicio
o, en todo caso, no puede estar separada de él. En efecto, aún un acérrimo
partidario de que nuestras intuiciones morales no provienen de la razón si-
no de nuestros sentimientos, como el gran filósofo escocés David Hume,
debe admitir que nuestros juicios morales solamente pueden surgir, una
vez que hemos tomado conocimiento de todas las circunstancias que rodean
una acción así como de sus fines.3 En este punto dejamos abierta esta cues-
tión, que será tratada en los capítulos destinados a revisar las teorías éticas,
y nos limitamos a señalar dónde reside la inserción de la consideración del
fin como algo bueno y por tanto deseable en la articulación de las acciones,
la deliberación y la decisión. Para llegar a la elección de un estado de co-
sas como un fin necesitamos una razón para decidirnos por él, y esta ra-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 73
zón nos la provee el juicio valorativo que nos dice que “x se nos presenta
como un estado de cosas en el mundo externo o como un estado de nuestra
situación biológica o psicológica interior que preferimos a los estados alterna-
tivos”. Este es, sin duda, uno de los significados más importantes de la pro-
posición “x es bueno”, sin que podamos aún determinar si el criterio por
el cual lo consideramos “bueno” es meramente pragmático, terapéutico,
hedónico o estrictamente moral. Es esta la razón por la cual Kant afirma
que todos los juicios valorativos son condicionados, mientras que los juicios
morales son incondicionados, indicando con ello que el criterio moral supe-
ra a todos los otros criterios en la determinación final de una acción.

Lecturas complementarias

Guariglia, O.: La ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Buenos Aires, Eudeba,


1997, pp. 205-210.
––––: Moralidad, op. cit., pp. 187-198 y 229-233.
––––: Una ética para el siglo XXI, Buenos Aires, FCE, 2002, cap. 4, pp. 79 y sig.
Wright, G. H. von: The Varieties of Goodness, op. cit., pp. 166-171.

Notas
1 Para los interesados en esta concepción de la decisión como un acto que va más allá
de toda razonabilidad, remitimos a Guariglia, “De la comprensión del bien a la voluntad
de amor a Dios (La evolución de la doctrina agustiniana sobre felicidad y virtud)”,
Patristica et Mediaevalia, XXV (2004) 89-109, y “Continuidad y ruptura con la tradición
ética aristotélica en Sein und Zeit, pp. 54-60”, en Revista Latinoamericana de Filosofía, n.º
30, primavera 2004, pp. 335-346.
2
O. Guariglia, Moralidad. Ética universalista y sujeto moral, pp. 195-196.
3 Véase D. Hume, “Appendix 1”, en An Enquiry concerning the Principles of Morals,

editado por T. L. Beauchamp, Nueva York, Oxford, 1998, pp. 160-61.


Capítulo 6
El conocimiento moral

El conocimiento moral: dificultades comunes al conocimiento en


general y dificultades propias del moral. El conocimiento moral
como un conocimiento inmediato y como un conocimiento me-
diato (reflexivo). Métodos de fundamentar racionalmente el co-
nocimiento moral: el método de la actitud cualificada (Brandt);
el método del equilibrio reflexivo (Rawls), etc. Relativismo, no
cognitivismo y escepticismo moral.

El tema del conocimiento moral ya se nos ha presentado en distintos ni-


veles y aspectos que hemos discutido en capítulos anteriores, por ejemplo,
en el nivel del razonamiento: cuando presentamos al razonamiento moral
aparecía claramente el aspecto del conocimiento en los dos niveles. Si re-
cordamos el ejemplo del diálogo sobre la conducta de un tercero, encon-
tramos allí dos clases de proposiciones según el nivel del argumento que
consideremos. En un primer nivel de la argumentación moral hallamos el
nivel epistémico, es decir, el que se refiere especialmente a las circunstan-
cias particulares y a los hechos vistos desde el punto de vista teórico de su
confirmación o de su refutación. Quiere decir que hay un primer punto
de partida de la ética que es común a otras disciplinas filosóficas, porque
tiene que ver con el presupuesto de la factibilidad del conocimiento; dicho
de otro modo, supone que el conocimiento es posible y rechaza, por lo
menos en una primera aproximación, posturas radicales con respecto al
conocimiento, es decir, posturas escépticas que cuestionan la posibilidad
de todo conocimiento.
76 BREVIARIO DE ÉTICA
Desde este punto de vista, plantear el problema del conocimiento es
equivalente a enfrentar un problema general de toda la filosofía, tanto sea de
la teoría del conocimiento como de la filosofía de la ciencia, y en nuestro ca-
so, de la filosofía moral. Si se parte de una posición radical según la cual el
conocimiento no es posible, o si se plantea que todo conocimiento en defi-
nitiva es relativo al sujeto que conoce, se está quitando la base del desarrollo
de un tipo de disciplina objetiva, sea en el ámbito teórico o práctico.
Esto no significa que no se puedan cuestionar aspectos de la objetivi-
dad del conocimiento o límites del conocimiento. Lo que estamos plan-
teando aquí es una dicotomía entre dos posibilidades que sí son excluyen-
tes: la posibilidad del conocimiento o la negación de ésta. El escepticismo
antiguo, por ejemplo, del tipo pirrónico, negaba la posibilidad de poder
afirmar algo como real. La tradicional postura del escepticismo es que siem-
pre se tiene un equilibrio de razones a favor o en contra y por lo tanto de-
bemos suspender el juicio con respecto a si conocemos realmente algo.
Hay formas más moderadas de escepticismo que fueron importantes
para el comienzo de la ciencia moderna, en el sentido de que lo que hicie-
ron fue cuestionar el acceso a unos conocimientos absolutos y pusieron lí-
mites a lo que se podía conocer con cierta garantía de verdad. De Descar-
tes en adelante, en la filosofía moderna se abrieron las distintas posiciones
sobre lo que realmente se podía afirmar como conocimiento verdadero.
Esto no entra dentro de lo que llamamos la negación absoluta del conoci-
miento, propia del escepticismo, pues tomamos como negación lisa y lla-
na a todo lo que excluye la posibilidad de un conocimiento objetivo den-
tro de determinados límites.
Otras formas actuales del escepticismo son las que se derivan del rela-
tivismo extremo, como en el caso de F. Nietzsche. Éste relativiza todo co-
nocimiento objetivo al tipo de sujeto del conocimiento; lo pone en función
del sujeto y de los intereses del sujeto del conocimiento. Para Nietzsche, el
conocimiento sería la manifestación de los intereses de la vida, de modo
que lo único que importa en cada caso es cómo se manifiestan esos inte-
reses de la vida o de la voluntad del poder. Pero no hay un conocimiento
objetivo sino que él hace en cada caso una especie de diagnóstico de lo que
el conocimiento representa.
A partir de Nietzsche, tal posición se ha tornado corriente en cierta fi-
losofía contemporánea, como la que va de M. Heidegger a M. Foucault,
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 77
que se pueden considerar variantes de estas formas de relativismo extremo.
Otras, como la tesis de F. Lyotard, combina esta procedencia de Nietzsche,
por un lado, con una generalización de los juegos del lenguaje del último
L. Wittgenstein, por el otro, en el sentido de que no habría conocimiento
sino reglas de juego compartidas por determinados grupos de expertos que
se pueden cambiar creando nuevas reglas, de modo que todo se reduce a
determinadas relaciones de poder, que son opacas unas a otras.
Dentro de las corrientes que aceptan la posibilidad del conocimien-
to, hay también posiciones extremas. Una de ellas es la de Platón, que
plantea el pleno conocimiento del ser y que dice que aquello que es ab-
solutamente real es absolutamente cognoscible; ésta es una posición ex-
trema en el sentido de que supone una identidad completa entre conoci-
miento y ser. El conocimiento es conocimiento de lo que es eterno,
permanente y absolutamente real, y esto solamente pueden serlo las Ideas.
En la medida en que uno tiene acceso a esas Ideas, tiene acceso a una for-
ma plena de conocimiento; tal como Platón lo presenta en el libro VI de
la República, hay una escala de grados en el conocimiento, que va del pla-
no de las ideas hasta la mera opinión que es el conocimiento de los entes
materiales.
Como una tercera posibilidad, frente al escepticismo limitado y al
realismo extremo, está la posición de la filosofía crítica, es decir, de I.
Kant. Éste sostiene la posibilidad de un conocimiento objetivo, pero só-
lo dentro de los límites de la experiencia. En efecto, la razón aporta las
formas ideales mediante juicios sintéticos, que nos permiten establecer
conexiones causales entre los datos empíricos y formularlas como leyes,
pero para ello es necesario que la experiencia científica aporte los datos
y le da el material a la razón. Todas las distintas corrientes que han sos-
tenido la posibilidad del conocimiento científico dentro de ciertos lími-
tes, inclusive la del racionalismo crítico de K. Popper, se derivan, en úl-
tima instancia, de esta formulación del conocimiento en general provista
por Kant.
A partir de aquí tenemos una gran cantidad de variaciones y distin-
ciones de esta posición central, hasta llegar a las distintas corrientes de la
filosofía de la ciencia en la actualidad. Lo que entendemos por conoci-
miento es un conocimiento provisto bajo la forma de leyes científicas del
campo natural o bajo la forma de explicaciones en el campo de las cien-
78 BREVIARIO DE ÉTICA
cias sociales, y que se apoyan en un conjunto de datos adecuadamente ela-
borados y aceptados como tales.
De un modo general, podemos decir que en nuestra sociedad el co-
nocimiento es siempre un conocimiento falible y provisorio, es decir,
siempre está arraigado en una determinada disciplina científica y respon-
de a un determinado momento en el desarrollo de esa disciplina. En otros
términos, nunca es posible excluir que aparezcan nuevos fenómenos y
nuevos datos empíricos correspondientes que cambien lo que hasta ese
momento era admitido como comprobado. Dicho de otra manera, el co-
nocimiento científico en el pensamiento moderno excluye toda afirmación
absoluta, que deja para las cosmovisiones dogmáticas, metafísicas, religio-
sas o ideológicas.
En el caso del conocimiento en el ámbito de la ética podemos partir
exactamente del mismo esquema trazado para el conocimiento teórico. De
este modo, estableceremos una primera división entre la negación comple-
ta del conocimiento moral y dos formas de afirmación. Mientras que en el
conocimiento teórico teníamos dos posibilidades, la negación completa
del conocimiento o la afirmación aún dentro de determinados límites, en
el caso de la ética vamos a tener una tripartición: una negación completa,
un reconocimiento de un conocimiento parcial y una afirmación de que
la ética tiene una forma completa de conocimiento o, en otros términos,
que existe un conocimiento moral intersubjetivo, cuyas reglas podemos
compartir y aplicar justificadamente.
Comencemos por establecer el objeto del conocimiento moral: hasta
ahora podíamos confiar en que el objeto del conocimiento teórico es algo
que intuitivamente se nos hace claro, es la ley en tanto fórmula de regula-
ridad de los hechos. Por tanto el objeto del conocimiento son los fenóme-
nos naturales y también los fenómenos sociales. Lo que se está buscando
es establecer las formas de su regularidad expresada en leyes o generaliza-
ciones empíricas o en alguna otra forma de explicación, por ejemplo la ex-
plicación narrativa o histórica. Hasta ahí tenemos más o menos delimita-
do conceptualmente lo que podía ser el objeto del conocimiento teórico.
Lo que tenemos entonces como idea regulativa de éste es la verdad o fal-
sedad; puede ser verdadero o falso, y es verdadero hasta que no se pruebe
que sea falso. Es a esto a lo que nos referíamos al hablar de la provisiona-
lidad de las teorías científicas.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 79
En relación con el conocimiento moral hay una variación importan-
te: el objeto del conocimiento moral tiene que ver con las acciones y ten-
drá una parte del aspecto teórico de los actos, aspecto teórico sin el cual
no hay conocimiento de la acción si no hay una descripción adecuada de
la misma. Se supone que la descripción de las acciones se expresa en una
proposición que puede ser verdadera o falsa. Tenemos así un primer nivel
del conocimiento moral, que tiene todavía un aspecto teórico y en el cual
es necesario dar una descripción acertada de la acción, es decir, presentar-
la bajo una descripción típica que se ajusta a la comprensión habitual que
tenemos de ese tipo de acciones.
Es necesario advertir que esto se da desde las dos perspectivas: desde
la del observador y desde la perspectiva del agente. Desde la del agente, la
acción para ser relevante tiene que ser intencional; la acción intencional se
da siempre con una intencionalidad restringida a un aspecto de la acción,
la acción hecha bajo una descripción, es decir, la descripción bajo la cual
el agente realiza la acción. Como hemos señalado cuando tratamos las ac-
ciones, una misma acción puede tener varias descripciones y algunas de
ellas pueden ser no intencionales. Por tanto, hay una forma de conoci-
miento implícita en la acción que es el conocimiento inmediato que el
agente tiene de la acción que él realiza en el momento que la realiza, bajo
la descripción que la hace intencional.
Suponemos en toda acción el conocimiento inmediato por parte del
agente de la misma acción que él está realizando, bajo aquella descripción
bajo la cual la acción es intencional. La descripción objetiva de la acción
es aquella por la cual yo tengo un conocimiento inmediato de lo que es-
toy haciendo de esa acción bajo una determinada descripción que es la
descripción bajo la que yo conscientemente la realizo y que por tanto se
me puede imputar como intencional y voluntaria. A esto están unidas las
consecuencias de mi acción. Este punto lo hemos discutido ya al exponer
el esquema de las acciones voluntarias e involuntarias.
Aquí ya podemos extraer una de las consecuencias de lo que hemos
estado discutiendo con respecto a la acción para el conocimiento práctico.
En efecto, si no se admite que existe la posibilidad de establecer objetiva-
mente dentro de ciertos límites una descripción de la acción, de modo tal
que ésta sea intersubjetivamente reconocida como un acto particular de
una especie de acción, cuyas consecuencias, por lo tanto, son no solamen-
80 BREVIARIO DE ÉTICA
te previsibles sino también comprobables, entonces se está cayendo en una
forma de escepticismo cognoscitivo con respecto a las acciones que tiene
consecuencias directas para la moralidad. En efecto, si no se pueden pre-
ver las consecuencias, entonces no puede imputársele responsabilidad al-
guna al agente.
También en el nivel moral de la argumentación se plantea el mismo
problema que en el nivel epistémico, en el siguiente sentido: si nos colo-
camos en una posición escéptica o relativista extrema, diríamos que no hay
nada correcto o incorrecto en sí mismo, que lo que es moral o inmoral lo
determinará en última instancia el propio sujeto o dependerá de lo que él
sostenga como sus valores, sus ideales o sus preferencias. La negación ex-
trema proveniente del escepticismo o del relativismo moral niega, enton-
ces, que exista posibilidad alguna de sostener un juicio moral, dado que al
hablar de “juicio moral”, estamos implícitamente refiriéndonos a conteni-
dos proposicionales que se pueden exponer y fundamentar y que, en con-
secuencia, deben tener ciertas bases más generales intersubjetivamente
compartidas.
La posición alternativa a ésta sostendrá, en cambio, que no hay posi-
bilidad de formular juicios morales, simplemente por que “un juicio” es la
formulación de una conexión entre sujeto y predicado realizada por la ra-
zón, la cual es completamente inerte y, por tanto, incapaz de movernos a
acción alguna. De un modo clásico, esta posición ha sido resumida por el
filósofo escocés, David Hume, en su Tratado de la naturaleza humana,
Libro III, Parte I, Sección 1, que se llama justamente “Las distinciones
morales no derivan de la razón”:

Si la moralidad no tuviese naturalmente influencia sobre las pasio-


nes y acciones humanas, sería en vano esforzarse tanto por incul-
carla y nada sería más estéril que la multitud de reglas y preceptos
en que abundan los moralistas. La filosofía se divide comúnmen-
te en especulativa y práctica y como la moralidad es comprendida
siempre bajo la última división, se supone que influye sobre nues-
tras pasiones y acciones y que va más allá de los juicios calmos e
indolentes del entendimiento. Y esto es confirmado por la expe-
riencia común, que nos informa que los hombres son a menudo
gobernados por deberes y que la consideración de su injusticia los
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 81
aparta de algunas acciones y la de su obligación los impele a rea-
lizar otras.
Por tanto, puesto que la moral tiene influencia sobre las ac-
ciones y sentimientos, se sigue que no puede derivarse de la razón
y ello se debe a que la razón por sí sola [...] jamás puede tener esa
influencia. La moral provoca la pasión y produce o impide las ac-
ciones. La razón por sí misma es totalmente impotente en este
punto. Por consiguiente, las reglas de la moral no son conclusio-
nes de nuestra razón.1

La razón es el descubrimiento de la verdad o la falsedad. La ver-


dad y la falsedad consisten en una adecuación o inadecuación, ya
sea con una relación real entre ideas o con una existencia real y
un hecho reales. Por tanto, lo que no es susceptible de esa adecua-
ción o inadecuación no es susceptible de ser verdadero o falso y
no puede ser jamás objeto de nuestra razón. Ahora bien, es evi-
dente que nuestras pasiones, voliciones y acciones no son suscep-
tibles de tal adecuación o inadecuación por ser hechos y realida-
des originales completos en sí mismos y que no implican ninguna
referencia a otras pasiones, voliciones o acciones. Es imposible,
por tanto, que puedan ser declaradas verdaderas o falsas y que se-
an contrarias o conformes a la razón.2

El argumento de Hume ha sido determinante para toda la tradición mo-


derna del no cognitivismo metodológico. En efecto, por un lado, su in-
fluencia fue decisiva en A. Schopenhauer, quien, a su vez, influye de modo
decisivo tanto en F. Nietzsche como en los miembros del Círculo de Viena,
representado especialmente por R. Carnap, y el primer L. Wittgenstein, es
decir, el del Tractatus logico-philosophicus. En efecto, lo que estos últimos
sostienen no es sino una versión semántica de la afirmación de Hume, se-
gún la cual la razón solamente tiene relación con aquello que puede ser
verdadero o falso, y lo que es verdadero o falso es: o la relación de las
ideas entre sí, es decir las relaciones lógicas formales, o la relación de
las ideas con los hechos, es decir, todo lo que corresponde al conoci-
miento empírico. Por lo tanto, las acciones, sentimientos y pasiones, al
no ser verdaderas o falsas, no tienen conexión con la razón. Como la mo-
82 BREVIARIO DE ÉTICA
ral, según sostiene Hume, tiene que ver exclusivamente con nuestros sen-
timientos, acciones y pasiones, entonces no hay conexión entre la moral y
la razón. Esta es, pues, una forma extrema de no cognitivismo moral, ya
que le niega a todo lo que sea moral toda conexión con lo que constituye
la función específica de la razón.
Estamos ahora en condiciones de entender el cuadro general que
comprende todas las posiciones más representativas con respecto al cono-
cimiento moral (véase cuadro 1 en el apéndice).
El no cognitivismo metodológico sostiene que no hay conocimiento
moral posible, y se basa en dos líneas de fundamentación. La empirista es
la posición de Hume. La semántica, en cambio, está representada funda-
mentalmente por el Círculo de Viena y sus seguidores, como por ejemplo,
Charles Stevenson, que es el representante más destacado de una corrien-
te metaética denominada emotivismo. La versión semántica se apoya en el
criterio de significación que elaboraron los miembros del Círculo de Viena
a fin de establecer qué especie o forma del lenguaje tenía sentido y cuál ca-
recía de él. El lenguaje con sentido por antonomasia era, sin duda, el len-
guaje de la ciencia. Moldeado sobre éste, el criterio semántico decidía que
solamente tenían sentido todos aquellos términos referidos a hechos em-
píricamente comprobables en el mundo, cuyo procedimiento de verifica-
ción estaba clara y objetivamente establecido. Por lo tanto, tenían sentido
sólo los términos descriptivos y, dado que los términos morales no remi-
ten a hechos ni son descriptivos, entonces tienen el mismo status que los
términos metafísicos, teológicos o poéticos. Hablar de que algo es bueno
o malo, correcto o incorrecto, es lo mismo que hablar del sexo de los án-
geles o expresar una metáfora poética (R. Carnap).
Wittgenstein, a su vez, sostiene en el Tractatus que solamente tienen
sentido aquellos términos que pueden entrar en proposiciones atómicas y
que remiten a hechos en el mundo. Dado que los valores no están en el
mundo, entonces no se puede hablar de ellos, ya que éstos son “trascenden-
tales” con respecto al mundo, de modo que solamente cabe de ellos tener
una experiencia “mística”. Tanto el primer como el último Wittgenstein no
restan importancia a la moral, sino que, al contrario, pretenden realzar su
importancia afirmando que se trataba justamente de aquel tipo de cosas de
las que no se podía hablar, sino que dependía de la actitud que cada uno
asumiera en su fuero íntimo. Para Wittgenstein no se podía ir más allá de
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 83
los límites del lenguaje, y quien habla de ética pretende rebasar esos lími-
tes, de modo que por último choca contra estos. De ahí que rechace toda
esta habladuría acerca de la ética, inclusive en su famosa conferencia sobre
el tema. Desde este punto de vista, pese a todo su interés por la moralidad,
la posición de Wittgenstein es la de un escéptico.
La otra forma de no cognitivismo que denominamos “psicológico”, es
más moderado que el anterior, ya que admite cierta conexión con la razón.
El caso clásico sería Aristóteles, si se siguiera una determinada línea de sus
intérpretes, que podemos llamar “humeana”. Los representantes actuales
de esta corriente son ciertos autores neoaristotélicos o comunitaristas, co-
mo por ejemplo A. MacIntyre, Charles Taylor o Bernard Williams.
Los dos textos clásicos para definir la posición de Aristóteles al respec-
to son los siguientes: Ética Eudemia, libro I, cap.5, 1216 b 2 ss.:

Sócrates, el viejo, creía que el fin consiste en conocer la virtud y


preguntaba o buscaba qué es la justicia, qué es la valentía y qué
es cada una de las otras divisiones de la virtud. Esto era un pro-
cedimiento razonable, porque él creía que todas las virtudes eran
una de las tantas formas de conocimiento, de modo tal que ocu-
rría que simultáneamente supiéramos que es la justicia y nos vol-
viéramos justos. En efecto, al mismo tiempo que aprendemos la
Geometría o la Arquitectura nos volvemos arquitectos o geóme-
tras. Por ello buscaba qué cosa es la virtud y no de qué manera se
produce o a partir de qué cosas. Esto es propio de las ciencias teó-
ricas, por ejemplo de la Astronomía; pero de las ciencias prácti-
cas, una cosa es el fin y otra cosa es el conocimiento.

El punto de partida de Aristóteles es una discusión de la tesis fuerte de


Sócrates, quien sostenía que todas las virtudes eran otras tantas formas
de conocimiento. De este modo, Sócrates se opone al relativismo o es-
cepticismo extremo de los sofistas, como un Protágoras o un Gorgias, y
afirma la posibilidad de que la virtud se pueda adquirir como cualquier
otra forma de conocimiento. Aristóteles pretende matizar esta tesis tan
fuerte, como se muestra claramente en Ética Nicomáquea, VI, 13, 1144
b 15 ss.:
84 BREVIARIO DE ÉTICA
De modo que así como en la parte del alma que razona a base de
opiniones hay dos formas, la destreza y la prudencia, en la parte
moral hay otras dos: la virtud natural y la virtud por excelencia,
y de éstas la virtud por excelencia no se da sin prudencia. Por eso
afirman algunos que todas las virtudes son especies de la pruden-
cia (phrónesis), y Sócrates en parte discurría bien y en parte se
equivocaba: al pensar que todas las virtudes son formas de la pru-
dencia se equivocaba, pero tenía razón al decir que no se dan sin
la prudencia. Señal de ello es que aún ahora todos, al definir la
virtud, después de indicar la disposición que le es propia y su ob-
jeto, añaden “según la recta razón”, y es recta la que se conforma
a la prudencia. Parece, por tanto, que todos adivinan de algún
modo que es esta clase de disposición la que es virtud, a saber, la
que es conforme a la prudencia. Pero hemos de ir un poco más
lejos: la que es virtud no es meramente la disposición conforme
a la recta razón, sino la que va acompañada de recta razón, y la
recta razón tratándose de estas cosas es la prudencia. Sócrates
pensaba, efectivamente, que las virtudes eran razones (pues todas
consistían para él en conocimiento); nosotros pensamos que van
acompañadas de razón.
Resulta claro que no es posible, por tanto, ser bueno en sen-
tido estricto sin prudencia, ni prudente sin la virtud moral.

Aristóteles distingue, por un lado, la destreza intelectual y, por el otro, la


phrónesis como capacidad de conocimiento; y a su vez la phrónesis no se da
sin un conocimiento de lo que es bueno. Es imposible que se de la phró-
nesis si quien razona no tiene acceso al conocimiento del fin moral. De ahí
que sin la virtud no se puede dar el conocimiento moral pero, a su vez, sin
conocimiento moral no hay virtud moral posible.
La tesis que Sócrates sostenía, afirmaba que cuando se conoce con-
ceptualmente qué es la justicia ya se tiene que obrar justamente y sólo por
error se puede obrar injustamente. Frente a esto, Aristóteles admite que
las virtudes tienen que ver fundamentalmente con las pasiones, el placer
y el dolor; y que, por lo tanto, si no se ha sido previamente educado en
el manejo de las propias pasiones del placer y del dolor, no habrá posibi-
lidad de acceder al conocimiento de lo moral. Puesto que, además, la edu-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 85
cación de las pasiones debe hacerse de acuerdo con la costumbre (éthos)
vigente, y mediante la modelación del carácter, la línea humeana de in-
terpretación de Aristóteles pone el acento en esta forma de la tradición y
de su peso en la conformación de cada uno de los miembros de una co-
munidad moral por medio de la costumbre. De ahí, entonces, la impor-
tancia que se le confiere al aspecto psicológico, es decir, a la modelación
del carácter por encima de la formación de la capacidad intelectual.
Aristóteles, sin embargo, reafirma que se necesita de la prudencia, la phró-
nesis, el aspecto intelectual del conocimiento, la inteligencia práctica, pa-
ra poder actuar moralmente. De ahí que el aspecto cognitivo para él sea
tan importante, ya que la phrónesis es razón, es una forma del noûs prak-
tikós. Es por ello que otra línea interpretativa, que denominaremos “kan-
tiana” pone el acento en este lado intelectualista de la ética aristotélica y
coloca al Estagirita del lado de los cognitivistas dentro del conocimiento
moral.
Estamos ahora en condiciones de pasar a la segunda parte del esque-
ma, es decir, al Cognitivismo moral (cuadro 2).

Cuadro 2

Cognitivismo
Absoluto Crítico
Platonismo,
Estoicismo,
Tomismo
Teleológico Deontológico
Ética de la virtud Hedonismo Racionalismo Racionalismo
Aristóteles, Epicuro, inmediato reflexivo
Neoaristotelismo Utilitarismo Material Formal Material Formal
(Wiggins, L. Nelson I. Kant D. Ross, Semántico Pragmático
Richardson) J. Rawls R.M. Hare J. Habermas

La primera división entre un cognitivismo absoluto y otro, que denomina-


mos crítico, está fundada en el tipo de conocimiento que se pretende alcan-
zar del fenómeno moral. En el cognitivismo absoluto, se trata de posicio-
86 BREVIARIO DE ÉTICA
nes basadas en una ontología previa, por ejemplo en un realismo idealista
extremo, como en el caso de Platón y su teoría de las Ideas, o en un mate-
rialismo también extremo, como el sostenido por los estoicos con respecto
al Logos que gobernaba el mundo y también nuestras facultades psíquicas.
Ejemplos contemporáneos de posiciones tan dogmáticas son hoy en día ra-
ras de hallar en el campo filosófico, pero han tenido vigencia hasta un pa-
sado muy reciente, como por ejemplo el Neotomismo sostenido por la
Iglesia católica y el Materialismo dialéctico, doctrina filosófica oficial de la
extinta Unión Soviética y de los países comunistas de la Europa oriental.
A diferencia del absoluto, el cognitivismo crítico separa estrictamente
los fenómenos morales de cualquier otro tipo de eventos y se esfuerza por
desentrañar los principios que le son propios. Una primera división entre
uno, teleológico, y otro, deontológico, está basada en el modo de considerar
qué constituye el aspecto distintivo del fenómeno moral, el fin de la acción
o el carácter imperativo de la misma. El racionalismo teleológico pone el
acento en el primero mientras que el deontológico enfatiza el segundo as-
pecto mencionado. A su vez, el cognitivismo teleológico diferirá si el fin
considerado es un fin puramente material, como el placer, que es lo soste-
nido por las distintas corrientes hedonistas, o si está constituido por actos
altamente simbólicos, que se constituyen en fines en sí mismos, como son
los actos propios de la virtud. En ambos casos, el carácter cognitivo estará
dado tanto por el conocimiento adecuado del fin, por ejemplo, en el caso
del moderno Utilitarismo, resumido en la fórmula: “la mayor cantidad de
placer para el mayor número”, como por las conexiones medio-fin para
llegar hasta éste.
El cognitivismo deontológico ha sido definido en época moderna por
I. Kant, que situó en el centro del fenómeno ético la noción de deber. Este
punto de partida es aceptado por todas las corrientes que lo integran. El
conocimiento moral es, por tanto, un conocimiento específico de normas
y principios que establecen la obligación de cada uno objetivamente. La
facultad para llegar a este conocimiento es, pues, una forma de la razón,
denominada por Kant, razón práctica.
De este modo, el paralelo entre la razón práctica y la razón teórica es
completo: por un lado la razón teórica apunta a lo que Kant llama el en-
tendimiento, que es la capacidad de establecer conexiones causales entre
fenómenos empíricos. La razón práctica, en cambio, es aquella que apor-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 87
ta la capacidad de deducir el caso particular de la norma general. El racio-
nalismo en sentido estricto es, pues, el que parte de Kant, pero que se abre
luego en distintas vertientes, especialmente en el siglo XX.
La primera distinción que es necesario hacer es entre dos formas de
conocimiento propugnado por el racionalismo: una, que sostiene que el
conocimiento de los fenómenos morales es inmediato y otro para el que el
conocimiento de las normas, principios y juicios morales es un proceso re-
flexivo. Kant mismo, H. Cohen y L. Nelson dentro del neokantismo, y
también D. Ross en la tradición anglosajona sostienen que el conocimien-
to moral es un conocimiento inmediato que se tiene conjuntamente con
la realización del acto o con su representación. Para utilizar un ejemplo de
Nelson, éste afirma que el conocimiento moral se nos presenta bajo una
forma de sentido sui géneris que es el sentido moral; por ejemplo cuando
alguien se expresa con respecto a un cierto acto, diciendo que lo hizo por
el “sentido del deber”, está diciendo que no pensó en el momento lo que
debía hacer, sino que fue un acto dictado por el sentido del deber y, por
consiguiente, que tuvo un conocimiento inmediato de ello. El conoci-
miento inmediato no significa que no pueda luego ser analizado y rectifi-
cado; tanto Kant como Nelson o como Ross muestran que ese conoci-
miento puede ser conceptualmente analizado a posteriori. La cuestión es
que por el modo como se presenta, se trata de un conocimiento inmedia-
to del cual el sujeto no tiene duda. Ross lo señala expresamente en su
Fundamentos de la Ética, (capítulo 8):

Si este punto de vista es correcto, la comprensión del grado de


bondad de un bien particular es lógicamente inmediato. Pero de
ello no se sigue que sea psicológicamente inmediato, la bondad es
un atributo intuitivo, pertenece a todo aquello a lo cual pertene-
ce a causa de la naturaleza de la cosa en un sentido o en otro. Por
ejemplo a causa de que se trata de un acto de bravura y no de co-
bardía; y mientras que hasta la más vaga comprensión de la bon-
dad o la maldad de algo dependa de la previa penetración en la
naturaleza de la cosa, la comprensión del grado de su bondad ha
de depender de un análisis más íntimo de su naturaleza, del cual
sobrevenga la comprensión del grado de su bondad, y no como
conclusión lógica sino como resultado psicológico.3
88 BREVIARIO DE ÉTICA
La comprensión de la bondad de un acto emerge de un conocimiento in-
mediato o, como lo llama Ross, de un conocimiento intuitivo. Por eso a
esta corriente ética en la que se inscribe Ross se la llamó intuicionista, pues
sostuvo fundamentalmente que hay un conocimiento intuitivo prima fa-
cie de lo moral, que se da en el acto mismo al momento de realizarlo o
cuando se lo representa u observa.

Los principios generales que, intuitivamente percibidos, se consi-


deran como ciertos son muy pocos en número y muy generales
en carácter. En lo que se refiere a todos los axiomas ya más gene-
rales, son tentativas de aplicar principios generales a los tipos par-
ticulares de situación y sobre esto se debe mantener una com-
prensión abierta.

Está claro, pues, que la idea del conocimiento directo o intuitivo es el que
uno tiene del aspecto moral del acto que realiza, en tanto lo considera un
acto propio de un tipo de acción moral. Este conocimiento es, como dice
Ross, prima facie; es decir, puede ser corregido por un análisis posterior.
Frente a esta posición del racionalismo del conocimiento inmediato,
que de alguna manera se apoya en la suposición extrema o implícita de una
facultad moral especial (en el caso de Kant y de Nelson de modo expreso,
en el caso de Ross más bien de un modo implícito), aparece el racionalis-
mo reflexivo. Éste parte de la admisión de que no hay un conocimiento in-
mediato que dé una certidumbre moral sino que, aún concediendo que
hay conocimientos morales inmediatos, intuitivos, que son los que todos
tenemos y reflejamos en nuestros juicios morales cotidianos, no podemos
atribuirle a esta forma de conocimiento una certidumbre completa, a par-
tir de su propia evidencia inmediata sino que esta certidumbre proviene
del hecho de que el juicio pueda apoyarse en procedimientos más genera-
les de justificación, razón por la cual lo llamamos “cognitivismo reflexivo”.
El reflexivo a su vez puede dividirse en dos variantes: por un lado, el
conocimiento reflexivo material; y por el otro, el conocimiento reflexivo
formal. La variante del reflexivo material pone el acento en el contenido
material o sustantivo de determinados principios generales o universales
como principios últimos. De este modo elabora un procedimiento deno-
minado “constructivista” en ética, cuyo método consiste en un “equilibrio
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 89
reflexivo” entre la postulación de determinados principios y su aplicación
a los juicios morales intuitivos o inmediatos. John Rawls, el filósofo mo-
ral y político más destacado del último medio siglo del siglo XX, es quien
ha desarrollado este método en sus trabajos más importantes, a partir del
libro central, Una teoría de la justicia (1971).
El método del equilibrio reflexivo consiste en postular unos pocos
principios universales y luego examinar a la luz de esos principios genera-
les los casos particulares y nuestros juicios intuitivos acerca de esos casos
particulares. Al aplicar esos principios a los juicios intuitivos particulares,
se podrá comprobar si coincide lo que se inferiría de esos principios, por
un lado, con nuestros juicios intuitivos por el otro. Si lo hacen, habrá un
acuerdo que confirma la validez tanto de los juicios morales particulares
como de los mismos principios universales en los que se sustentan. Si no
coinciden, habrá que considerar separadamente tanto los juicios intuitivos
particulares como los principios universales, razón por la cual se llama al
método “equilibrio reflexivo”, ya que a veces pueden estar errados nuestros
juicios intuitivos, mientras que en otros casos, nuestros juicios intuitivos
particulares resultan ser más sólidos que los principios universales, en cu-
yo caso habría que reconsiderar estos principios. Hay también otras pro-
puestas, como la que R. Brandt llama “de la actitud cualificada”, cuyo pro-
cedimiento adopta recaudos similares a los del método de Rawls. En
efecto, si bien el método propuesto por Brandt es menos lineal y más com-
plejo que el adoptado por Rawls, en la síntesis que ofrece formula reglas
comparables a las del procedimiento del equilibrio reflexivo:

En resumen, nuestra propuesta respecto al método “habitual” de


pensamiento ético es ésta: 1. Decidimos los problemas particula-
res tanto apelando a principios que ya tenemos, más o menos ex-
plícitamente, en cuenta o apelando a nuestras preferencias, senti-
mientos de obligación y demás (dependiendo el tipo de actitud
de si la cuestión es acerca de lo que es deseable, lo que es obliga-
torio, y así sucesivamente); y confiamos en nuestras actitudes cri-
ticadas para completar y contrapesar nuestros principios. 2. Los
juicios [...] deben ser consistentes y los particulares deben ser ge-
neralizables. 3. Se desestiman las actitudes si no son imparciales,
informadas, producto de un estado de ánimo normal, o compa-
90 BREVIARIO DE ÉTICA
tibles con la posesión de un conjunto consistente de principios
generales no excesivamente complejo. El pensamiento ético,
pues, consiste en una compleja interrelación de actitudes, princi-
pios, requisitos formales respecto a los principios, y reglas para la
desestimación. Ninguna de estas condiciones puede ser subsumi-
da en las otras tres.4

Lo importante es entender que estos procedimientos tratan de encontrar


un punto de equilibrio medio entre la consideración cualificada de los he-
chos y los principios generales desde los cuales se los puede juzgar y califi-
car moralmente.
La versión formal del cognitivismo reflexivo tiene a su vez dos vertien-
tes distintas. Todos los procedimientos formales en la ética actual derivan
de un modo u otro del primer formalismo, que fue el formalismo kantia-
no. Lo que ocurre es que el modo de fundamentar ese formalismo es lo que
los hace diferir. En el caso del formalismo kantiano, lo que Kant sostenía
es que aquello que estaba presente de un modo inmediato en nuestro sen-
tido del deber, podía luego ser formulado conceptualmente mediante un
procedimiento formal. Acá en las propuestas formales lo que se tratará de
demostrar es que en el sentido mismo de los términos, en la semántica de
los términos morales o en las reglas de nuestras relaciones dialógicas, es de-
cir, en las reglas pragmáticas de la comunicación, se pueden basar procedi-
mientos puramente formales de justificación. En el caso del formalismo se-
mántico, el representante más importante es R. M. Hare, quien sostiene
que el procedimiento de justificación de los juicios éticos es un procedi-
miento lógico-semántico, basado en las reglas lógicas que se derivan del sig-
nificado prescriptivo de los términos usados en el lenguaje moral. Si toma-
mos el término “deber”, en el sentido mismo de este término está implícito
que aquello que uno cualquiera sostiene que es un “deber” , por ejemplo de
“hacer X”, implícitamente está sosteniendo que este deber es universaliza-
ble, es decir, que es un deber también para cualquier otro individuo puesto
en la misma situación. Este procedimiento formal es al que Hare llama la
“universalizabilidad” de los términos morales. Veremos más en detalle este
procedimiento en los capítulos destinados a las éticas deontológicas.
Por último el racionalismo reflexivo formal pragmático es la propues-
ta de J. Habermas. En esta propuesta el modo de justificación del conoci-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 91
miento moral es mediante la utilización de las reglas implícitas en el inter-
cambio de roles en el diálogo con sentido entre el hablante y el oyente. Por
eso también aquí de la misma manera que en Hare, hay una apelación al
conocimiento intuitivo previo que tenemos ya siempre por anticipado, sea
del significado de los términos que utilizamos, sea de las reglas implícitas
en nuestros transacciones comunicativas. Habermas sostiene, en efecto,
que nosotros sabemos que en las reglas del diálogo con sentido está implí-
cito el intercambio de roles entre el hablante y el oyente. De este modo, al
hacer explícitas las reglas de la comunicación que todos reconocemos al
hablar, Habermas pone de manifiesto reconstructivamente la admisión
implícita por parte de los hablantes –agentes de reglas intersubjetivas, a las
que podemos apelar para justificar también, intersubjetivamente, los prin-
cipios y normas morales que adoptamos–. Se trata de una forma discursi-
va de universalización, que exige la participación directa de todos los pre-
suntamente involucrados a los fines de lograr un consenso. Veremos con
más detalle este procedimiento cuando tratemos la forma correspondien-
te de justificación de las normas.
En resumen, lo que es necesario resaltar de este capítulo es la impli-
cancia que la afirmación o la negación de la existencia de un conocimien-
to moral tiene para la ética. Todas las corrientes que responden afirmati-
vamente a la cuestión, sostienen una forma fuertemente cognitiva de ética,
es decir, el paradigma de ética que las comprende está centrado fundamen-
talmente en unos procesos racionales tanto de justificación como de com-
prensión. Desde la formulación de la ley moral kantiana hasta las forma-
lizaciones pragmáticas o semánticas, lo importante o decisivo de la Ética
es aquella contribución que en ella hay de la razón. Desde este punto de
vista la propuesta cognitiva es aquella que admite plenamente una auto-
nomía de la disciplina ética, una disciplina que se extiende a todo el ám-
bito de la filosofía práctica, es decir, no sólo a la ética sino también a todo
lo que tenga que ver con el ámbito normativo, comprendidas la filosofía
política y la filosofía del derecho. La confrontación en el plano del cono-
cimiento aparece siempre signada por el tipo de actitud que se tome en re-
lación con la autonomía que se le asigne a la ética como disciplina especí-
fica. Al admitir su carácter racional y cognitivo, se admite al mismo
tiempo que los fenómenos morales tienen sus reglas propias, que pueden
ser reconocidas o reconstruidas y tener una validez general. Al contrario,
92 BREVIARIO DE ÉTICA
las diversas formas de relativismo excluyen el aspecto cognitivo e intentan
alguna forma de reducción de los fenómenos morales a algún otro tipo de
fenómenos, sean éstos de carácter psicológico, como las pulsiones libidina-
les o los impulsos vitales que mueven a la voluntad de poder, sean de tipo
socioeconómico o cultural, o sean, por último, fenómenos de tipo antro-
pobiológico, como proponen ahora la etología o la sociobiología. Frente a
todos estos intentos reduccionistas, que alimentan el relativismo e irracio-
nalismo moral, el cognitivismo ético sostiene que hay formas objetivas de
justificación de los juicios morales, y que estas formas objetivas de justifi-
cación tienen la misma estructura argumentativa que todas las otras justi-
ficaciones racionales del conocimiento.

Lecturas complementarias

Brandt, R.: Teoría ética, Madrid, Alianza, 1982, pp. 242-344.


Guariglia, O.: La ética en Aristóteles, Buenos Aires, Eudeba, cap. 10, pp. 293 ss.
Hare, R. M.: Ordenando la ética, Barcelona, Ariel, 1999, pp. 46-69.

Notas
1
D. Hume, Tratado de la Naturaleza Humana, traducción, introducción y notas de
M. Costa, Buenos Aires, Eudeba, 2000, p. 17.
2
Ibíd., p. 19.
3 D. Ross, Fundamentos de la ética, Buenos Aires, Eudeba, 1972, p. 161.
4
R. Brandt, Teoría ética, Madrid, Alianza, 1982, p. 295.
Apéndice

CONOCIMIENTO MORAL
No Cognitivismo Cognitivismo

Metodológico Psicológico Teleológico Deontológico


(Extremo) (Moderado) Aristóteles; Inmediato Reflexivo
Empirista Semántico Neoaristotélicos: Epicuro; Material Formal Material Formal
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA

Cuadro 1

Hume; Wittgenstein; MacIntyre; Stuart Mill Nelson Kant Rawls; Habermas


Carnap Williams; Taylor Ross
93
Segunda parte
Las teorías éticas más importantes
Capítulo 7
Teorías deontológicas: I. La ética kantiana

La ética kantiana. La índole restrictiva de la moral. El juicio


moral, el deber y la razón práctica. Imperativos hipotéticos,
imperativo categórico y ley moral. La voluntad autónoma.

En el capítulo precedente, al presentar una de las variantes del cogniti-


vismo moral, el deontologismo, habíamos señalado como su caracterís-
tica general la postulación de normas y principios universales que permi-
ten establecer las obligaciones de manera objetiva. La teoría
deontológica por excelencia, con la que hasta hoy se mantiene un diálo-
go vivo, fue elaborada por Kant en el siglo XVIII. Las obras más impor-
tantes que el filósofo dedicó a la ética son Fundamentación de la metafí-
sica de las costumbres (en adelante FMC), Crítica de la Razón Práctica y
Metafísica de las Costumbres. Nuestra exposición se centrará en la prime-
ra porque fue la que influyó directamente en las propuestas deontológi-
cas del sigo XX.

La índole restrictiva de la moral

Fue Immanuel Kant quien estableció de manera categórica que el concep-


to de deber compone el centro neurálgico de la moralidad, imprimiendo
así a la ética un giro copernicano equivalente al que había producido en la
filosofía teórica.
Tradicionalmente la reflexión ética se había organizado en torno a la
prosecución de un fin último que todo ser humano persigue, la felicidad,
98 BREVIARIO DE ÉTICA
entendido como un ideal de perfección –en el último capítulo ahondare-
mos en el tema–. En el ambiente en el que se formó Kant esta preocupa-
ción continuaba vigente. La filosofía alemana tenía en Leibniz y Wolff dos
destacados defensores del ideal de la propia perfección. Ambos creían que
existe un bien humano objetivo que emana de la armonía del universo pre-
establecida por Dios; consideraban que la clave para procurar el reinado de
la concordia en la sociedad humana reside en la posibilidad de inteligir tal
armonía, ya que suponían que la fuente del conflicto es la ignorancia.
Leibniz, en particular, pensaba que el hombre bueno posee un conoci-
miento claro y distinto de la perfección del mundo que lo conduce a bus-
car la propia; la metafísica es la ciencia que nos descubre estas verdades y
asimismo nos enseña que la auto perfección no puede estar en conflicto
con la de los demás, por tanto, querer el bien significa regocijarse con la
felicidad de los otros.
Sin embargo, convivía con ésta una visión menos optimista de la na-
turaleza humana. En efecto, los modernos teóricos de la ley natural, here-
deros de Grocio, consideraban que el desacuerdo y la tendencia al conflic-
to son inherentes a ella, y, por tanto, irradicables. Hobbes es quien ofrece
la explicación más pesimista de estas predisposiciones naturales, atribuyén-
dolas al miedo a la muerte y al afán de gloria; Locke las refiere a nuestra in-
alterable tendencia a mantener opiniones divergentes, tendencia acom-
pañada por el deseo de que los demás compartan nuestros puntos de vista.
Este tipo de presupuesto antropológico determina que, para estos pensa-
dores, el problema fundamental radica en la posibilidad de controlar el
conflicto con el objetivo de favorecer el desarrollo de la vida social. La hi-
pótesis de una ley natural que todos llevamos inscrita en la razón ofrece
una salida al problema en tanto permite explicar porqué somos capaces de
imponer ciertas restricciones a nuestras conductas egoístas. De este modo,
la preocupación por las obligaciones que emanan de la ley natural y por
los deberes que se derivan de ella cobra una importancia capital.
Kant, que estaba muy interesado por esta problemática, tampoco era
demasiado optimista respecto a la condición humana. Si bien pensaba que
las personas tenemos necesidad de compañía e inclinaciones benevolentes,
también creía que el conflicto nos es connatural: tendemos a aislarnos por-
que queremos actuar conforme a nuestros deseos; pero, como entre éstos
se encuentran las ansias de poder, de honor y de posesiones, no podemos
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 99
renunciar a la vida social. En esta “insociable sociabilidad” radica la raíz de
todos los problemas de convivencia. Es comprensible, entonces que, tal
como lo hicieran los teóricos de la ley natural, centrara sus investigaciones
éticas en el concepto de obligación y concibiera la moralidad en un senti-
do restrictivo: como aquello que no se debe hacer.

El juicio moral, el deber y la razón práctica

El punto de partida de su indagación es el conocimiento moral ordinario:


todos poseemos un sentido moral intuitivo, directo, que nos informa acer-
ca de nuestras obligaciones y nos permite, asimismo, evaluar las acciones
propias y ajenas; en otros términos, todos poseemos una conciencia moral
que nos reprocha cuando actuamos de modo incorrecto. Es un conoci-
miento espontáneo e independiente de factores tales como el grado de ins-
trucción, las condiciones sociales o económicas, o, incluso, la comunidad
de pertenencia. El supuesto de Kant es que este sentido moral es común a
todos porque no se origina en componentes empíricos –costumbres socia-
les, sentimientos, creencias religiosas, etc.– sino en un principio a priori de
la razón práctica que es, justamente, la facultad de actuar de acuerdo a
principios y de proponerse fines. Aunque el saber moral vulgar conoce y
aplica dicho a priori de modo intuitivo no es capaz de dar razón de él, de
analizarlo y comprenderlo conceptualmente. Ésta es la tarea emprendida
en los dos primeros capítulos de la FMC.

Ni en el mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo, es po-


sible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restric-
ción, a no ser tan sólo una buena voluntad.
[...] El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la com-
pleta satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre
de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe
una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal
el influjo de esa felicidad y con él el principio de toda acción.1

Este comienzo propone un distanciamiento de la preocupación canónica


de la ética. Para Kant lo importante no reside en la pregunta por los fines
100 BREVIARIO DE ÉTICA
de las acciones. Éstos siempre están condicionados por las circunstancias,
tanto objetivas como subjetivas, en las que están involucrados los actos. Lo
único que puede ser considerado bueno sin ninguna condición o cualifi-
cación es la buena voluntad.

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es


buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos haya-
mos propuesto; es buena sólo por querer, es decir, es buena en sí
misma.2

Nuestros actos tienen efectos en el mundo fenoménico, sin embargo, no


poseemos sobre éste un dominio pleno. Puede ocurrir que causas desafor-
tunadas o acciones de terceros hagan fracasar nuestros propósitos, sin em-
bargo esto no cambiará la cualidad de nuestra voluntad. Comparemos dos
situaciones:
A) X, que está mirando el mar, advierte que una persona hace señas
desesperadas, a punto de ahogarse. Sin perder un instante, x se sumerge e
intenta infructuosamente alcanzarla. Sólo se da por vencido cuando la per-
sona desaparece, tragada por el mar.
B) Z está en las mismas circunstancias objetivas que x. Sin embargo,
las circunstancias subjetivas son bien distintas: conoce a la persona, quien
le adeuda una suma importante de dinero que había prometido cancelar
ese mismo día; Z se zambulle y consigue rescatarla.
Quien juzgara la condición moral de ambas acciones conociendo las
circunstancias relevantes –tanto las objetivas como las subjetivas– proba-
blemente pensaría que sólo la primera tiene calidad moral, pese a que no
se alcanzó el objetivo buscado; mientras que en el segundo caso, aunque
el agente conquistó un fin valioso, cabe la fuerte sospecha de que sus mo-
tivaciones hayan sido egoístas. La primera tesis de la FMC no hace más
que formular conceptualmente esta intuición moral básica. Es importan-
te notar que Kant no está sugiriendo que los resultados de las acciones re-
sulten indiferentes –como frecuentemente se ha mal interpretado–, por el
contrario, la buena voluntad siempre busca producir consecuencias valio-
sas. Su objetivo consiste en mostrar que sólo ella merece el calificativo de
buena en sentido moral:
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 101
Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquin-
dad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa vo-
luntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus
mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase
la buena voluntad –no desde luego como un mero deseo, sino co-
mo el acopio de todos los medios que están en nuestro poder–,
sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma.3

Para dar razones de este aserto, el filósofo apela a un supuesto metafísico


habitual en la época, herencia de la filosofía griega: el teleologismo. Si bien
en la Crítica de la Razón Pura sólo acepta, en consonancia con la física
newtoniana, la causalidad mecánica para explicar las leyes naturales, en sus
escritos sobre ética, estética y filosofía de la historia la idea de finalidad jue-
ga un papel destacado. Sin la pretensión de negar que las leyes naturales
sólo admiten la explicación mecánico-causal, en dichos trabajos supone
que los organismos vivos poseen una finalidad interna que acepta la pre-
gunta “¿para qué?”. La finalidad de cada organismo está en función de la
finalidad de la naturaleza considerada como un todo.

Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de


un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad para la vida,
no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no
sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien; si en un
ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la na-
turaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su feli-
cidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al
elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su
propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que rea-
lizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría pres-
crito con mucha mayor exactitud el instinto.
[...] Por otra parte, nos ha sido concedida la razón como fa-
cultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influ-
jo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón
tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual
respecto, como medio sino buena en sí misma.4
102 BREVIARIO DE ÉTICA
Es pertinente tener en cuenta que Kant no entiende la “felicidad” (“Glückse-
ligkeit”) siempre del mismo modo. En esta cita la identifica con lo pla-
centero, con la satisfacción de los deseos que provienen de las inclinacio-
nes que persiguen lo agradable. Así entendida la felicidad es un ideal de
la imaginación que deriva completamente de la experiencia. Pero en
otros escritos –en particular en la Crítica de la razón práctica– la consi-
dera también un fin racional: como objeto de la razón práctica es un fin
bueno al subordinarse a la virtud. Sin embargo, no es éste el significado
supuesto en la obra que estamos comentando, donde Kant se propone
mostrar que fundar la moral en un sentimiento de agrado –como entre
otros, lo hacía su respetado D. Hume– constituye un punto de vista en-
teramente erróneo.
La voluntad es la facultad del querer, de perseguir fines. Sin ella sería-
mos incapaces de emprender ninguna acción. Para conquistar determinado
fin, es necesario, en primer término, apetecerlo. Ahora bien, las relaciones
entre voluntad y razón siempre han resultado complejas. ¿Cuál de las dos
facultades es determinante para la vida práctica? En el capítulo cinco habí-
amos hecho referencia a la opinión de Hume, quien, atribuyéndole a la ra-
zón un uso exclusivamente teórico, considera que la voluntad es una facul-
tad irracional. Cuando sostiene, en un famoso pasaje del Tratado de la
naturaleza humana5, que la razón es la esclava de las pasiones –es decir,
emociones, afectos, apetencias– quiere significar que el único papel que le
compete en la acción es auxiliar a aquéllas en la conquista del fin que dese-
an. Dicho de otro modo, la razón no motiva ningún acto. Al exponer la de-
liberación en Aristóteles explicamos que consideraba un tipo de deseo, el
deseo deliberado, como racional; si bien el psiquismo humano obedece a
un doble comando, uno racional y otro irracional y coloca al apetito en es-
te último, cree que es permeable a la razón aunque, claro está, no siempre
se deja dominar por ella. En lo referente a la motivación de los actos pode-
mos ubicar a Aristóteles en una posición intermedia entre Hume y Kant;
para este último, sólo cuando la razón somete a la voluntad ésta es buena sin
ninguna condición. La imagen del sometimiento no es aleatoria; no se tra-
ta, como en Aristóteles, de una razón que modela los deseos sino de una ra-
zón que obliga a la voluntad a determinarse por sus principios, excluyentes
de todo apetito. A diferencia de lo que podemos suponer ocurre con una
voluntad perfecta –la divina–, la humana encuentra a veces en sus inclina-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 103
ciones obstáculos para el buen obrar, de modo que necesita obligarse a sí
misma. Por ello el concepto de buena voluntad contiene el de deber, que el
análisis filosófico despliega en las tres proposiciones siguientes:

1º Una acción es buena cuando se realiza no por inclinación sino por


deber.
2º Una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito
que por medio de ella se quiere alcanzar sino en la máxima por la cual
ha sido resuelta.
3º El deber es la necesidad de la acción por respeto a la ley.

Con el término “inclinación” Kant sintetiza estados psicológicos tales co-


mo deseos, afectos, pasiones, intereses de distinta índole, cuyo origen es
empírico y que suelen motivar las conductas. Algunas de ellas pueden con-
ducirnos a cometer actos condenables; otras, en cambio, como suele ocu-
rrir cuando nos inspiran sentimientos de simpatía o generosidad, actos
que se consideran valiosos. Sin embargo, ninguna de estas inclinaciones da
origen a una acción moral, sólo lo será la producida por el deber.
La clasificación de las acciones es la siguiente:

Contrarias al deber inmorales


Conformes al deber moralmente neutras
por inclinación mediata (egoístas)
Conformes al deber moralmente neutras
por inclinación inmediata
(sentimientos de simpatía, etc.)
Por deber morales

Esta tesis fundamental de la ética kantiana fue acusada de rigorista y fue


sometida a diversas críticas. En especial se objetó la separación radical en-
tre inclinaciones y razón y el rechazo de los afectos en el origen de la mo-
ral. Si bien cualquiera concedería que una acción basada en móviles egoís-
tas no tiene valor moral, no ocurre lo mismo con las afecciones que el
filósofo denomina “inclinaciones inmediatas”; en efecto, ¿por qué el sen-
timiento de simpatía que nos provoca una persona tendría que anular la
calidad moral de nuestra acción encaminada a ayudarla?
104 BREVIARIO DE ÉTICA
No hay dudas de que el severo ambiente pietista que rodeó al filóso-
fo desde sus primeros años ejerció una influencia definitoria sobre sus ide-
as morales. También es verdad que el tratamiento otorgado a las inclina-
ciones en la FMC puede inducir a realizar este tipo de objeciones. Sin
embargo, una lectura más integral de sus escritos de filosofía práctica po-
sibilita juicios más matizados. Por ejemplo, en el siguiente pasaje disiente
con sus admirados estoicos en localizar el origen del mal en nuestras incli-
naciones.

Pero aquellos maestros esforzados desconocieron a su enemigo, el


cual no ha de ser buscado en las inclinaciones naturales, mera-
mente indisciplinadas [...].
Las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas,
buenas, esto es, no reprobables, y querer extirparlas no solamen-
te es vano, sino que también sería dañino y censurable; más bien
hay que domarlas, para que no se consuman las unas por las
otras, sino que puedan ser llevadas a concordar en un todo llama-
do felicidad.
[...] Sólo lo moralmente contrario a la ley es en sí mismo ma-
lo, absolutamente reprobable, y ha de ser extirpado.6

Es tarea de la razón domar las inclinaciones y convertirlas en aliadas de los


deberes de virtud hacia el prójimo. Kant no duda de que las inclinaciones
generosas nos ayudan a realizar actos buenos; por ello es nuestra obliga-
ción cultivarlas, en particular, los sentimientos de amor y respeto, los so-
cios más eficaces para el ejercicio de esa clase de deberes.
En la segunda de las proposiciones citadas se afirma que el valor mo-
ral de una acción no reside en los resultados que se esperen de ella sino en
la “máxima” que la inspiró. El término “máxima” designa los principios
prácticos generales mediante los cuales la voluntad se determina para per-
seguir sus fines: “Nunca debo dejar de vengarme si he sido injuriado”, “No
debo prometer en falso”; “Ayudar a los necesitados es mi primer propósi-
to”, “A mis enemigos, ni justicia”, constituyen ejemplos de máximas.
Tienen su origen en los factores empíricos que intervienen en el proceso
de socialización, genéricamente denominados “costumbres”. A criterio de
Kant, el deber no puede nacer de tales máximas, sino de un principio vá-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 105
lido sin ninguna condición y oriundo de la razón, que se impone a la vo-
luntad con la fuerza de una ley. En virtud de esta imposición –en realidad
una autoimposición– la voluntad se sustrae al influjo de las inclinaciones
y actúa conforme a su naturaleza racional.

Imperativos hipotéticos, imperativo categórico y ley moral

El examen del concepto de ley y de su relación con la voluntad conducirá


a otra idea central: los imperativos.

Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racio-


nal posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, es-
to es, por principios; posee una voluntad. Como para derivar las
acciones de las leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es
otra cosa que razón práctica.7

Según los principios de la física newtoniana, los fenómenos naturales es-


tán sometidos a una concatenación causal que permite su intelección y
predicción, es decir, están sometidos a leyes de validez universal y necesa-
ria. Los seres racionales, en cambio, tienen la facultad cognitiva de repre-
sentarse los principios que inspiran sus acciones voluntarias. Por ejemplo,
el principio general bajo el cual es posible adscribir la acción descripta en
la situación A puede enunciarse de este modo: “Es un deber ser solidario
con el prójimo necesitado”. Ahora bien, no cualquier principio constituye
una ley práctica; para serlo no debe estar condicionada por ningún fin par-
ticular, de modo que su validez se extenderá a toda voluntad racional y no
sólo a la del agente que actúa bajo su influencia. La voluntad humana no
es puramente racional. Si lo fuera, no necesitaría constreñirse a sí misma
rehusándose a seguir sus inclinaciones. Una voluntad puramente racional
–una voluntad santa– no necesitaría ninguna constricción, puesto que
siempre obraría por mor de la ley objetiva; cuando la voluntad es imper-
fecta, en cambio, las motivaciones subjetivas no coinciden necesariamen-
te con la ley; por ello una voluntad buena –a diferencia de la voluntad san-
ta–, se autoimpone la ley de la razón representándosela bajo la forma de
un mandato, de un imperativo.
106 BREVIARIO DE ÉTICA
La representación de un principio objetivo, en tanto que es cons-
trictivo para una voluntad llámase mandato (de la razón), y la
fórmula del mandato llámase imperativo.

[...] Todos los imperativos mandan, ya sea hipotética, ya sea cate-


góricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una
acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere
(o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el
que representa una acción por sí misma, sin referencia a ningún
otro fin, como objetivamente necesaria.8

Para comprender este pasaje es necesario introducir un contenido tratado


en Crítica de la razón pura.9 En esta obra Kant presenta una tabla que con-
tiene las formas lógicas del juicio agrupadas en cuatro modos: I) cantidad,
II) cualidad, III) relación y IV) modalidad, cada uno de éstos contiene, a
su vez, tres posibilidades; los dos últimos modos son adaptados al contex-
to moral para proporcionar la clasificación de los imperativos incluida en
la cita precedente.
Es importante tener presente que el empleo de las formas lógicas es
analógico, es decir, Kant no pretende realizar un traslado directo y com-
pleto de dichas formas a la ética; los juicios tienen la propiedad de ser ver-
daderos o falsos, pero ésta no se traslada a los imperativos; la función esen-
cial del juicio es informar, la del imperativo, ordenar, por esta razón el
filósofo prefiere denominar a los imperativos “principios prácticos”.
Aclarado este punto, estamos en condiciones de retomar la distin-
ción entre imperativos hipotéticos y categóricos, extraída de los juicios de
la relación. Según este modo un juicio puede ser hipotético, categórico o
disyuntivo –aunque este último no interviene aquí–. Es hipotético cuan-
do tiene la forma “Si p, entonces q; donde q se afirma con la condición
de p, por ejemplo, “Si quieres irte de vacaciones, entonces, ahorra”.
Sin embargo, es importante tener en cuenta que no es la forma lin-
güística la que determina el carácter hipotético de un imperativo, sino el
modo condicionado en que obliga. Su exigencia se limita al fin que se pre-
tende alcanzar. Si para expresar el ejemplo anterior dijéramos: “¡Ahorra pa-
ra tus vacaciones!”, el imperativo no dejaría de ser hipotético, porque sólo
vale para un propósito determinado.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 107
El imperativo categórico, en cambio, posee un valor incondicionado,
por ello es el único imperativo moral.

Si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa en-
tonces el imperativo es hipotético; pero si la acción es representada
como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad con-
forme en sí con la razón, entonces el imperativo es categórico.10

“Debes devolver el dinero que te prestan” es un imperativo categórico por-


que expresa una obligación incondicionada, que no se modificaría si la ex-
presáramos de esta manera: “Si alguien te prestó dinero, entonces devuél-
velo”. Así como los imperativos hipotéticos pueden presentarse bajo una
forma lingüística categórica, también los categóricos pueden ser expresa-
dos bajo un condicional sin que esto altere su validez absoluta. Esto ocu-
rre porque no es la relación sino la modalidad (de la obligación) lo que dis-
tingue ambos tipos de imperativos.
Según la modalidad, los juicios se clasifican en: problemáticos, asertó-
ricos y apodícticos. En los primeros, la afirmación o negación del juicio se
acepta sólo como posible (Vg.: “Es posible que Israel y el Estado Palestino
firmen un tratado de paz”), los segundos son considerados como reales (Vg.
“Argentina limita con Chile en el oeste”); los apodícticos son necesarios (Vg.
“El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los cate-
tos”). Trasladada a los imperativos, la distinción fundamental según la mo-
dalidad se da entre los dos primeros, que obligan de modo relativo, y el úl-
timo, que obliga absolutamente. Así, los hipotéticos pueden ser problemático
prácticos o asertórico prácticos. Aquéllos, también llamados imperativos de la
habilidad, se dirigen a un fin posible; por ejemplo: “Si quieres normalizar tu
presión arterial, come con poca sal”, donde la segunda proposición, el im-
perativo, prescribe los medios para alcanzar el fin contenido en la primera.
Los asertórico-prácticos se dirigen a un fin que Kant supone querido
por todos, la felicidad. En este caso, el imperativo no propone sólo los me-
dios técnicos para lograr el fin sino incluso los fines particulares en vistas
al fin general, por ello los denomina también imperativos de la sagacidad
o de la prudencia.
El imperativo categórico, en cambio, no tiene por objeto un fin par-
ticular sino la realización de una acción buena en sí misma, y por tanto
108 BREVIARIO DE ÉTICA
objetivamente necesaria, sin propósito ulterior, para toda voluntad racio-
nal. Por ello el imperativo categórico no ordena el contenido del acto sino
la forma de la obligación, incondicionada o absoluta; es esta característica
la que lo convierte en el único imperativo moral.
Habíamos explicado que el imperativo categórico es el modo en que
se presenta la ley moral para una voluntad que no es siempre puramente
racional. Ahora estamos en condiciones de analizar en qué consiste esa ley
que debe determinar la voluntad abstrayéndose de cualquier fin particular.

Cuando pienso en general en un imperativo hipotético, no sé de


antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me
es dada. Pero si pienso en un imperativo categórico, ya sé al pun-
to lo que contiene, pues como el imperativo, aparte de la ley, no
contiene más que la necesidad de la máxima de conformarse con
esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que es-
té limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una
ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción,
y esta conformidad es lo único que el imperativo representa pro-
piamente como necesario.
El imperativo categórico es, pues, como sigue: Obra sólo se-
gún una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se
torne ley universal.11

El imperativo categórico nos ordena actuar en concordancia con una ley


válida para todos los seres racionales y no meramente con un principio que
pudiéramos considerar válido en pos de algún fin. No proporciona un
contenido que nos informe sobre nuestros deberes en cada caso sino un
procedimiento para aceptar o rechazar el contenido provisto por las máxi-
mas. Kant pretende haber descubierto el único principio de la moralidad
del que se deriva cualquier mandato incondicionado de modo análogo al
que, en la física newtoniana, las leyes que rigen el movimiento de los pla-
netas descubiertas por Kepler o la ley de la caída de los cuerpos enuncia-
da por Galileo, se deducen de la ley de gravitación universal.
Pese a que afirma que el imperativo categórico es uno, elabora distin-
tas formulaciones que constituyen diferentes maneras en que podemos re-
presentárnoslo, con la intención manifiesta –aunque no necesariamente
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 109
exitosa– de volver más claro su concepto y su aplicación al contenido de
las máximas. La cita precedente corresponde a la formulación general. La
segunda formulación es la siguiente:

Actúa como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu


voluntad, ley universal de la naturaleza.12

En la obra que estamos considerando no se explicita cómo puede derivar-


se esta fórmula de la anterior ni en qué sentido preciso debemos entender
el concepto de ley de la naturaleza en un contexto moral. Desarrollar esta
cuestión nos conduciría por senderos demasiado intrincados. Baste, para
este estudio introductorio, recordar que Kant entabla una analogía entre
las leyes de la naturaleza y la ley moral. Así como aquéllas no admiten ex-
cepciones, por ello son universales y necesarias, tampoco las admite la ley
moral. Claro es que la necesidad en la naturaleza está determinada por una
causalidad ciega, mecánica. En cambio, el ser humano puede, por una
elección de su voluntad, determinarse a obrar según una máxima tan ob-
jetiva e imparcial como lo son las leyes de la naturaleza, y por ello, su va-
lidez puede ser reconocida por todos.
Para ilustrar de qué modo funciona esta segunda formulación como
criterio de universalización de las máximas Kant apela a varios ejemplos.
Tomaremos el más citado, el de la falsa promesa, y lo analizaremos en su-
cesivos pasos.
Estando en una situación de apremio económico, pido prestado di-
nero a un amigo sabiendo que no podré devolvérselo; sin embargo, le
prometo que se lo restituiré en un plazo convenido. Puedo enunciar la
máxima por la que me rijo de la siguiente manera: “Toda vez que necesi-
to dinero pediré un préstamo comprometiéndome a devolverlo, sabiendo
que no lo haré”.
El segundo paso consiste en universalizar la máxima: “Todo aquel que
esté apurado de dinero puede pedirlo en préstamo prometiendo devolver-
lo, pese a no tener la intención de cumplir con la promesa”. De este mo-
do me represento un mundo hipotético en el que todos adoptaran mi má-
xima.
En el paso final me pregunto si la máxima es lícita; pero, para respon-
der esta pregunta necesito un criterio.
110 BREVIARIO DE ÉTICA
Enseguida veo que (la máxima) nunca puede valer como ley na-
tural universal, ni convenir consigo misma, sino que siempre ha
de ser contradictoria, pues la universalidad de una ley que diga
que quien crea estar apurado puede prometer lo que se le ocurra
proponiéndose no cumplirlo, haría imposible la promesa misma
y el fin que con ella pueda obtenerse pues nadie creería que reci-
be una promesa y todos se reirían de tales manifestaciones como
de un vano engaño.13

Como se explica en la cita, la contradicción es el criterio que prueba que


la máxima no es universalizable. Ahora bien, ¿de qué tipo de contradicción
se trata? La interpretación más difundida –a la que induce el propio Kant
con su escritura poco cuidadosa– es la consecuencialista. Si todo el mundo
prometiera falsamente la consecuencia sería la desaparición de la promesa,
lo que terminaría perjudicando al agente que quiere prometer en falso,
porque ya no podría repetir la acción en caso de serle necesario. Sin em-
bargo, esta interpretación no se condice con las tesis defendidas por Kant.
En efecto, si la razón que invalida la universalización de la máxima fuera
ésta, la acción resultante de ella (abstenerse de prometer en falso) no esta-
ría motivada por el deber sino por el egoísmo.
Más ajustada al pensamiento de Kant resulta la versión inherentista
que la interpreta como una contradicción lógica. Existe una clase de ver-
bos llamados realizativos que enuncian la acción y al mismo tiempo la lle-
van a cabo: “declarar”, “bautizar”, “prometer”, pertenecen a este grupo.
Cuando el sacerdote dice “Yo te bautizo”, en el mismo momento que pro-
nuncia esta frase, está realizando el sacramento. Lo mismo ocurre con
“prometer”. Si alguien dice: “Te prometo”, con la intención de no cum-
plir, incurre en una contradicción pragmática, y el acto de habla se con-
vierte en un enunciado contradictorio debido, justamente, al carácter rea-
lizativo del verbo. Como se infiere del siguiente pasaje, esta interpretación
hace mayor justicia al pensamiento de Kant.

Algunas acciones están de tal modo constituidas, que su má-


xima no puede sin contradicción ser siquiera pensada como
ley natural universal, y mucho menos que se pueda querer que
deba serlo. En otras no se encuentra, es cierto, esta posibilidad
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 111
interna, pero es imposible querer que su máxima se eleve a la
universalidad de una ley natural, porque tal voluntad sería
contradictoria consigo misma.14

En la última oración de la cita Kant introduce un segundo tipo de contra-


dicción, no ya de carácter lógico sino volitivo. Consideremos uno de los
ejemplos que emplea para ilustrarla.

[Un individuo] encuentra en sí cierto talento que, con la ayu-


da de alguna cultura, podría hacer de él un hombre útil en di-
ferentes aspectos. Pero se encuentra en circunstancias cómo-
das y prefiere ir a la caza de placeres [...] Se pregunta si su
máxima de dejar sin cultivo sus dotes naturales se compade-
ce, no sólo con su tendencia a la pereza, sino también con eso
que se llama el deber. Y entonces ve que bien puede subsistir
una naturaleza que se rija por tal ley universal, aunque el
hombre [...] deje que se enmohezcan sus talentos y entregue
su vida a la ociosidad [...]; pero no puede querer que ésta sea
una ley natural universal [...] pues como ser racional necesa-
riamente quiere que se desenvuelvan todas las facultades en él,
porque ellas le son dadas y le sirven para toda suerte de posi-
bles propósitos.15

La pregunta que, en este caso, el agente se hace es: ¿Cómo sería un mun-
do en el cual nadie cultivara sus talentos? Sería un mundo sin ciencia, sin
arte, sin técnica, en una palabra, un mundo incivilizado. Si bien un mun-
do de estas características es perfectamente concebible (por ello no se tra-
ta, como en el caso de la promesa, de una contradicción lógica), una vo-
luntad racional no puede querer que tal mundo exista. Esta idea sólo
puede entenderse a la luz de los supuestos teleológicos del filósofo a los
que anteriormente habíamos hecho referencia; éstos lo llevan a postular
que una voluntad racional debe querer un mundo en el que se desarrollen
armónicamente los fines del género humano, que son los fines de la razón
universal. A diferencia del caso de la promesa, este ejemplo introduce las
consecuencias en la prueba de universalización; es necesario advertir –pa-
ra no malinterpretar el argumento– que, a diferencia de lo que ocurre con
112 BREVIARIO DE ÉTICA
la falsa promesa, en el caso de los talentos lo relevante para rechazar la uni-
versalización de una máxima cuyo fin es la pereza son las consecuencias ina-
ceptables que resultarían de su aplicación. Mientras que una interpretación
consecuencialista del rechazo de la universalización de la falsa promesa su-
pone motivos egoístas, en el ejemplo de los talentos es la voluntad racional
del agente y no su voluntad empírica, la que se opone al rechazo de la uni-
versalización de la pereza.

Si ahora atendemos a nosotros mismos en los casos en que con-


travenimos un deber, hallaremos que realmente no queremos que
nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposi-
ble; más bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley
universal, pero nos tomamos la libertad de hacer una excepción
para nosotros –o aun sólo para este caso–, en provecho de nues-
tra inclinación. Por consiguiente, si lo consideramos todo desde
uno y el mismo punto de vista, a saber, el de la razón, hallaremos
una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber: que cier-
to principio es necesario objetivamente como ley universal, y, sin
embargo, no vale subjetivamente como universalidad, sino que
ha de admitir excepciones.16

Lo que se muestra en el pasaje es la inconsistencia de una voluntad que ad-


mite la universalidad de la ley pero pretende hacer una excepción consigo
misma.
La distinción entre ambos tipos de contradicciones es también el
criterio utilizado por el filósofo para distinguir entre deberes perfectos e
imperfectos. Los primeros tienen un carácter restrictivo, nos obligan a
abstenernos de realizar ciertas acciones. Son ineludibles ya que su infrac-
ción no sobrevive al principio de universalización porque origina una
contradicción interna a la razón. Los imperfectos contienen una obliga-
ción más laxa porque no ordenan una mera abstención sino una acción
positiva; cómo, cuándo y con quién llevarla a cabo, depende de las cir-
cunstancias específicas. Si bien hay obligación de cultivar los talentos,
cuáles perfeccionar, en qué ocasión y con qué medios, no puede deter-
minarse a priori sino que queda librado al criterio y posibilidades de ca-
da agente.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 113
Queda por considerar un elemento de la acción que nos conducirá a
la tercera formulación del imperativo categórico, el fin.

La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno


a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes.
Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse.
Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento
objetivo de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto
por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres ra-
cionales.17

Resumamos parte de lo visto hasta aquí; la voluntad es la capacidad de


proponerse los fines de las acciones; si éstos sólo son válidos para el agen-
te que los elige son condicionados y se fundan en imperativos hipotéticos.
Pero si es la razón la que determina a la voluntad, el fin es objetivo y po-
see validez para todo ser racional ¿cuál sería ese fin válido para todos?

El hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí


mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aque-
lla voluntad.18

Existe un tipo de fin cuyo valor no deriva de los propósitos y resultados de


las acciones, siempre contingentes, sino que posee un valor absoluto, de-
rivado de su naturaleza racional.

El valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de


nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existen-
cia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen,
empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, co-
mo medios, y por eso se llaman cosas. Los seres racionales lláman-
se personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí
mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente
como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho.19

Se introduce en este pasaje el importante concepto de persona, recogido


como núcleo normativo por la ética deontológica posterior; por ser un fin
114 BREVIARIO DE ÉTICA
en sí mismo la persona nos obliga a limitar nuestros fines particulares en
caso de que éstos pudieran lesionar su dignidad. Esta noción provee el con-
tenido de la tercera fórmula del imperativo.

Actúa de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona


como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al
mismo tiempo y no solamente como un medio.20

Esta formulación pone de manifiesto que la pretensión de Kant referida a


la equivalencia de todas ellas resulta problemática. La formulación general
y su primera variante, la de la ley de la naturaleza, son formales; se limitan
a proporcionar un procedimiento mediante el cual la razón pone a prue-
ba el contenido de las máximas. Pero no ocurre lo mismo con la tercera
porque se introduce de manera expresa el contenido provisto por el con-
cepto de persona; por ello es difícil admitir que se deriva de la fórmula ge-
neral. No ahondaremos en esta cuestión; sólo la mencionamos porque dio
lugar a interpretaciones y discusiones que recogen autores contemporá-
neos herederos de la tradición kantiana. Tal como veremos en el próximo
capítulo, Habermas defiende una ética exclusivamente formal, mientras
que Rawls formula una propuesta con contenidos sustantivos.

La voluntad autónoma

El concepto de persona nos conduce a la médula de la ética kantiana, la


autonomía de la voluntad.
La persona es un fin en sí mismo porque, en tanto ser racional, no es-
tá sometida a la ley de la causalidad que rige al mundo de los fenómenos
sino que puede determinarse a actuar según una ley que emana de su pro-
pia razón, dicho en otros términos, la persona posee una voluntad autó-
noma. La autonomía de la voluntad constituye, según Kant, el principio
supremo de la moralidad.
Si la voluntad se deja condicionar por imperativos hipotéticos, es he-
terónoma porque el fundamento de su acción no se encuentra en ella mis-
ma sino en las inclinaciones. Sólo cuando se determina por el imperativo
categórico reviste un carácter autónomo, y esto no solamente porque ac-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 115
túa conforme a una ley que vale universalmente sino porque ella le da ori-
gen. Dicho de otro modo, la ley que estamos obligados a seguir no nos es
impuesta desde el exterior.
Estamos en condiciones de comprender el alcance profundo del giro
copernicano realizado por Kant. Al comenzar el capítulo habíamos co-
mentado el desacuerdo del filósofo con las posiciones eudemonistas y las
razones que lo llevaron a fundar la moralidad en la obligación, en sintonía
con los modernos filósofos de la ley natural. Sin embargo, éstos concebí-
an la obligación como un sometimiento a la ley divina, algo inadmisible
para Kant porque implica negar la autonomía. Así, realiza dos operacio-
nes: renuncia a fundar la ética en los fines y desplaza el fundamento de la
obligación al interior de la voluntad racional; ambas permiten compren-
der porqué sólo se es libre cuando se actúa siguiendo el mandato de la ley
moral.
No ahondaremos en el tema de la libertad porque esto nos llevaría a
adentrarnos en un territorio metafísico que, si bien está en la base de la éti-
ca de Kant, escapa a los objetivos de esta exposición. Sólo señalaremos, pa-
ra concluir, que uno de los sitios donde el filósofo se ocupa de la idea de
la libertad es en la tercera antinomia de la Crítica de la razón práctica. Allí
confronta la tesis determinista según la cual el único tipo de causa que
existe es la causalidad natural, con la tesis que admite una causalidad ori-
ginada en la libertad. La razón teórica no puede resolver la antinomia; es
imposible probar la verdad o falsedad de ambas tesis porque su contenido
escapa al campo de la experiencia, límite infranqueable del conocimiento.
Distintas resultan las cosas en el mundo de las acciones. Nuestro sentido
de la responsabilidad, nuestra conciencia moral, nos lleva a suponer que
somos libres. La libertad es un factum de la razón, la ley moral nos da un
indicio de su existencia.

Lecturas complementarias

Guariglia, O.: Ideología, verdad y legitimación, Buenos Aires, FCE, 1993, cap. 7.
Höffe, O.: Immanuel Kant, Barcelona, Herder, varias ediciones, cap. 9.
Guariglia, O.: Moralidad: ética universalista y sujeto moral, Buenos Aires, FCE,
1996, cap. 5.
116 BREVIARIO DE ÉTICA

Notas

1 Kant, Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe,


1967, p. 27.
2
Ibíd., p. 28.
3 Ibíd., p. 29
4
Ibíd. p. 30.
5 D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Editora Nacional, 1981, p. 617.
6 Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, Alianza, 1969, p. 63.
7
Kant, Fundamentación…, op. cit., p. 59.
8 Ibíd., p. 61.
9
Kant, Crítica de la Razón Pura, Buenos Aires, Losada, 1967, Analítica Trascenden-
tal, Libro I, secc. II, pp. 216 y ss.
10
Kant, Fundamentación… p. 62.
11 Ibíd., p. 72.
12
Ibíd., p. 73.
13 Ibíd., p. 74.
14
Ídem.
15
Ibíd., p. 75.
16 Ibíd., p. 76.
17
Ibíd., p. 81.
18 Ibíd., p. 82.
19 Ídem.
20
Ibíd. p. 84.
Capítulo 8
Teorías deontológicas:
II. Propuestas contemporáneas

El legado de Kant. I. La ética discursiva de Jürgen Habermas. La


pragmática universal y la teoría de la acción comunicativa. La si-
tuación ideal de habla, el Principio de Universalización y la fun-
damentación de las normas. II. John Rawls y la justicia como im-
parcialidad. La cooperación social, las condiciones de equidad y
el diseño de la posición original. Dos principios de justicia. La
prioridad de lo justo.

El legado de Kant

Como ocurre con las obras de todos los grandes pensadores, la ética de
Kant fue objeto de interpretaciones diferentes que dieron lugar a polémi-
cas no sólo exegéticas sino también referidas al modo de concebir la ética,
polémicas cuyos ecos llegan hasta hoy. Sin pretender hacer justicia a toda
la riqueza de la herencia kantiana, señalaremos dos líneas interpretativas
básicas que aún se mantienen. Por un lado, las corrientes que recogen las
críticas realizadas por Hegel cuestionan a Kant la reducción de la moral al
mandato del imperativo categórico, una fórmula vacía de contenido de la
que no es posible derivar ninguna orientación para la vida práctica. La éti-
ca centrada en el deber ser se desentiende de lo que constituye las fuentes
de nuestro aprendizaje moral: las costumbres, las instituciones sociales, en
una palabra, la tradición. El rigorismo es otro flanco de críticas; el desco-
nocimiento del papel que juegan los deseos y los sentimientos en la moti-
vación moral conduce a una propuesta ética poco realista en la que la ra-
zón está completamente escindida del orden afectivo.
118 BREVIARIO DE ÉTICA
Por otro lado, aunque de modo discontinuo y entrecruzado, fue te-
jiéndose una tradición kantiana que hoy día se halla en pleno vigor. El pri-
mer continuador de fuste del filósofo fue Jacob Fries (1778-1843) quien,
haciéndose cargo de los problemas que conlleva una interpretación pura-
mente formal de la ley moral, la reformuló proveyéndola de un contenido
basado en la igual dignidad que poseen las personas como fines en sí mis-
mas, contenido que, en verdad, tal como mencionamos, está implícito en
la tercera formulación del imperativo categórico.
Luego de la aparición, en 1841 de Los dos problemas fundamentales de la
1
ética , de A. Schopenhauer, fuertemente crítica de Kant, su teoría práctica
entró en un cono de sombra que comenzó a aclararse cuando, hacia finales
de la década del sesenta del siglo XIX, se inicia la corriente que hoy se cono-
ce como neokantismo. Es interesante destacar que Hermann Cohen, el más
destacado de los integrantes de la escuela de Marburgo –las otras dos escue-
las neokantianas fueron la de Gotinga (Leonard Nelson) y la de Baden
(Wilhelm Windelband, Heinrich Rickert)–, reivindica la importancia de
Kant a los efectos de pensar los lineamientos de una política social igualita-
rista. En efecto, Cohen declara al maestro el verdadero fundador del socia-
lismo por haber aportado la idea del hombre como un fin en sí mismo, idea
que contiene un potencial revolucionario para criticar al uso del trabajador
como mercancía en la sociedad capitalista.
La segunda renovación kantiana, que llega hasta nuestros días, se ini-
cia hacia mediados del siglo pasado bajo la égida de la filosofía del lengua-
je. La innovación metodológica aportada por ésta determinó que la delimi-
tación de la ética como disciplina autónoma no pudiera ya ser concebida,
como lo hizo el neokantismo, desde el punto de vista de la conciencia si-
no desde las reglas del lenguaje. Por tanto, de Kant se rescató el método
crítico y el concepto de razón práctica, pero pensado éste como una estruc-
tura intersubjetiva capaz de generar procedimientos que puedan validar o
rechazar las normas, en lugar de atarlo a supuestos trascendentales con
fuertes compromisos metafísicos. En términos generales, la filosofía prác-
tica contemporánea recoge del maestro los siguientes aspectos.
En primer lugar, el deontologismo: la noción de lo correcto, del de-
ber, tiene prioridad sobre cualquier idea del bien –interés, placer, felici-
dad–. Esta prioridad apunta a validar la idea de autonomía de la volun-
tad desde una perspectiva contemporánea, y tiene importantes
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 119
consecuencias no sólo para la ética sino también para la filosofía política.
Dado que debe respetarse la autonomía del sujeto, no es legítimo que el
estado imponga ni privilegie ningún ideal de buena vida –sea éste religio-
so, estético o ético–.
En segundo lugar, y estrechamente vinculada con lo anterior, la idea
de imparcialidad, contenida en el imperativo categórico. Los mecanismos
procedimentales que concibe la razón deben apuntar a justificar normas
imparciales y, por tanto, pasibles de ser reconocidas como válidas por cual-
quier persona, sean cuales fuesen sus deseos e intereses particulares.
En tercer lugar, el universalismo. El imperativo categórico se interpre-
ta como un procedimiento que apunta a establecer qué requisitos debe
cumplir una norma que pueda considerarse legítima, independientemen-
te de su reconocimiento por la moral positiva. El punto de vista universa-
lista permite diferenciar entre moral positiva y moral crítica. No realizar
esta distinción conduce a alguna variante del relativismo que, en última
instancia, asimila lo válido a lo fácticamente reconocido y, de este modo,
justifica el statu quo. Por el contrario, reconocer la posibilidad de una mo-
ral crítica hace posible la construcción de criterios argumentativos y justi-
ficables que pretenden proyectarse más allá de los particularismos.
La renovación kantiana contemporánea no es, por supuesto, una co-
rriente homogénea. Un punto de disidencia lo constituye la vieja polémi-
ca sobre el formalismo. ¿Es suficiente construir la moralidad sobre una ba-
se puramente formal o es necesario dotarla de un contenido, aunque sea
mínimo? En lo que sigue consideraremos esta cuestión reseñando los nú-
cleos básicos de las teorías de los dos filósofos más importantes de la ac-
tualidad que abrevan de la herencia kantiana, Jürgen Habermas y John
Rawls. El primero defiende una posición formalista mientras que el segun-
do propone criterios sustantivos de justicia.

I. La ética discursiva de Jürgen Habermas

La pragmática universal y la teoría de la acción comunicativa

La ética discursiva (también llamada ética dialógica o comunicativa) co-


mienza a perfilarse hacia la década del setenta del siglo pasado, especial-
120 BREVIARIO DE ÉTICA
mente a partir de los trabajos de los alemanes Jürgen Habermas y Karl
Otto Apel. Como ya anticipamos, el “giro lingüístico” asumido por la fi-
losofía es el marco dentro del cual se desenvuelve la segunda renovación
de Kant. No será, pues, el factum de la conciencia moral solitaria el pun-
to de partida, sino el factum lingüístico; el logos humano es ante todo len-
guaje y, por tanto, posee una dimensión intersubjetiva originaria.
Dada esta asunción básica de la ética comunicativa, antes de introdu-
cirnos en la propuesta normativa de Habermas es necesario mencionar dos
teorías que presupone: la pragmática universal y la acción comunicativa.
La pragmática, disciplina que estudia el uso del lenguaje, surgió a par-
tir de la teoría de los actos de habla formulada por John L. Austin hacia
mediados del siglo XX. Según este autor la función del lenguaje en la co-
municación no es sólo descriptiva: cuando hablamos realizamos actos. Un
ejemplo típico lo constituyen los verbos realizativos a los que hicimos re-
ferencia al presentar la interpretación inherentista del imperativo categóri-
co. Pero los actos de habla no se limitan a este grupo. Cualquier emisión
del hablante constituye un acto de habla. Consideremos un ejemplo.
“La mesa es azul.”
“¿Es azul la mesa?”
Ambos enunciados poseen el mismo contenido proposicional, pero
son dos actos de habla distintos; el primero es aseverativo y el segundo, in-
terrogativo. En términos generales, la pragmática estudia las reglas de uso
del lenguaje que permiten al hablante y al oyente entenderse en un diálo-
go. La emisión: “Te prometo que iré mañana” implica que el hablante co-
noce y acepta tanto el significado de los términos empleados como la re-
gla de la promesa. En palabras de John Searle, “una teoría del lenguaje
forma parte de una teoría de la acción, porque hablar un lenguaje es una
forma de conducta gobernada por reglas”.2 En este sentido, el lenguaje es
una realización convencional de un conjunto de reglas constitutivas y los
actos de habla son actos realizados de acuerdo con ese conjunto.
Los aportes de la pragmática, unidos a la teoría de la gramática univer-
sal de Noam Chomsky, fueron empleados por Habermas para proponer
una pragmática universal constituida por el conjunto de normas y reglas
que hace posible una situación de diálogo. Dicho conjunto es independien-
te de los lenguajes naturales, tiene el carácter de un a priori lingüístico co-
mún a la especie humana que, según pretende el filósofo, dan cuenta de
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 121
un trasfondo de racionalidad y comprensión intersubjetiva supuestos por
todo acto comunicativo que emplea el lenguaje. Tales reglas y normas re-
gulan las acciones comunicativas, que constituyen el presupuesto de las ac-
ciones sociales.
Por acción comunicativa Habermas entiende un tipo de acción social
en el que los planes de acción de los distintos agentes quedan coordinados
mediante actos de habla. En general, dichas acciones tienen éxito, es de-
cir, permiten el entendimiento mutuo; esto ocurre porque el hablante ad-
mite implícitamente ciertas pretensiones de validez también supuestas por
el oyente. Las pretensiones de validez están determinadas por los diferen-
tes tipos de acciones:

Actos Aseverativos Regulativos Expresivos


de habla (Ej. : “afirmo que p”; (Ej. “Ordeno”, (Ej. : “Me duele la cabeza”,
“pienso que p”) “Declaro”, “estoy triste”)
“Prometo”)
Acciones Técnico- normativas dramatúrgicas
comunicativas instrumentales (suponen el mundo (dan cuenta
(Se basan social regulado del “estado interior”
en un conocimiento por normas) del hablante.
del mundo)
Pretensiones verdad rectitud veracidad
de validez

No debe creerse que las pretensiones de validez son respetadas en toda comu-
nicación; un emisor puede plantearse conscientemente violar alguna de ellas,
pero, aun en este caso, necesita suponerla, de otro modo, su propósito esta-
ría condenado al fracaso de antemano. Si alguien promete en falso, tiene la
expectativa de ser creído por su interlocutor, lo que sólo podrá ocurrir sobre
el supuesto implícito de la rectitud. Este trasfondo comunicativo de la acción
humana permite explicar la posibilidad de coordinar racionalmente las accio-
nes sociales, y en ello reside la diferencia principal entre Habermas y Max
Weber, de quien ha tomado el análisis y clasificación de la acción social.
Según la tipología de Weber, el grado más alto de racionalidad se ex-
presa en la acción teleológica orientada al éxito. En ésta el agente persigue
122 BREVIARIO DE ÉTICA
un fin, elige los medios para lograrlo y mide las consecuencias. A su vez,
esta clase de acción puede ser instrumental si el fin buscado depende de un
saber empírico y los medios de ciertas reglas técnicas que permiten llevar-
lo a cabo; en cambio, cuando involucra directamente a otros actores y es-
tá motivada por el cálculo de intereses y de éxito personal, es estratégica.
La acción comunicativa propuesta por Habermas no está orientada al éxi-
to sino al entendimiento y los actores coordinan sus planes de acción bus-
cando un acuerdo intersubjetivo que supone, según el caso, alguno de los
tipos de pretensiones de validez.
La teoría de la acción comunicativa –cuyo presupuesto básico es, tal
como quedó dicho, que el entendimiento es el objeto básico del lenguaje–
compone la base sobre la que se asienta la ética habermasiana.

La situación ideal de habla, el Principio de Universalización


y la fundamentación de las normas

Habermas recrea las características fundamentales de la ética kantiana des-


de una perspectiva discursiva. Del mismo modo que Kant, cree que el ob-
jetivo consiste en articular conceptualmente el conocimiento moral que
todos poseemos. Bajo las condiciones de existencia de las sociedades mo-
dernas, caracterizadas por el pluralismo valorativo, el contenido de las nor-
mas deben buscarlo los propios agentes, esto hace que su propuesta sea for-
malista. También, como Kant, considera que a la ética sólo le compete
ocuparse de lo obligatorio, de lo estrictamente moral, por ello la concibe
como deontológica. Es decir, la función prioritaria de los juicios morales
consiste en dirimir conflictos y lograr acuerdos; esto es posible por su ca-
rácter cognitivo que los hacen pasibles de una fundamentación. El último
rasgo a destacar, también común a su antecesor, es universalismo; como ve-
remos enseguida con mayor detalle, el criterio racional que se propone pa-
ra la fundamentación de los juicios y de las normas morales no expresa las
creencias particulares de las culturas porque se apoya en las reglas de la
pragmática universal.
Estos cuatro aspectos de la ética habermasiana tienen la pretensión de
recoger las características que asume actualmente la moralidad. El quiebre
de la tradición como horizonte último de referencia, que advino con la
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 123
modernidad, dio lugar a una moral postconvencional, en la que son pues-
tas en cuestión las creencias que nutren la moral positiva, razón por la cual
requieren ser justificadas, tal como lo mostró Kant. A esto debe agregarse
que en una era postmetafísica, donde la razón ha aceptado su propia fali-
bilidad, dicha justificación no puede aspirar a un status último y definiti-
vo. Es en el propio discurso práctico –la forma de la acción comunicativa
cuya pretensión de validez es la rectitud– donde resultarán justificadas las
normas morales que atraviesen con éxito la prueba de los mejores argu-
mentos. Es importante tener presente que no se trata de un discurso real
sino de una situación ideal de habla:

La situación ideal de habla no es un fenómeno empírico ni una


mera construcción, sino una suposición inevitable que recíproca-
mente nos atribuimos en los discursos. Esta suposición puede ser
contrafáctica, pero no tiene por qué serlo; pero aunque se haga
contrafácticamente, es una ficción efectivamente operante en el
proceso de comunicación. Por eso prefiero hablar de una antici-
pación, de la anticipación de una situación ideal de habla.3

La idea básica es que todos los sujetos que se comprometen seriamente en


un discurso aceptan de modo implícito las pretensiones de validez de la ac-
ción comunicativa y las reglas que rigen toda argumentación con sentido.
Incluso un escéptico, cuando quiere sentar su posición, está obligado a re-
currir a ciertos actos de habla, por lo tanto, debe admitir, al menos, la va-
lidez intersubjetiva de la regla que le permite afirmar, por ejemplo, “el co-
nocimiento es imposible”.
En el caso específico del discurso práctico, donde están en juego
cuestiones de validez normativa, cualquiera que se comprometa seria-
mente en la discusión sobre la corrección de las normas acepta implícita-
mente la rectitud como pretensión de validez; acepta, además, ciertas re-
glas de la argumentación que determinan las condiciones necesarias para
que la comunicación tenga éxito. Dichas reglas –que no fueron elabora-
das por Habermas sino por el filósofo del derecho Robert Alexy– se agru-
pan en tres esferas: (1) lógico-semántico; (2) procedimental; (3) la del pro-
ceso de comunicación.
124 BREVIARIO DE ÉTICA
(1.1) Ningún hablante debe contradecirse.
(1.2) Todo hablante que aplica el predicado F a un objeto a debe
estar dispuesto a aplicar el predicado F a todo objeto que se pa-
rezca a a en todos los aspectos importantes.
(1.3) Diversos hablantes no pueden emplear la misma expresión
con significados distintos.
(2.1) Cada participante sólo puede afirmar aquello en lo que ver-
daderamente cree.
(2.2) Quien introduce un enunciado o norma que no es objeto
de la discusión deberá dar una razón de ello.
(3.1) Cada sujeto capaz de lenguaje y acción puede tomar parte
en las discusiones.
(3.2) a) Cada uno podrá problematizar cualquier afirmación.
b) Cada uno puede introducir cualquier afirmación en la
discusión.
c) Cada uno podrá expresar sus posiciones, necesidades y
deseos.
(3.3) Ningún hablante puede ser impedido mediante una coac-
ción que se imponga fuera o dentro de la discusión en el goce de
los derechos fijados en (3.1) y (3.2)4.

El nivel (1) regula las condiciones de sentido, el (2) las de sinceridad, en


tanto establece las condiciones necesarias para una búsqueda cooperativa
de la verdad; el nivel (3) estipula los requisitos que deben cumplir todos
los participantes en el interior de un discurso práctico.
El siguiente paso consiste en establecer la relación entre estas reglas ar-
gumentativas y la validación de normas. Esto conduce al principio de uni-
versalización concebido como el principio argumentativo general que está
supuesto por las reglas de procedimiento (3.1-3.3). Si todo participante
que decide comprometerse en un discurso práctico serio debe aceptar las
reglas de procedimiento, al comprobarse, suponerse o proponerse conside-
raciones de validez normativa, debe aceptar el siguiente enunciado:

Principio de Universalización (U): Toda norma válida debe satis-


facer la condición siguiente: que los efectos colaterales y las con-
secuencias que (previsiblemente) se producirán a partir de su
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 125
aplicación general a favor de la satisfacción de los intereses de ca-
da uno, puedan ser aceptadas por todos los involucrados (y pue-
den ser preferidas a los efectos de las reglamentaciones posibles
alternativas que se conozcan).5

Habermas pretende “probar” este principio mediante el argumento negativo


según el cual cualquier participante en un discurso que niegue alguna de las
reglas procedimentales cae en una contradicción performativa. Por tanto:

[…] aquél que emprende seriamente el intento de sustentar dis-


cursivamente pretensiones normativas de validez, se involucra in-
tuitivamente en condiciones de procedimiento que equivalen a
un reconocimiento implícito de U6.

El (U) es un principio argumentativo que regula las condiciones de vali-


dez de las normas, un puente que permite el entendimiento en las discu-
siones morales, pero no provee aún un criterio moral en sentido estricto.
Esta función le compete a otro principio que, a diferencia del principio U
no pertenece a la lógica de la argumentación sino que expresa las exigen-
cias de una moral discursiva.

Fundamento D de la ética comunicativa: Solamente pueden recla-


mar validez las normas que han obtenido (o podrían obtener) la
aceptación de todos los involucrados como participantes de un
discurso práctico.7

Tanto el (U) como el Fundamento D cumplen una función análoga a la


primera formulación del imperativo categórico: establecen las condiciones
procedimentales, estrictamente formales, que debe cumplir una norma pa-
ra ser considerada válida. Sin embargo, también se advierten diferencias sig-
nificativas con el imperativo. En el caso de Kant, el procedimiento de uni-
versalización es llevado a cabo por el agente en la soledad de su conciencia.
Aquí, en cambio, se trata de un procedimiento dialógico; otra diferencia
importante es que los dos criterios habermasianos tienen la pretensión de
evitar cualquier supuesto monológico-trascendental reemplazándolo por
las reglas argumentativas a priori que reglamentarían un discurso ideal.
126 BREVIARIO DE ÉTICA
Habermas, sin embargo, no excluye los intereses particulares ni las conse-
cuencias de la aplicación de las normas consensuadas, ya que los intereses
constituyen la materia del procedimiento dialógico que permitiría ponde-
rarlos de modo imparcial a fin de que todos los afectados (reales o poten-
ciales) por las normas en cuestión pudieran prestar su consentimiento.
Ahora bien, no es ocioso preguntarse si la teoría de Habermas puede
evitar los problemas que conlleva una propuesta estrictamente formal,
problemas ya observados por los críticos de Kant. En efecto, como quedó
explícito, el contenido de las normas provendrá de los intereses de los afec-
tados en los diálogos reales, a los que debemos suponer, también, imbui-
dos de convicciones e ideales disímiles y, a veces incompatibles entre sí. El
(U) y el Fundamento D no se pronuncian sobre contenidos, que, por tan-
to, quedan abiertos ilimitadamente al debate público, circunstancia que
torna dificultosa la posibilidad de lograr consenso; tampoco aportan otro
criterio para ponderar los intereses más que la aceptación –real o poten-
cial– de los afectados por las normas. ¿Cómo privilegiar determinado in-
terés en caso de que no se llegue a un acuerdo? Esta dificultad se agrava en
tanto no sólo deben tomarse en cuenta los intereses de los participantes en
las discusiones particulares sino los de todos los potenciales afectados.
Estos son algunos de los interrogantes que abre la ética comunicativa,
y que continúan aún en discusión.

II. John Rawls y la justicia como imparcialidad

La cooperación social, las condiciones de equidad


y el diseño de la posición original

La tercera formulación del imperativo categórico nos había proporciona-


do un contenido, la persona como fin en sí mismo, conducente a lo que
Kant considera el principio supremo de la moralidad: la voluntad autóno-
ma. Este es el legado que John Rawls recoge de modo explícito para ela-
borar dos principios sustantivos de justicia que expresan la noción kantia-
na de persona autónoma desde la perspectiva de una sociedad moderna y
democrática. Como se advertirá seguidamente, este enfoque no desatien-
de el valor que poseen los mecanismos procedimentales en la justificación
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 127
de las normas. En lo que sigue expondremos los principales argumentos
que Rawls desarrolla en su obra cumbre: Una teoría de la justicia8.
El objetivo prioritario de dicha obra reside en alcanzar la fundamen-
tación de unos principios destinados a regular la estructura básica de una
sociedad bien ordenada, concebida como un sistema justo de cooperación.
Por estructura básica el autor entiende las principales instituciones socia-
les, políticas y económicas, tales como el sistema de libertades de los ciu-
dadanos, el sistema de propiedad de los medios de producción, la compe-
tencia mercantil y la estructura familiar. Los principios de justicia están
encargados de reglamentar el modo en que estas instituciones distribuyen
los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ven-
tajas que son los productos de la cooperación social.
Para captar el meollo de la teoría es importante comprender los ras-
gos involucrados en el concepto de cooperación.
a) Se guía por reglas públicamente reconocidas y por procedimientos
que aceptan las personas que cooperan por considerarlos adecuados para
regular sus conductas en las acciones coordinadas socialmente.
b) Las condiciones para la cooperación son justas cuando cada parti-
cipante puede aceptarlas razonablemente siempre y cuando el resto tam-
bién las acepte y las cumpla. La justicia de la cooperación se materializa en
principios que especifican derechos y deberes básicos. Supone, además,
una idea de reciprocidad: todos los que participan y cumplen los requisi-
tos fijados por las reglas públicas obtendrán beneficios de modo apropia-
do. Es importante diferenciar la idea de reciprocidad de las de imparciali-
dad y de ventaja mutua. La imparcialidad tiene como objeto el bien
general y parte de una motivación altruista, es decir, cuando actúo, no me
guío por mi bien personal sino por el bien de todos; así, puedo apoyar un
orden justo aunque yo no obtenga ningún beneficio. La idea de ventaja
mutua, en cambio, supone una motivación egoísta: sólo puedo sostener
aquellos arreglos sociales en los que obtenga alguna ventaja que mejore mi
posición presente o futura. La reciprocidad se sitúa en medio de estos dos
extremos: los cooperantes saldrán beneficiados pero en relación con un pa-
trón de igualdad adecuadamente definido por los principios de justicia
que regulan el mundo social y no necesariamente con relación a su posi-
ción anterior a la vigencia de los mismos. Es decir, puede ocurrir que los
que partan de una situación previa ventajosa resulten perjudicados con la
128 BREVIARIO DE ÉTICA
nueva regulación. En una sociedad donde existen grandes desigualdades
sociales y económicas, el posterior ordenamiento en función de principios
equitativos hará perder ventajas a los mejor situados. Un orden sustenta-
do en la ventaja mutua no lo aceptaría, un orden basado en la reciproci-
dad, sí.
Por último, las personas cooperantes se consideran a sí mismas y a las
demás como libres e iguales en sus derechos a opinar y decidir sobre el di-
seño de las instituciones de su sociedad.
Ahora bien, ¿cuáles serán los principios de justicia que satisfagan los
requisitos expuestos? Y, sobre todo, ¿qué garantiza que los mismos pudie-
ran ser aceptados por personas razonables? (esto es, por personas dispues-
tas a aceptar los términos recíprocos de la cooperación). La idea es que pa-
ra que los principios puedan ser reconocidos como justos por todos,
cualesquiera sean los ideales e intereses particulares que se profesen, deben
ser el resultado de un procedimiento imparcial. La estrategia elegida por
Rawls consiste en recurrir a una reelaboración de la teoría clásica del con-
trato social. Las distintas variantes del contractualismo sostenidas, entre
otros, por Locke, Rousseau y Kant tenían en común justificar la legitimi-
dad del estado recurriendo al artificio de un hipotético estado de natura-
leza en el que todos los hombres, nacidos libres e iguales, acordaban vo-
luntariamente la naturaleza del gobierno y de las leyes. Este “pacto social”
daba origen a una sociedad bien conformada.
De modo análogo, Rawls pergeña una hipotética posición original: un
grupo de personas se reúne con el fin de encontrar los principios de justicia
más adecuados para regular las instituciones básicas de la sociedad en la que
viven. La posibilidad de esta asociación nace a la luz de ciertas circunstan-
cias de justicia, es decir, aquellas condiciones bajo las cuales la cooperación
entre los hombres es tanto factible como necesaria –la idea de las circunstan-
cias de justicia está tomada de David Hume–. Las dos más importantes son
la escasez moderada de los medios de vida y los intereses particulares de los
agentes, que pueden resultar conflictivos. El hecho de que aquéllos no estén
dotados de fuertes impulsos de benevolencia, y, por ende, no se hallen dis-
puestos a sacrificar sus conveniencias, explica la necesidad de la justicia.
Es necesario comprender que la posición original no refleja ninguna si-
tuación real. Los individuos reunidos no son personas de carne y hueso, si-
no abstracciones que representan sólo algunas cualidades comunes que po-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 129
seemos las personas, aquellas que Rawls considera relevantes para la justicia
social. Una de estas cualidades es que esos individuos poseen un sentido de
la justicia. La otra es que tienen un sentido del bien: prefieren ciertas cosas
a otras, tienen proyectos de vida y desean llevarlos a cabo. Son libres para
elegir los principios de justicia que consideren mejor y se encuentran en re-
cíproca posición de igualdad porque todas tienen el mismo derecho a hacer-
lo. Ahora bien, Rawls pretende que los principios resultantes del acuerdo se-
an justos para todos, evitando que resulte favorecido determinado individuo
o grupo. A fin de garantizar la imparcialidad del procedimiento y del resul-
tado (los principios elegidos), los contrayentes se ubican tras un velo de ig-
norancia. Oculta tras el velo queda cierta información: el sexo, la raza, la
edad, la situación económica y social, las cualidades personales, las preferen-
cias y los ideales de vida de cada agente. ¿Por qué son necesarias estas restric-
ciones informativas? Hemos dicho que los agentes no poseen fuertes senti-
mientos de benevolencia. Si conocieran la información que oculta el velo, es
de suponer que elegirían aquellos principios más beneficiosos para sus fines.
Esta construcción hipotética refleja una de las características que tiene
para el autor la idea de equidad. En efecto, la posición original es equitati-
va respecto a las personas porque no admite que la distribución desigual de
talentos o posición social cuente para plantear cuestiones de justicia. El que
el velo de la ignorancia oculte estas diferencias naturales y sociales indica
que, para Rawls, nadie tiene un derecho exclusivo hacia los bienes con los
que lo obsequió la fortuna; como habíamos anticipado, a diferencia de
Robert Nozick y sus seguidores, esta teoría pretende corregir las desigual-
dades provocadas por las contingencias de las loterías natural y social.
El velo de ignorancia representa la imparcialidad de la justicia. Existe, sin
embargo, una serie de elementos que el velo no encubre: los bienes sociales pri-
marios que conforman las condiciones mínimas que necesitan los ciudadanos
de una democracia moderna para perseguir y promover racionalmente sus
concepciones particulares del bien. Estos bienes son los siguientes: 1) liberta-
des básicas (por ejemplo, libertad de pensamiento y conciencia); 2) libertad
de movimientos y de elección de ocupación; 3) cargos y posiciones de respon-
sabilidad y autoridad (tanto en la función pública como en los puestos de tra-
bajo en general); 4) renta y riqueza; 5) condiciones sociales que permitan a
los ciudadanos considerarse valiosos y sentir respeto por sí mismos.
130 BREVIARIO DE ÉTICA
Dos principios de justicia

Recordemos que la información de la que disponen los contrayentes es mí-


nima. En las condiciones de incertidumbre en las que se encuentran no les
conviene arriesgarse demasiado, no les conviene, pongamos por caso, ele-
gir principios que los beneficiarían si cada uno de ellos fuera un industrial
pero que los perjudicarían si resultaran ser obreros sin calificación. Por
ejemplo, no les convendrían principios que sólo permitieran ocupar pues-
tos jerárquicos a las personas que son propietarias de fábricas o empresas.
La elección más conveniente es adoptar la regla maximin. Ésta permite ase-
gurarse el resultado menos malo cuando es necesario elegir en situaciones
de incertidumbre. Supongamos que un grupo de personas, en condiciones
de incertidumbre, está jugando a un juego que propone tres alternativas
para ganar dinero; cada alternativa conduce a tres resultados posibles; co-
mo se observa en la tabla que se incluye a continuación, en algunos casos
puede perderse dinero (las cifras de la tabla representan las ganancias o
pérdidas).

Resultados
Alternativas Resultado 1 Resultado 2 Resultado 3
Alternativa 1 -7 8 12
Alternativa 2 -8 7 14
Alternativa 3 5 6 8

Debe elegirse la alternativa 3. Las personas no tienen información para


asegurarse el resultado 3 de la alternativa 2, que proporciona mayor ganan-
cia, por tanto, les conviene elegir aquella cuyo peor resultado resulta me-
jor que el peor ofrecido por las otras dos. En la posición original, la regla
maximin los llevará a elegir, entre otros posibles, los dos principios de jus-
ticia ordenados de tal manera que el primero (de la libertad) es lexicográ-
ficamente anterior al segundo, y la parte b) de éste, anterior a la a):

Primer principio: Cada persona ha de tener un derecho igual al


más amplio sistema total de libertades básicas, compatible con un
sistema similar de libertades para todos.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 131
Segundo principio: Las desigualdades económicas y sociales han
de estar estructuradas de manera que sea para: a) Mayor benefi-
cio de los menos aventajados, y, b) unido a que los cargos y fun-
ciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad
de oportunidades.9

Ambos principios proporcionan criterios para adjudicar los bienes sociales


primarios. Observemos que el primero distribuye igualitariamente las li-
bertades y la parte b) del segundo hace lo mismo con la igualdad de opor-
tunidades; pero la parte a) no distribuye la riqueza y los cargos y posicio-
nes de responsabilidad y autoridad (desigualdades sociales) de manera
igualitaria. Esto es así porque Rawls acepta un supuesto de la teoría eco-
nómica moderna: se obtienen mejores resultados cuando la riqueza social
no está dividida igualitariamente: una sociedad con distribución no igua-
litaria de la renta y la riqueza es más eficaz que otra cuya distribución fue-
ra igualitaria. Sin embargo, el criterio de la eficiencia económica tiene un
límite constituido por las personas menos favorecidas. Sólo son justas las
desigualdades económicas y sociales si benefician al sector más desaventa-
jado. Por ejemplo, los empresarios tienen derecho a aumentar sus ganan-
cias sólo si este aumento mejora la condición de, pongamos por caso, los
obreros no calificados.
La prioridad del primer principio pretende preservar la autonomía de
la persona, cara a la tradición liberal, pero el segundo tiene como finalidad
corregir las desigualdades naturales y sociales intentando ser fiel a la idea
de igualdad con que fue diagramada la posición original. En ésta, los con-
trayentes saben que podrán alcanzar sus fines personales en sociedad me-
jor que aisladamente. La sociedad bien ordenada –idealización del sistema
democrático moderno– regulada efectivamente por los dos principios de
justicia, es concebida como una asociación cooperativa donde todos se be-
nefician y comparten cargas comunes equitativamente.

La prioridad de lo justo

De la serie de argumentos que emplea el autor para justificar por qué los
contrayentes elegirán estos y no otros principios de justicia, examinare-
132 BREVIARIO DE ÉTICA
mos los destinados a descartar principios utilitaristas e intuicionistas, a
fin de resaltar el carácter constructivo de su propuesta. Si se maximiza el
mayor número, como propone el utilitarismo clásico –estudiaremos esta
posición el próximo capítulo–, se corre el riesgo de lesionar la autonomía
de la persona, ya que no hay, en principio, razón para no sacrificar el
bienestar o la libertad de algunos, si con esto se logra un mayor bienestar
para muchos. Además, como para esta posición, la satisfacción de cual-
quier deseo posee un valor en sí misma, no importa, excepto indirecta-
mente, cómo se distribuya la suma de satisfacciones entre los individuos
en tanto la distribución correcta es la que produce mayor satisfacción. De
modo que no hay, en principio, razón alguna para que las mayores ganan-
cias de algunos miembros de la sociedad no vayan a compensar las pérdi-
das de otros; en este sentido se ha argumentado que los gustos extrava-
gantes o exquisitos que pueda poseer una minoría podrían llegar a
compensar las exiguas necesidades satisfechas de una mayoría empobreci-
da; también podría ocurrir –y es en esta cuestión en la que pone el acen-
to Rawls– que la violación de la libertad de unos pocos podría ser consi-
derada correcta en aras de un mayor bien del conjunto. Por el contrario,
la prioridad de los principios de justicia rawlsianos sobre cualquier con-
cepción del bien permite limitar absolutamente las aspiraciones particu-
lares. Además, el utilitarismo no toma en cuenta la individualidad perso-
nal. Al hacer extensivo al conjunto social el procedimiento que se tiene
en cuenta para ponderar los deseos de un solo individuo y decidir a cuál
hay que darle satisfacción y cuál hay que sacrificar, toma el conjunto co-
mo si se tratase de una sola persona, con un único sistema de deseos. De
manera que una ética del bien, como la utilitarista, no provee, a criterio
de Rawls, de una base teórica adecuada para justificar un sistema políti-
co pluralista, asentado en la coexistencia de diferentes –y a veces inconci-
liables– concepciones del bien.
La crítica al intuicionismo pone de relieve otro rasgo interesante del
constructivismo rawlsiano: la cuestión de la verdad moral, conectada con el
concepto kantiano de autonomía de la voluntad. En efecto, el intuicionis-
mo racional, que en la tradición anglosajona fue elaborado principalmente
por Price, Sidgwick, Moore y W. D. Ross, mantiene que los principios mo-
rales, cuando llegan a enunciarse en forma correcta, son proposiciones evi-
dentes, lo que implica reconocer un orden moral previo, proporcionado
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 133
por la naturaleza de las cosas, al que accedemos por intuición racional. A
parte de la clásica crítica respecto a tomar la intuición como criterio de ver-
dad, lo que interesa subrayar es que la admisión de un orden moral pree-
xistente supone una voluntad heterónoma; por el contrario:

[…] no se piensa que los primeros principios de justicia represen-


ten, o sean verdaderos, respecto de un orden moral ya dado […]
las partes en la posición original no reconocen ningún principio
de justicia como verdadero o correcto, y por ello como dado
[…].10

Esta concepción no se concibe como una aproximación a los hechos mo-


rales: no hay tales hechos a los que los principios adoptados pudieran
aproximarse. La justicia procedimental pura que distingue al mecanismo
de elección de los principios en la posición original, da cuenta de la au-
tonomía de los agentes, ya que el resultado es justo en función del pro-
cedimiento seguido y no de un criterio independiente a partir del cual
juzgarlo.
La concepción de verdad moral constructivista y su vinculación con
la autonomía de la voluntad nos remite a la idea de persona moral, autén-
tico sostén de la teoría de la justicia. La sociedad bien ordenada se carac-
teriza por estar efectivamente regulada por una noción pública de justicia
aceptada por todos. Sus miembros son personas morales que se conciben
a sí mismas y a los demás como libres e iguales, en cuanto a sus posibili-
dades de participación y derechos en la elección y diseño de las estructu-
ras sociales. Como personas morales poseen dos potestades: una de ellas, a
la que Rawls denomina razonable, es la capacidad de tener un sentido de
justicia, la otra, llamada racional, remite a la particular concepción del
bien que cada uno tiene e intenta promover. Si prestamos atención al mo-
do en que se articulan las nociones de persona moral y sociedad bien or-
denada, a través de la posición original, notaremos la filiación kantiana de
la teoría. Los sujetos contrayentes son autónomos en el ejercicio de su po-
testad moral racional, porque no dependen de criterios externos a su pro-
pia voluntad que los constriñan en las deliberaciones de las que resultaron
los principios acordados. Esta autonomía racional remite al aspecto instru-
mental de la razón o práctica. Motivados por sus apetencias hacia los bien-
134 BREVIARIO DE ÉTICA
es primarios, los sujetos elegirán aquellos principios que mejor garanticen
la prosecución de sus intereses. Ahora bien, si el carácter de los contrayen-
tes se agotara en esta racionalidad meramente prudencial, nos encontrarí-
amos con una voluntad heterónoma. Sin embargo, Rawls concibe un con-
cepto de razón que involucra no sólo esta faz deliberativo-instrumental
sino también la índole restrictiva de la moralidad. La potestad moral razo-
nable con que reviste a los sujetos es la que los faculta a someterse a los
principios de justicia que ellos mismos se dan; en este sentido, son plena-
mente autónomos. Esta autonomía plena sólo se efectiviza en la sociedad
bien ordenada –remedo del kantiano reino de los fines– en tanto que en
ella se cumple la cooperación equitativa, reglada por los principios de jus-
ticia, entre todos aquellos que se benefician y comparten cargas comunes.
En la posición original dicha autonomía está representada por las restric-
ciones que impone el velo de ignorancia. La relación entre estos dos aspec-
tos de la razón práctica, lo razonable y lo racional, es de subordinante a
subordinado: lo razonable presupone lo racional porque no puede desco-
nocerse que los sujetos poseen concepciones del bien en las cuales están in-
teresados, pero lo subordina, porque los principios de justicia limitan de
modo absoluto los fines particulares, y en ese sentido, revisten la validez
del imperativo categórico. Esta relación de subordinante a subordinado re-
fleja el carácter restrictivo de la moralidad porque fija los límites dentro de
los cuales deben moverse los intereses particulares.
La propuesta rawlsiana permite articular la moral positiva (las prácti-
cas sociales) reguladas por normas fácticamente vigentes con la moral crí-
tica (la instancia donde se revisan reflexivamente la validez de tales nor-
mas) proponiendo una reconstrucción conceptual de los juicios morales
cotidianos presentes en el acervo cultural de las democracias modernas.
Las nociones de persona moral y sociedad bien ordenada reflejan una de-
terminada idea de sujeto y una determinada idea de sociedad que preten-
de dar cuenta del modo en el que los ciudadanos de las democracias mo-
dernas se aprehenden a sí mismos y conciben los términos en que se
entabla la cooperación social. Sin embargo, esa asunción de la moral vi-
gente no significa su aceptación a-crítica, ya que la teoría proporciona un
modelo que funciona de contralor a las prácticas reales. La sociedad bien
ordenada no debe identificarse con ninguna sociedad existente. Se trata,
más bien, de un ideal moral, de una idea regulativa de la razón práctica.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 135
Estos comentarios dan lugar a resaltar otro aspecto que hoy asume la
reconstrucción de la racionalidad práctica, presente tanto en la propuesta
de Rawls como en la de Habermas. La razón es falible, y, por tanto, no hay
posibilidad de fundamentación última de principios morales. Éstos siem-
pre se encuentran a disposición de ulteriores revisiones, y en ese sentido,
son provisorios, pese a lo cual esta característica no limita su obligatoriedad.
Hemos señalado, a lo largo de nuestra exposición, que la propuesta
rawlsiana pretende responder al problema de la justicia en las condiciones
de las sociedades democráticas modernas –más precisamente, habría que
añadir– de las democracias de los países desarrollados. Cabe preguntarse
hasta qué punto su propuesta se inscribe en el universalismo. Revisiones
posteriores que el propio autor realizó de su teoría vuelven problemática
esta inscripción. No desarrollaremos aquí esta cuestión (al respecto es po-
sible considerar como un punto de inflexión un artículo de 1985, “Justice
as Fairness: Political not Metaphysical”11, donde el autor, respondiendo a
una serie de objeciones, clarifica los límites de la justicia como imparciali-
dad. Dicho trabajo constituye un nuevo punto de partida que alcanzará su
resultado más maduro en Liberalismo Político.
Sólo comentaremos, a modo de conclusión de este capítulo, que, en
este aspecto, aparece más claro el alcance universalista en la propuesta dia-
lógica de Habermas en virtud de su adhesión a un punto de vista exclusi-
vamente formal; sin embargo, tal como habíamos mencionado, ello da lu-
gar a las dificultades que debe afrontar su propuesta.

Lecturas complementarias

Amor, C. (comp.): Rawls post Rawls, Bernal, U.N.Q. Prometeo, 2006.


Gimbernat, J. A.: La filosofía moral y política de Jürgen Habermas, Madrid, Bi-
blioteca Nueva, 1997.

Notas
1
A. Schopenhauer, Los dos problemas fundamentales de la ética, Madrid, Siglo XXI,
1997.
2
J. Searle, Actos de habla, Madrid, Cátedra, 1980, p. 26.
136 BREVIARIO DE ÉTICA
3 J. Habermas, citado por T. McCarthy, en La teoría de la acción comunicativa de

Jürgen Habermas, Madrid, Tecnos, 1987, p. 359.


4 J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, pp.

110-113.
5
Ibíd., p. 85.
6 Ibíd., p. 110.
7
Ibíd., p. 117.
8 J. Rawls, Una teoría de la justicia, México, FCE, 1978.
9 Ibíd., p. 340.
10
J. Rawls, “El constructivismo kantiano en la teoría moral”, Justicia como equidad,
Madrid, Tecnos, 1986, p. 176.
11
J. Rawls, Philosophy & Public Affaires, vol. 14, 1985, pp. 223-251.
Capítulo 9
Éticas teleológicas I: El utilitarismo

Las consecuencias de las acciones y la maximización de la felici-


dad. El hedonismo cuantitativo de Jeremy Bentham. El utili-
tarismo “idealista” de John Stuart Mill. El bienestar y la deman-
da de utilidades. El principio de maximización. Utilitarismo del
acto y utilitarismo de reglas. La falacia naturalista. El prescripti-
vismo de Richard Hare.

Las éticas teleológicas –o de fines, pues télos en griego significa “fin, fina-
lidad”– privilegian un aspecto de la acción que en las teorías deontológi-
cas ocupa un lugar marginal: el fin al que aquélla se dirige. Tal como ade-
lantamos en capítulos anteriores, el teleologismo justifica la corrección de
las acciones en referencia a algún fin considerado, por alguna razón, como
el fin más valioso, el bien supremo. La asimilación entre el bien y el fin
proviene de la ética antigua y –como veremos más adelante– se encuen-
tra claramente formulada por Aristóteles. Sin embargo, es importante te-
ner presente que las semejanzas entre el teleologismo clásico y el contem-
poráneo son más bien superficiales. En efecto, el fin supremo postulado
por la ética antigua se vincula con un ideal de perfección y de virtud de-
jado de lado por las teorías teleológicas de hoy. En la actualidad, la distin-
ción entre éticas deontológicas y teleológicas pretende poner de relieve que
para las primeras existen principios o reglas que deben seguirse porque po-
seen un valor intrínseco, independientemente de los resultados que se ob-
tengan con su aplicación; para el teleologismo, en cambio, lo relevante es
la prosecución y obtención de buenos resultados, y en tal sentido son los
fines logrados por las acciones los que deben evaluarse. Destinaremos este
138 BREVIARIO DE ÉTICA
capítulo a analizar los conceptos y problemas básicos de la más popular de
las éticas teleológicas: el utilitarismo.
Si bien los gérmenes de esta posición pueden rastrearse en el hedo-
nismo antiguo, particularmente en la escuela epicúrea, su conformación
como doctrina moral se debe al pensador británico Jeremy Bentham y a su
discípulo y crítico John Stuart Mill, quien, en 1822 fundó la Sociedad
Utilitarista. El utilitarismo surgió como un movimiento con un fuerte in-
terés en la reforma de las instituciones a efectos de contribuir a mejorar las
condiciones de vida de los sectores populares. Tanto Bentham como Stuart
Mill –y también el padre de éste, James, importante difusor del movimien-
to– estuvieron comprometidos activamente con la democracia; Bentham
militó a su favor en Inglaterra y, además dedicó una buena parte de su vas-
ta obra a proponer reformas al sistema judicial, fiscal y electoral; John
Stuart Mill fue representante wigh en el parlamento inglés. El último ex-
ponente de lo que se considera la etapa clásica del utilitarismo fue Henry
Sidgwick1 a quien se debe la formulación más clara y sistemática de la teo-
ría. Hay que notar la influencia que ejercieron en Bentham algunos mo-
ralistas británicos, en particular Francis Hutcheson, de quien tomó el
principio maximizador que caracteriza a esta ética y también David
Hume, quien anticipa algunas de sus tesis. Siendo un sistema no sólo vi-
gente sino uno de los de mayor impacto, el utilitarismo está en permanen-
te revisión, producto de las continuas críticas, tanto internas como exter-
nas, a las que está sometido. Esto hace que presente distintas variantes que
se proponen como soluciones a determinados problemas surgidos del pro-
pio debate.

Las consecuencias de las acciones


y la maximización de la felicidad

Como toda ética teleológica el utilitarismo considera que la corrección de


las acciones debe juzgarse en función del bien que procuran; sostiene, asi-
mismo, que existe un único bien moralmente relevante: la felicidad, de
modo que una cosa o acción será buena si conduce a la felicidad. Estas te-
sis pretenden dar cuenta de dos intuiciones morales comunes, una de ellas
referida a la importancia que tiene la felicidad en nuestra vida: todos la va-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 139
loramos y preferimos ser felices antes que desdichados; la segunda, vincu-
lada con los resultados de las acciones. Una ligera modificación del ejem-
plo empleado en el capítulo siete permitirá comprender esta segunda in-
tuición.
A) X, que está mirando el mar, advierte que una persona hace señas
desesperadas, a punto de ahogarse. Sin perder un instante, x se sumerge e
intenta infructuosamente alcanzarlo. Sólo se da por vencido cuando la
persona desaparece, tragada por el mar.
B) Z, que se encuentra en las mismas circunstancias objetivas y subje-
tivas que x se arroja para rescatarla y su acción se ve coronada por el éxito.
Desde una perspectiva kantiana ambas acciones poseen el mismo va-
lor moral, independientemente de los resultados ya que éstos dependen de
contingencias que escapan a la voluntad. Sin embargo, muchos de nos-
otros nos sentimos fuertemente inclinados a conceder mayor valor a la ac-
ción de Z: X tuvo las mejores intenciones, pero los resultados no fueron
buenos, mientras que, con idénticas intenciones, Z logró un fin valioso.
¿Es infundado concederle mayor valor a su acción? Para el utilitarismo no
lo es ya que no acepta valorar las acciones independientemente de sus re-
sultados o consecuencias.
Pese a esta diferencia sustancial el utilitarismo comparte con las éticas
deontológicas filo-kantianas dos rasgos salientes, el universalismo y el igua-
litarismo; esto también la hace poseedora de un potencial crítico conside-
rable que, en su caso, se plasma en un principio maximizador: “La mayor
felicidad para el mayor número de individuos”, éste es, como veremos, el
criterio normativo que propone la teoría para evaluar las instituciones y las
políticas sociales.

El hedonismo cuantitativo de Jeremy Bentham

El concepto de “utilidad” no tiene un significado unívoco en la tradición


utilitarista. Bentham y Mill lo identifican con “felicidad” entendida como
placer y ausencia de dolor.

Entendemos por utilidad aquella propiedad existente en cual-


quier objeto, por medio de la cual tiende a producir beneficio,
140 BREVIARIO DE ÉTICA
ventajas, placer, bien o felicidad (todo esto, en el presente caso,
viene a significar lo mismo), o, (lo que también coincide en el
mismo significado) que previene contra el daño, el dolor, el mal,
la desgracia […]2

[…] todos los autores, desde Epicuro a Bentham, que mantuvie-


ron la teoría de la utilidad, entendían por ella no algo que ha de
contraponerse al placer, sino el propio placer junto con la libera-
ción del dolor.3

Para una teoría ético-política con compromisos igualitaristas y pretensio-


nes reformistas, como el utilitarismo –al menos en su expresión clásica–
hacer del placer el núcleo normativo básico parece el camino más sencillo
y democrático para resolver cuestiones de moral social: todos, sin distinción
de ninguna especie, preferimos el placer al dolor y todos tenemos derecho,
en principio, a satisfacer esta preferencia; por tanto, no hay mejor criterio
que éste para guiar la reforma de las instituciones en pos del bienestar so-
cial. Sin embargo, esta sencillez es más ilusoria que real; en efecto, el pla-
cer es un estado mental, y los estados mentales son muy difíciles de medir
y comparar, además, el placer es un parámetro subjetivo, a distintas perso-
nas pueden causarles placer cosas muy distintas. Por último, la variabili-
dad puede presentarse en el mismo individuo, tanto porque cambia de
preferencias a lo largo del tiempo como porque tiene preferencias encon-
tradas en el mismo momento. La solución de Bentham a estas dificultades
consiste en encontrar un criterio objetivo que permita incrementar el pla-
cer y evitar el dolor. Desde el punto de vista cualitativo los placeres no se
distinguen entre sí porque todos poseen el mismo valor: el placer que pro-
porciona un vaso de agua a un sediento no es de una calidad inferior al
que le proporciona a un melómano escuchar su concierto favorito. La úni-
ca diferencia que podemos establecer entre los placeres para compararlos
entre sí y determinar criterios de preferencia es de carácter cuantitativo, se-
gún resulta de los siguientes parámetros: intensidad, duración, certeza de
que ocurrirá, cercanía, fecundidad (cuantos más placeres trae asociados,
más fecundo es un placer), pureza (un placer es más puro cuando más ale-
jado esté del dolor) y extensión (la cantidad de gente que puede disfrutar
de él). Teniendo en cuenta estos parámetros, la elección entre placeres de-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 141
berá realizarse según estos criterios: si se trata de una persona, hay que te-
ner en cuenta la intensidad, la duración, la certidumbre o incertidumbre,
la proximidad o lejanía; en caso de que se necesite evaluar la tendencia de
un acto hay que agregar la fecundidad –la probabilidad de que dicho pla-
cer acarree otros de la misma índole– y la pureza –la probabilidad de que
no lo acompañen sensaciones de distinta índole–. Según esto, si dos pla-
ceres son idénticos en todo excepto en intensidad, hay que elegir el que sea
más intenso, si la diferencia está en la duración, el que dure más tiempo,
si uno es más seguro que el otro, el primero, etc.4

El utilitarismo “idealista” de John Stuart Mill

Bentham estaba mucho más interesado en proporcionar una guía al go-


bierno y a los legisladores para que implementaran reformas destinadas
a aumentar la felicidad de la sociedad que en la conducta individual. Sin
embargo –y sin detenernos a considerar lo complicado y difícil de ins-
trumentar que resulta su cálculo de placeres–, es dudoso que el placer sea
el único bien que las personas valoran. Muchas veces consideramos va-
liosos estados de cosas o actividades que no nos resultan placenteras, un
artista puede encontrar penoso e incluso tortuoso, el lento proceso de la
creación, un científico puede sentirse frustrado en el curso de su inves-
tigación, pese a lo cual podemos afirmar con alto grado de certidumbre
que ambos consideran valiosa su actividad y no necesariamente sólo por
sus resultados, sino por ella misma y con independencia de todo placer
o dolor. Hay otras cosas que valoramos, además del placer, y no es evi-
dente que todo lo que hacemos lo hacemos para obtener placer o evitar
el dolor. También es discutible que todos los placeres posean el mismo
valor, y sin duda poca gente estaría dispuesta a aceptar la famosa senten-
cia de Bentham: “Jugar con alfileres es tan bueno como la poesía” supo-
niendo que ambos “midieran” lo mismo. El primero en objetar este tipo
de equiparación fue su seguidor John Stuart Mill quien propone una
nueva versión de la ética utilitarista que pretende corregir el hedonismo
algo tosco de su maestro introduciendo una distinción cualitativa entre
los placeres.
142 BREVIARIO DE ÉTICA
[…] los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imagi-
nación y de los sentimientos morales (poseen) un valor más ele-
vado en cuanto placeres que los de la pura sensación.5

No admitir esta diferencia tiene algo de degradante porque implica desco-


nocer la superioridad de los seres humanos y confundir la felicidad con la
mera satisfacción o contento; en efecto:

[…] los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de fe-


licidad de un ser humano. Los seres humanos poseen facultades
más elevadas que los animales […].6

Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho;


mejor es un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho.7

¿Por qué son preferibles los placeres superiores? La respuesta de Mill se sus-
tenta en dos razones de carácter bien distinto, que él, sin embargo, presen-
ta entremezcladas y confundidas en un mismo argumento. La primera de
ellas resulta de una suerte de investigación empírica:

Si se me pregunta qué entiendo por diferencia de calidad en los


placeres, o qué hace a un placer más valioso que otro, a no ser que
sea su mayor cantidad, sólo existe una única posible respuesta.
De dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han
experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, inde-
pendientemente de todo sentimiento de obligación moral para
preferirlo, ese es el placer más deseable. Si aquellos que están fa-
miliarizados con ambos colocan a uno de los dos tan por encima
del otro que lo prefieren, aun sabiendo que va acompañado de
mayor cantidad de molestias […] está justificado que asignemos
al goce preferido una superioridad de calidad que exceda de tal
modo al valor de la cantidad como para que ésta sea, en compa-
ración, de muy poca importancia.8
[…] Es un hecho incuestionable que quienes están familiari-
zados con ambas cosas y están igualmente capacitados para apre-
ciarlas y gozarlas, muestran realmente una preferencia máxima-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 143
mente destacada por el modo de existencia que emplea las capa-
cidades humanas más elevadas. […] (Estas personas) no cederían
aquello que poseen y los otros no, a cambio de la más completa
satisfacción de todos los deseos que poseen en común con estos
otros […]9

Es decir, dados dos placeres a y b, debe preferirse a si:

1) La mayoría de la gente que ha experimentado los dos prefiere a.


2) No resigna su porción de a por un aumento de b.
3) Aun cuando obtener a le cause más displacer que obtener b.
4) Su preferencia no está basada en ninguna obligación (una condición
necesaria para el éxito de la prueba es que, para el utilitarismo, lo obli-
gatorio se subordina a lo bueno).

Sin embargo, Mill admite que su test no siempre se verifica; en efecto, de-
bido a una debilidad de su voluntad, muchas personas cultas y refinadas,
con suficiente experiencia en placeres superiores se dejan perder por la
atracción que ejercen los placeres inferiores:

[…] Puede objetarse que muchos que son capaces de los más ele-
vados placeres, en ocasiones, a causa de la tentación, los pospo-
nen a los inferiores. Pero esto es del todo compatible con una
apreciación completa de la superioridad intrínseca de los más ele-
vados. Los hombres, a menudo, debido a la debilidad de carácter,
eligen el bien más próximo […].10

Esta aseveración debilita considerablemente la prueba empírica: Mill nos


dice que debemos preferir los placeres superiores aun cuando nadie, ni si-
quiera las personas cultas y refinadas, lo hagan. En realidad, el criterio úl-
timo de preferencia descansa en otra razón:

[…] Lo más indicado (para explicar la superioridad de los place-


res espirituales) es apelar a un sentimiento de dignidad que todos
los seres humanos poseen en un grado u otro […].11
144 BREVIARIO DE ÉTICA
Es, entonces, en este sentimiento de dignidad, más que en las elecciones
que realizan las personas familiarizadas con las dos clases de placeres, don-
de reside la posibilidad de distinguir entre ambos y de reconocer el valor
superior de los que requieren de nuestras facultades más elevadas para ser
apreciados. Esta distinción cualitativa se corresponde con el concepto mi-
lliano de felicidad, mucho más complejo y sutil que el de Bentham, con
claras reminiscencias estoicas y cristianas y en el que la virtud es uno de
sus principales componentes. En efecto, para el filósofo la felicidad cons-
tituye un ideal de excelencia del que no pueden estar ausentes la dignidad,
la nobleza, la independencia y la búsqueda de la belleza. Empero, es difí-
cil admitir que estos elementos puedan reducirse al placer.

El bienestar y la demanda de utilidades

La reformulación efectuada por Mill mostró que el concepto de felicidad,


denso y cargado de historia, no resulta la mejor opción para satisfacer las as-
piraciones de una teoría comprometida con consideraciones de bien público.
La necesidad de establecer algún parámetro objetivo y más sencillo que per-
mita hacer comparaciones interpersonales llevó a reemplazarlo por el concep-
to de “bienestar” interpretado como la satisfacción de deseos o preferencias.
Conforme a esto, incrementar el bienestar de las personas significa satisfacer
sus preferencias. Ahora bien, para que los deseos puedan servir de base a cál-
culos utilitaristas, deben presentar algún aspecto que permita compararlos en-
tre sí; por ejemplo, podría someterse a evaluación su grado de cumplimien-
to en relación con el correspondiente estado de cosas logrado. Sin embargo,
este procedimiento no conseguiría capturar al deseo en toda su dimensión;
como es un estado mental, también deberíamos tomar en cuenta su intensi-
dad, pero este dato se nos escapa si sólo se fija la atención en el estado de co-
sas conquistado. En síntesis, la identificación del bienestar con un estado
mental ha sido criticada porque los deseos son muy difíciles de evaluar, me-
dir y comparar. En los contextos moralmente relevantes no pueden aceptar-
se sólo parámetros subjetivos que invoquen exclusivamente al asentimiento
individual del portador del deseo para informarse sobre el bienestar de la gen-
te. Cuando se trata de decidir entre reclamos competitivos, se necesita algún
criterio objetivo que sea independiente de los gustos e intereses personales.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 145
La teoría económica del bienestar –desarrollada por el economista
de Cambridge Arthur C. Pigou,12 pionero en adoptar la expresión “bien-
estar” (welfare) en la teoría económica– empleó un concepto más simple:
“demanda de utilidades”. Las utilidades son definidas como unidades
mínimas, reductibles a una expresión numérica y determinadas por la sa-
tisfacción de los deseos y preferencias de los miembros de una sociedad.
De allí la posibilidad de maximizarlas sin que sea necesario realizar com-
paraciones entre cosas inconmensurables o entre los distintos sujetos
portadores de las preferencias. El aporte más significativo de la teoría
económica del bienestar lo constituyó la idea de la “utilidad marginal”
destinada a determinar las condiciones de una asignación eficiente de re-
cursos y facilitar así las elecciones adecuadas para perseguir la máxima
utilidad. La utilidad marginal es la utilidad proporcionada por la última
cantidad consumida de un bien en torno a la cual se supone que se ajus-
tará el precio de este bien. A partir del supuesto de que los individuos
son autointeresados y racionales a la hora de perseguir sus fines y de ele-
gir los medios más adecuados para obtenerlos, la teoría supone que los
consumidores buscarán la máxima satisfacción de sus preferencias.
Desde estos supuestos la teoría de la utilidad marginal construye un mo-
delo cuyo objetivo es determinar las condiciones en que un mercado al-
canzará un equilibrio en el intercambio. El modelo pretende que a par-
tir de unas conductas motivadas por la maximización del interés
individual –en este caso la utilidad proporcionada por los bienes mate-
riales– se obtendrá una maximización de la utilidad social, o sea, una
asignación eficiente de los recursos.

El principio de maximización

El principio de maximización de las utilidades, expresado, según los pa-


dres fundadores, en la fórmula la mayor felicidad para el mayor número, es,
tal como habíamos anticipado, el criterio de corrección de las acciones in-
dividuales y de evaluación de las instituciones sociales. El principio se ba-
sa en la hipótesis de que lo que es bueno y racional para un individuo, es
también bueno y racional para el conjunto de la sociedad. Al respecto sos-
tiene Bentham:
146 BREVIARIO DE ÉTICA
Se dice que una cosa promueve el interés o es para el interés de
un individuo cuando tiende a aumentar la suma total de sus pla-
ceres […]
[…] la comunidad es un cuerpo ficticio, compuesto de in-
dividuos que lo integran, que se consideran como sus miembros.
¿En qué consiste entonces el interés de la comunidad? En la su-
ma de los intereses de los varios individuos que la componen.13

Mill expresa la misma idea en términos casi idénticos:

[…] que la felicidad de cada persona es un bien para esa persona,


y la felicidad general, por consiguiente, un bien para el conjunto
de todas las personas […]14

El razonamiento contenido en estos textos es el siguiente: La felicidad de


A es un bien para A, la felicidad de B es un bien para B, y la felicidad de
C es un bien para C, por lo tanto, la felicidad de A+B+C es un bien para
el conjunto A+B+C y para cada uno de ellos. Pero este razonamiento co-
mete la falacia de la composición que consiste en concluir que una propie-
dad compartida por un número de cosas en particular, también es com-
partida por la suma de esas cosas: Supongamos que la felicidad de A
consista en discriminar a B y la felicidad de B consista en discriminar a C;
en este caso se pone en evidencia la falacia que conduce a la conclusión: la
suma de las felicidades de los tres individuos es un bien para el conjunto
y para cada uno de ellos.
Lo dicho muestra porqué, pese al espíritu igualitarista que animó al
utilitarismo desde sus orígenes, y que Bentham expresó en su fórmula: ca-
da uno cuenta por uno y por nadie más que uno, el principio de maximiza-
ción de las utilidades suele presentar problemas de justicia distributiva: co-
mo lo que cuenta es la suma total de utilidad o felicidad, esto puede
redundar en la legitimación de situaciones muy inequitativas, ya que no
puede descartarse –y ésta es una de las críticas más extendidas a esta teo-
ría– que una distribución altamente desigual de los ingresos aumentara el
bienestar general mucho más que una igualitaria. Por ejemplo, podría su-
ceder que una sociedad esclavista tuviera una economía más eficiente (me-
dida en términos de ingresos per cápita) que una sociedad estrictamente
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 147
igualitaria, o más igualitaria. El utilitarista no tiene modo de responder a
esta objeción, justamente porque el principio de igualdad se subordina al
de bienestar, sin importar cómo éste se encuentre distribuido entre las per-
sonas. No se tiene en cuenta la posibilidad de que algunos alcancen un
bienestar considerable mientras que otros no obtengan ninguno, sólo in-
teresa la suma total de bienestar. Imaginemos lo siguiente: la sociedad A
tiene una renta total de doscientos millones de dólares anuales distribui-
dos del siguiente modo: el 3% de la población obtiene el 70% de la ren-
ta, mientras que el 30% restante se reparte así: un 20% para un sector in-
tegrado por el 40% de la población y un 10% distribuido entre el resto.
La sociedad B tiene una renta total de 100 millones de dólares con esta
distribución: el 40% se reparte entre el 30% de la población, y el 60% res-
tante, entre el resto. Un utilitarista debe preferir la situación A pese a que
la distribución de la renta es mucho más desigual que en la B porque la
ganancia total de la primera es mayor.
El premio Nobel de economía Amartya Sen ha observado, en varios
de sus trabajos, que, como esta teoría sólo se interesa por la maximización
de las utilidades y es irrelevante cómo estén distribuidas ni quiénes sean
sus propietarios, el principio distributivo no puede impedir, por ejemplo,
que quienes tienen gustos extravagantes, como deseos de comer caviar, lle-
guen a recibir mayor satisfacción que quienes los tienen más modestos y
sólo pretenden pan. Al considerar la satisfacción de las demandas como lo
único importante, el utilitarismo se muestra incapaz de discriminar entre
las distintas clases de preferencias. Quizá los que consuman caviar lo de-
manden con mayor intensidad que los que consumen pan. Esta asimila-
ción del bienestar a utilidades cuantificables resulta extremadamente sim-
plificadora y tampoco consigue dar cuenta de las diferencias entre las
personas. Pero Sen va más allá: aunque las utilidades fueran distribuidas
igualitariamente tampoco se conseguiría corregir las inequidades prove-
nientes de las loterías natural o social. En efecto, una misma cuota de ali-
mentos puede favorecer a unos y perjudicar a otros; distribuir igualitaria-
mente los recursos en salud y en educación puede crear aún mayores
desigualdades, por el simple hecho de que no todas las personas tenemos
las mismas necesidades. En otras palabras, las objeciones de Sen apuntan
a advertir que no hay que tomar las utilidades como si fueran fines en sí
mismos, sino medios relativos al bienestar de las personas.
148 BREVIARIO DE ÉTICA

Utilitarismo del acto y utilitarismo de reglas

Las discusiones en torno al principio de maximización de las utilidades y


los problemas aparejados en su aplicación condujeron a diferenciar dos ti-
pos de utilitarismo: el del acto o extremo (1) y el de reglas o restringido (2).
El primero aplica el principio de maximización a las acciones particulares,
mientras que el segundo lo aplica a las reglas morales.
(1) Para conocer cuál es el curso de acción correcto entre distintos
cursos de acción disponibles hay que medir todas las cantidades de placer
o utilidad que proporcionaría cada curso de acción para las distintas per-
sonas involucradas y sumarlas todas, y luego, medir y sumar las cantida-
des de dolor y restarlas de la suma total de placer; la acción correcta será
la que produzca mayor bienestar de forma total, o menor dolor. Ahora
bien, consideremos este caso: Una amiga que padece una enfermedad ter-
minal pide a usted que, a su muerte, se ocupe de la manutención de su hi-
ja de 10 años; no tiene otros amigos ni parientes cercanos. Usted le pro-
mete cumplir con el pedido. Llegado el momento ¿crea la promesa una
obligación de actuar con relación a la niña? Para un utilitarista del acto no
necesariamente, porque supone que la promesa tiene peso sólo si maximi-
za las utilidades esperables de varios cursos de acción. Si esto no ocurre
–por ejemplo, la niña no conoce la promesa y no podrá sentirse decepcio-
nada por su incumplimiento, aparece un buen samaritano que ofrece ocu-
parse de ella, o alguna otra alternativa semejante– usted no tiene obliga-
ciones con la niña.
Sin embargo, muchos de nosotros pensaríamos que este modo de en-
focar el caso lesiona algo que consideramos moralmente valioso.
(2) A fin de evitar resultados como el del ejemplo, los utilitaristas de
las reglas sostienen que en lugar de preguntarnos cuál acto particular pro-
ducirá las mejores consecuencias tenemos que decidir las situaciones par-
ticulares en función de la o las reglas del caso: “decir la verdad”, “cumplir
las promesas”, etc.; la gente confía en las reglas morales, su mantenimien-
to contribuye al bienestar de la sociedad y supeditarlas a un cálculo de uti-
lidades de las acciones particulares puede resultar socialmente perjudicial.
Ahora bien, cuando dos reglas están en conflicto deberá decidirse en fun-
ción del principio de maximización de las utilidades, que sigue funcionan-
do como el criterio último de justificación.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 149

La falacia naturalista

Hasta el momento nos referimos a algunos problemas que presenta el


principio de maximización de las utilidades como criterio de evaluación de
las acciones, pero aún no discutimos el supuesto básico del utilitarismo: la
felicidad como fin último, el único bien que tiene verdadera relevancia
moral; ¿cómo justifican los filósofos utilitaristas esta afirmación?

La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de


dos dueños soberanos: el dolor y el placer. A ellos únicamente
pertenece el indicador de lo que debemos hacer […].15

Bentham parte de una proposición descriptiva que contiene una generali-


zación empírica que puede formularse así: “Todas las personas desean el
placer y huyen del dolor”, y arriba a una conclusión prescriptiva: “El pla-
cer y el dolor deben guiar nuestra conducta”. Al adoptar esta tesis Stuart
Mill construye un argumento que pretende probar la verdad del principio
utilitarista, la felicidad como fin último:

La única prueba que puede proporcionarse de que un objeto es


visible es el hecho de que la gente realmente lo vea. La única
prueba de que un sonido es audible es que la gente lo oiga. Y, de
modo semejante, respecto a todas las demás fuentes de nuestra
experiencia. De igual modo, entiendo que el único testimonio
que es posible presentar de que algo es deseable es que la gente,
en efecto, lo desee. […] No puede ofrecerse razón alguna de por
qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona, en
la medida en que considera que es alcanzable, desea su propia fe-
licidad.16

Mill establece una comparación entre “visible”, “audible” y “deseable”. En


tanto “visible” significa: susceptible de ser visto y “audible” significa “sus-
ceptible de ser oído, es correcto afirmar que un modo apropiado para sa-
ber si un objeto es visible o audible consiste en someterlo a una prueba
empírica; ahora bien, no ocurre lo mismo con “deseable” y “deseado”; só-
lo lo “deseado” puede someterse a prueba empírica, en este caso el placer,
150 BREVIARIO DE ÉTICA
pero no lo “deseable” que significa algo así como “digno de ser deseado”,
“que merece perseguirse”.
Quien primero advirtió lo inadecuado de derivar valores de hechos,
“deber ser” de “ser”, fue David Hume en este célebre pasaje:

En todo sistema moral de que haya tenido noticias, hasta ahora,


he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto
tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia
de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres huma-
nos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de
las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo nin-
guna proposición que no esté conectada con un debe o un no de-
be. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la
mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe
expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta
sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de
algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es po-
sible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente dife-
rentes.17

La problemática del pasaje indebido del “es” al “debe” sobre la que llamó
la atención Hume fue retomada y profusamente discutida en el ámbito de
la filosofía analítica a partir de las tesis esgrimidas por George Moore en
su influyente libro Principia Ethica.18 Según este autor, esta derivación ile-
gítima del “es” al “debe” es producto de una falacia que han cometido mu-
chos filósofos a lo largo de la historia de la ética, entre ellos, Bentham y
Mill. La argumentación de Moore puede sintetizarse como sigue:
Es de capital importancia para la ética determinar el uso de los tér-
minos éticos, en particular de “bueno”, por ser el más importante.
El término “bueno” no puede descomponerse en otras significaciones
más primarias porque es un término simple, a diferencia de lo que ocurre
con términos compuestos, que sí son pasibles de definición. Por ejemplo,
“caballo” es un término compuesto al que el diccionario de la Real Aca-
demia Española define así: “Mamífero del orden de los Perisodáctilos,
solípedo, de cuello y cola poblados de cerdas largas y abundantes, que se
domestica fácilmente”. Cada uno de los conceptos que integran el concep-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 151
to “caballo” puede, a su vez, ser definido mediante otros conceptos. No
ocurre lo mismo con “bueno”, término que, según el diccionario de la
RAE significa “que tiene bondad”; si buscamos “bondad” nos encon-
tramos con esta definición: “cualidad de bueno”. Esto pondría en eviden-
cia, según Moore, la imposibilidad de definir términos simples, como
“bueno”.
Además de ser un término simple y por tanto indefinible, “bueno” de-
signa una propiedad no natural (existen otros términos, también simples,
que denotan propiedades naturales; por ejemplo, los colores primarios).
Los filósofos que han intentado reducir el concepto de “bueno” a otro
concepto han cometido una falacia porque intentaron reducir dos propie-
dades a una sola, esto es, intentaron definir lo indefinible. Y quienes pre-
tendieron reducir “bueno” a una propiedad natural como “agradable” o
“placentero” o “deseado” cometieron una falacia naturalista. Según Moore,
Bentham y Mill –entre otros– cometieron esta falacia al identificar “bue-
no” con “placer” o “agradable”.
Es correcto predicar “bueno” de ciertos objetos, por ejemplo “el pla-
cer es bueno”, lo incorrecto es suponer que “bueno” significa “placer”, que
es idéntico a “placer”; “bueno” no es reductible a placer –ni a ningún otro
objeto, ni natural ni no natural– justamente porque, según Moore, “bue-
no” es indefinible.
Moore realiza la crítica a Bentham y Mill en el contexto de su crítica
más general a las éticas naturalistas que forma parte de su estrategia para
defender una posición intuicionista. Para los intuicionistas nuestros juicios
morales están basados en ciertas propiedades no naturales como “bueno”,
“correcto”, que captamos directamente, mediante una suerte de intuición
racional. Sin embargo Mill, como cualquier defensor de una posición na-
turalista, no admite la existencia de propiedades éticas que no sean reduc-
tibles a propiedades naturales. Brevemente, Mill nos dice lo siguiente: exis-
te un único objeto pasible de aprobación y persecución general, algo que
es intrínsecamente deseable o bueno; es el deseo que tiene cada persona de
ser feliz; no es probable que una creencia tan ampliamente difundida sea
falsa, por tanto, necesariamente la felicidad es algo bueno.
Sin entrar a considerar cuál es la interpretación más adecuada de la
prueba al principio de utilidad ofrecida por Mill ni las dificultades que
conlleva la tesis de la falacia naturalista –largamente comentada y debati-
152 BREVIARIO DE ÉTICA
da–, no deja de ser cierto que ésta contribuyó a poner en evidencia el pro-
blema básico del naturalismo ético –sea utilitarista o de otro tipo–. En
efecto, el naturalismo supone –tal como se explicó en el capítulo 2– que
las proposiciones éticas tienen un carácter meramente informativo, y esto
no deja de resultar problemático: es evidente que cuando empleamos los
términos “bueno”, “malo”, “correcto”, “incorrecto”, en su sentido moral no
pretendemos sólo brindar información. Ahora bien, también es evidente
que el principio básico del utilitarismo: “La mayor felicidad para el mayor
número”, no puede reducirse a una proposición descriptiva. En lo que si-
gue estudiaremos la versión del utilitarismo pergeñada por Richard Hare,
que forma parte de su particular teoría del lenguaje moral.

El prescriptivismo de Richard Hare

En 1952 el filósofo inglés Richard Hare publicó The Language of Morals,19


obra destinada a tener una gran influencia en los estudios metaéticos. En
ella formuló dos tesis fundamentales: los juicios morales son prescriptivos
y son universalizables. En obras posteriores20 unió estas tesis metaéticas a
una propuesta normativa de carácter utilitarista. Comenzaremos por la te-
sis metaética conocida como prescriptivismo.
Hare concibe la ética teórica como una rama de la lógica dedicada a
establecer las condiciones de validez de los argumentos morales a partir del
estudio del significado del lenguaje moral: el análisis del significado de al-
gunos términos morales paradigmáticos, fundamentalmente deber/debería
permitirá inferir qué reglas es preciso seguir en nuestras argumentaciones
morales cuando empleamos dichos términos.
Comencemos por la prescriptividad. El término Deber/debería es un
operador modal deóntico y tiene propiedades semejantes a otros operado-
res modales, v.g. “es necesario que”, pero se diferencia en que, mientras los
otros tienen significado descriptivo –v.g. “es necesario que llueva o que no
llueva”– debería tiene significado prescriptivo, por ello de él se deriva un
juicio imperativo: Si digo:
1. “Debo pagar la deuda que contraje con el fisco”,
De ello deduzco:
2. “Pague yo la deuda que contraje con el fisco”.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 153
Si afirmo 1., pero no afirmo 2., significará que, o bien no compren-
do la acepción de “yo debo” o bien no soy sincero al afirmar 1.
Los juicios morales son prescriptivos y, en este aspecto, semejantes a
los imperativos, pero, a diferencia de éstos, siempre se basan en razones; es
decir, la prescripción se apoya en unas razones determinadas y estas razo-
nes, a su vez, se fundan en hechos, por eso los juicios morales también tie-
nen un componente descriptivo: “No debes arrojar piedras al gato”, le di-
ce una madre a su hijo; “¿Por qué?”, pregunta el niño; “Porque le causas
daño”; esto significa que los juicios morales no pueden ser arbitrarios, por
ello deben basarse en ciertos hechos. Según Hare esta relación entre pres-
criptividad, razones y hechos se explica por otra característica de los tér-
minos morales: la superveniencia: las cualidades morales son supervenien-
tes de las propiedades no morales; es decir, las acciones tienen propiedades
morales porque tienen propiedades no morales: un hombre, una acción,
no son simplemente buenos o malos, son buenos o malos por algo, tienen
atributos distintos a su bondad o maldad que los hacen buenos o malos;
consideremos este ejemplo:
(1) –Debes pagarme la entrada al cine.
(2) –¿Por qué?
(3) –Porque en eso convinimos cuando planeamos la salida.
El juicio prescriptivo (1) tiene sustento en el juicio descriptivo (3);
ahora bien, que los juicios prescriptivos se justifiquen en función de cier-
tos hechos no significa que se deduzcan de esos hechos. En relación con
esto, Hare considera que Moore estuvo en lo cierto cuando mostró que los
términos morales no se refieren a propiedades naturales, pero erró al supo-
ner que mientan propiedades no naturales captables por intuición; a eso
se debe, en su opinión, que la teoría de Moore resulte tan descriptivista y
fallida como el utilitarismo que critica, aunque no se trata de un descrip-
tivismo naturalista sino intuicionista.
La argumentación anterior nos conduce a la tesis de la universalizabi-
lidad: si debería se comporta como un operador modal deóntico, enton-
ces, los enunciados que contienen el término son universalizables (un tér-
mino o propiedad es universalizable cuando, a fin de especificarlo, no es
necesario mencionar a individuo alguno).
Al igual que la tesis de la prescriptividad, la de la universalizabilidad
es puramente lógica: cualquier juicio moral enunciado por el hablante en
154 BREVIARIO DE ÉTICA
determinadas circunstancias que contenga ese término lo obliga a sostener
el mismo juicio en toda otra circunstancia semejante en sus aspectos rele-
vantes en virtud de las propiedades lógicas (reglas de consistencia, de im-
plicación, etc.) que posee dicho término. Si una persona dice: “Debo men-
tir cuando necesito dinero para jugar en el casino, y así conseguir que mis
amigos me presten; pero nadie en la misma circunstancia debe hacer lo
mismo que yo”, está incurriendo en una contradicción debida al mal uso
del término “debo”:

Lesiones contra la tesis de la universalizabilidad son lógicas, no


morales. Si una persona dice “yo debo actuar de una cierta ma-
nera pero nadie más debe actuar de esa manera en circunstancias
similares en sus aspectos relevantes”, entonces, de acuerdo con mi
tesis, está utilizando mal la palabra “debo”: implícitamente se es-
tá contradiciendo a sí mismo”.21

La prescriptividad y la universabilidad son requisitos meramente formales;


si bien establecen condiciones necesarias para argumentar con consisten-
cia en el ámbito de la moral, carecen de los elementos sustantivos impres-
cindibles para formular un juicio moral. Estos componentes están dados
por las inclinaciones, deseos e intereses de las personas, es decir, por aque-
llos bienes que el utilitarismo considera éticamente relevantes.
A fin de ilustrar cómo funcionan ambas tesis y de qué modo se conec-
tan con el utilitarismo, adaptaremos uno de los casos construidos por el
propio autor desglosándolo en distintos pasos.
Supongamos que, en el contexto de una guerra, tomé prisionera a una
persona que posee una valiosa información cuyo conocimiento permitiría
a mi facción un importante triunfo sobre el enemigo. Como mi prisione-
ro se niega a revelar lo que sabe, quiero torturarlo para que confiese; co-
mo no estoy seguro de que mi acto sea lícito, me pregunto si:
1º) “Yo debo torturar a P para que confiese”.
Esta prescripción es universalizable, habida cuenta de que los juicios
morales son universalizables en el sentido que suponen juicios idénticos
sobre casos idénticos en lo que respecta a sus propiedades universales:
2º) “Cualquiera que esté en mi lugar debe torturar a cualquiera que
esté en el lugar de P para lograr que confiese”.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 155
Ahora bien, esta segunda proposición implica que debería ser acepta-
da aun cuando quien estuviera en el lugar de P fuera yo mismo, de modo
que me pregunto:
3º) “¿Querría yo que se me hiciera lo que yo debo hacerle a P si yo es-
tuviera en su situación?”
En el paso 3º se introduce explícitamente la “materia prima” del jui-
cio moral: los deseos e intereses; además se recurre a un auxiliar sin el cual
el procedimiento fracasaría, la imaginación. Esta facultad permite al que
realiza el juicio ponerse en el lugar de su víctima, es decir, representarse los
intereses de la otra persona como si fueran los suyos propios, como si per-
tenecieran a un único yo. Obviamente, respondo en forma negativa a la
pregunta, y así formulo otra prescripción:
4º) “Si yo estuviera en el lugar de P no debería torturárseme”.
Ahora bien, es claro que esta última prescripción es inconsistente con
la formulada en primer lugar. Sólo puedo evitar esta contradicción de la
voluntad –téngase presente el tipo de contradicción que, según Kant, ocu-
rre cuando se pretende universalizar una máxima que viola los deberes me-
ritorios– abandonando mi prescripción original.
En el caso que acabamos de analizar el argumento sólo fracasaría, se-
gún admite el propio Hare, si el agente careciera de imaginación o si fue-
ra un fanático –pero esto no es tan importante: casi todos tenemos la su-
ficiente imaginación como para ponernos en el lugar del otro–; en cuanto
a los fanáticos, ellos mismos se colocan fuera del juego moral. Pero, ¿có-
mo resolver un conflicto moral menos extremo, sobre todo si hay en él
más de dos personas involucradas? En este paso Hare introduce el criterio
utilitarista como mecanismo de decisión: debe maximizarse la utilidad
media de todos los intereses involucrados a partir del ejercicio mental de
que todos pertenecen al mismo yo:

Si estoy tratando de dar un peso igual a los intereses equiparados


de todas las partes en una situación, yo debo considerar un be-
neficio o perjuicio para una de las partes como poseyendo un va-
lor o un disvalor igual a un mismo beneficio o perjuicio para
cualquiera de las otras partes. Esto parece significar que voy a
promover del modo más intenso los intereses de las partes,
mientras concedo un peso igual a todas ellas, si maximizo los be-
156 BREVIARIO DE ÉTICA
neficios totales sobre toda la población, y éste es el principio clá-
sico de utilidad.22

Si bien la teoría prescriptivista de Hare esquiva exitosamente la falacia na-


turalista, no deja de ser acreedora de las objeciones clásicas realizadas al
utilitarismo. Resulta muy difícil llevar a cabo un cálculo de utilidades, so-
bre todo cuando hay varias personas involucradas; no sólo es necesario te-
ner en cuenta los intereses actuales sino también hacer proyecciones al fu-
turo. Además, la tesis monológica que propone reunir todos los deseos e
intereses en un único yo, el mío, y asignarles prioridades, no significa otra
cosa que proyectar mis propios intereses y prioridades en los otros indivi-
duos. ¿No implica esto desconocer las diferencias entre las personas?

Lecturas complementarias

Farrel, M.: Utilitarismo, ética y política, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1983, cap.
1 y 2.
Hudson, W. D.: La filosofía moral contemporánea, Madrid, Alianza, 1974, cap. 5.

Notas
1
Sidgwick, H., The Method of Ethics, 1874.
2Bentham, J., Los Principios de la moral y la legislación, Buenos Aires, Claridad,
2008, p. 12.
3 Mill, J. S., El utilitarismo, Madrid, Alianza editorial, 1994, p. 45.
4
Bentham, J., op. cit. supra nota 2, pp. 31-40.
5 Mill, J., op. cit. supra, nota 3, p. 47.
6 Ibíd., p. 47.
7 Ibíd., p. 51.
8 Ibíd, p. 48.
9 Ibíd, p. 49.
10 Ibíd, p. 51.
11
Ibíd. p. 50.
12 Pigou, A.,The Economics of Welfare, Londres, Macmillan, 1962.
13 Bentham, J., op. cit. supra, nota 2, p. 12.
14 Mill, J. S., op. cit. supra nota 3, p. 90.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 157
15 Bentham, J., op. cit. supra nota 2 p. 11.
16
Mill. J. S., op. cit. supra nota 3 p. 90.
17 Hume, D. Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Editora Nacional, 1981, p.

689.
18Moore, G. Principia Ethica, Cambridge University Press, 1903.
19
Hare, R. M., The Language of Morals, Oxford, Oxford University Press, 1952.
20 Hare, R. M., Freedom and Reason, Oxford, Oxford University Press, 1963, y Moral

Thinking, Oxford, Clarendom Press, 1981.


21 Ibíd., Oxford, Oxford University Press, 1963 p. 32 (la traducción es de los au-

tores).
22 Hare, R. M., Essays in Ethical Theory, Oxford, Clarendon Press, 1989, p. 215 (la

traducción es de los autores).


Capítulo 10
Teorías teleológicas II: Éticas de la virtud

I. La ética de Aristóteles. El significado del término “bueno”/


“bien”. Bienes medios y bienes fines en sí mismos. El bien supre-
mo. Las virtudes éticas y las dianoéticas. Naturaleza y función de
las virtudes éticas. Las virtudes dianoéticas. La prudencia. Sabi-
duría teórica, sabiduría práctica y felicidad. II. La tradición de la
virtud en la teoría de Alasdair MacIntyre.La crítica a las éticas he-
rederas de la Ilustración. A la búsqueda de la virtud perdida. El
concepto de práctica. El “télos” de la vida humana. La tradición.
Enfoques alternativos.

Las teorías estudiadas hasta el momento priorizan la justificación de prin-


cipios generales y de mecanismos procedimentales con el fin de guiar las
acciones y de resolver los conflictos morales. No son éstos los aspectos
acentuados por las posiciones que hacen de la virtud el concepto central
de la ética normativa. Con una larga tradición que se remonta a la Grecia
clásica, este enfoque había entrado en un cono de sombra en los debates
contemporáneos hasta que, a partir de los años setenta, resurgió con fuer-
za renovada, en parte debido a las críticas de las que fueron objeto las éti-
cas deontológicas y utilitaristas. A ambas se les cuestionó el rol dominan-
te otorgado a la razón en detrimento de las emociones, desconociendo así
la relevancia de éstas tanto en la motivación de los actos como en la elabo-
ración del juicio moral. El foco puesto en los principios universales con-
dujo a que se perdiera de vista que el razonamiento moral es un tipo de ra-
zonamiento enfocado hacia lo particular, determinado por los contextos;
pobre guía, a ojos de los objetores de estas teorías, resultan el principio de
160 BREVIARIO DE ÉTICA
maximización de utilidades o las distintas variantes del imperativo cate-
górico cuando nos enfrentamos a un problema moral en la vida real. A las
teorías filokantianas en particular se les impugnó la concepción reduccio-
nista de la moral, entendida como un conjunto de reglas y obligaciones, y
su prescindencia respecto de una cuestión que siempre ha sido central pa-
ra la disciplina, el bien humano. En verdad, tampoco el utilitarismo esca-
pó de esta crítica ya que, aunque centrado en el bien, ha producido un va-
ciamiento de este concepto al reducirlo a “placer” o “utilidad”. Pobre es,
también, la concepción del sujeto moral que ofrecen ambas perspectivas,
un agente idealizado y abstracto, puramente racional, que sólo calcula cos-
tos-beneficios o busca aplicar reglas imparciales.
Es importante tener en cuenta que las éticas orientadas a la virtud no
constituyen un conjunto unívoco y que sería un error considerarlas global-
mente como un enfoque alternativo a los otros dos. Esta heterogeneidad
se debe, en parte, a que su resurgimiento fue producto de intereses teóri-
cos diversos aunque, a veces, entrecruzados; por ejemplo, ciertas perspec-
tivas feministas han revalorizado las virtudes del carácter, algunas de ellas
asociadas con funciones culturalmente destinadas a la mujer; también des-
de la bioética se retomó este enfoque valorando la modalidad contextual
del razonamiento para acercarse a los problemas como una alternativa más
promisoria que la ofrecida por principios abstractos. Asimismo, ciertos fi-
lósofos identificados con la corriente comunitarista abrevaron en la tradi-
ción de la virtud y la emplearon para impugnar los modelos universalis-
tas; algunos de ellos, como el escocés Alasdair MacIntyre la recrearon para
ofrecerla como opción superadora a las éticas herederas de la Ilustración.
Pero no necesariamente la introducción del punto de vista de la virtud
implica una opción excluyente; conviene tener presente que la virtud
ocupa un rol central en las teorías éticas de Kant y de Stuart Mill, los
“padres” del deontologismo y del utilitarismo respectivamente. El pri-
mero le dedica al tema la segunda parte de su obra Metafísica de las cos-
tumbres, Mill considera que la virtud es uno de los elementos constitu-
tivos de la felicidad.
Lo que tienen en común los distintos enfoques centrados en la virtud
es que llevan a un primer plano la valoración integral del carácter moral
cuidando no considerar las acciones y elecciones de modo aislado alegan-
do que en éstas no están involucrados sólo el cumplimiento de las obliga-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 161
ciones o la búsqueda de los mejores resultados; en efecto, es posible reali-
zar acciones moralmente valiosas en ciertas circunstancias sin ser una per-
sona virtuosa, es necesario, entonces, indagar en los motivos de los actos,
en su modalidad deliberada o espontánea, y evaluar la calidad del agente
moral de manera global, a lo largo de su vida.
En lo que sigue nos dedicaremos a estudiar la ética de la virtud más
elaborada que nos legara la antigüedad, la de Aristóteles, principal inspi-
radora de las propuestas actuales, de las que estudiaremos con cierta aten-
ción la del citado MacIntyre.

I. La ética de Aristóteles

Tres son las exposiciones completas de la ética atribuidas a Aristóteles que


heredamos del medioevo: Magna Moralia, Ética Eudemia y Ética Nicomá-
quea; de ellas, existe hoy unanimidad respecto de la autenticidad de las dos
últimas, no así de la primera. Nuestra exposición se centrará exclusiva-
mente en la Ética Nicomáquea (en adelante EN), ya que es considerada la
exposición más elaborada y original.

El significado del término “bueno”/ “bien”.


Bienes medios y bienes fines en sí mismos

Como es característico de la ética antigua, la de Aristóteles es un tipo de


ética teleológica preocupada por la posibilidad de realización plena de la
vida humana. De igual manera que su maestro Platón, y tal como más tar-
de lo harían los pensadores de la época helenística, Aristóteles consideraba
que una vida humana no se realiza plenamente si no es mediante el ejer-
cicio de la virtud ya que en éste radica la realización del bien del hombre.
Por tanto, la indagación concerniente a este bien, sobre el cual no existía
en la época consenso –como tampoco en épocas posteriores– constituía el
objetivo principal de su investigación.
Siendo el bien el concepto central de la ética y, por ello mismo, uno
de los que más se ha discutido a lo largo de la historia de la disciplina, an-
tes de iniciar la exposición sobre la ética de Aristóteles y a fin de facilitar
162 BREVIARIO DE ÉTICA
su comprensión, nos concentraremos un momento en la consideración del
“bueno/bien”, completando el análisis que habíamos dejado en suspenso
en el capítulo 2.
Desde el punto de vista sintáctico “bueno” es un adjetivo, y, como
tal, tiene dos usos posibles: un uso atributivo y otro predicativo. Ejemplos
del primero se encuentran en las proposiciones valorativas del tipo: “Éste
es un buen cuchillo”, “es un buen medicamento”, “es un buen equipo de
audio”, donde el término califica directamente al sustantivo al que va uni-
do. En todos estos casos “bueno” posee un significado relativo, los sustan-
tivos de los que se predica son buenos para algo: el cuchillo es bueno para
cortar, el equipo de audio es bueno para escuchar música. En el uso predi-
cativo el adjetivo posee la función gramatical de predicado; por ejemplo:
“esta película es buena”, “esta empresa es buena”, “esta acción es buena”.
En estos tres casos el significado de “bueno” no es, como en el primer
ejemplo, relativo a determinada función, sino, podríamos decir, absoluto
(para evitar equívocos aclaremos que la distinción introducida aquí entre
relativo y absoluto no pretende significar que los valores estéticos o éticos
sean absolutos en el sentido que poseen alguna clase de objetividad; no he-
mos introducido aún esta discusión).
Evaluar una película como buena implica considerar que realiza deter-
minados valores estéticos que la hace merecedora de la calificación; en el ca-
so de una empresa significa que satisface valores pragmáticos, como la efi-
ciencia, y en el caso de la acción, que satisface determinados criterios éticos.
Existe, además, un tercer uso de “bueno” que resulta de convertir el tér-
mino en un sustantivo mediante la introducción del artículo neutro: “lo
bueno” o el femenino “la bondad”, uso que con frecuencia a lo largo de la
historia de la filosofía estuvo impregnado de connotaciones metafísicas: “lo
bueno” es Dios, la Idea de Bien, lo Uno, etc. Una cuestión relevante consis-
te en determinar si estos distintos usos de “bueno” son realmente heterogé-
neos o si guardan entre sí algún tipo de conexión esencial que permita redu-
cir los distintos significados a uno único y primero; si éste fuera el caso, el
candidato natural a ocupar dicho lugar sería el uso sustantivado. La prime-
ra discusión sobre este tema es la que Aristóteles entabla con los platónicos.
Platón sostenía que hay un sentido primero de bien del cual derivan
todos los demás, la idea de Bien, existente por sí misma, separada de las
cosas sensibles y causa última de ellas:
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 163
[...] los cognoscibles no sólo deben al Bien el ser conocidos sino
que les proviene de él el ser y la esencia, sin que el Bien sea la
esencia [...].1
[...] la idea de Bien [...] debe comprenderse que ella es, para
todos, causa de todas las cosas justas y bellas, y en lo visible en-
gendra la luz y a su autor, y en lo inteligible ella misma es autora
y productora de verdad e inteligencia.2

Platón afirma dos tesis respecto del bien, una ontológica, referida a la exis-
tencia de la idea, y otra lógico-semántica, según la cual todos los predica-
dos de “bueno” son tales porque se derivan de un único predicado central
que es el predicado de la idea de bien. Aristóteles objeta esta opinión ar-
gumentando que el término “bueno” posee una homonimia irreductible
porque se aplica a las distintas categorías (los predicados más generales del
lenguaje):

[...] como el bien se dice de tantos modos como el ser (pues se di-
ce en la categoría de sustancia, como Dios y el entendimiento; y
en la cualidad las virtudes y en la cantidad la justa medida, y en
la relación lo útil, y en la de tiempo la oportunidad, y en la de lu-
gar la residencia, etc.), es claro que no habrá ninguna noción co-
mún universal y una; porque no se predicaría en todas las catego-
rías, sino sólo en una.3

La negación de un bien único y universal es importante, entre otras razo-


nes, porque permitirá a Aristóteles delimitar el campo de estudio de la dis-
ciplina de la que es fundador, la ética.

[...] puesto que el presente tratado no es teórico, como los otros


(pues no investigamos para saber qué es la virtud, sino para ser
buenos, ya que en otro caso sería totalmente inútil), tenemos que
considerar lo relativo a las acciones, cómo hay que realizarlas.4

De modo que el bien sobre el cual corresponde indagar es el bien inheren-


te a la praxis humana:
164 BREVIARIO DE ÉTICA
Toda arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y
elección, parecen tender a algún bien: por eso se ha dicho con ra-
zón que el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden.

En este comienzo de la EN Aristóteles emplea el término bien en lo que


considera su significado primario de fin (télos); en efecto, en relación con
las acciones, el fin es lo que les otorga inteligibilidad.

Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él


mismo y los demás por él, y no elegimos todo por otra cosa [...]
es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor. Y así, ¿no tendrá
su conocimiento gran influencia sobre nuestra vida, y, como ar-
queros que tienen un blanco, no alcanzaremos mejor el nuestro?5

Existe una variedad heterogénea de cosas que consideramos bienes: la salud,


la belleza, la inteligencia, el dinero, la virtud, los objetos utilitarios; algunas
de ellas las valoramos de modo exclusivamente instrumental, como medios
que nos permiten obtener otras cosas: el dinero es el ejemplo típico de este
tipo de bienes. Hay otras entidades, en cambio, que consideramos intrínse-
camente valiosas independientemente de que, además, puedan servirnos pa-
ra conquistar otras: valoramos el ejercicio físico y ciertas dietas alimenticias
como medios para tener salud, pero a ésta la valoramos como un fin: desea-
mos poseerla independientemente de los resultados que nos permita obte-
ner; algo similar ocurre con la inteligencia, la cultura, la belleza, la tranqui-
lidad espiritual, son bienes que apreciamos por sí mismos, y en ese sentido,
constituyen fines de nuestras acciones –o de algunas de ellas–. No nos resul-
ta necesario preguntarle a alguien que aprecia la cultura y manifiesta deseos
de poseerla “¿para que la quiere?” a fin de comprender su deseo.

El bien supremo

Además de bienes que valoramos como medios en función de otros y bien-


es que consideramos fines, es posible sostener que existe un bien último,
un bien supremo que orienta nuestras elecciones y, en general, da sentido
de nuestra vida.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 165
[...] Tal parece ser eminentemente la felicidad, pues la elegimos
siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los
honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos
ciertamente por sí mismos (pues aunque nada resultara de ellas,
desearíamos todas estas cosas), pero también los deseamos en vis-
tas de la felicidad, pues creemos que seremos felices por medio de
ellos. En cambio, nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en
general por ninguna otra.6

Si la felicidad es el único bien que en toda ocasión elegimos por sí mismo


significa que es el más perfecto de todos ya que no necesita de otra cosa
para ser completado. La perfección es el primer requisito que debe cum-
plir un bien para ser considerado supremo; el segundo es el bastarse a sí
mismo, la autarquía, aunque no entendida como una vida retirada del
mundo:

No entendemos por suficiencia el vivir para sí sólo una vida soli-


taria, sino también para los padres y los hijos y la mujer, y en ge-
neral para los amigos y conciudadanos, puesto que por naturale-
za el hombre es un ser social.7

Para comenzar a dilucidar en qué consiste la felicidad Aristóteles empieza


por distinguir los tres tipos de vida que las opiniones más extendidas sue-
len identificar con la eudemonía –éste es el término griego que se traduce
por felicidad–. En el lenguaje corriente significaba “buena fortuna”, con
especial referencia a la prosperidad exterior. Platón lo incorpora al vocabu-
lario filosófico otorgándole el significado que mantendrá después: vida
buena, merecedora de ser vivida, en la que se conquista un estado de ple-
nitud en relación con el despliegue de las capacidades humanas. No resul-
ta muy adecuado traducirlo por “felicidad” ya que el vocablo se asocia so-
bre todo a estados psicológicos que suelen identificarse con el placer y no
da cuenta del carácter activo y del sentido integral que poseía el concepto
en la filosofía griega (volveremos sobre ello en el capítulo 11).
Los tres tipos de vida que comenta Aristóteles son, en primer lugar,
aquella que se propone como meta al placer, en segundo lugar, la vida po-
lítica y, por último, la vida teorética o contemplativa. El primer tipo, con
166 BREVIARIO DE ÉTICA
ser el más popular, resulta prontamente descartado porque es más propio
de las bestias que de los hombres y no cumple con ninguno de los dos re-
quisitos estipulados –en estos pasajes Aristóteles se refiere a la vida dedica-
da a la búsqueda de placeres voluptuosos; su propia concepción del placer,
la relación que éste mantiene con la felicidad y la discusión con otras po-
siciones teóricas está expuesta en el Libro X–.

[...] sería deseable mostrar con mayor claridad qué es (la felici-
dad). Acaso se lograría esto si se comprendiera la función del
hombre. En efecto, del mismo modo que en el caso de un flau-
tista, de un escultor y de todo artífice, y en general de los que ha-
cen alguna obra o actividad, parece que lo bueno y el bien están
en la función; así parecerá también en el caso del hombre si hay
alguna función que le sea propia.8

Si es posible reconocer funciones particulares en tipos particulares de


hombres (escultores, médicos, músicos) y también en los distintos órganos
del cuerpo –la función del ojo es ver, la del oído, escuchar, etc.– no resul-
ta desacertado preguntarse por la función del universal, del género. La res-
puesta se encuentra en la teoría del alma.
Aunque la teoría aristotélica del alma es muy compleja, resulta su-
ficiente, en este contexto, decir que el alma (phsyché) es el principio de
la vida animal, la fuente de las actividades de los seres vivos; éstos po-
seen distintas funciones según el género al que pertenecen: las plantas,
una función nutritiva que les permite la nutrición y el crecimiento; los
animales, además de ésta, perciben y sienten placer y dolor, los huma-
nos, además, tienen la facultad de la razón.

Y si la función propia del hombre es una actividad del alma se-


gún la razón o no desprovista de razón, y por otra parte deci-
mos que esta función es específicamente del hombre y del hom-
bre bueno, como el tocar la cítara es propio de un citarista y de
un buen citarista, y así en todas las cosas, añadiéndose a la obra
la excelencia de la virtud (pues es propio del citarista tocar la cí-
tara, y del buen citarista tocarla bien), siendo esto así, decimos
que la función del hombre es una cierta vida, y ésta una activi-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 167
dad del alma y acciones razonables, y la del hombre bueno es-
tas mismas cosas bien y primorosamente, y cada una se realiza
bien según la virtud adecuada; y, si esto es así, el bien humano
es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes
son varias, conforme a la mejor y más perfecta, y además en una
vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo
día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco
tiempo.9

Si la función propia del hombre le pertenece en exclusividad, entonces


la eudemonía tendrá que ser un tipo de vida en la que predomine la ac-
tividad de la razón, pero, así como el citarista virtuoso es el que se ha
ejercitado en su arte hasta alcanzar la excelencia, dicha actividad debe-
rá ser ejercida de modo excelente, con virtud. Además de ser algo acti-
vo, la eudemonía requiere de la permanencia en el tiempo, debe mani-
festarse no en lapsos acotados sino a lo largo de una vida completa; esta
característica refuerza la condición de actividad entendida como la bús-
queda deliberada de la excelencia: ninguna actividad excelente puede
ser fugaz porque requiere tiempo para desarrollarse y florecer. Ahora
bien, es evidente que las virtudes son varias y de distintos tipos; así co-
mo las que necesita un buen citarista son diferentes de las requeridas
por un maestro, no son las mismas virtudes las que se ponen en juego
cuando tenemos, por ejemplo, que distribuir algún bien, auxiliar a al-
guien que está en peligro o resolver un problema matemático. Parece ser
que para alcanzar la felicidad hay que desarrollar la virtud perfecta. ¿De
cuál se trata?
Descartada la vida orientada por el placer, quedan dos tipos de exis-
tencia sobre las que vale la pena indagar; en efecto, tanto la política como
la teorética persiguen “el bien humano”, de modo que ambas requieren un
alto grado de desarrollo de “la función propia del hombre”; pero, ¿alguna
de ellas desarrolla esta función de modo más perfecto, de acuerdo con la
virtud más perfecta? Aristóteles deja abierta la cuestión hasta el final de la
obra, el libro X porque para responderla apropiadamente es necesario
adentrarse en el estudio de la virtud.
168 BREVIARIO DE ÉTICA

Las virtudes éticas y las dianoéticas

Antes de internarnos en la teoría aristotélica de la virtud conviene tener


presente que el significado del término griego no se refleja completamen-
te en el que nosotros damos al término. En efecto, areté significa “excelen-
cia”, “perfección”, “alta calidad”, por ello tiene caso referirse, como lo ha-
ce varias veces Aristóteles, a la areté de un cuchillo o de un caballo,
queriendo significar el cumplir con sus funciones de un modo excelente.
De manera que para el ser humano obrar virtuosamente significa, ante to-
do, obrar de modo excelente. Al respecto hay que tener presente que el ad-
jetivo puede aplicarse tanto a la acción como al producto resultante de ella;
según la distinción entre acciones prácticas y poieticas (productivas) el fin
de estas últimas está en producto, en cambio, el de las primeras está en la
acción misma. Las ciencias prácticas, como la ética, se ocupan del primer
tipo, por ello la virtud reside primordialmente en la acción y la acción vir-
tuosa es un fin en sí mismo.
Aristóteles comienza su investigación sobre la naturaleza de las virtu-
des distinguiendo dos clases, las éticas, o virtudes del carácter, y las diano-
éticas, o virtudes del intelecto; gracias a las primeras nos hacemos acreedo-
res de elogios por nuestro carácter bondadoso, gracias a las segundas nos
destacamos por nuestras habilidades intelectuales; éstas se perfeccionan so-
bre todo mediante la enseñanza, pero no ocurre lo mismo con las prime-
ras, que proceden de las “buenas costumbres”. Ambos tipos de virtudes
tienen origen en dos facultades diferentes del alma:

[...] una parte de ella (del alma) es irracional y la otra tiene razón.
[...] lo irracional es común y vegetativo, quiero decir la
causa de la nutrición y el crecimiento; pues esta facultad del
alma puede admitirse en todos los seres que se nutren, inclu-
so en los embriones, y ésta misma también en los organismos
perfectos.
[...] Pero parece que hay además otro principio irracional en
el alma, que participa, sin embargo, de la razón en cierto modo.
Pues tanto en el continente como en el incontinente elogiamos la
razón y la parte del alma que tiene razón (porque rectamente ex-
horta también a lo mejor [...]
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 169
[...] Resulta, por tanto, que también lo irracional es doble,
pues lo vegetativo no participa en modo alguno de la razón, pe-
ro lo apetitivo y, en general, desiderativo, participa de algún mo-
do en cuanto le es dócil y obediente [...].
Que lo irracional se deja en cierto modo persuadir por la ra-
zón lo indica también la advertencia y toda reprensión y exhorta-
ción. Y si hay que decir que esto también tiene razón, lo que tie-
ne razón será doble, de un lado, primariamente y en sí mismo, de
otra parte como el hacer caso al padre. También la virtud se divi-
de de acuerdo con esta diferencia: pues decimos que unas son
dianoéticas y las otras éticas, y así la sabiduría, la inteligencia y la
prudencia son dianoéticas y la liberalidad y la templanza, éticas,
pues si hablamos del carácter no decimos que alguien es sabio o
inteligente, sino que es amable o morigerado [...].10

Estos fragmentos proporcionan pistas interesantes para caracterizar en su


justa medida la concepción aristotélica de la virtud y diferenciarla de la lí-
nea socrático-platónica, marcadamente intelectualista. Además del princi-
pio puramente irracional, responsable de las funciones vegetativas y del
puramente racional, el alma humana cuenta con un principio intermedio
que comanda el deseo o apetito (órexis), motor de todas nuestras acciones
voluntarias; sin deseo ninguno de los bienes del mundo se nos presentaría
como un bien para nosotros. Sin embargo, no siempre el bien que apete-
cemos es un verdadero bien, en estos casos el deseo no obedece a la razón,
no “hace caso al padre” y se convierte en un apetito irracional.

Naturaleza y función de las virtudes éticas

Las responsables de encauzar el deseo bajo el dominio de la razón son las


virtudes éticas: continencia, valentía, liberalidad, entre otras. Es interesan-
te notar este estar a medio camino entre lo racional y o irracional que
Aristóteles atribuye al deseo; si éste fuera una facultad completamente irra-
cional como, por ejemplo, la función nutritiva, sería del todo inútil repro-
char las conductas indebidas, y habría que considerar al vicio como algo
involuntario; pero no es ésta la posición del filósofo:
170 BREVIARIO DE ÉTICA
[...] está en nuestro poder la virtud y asimismo también el vicio. En
efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también
el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está tam-
bién el sí; de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es
bueno, estará también en nuestro poder el no obrar cuando es ma-
lo, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bueno, también
estará en nuestro poder el obrar cuando es malo.11

No hay que creer, sin embargo, que el dominio sobre los deseos es absolu-
to; Aristóteles no es ingenuo, sabe cómo puede operar el autoengaño en
nuestras elecciones, o hasta qué punto la voluntad puede estar escindida
entre dos deseos contrarios, o ser débil ante las demandas de determina-
dos apetitos. Fedor Dostoievski, en un impresionante relato de tinte auto-
biográfico, consiguió expresar magistralmente los tormentos de un hom-
bre de voluntad débil. Alexei, el atormentado protagonista de El Jugador,
ya en la ruina, se vuelve a engañar a sí mismo en este monólogo con el que
finaliza la novela:

[…] Todo son palabras, palabras y palabras, ¡y lo que hace falta


son hechos! […] ¡Si fuera posible ponerme mañana mismo en ca-
mino! Regenerarse, resucitar. Hay que demostrarles […] que to-
davía puedo ser un hombre. Lo único que hace falta... ¡Tengo un
presentimiento, y no puede ser de otro modo! ¡Dispongo ahora
de quince luises y empecé con quince florines! Si empiezo con
prudencia... ¿Es posible, es posible que sea una criatura? ¿Es que
no comprendo yo mismo que soy un hombre perdido? Pero, ¿por
qué no puedo resucitar? […] Basta mantenerse firme una vez si-
quiera, y en una hora puedo cambiar mi destino. Lo principal es
el carácter. Recordar lo que me ocurrió en este sentido hace sien-
te meses en Ruletenburg, en vísperas de mi caída definitiva. Fue
un caso espléndido de decisión. Entonces lo había perdido todo,
todo... Salí del casino cuando me di cuenta de que en el bolsillo
del chaleco me quedaba un florín: “Tendré para comer al me-
nos”, pensé, pero después de andar cien pasos cambié de opinión
y di la vuelta. Puse el Florián al manque […] y, en verdad, se ex-
perimenta una sensación muy particular cuando uno está solo, en
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 171
tierra extraña, lejos de parientes y amigos y sin saber qué va a co-
mer, y apuesta el último florín […] Gané, y veinte minutos des-
pués salía del casino con ciento setenta florines en el bolsillo,
¡Esto es un hecho! ¿He aquí lo que a veces puede significar el úl-
timo florín! ¿Y si ahora perdiese los ánimos, si no me atreviese a
decidirme? ¡Mañana, mañana se terminará todo!

Alexei sabe que no debe jugar, y, sin embargo, volverá a hacerlo; no quie-
re volver a jugar pero desea hacerlo, y, muy probablemente, lo hará, no
puede obrar de otro modo porque su carácter ya está malogrado; si sólo se
tratara de entender cuál es, en cada caso, la acción conveniente, desapare-
cería el conflicto, Alexei dejaría de dudar y se alejaría del casino en ese pre-
ciso instante; si, como creía Sócrates, las virtudes fueran sólo conceptos,
para convertirnos en virtuosos sólo haría falta estudiarlas y aprenderlas;
pero las cosas no son tan sencillas:

Además, es absurdo que el injusto no quiera ser injusto, o el que


vive licenciosamente licencioso. Si alguien comete a sabiendas
acciones a consecuencia de las cuales se hará injusto, será injus-
to voluntariamente; pero no por quererlo dejará de ser injusto
y se volverá justo; como tampoco el enfermo, sano. Si se diera
ese caso, es que estaría enfermo voluntariamente, por vivir sin
templanza y desobedecer a los médicos; entonces sí sería posi-
ble no estar enfermo; una vez que se ha abandonado, ya no, co-
mo tampoco el que ha arrojado una piedra puede ya recobrar-
la; sin embargo, estaba en su mano lanzarla, porque el principio
estaba en él. Así también el injusto y el licencioso podrían en
un principio no llegar a serlo, y por eso lo son voluntariamen-
te; pero una vez que han llegado a serlo, ya no está en su mano
no serlo.12

Por ello el Estagirita, tal como lo había hecho su maestro Platón, otorga
gran importancia a la función de la comunidad en la formación de los jó-
venes; es ésta, en primera instancia, la que moldeará el carácter confor-
mándolo a lo establecido por el ethos.
172 BREVIARIO DE ÉTICA
Ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por natu-
raleza, ya que ninguna cosa natural se modifica por la costumbre
[...] no se produce ni por naturaleza ni contra la naturaleza, sino
por tener una aptitud natural para recibirlas y perfeccionarlas me-
diante la costumbre.13

Aunque requieren una disposición natural, las virtudes éticas no son inna-
tas, sino que se adquieren mediante la práctica así como se pierden cuan-
do se deja de ejercitarlas, de otro modo, estaríamos determinados a ser vir-
tuosos –o viciosos– desde el nacimiento. Para precisar su naturaleza,
Aristóteles las diferencia tanto de las pasiones (ira, amor, temor, envidia,
alegría) como de las facultades (memoria, imaginación); ni las pasiones ni
las facultades determinan por sí mismas nuestro carácter moral:

[...] no son pasiones ni las virtudes ni los vicios, porque no se nos


llama buenos o malos por nuestras pasiones, pero sí por nuestras
virtudes y vicios [...] Además sentimos ira o miedo sin nuestra
elección, mientras que las virtudes son en cierto modo elecciones,
o no se dan sin elección.14

Las virtudes son hábitos o modos del carácter que hace que una persona
actúe y elija bien porque hacen a la capacidad de dominio que permite al
que las posee encauzar sus deseos y pasiones y relacionarse con el placer y
dolor de un modo adecuado.

[...] si las virtudes tienen que ver con acciones y pasiones, y toda
pasión y toda acción van seguidas de placer o de dolor, esto es
una causa más de que la virtud está referida a los placeres y dolo-
res [...] y los hombres se hacen malos a causa de los placeres y do-
lores, por perseguirlos y rehuirlos, ya lo que no se debe, ya cuan-
do no se debe, ya como no se debe [...] (la virtud) versa sobre el
placer y el dolor, puesto que el que se sirve bien de ellos será bue-
no, y el que lo hace mal, malo.15

Es interesante notar estas observaciones referidas al placer y al dolor y su


relación con la virtud. Lejos de alentar ideales ascéticos, Aristóteles siem-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 173
pre tiene ante los ojos que somos criaturas diseñadas para sentir placer y
dolor; ambas sensaciones nos acompañan desde el nacimiento hasta la
muerte, no se trata, por tanto, de suprimirlas sino de reorientarlas en el
sentido debido.
Ahora bien, ¿cómo se logra un carácter virtuoso?

[...] Se podría preguntar cómo los hombres tienen que hacerse


justos practicando la justicia y morigerados practicando la tem-
planza, puesto que si practican la justicia y la templanza son ya
justos y morigerados, lo mismo que si practican la gramática y la
música son gramáticos y músicos. ¿O es que ni siquiera ocurre así
con las artes? Es posible, en efecto, hacer algo gramatical o por
casualidad o por indicación del otro; por tanto uno será gramáti-
co si hace algo gramatical y gramaticalmente, es decir, de acuer-
do con la gramática que él mismo posee. Además, tampoco son
semejantes el caso de las artes y el de las virtudes; en efecto, los
productos de las artes tienen en sí mismo su bien; basta, pues,
que reúnan ciertas condiciones, en cambio las acciones de acuer-
do con las virtudes no están hechas justas o morigeradamente si
ellas mismas son de cierta manera, sino si también el que las ha-
ce reúne ciertas condiciones al hacerlas: en primer lugar si las ha-
ce con conocimiento; después eligiéndolas y eligiéndolas por ellas
mismas; y en tercer lugar si las hace con una actitud firme e in-
conmovible.16

En este fragmento se muestra claramente la significación que da Aris-


tóteles al carácter del agente; en efecto, lo que determina que una acción
sea moral no es sólo su representación exterior, es decir, los medios emplea-
dos y el fin alcanzado, sino la modalidad con que fue realizada, modalidad
resultante de una disposición permanente que permite ejercitar actos vir-
tuosos cuando la ocasión lo requiere. Si no conocemos bien un idioma,
podemos, sin embargo, utilizar, en ocasiones, reglas gramaticales correctas
pero no ocurre lo mismo con las acciones: una acción es virtuosa sólo
cuando es realizada con conocimiento (y no por casualidad) y es elegida
por ella misma y no como medio para lograr un fin exterior; a estos dos
requisitos Aristóteles añade un tercero: la actitud firme e inconmovible del
174 BREVIARIO DE ÉTICA
agente, con lo que pone de relieve la primacía de las disposiciones subjeti-
vas. Si bien hay semejanzas entre las acciones poiéticas y las éticas, en el
punto en que ambas requieren ser ejercitadas para alcanzar la excelencia,
en las primeras se valora el producto, por tanto, las acciones serán valiosas
como medios y estarán acotadas a su producto, no se evalúa la intención
con la que un artista ejecutó una obra; en cambio la valoración ética in-
cluye la intención, por ello es más general, no alcanza sólo a la acción del
caso sino al carácter general del agente que la lleva a cabo.
La naturaleza de la virtud consiste en un término medio entre dos ex-
tremos, un exceso y un defecto, en ambos se encuentra el vicio; así, la va-
lentía es el punto medio entre la osadía y la cobardía, la generosidad, en-
tre la tacañería y la prodigalidad, la continencia, entre el desenfreno y la
insensibilidad:

[...] llamo término medio de la cosa al que dista lo mismo de


ambos extremos, y éste es uno y el mismo para todos; y relativa-
mente a nosotros, al que ni es demasiado ni demasiado poco, y
éste no es ni uno ni el mismo para todos [...] si para uno es mu-
cho comer diez libras y poco comer dos, el entrenador no pres-
cribirá seis libras, porque probablemente esa cantidad será tam-
bién mucho para el que ha de tomarla, o poco: para Milón,
poco; para el gimnasta principiante, mucho [...] Así pues todo
conocedor rehúye el exceso y el defecto, y busca el término me-
dio y lo prefiere; pero el término medio no de la cosa, sino rela-
tivo a nosotros.17

La teoría del término medio ganó tanta fama como críticas; se la ha acu-
sado de propiciar la mediocridad y de consagrar los convencionalismos y
también de imprecisión; en efecto, como el mismo Aristóteles admite,
muchas acciones no aceptan término medio, ¿cuál podría ser el término
medio del robo, del homicidio, el adulterio? Sin embargo, no hay que
perder de vista el sentido general de la teoría. Aristóteles no ha querido
dar una regla mecánica del buen vivir: así como ocurre con la comida, la
medida exacta de la acción virtuosa habrá de encontrarla cada uno, cono-
ciendo su propio carácter y evaluando las circunstancias; no se trata de ser
abstemio ni de privarse de la vida sexual, sino de no convertirse en un al-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 175
cohólico ni en un libertino; dejarse llevar por la cólera puede acarrear te-
rribles males, como ocurrió con Aquiles y los aqueos, pero hay ocasiones
en que no enojarse es índice de un desapego lamentable. Aunque no exis-
te una medida objetiva de la virtud sino que cada sujeto tendrá que en-
contrar la suya, no hay que confundir este punto de vista con una posi-
ción subjetivista; en realidad Aristóteles propone un criterio objetivo, una
especie de modelo de hombre virtuoso:

La virtud es un hábito selectivo que consiste en un término me-


dio relativo a nosotros, determinado por la recta razón y por
aquella por la cual decidiría el hombre prudente.18

La introducción de la prudencia nos conduce directamente a las virtudes


dianoéticas.

Las virtudes dianoéticas. La prudencia

Las virtudes dianoéticas –tratadas en el Libro VI– constituyen aquellos há-


bitos intelectuales gracias a los cuales la razón procura alcanzar la verdad
mediante la aplicación de las “reglas rectas” (orthós lógos); ahora bien, no
es el mismo tipo de verdad el que se alcanza cuando está en juego el cono-
cimiento de entidades necesarias y eternas que cuando el objeto es contin-
gente; en uno y otro caso los procedimientos y reglas difieren, unos corres-
ponden a la razón teórica y otros a la práctica; ambos tipos de razón se
perfeccionan con diferentes tipos de virtudes. Propias de la razón teórica
son la ciencia, que es la disposición que nos hace capaces de demostrar, cu-
ya regla es el silogismo teórico, y la razón intuitiva, gracias a la cual capta-
mos los primeros principios de la ciencia; la unión de ambas da lugar a una
tercera virtud, la sabiduría teórica (sophía). El ámbito de la razón práctica
es, en cambio, lo contingente, y su regla, el silogismo práctico; en este
campo, tal como ya habíamos señalado, podemos producir, para lo cual ne-
cesitaremos poseer arte o técnica “la disposición productiva acompañada
de razón verdadera, relativa a lo que puede ser de otra manera19” –el tér-
mino griego es “techné” y denota tanto las bellas artes como los productos
de la técnica– o actuar, en cuyo caso la virtud requerida para hacerlo co-
176 BREVIARIO DE ÉTICA
rrectamente es la prudencia (phónêsis) que permite al que la posee alcanzar
sabiduría práctica.

Lo que en el pensamiento son la afirmación y la negación son en


el deseo la persecución y la huída, de modo que, puesto que la
virtud moral es una disposición relativa a la elección y la elección
es un deseo deliberado, el razonamiento tiene que ser verdadero
y el deseo recto para que la elección sea buena, y tiene que ser lo
mismo lo que la razón diga y lo que el deseo persiga.20

Ahora estamos en condiciones de comprender mejor la naturaleza interme-


dia entre lo irracional y lo racional que posee la función apetitiva: la razón
práctica, la phronesis, es la facultad que provee la regla correcta para realizar
en cada caso buenas elecciones, elecciones virtuosas, hecho que ocurrirá
cuando el deseo se ajuste a sus dictados. Dado que la regla correcta en el
ámbito de las acciones tiene la forma del silogismo práctico, la prudencia
es una facultad deliberativa que –tal como habíamos estudiado en la
Lección 5–, realiza las inferencias correctas para elegir los medios más ade-
cuados en vistas al fin deseado:

La prudencia, en cambio, tiene por objeto lo humano y aquello


sobre lo cual se puede deliberar, en efecto, afirmamos que la ope-
ración del prudente consiste sobre todo en deliberar bien.21

Existen varios factores a tener en cuenta para determinar qué requisitos de-
be cumplir una deliberación para ser considerada buena:

[...] la buena deliberación consiste en una especie de rectitud que


no es propia ni de la ciencia ni de la opinión [...] Por otra parte,
tampoco es posible la buena deliberación sin razonamiento [...]
el que delibera, tanto si delibera bien como si lo hace mal, inda-
ga y calcula.
Pero la buena deliberación es una especie de rectitud de la
deliberación [...] Dado que la rectitud tiene muchos sentidos, es
claro que no se trata de cualquiera, porque el incontinente y el
malo alcanzarán con el razonamiento lo que se proponen, si son
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 177
hábiles, de modo que su deliberación habrá sido recta en ese sen-
tido, pero lo que han logrado con ella, un gran mal; se considera
que es un bien el haber deliberado bien, puesto que es a esta cla-
se de rectitud en la deliberación a la que se da el nombre de bue-
na deliberación, la que alcanza o logra un bien. Pero también es
posible alcanzarlo mediante un razonamiento falso, y alcanzar lo
que se debe hacer pero no por los medios debidos, sino por un
término medio falso, de modo que no será buena deliberación és-
ta en virtud de la cual se alcanza ciertamente lo que se debe, pe-
ro no por el camino debido. Es posible, además, que uno lo al-
cance deliberando durante mucho tiempo y otro rápidamente;
por consiguiente, tampoco la primera será una buena delibera-
ción, sino que la rectitud consiste en una conformidad con lo
conveniente, tanto por lo que se refiere al objeto de la delibera-
ción, como al modo y al tiempo. También se puede hablar de
buena deliberación en el sentido absoluto y respecto de un fin de-
terminado; buena deliberación absolutamente hablando es la que
se endereza al fin, sin más; y una buena deliberación determina-
da es la que se endereza a un fin determinado. Por tanto, si el de-
liberar bien es propio de los prudentes, la buena deliberación
consistirá en una rectitud conforme a lo conveniente cuya apre-
hensión verdadera es la prudencia.22

En el capítulo 5 habíamos explicado que el objeto de la deliberación


consiste en la evaluación de las circunstancias y de los medios en pos del
fin que nos proponemos lograr; en el texto que estamos comentando
ahora Aristóteles establece dos criterios para diferenciar la buena de la
mala deliberación: el primero se refiere al fin de la acción y el segundo,
al camino que conduce a él (correspondientes a la premisa mayor y a la
premisa menor del silogismo práctico respectivamente). Para que exista
buena deliberación el fin debe ser bueno, y esto en dos sentidos, de mo-
do absoluto, es decir, en referencia a los fines generales que podemos te-
ner en la vida, tales como desarrollarnos en derminada profesión, culti-
var la amistad, perseguir el placer, etc. y respecto a los fines específicos
que nos vamos proponiendo (deseo ser amigo de Fulano o Mengano). Si
el fin es malo, la deliberación será mala, aunque el agente consiga su ob-
178 BREVIARIO DE ÉTICA
jetivo con los medios más eficaces, como puede ocurrir, ejemplifica
Aristóteles, con las acciones de un incontinente o de un malvado –en rea-
lidad, en casos como éste, es más apropiado emplear el término destreza
en lugar de deliberación–. Ahora bien, es posible proponerse y aún al-
canzar un fin bueno pero empleando medios ineficaces o inadecuados,
o, aunque sean adecuados, tardar demasiado en decidirse a emplearlos a
causa, por ejemplo, de una incorrecta evaluación de las circunstancias;
en ambos casos la deliberación tampoco es buena. En resumen, para que
exista una buena deliberación tanto el fin como los pasos que nos llevan
a él deben ser buenos.

[...] parece propio del hombre prudente el poder discurrir bien


sobre lo que es bueno y conveniente para él mismo, no en un
sentido parcial, por ejemplo, para la salud, para la fuerza, sino
para vivir bien en general [...] Por eso pensamos que Pericles y
los que son como él son prudentes porque pueden ver lo que es
bueno para ellos y para los hombres, y pensamos que ésta es una
cualidad propia de los administradores y de los políticos [...] De
modo que la prudencia tiene que ser una disposición racional
verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo para el
hombre [...].23

El estudio sobre las virtudes éticas había dejado pendiente la cuestión so-
bre el criterio objetivo que provee Aristóteles: el hombre prudente; ahora
estamos en condiciones de completarlo: el hombre prudente es aquél que
se propone buenos fines –tanto generales como particulares– y que delibe-
ra correctamente sobre los medios para lograrlos; es decir, es capaz de so-
pesar los bienes parciales y armonizarlos en vistas a una buena vida; el
hombre prudente es aquél que, como Pericles, no sólo sabe juzgar lo que
es bueno para él sino para todos, es decir, es quien sabe distinguir el bien
aparente del bien verdadero porque “su deseo es recto”.
Mas, ¿cómo se articula la prudencia con las virtudes éticas? Ha que-
dado claro su papel como razón calculadora en relación con la evaluación
y elección de los medios para lograr el fin, pero ¿cuál es el nexo entre la
prudencia y el fin? Ya nos ha dicho Aristóteles que el incontinente o el
malvado no pueden deliberar bien porque sus fines no son buenos. Cabe,
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 179
entonces, preguntarnos: ¿cuál es la facultad que tiene un rol activo en la
elección de los buenos fines, ¿la razón o la facultad desiderativa, modela-
da por las buenas costumbres, por las virtudes éticas? Según la respuesta
que se de a esta cuestión tan debatida se tendrá una interpretación más o
menos intelectualista de la ética aristotélica.
Inmediatamente a continuación de la referencia a Pericles dice
Aristóteles:

[...] de ahí también que demos a la continencia el nombre de


sophrosyne porque salvaguarda la prudencia. Y lo que salvaguarda
es la clase de juicio a que nos hemos referido; porque el placer y
el dolor no destruyen ni perturban toda clase de juicios, por
ejemplo, el de si los ángulos del triángulo valen o no dos rectos,
sino los prácticos, que se refieren a la actuación. En efecto, los
principios de la acción son los fines por los cuales se obra; pero el
hombre corrompido por el placer o el dolor pierde la percepción
clara del principio, y ya no ve la necesidad de elegirlo todo y ha-
cerlo todo con vistas a tal fin o por tal causa: el vicio destruye el
principio.24
[...] La virtud hace recta la elección, pero el hacer todo lo que
hay que hacer para llevarla a cabo, ya no es propio de la virtud [...]
[...] y este fin no aparece claro sino al bueno, porque la mal-
dad nos pervierte y hace que nos engañemos en cuanto a los prin-
cipios de la acción. De modo que evidentemente es imposible ser
prudente no siendo bueno.25

Para comprender los alcances de los desacuerdos mantenidos por los espe-
cialistas respecto de la naturaleza de la phronesis y su relación con las vir-
tudes éticas es preciso recordar que el deseo o apetito, sobre la que éstas
dominan, es una facultad irracional aunque permeable a la razón; esto sig-
nifica que la acción virtuosa se origina en el deseo, de otro modo no esta-
ríamos motivados a obrar, pero en un deseo racional. También hay que te-
ner en cuenta el contexto en el que el filósofo teoriza sobre ética: ya
habíamos indicado las razones de su desacuerdo con la concepción socrá-
tico-platónica, puramente intelectualista, sin embargo, como intentamos
poner de manifiesto, su propuesta no puede considerarse no-cognitivista;
180 BREVIARIO DE ÉTICA
la explícita referencia a Sócrates hacia el final del Libro VI permite evaluar-
la con bastante certitud poniéndola en relación con los problemas que pre-
tende solucionar:

[...] afirman algunos que todas las virtudes son especies de la pru-
dencia, y Sócrates, en parte, discurría bien y en parte se equivo-
caba: al pensar que todas las virtudes son formas de la prudencia
se equivocaba, pero tenía razón al decir que no se dan sin la pru-
dencia. [...] Sócrates pensaba, efectivamente, que las virtudes
eran razones (pues todas consistían para él en conocimiento);
nosotros pensamos que van acompañadas de razón.26

Para Sócrates, conocimiento moral y virtud eran lo mismo: creía que el


que obraba mal, lo hacía por ignorancia, de modo que conocer la natura-
leza de las virtudes y el concepto de cada una de ellas era suficiente para
obrar bien; existía para él una relación directa entre conocimiento y moti-
vación moral. La psicología moral aristotélica es más compleja y matizada.
Para que la razón conozca y persiga buenos fines se requiere estar en pose-
sión de la virtud moral, de otro modo, la captación del bien se distorsio-
na; pero para ser virtuoso es necesario ser prudente: prudencia y virtud se
requieren mutuamente. El círculo vicioso que parece encerrar esta afirma-
ción se disipa si tenemos en cuenta la distinción entre virtud natural y vir-
tud propiamente dicha. Las primeras son aquellas disposiciones de las que
estamos dotados y sin las cuales no podríamos formarnos un buen carác-
ter, pero la virtud propiamente dicha, al ser una actividad deliberada y ele-
gida, supone la prudencia.

Sabiduría teórica, sabiduría práctica y felicidad

Nos queda volver sobre la cuestión de la eudemonía con la que Aristóteles


abre la obra. Recordemos que dos son los modos de vida compatibles con
el bien supremo, el político y el teorético. Recordemos también que la eu-
demonía se caracteriza por ser una actividad del alma conforme a la virtud
más perfecta. Ahora sabemos que hay virtudes morales e intelectuales;
dentro de estas últimas, la sabiduría teórica es la superior:
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 181
[...] es evidente que la sabiduría es el más perfecto de los modos
de conocimiento. El sabio, por consiguiente, no sólo debe cono-
cer lo que se deriva de los principios, sino poseer además la ver-
dad sobre los principios. De suerte que la sabiduría será intelecto
y ciencia, por así decirlo, la ciencia capital de los objetos más es-
timados. Sería absurdo considerar la política, o la prudencia, co-
mo la más excelente si el hombre no es lo mejor del mundo.27

Aristóteles desarrolla su argumentación tendiente a probar que la vida teo-


rética es la que ofrece el grado más excelso de felicidad cotejando ambos
tipos de vida con los dos requisitos que quedaron establecidos en el Libro
I: la autarquía y la perfección. Ambos son mejor cumplidos por la vida
contemplativa; en efecto, en relación con la autarquía, el sabio tendrá una
vida más autónoma que el hombre prudente porque, si bien ambos preci-
san de las cosas ineludibles para una vida plena (bienes materiales, afectos)
el prudente necesita en mayor medida de las otras personas para practicar
acciones virtuosas. La perfección también resulta mejor cumplida por la
vida contemplativa porque desarrolla “lo más divino que hay en nosotros”,
nuestra capacidad de contemplar los primeros principios.
De lo expuesto no se sigue que la felicidad pueda encontrarse sólo
en la vida contemplativa; Aristóteles admite que es una vida más propia
de los dioses que de los hombres; para nosotros, seres terrenos, nos que-
da el consuelo de encontrarla en el seno de la polis, ejerciendo la sabidu-
ría práctica. Pero no hay que creer que esta clase de felicidad está al alcan-
ce de todos:

Ciertamente, si los razonamientos bastaran para hacer buenos a


los hombres, reportarían justamente muchas grandes remunera-
ciones [...] pero de hecho, si bien parece que tienen fuerza sufi-
ciente para exhortar y estimular a los jóvenes generosos y para
infundir el entusiasmo por la virtud en un carácter noble y ver-
daderamente amante de la bondad, resultan incapaces de excitar
a la bondad y a la nobleza al vulgo, que de un modo natural no
obedece por pudor, sino por miedo, ni se aparta de lo que es vil-
por vergüenza, sino por temor al castigo. Como la mayor parte
de los hombres viven merced a sus pasiones, persiguen los place-
182 BREVIARIO DE ÉTICA
res que les son propios y los medios que a ellos conducen y hu-
yen de los dolores contrarios; y de lo que es hermoso y verdade-
ramente agradable, ni siquiera tienen noción.28

No son estas ideas, inseparables de la época, contaminadas de prejuicios de


clase y de género, las que han inspirado a los filósofos contemporáneos la
revisión de la ética aristotélica sino su teoría de la virtud y de la acción in-
tencional; allí se encuentran hallazgos conceptuales verdaderamente nota-
bles que, convenientemente recreados, han contribuido considerablemen-
te a enriquecer el debate ético actual. Uno de estos intentos es el realizado
por MacIntyre.

II. La tradición de la virtud en la teoría de Alasdair MacIntyre

La crítica a las éticas herederas de la Ilustración

En su influyente obra Tras la virtud 29, MacIntyre pinta con colores som-
bríos el estado de la filosofía moral contemporánea, plasmada, a su crite-
rio, en un discurso vaciado de todo contenido sustantivo y, por lo mismo,
imposibilitada de evadir el “todo vale” del subjetivismo, postura que en-
contró su expresión filosófica en el emotivismo; esta posición, piensa
MacIntyre, ha triunfado en el debate actual, pese a los esfuerzos encami-
nados a refutarla provenientes de puntos de vista defensores de alguna for-
ma de objetivismo ético. A su entender, gran parte de los debates actuales
son empleados para expresar desacuerdos que, pese a ampararse en un pre-
tendido criterio imparcial de racionalidad, no pueden dirimirse. El deba-
te sobre el aborto ilustra elocuentemente este estado de cosas. Considere-
mos los siguientes dos argumentos:

a) Cada uno tiene derechos sobre su propia persona, derechos que in-
cluyen al propio cuerpo. De esto se sigue que, en el estadio en el que
el embrión es parte esencial del cuerpo de la madre, ésta tiene dere-
cho a tomar su propia decisión respecto a realizarse un aborto. Por
tanto, el aborto es moralmente permisible y debe ser legalmente per-
mitido.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 183
b) Asesinar es malo porque implica acabar con la vida de un inocente. Un
embrión es un ser humano individual identificable. Si el infanticidio
es un asesinato, y lo es, entonces también lo es el aborto. Por tanto, el
aborto es moralmente malo y debe ser legalmente prohibido.30

Los filósofos que intervienen en las discusiones sobre el tema apelan a prin-
cipios kantianos –por ejemplo, el de autonomía– o utilitaristas, o al metafí-
sico concepto de “persona humana” para intentar zanjar la cuestión, pero los
desacuerdos persisten; a veces se observa, incluso, que invocando los mismos
principios se llega a conclusiones opuestas. La necesidad de recurrir a prin-
cipios abstractos es índice del vaciamiento de la moral y del subjetivismo va-
lorativo que éste trae aparejado. Para comprender las causas de este estado
de cosas hay que remontarse a su génesis histórica, al proyecto de la Ilustra-
ción que, según MacIntyre, nació condenado al fracaso. Pensadores con te-
orías tan disímiles como Hume, Kant, Kierkegaard o Adam Smith:

[...] heredaron fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un


esquema coherente de pensamiento y acción y, como no se daban
cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron
reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se
obligaban.31

Ese “esquema coherente” que comenzó a ser rechazado en el Renacimien-


to, a partir del desarrollo de las ciencias de la naturaleza, hace foco en la
cuestión que verdaderamente importa y que puede responder a la pregun-
ta por el sentido de la vida humana: el concepto de bien en el sentido clá-
sico de télos, tal como fue moldeado por la ética aristotélica.

Mi bien como hombre es el mismo que el bien de aquellos otros


que constituyen conmigo la comunidad humana. No puedo per-
seguir mi bien de ninguna manera que necesariamente sea anta-
gónica del tuyo, porque el bien no es ni peculiarmente mío ni tu-
yo, ni lo bueno es propiedad privada.32

Las éticas antiguas y medievales se estructuraban fuertemente en la idea de


que la vida humana tiene una finalidad que le es propia y por la cual vale
184 BREVIARIO DE ÉTICA
la pena vivir –tal como quedó reflejado en nuestro estudio sobre Aristó-
teles–; a partir del Renacimiento los científicos rechazaron la física aristo-
télica y con ella su principio teleológico; este rechazo se trasladó al campo
de la ética, pero, según MacIntyre, la ética sin teleología es como un cuer-
po al que se le ha extraído el corazón: al eliminarse el télos, los mandatos
morales permanecen sin justificación y así queda abonado el campo para
la victoria del emotivismo y su negativa a reconocer otra forma de racio-
nalidad que no sea la teórica.

A la búsqueda de la virtud perdida

Pese a estos tonos pesimistas y un tanto apocalípticos, MacIntyre conside-


ra posible enfrentar al emotivismo con aceptables perspectivas de ganar la
batalla reconstruyendo la ética de la virtud, tradición venerable que se re-
monta a Homero y que culmina en la escritora inglesa Jane Austin. Podría
objetarse el sentido de semejante tarea, comparable a pretender revivir una
lengua muerta; sin embargo, el autor considera que aún perviven retazos
de esta tradición, por ello merece la pena hacer el esfuerzo de reconstruir-
la, fundamentalmente porque en ella se encuentra la única alternativa via-
ble a Nietzsche y a su tesis radical según la cual los principios de la moral
no son más que racionalizaciones de una voluntad de poder.33 Si bien la
tradición de la virtud se inicia en la sociedad heroica pintada por Homero,
la concepción que merece la pena ser recreada es la aristotélica, y esto por
dos razones:

[...] gran parte de la moralidad moderna sólo se entiende como


conjunto de fragmentos sobrevivientes de esta tradición, y en rea-
lidad la capacidad de los filósofos morales modernos para llevar a
cabo sus proyectos de análisis y justificación está muy relaciona-
da con el hecho de que los conceptos con los que trabajan son
combinaciones de fragmentos supervivientes e invenciones mo-
dernas implausibles; pero además el rechazo de la tradición aris-
totélica fue el rechazo de un tipo concreto de moralidad en don-
de las normas, tan predominantes en las concepciones modernas
de la moral, se inscriben en un esquema más amplio cuyo lugar
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 185
central está ocupado por las virtudes; de ahí que el agudo recha-
zo y refutación nietzscheanos de las modernas morales de nor-
mas, sean utilitaristas o kantianas, no se extiendan necesariamen-
te a la tradición aristotélica anterior.34

Pese a esta especificidad planteada en la tarea reconstructiva es necesario


tener en cuenta que MacIntyre encuentra elementos comunes a lo largo
de toda la tradición de la virtud aunque las apariencias podrían llevar a
pensar lo contrario; en efecto, en los poemas homéricos la virtud es una
cualidad que faculta a un individuo a desempeñar su papel social, desta-
cándose las relacionadas con las que permitían al guerrero triunfar en los
combates y en los juegos, algunas de las cuales hoy no valoramos como
virtudes; ¿podríamos, acaso, llamar virtuoso a Aquiles, quien, blandiendo
la lanza frente a Héctor rechaza con estas palabras los ruegos del héroe
troyano?:

No me supliques, ¡perro!,
Ni por mis padres ni por mis rodillas;
¡Ojalá de algún modo a mí mismo
corazón y coraje me indujeran
a cortarte en pedazos y tus carnes
comérmelas yo crudas!35

Tampoco lo haría Aristóteles, ni mucho menos el aristotélico Tomás de


Aquino; por otra parte ambos coinciden en que la virtud es una cualidad
que permite al individuo progresar hacia el logro de su télos; sin embargo,
Aristóteles jamás consideraría virtud a la cristiana humildad; del mismo mo-
do, Benjamin Franklin concuerda con ambos en el carácter teleológico de la
vida humana y el sentido que éste da al cultivo de las virtudes, pero como es
un utilitarista tiene de la felicidad una idea completamente distinta y pien-
sa que la virtud es una cualidad útil para conseguir el éxito.
Pese a estas innegables diferencias, MacIntyre cree que es posible re-
construir un concepto unitario de virtud aplicable a contextos tan disími-
les como los aludidos. Ofrece tal reconstrucción presentando tres fases
conceptuales: i) la idea de práctica, ii) la unidad de la vida humana (con-
cepción narrativa del yo) y iii) la tradición.
186 BREVIARIO DE ÉTICA

El concepto de práctica

Supongamos, nos dice MacIntyre, que quiero enseñar el juego de ajedrez


a un niño de siete años muy despierto, pero sin motivación para aprender
el juego; para incentivarlo, le ofrezco a cambio de su atención una bolsa
de sus caramelos preferidos y le prometo una bolsa adicional cada vez que
consiga ganar. El chico acepta y empezamos las lecciones; en tanto los ca-
ramelos sean su único incentivo es de suponer que el juego será sólo un
medio para obtenerlos, incluso, quizá llegue a hacer trampas. Ahora bien,
puedo esperar que en el transcurso de jugar partidas de ajedrez empiece a
valorar los bienes intrínsecos al juego: agudeza analítica, desarrollo estra-
tégico y demás; si esto ocurre, habrá encontrado nuevos motivos no sólo
para tratar de ganarme sino para destacarse en el ajedrez; en este caso, si
hiciera trampas se estaría engañando a sí mismo.

Una práctica es una forma coherente y compleja de actividad co-


operativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los
bienes internos a la misma mientras se intenta lograr modelos de
excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad [...]36

A diferencia de los bienes externos, tales como dinero, poder, jerarquías –los
caramelos en el caso del niño del ejemplo– que siempre son poseídos in-
dividualmente por quienes los alcanzan, los bienes internos son el resulta-
do de competir por la excelencia, por ello su logro es un bien para toda la
comunidad que participa de esa práctica y en ellos reside la posibilidad de
pervivencia de la misma.
Iniciarse en una práctica implica aceptar sus modelos de excelencia y
obedecer sus reglas; si quiero aprender a jugar básquet, no pondré en du-
da la técnica que se me enseñe para volear; si quiero llegar a apreciar los
últimos cuartetos de Bartok necesito admitir mi inicial incapacidad para
juzgar su música. Esto no significa que en el futuro no pueda cuestionar
los modelos imperantes, pero antes de hacerlo debo aceptarlos; es el úni-
co modo de involucrarme en la práctica. La pintura, la arquitectura, el fút-
bol, la política (en un sentido aristotélico) son prácticas, no así la albañi-
lería o plantar nabos, porque ninguna de las dos actividades poseen bienes
internos; éste conlleva la excelencia como resultado y también el bien in-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 187
trínseco a cierta clase de vida: vivir como un pintor, como un ajedrecista,
como un jugador de fútbol, son aprendizajes.
Esta idea de práctica conduce al autor a delinear un concepto preli-
minar de virtud.

Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y


ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que
son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectiva-
mente el lograr cualquiera de tales bienes.37

Participar de una práctica significa aceptar el ejercicio de, al menos, tres


virtudes, sin las cuales no pueden subsistir las prácticas: valor, justicia y ve-
racidad. Cierto es que pueden existir practicantes muy diestros, incluso ex-
traordinarios, que no las posean; pero seguramente confían en las virtudes
de los otros practicantes; él mismo, con su falta de virtudes, se niega la po-
sesión de los bienes internos.
Sin embargo, esta primera caracterización de la virtud es parcial; existen
muchas prácticas, cada una con sus propios bienes, y éstos pueden plantear
tensiones a veces muy difíciles de disolver en la vida de la misma persona:
las exigencias de la vida familiar y las del arte, o las del arte y las de la vida
política, pueden resultar incompatibles, como lo ilustran los ejemplos de
Gauguin y Lenin; ambos resolvieron los conflictos abandonando una de las
prácticas, Gauguin la vida familiar, Lenin la música. La elección de Gauguin
significó un bien no sólo para él como pintor sino para la práctica de la pin-
tura, y seguramente un mal para su familia; el juicio que pueda realizarse so-
bre la decisión de Lenin resultará, sin dudas, más controvertido. Pero lo que
estos ejemplos ilustran es que a la definición dada de virtud le falta el télos
que trascienda los bienes limitados a las prácticas y constituya el bien de la
vida humana, tal como ocurre en la concepción aristotélica. La pregunta que
queda abierta, y que MacIntyre intentará responder en las fases subsiguien-
tes es si resulta posible hoy, como sí lo era en la época de Aristóteles y en el
medioevo, concebir cada vida humana como una unidad conformada por
su tendencia a su propio bien, de modo que podamos entender las virtudes
como aquéllo que permite a la persona realizarse a través de un tipo de uni-
dad con preferencia a otro; un bien de estas características nos posibilitaría
jerarquizar los bienes relativos a las distintas prácticas.
188 BREVIARIO DE ÉTICA

El “télos” de la vida humana

MacIntyre admite que cualquier intento actual de encarar la vida humana


como una unidad cuyo carácter otorga a las virtudes un télos adecuado tro-
pieza con dos dificultades que no existían en el ethos de la polis ni en el del
medioevo; el primero es de carácter social y el segundo, filosófico. La mo-
dernidad ha fragmentado la vida humana; el trabajo está separado del
ocio, la vida privada, de la pública, lo social de lo personal. Las dificulta-
des filosóficas se plasman de manera ejemplar en la teoría de la acción ofre-
cida por la filosofía analítica y en la concepción del sujeto defendida por
el existencialista Jean-Paul Sartre.
La filosofía analítica ha pensado la acción humana de modo atomís-
tico, descomponiendo acciones y transacciones complejas en elementos
simples; dejando así en la oscuridad que una vida puede ser algo más que
una secuencia de acciones y episodios individuales. Por su parte, Sartre
separa de modo tajante al yo de los roles que un individuo representa: si
uno intentara identificarse con sus roles viviría una existencia inauténti-
ca, porque el ego es libertad, perpetua negación de toda fijeza. Ninguna
de las dos alternativas permite concebir un yo que sea soporte de las vir-
tudes aristotélicas. En el caso de Sartre porque la aceptación de las rela-
ciones sociales convencionales serían conductas de mala fe en tanto ne-
garían la trascendencia del ego. En el caso de la filosofía analítica,
porque impide pensar al yo como una unidad. En relación con esto, ya
ha quedado claro que una virtud no es algo que se ponga en práctica
para tener éxito en una situación particular. Alguien que posee una vir-
tud la manifestará en situaciones muy diversas. Héctor exhibe el mismo
valor cuando se despide de Andrómaca que cuando combate con
Aquiles. La unidad de la virtud es sólo inteligible en una vida entera, no
en fragmentos.
Frente a ambas modalidades de pensar la identidad, MacIntyre de-
fiende una concepción del yo basada en una identidad narrativa que per-
mite volver inteligible el conjunto de una vida. Su tesis es que no pode-
mos caracterizar las conductas con independencia de las intenciones, ni a
éstas independientemente de las situaciones que las tornan inteligibles. La
situación siempre tiene una historia y las intenciones a corto plazo sólo se
entienden en referencia a las de largo plazo. El autor ilustra estas ideas con
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 189
un ejemplo elocuente: se encuentra esperando el autobús y un joven que
está a su lado dice de pronto: “El nombre del pato salvaje común es His-
trionicus histrionicus histrionicus”. ¿Por qué ha proferido esa frase? Quizá se
trata de un loco que emite ese tipo de frases al azar; sin embargo, la acción
se volvería inteligible si alguna de estas opciones fuera cierta: o se trata de
un espía que espera una cita y ha usado el santo y seña convenido para
identificarse con su contacto desconocido; o el joven lo ha confundido con
alguien que esa mañana se le acercó en la biblioteca y le preguntó si cono-
cía el nombre del pato común, o alguna otra posibilidad de similar tenor.
En estos casos la acción del joven se torna inteligible porque encuentra su
lugar en una narración.
Sólo podemos caracterizar correctamente una conducta si conocemos
su intención a corto y largo plazo y la situación en la que está involucrada
y esto ocurre cuando narramos, es decir, cuando ordenamos causal y tem-
poralmente las intenciones con referencia a situaciones. La vida humana
tiene, según MacIntyre, una estructura narrativa. Igual que las narraciones
es impredecible y tiene cierto carácter teleológico: vivimos la vida en fun-
ción de alguna imagen de futuro que se presenta en forma de télos o de una
multiplicidad de metas que queremos conquistar. La estructura narrativa de
la vida humana implica que sólo puedo contestar a la pregunta ¿qué haré?
si previamente puedo contestar a la pregunta: ¿de qué historia formo par-
te? Comenzamos a entender lo que sucede, el lugar que ocupamos en nues-
tra sociedad, a partir de todas las narraciones que vamos escuchando desde
que somos niños; éstas nos permiten comprender los papeles que tenemos
asignados. A partir de allí iremos construyendo el relato de nuestra vida,
dándole unidad en función de una búsqueda. ¿Búsqueda de qué? De una
vida buena.
La unidad de una vida es la unidad de una narración encarnada en
una vida única. La búsqueda a veces fracasa, pero siempre existe. Y para
que haya búsqueda debe haber algún concepto de telos entendido como lo
bueno, para que nos sea posible ordenar teleológicamente nuestras bús-
quedas y los bienes parciales. Preguntar qué es bueno para mí significa pre-
guntar ¿cómo podría yo vivir mejor esta unidad? Y aquí está presente una
idea de télos necesaria para ordenar el resto de los bienes. Y así llegamos a
un segundo concepto más elaborado de virtud:
190 BREVIARIO DE ÉTICA
Son disposiciones que no sólo mantienen las prácticas y nos per-
miten alcanzar los bienes internos sino que nos ayudarán a bus-
car y alcanzar lo bueno, templando el ánimo y dándonos autoco-
nocimiento.38

¿Qué es la vida buena? La búsqueda de la vida buena acompañada de las


virtudes necesarias para entender qué es y cómo alcanzarla. Pero yo no soy
capaz de hacer esta búsqueda ni practicar las virtudes como individuo, si
no me reconozco como parte de una tradición. La historia de mi vida
siempre está embebida en la de la comunidad a la que pertenezco. Esto no
me obliga a admitir las limitaciones morales particulares de mi comuni-
dad, pero sí reconocerla como punto de partida.

La tradición

Llegamos así a la última fase que permite completar el concepto de virtud


incorporando la idea de tradición.
Sólo puedo entender cabalmente lo que es bueno para mí desde el in-
terior de mi tradición. Heredo mi pasado, mi familia, heredo expectativas
y obligaciones. Este es el punto de partida de mi particularidad moral. Mi
identidad es comunitaria y esto significa, entre otras cosas, que soy uno de
los soportes de esta tradición. La búsqueda individual del bien se lleva a
cabo en ese contexto. Así completa McIntyre la definición de virtud:

[...] mantiene las prácticas, orienta al individuo a buscar su pro-


pio bien y mantiene la tradición.39

Es la tradición la que nos proporciona el punto de partida para iniciar la bús-


queda hacia el bien, por ello ésta no es una búsqueda meramente personal.
Así descubrimos otra finalidad que tienen las virtudes: sostener las tradicio-
nes que contienen el ejercicio de las prácticas y dar sentido a la búsqueda
del bien. Sólo identificándome con la tradición puedo ir descubriendo los
bienes que tienen valor para mí, puedo buscar mi realización personal.
El autor se cuida de proveer una noción de bien válida para todos por-
que reconoce que los bienes son plurales y que todos pueden ser buscados
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 191
de modo auténticos. En realidad, la elección entre ellos es trágica, pero la
virtud puede ayudarnos a transitarla mejor.

Enfoques alternativos

En el momento de su publicación Tras la virtud recibió una muy buena


acogida por parte de quienes, sobre todo en el ámbito anglosajón, adscri-
bían a la corriente conocida como comunitarismo, crítica de los modelos
universalistas tanto utilitaristas como filo-kantianos. Si bien esta corriente
no fue homogénea –suscribieron a ella tanto filósofos identificados con el
liberalismo como otros antiliberales y antiilustrados–, un punto en común
consistió en rechazar la noción de un sujeto moral abstracto y reemplazar-
la por otra que reflejara de modo sustantivo el arraigo comunitario. A más
de veinte años de su aparición, la obra se ha transformado en un clásico de
la filosofía moral contemporánea, no ya, probablemente, debido a que fue
pionera en la polémica liberales versus comunitaristas –o universalistas
versus relativistas, para sustraerla del ámbito estadounidense– sino por su
contribución a la recuperación del estudio de las virtudes y, junto con ello,
por sus aportes encaminados a elaborar un concepto de agente moral con
más carnadura. Sin embargo, es más que dudoso su éxito como teoría al-
ternativa a las éticas herederas de la Ilustración –como vimos, el objetivo
primordial del autor– y, en consecuencia, la eficacia de su crítica a las ins-
tituciones políticas que éstas se proponen legitimar. Respecto de este últi-
mo punto resultan elocuentes los párrafos finales del libro:

En cualquier sociedad en que el gobierno no expresa o represen-


ta a la comunidad moral de los ciudadanos, sino un conjunto de
convenios institucionales para imponer la unidad burocrática a
una sociedad que carece de consenso moral auténtico, la natura-
leza de la obligación política deviene sistemáticamente confusa.
[...] La política moderna, sea liberal, conservadora, radical o
socialista, ha de ser simplemente rechazada desde el punto de vis-
ta de la auténtica fidelidad a la tradición de las virtudes; porque
la política moderna expresa en sí misma y en sus formas institu-
cionales el rechazo sistemático de dicha tradición.40
192 BREVIARIO DE ÉTICA
Pretender la unidad moral en la sociedad de hoy parece más bien un an-
helo nostálgico que una posibilidad realista; tal demanda entraña, además,
una negativa a aceptar el pluralismo constitutivo de las sociedades actua-
les. Un gobierno de una democracia contemporánea jamás podría expre-
sar la comunidad moral, simplemente porque en un estado moderno coe-
xisten distintas comunidades morales. Esto no constituye una objeción a
la obra de MacIntyre en su conjunto, sino a su pretensión de restaurar mo-
delos ético-políticos que reponden a sociedades del pasado.
Pero no toda propuesta contemporánea de la virtud ofrece estas ca-
racterísticas ni defiende posiciones antiilustradas; así lo muestra, entre
otras, la de la filósofa norteamericana Martha Nussbaum.41 Esta autora
formula una lectura universalista de la teoría de la virtud de Aristóteles,
completamente despegada de las tradiciones y prácticas locales. Esta inter-
pretación se sostiene, a su modo de ver, porque la teoría aristotélica de la
virtud bosqueja una concepción objetiva de bien humano. Así, el catálogo
de las virtudes detallado por el estagirita no depende de ningún particula-
rismo sino de rasgos humanos que están presentes en todas las culturas pa-
sadas y presentes; por ello desempeña una función normativa y crítica en
relación con el statu quo. A su modo de ver, cuando Aristóteles presenta
cada virtud lo hace aislando una esfera de la experiencia humana presente
en todos nosotros y dentro de la cual cada uno tiene que hacer algunas
elecciones y actuar de cierta manera y no de otra. El modo correcto de ac-
tuar en cada esfera es el virtuoso. Por ejemplo: la valentía se corresponde
con el temor a daños importantes, en especial, la muerte, la moderación
se relaciona con los apetitos y los placeres corporales, la justicia, con la dis-
tribución de recursos limitados, la vida intelectual con las virtudes intelec-
tuales, la sabiduría práctica con la planificación de la propia vida, la libe-
ralidad o generosidad, con el uso de la propiedad personal en relación con
los demás, etc. La idea es que, viva uno donde viva, esas virtudes se refie-
ren a esferas invariantes; todos tenemos alguna actitud en relación con
nuestra propia muerte, con nuestra propiedad, con nuestros apetitos cor-
porales, con la distribución de los bienes, y estas actitudes tienen un exce-
so, un defecto y un término medio. En suma, Nussbaum pretende presen-
tar un bosquejo para una moralidad humana objetiva basado en la idea de
acción virtuosa, a la que entiende como el funcionamiento adecuado en
cada esfera de la vida. Verdad es que –la propia autora lo advierte– aun
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 193
cuando admitamos que las esferas experienciales son objetivas, ello no sig-
nifica que pueda inferirse un contenido invariable para cada virtud. En
efecto, el talante respecto a la propia valía es diametralmente opuesto en
la Grecia clásica que en el cristianismo, también varía la actitud frente a la
muerte y de modo similar con las demás esferas. Pero esto, más que un
problema, puede considerarse, a ojos de la autora, un beneficio ya que per-
mite diseñar una concepción de bien humano objetiva pero flexible y apli-
cable a distintos contextos.
Para concluir el capítulo podemos agregar que no todos los desarrollos
contemporáneos de la virtud han recreado a Aristóteles. Hay quienes, co-
mo la filósofa británica Phillipa Foot, renegando de la idea de razón prác-
tica, optaron por inspirarse en la escuela de los sentimientos morales de
Hutcheson y Hume. La importancia de la virtud es enfatizada, asimismo,
por quienes se ocupan de temas de psicología moral en relación con la for-
mación del carácter y en especial, su aplicación a la educación ciudadana.

Lecturas complementarias

Guariglia, O.: La ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Buenos Aires, Eudeba,


1997.
Nussbaum, M.: La fragilidad del bien, Madrid, Visor, 1995, cap. 8-12.
Thiebaut, C.: Los límites de la comunidad (las críticas comunitaristas y neoaristoté-
licas al programa moderno), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales,
1992.

Notas
1 Platón, República, Buenos Aires, EUDEBA, 1971, VI, 19, 508.
2
Ibíd., VII, 3 517.
3
Aristóteles, Ética Nicomáquea, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981,
1096ª.
4
Ibíd., 1103b.
5 Ibíd.,1094a.
6
Ibíd., 1097b.
7 Ibíd., 1097b
8
Ibíd., 1097b.
194 BREVIARIO DE ÉTICA
9 Ibíd., 1098ª.
10
Ibíd. 1102b-1103ª.
11 Ibíd., 1113b.
12
Ibíd., 1113ª.
13 Ibíd., 1103b.
14 Ibíd., 1106ª.
15
Ibíd., 1104b-1105ª.
16 Ibíd., 11105ª.
17
Ibíd., 1106b.
18
Ibíd., 1107a.
19
Ibíd., 1139b.
20
Ibíd., 1139a.
21 Ibíd., 1141b.
22 Ibíd., 1142b.
23 Ibíd., 1140b.
24
Ibíd., 1140b.
25
Ibíd., 1144a.
26 Ibíd., 1144b.
27 Ibíd, 1141ª.
28 Ibíd., 1179b.
29
A. MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1984;
se cita por la edición castellana Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 2001.
30
Ibíd., p. 20.
31 Ibíd., p. 79.
32
MacIntyre, 1984, p. 281.
33
F. Nietzsche, Genealogía de la moral, México, Alianza, 1989.
34 Op. cit. p. 315.
35
Homero, Ilíada, Madrid, Cátedra, 1999, Canto XXII, p. 345.
36
MacIntyre, op. cit. p. 232.
37 Ibíd., p. 237.
38
Ibíd., p. 271.
39 Ibíd., p. 274.
40
Op. cit. pp. 312-313.
41 M. Nussbaum, “Virtudes no relativas. Un enfoque aristotélico”, en M. Nussbaum

y A. Sen (comps.), La calidad de vida, México, FCE, 1996.


Tercera parte
Temas de ética aplicada
Capítulo 11
La pregunta por la felicidad

El concepto antiguo y el concepto moderno de “felicidad”.


Felicidad y autarquía. Ideales de vida. La nueva “ciencia” de la fe-
licidad. Conclusión.

El concepto antiguo y el concepto moderno de “felicidad”

En la discusión filosófica de la última treintena reapareció una pregunta


que había sido olvidada o parcialmente planteada durante más de tres si-
glos: la inquietud por merecer y obtener una vida valiosa, plena de satis-
facciones y de recompensas de distinta especie, en breves términos, una vi-
da feliz. De este modo revivió en las postrimerías del siglo XX el concepto
de la buena vida como fin último de todo ser humano y también como
fuente de las virtudes morales imprescindibles para llevar a cabo una vida
en común, tal como había sido instaurado en los comienzo de la ética en
la Antigüedad clásica.
Los filósofos griegos de la moral acuñaron un término genérico, eû
zên, literalmente “vivir bien”, para referirse tanto a una vida feliz como a
una vida moralmente buena. Platón es quien convierte el término griego
usual para significar “suerte, buena fortuna”, eudemonía (del griego, eudai-
monía) en el vocablo técnico que designa la buena vida por antonomasia.
Se ha discutido si la traducción adecuada debía ser “felicidad” u otra que
vertiera de una manera más apropiada el carácter integral que tenía el con-
cepto, especialmente en Aristóteles. Este último nos presenta como una de
las propiedades definitorias de la eudemonía su permanencia durante un
largo período y, si es posible, durante toda la vida, precisamente porque no
198 BREVIARIO DE ÉTICA
es fácil remover a alguien de una vida feliz, y si lo es, será por grandes des-
gracias de las que le costará un gran esfuerzo recobrarse.1 Es esta connota-
ción de permanencia y estabilidad la que, sin duda, nos resulta extraña co-
mo atributo de la felicidad. Ya Tomas Hobbes expresa el distanciamiento
moderno de ese sentido de un modo drástico:

Prosperar continuamente es lo que los hombres llaman felicidad;


me refiero a la felicidad de esta vida. Porque no hay tal cosa como
una perpetua tranquilidad del ánimo mientras vivamos aquí, por-
que la vida no es ella misma otra cosa que movimiento y no pue-
de estar nunca sin deseo ni sin temor, no más que sin sentido.2

De ahí que consideremos a la felicidad como primordialmente transitoria:


hablamos de “días” o de “momentos felices”, como lapsos acotados que se
destacan sobre un trasfondo en el mejor de los casos indiferente. Por cier-
to, esta fugacidad del sentimiento va unido a un marcado relativismo de su
sentido: para “ser feliz” es condición necesaria y suficiente “sentirse feliz”.
Con otras palabras, la felicidad sólo puede cobrar un significado en cada
caso individual, y solamente para ese mismo individuo, dado que cada
uno de nosotros deberá hallar su propia manera de sentirse feliz, una ex-
periencia que resultará, ciertamente, intransferible a otros.
¿Es exclusivamente relativo a cada individuo el sentido que habitual-
mente le damos a “felicidad” o poseemos también usos que admiten otros
matices más próximos a un significado común? Se ha señalado, en efecto,
que cuando le deseamos a un recién nacido, “¡que tengas una vida feliz!”,
no estamos pensando meramente en el aspecto psicológico de sus futuros
estados de ánimo, sino que esperamos que éstos estén acompañados de cir-
cunstancias favorables tanto para su desarrollo físico como cognitivo y
emocional. Este uso desiderativo indica, pues, que consideramos que no
es suficiente sentirse feliz para ser tenido por un hombre o una mujer fe-
liz, sino que añadimos en nuestro deseo otros elementos que creemos
componentes indispensables para llevar una vida feliz. Algunos de éstos
nos son comunes con los que ya en la antigüedad eran partes integrantes
de una buena vida: un cuerpo bien formado y saludable, riqueza al menos
en una cantidad que permita no sufrir carencias importantes, un conjun-
to de oportunidades para poder desarrollar los talentos propios, unos fa-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 199
miliares y amigos con los cuales uno pueda relacionarse en forma armo-
niosa, una buena descendencia, etc. Resumiendo, es claro que en nuestro
significado usual de “felicidad” tiene también cabida una referencia co-
mún a ciertos “bienes” que consideramos parte indispensable de ella. Por
cierto, se refutará, esto no le quita nada al significado relativo, ya que lo
importante será cuáles bienes y en qué cantidad serán necesarios para que
cada uno se sienta feliz. Es en este punto en el que el individualismo mo-
derno se separa tajantemente de las concepciones antiguas, como lo seña-
laba Hobbes en los albores de la modernidad. La “codicia”, por caso, en-
tendida como el ansia siempre insatisfecha de bienes materiales, un vicio
condenado tanto en la antigüedad como en el medioevo, se ha transmu-
tado en una doble virtud: el ahorro y el espíritu de empresa, ansioso de ga-
nancias. Parece, pues, que el significado relativo de felicidad es inevitable-
mente el único que conserva algún sentido: cada uno es feliz a su manera.
Esta resignada consideración de la felicidad como un estado puramen-
te psicológico relativo a cada sujeto tampoco ha estado exenta de algunos
críticos escépticos. En el Malestar en la cultura, por ejemplo, S. Freud refle-
xiona sobre la aspiración universal a la felicidad, enfatizando lo difícil que
resulta su posesión; siendo éste el fin de la vida humana, nuestras posibili-
dades para conseguirlo y luego conservarlo están limitadas por nuestra pro-
pia constitución, razón por la cual, sostiene, es mucho más posible experi-
mentar la desgracia. Ésta nos amenaza por tres frentes: el propio cuerpo,
condenado a la decadencia y a la muerte, el mundo exterior, capaz de en-
carnizarse con nosotros con fuerzas destructoras e implacables, y también
las relaciones con nuestros congéneres, que suelen ser fuente de conflictos.
Aunque la pintura de Freud pueda resultar un tanto sombría no deja
de abonar una idea que nos resulta familiar. Solemos identificar la felici-
dad con ciertos momentos o períodos breves que se destacan sobre el con-
tinuo de nuestras vivencias, en el mejor de los casos, indiferente en rela-
ción con el placer o el dolor. Incluso no es inusual que, en momentos de
dolor, nos lamentemos por no haber sabido apreciar la dicha perdida.
También solemos reducir la felicidad a su autopercepción: nos admiramos
ante quien “es feliz con tan poco” y también ante quien “lo tiene todo pa-
ra ser feliz, y, sin embargo no lo es”. En otras palabras, estamos habitua-
dos a considerar la felicidad como un estado exclusivamente psicológico y
subjetivo, reducido a la satisfacción de los deseos.
200 BREVIARIO DE ÉTICA
Como señalamos más arriba, éste es también el punto de vista habi-
tual que, a partir de la modernidad, adoptó la filosofía, como también de-
muestra la siguiente definición de Voltaire:

Si se da el nombre de felicidad a algunos placeres que de vez en


cuando se encuentran en la vida, la felicidad existe en el mundo;
pero si se da este nombre al placer permanente o a la serie conti-
nua y variada de sensaciones deliciosas, la felicidad no existe en el
globo terráqueo, y hay que buscarla en otras partes.3

Otra muy distinta era la perspectiva de la ética antigua, que ponía el acen-
to en la búsqueda deliberada de ciertos fines que se consideraban suma-
mente valiosos. “No se trata –dice Sócrates a Trasímaco– de un asunto de
poca monta, sino de la manera en que es necesario vivir su vida”4. La pre-
gunta socrática es una invitación a reflexionar acerca de la propia existen-
cia, no desde un aspecto o de un momento en particular sino considerán-
dola como una totalidad. Con esta pregunta Sócrates inaugura una
creencia perdurable en la filosofía occidental respecto del papel preponde-
rante que tiene la razón en el diseño de la vida: según las palabras que
Platón pone en su boca en la Apología de Sócrates, “una vida sin examen no
merece ser vivida”.
La pregunta socrática se diferencia de la que formuló Kant veintidós
siglos después: “¿Qué debo hacer?”, pregunta centrada exclusivamente en
nuestras obligaciones con el prójimo y que delimita el campo de lo que he-
mos denominado “moralidad”. Hasta qué punto ambas están imbricadas
es aún hoy, como lo fue en la ética antigua, la gran cuestión que se sigue
debatiendo.

Felicidad y autarquía

Los filósofos griegos reaccionaban contra una visión directamente opues-


ta de la vida humana, que era sostenida por los más grandes poetas, líricos
y trágicos, de la literatura antigua, como Píndaro, Esquilo, Sófocles y
Eurípides. “A ningún mortal que esté aún en espera del último día de su
vida llaméis jamás feliz; esperad a que haya traspasado el umbral de la
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 201
muerte sin caer en desventura”, sentencia el corifeo en la última estrofa de
Edipo rey, ante el horror que provoca el infortunio de quien, poco antes,
podía considerarse el más feliz de los mortales y favorito de los dioses.
“¡Ay, madre mía, que después de haber sido reina te ves convertida en
esclava! Eres ahora tan desdichada como feliz fuiste en otro tiempo; en
compensación de tu antigua felicidad, un dios te envía infortunios”, se la-
menta el fantasma de Polidoro, hijo de Príamo y de Hécuba, ante la suer-
te corrida por la anciana, quien, luego de haber perdido a su esposo y a ca-
si todos sus hijos, se convierte en esclava de Ulises. El mismo Aristóteles
presenta a Príamo como un ejemplo del hombre sabio y prudente, cuyas
terribles desgracias le arrebatan su felicidad. Si estas obras aún consiguen
conmovernos es porque expresan, con arte inigualable, la radical contin-
gencia de la vida humana, la fragilidad de su bien. ¿Hasta qué punto está
en nuestras manos hacer que nuestro bien se vuelva menos frágil?
Sin desconocer esta condición existencial, Platón y Aristóteles se opu-
sieron al pesimismo esencial que subyace a la tragedia, surgida en el seno
de una cultura signada por la idea de destino y de la intromisión perma-
nente de los dioses en los asuntos humanos, y contribuyeron particular-
mente a forjar la noción de agente moral responsable. Si bien nadie está
exento de que una desgracia le arrebate de un golpe la dicha, sí está en
nuestras manos reducir las posibilidades de que esto ocurra, pero para ello
debemos procurar no cifrar nuestras esperanzas de felicidad en cosas que
escapan a nuestro control. Al respecto reflexiona Aristóteles:

Porque es evidente que si seguimos las vicisitudes de la fortuna


declararemos al mismo hombre tan pronto feliz como desgracia-
do, presentando al hombre feliz como un camaleón y sin funda-
mentos sólidos. Pero en modo alguno se deben seguir las vicisi-
tudes de la fortuna; porque no estriba en ellas el bien ni el mal,
aunque la vida humana necesite de ellas; las que determinan la fe-
licidad son las actividades de acuerdo con la virtud, y las contra-
rias, lo contrario.5

Una condición de la vida feliz no sólo para Aristóteles sino, en general, pa-
ra la ética antigua, es la autarquía, es decir, la conquista del mayor grado
posible de autonomía respecto de lo que no depende de nosotros; esto ex-
202 BREVIARIO DE ÉTICA
plica que no se considere la felicidad un estado pasivo sino una actividad
que se va aprendiendo y llevando a cabo a lo largo de la vida, guiada por
elecciones racionales y responsables, por lo que no es posible que se dé sin
la virtud. Sólo los virtuosos son capaces de tomar las riendas de sus vidas
y dirigirlas hacia los fines que han elegido, los que, necesariamente, serán
fines buenos. Los que carecen de virtud fracasarán, ya sea porque se enca-
minan a objetivos moralmente malos o erróneos o porque, aunque se los
propongan buenos, no logran persistir en sus propósitos por carecer de au-
todominio, por tener una voluntad débil.
Ahora bien, cuál es el significado preciso que debe darse a la autarquía
concitó interesantes discusiones en la ética antigua, tanto griega como roma-
na, discusiones que, incluso, fueron retomadas en los inicios del pensamien-
to cristiano, por ejemplo, por un joven Agustín de Hipona. Sin profundizar
en estas cuestiones, trazaremos la línea general por la que transcurrió la dis-
cusión porque se vincula estrechamente con los ideales de vida que tratare-
mos en el próximo apartado.
Si sólo la persona virtuosa puede conquistar la felicidad y la autarquía
es una condición sine qua non de ésta, ¿es, entonces, la virtud condición
necesaria y suficiente para la vida feliz o, además, necesitamos de otros
bienes cuya posesión depende, en buena parte, de la fortuna?
Aristóteles creía que no se puede ser completamente feliz sin la pose-
sión de ciertos bienes exteriores, además de la virtud:

Muchas cosas, en efecto, se hacen, como por medio de instru-


mentos, mediante los amigos y la riqueza y el poder político; y la
falta de algunas cosas empaña la ventura, y así la nobleza de lina-
je, buenos hijos y belleza: no podría ser feliz del todo aquél cuyo
aspecto fuera completamente repulsivo, o mal nacido, o solo y sin
hijos, y quizá menos aún aquél cuyos hijos o amigos fueran abso-
lutamente depravados, o, siendo buenos, hubiesen muerto.6

Durante el período helenístico, quebrada definitivamente la estructura de


la polis como consecuencia de la expansión macedónica, el ideal de autar-
quía se radicalizó. Tanto Epicuro como la escuela estoica fundada por
Zenón de Citio consideraban que los bienes exteriores no contribuyen en
nada a la felicidad. En el caso del hedonista Epicuro, porque cuantos más
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 203
bienes poseamos, mayor riesgo tenemos de crear con ellos una relación de
dependencia y su falta nos hará sufrir ante su eventual pérdida. En el caso
de los estoicos, porque los bienes exteriores son completamente indiferen-
tes para la virtud, el único componente de la felicidad.

Ideales de vida

Preguntarse, con Sócrates, de qué modo es necesario que un hombre vi-


va su vida conduce a comparar y valorar distintos modelos de vida y dar
razones en apoyo de uno u otro; en otras palabras, la pregunta socrática
nos conduce al tema de los ideales de vida. En este aspecto los filósofos
antiguos nos llevaban, si se quiere, cierta ventaja. En efecto, existía en-
tre ellos una coincidencia mucho mayor que entre nosotros respecto de
los tipos de vida que merecían el calificativo de valiosos y una confianza
significativamente mayor en las razones que se esgrimían para justificar
las elecciones. Para decirlo en términos de Max Weber, faltaba mucho
tiempo para el desencantamiento del mundo, por lo que lo bueno era,
todavía, también sagrado y verdadero. En las sociedades modernas las
cosas son bien distintas. ¿Actuó mal o actuó bien Paul Gauguin al aban-
donar a su familia e irse a Tahití? Si no lo hubiera hecho, sus hijos y es-
posa no habrían quedado desamparados, pero el mundo se habría perdi-
do una obra genial. A veces las decisiones implican elecciones trágicas:
¿hubiera debido Ana Karenina renunciar a su amor por Vronsky y que-
darse junto a su marido y su pequeño hijo? Esta elección le habría signi-
ficado la muerte en vida, la otra la llevó al suicidio. Ambos ejemplos ilus-
tran hasta qué punto en nuestra época la pregunta socrática deja la
respuesta en suspenso.
Pese a ello, la cuestión de los ideales de vida no ha perdido nada de su
interés filosófico. Una característica de la vida humana es la permanente
proyección hacia el futuro: vivimos formulando proyectos, algunos de cor-
to y otros de largo aliento: elegir una profesión, formar una familia, mili-
tar en algún partido político, comprometerse con alguna causa justa.
Cuando perdemos la capacidad de proyectar, nos invade la sensación de
que nuestra vida perdió su sentido; nuestros proyectos forman parte de
nuestra identidad.
204 BREVIARIO DE ÉTICA
Una reflexión sobre nuestros proyectos –fundamentalmente los de
largo alcance– permitiría explicitar sus objetivos y contenidos valorativos
y ordenarlos en función de los fines últimos que los hacen valiosos para
nosotros. Dicho de otro modo, quedaría al descubierto nuestro ideal de vi-
da, y estaríamos en condiciones de afrontar la pregunta socrática.
A continuación reseñaremos cuatro ideales de vida que fueron fre-
cuentados, una y otra vez, por filósofos de todas las épocas: (I) el hedóni-
co, (II) el estoico, (III) el teórico y (IV) el político.

(I) La vida hedónica

El tiempo huye;
lo que más te importa
es no poner en duda tu provecho.
Coge la flor que hoy nace alegre y ufana
¿quién sabe si otra nacerá mañana?

Así invita el poeta Horacio a su amiga Leuconoe a gozar jubilosamente de


la vida, a no desperdiciar el momento presente afanándose por lo que no
está a su disposición aquí y ahora. La felicidad está al alcance de la mano,
se ofrece en los placeres grandes y pequeños que cotidianamente nos salen
al paso; basta con saber reconocerlos y gozarlos.
“Si quieres ser feliz, persigue el placer”, enseña el hedonista. Ahora
bien, si la única guía para la búsqueda del placer fueran el apetito y el ins-
tinto, las consecuencias podrían resultar contrarias a lo buscado: los place-
res son heterogéneos, inestables y no son pocas las ocasiones en que se con-
tradicen entre sí y nos hacen sentir como si estuviéramos tironeados por
fuerzas opuestas. Desde sus inicios en la Grecia clásica la ética hedonista
buscó en la razón el criterio adecuado para evaluar los placeres y decidir,
en cada ocasión, la mejor alternativa.
La escuela cirenaica –conocida así por referencia a su fundador,
Aristipo de Cirene– fue la primera en identificar la felicidad con el placer
mediante el argumento de que todo el mundo busca el placer y huye del
dolor. El placer es, pues, el bien supremo y, por tanto, la mejor guía de
nuestras acciones. Para Aristipo el único placer es el que se experimenta en
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 205
el instante presente, de modo que no concedía ningún valor al recuerdo de
los placeres pasados ni a la esperanza de los futuros. Los pasados ya no exis-
ten, en cuanto a los futuros, no tenemos ninguna certeza de que lleguen,
de modo que ¡Carpe diem! Ahora bien, para vivir el presente sin temores
respecto al futuro ni añoranzas de los buenos momentos perdidos es nece-
sario dominar los placeres en lugar de dejarse esclavizar por ellos; este go-
ce del instante significa una verdadera ascesis encaminada a deshacerse de
deseos desmedidos para aprender a disfrutar de lo que se tiene, por poco
que sea.
Un hedonismo aún más austero fue propiciado por Epicuro, quien
también consideraba al placer como el supremo bien, pero tenía de éste
una concepción prioritariamente negativa. En efecto, pensaba este filóso-
fo que sentir placer significa, ante todo, no sufrir dolor en el cuerpo ni tur-
bación en el alma ya que, a diferencia de los cirenaicos, para quienes el pla-
cer era sólo movimiento –un movimiento suave, mientras que el dolor, un
movimiento áspero– no admitía estados intermedios: sólo existen el placer
y su opuesto, el dolor. Estas ideas se fundamentan en su materialismo ato-
mista. Si bien mencionaba un cuerpo y un alma, consideraba que no ha-
bía entre ambos una diferencia sustancial: el alma, igual que el cuerpo, es
un conglomerado de átomos, pero los de la primera poseen una naturale-
za más sutil que los del cuerpo, tan sutil como la materia que compone los
sueños o las imágenes que se forman en nuestra mente. Cuando los áto-
mos del cuerpo están en reposo, sentimos placer, mientras que sentimos
dolor –hambre, por ejemplo– cuando estos átomos se mueven provocan-
do un desequilibrio en nuestro funcionamiento; por ello, cuando se res-
taura el equilibrio al saciar la sed, el hambre u otra necesidad, volvemos a
un estado placentero, de modo que el mayor placer es la eliminación del
dolor. Algo análogo sucede con el alma: son los deseos vanos –deseos de
riquezas, de fama, de poder– y los temores –a la muerte, a las pérdidas, a
lo sobrenatural– los que nos hacen vivir en permanente estado de zozobra;
cuando comprendemos que estos temores son infundados, nuestra alma se
calma y alcanzamos el placer. El ideal de vida promovido por Epicuro es
la ataraxia, esto es, la tranquilidad del alma; esta vida austera, casi ascéti-
ca, es la que asegura la autarquía.
Poco se asemeja el hedonismo de Epicuro a los posteriores. Hoy sue-
le distinguirse entre un hedonismo psicológico y uno normativo; el prime-
206 BREVIARIO DE ÉTICA
ro supone que la motivación de nuestros actos reside sólo en el placer y en
el dolor; el segundo, que sólo el placer merece ser valorado y perseguido y
sólo el dolor rechazado y condenado. No es necesario sostener ambas tesis
conjuntamente; Jeremy Bentham lo hace, pero, tal como se explicó al con-
siderar el utilitarismo, resulta menos clara en este aspecto la posición
adoptada por Stuart Mill.

(II) El estoico

Cuando alguien afronta situaciones manifiestamente desgraciadas con


gran entereza y acepta con serenidad circunstancias adversas que no están
en su mano cambiar se lo califica de estoico. A diferencia de lo que ocurre
con el hedonismo, el significado corriente de este término guarda mayor
afinidad con la escuela filosófica que le dio origen. En contra de lo que
suele creerse el estoicismo y el epicureísmo tienen mucho en común.
También los estoicos encuentran en el autodominio el remedio para curar
el alma enferma de temores y vanos anhelos. La apathía, es decir, el domi-
nio absoluto de las pasiones es al sabio estoico lo que la ataraxia es para el
epicúreo; sin embargo, el punto de partida es diferente porque, para los es-
toicos el supremo bien no es el placer sino la virtud, único componente de
la felicidad.
Los estoicos eran deterministas. Consideraban que el mundo es un to-
do ordenado según un principio racional inmanente al que llamaban ya ló-
gos, ya dios. Todo lo que ocurrió, ocurre y ocurrirá está determinado por
una cadena de causas y efectos regidos por esta razón divina inmanente. El
orden de la naturaleza es perfecto porque está causado por el lógos. Las per-
sonas no podemos escapar a esta conexión, por ello aceptar voluntaria y
alegremente este orden ineluctable nos lleva a vivir en conformidad con la
naturaleza; en ello consiste la sabiduría que nos procura felicidad. Puesto
que todas las cosas están determinadas, es insensato lamentarse por lo que
no está en nuestra mano cambiar, la virtud consiste en esta aceptación a la
que se llega cuando se conocen estas verdades, de modo de conseguir do-
minar las pasiones que enferman y debilitan el alma.
Si todo lo que ocurre ya está determinado, lo único que está en
nuestra mano es la virtud, que no es otra cosa que la aceptación del or-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 207
den del mundo, el único posible y el mejor posible. ¿Significa esto que
debemos ser indiferentes ante nuestros propios males y ante los del pró-
jimo? ¿Significa que no debemos intervenir en el mundo, ni ayudar al
necesitado ni luchar por causas que consideramos justas? A la primera
pregunta un estoico responde afirmativamente: el único bien es la virtud
y el único mal es dejarse dominar por las pasiones, que no son otra cosa
que conocimiento falso. ¿Por qué sentir miedo u odio? ¿Por qué temer a
lo que pueda ocurrir? Si ocurre, es que debía ocurrir, y si no ocurre, es
que no debía ocurrir, en ambos casos, nuestro miedo no tiene funda-
mento. ¿Para qué amar? El amor nos hace creer que el objeto amado es
imprescindible para nuestra felicidad; pero esto es una idea falsa, lo úni-
co imprescindible para la felicidad es la virtud. La belleza, la salud, las
riquezas, todo aquello que consideramos bienes pueden ser usados tan-
to para buenos como para malos fines, todo depende de quien los em-
plee; de modo que desde el punto de vista moral son indiferentes, tan
indiferentes como la enfermedad, la pobreza, el sufrimiento; ¿porqué de-
beríamos considerar males a estos últimos, si ninguno de ellos nos impi-
de ejercer la virtud?
A la segunda pregunta el estoico responde negativamente: si bien to-
do lo que ocurre no sólo no podía dejar de ocurrir sino que es lo mejor
que podría ocurrir, nuestro conocimiento limitado no nos permite saber-
lo con antelación, de modo que podemos intervenir en el mundo para in-
tentar mejorar las cosas: si tenemos la posibilidad de salvar a alguien de
morir quemado, debemos hacerlo, porque, aunque la vida y la muerte son
indiferentes desde una perspectiva moral, la vida es preferible a la muerte,
la salud a la enfermedad, la riqueza, a la indigencia, en tanto vivir en con-
formidad con la naturaleza requiere, ante todo, vivir, también estar sano y
poder satisfacer necesidades vitales.

Pero ¿qué? ¿Si la salud, la quietud y la ausencia de dolor en nada


impidiesen el ejercicio de la virtud, ¿no aspirarías a poseerlas?
¿Por qué no las desearías? No porque sean bienes, sino porque
son según la naturaleza y porque serán obtenidos en base a mi
buen juicio. ¿Qué habrá de bueno en ellos? Solamente esto: ser
bien elegidos.7
208 BREVIARIO DE ÉTICA
Ahora bien, en caso de que la persona a la que intentamos salvar muera
devorada por las llamas, no debemos lamentarnos, sería estúpido hacerlo;
debemos aceptar los hechos con ánimo indiferente, como lo haría un au-
téntico sabio.

Pero si existe alguien que considera tanto la fuerza de la fortuna


como todas las cosas humanas que puedan acaecerle, tolerables,
de modo que no lo alcancen ni el temor ni la angustia, y si, del
mismo modo, él no desea nada ni se desasosiega por ningún va-
cuo placer, ¿cómo no será éste un ser feliz? Y si la felicidad es pro-
ducida por la virtud, ¿cómo negar que la virtud por sí misma ha-
ga felices a los hombres?8

La influencia del estoicismo en la filosofía posterior fue de largo aliento.


Contribuyó a ello el hecho de que se convirtió en la tendencia dominan-
te entre los hombres cultos romanos durante los dos primeros siglos del
cristianismo. El español Séneca y el emperador Marco Aurelio fueron, jun-
to con el esclavo Epicteto, los exponentes más representativos del estoicis-
mo en la época imperial, y son sus escritos los que recogieron mayor in-
fluencia en el pensamiento ulterior, ya cristianizado; Séneca fue el autor
más leído y valorado por los cristianos del siglo IV; según cierta creencia
no comprobada él mismo se convirtió a la fe cristiana. Hay que decir que
los estoicos romanos suavizaron considerablemente el radical intelectualis-
mo de la escuela antigua y humanizaron el ideal de la apathía. El conoci-
miento teórico pasó a un muy segundo plano y se puso el acento en los
preceptos y las reglas para el buen vivir y el cultivo de la virtud; ésta es, en
definitiva, la idea de estoicismo que nos resulta familiar. Tampoco promo-
vieron un modo de vida ascético: según algunos testimonios, Séneca llegó
a ser el hombre más rico del imperio.

(III) La vida teórica

La valoración que tanto el epicureísmo como el estoicismo realizan del co-


nocimiento es positiva en grado sumo, pero lo subordinan a fines prácti-
cos; es característico de la época helenística considerar el ejercicio de la fi-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 209
losofía como terapia del alma. En los sistemas de Platón y Aristóteles, en
cambio, el conocimiento puramente teórico es una actividad valorada por
sí misma, la más perfecta de todas las actividades humanas. Ello nos per-
mite diferenciar este tercer ideal de vida de los ya tratados. A la pregunta
“¿para qué dedicarse al conocimiento?”, la respuesta será: “para alcanzar la
verdad” y no “para lograr la felicidad”, en todo caso, ésta se alcanzará por
añadidura. Incluso hoy no se ha perdido completamente esta idea: suele de-
nominarse sabios a personajes tales como Einstein, Heisenberg, Darwin,
que han dedicado su existencia a la actividad teórica. Claro está que las ca-
racterísticas de este modelo se modificaron sustancialmente en relación
con el ideal griego que le dio origen, en tanto el mismo concepto de co-
nocimiento fue sufriendo cambios significativos a lo largo de los siglos.
Quizá la génesis de estos cambios haya que ubicarla en el surgimiento de
la nueva ciencia. En efecto, la idea de la teoría como la actividad contem-
plativa cuyo estadio último permite, según Aristóteles, conocer las prime-
ras causas y principios de todo lo que es, este ideal de saber absoluto, co-
menzó a resquebrajarse a partir de que Bacon y Galileo encumbraran el
experimento como método para el conocimiento de la naturaleza. Con el
correr del tiempo el conocimiento se ha ido limitando a áreas cada vez más
específicas, no sólo en las ciencias naturales y formales sino también en las
sociales; esta tendencia se fue acentuando dramáticamente a partir de la se-
gunda mitad del siglo pasado. A diferencia de Aristóteles, que considera-
ba a la ciencia primera, la metafísica, como el conocimiento más univer-
sal, el científico de hoy sólo se dedica a conocer una porción infinitesimal
del campo al que pertenece su disciplina. Unas ciencias tradicionales co-
mo la biología, la física, la matemática se han subdividido y adquirido in-
dependencia en relación con el tronco común; para comprobar este aser-
to basta con echar una mirada a las revistas especializadas. Incluso la
filosofía ha perdido la pretensión totalizadora que tuvo hasta hace relati-
vamente poco tiempo. El filósofo no es ya ese “especialista en generalida-
des”, como lo llamaba Ortega, sino un epistemólogo o un eticista, o un fi-
lósofo político; aún más, en los últimos años estas especialidades también
se diversificaron: la epistemología general está perdiendo terreno frente a
la filosofía de la matemática, de la física, de la biología; en el campo de la
ética, la ética aplicada, que surgió con una especificidad propia en la déca-
da del setenta del siglo anterior, producto del impacto provocado por el
210 BREVIARIO DE ÉTICA
desarrollo tecnológico, sobre todo en la medicina, fue ampliando sus inte-
reses: la ética de los negocios, de la informática, de la empresa coexisten
con la tradicional bioética, que también se dividió en dos ramas: la ética
médica y la ética ambiental.
Lejos está la filosofía actual del último intento por alcanzar el “saber
absoluto”, el desmesurado sistema creado por Hegel en el siglo XIX. Hace
tiempo que la razón se percató de su falibilidad y tiene más dudas que cer-
tezas. La bellísima alegoría de la caverna con la que Platón ilustra el cami-
no del conocimiento es una metáfora inactual: no hay una verdad que nos
aguarde al final del camino y que, como el sol que iluminaba a los recién
liberados prisioneros de la caverna, descorra el velo de nuestra ignorancia
y nos asegure para siempre la posesión de la verdad; no existe “la verdad”,
–al menos en el sentido fuerte que tuvo en el pasado–, en todo caso, hay
verdades provisorias; la ciencia progresa poniéndose continuamente a
prueba, a partir del ensayo y el error y, a diferencia de otrora, hoy es ple-
namente consciente de ello.
Poca similitud guarda la forma de vida de un científico o de un filó-
sofo contemporáneo con la vida dedicada a la contemplación que ensalza-
ba Aristóteles, ese ocio creador sólo al alcance de aquellos pocos que podí-
an prescindir del negocio ya que disponían de suficientes bienes externos;
tampoco con la vida tranquila del sabio estoico. Hace tiempo que la cien-
cia es un trabajo, es decir, un medio de vida para muchos, trabajo que
transcurre sólo dentro de instituciones: universidades, institutos y centros
de investigación; difícil le sería al científico actual alcanzar la autarquía que
buscaban los antiguos. Pero nada de esto implica que el ideal del conoci-
miento haya perdido significación ni que la pregunta por su valor y su sen-
tido haya dejado de ser un asunto filosóficamente interesante; quizá a ra-
íz de los profundos impactos producidos por el desarrollo científico y
tecnológico y sus difícilmente predecibles alcances, se haya vuelto una pre-
gunta urgente.

(IV) La vida política

Hasta ahora nos referimos a modelos que valoran en alto grado el conoci-
miento teórico; nos resta tratar otro ideal de vida que privilegia la acción
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 211
y el interés por la cosa pública y a la que el pensamiento filosófico no ha
dejado de atender: la vida dedicada a la política. Cuando tratamos la te-
oría de la virtud en Aristóteles mencionamos que para éste la vida políti-
ca ocupa el segundo rango en la posesión de la felicidad, sólo superado
por la vida teorética. El estagirita ejemplifica este tipo de vida en la figu-
ra de Pericles:

Pensamos que Pericles y los que son como él son prudentes por-
que pueden ver lo que es bueno para ellos y para los hombres, y
pensamos que ésta es una cualidad propia de los administradores
y de los políticos.9

A diferencia de su maestro Platón, quien consideraba a los filósofos los


únicos capacitados para gobernar la ciudad, ya que poseían el saber com-
pleto, Aristóteles creía que el arte de gobernar tenía mucho más que ver
con la sabiduría práctica, con el ejercicio de las virtudes éticas, que con la
sabiduría teórica.
Aunque estas ideas puedan resultar anacrónicas conviene tener en
cuenta que la mayoría de los filósofos que se ocuparon del arte del gobier-
no en diferentes períodos otorgaron un lugar importante a la virtud como
atributo necesario no sólo de quienes ejercen el poder sino también de los
ciudadanos, desde el renacentista Maquiavelo –no el de El Príncipe, por
cierto, sino el de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio– hasta
los republicanos de la actualidad. Maquiavelo pensaba –como también lo
hacen sus seguidores contemporáneos– que la virtud es una condición ne-
cesaria para aventar el fantasma de la corrupción. Incluso un liberal como
Rawls considera que sin el desarrollo de ciertas virtudes cívicas en la ciu-
dadanía la perdurabilidad de una sociedad justa y democrática se vería
amenazada. Esto es así porque la política, a diferencia de otras actividades,
nos compete directamente a todos y nos demanda un compromiso, aun-
que sea mínimo, con la comunidad, por ejemplo, cuando ejercemos nues-
tro derecho al voto –además del grado de compromiso y participación que
cada uno decida tener dentro de las instituciones a las que pertenece: aso-
ciaciones vecinales y deportivas, sindicatos, universidades y demás–.
Pero lo que nos interesa aquí es la política como modo de vida, como
una actividad que se elige por sí misma, no como complementaria de
212 BREVIARIO DE ÉTICA
otras, nos interesa la política como profesión. Al respecto es pertinente
preguntar: ¿Qué persigue alguien que se propone orientar su vida hacia la
actividad política? ¿Contribuir al bien común, a la justicia social, disputar
espacios de poder, recibir honras públicas, acrecentar sus riquezas? En rea-
lidad, estas metas no son necesariamente excluyentes, quizá lo que haga la
diferencia sea el orden de preferencias que el político establezca entre ellas.
Ayuda a aclarar el punto la distinción que trazó Max Weber entre vivir pa-
ra la política y vivir de la política.10 Si bien, en general, un político hace
ambas cosas a la vez, quien vive para la política supone con sinceridad que
está al servicio de una causa, mientras quien vive de la política privilegia el
factor económico, de modo que, llegado el caso, no le resultará difícil caer
en el autoengaño cuando lo correcto y honorable hubiera sido proceder de
otro modo.
Finalmente no podemos dejar de referirnos a la delicada relación en-
tre los medios y los fines en tanto ésta deja totalmente al descubierto la
vinculación entre la ética y la política. Muchos consideran que ambas
cuestiones corren por andariveles separados y que suponer lo contrario sig-
nifica desconocer que la política es pura lucha por el poder; además, sos-
tienen que pretender moralizar la política peca de una ingenuidad que a
veces puede acarrear consecuencias catastróficas. Si algún sentido tiene
preguntarse por la legitimidad de un orden político dado, la única respues-
ta aceptable es que es legítimo porque está establecido. La única regla vá-
lida en el mundo de la política es conquistar el poder y, una vez obtenido,
saber conservarlo. De todos modos, aun concediendo un realismo tan cru-
do, el político tendrá que enfrentarse en alguna ocasión a la pregunta so-
bre si los fines perseguidos justifican o no los medios elegidos, y ésta es una
pregunta netamente moral. Un político sensato se planteará la respuesta
según lo requiera la ocasión, evaluando las consecuencias y las posibilida-
des de éxito y probablemente alguna vez se verá compelido a actuar sin te-
ner totalmente en claro si la respuesta elegida es la correcta o no. Quien
haga de la política su ideal de vida, quien viva para la política, deberá
afrontar muchas veces situaciones extremas, en las que la distinción entre
lo correcto y lo incorrecto superará el alcance de los juicios morales coti-
dianos y, se volverá, si no imposible, al menos difusa.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 213

La nueva “ciencia” de la felicidad11

¿Es posible someter a una prueba empírica las especulaciones filosóficas


o sociológicas sobre la felicidad que hemos reseñado en los parágrafos
anteriores? Dos ciencias, la psicología y la economía, se propusieron des-
de el último cuarto del siglo XX encontrar algún procedimiento que per-
mitiera medir de un modo verificable el grado de felicidad alcanzado por
un individuo o por el promedio de una sociedad. Sin duda, antes de po-
der medir un cambio, un estado, una afección, una disposición o capa-
cidad, o una combinación de todos estos elementos, es necesario tener
un cierto concepto previo que establezca alguna relación estable entre
esos elementos y la felicidad. Pero aquí se presenta un problema que la
ética antigua había distinguido con gran precisión: las doctrinas sobre la
felicidad se dividen según se la considere un estado psicosomático, o una
actividad, que involucra potencialmente a todo un individuo. En el pri-
mer caso tenemos típicamente las teorías hedónicas, como el epicureis-
mo, el que sostenía precisamente que el máximo grado de placer era una
situación estable del cuerpo y de la mente en la que no se sentía dolor u
otra sensación penosa en el primero ni ninguna ansiedad o miedo en la
segunda.12 En el segundo caso, hallamos teorías como la aristotélica o la
estoica, que caracterizan a la felicidad como una eudemonía que se des-
pliega en la actividad de nuestras habilidades más altas, las virtudes, en el
conjunto de una vida. Bajo el influjo del utilitarismo y del neoaristote-
lismo contemporáneo, se enfrentaron dos visiones distintas en la psico-
logía contemporánea reciente, la hedónica y la eudemonista, que diferí-
an en la consideración de las variables que debían ser medidas para
evaluar la felicidad o el bienestar del ser humano. Las teorías hedónicas
resumen el bienestar en un estado de satisfacción con respecto a las sen-
saciones placenteras corporales y mentales, que determinan mediante
mediciones del bienestar subjetivo de los individuos. Para ello eligen tres
componentes: satisfacción con respecto a su vida, la presencia de un es-
tado positivo del ánimo y la ausencia de un estado negativo de él.13 Las
teorías eudemonistas, por el contrario, sostienen que el bienestar no de-
pende exclusivamente de la suma de las sensaciones de placer y satisfac-
ción, sino que “la eudemonía se da cuando las actividades de la vida per-
sonal alcanzan su más alto grado de congruencia y compromiso con
214 BREVIARIO DE ÉTICA
aquellos valores profundamente adoptados y están completamente im-
buidos de ellos en su totalidad”.14
Esta misma división en el enfoque de la felicidad encontramos cuan-
do se pasa a considerar las teorías económicas que se proponen medir el
grado de buena vida de una determinada población. Aquí se enfrentan dos
teorías económicas, por una parte, la tradicionalmente llamada economía
del bienestar (welfarism), y, por la otra, algunas más recientes, como el en-
foque de las capacidades, creado por el economista indio Amartya Sen, que
pone el acento en el conjunto de funcionamientos y capacitaciones nece-
sarias para llevar una vida activa y poder ejercer la libertad. De este modo,
lo que se mide en ambos casos son especímenes de dos clases distintas. Los
bienestaristas son deudores del utilitarismo en ética, y definen la “utilidad”
como la satisfacción de un placer, considerado individualmente. Conse-
cuentemente, la felicidad de una población se mide mediante la suma de
todas las utilidades de los individuos que la componen, independiente-
mente de las desigualdades que puede haber entre ellos con respecto a la
distribución interna de esas utilidades.15 A diferencia de los economistas
del bienestar, la perspectiva elegida por Sen integra los diversos “funciona-
mientos” de las personas, que pueden variar desde los más elementales, co-
mo estar adecuadamente alimentado, gozar de buena salud, evitar una
muerte prematura, hasta los más complejos, tales como gozar de autores-
peto, tomar parte en la vida de la comunidad y, como una integración in-
clusiva de todos estos funcionamientos, llevar una vida feliz.16
Es obvio que tanto en el caso de la psicología como en el de la econo-
mía, se llegará a conclusiones dispares sobre aquello en lo que consiste la
felicidad desde el punto de vista empírico, si se parte de una consideración
hedónica y estática o de una perspectiva eudemonista y activa. A su vez,
dado que la obtención del mayor grado de felicidad extendido a toda la
población es una de las metas que normalmente se proponen los teóricos
del desarrollo, la aplicación de una u otra teoría económica incidirá nota-
blemente en los resultados que se logren.
Uno de los hallazgos más importantes de los estudios estadísticos so-
bre la felicidad, realizados siguiendo un eje diacrónico en los países más ri-
cos, ha mostrado que, una vez superado un cierto nivel de ingresos pro-
medio per capita, los incrementos de ingresos, que duplican o hasta
triplican ese nivel, no inciden en un aumento del nivel declarado de feli-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 215
cidad, que se mantiene completamente estable. Este hecho ha sido deno-
minado “la paradoja de la felicidad”, y constituye un enigma que ha dado
lugar a distintos intentos de solución.17
Sin la pretensión de ofrecer una respuesta definitiva desde el punto de
vista de la filosofía moral adoptado en este libro, nos parece evidente que
tanto este dato como otros muchos provistos por las intuiciones de las que
se alimentan nuestros juicios cotidianos, señalan convincentemente que la
felicidad o la eudemonía, considerada ya sea como dos concepciones dis-
tintas de la vida o ya sea como dos niveles diferentes de una misma con-
cepción, constituye un fenómeno complejo. Sin duda, como señala nues-
tra intuición básica y los datos empíricos, sin la satisfacción asegurada de
un cierto nivel elemental de nuestras necesidades, que determinan un es-
tado de salud física sustentable, no se da una condición necesaria para lle-
var a cabo cualquier ideal de buena vida. Pero una vez asegurada aquella,
el incremento constante de ingresos y riquezas, si no va acompañado de
una actividad significativa para la propia vida, no redundará necesaria-
mente en una forma más alta de buena vida, sino muy frecuentemente en
su contrario.18

Conclusión

La pregunta por la felicidad constituyó uno de los temas clásicos de la éti-


ca hasta fines del siglo XIX, cuando inició su expansión fulminante y arro-
lladora en la cultura universal a través de distintas corrientes filosóficas y
políticas el relativismo moral, cuyo imperio se mantuvo sin oposiciones se-
rias hasta el 10 de diciembre de 1948, fecha en la que la Asamblea General
de las Naciones Unidas proclamó la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. A partir de entonces, primero de un modo tímido y más tarde,
en la segunda mitad del siglo XX, ya con paso firme, el lenguaje de los de-
rechos y los deberes éticos retomó el lugar que tradicionalmente ocupaba
en la reflexión filosófica moral, política y jurídica del que había sido des-
plazado. La pregunta por el sentido de la existencia humana, en cambio, si-
guió atrapada en las redes metafísicas, antropológicas, teológicas, semánti-
cas, sociológicas o metapsicológicas en las que la filosofía posterior a G.
Hegel y A. Schopenahuer (S. Kierkegaard, F. Nietzsche, G. Lukacs, M.
216 BREVIARIO DE ÉTICA
Heidegger, M. Scheler, L. Wittgenstein, etc.) la había forzado. Como he-
mos puesto de relieve en los capítulos anteriores de este Breviario, existe
un indubitable enfoque objetivo y universalista de los temas de la ética, co-
menzando por su lenguaje, su forma de argumentación y su acceso al co-
nocimiento de los interrogantes que le son propios hasta las diversas teo-
rías que se proponen dar unos fundamentos generales para los juicios
morales particulares. Hemos tocado ya desde distintos ángulos el gran te-
ma de la justicia en las relaciones interpersonales y en la distribución de los
bienes en el interior de la sociedad que asegure a cada uno un mínimo de
derechos para llevar una vida digna. Con ello hemos dado por sentado un
principio que está implícito en toda sociedad justa y democrática: el prin-
cipio de autonomía para todos sus miembros.19 La discusión ética de la eu-
demonía se distingue de todas las otras indagaciones empíricas –sin opo-
nerse a éstas– por el hecho de que parte de este principio como el
fundamento normativo que debe orientar su propia indagación. De este
modo, no solamente seguirá pisando el firme suelo de la objetividad, ya
consolidado en la discusión de derechos y deberes, sino que podrá conti-
nuar contribuyendo a la investigación empírica al proveer unas ideas regu-
lativas sobre la cuestión de la felicidad que servirán de orientaciones para
la encuesta de aquella.

Lecturas complementarias

Long, A.: La filosofía helenística, Madrid, Alianza, 1997.


Nussban, M.: La fragilildad del bien, Madrid, Visor, 1995, cap. 2 y 4.

Notas
1
Aristóteles, Ética Nicomáquea I 10, 1101 a 5-21.
2
T. Hobbes, Leviathan, editado por C.B. Macpherson, Harmondsworth, Penguin
Books, 1968, I 6, pp. 29-30, traducción de los autores.
3 Voltaire, Diccionario filosófico, “Bien, soberano bien”, Buenos Aires, El Ateneo,

1958, p. 176.
4 Platón, República 352d.
5 Aristóteles, op. cit. 1100b.
6
Aristóteles, op. cit., 1099b.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 217
7 Séneca, Epístolas morales, 92, 11, citado por O. Guariglia, en “Eudemonismo y vir-

tud en la ética antigua: Aristóteles y los estoicos”, en Diálogos n.º 80, 2002, pp. 7-49, p.
31.
8 Cicerón, Disputas Tusculanas, V 17, citado por Guariglia, en ibíd., p. 36.
9
Aristóteles, op. cit. 1140b.
10 M. Weber, “La política como vocación”, en Ensayos de sociología contemporánea I,

Barcelona, Planeta Agostini, 1985.


11 Así se la presenta en el libro de R. Layard, Happiness: Lessons from a New Science,

Nueva York, Penguin Books, 2005.


12
Véase más arriba en este capítulo, parágrafo 3, I, y J. M. Rist, Epicurus: an
Introduction, Cambridge, University Press, 1972, pp. 100-106.
13
R. Ryan, y E. Deci, “On Happiness and Human Potentials: a Review of Research
on Hedonic and Eudaimonic Well-Being”, en Annual Review of Psychology, 52, 2001, pp.
141-166.
14 Ryan y Deci, op. cit., p. 146.
15 Cf. A. Sen, Inequality Reexamined, Nueva York, Harvard U.P., 1992, pp. 6-7 y 42-

43.
16
Cf. Sen, op. cit., p. 38 y ss.
17 Cf. Layard, op. cit., pp. 29-38, S. Drakopoulos, “The paradox of happiness”, en

Journal of Happiness Studies, 9, 2008, pp. 303-315.


18
Cf. M. Csikszentmihalyi, Finding Flow: the Psychology of Engagement with
Everyday Life, Nueva York, Basic Books, 1997, pp. 29-32.
19 Para una discusión de las interpretaciones de este principio, véase Guariglia, Una

ética para el siglo XXI, Buenos Aires, FCE, 2002, cap. 5, pp. 96 y ss.
Capítulo 12
El derecho a la salud

El concepto de justicia. El concepto de derecho. El status proble-


mático del derecho a la salud. El derecho a la salud es de carácter
negativo. La tesis del decent minimum. Un derecho universal e
igualitario.

El derecho a la salud es reconocido como un derecho humano básico en


varios documentos de la legislación internacional.1 Pese a este consenso
legal, el tema ha originado arduas discusiones en el ámbito de la bioéti-
ca; algunos autores, incluso, se niegan a admitirlo como tal. Uno de los
argumentos que se esgrimen a favor de esta negativa señala al alto costo
que hoy día demanda la salud, a causa, principalmente, del desarrollo
tecnológico. Si el estado estuviera obligado a garantizar a todos los ciu-
dadanos el goce del más alto grado de salud que se pueda lograr, tal co-
mo lo prescribe la Declaración de Principios de la OMS, podría colapsar
la economía.
¿Existe, después de todo, una obligación por parte del Estado de aten-
der la salud de sus ciudadanos? ¿Cuáles son sus alcances y límites? ¿Cómo
determinar las prioridades en la atención? Estos son algunos de los com-
plejos problemas que competen a la justicia sanitaria, uno de los campos
de aplicación de la justicia distributiva. En este capítulo presentaremos el
concepto de derecho en general y a la salud en particular y la interpreta-
ción que éste tiene dentro del marco de las teorías de justicia que más han
influido en la rama de la bioética dedicada a la justicia sanitaria.
220 BREVIARIO DE ÉTICA

El concepto de justicia

La tradición filosófica ha considerado a la justicia como una de las virtu-


des fundamentales. Para Aristóteles es “la virtud perfecta [...] la más exce-
lente de las virtudes”2 en tanto que, a diferencia de las demás, siempre la
ejercemos en relación con los demás. Es decir, la justicia posee una dimen-
sión aplicable a las instituciones y a los sistemas sociales. Desde esta pers-
pectiva abarca dos campos fundamentales; el primero, la justicia retributi-
va se ocupa de determinar qué tratamiento debe dársele a quienes han
infringido las leyes; ¿por qué castigamos? ¿qué criterio debe cumplir un
castigo para ser justo? ¿tiene el castigo una función educadora?, son algu-
nos de los problemas tratados por la justicia retributiva. El segundo cam-
po concierne a la justicia distributiva, que se ocupa de justificar criterios
equitativos para distribuir los bienes sociales, esto es, los bienes producidos
por una comunidad y que son necesarios para vivir en ella, tales como la
lengua, la cultura, la seguridad social, los productos del trabajo, el sistema
de derechos. La justicia distributiva se refiere a la distribución adecuada
entre los integrantes de una determinada sociedad de los beneficios y car-
gas sociales. En tanto la atención de la salud pertenece al conjunto de es-
tos bienes, se incluye en la justicia distributiva, aunque, como veremos en
seguida, no todos los autores están de acuerdo con este punto de vista.

El concepto de derecho

Cada vez que afirmamos que alguien tiene un derecho a algo, queremos
significar que es el legítimo titular de ese bien, y que éste se le debe; ade-
más, en tanto un derecho involucra un reclamo legítimo, su infracción
justifica sanciones o acciones coactivas (excepto si colisiona con otros, en
cuyo caso habrá que determinar cuál de ellos tiene prioridad). Esto es así
porque los derechos representan la protección de intereses lo suficiente-
mente valiosos como para que, de no satisfacerse el interés que custodia
ese derecho, la persona afectada resultará perjudicada de un modo no tri-
vial. Ahora bien, no todos estos derechos son de la misma índole. Algu-
nos resultan cumplidos cuando su titular no es interferido en su ejercicio,
tal como ocurre con los derechos de libre expresión y pensamiento.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 221
Otros, en cambio, requieren de una acción positiva a fin de que la de-
manda del agente portador resulte satisfecha; tal es el caso de los derechos
a la educación, a una alimentación adecuada y a la atención de la salud,
entre otros. Los primeros suelen ser considerados negativos o derechos a
la no interferencia. Los civiles y políticos (derechos a la libertad de pen-
samiento y expresión, a la participación política, a la igualdad ante la ley)
pertenecen a esta clase. Los del segundo tipo, llamados genéricamente
económicos y sociales, se consideran positivos. La diferente cualidad de
ambas clases hace que también sea diferente la cualidad de las obligacio-
nes correspondientes; en relación con este aspecto existe una distinción
tradicional entre deberes de obligación perfecta e imperfecta. Los primeros
son aquellos que poseen como correlato un derecho cuya destinataria es
una persona determinada; los segundos, en cambio, no dan lugar a nin-
gún derecho correlativo y, si bien puede interpretárselos como obligato-
rios, dejan a nuestra elección la persona y la ocasión en que hemos de
ejercerlos. John Stuart Mill3 traza esta distinción identificando a los per-
fectos con los deberes de justicia y a los imperfectos, con los de benefi-
cencia o caridad. Sólo es incorrecto el incumplimiento de los primeros;
en cambio, nadie tiene derecho a reclamar un deber de beneficencia. El
no mantener esta distinción, afirma Mill, implicaría reducir toda la mo-
ral a cuestiones de justicia.
La perfección de los deberes de justicia radica en que se encuentran
determinados por el contenido de lo que es requerido y la persona parti-
cular a la que éste es debido. En cambio, los de beneficencia resultan in-
determinados en ambos sentidos. Los primeros, en tanto señalan la índo-
le restrictiva de la moralidad, son considerados negativos, es decir, deberes
que restringen ciertas acciones (con la excepción de aquellos que se corres-
ponden con derechos especiales, generados por promesas o relaciones par-
ticulares, como las filiales) y engendran derechos correlativos –como el de-
recho a la preservación de la vida, o el derecho a no ser impedido de
expresarse libremente–, características que justifican que su cumplimiento
sea moralmente forzoso. Los de beneficencia son positivos, es decir, debe-
res de proporcionar ayuda; pero, al ser indeterminados en el sentido antes
apuntado, no generan derechos correspondientes. A qué cosas obliga la be-
neficencia es algo muy controvertido. Las necesidades del prójimo suelen
ser tan imperiosas que una interpretación demasiado estricta de la benefi-
222 BREVIARIO DE ÉTICA
cencia demandaría, por ejemplo, imitar la vida de la madre Teresa de
Calcuta. Esta es la razón que lleva a algunos autores contemporáneos a no
interpretar la beneficencia como un deber moral prefiriendo incluirla den-
tro de las acciones supererogatorias, que si bien son deseables y recomen-
dables, no cabe considerarlas obligatorias.

El status problemático del derecho a la salud

Considerar la atención de la salud como un derecho positivo vinculado


con la justicia distributiva presenta problemas propios, más difíciles de
resolver que los brindados por otros derechos económicos y sociales a
causa, como señalamos al inicio, de los altísimos costos que demanda la
salud en el mundo actual. Esto provocó que determinar en qué consiste
este tipo de derecho se convirtiera en una cuestión compleja que requie-
re especificaciones de diversa índole: qué debe entenderse por necesida-
des en salud, qué criterios emplear para definir prioridades, cuál es el pe-
so que habría que asignar a la salud en relación con otros bienes básicos,
etc. Suponiendo que se lograran respuestas satisfactorias a estos proble-
mas habría que considerar, en una segunda instancia, la competencia del
Estado en materia sanitaria: ¿qué nivel de atención le corresponde garan-
tizar: el mejor disponible, cuidados básicos o ningún nivel? Estas dificul-
tades ponen de manifiesto la importancia del problema: del tipo de solu-
ción que se le otorgue dependerán las cuestiones más relevantes de
justicia distributiva aplicada al área de la salud, tales como la asignación
y distribución de recursos y la justificación de criterios para fijar priori-
dades y recortar gastos.
El tema adquirió relevancia especial en los inicios de la década del
ochenta, cuando en Estados Unidos comenzó a ser objeto de debate públi-
co la obligación que le compete al estado en materia sanitaria. En esa época
existían dos programas –Medicare y Medicaid– implementados por el gobier-
no federal para cubrir las necesidades de los grupos sociales más desprotegi-
dos. Pese a ello, una estadística realizada en 1982 reveló que entre el 8 y el
11% de la población carecía completamente de asistencia médica. El resul-
tado de este debate fue un documento producido por la Comisión
Presidencial en Washington, titulado Securing Access to Health Care4 que, en
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 223
términos generales, proponía asegurar un decent minimum de atención sani-
taria a quienes no estaban en condiciones de acceder a la medicina privada
y no eran destinatarios de las dos coberturas existentes. En dicho documen-
to se explicaba que la Comisión se había fijado como meta garantizar un ac-
ceso para todos de un nivel adecuado de atención de la salud sin límites ex-
cesivos, aunque no se especificaba en qué consistía ese nivel adecuado. Este
documento dio origen a un intenso debate teórico en torno al derecho a la
salud. Dedicaremos el resto del capítulo a considerar esta idea dentro del
marco de las teorías de la justicia que le proporcionan sustento.

El derecho a la salud es de carácter negativo

Aquellos que defienden una concepción libertaria de la justicia sólo suelen


admitir la legitimidad de derechos negativos. El libertarismo –posición
que no debe confundirse con el liberalismo– reconoce antecedentes en la
tradición contractualista que se remonta al siglo XVII, en especial a los es-
critos políticos de John Locke, pero es en la última mitad del siglo XX
cuando toma perfil propio diferenciándose de las distintas variantes del li-
beralismo –como por ejemplo la que estudiamos en el capítulo 8, ofreci-
da por John Rawls–.
El liberalismo y el libertarismo comparten las siguientes tesis básicas:
1) El sujeto último de consideración moral es el individuo.
2) El individuo es poseedor de un conjunto de derechos básicos ina-
lienables.
3) La libre elección de planes de vida constituye un valor básico (Prin-
cipio de autonomía).
Sin embargo, los liberales y los libertarios defienden estas ideas de di-
ferente modo. Los primeros consideran que los derechos implícitos en las
dos primeras tesis sólo pueden garantizarse por medio de un Estado de-
mocrático que asegure a todos iguales oportunidades para el ejercicio de
sus derechos y de su autonomía. Por ello suelen defender el carácter positi-
vo de los derechos económicos y sociales. Los libertarios, en cambio, abo-
gan por un Estado mínimo, cuya única función consiste en proteger las li-
bertades básicas, siendo reacios a justificar políticas redistributivas. Robert
Nozick fue el autor más influyente de este grupo y, en el ámbito de la bioé-
224 BREVIARIO DE ÉTICA
tica, su teoría ha sido empleada para negar la existencia de un derecho al
cuidado de la salud.
En lo que sigue sintetizaremos las ideas básicas de la teoría de Nozick
para luego relacionarlas con algunos autores que abrevaron en ellas para
considerar el derecho a la salud.

La teoría del “justo título” de Robert Nozick

El objetivo prioritario de la teoría de Nozick, de inspiración lockeana, re-


side en la fundamentación del Estado mínimo. Sólo un Estado de esta ín-
dole está en condiciones de garantizar el cumplimiento de los únicos de-
rechos que el principio de autonomía permite legitimar: los derechos
negativos o de no interferencia. Para este autor los derechos son fronteras
que preservan las individualidades. La extensión y límites de cada fronte-
ra están determinados por el conjunto de objetos, materiales o espiritua-
les, poseídos por cada titular, de manera que el derecho básico resulta ser
el de la propiedad a cuya justificación están destinados los tres principios
de su “teoría del justo título”. Estos son:

1) Principio de adquisición originaria de pertenencias: Una adquisición


originaria es justa cuando cumple con la “estipulación débil de Locke”.
Esta establece que una apropiación originaria da lugar a un derecho
de propiedad cuando: a) no empeora la situación de quienes antes dis-
ponían libremente del objeto en cuestión; b) sí la empeora, pero el ac-
tual propietario compensa a los perjudicados de tal modo que la nueva
situación resulte equivalente a la anterior. De acuerdo con la “estipula-
ción débil de Locke”, alguien empeora su situación si: a) el objeto de
apropiación es necesario para la subsistencia; b) la apropiación se rea-
liza sobre toda la provisión disponible de ese bien; c) el monopolio so-
bre el bien en cuestión se da por causas no controlables por los indi-
viduos, como escasez natural o catástrofes.
2) Principio de transferencia: Establece los medios legítimos para transfe-
rir el derecho de propiedad sobre una pertenencia. La condición fun-
damental es que la transacción sea voluntaria para las partes involu-
cradas. Este principio también tiene una restricción: aún cuando la
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 225
adquisición original se haya hecho de acuerdo con el primer principio,
puede ser que las sucesivas transferencias den como resultado que al-
guien llegue a adueñarse de toda la provisión de un bien necesario pa-
ra la vida, lo cual vuelve ilegítima dicha transferencia, al menos que
exista una compensación.
3) Principio de rectificación de las injusticias: Estipula la necesidad de
compensar a quienes, en razón de la violación de alguno de los dos
principios anteriores, quedan en una situación comparativamente
peor de la que estarían si no se hubiera cometido dicha violación.5

Aparte de este último principio –que no resulta profundizado ni especifi-


cado– la teoría es fuertemente antidistributiva ya que no establece ninguna
pauta, fuera del mercado libre, para regular la distribución de los bienes so-
ciales. La única función del estado reside en velar por el cumplimiento de
los derechos derivados de los principios de justicia.

Salud y fortuna

Apoyándose en la teoría de Nozick, Tristan Engelhardt6 niega la existencia


de un derecho humano básico al cuidado de la salud. Afirmar tal derecho
implica avalar un reclamo legítimo hacia terceros, de modo que éste sería
exigible en justicia y demandaría el logro de los siguientes objetivos:

1) Proveer la mejor atención posible a todos.


2) Proveer igual atención a todos.
3) Asegurar la libertad de opción tanto en los servicios a ofrecer como
en los cuidados a recibir.
4) Controlar los gastos.

Sin embargo, estos objetivos se relacionan entre sí de modo conflictivo: no


es posible satisfacer el primero y el cuarto: la mejor atención posible para
todos no puede brindarse si deben controlarse los costos, circunstancia
que ninguna sociedad puede soslayar. Tampoco puede ofrecerse igual aten-
ción a todos si se pretende respetar la libertad de opción tanto de los agen-
tes de la salud como de los pacientes. Además, un sistema de salud que se
226 BREVIARIO DE ÉTICA
propusiera tales objetivos no condeciría con una sociedad democrática res-
petuosa de los derechos individuales y las decisiones personales ya que, en
primer lugar, los derechos individuales a la libre elección limitan la auto-
ridad de los Estados para apropiarse de los servicios de las personas. Si se
quiere asegurar a todos los ciudadanos una atención de igual calidad ha-
bría que obligar a los profesionales de la salud a trabajar en lugares o espe-
cialidades que el Estado considera necesarios, sin tener en cuenta sus pre-
ferencias personales; en segundo lugar, la propiedad privada pone freno a
la autoridad del Estado en la redistribución de los recursos; en último lu-
gar, una sociedad o una comunidad determinada puede preferir destinar
mayores recursos a otras áreas en detrimento de la sanitaria.
Por otra parte –y aquí reside la tesis medular de este autor– conside-
rar la atención de la salud como un reclamo justo conduce a juzgar la en-
fermedad como una injusticia. Ahora bien, esta afirmación es producto de
desconocer el papel que juega el azar en nuestras vidas. Muchas de las desi-
gualdades entre los hombres son el resultado de las loterías natural y so-
cial. Ambas crean diferencias sin crear obligaciones por parte de terceros.
La enfermedad es resultado de la lotería natural: el nacer con una malfor-
mación congénita o verse privado de salud durante un período de la vida
es un hecho infortunado, pero no injusto; de modo similar, hay gente que
es rica o pobre como efecto de la lotería social, sea porque ha tenido mala
suerte o porque ha carecido del talento o del interés necesarios para llevar
a cabo las empresas u asociaciones encaminadas al éxito, pero no a causa de
acciones u omisiones de terceros. En estas ocasiones no puede hablarse con
propiedad de justicia o injusticia, sino de buena o mala fortuna. Es cierto
que en algunas circunstancias hay quienes resultan desfavorecidos, pobres
o enfermos como resultado de las acciones de los otros. En tales casos sí se
trata de situaciones injustas que correspondería rectificar según el tercer
principio de Nozick. Pero el reclamo es desde el injuriado a la persona del
injuriador, no al conjunto de la sociedad –si bien le corresponde al Estado
forzar la restitución–.
Aunque Engelhardt admite que es dificultoso trazar la línea demarca-
toria entre lo injusto y lo infortunado, considera que éste es el único cri-
terio válido para aceptar reclamos legítimos en materia de salud, si no se
quiere convertir las necesidades de los individuos en demandas hacia ter-
ceros. Suponer que las necesidades crean derechos implica una violación
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 227
de los dos principios de Nozick, porque ello permitiría legitimar medidas
coactivas por parte del Estado hacia la propiedad o la libertad (en forma
de impuestos obligatorios para sustentar un sistema de salud pública, o de
leyes laborales que regulasen los servicios médicos y paramédicos, etc.).
Como no existen principios morales generales que permitan justificar un
derecho positivo a la salud, los intentos de inferirlo de una teoría ética ge-
neral resultan fallidos. En todo caso, afirmar la existencia de un derecho
positivo al cuidado de la salud depende más de cuestiones empíricas que
teóricas. Es cada comunidad particular la que tiene competencia en la ma-
teria. El que una sociedad determinada considere la salud en términos de
derechos y obligaciones es una decisión que sólo a ella le concierne, y que
debe ser juzgada desde su punto de vista moral particular. No hay nada de
inmoral en el hecho de que otra comunidad no reconozca ningún tipo de
derecho de esta índole. Ahora bien, en una sociedad democrática y plura-
lista, un sistema de salud basado en derechos o –más débilmente– en el de-
ber de beneficencia, tendrá su límite en los derechos individuales a la libre
contratación de los servicios y en los de propiedad; por ello, concluye, en
las democracias liberales el sistema más justo es el que regula el mercado ya
que maximiza la libre elección y minimiza las intervenciones estatales.
Podemos pensar algunas objeciones a la propuesta de Engelhardt. La
razón fundamental que lo conduce a rechazar un derecho a la atención de
la salud es la defensa de las libertades básicas y del principio de autono-
mía. Sin embargo, este último no resulta garantizado sólo a través de los
derechos de no interferencia: la autonomía también puede violarse por
omisión. El derecho a la vida y a la integridad no sólo comprende verse li-
bre de actos que puedan involucrar la muerte o lesiones, sino también te-
ner atención médica adecuada, abrigo, educación, etc. El ejercicio real –y
no meramente formal– de la autonomía requiere, además del respeto ha-
cia los derechos negativos, de ciertos bienes materiales y culturales que for-
man parte del patrimonio social porque sólo pueden ser producidos por
medio de la asociación y la cooperación y el cuidado de la salud es uno de
ellos, y estos bienes son los que se buscan asegurar mediante los derechos
positivos.
Quienes, como Engelhardt defienden al mercado libre como el regu-
lador más justo de las transacciones entre prestadores y consumidores sue-
len esgrimir los siguientes argumentos: en primer lugar, sostienen que de
228 BREVIARIO DE ÉTICA
esta manera los consumidores de salud están involucrados en las decisio-
nes de un modo más directo, lo que incrementa las ofertas produciéndose
una mejora en la calidad de los servicios. La variedad de opciones adiestra
al consumidor, quien aprende a elegir la mejor prestación. También afir-
man que el mercado se constituye en una barrera contra las corporaciones
al fomentar la competencia entre los proveedores. Además, como la ley de
la oferta y la demanda impide los sobreprecios y propicia el abaratamien-
to de los costos, produce un efecto democrático porque aumenta el núme-
ro de personas que están en condiciones de acceder a los servicios. Por úl-
timo, se supone que el mercado fomenta la creatividad y minimiza la
ingerencia del Estado estimulando la iniciativa personal y la libertad.
Sin embargo, en la vida real el mercado de salud no funciona de ese
modo. Frecuentemente está dominado por un monopolio en la oferta y la
demanda. La demanda puede ser creada artificial y deliberadamente, ma-
nipulando las necesidades. Por otra parte, las variaciones en los riesgos su-
ponen un motivo para que las compañías de seguros rehúsen brindar co-
bertura a las personas más necesitadas de asistencia médica. Además, los
que suministran cuidados médicos asesoran a los pacientes acerca de las
opciones de tratamiento y, cuando sus ingresos están vinculados a estos
consejos, el resultado puede ser un exceso en el tratamiento. El paciente
no es un verdadero consumidor, no está en condiciones de diferenciar en-
tre los distintos productos, compararlos y testear calidades, no puede ser
comparado a un agente racional que conoce sus preferencias, supuesto éti-
co básico del mecanismo del mercado.

La tesis del decent minimum

Allen Buchanan, filósofo de ascendencia marxista que participó en la con-


fección del mencionado documento Securing Access to Health Care, defien-
de un decent minimum al cuidado de la salud, pero no como un derecho
sino como un deber de beneficencia (o caridad), al que entiende como una
obligación colectiva que debe coordinar el Estado.
Este autor considera que las dificultades en torno a la idea de un de-
recho a la salud son insolubles, ya que el concepto de derecho requiere de
un contenido específico e involucra reclamos morales estrictos que no son
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 229
posibles de satisfacer para el caso de la salud; en cambio, la noción de be-
neficencia, más lábil, puede adaptarse con mayor facilidad a esta especie.7
Sus tesis pueden resumirse del modo siguiente: a) el concepto de de-
recho a la atención de la salud es problemático; b) no puede ser afirmado
adecuadamente desde la esfera de la justicia; c) el decent minimum a la
atención de la salud resulta mejor justificado si se lo entiende como un de-
ber de beneficencia obligatorio y coordinado por el Estado.

a) Si bien existe consenso entre los especialistas en defender un derecho


a un mínimo decente a la atención de la salud, hay, también, un gran
desacuerdo respecto a su contenido. Pese a ello, cualquiera podría ad-
mitir que dicha idea involucra estos dos aspectos: el decent minimum
es relativo a cada sociedad, es decir, su contenido dependerá de los re-
cursos sociales disponibles, así como también de cierto consenso otor-
gado por los ciudadanos; en segundo lugar, resulta una idea atracti-
va porque evita afirmar un derecho igualitario en sentido fuerte, en
cuyo caso todas las personas, sin discriminación y acorde con sus
necesidades, tendrían derecho a usufructuar de todos los servicios
disponibles. Esta alternativa es muy problemática porque, como las
necesidades sanitarias son ilimitadas, un sistema verdaderamente
igualitario deberá enfrentar la siguiente disyuntiva: o bien brindar a
todos la mejor calidad técnicamente posible, en cuyo caso el área de
la salud demandaría demasiados recursos en detrimento de otras, tam-
bién socialmente importantes; o bien bajar la calidad de los servicios
para que todos pudieran beneficiarse con ellos sin perjuicio excesivo
para el erario público. Si se opta por esta segunda opción, un derecho
igualitario requeriría prohibir a los individuos que estuvieran en con-
diciones de hacerlo gastar sus propios recursos para proveerse de aque-
llas prestaciones que no estuvieran disponibles para todos.
b) Los problemas enunciados se originan en la pretensión de otorgar al
decent minimum el status de un derecho. Como ya señalamos, reco-
nocer un derecho implica admitir que su infracción justifica sancio-
nes o acciones coactivas a fin de forzar su cumplimiento. De manera
que afirmar un derecho al decent minimum es más fuerte que afirmar
que todos deberían tener acceso por lo menos a cierto mínimo, y que
cualquier sociedad debería proveerlo siempre y cuando no le deman-
230 BREVIARIO DE ÉTICA
dase excesivos sacrificios. Debido a la fuerza moral que posee el con-
cepto de derecho, otorgar ese carácter al decent minimum al cuidado
de la salud, requiere una explicitación y delimitación de su contenido
que permita determinar qué requisitos satisface, en qué casos resulta
lesionado y qué relación guarda con otros derechos. Sólo una teoría
general de la justicia, que provea principios de los cuales derivar dere-
chos y establezca criterios para jerarquizarlos, podría satisfacer los re-
quisitos antedichos. Tal teoría no sólo debería mostrar por qué cierto
nivel de cuidado de la salud resulta indispensable, sino también pro-
porcionar pautas para establecer prioridades entre los diferentes servi-
cios de salud y justificar con razones convincentes las inevitables ex-
clusiones. Ahora bien, la salud no es la única candidata a reclamar el
status de derecho, ya que existen otros bienes también importantes,
como la educación, la nutrición, la vivienda.
c) Los problemas relacionados con la especificación de un derecho a la
salud evidencian que éste no puede ser justificado satisfactoriamen-
te desde la justicia. El concepto de derecho demanda excesivos com-
promisos teóricos; la noción de beneficencia, en cambio, es más dé-
bil ya que, como explicamos antes, los deberes de beneficencia no
tienen como correlato un derecho y por tanto, su contenido y su
destinatario dependen de la voluntad del agente. En esta caracterís-
tica se apoya Buchanan para considerar que la beneficencia cumple
mejor con los requisitos que demanda el decent minimum al cuida-
do de la salud. Pese a que no existe un derecho a la salud, es posible
afirmar un deber de proveer cierto nivel de asistencia, necesario pa-
ra llevar una vida tolerable. Se trata de un deber obligatorio que, lle-
gado el caso, puede ser forzado por el Estado. El argumento para de-
fender su obligatoriedad es el siguiente: En toda sociedad existen
ciertas normas que, si bien no se corresponden con ningún reclamo
legítimo, son sancionadas coercitivamente. Tal es el caso de la con-
tribución obligatoria a los bienes públicos, como la defensa nacio-
nal. Estas normas involucran principios distributivos, es decir, la
obligación de contribuir con recursos para beneficio de otros. Ade-
más, nuestras intuiciones morales nos advierten que tenemos un de-
ber de beneficencia (o caridad) hacia los más necesitados y que, en
una sociedad con recursos suficientes para restaurar algunos defec-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 231
tos importantes de la salud, el requerimiento de beneficencia inclu-
ye, entre otras cosas, la provisión de ciertas formas de atención de la
salud. Ahora bien, si la beneficencia se deja librada a la voluntad in-
dividual, no hay ninguna garantía de que los necesitados tengan la
ayuda que precisan; esto es especialmente cierto en cuestiones de sa-
lud: muchos de sus cuidados más importantes no pueden ser ade-
cuadamente provistos sin el concurso coordinado de muchas perso-
nas. Supóngase que mi sentimiento de caridad me induce a ayudar
a quienes padecen artritis; es razonable que yo crea que el modo más
efectivo de hacerlo es colaborando con un programa de ayuda al ar-
trítico, del que participen también otros contribuyentes; pero si no
tengo garantías de ello, lo racional para mí será canalizar mi benefi-
cencia de modo que la eficacia de su resultado no dependa de la
contribución de otros, ya que no deseo que mis esfuerzos se desper-
dicien. En este caso, preferiré regalar algunas cajas de aspirinas a las
cuatro o cinco personas artríticas que conozco. Ahora bien, si todas
las personas caritativas actuasen como yo, los resultados de sus em-
prendimientos resultarían mucho menos efectivos que si aunaran
sus esfuerzos en forma colectiva y coordinada. Por tanto, concluye
Buchanan, la única solución a esta suerte de paradoja que se le plan-
tea a una persona caritativa y racional es aceptar un mecanismo co-
ercitivo que sancione a los no contribuyentes. De esta forma cada
uno tendrá la seguridad de que otros contribuirán también y de que
su propia colaboración no será malgastada. La ventaja de justificar
el decent minimum en la beneficencia es que así se evita la compli-
cación de otorgarle un contenido, como es forzoso hacerlo si se lo
afirma como un derecho fundado en principios de justicia. En efec-
to, como ocurre con cualquier deber de beneficencia, el contenido
del decent minimum queda librado a la elección del agente; ahora
bien, como se trata de un deber forzado, lo único que se requiere es
establecer algún mecanismo social, público y justo a través del cual
se decida qué servicios deben ser provistos.
Esta propuesta tiene como objetivo proporcionar un nivel ade-
cuado de salud que permita, en términos de Buchanan, llevar una “vida
tolerable”. Ahora bien, la salud no es un bien divisible, no es posible dis-
tinguir entre salud básica y otra superior; las necesidades sanitarias no
232 BREVIARIO DE ÉTICA
admiten niveles: si alguien requiere un trasplante de corazón para se-
guir viviendo, los límites que el decent minimum podría imponer a la
tecnología de alta complejidad no le permitirán una vida tolerable si-
no que lo llevarían a la muerte. Este criterio de distribución posee
consecuencias inequitativas, ya que discrimina a los individuos según
su poder adquisitivo.

Un derecho universal e igualitario

Norman Daniels8 se ha propuesto extender la teoría de la justicia de John


Rawls a la institución sanitaria con dos propósitos centrales: fundamentar
un acceso universal e igualitario al cuidado de la salud y proporcionar un
modelo de justicia sanitaria basado en la equidad.
El criterio de equidad presenta problemas específicos cuando se lo in-
tenta relacionar con el acceso a la atención de la salud. No es sencillo de-
terminar qué se entiende por acceso equitativo ya que los servicios sanita-
rios no son homogéneos: algunos resultan más importantes que otros;
asimismo, las necesidades de la salud presentan una gran variabilidad y
resultan voraces desde el punto de vista de la economía, lo que impide sa-
tisfacer todas las demandas; además, compiten con otras necesidades: las
personas tenemos también necesidades educativas, de esparcimiento, cul-
turales, habitacionales, etc. ¿Cómo determinar criterios justos para estable-
cer prioridades entre estos requerimientos competitivos?
La estrategia ideada por Daniels consta de dos etapas: en la primera
propone un criterio objetivo para jerarquizar las necesidades y, en función
de ello, elabora una teoría de las necesidades de la salud, en la segunda eta-
pa aplica la teoría rawlsiana a la justicia sanitaria.

Necesidades relevantes y funcionamiento típico de la especie

No todas las necesidades tienen el mismo grado de importancia; algunas


se vinculan con proyectos contingentes y varían con relación a éstos; otras,
en cambio, permanecen a lo largo de la vida, como las de alimento, vesti-
do, ejercicio, descanso, compañía, etc. Éstas son las más significativas y
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 233
originan reclamos de justicia. ¿En qué reside su importancia? En que su sa-
tisfacción contribuye al normal funcionamiento del sujeto considerado como
miembro de una especie natural. Hay dos características que permiten iden-
tificarlas: son adscribibles de modo objetivo (independientemente de las
preferencias de los sujetos), y, si no están satisfechas, disminuye el normal
funcionamiento del individuo como miembro de la especie, ya que se re-
ducen sus oportunidades para alcanzar o revisar el plan de vida que se ha-
ya trazado. Daniels basa su criterio en la definición biomédica de salud y
enfermedad: salud es la ausencia de enfermedad y enfermedad es la desviación
de la organización funcional natural de un miembro típico de la especie.
El autor admite que esta definición no es unánimemente aceptada;
por ejemplo, la objetan, entre otros, quienes piensan que la noción de en-
fermedad es estrictamente normativa, y que se la considera una desviación
de las funciones normales dictaminadas por la sociedad. Pese a este tipo de
objeciones, decide emplearla porque cree que, a diferencia de otras, tiene
más posibilidades de aceptación a raíz de los métodos públicos proporcio-
nados por las ciencias biomédicas y, en última instancia, parece menos
controvertida que otras definiciones alternativas.
El criterio elegido sobre la base de la definición que estamos comen-
tando permite adscribir un carácter objetivo a las demandas sanitarias, in-
cluyéndolas en el conjunto de las necesidades que pueden considerarse bá-
sicas. Además, posibilitaría discriminar entre demandas relacionadas con la
salud, por ejemplo, llevaría a considerar la infertilidad y las narices disfun-
cionales como enfermedades, pero no así a un embarazo no querido o a una
nariz antiestética. En función de esto, Daniels propone la siguiente lista de
necesidades de salud: nutrición y abrigo adecuados; vivienda sanitaria e im-
poluta; ejercicio, descanso y otros rasgos de vida sana; servicios médicos
preventivos, curativos y rehabilitativos; servicios personales y sociales no
médicos. Todas ellas resultan necesarias para mantener, restaurar, prevenir
o compensar abandonos respecto al normal funcionamiento de la especie.

La salud y la igualdad de oportunidades

El próximo paso consiste en justificar los lineamientos normativos de una


teoría de la justicia sanitaria. Para ello Daniels acude, como habíamos di-
234 BREVIARIO DE ÉTICA
cho, a la teoría rawlsiana, y procura conectar las necesidades sanitarias con
el bien social primario de las oportunidades, distribuidas igualitariamente
por el segundo principio. Las personas enfermas o discapacitadas tienen
mermadas sus oportunidades, ya que, al constituir desviaciones de la orga-
nización funcional natural de un miembro típico de la especie, atentan
contra el rango normal de oportunidades abiertas a un individuo en una
sociedad particular. Obviamente, no sólo las enfermedades y discapacida-
des inciden en las oportunidades, que también resultan afectadas por los
talentos y habilidades. Pero, a efectos de la justicia sanitaria, lo que intere-
sa es mejorar las desigualdades provocadas por razones de enfermedad.
Daniels advierte que no es posible establecer una conexión directa entre el
concepto de oportunidad de Rawls y la salud; éste resulta demasiado es-
trecho, ya que está pensado sobre todo en función de profesiones y oficios.
Por tanto, propone ampliarlo, haciéndolo extensivo a las oportunidades de
alcanzar los planes de vida que la gente razonable pudiera tener en una so-
ciedad particular. Este rango normal de oportunidades en relación con los
planes de vida dependerá de las características particulares de cada socie-
dad: de su cultura, de su nivel de riqueza y de desarrollo científico y tec-
nológico. Es importante tener en cuenta que el alcance que revisten las
oportunidades normales en cada comunidad hace abstracción de impor-
tantes diferencias individuales que inciden en las oportunidades efectivas
de las personas. Por ejemplo, un maestro que requiere para su trabajo una
destreza manual mínima puede ver su oportunidad efectiva poco dismi-
nuida si la artrosis le ha deteriorado la movilidad de sus manos, en com-
paración con un pianista aquejado por la misma dolencia. Pero es inevita-
ble dejar de lado estas cuestiones cuando se intenta especificar principios
generales de justicia aplicados a determinado ámbito. Apelando al rango
normal de oportunidades abiertas a los individuos en una determinada so-
ciedad, se evita, entiende Daniels, evaluar la enfermedad y las necesidades
que deben satisfacerse en función de las concepciones personales del bien.
El objetivo está puesto en prevenir, curar o compensar aquellas enferme-
dades que involucran una reducción considerable en el rango normal de
oportunidades en función de los planes de vida que una sociedad conside-
ra razonables.
El autor admite que no sólo la enfermedad tiene incidencia negativa en
este modo de concebir la igualdad de oportunidades: los talentos y habilida-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 235
des y, en general, las determinaciones sociales y psicológicas también son de-
terminantes. Pero aquí se trata sólo de nivelar las desigualdades producidas
por la enfermedad o discapacidad. Las otras variables pueden tratarse de otro
modo, por ejemplo, a través de planes educativos que tengan como objeti-
vo la promoción de habilidades en los grupos desaventajados, etc.
El concepto ampliado de justa igualdad de oportunidades es el prin-
cipio rector que debe guiar las decisiones más relevantes en materia de jus-
ticia sanitaria. El mismo permite diferenciar las necesidades de las prefe-
rencias, fijar los límites de los servicios que el Estado tiene la obligación de
proveer y clasificarlos en orden de importancia, así como también orien-
tar la evaluación de nuevas tecnologías. Subsumir la institución sanitaria
bajo el principio de igualdad de oportunidades es un modo de acercarla al
modelo idealizado rawlsiano, con la diferencia de que aquí se toma en
cuenta a la persona con su funcionamiento pleno y su plan de vida com-
pleto, y no como mero agente de representación. De modo que pueden
distinguirse y jerarquizarse los cuatro niveles estándares de los servicios de
salud según la función que cumplan en la preservación del normal funcio-
namiento de la especie.

1) Medicina preventiva. Actúa para minimizar los efectos que puedan


alejarnos del criterio normativo provisto por el normal funcionamien-
to de la especie promoviendo la salud pública: medio ambiente sano,
servicios preventivos, alimentación adecuada, protección de las dro-
gas, educación sanitaria y nutricional.
2) Servicios curativos y rehabilitativos cuya finalidad es restaurar el nor-
mal funcionamiento de la especie.
3) Servicios médicos y paramédicos tendientes a compensar la pérdida
de capacidades físicas y psíquicas no demasiado severas, y en los pa-
cientes crónicos no graves. Este nivel, por ejemplo, obligaría a prove-
er sillas de ruedas a los paralíticos, lazarillos a los ciegos, insulina a los
diabéticos, etc.
4) Cuidados especiales hacia todos aquellos cuyo normal funcionamien-
to no puede ni curarse ni compensarse, como es el caso de los disca-
pacitados mentales graves, de pacientes con patologías crónicas muy
severas, y de enfermos terminales.
236 BREVIARIO DE ÉTICA
En síntesis, Daniels propone un sistema igualitario en el cual los criterios
para recortar gastos no discriminan a las personas por razones económicas,
posición social, de mérito o edad sino que atienden a una protección equi-
tativa de la igualdad de oportunidades para conquistar los proyectos indi-
viduales en las distintas etapas de la vida. En tanto el derecho al cuidado
de la salud es una especie de los derechos de los ciudadanos derivados de
la justa igualdad de oportunidades, no cualquier necesidad da lugar a re-
clamos legítimos, únicamente aquellas que puedan relacionarse con este
bien primario. Ahora bien, el sistema de salud sólo puede proteger la opor-
tunidad dentro de los límites impuestos por los recursos escasos y el nivel
tecnológico alcanzado por cada sociedad particular, de manera que la apli-
cación de la teoría en cada caso deberá realizarse teniendo en cuenta los
datos empíricos relevantes (sanitarios, económicos, demográficos, tecnoló-
gicos) que informen sobre su respectiva situación.
Este capítulo estuvo dedicado a presentar las posiciones más influyen-
tes sobre la justicia en la salud poniendo de relieve el status problemático
que posee la justificación de un derecho a la asistencia sanitaria. Cabe se-
ñalar, para concluir, que hemos transitado un terreno exclusivamente teó-
rico, sin considerar las posibilidades de éxito que tendrían estas teorías en
el momento de ser aplicadas. En este sentido no puede soslayarse que las
soluciones igualitaristas tendrán que enfrentarse con la espinosa cuestión
del racionamiento de los recursos, que, en función de las necesidades,
siempre resultan limitados.

Lecturas complementarias

Beauchamp, T. y Childress, J.: Principios de ética biomédica, Barcelona, Masson,


1999.
Vidiella, G.: El derecho a la salud, Buenos Aires, Eudeba, 2000, cap. 1 y 2.

Notas
1
Por ejemplo: Constitución de la Nación Argentina, Santa Fe-Paraná, 1994; De-
claración Universal de los Derechos Humanos, París, 1948; Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre, Bogotá, 1948.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 237
2Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1130 a.
3
John Stuart Mill, El utilitarismo, p. 90.
4 Securing Access to Health Care, Washington, DC, US Government Printing Office,

1983.
5 R. Nozick, Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, FCE, 1991.
6
T. Engelhardt, The Foundations of Bioethics, Nueva York, Oxford U.P., 1986.
7 A. Buchanan, “Justice and Charity”, en Ethics, vol. 97, abril de 1989, pp. 558-575.
8 N. Daniels, Just Health Care, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.
Capítulo 13
Globalización y derechos humanos

El proceso de globalización y la Declaración Universal de los De-


rechos Humanos de 1948. Ética universal y éticas particularistas.
¿Existe un globalismo ético y jurídico que vaya más allá de los de-
rechos positivos sancionados por cada Estado soberano? Los de-
rechos humanos básicos y el relativismo moral.

La ética contemporánea se ha enfrentado constantemente a un dilema que ha


buscado superar una y otra vez: presentar sus principios como universalmen-
te válidos con independencia de que éstos hayan sido elaborados y expuestos
por la filosofía occidental a través de sucesivas etapas de secularización. Esta
pretensión chocó siempre con la multiplicidad de los credos religiosos y, por
consiguiente, con los códigos morales más rígidos y estrechos que estos últi-
mos imponían a sus creyentes. Con la Declaración Universal de los Derechos
Humanos aprobada por la Asamblea de las Naciones Unidas en 1948 el dile-
ma fue aparentemente superado, ya que los derechos allí proclamados forma-
ban un marco de reglas generales que admitía tanto una pluralidad de creen-
cias como una amplia libertad en el ejercicio de éstas. Sorpresivamente a
partir de los años ochenta del siglo pasado en adelante, diversas corrientes
particularistas comenzaron a cuestionar abiertamente la validez y vigencia de
principios universales como respaldo tanto de una ética universalista como de
la misma Declaración de los Derechos Humanos. Desde entonces hasta la ac-
tualidad, el resurgimiento del fundamentalismo religioso, especial pero no ex-
clusivamente islámico, terminó por instalar un relativismo cultural que, de
ser admitido, minaría los cimientos de toda ética universalista y de todo có-
digo de derechos humanos universales.
240 BREVIARIO DE ÉTICA
El proceso de globalización de la economía que se aceleró en la últi-
ma década del siglo XX y en el comienzo del siglo XXI hasta la crisis de
2007/2008 en adelante, contribuyó decisivamente a profundizar una ten-
dencia a la fragmentación de los principios universales de una ética secu-
larizada, que de todos lados se intenta sustituir por reivindicaciones de las
identidades culturales, religiosas, nacionales y hasta grupales. Se trata, sin
duda, de una reacción frente a los procesos de racionalización de las socie-
dades tradicionales, ya estudiada desde comienzo del siglo pasado por los
sociólogos clásicos como Max Weber y Emile Durkheim, que arrastra a las
capas más desfavorecidas de la población por la transformación económi-
ca a aferrarse a sus credos más idiosincrásicos. Es necesario distinguir, sin
embargo, entre la globalización de un sector de la economía mundial, bá-
sicamente el mercado de capitales financieros y los grandes bancos, por
una parte, que fue liberado durante dos décadas de toda forma de regla-
mentación y control, y el resto de la economía mundial, principalmente el
comercio internacional, regulado por la Organización Mundial del Co-
mercio, por la otra. En otras palabras, no se puede afirmar sin más que hay
una globalización que incluya todas las actividades económicas y sociales
del planeta, sino que hay que distinguir globalismo de globalización. Mien-
tras que existe “globalismo” allí donde existen normas internacionales ex-
presas y ampliamente aceptadas por las ciento noventa y dos naciones que
pertenecen a las Naciones Unidas, los procesos de “globalización” están su-
jetos a diversas contingencias históricas y pueden expandirse, como ocu-
rrió hasta fines de 2007 con las finanzas internacionales, detenerse o, di-
rectamente, decrecer como ya ha ocurrido en varias oportunidades desde
comienzos del siglo XX y en la actualidad a partir del comienzo de la cri-
sis en 2007/2008.
¿Existe un globalismo ético y jurídico que vaya más allá de los dere-
chos positivos sancionados por cada Estado soberano? En la última déca-
da a partir de la publicación del libro del gran filósofo norteamericano
John Rawls, El derecho de gentes, esta cuestión ha sido ampliamente deba-
tida por la filosofía moral y política actual. Quienes reafirman la vigencia
de unos principios internacionales válidos para todos los pueblos se divi-
den en dos grandes grupos: los que proponen una sociedad de los pueblos
factible de ser realizada, que se regiría por ocho principios fundamentales,
citados a continuación, y quienes sólo aceptan la vigencia de un orden
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 241
normativo supranacional basado en los derechos humanos individuales,
por encima y sin consideración de los Estados nacionales, los así llamados
cosmopolitas. Los principios propuestos por Rawls son los siguientes:

1. Los pueblos son libres e independientes y su libertad e independencia


deben ser respetados por los otros pueblos.
2. Los pueblos deben observar los tratados y compromisos.
3. Los pueblos son iguales y son partes de los acuerdos que los ligan.
4. Los pueblos deben observar el deber de no intervenir.
5. Los pueblos tienen el derecho de autodefensa pero no el derecho de
instigar la guerra por razones distintas de la autodefensa.
6. Los pueblos deben respetar los derechos humanos.
7. Los pueblos deben observar ciertas restricciones estipuladas en la con-
ducción de la guerra.
8. Los pueblos tienen un deber de asistir a otros pueblos que viven bajo
condiciones desfavorables las cuales impiden que tengan un régimen
político y social justo o decente.

El conjunto de estos principios, con excepción del octavo, corresponde en


términos generales a normas perentorias del derecho internacional (jus co-
gens de los juristas), que se han ido imponiendo durante el desarrollo del
siglo pasado y especialmente a partir de la creación de las Naciones Uni-
das. Las mayores controversias han sido provocadas por la interpretación
de los principios sexto y octavo que proponía el mismo Rawls. Para él, los
derechos humanos a los que se refiere el artículo sexto son aquellos consi-
derados básicos, del número 3 al 18 de la Declaración, que garantizan la
integridad y la libertad de todos los seres humanos que pertenecen a una
sociedad civilizada (“decente” en la terminología de Rawls) y políticamen-
te organizada, pero no necesariamente una igualdad completa, como las
sociedades liberales, ni una paridad de cultos, como las democracias libe-
rales en las que el Estado es neutral con respecto a las creencias. Rawls ha-
ce lugar de este modo a la incorporación de Estados no liberales ni demo-
cráticos, en los que existe una religión monopólica y un orden político
jerárquico no democrático, pero que se guía por una idea del “bien co-
mún” y no ejerce un poder dictatorial sobre sus ciudadanos. Una sociedad
ideal islámica, por ejemplo, que tiene un sistema imparcial de justicia, res-
242 BREVIARIO DE ÉTICA
peta los derechos humanos básicos y no tiene fines agresivos, implícitos o
expresos, debe formar parte de la sociedad de las naciones y estar al abri-
go de cualquier intervención externa.
La propuesta rawlsiana se ubica en un lugar equidistante del tradicional
realismo jurídico y político en materia internacional, para el que el único de-
recho válido es el derecho positivo soberano de cada Estado en particular,
por un lado, y del cosmopolitismo, que postula un estricto universalismo
moral de derechos para todos los individuos del planeta, sin distinción de
nacionalidad, raza o sexo, exclusivamente en base a los derechos huma-
nos en sentido amplio y por encima de los Estados soberanos, por el otro.
Precisamente por ello Rawls denominó su propuesta como “una utopía rea-
lista”, puesto que se oponía por igual a un rígido realismo, cuya visión de
la política es puramente estratégica en vista del puro interés nacional, y a
un utopismo moral que hace caso omiso de las instituciones nacionales e
internacionales establecidas a lo largo de dos centurias.
La posición de Rawls es sin duda la más afín al desarrollo del dere-
cho internacional desde la creación de la Liga de las Naciones en 1919,
la recreación de un pacto internacional multilateral y la sanción de sus
principios fundamentales en la Carta que dio nacimiento a las Naciones
Unidas, la proclamación de los Derechos Humanos en 1948 y su adop-
ción mediante sendas Convenciones en 1966 y, más recientemente, la
aprobación del Tratado de Roma en 1998 que creó el Tribunal Penal
Internacional para juzgar los crímenes de genocidio y de lesa humani-
dad. Tras el planteo filosófico de una Sociedad de los Pueblos, que pon-
dría en práctica la idea kantiana de una federación de naciones para la
paz, existe también una predicción de carácter empírico que ha suscita-
do una interminable discusión entre los investigadores en ciencia políti-
ca, cuyos ataques ha resistido exitosamente hasta la fecha. La predicción
fue expuesta por el propio Kant, quien sostuvo que las democracias (re-
públicas) no entrarían en guerra entre sí. Las series elaboradas durante
más de doscientos años demuestran que efectivamente las naciones en
las que impera el buen gobierno democrático con su división de poderes
y su rechazo de todo autoritarismo despótico no han guerreado entre sí,
por mayores que hayan sido los conflictos. Esta idea, pues, de la paz por
las buenas razones es la que Rawls ha reivindicado para el mundo del si-
glo XXI.
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 243
El núcleo de los derechos enumerados en los artículos tercero a deci-
moctavo de la Declaración de los Derechos Humanos es fundamental pa-
ra la protección de la vida, la integridad y la emancipación de toda forma
de esclavitud de las personas (art. 3°, 4° y 5°); para asegurar la igualdad an-
te la ley, para garantizar la libre disponibilidad de su persona sin causa pre-
via basada en una ley preexistente al acto que se le imputa, (art. 7°-10°),
etc. El artículo decimoctavo, por último, estipula un derecho que ha esta-
do en el centro de graves y cruentos conflictos en el mundo desde siempre
pero fuertemente recrudecidos en las últimas dos décadas:

Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de con-


ciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar
de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su re-
ligión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en públi-
co como en privado, por la enseñanza, la práctica , el culto y la ob-
servancia.

Este artículo chocó desde el momento en que fue formulado con la abier-
ta oposición de las naciones islámicas, que se abstuvieron al momento de
su aprobación. De hecho, la Declaración de El Cairo sobre los derechos hu-
manos en el Islam (1990) afirma desde su prefacio que la civilización islá-
mica es superior a todas las demás, puesto que ha dado al mundo una ci-
vilización en la que existe una armonía entre esta vida y el más allá y que
combina el conocimiento y la fe. En el resto de los artículos se condicio-
na cada uno de los derechos humanos a las prescripciones de la sharia. Por
la misma época, la Declaración de los gobiernos asiáticos en la Conferencia de
Bangkok (1993) afirmó enfáticamente que “los derechos humanos deben
ser considerados en el contexto de un proceso evolutivo y dinámico del es-
tablecimiento internacional de normas, teniendo presente la significación
de las peculiaridades nacionales y regionales y los diversos trasfondos his-
tóricos, culturales y religiosos”. Así se dio nacimiento a la ambigua noción
de los “valores asiáticos”, bajo la cual básicamente se atacaba la universali-
dad de los derechos humanos como un producto de la civilización occi-
dental y de sus prejuicios individualistas. Menos institucionalizada y más
difusa se ha instalado también en América Latina una ideología relativista
que antepone ciertos “valores autóctonos de los pueblos americanos” a los
244 BREVIARIO DE ÉTICA
principios enunciados en el núcleo básico de los derechos humanos. Así en
la reciente Constitución aprobada en Bolivia se sanciona la vigencia de un
“pluralismo jurídico” que pone en pie de igualdad el derecho positivo de
ese Estado con el derecho consuetudinario de diversos pueblos indígenas
de ese país. Cada uno de estos códigos no escritos se asienta sobre valores
diferentes, a menudo divergentes. Algunos aprueban penas de tortura, co-
mo flagelaciones, lapidaciones, etc., mientras otros las prohíben.1
De este modo, el relativismo cultural y ético, que se suele presentar
como un movimiento liberador de opresiones externas, en los hechos se
propone retrotraer el estado jurídico de las personas a una época anterior
a la creación de las grandes organizaciones internacionales, en la que la
apelación a la soberanía enmascaraba las atrocidades y matanzas más ex-
tremas, como ocurrió en Alemania y en la ex Unión Soviética y como ha
vuelto a ocurrir en la ex Yugoslavia. Por el contrario, como también lo pos-
tula Rawls en su principio sexto, en las últimas tres décadas mediante la
presión ejercida por Organizaciones No Gubernamentales, países de larga
y probada tradición democrática y de defensa de los derechos humanos y,
en general, la opinión pública democrática mundial, se fue obteniendo
una progresiva institucionalización de los derechos humanos a través de la
creación de comisiones y tribunales internacionales ad hoc, de orden regio-
nal, como la Corte Interamericana de San José de Costa Rica o la Corte
Europea de Estrasburgo, y, a partir de 1998, el Tribunal Penal Internacio-
nal de La Haya, dedicado a perseguir crímenes de lesa humanidad y de ge-
nocidio que no fuesen juzgados por los estados nacionales. La universali-
dad teórica, en el plano moral, de los derechos humanos es, de este modo,
llevada a la práctica jurídica por órganos de competencia supranacional, es
decir, por encima de las soberanías estatales.
En la segunda parte de la Declaración están enunciados los derechos
económicos y sociales, especialmente en los artículos que van del vigésimo
segundo al vigésimo sexto. Se trata de aquellos derechos positivos que se fue-
ron incorporando a lo largo del siglo XX en la legislación laboral y social de-
sarrollada en los denominados estados de bienestar de los países europeos y en
los Estados Unidos durante el New Deal de F. D. Roosevelt. Desde un co-
mienzo hubo dos claras interpretaciones antagónicas de estos artículos, cada
una de ellas provenientes de concepciones enfrentadas que se prolongan has-
ta la actualidad. Por un lado, quienes más bregaron por la adopción de esos
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 245
artículos, como el jurisconsulto francés René Cassin, Premio Nobel de la Paz
en 1968, que fue el vicedecano de la Comisión redactora de la Declaración,
tenían una concepción integral de todos los derechos, tanto civiles y políti-
cos como económicos y sociales, considerándolos situados en un mismo ni-
vel y sostenidos por un mutuo apoyo. Por el otro, los representantes de
Estados Unidos, en donde desde el ascenso al poder del partido republicano
en 1952 corrían nuevos vientos, siempre sostuvieron que tales artículos só-
lo expresaban aspiraciones y, a lo sumo, expectativas futuras más o menos
fundadas para los países menos desarrollados, cuyo efectivo cumplimiento
no podía ni debía ser coactivamente impuesto. De modo consecuente, los
Estados Unidos nunca ratificaron la Convención Internacional que procla-
mó la vigencia de estos derechos en diciembre de 1966. Aquí el adversario
de los derechos enunciados en los artículos vigésimo segundo al vigésimo
sexto, dedicados a garantizar la seguridad social, el trabajo, el seguro de de-
sempleo, el cuidado de la salud, la educación básica gratuita, etc., no es el
relativismo sino más bien una corriente del universalismo que adhiere firme-
mente a los derechos humanos civiles y políticos pero rechaza con la misma
firmeza que existan derechos positivos como los enunciados en tales artícu-
los, los que deberían ser solventados por el Estado mediante exacciones ba-
jo la forma de impuestos a los ciudadanos. El representante más destacado
de este nuevo libertarismo ha sido el filósofo estadounidense Robert Nozick,
fallecido en 2002, quien articuló detalladamente esta concepción individua-
lista en su libro más famoso, Anarquía, Estado y utopía.
En oposición al libertarismo, quienes defienden la validez en tanto
derechos de los enunciados en los artículos 22° y siguientes, se diferen-
cian a su vez en dos posiciones centrales: la primera es la que Rawls sin-
tetizó en su principio octavo que cierra la serie, el cual formula un “deber
de asistencia” en beneficio de los pueblos lastrados por circunstancias des-
favorables, temporales o duraderas. Este deber, sin embargo, no es perma-
nente, sino que se limita a restaurar unas condiciones normales de vida
para el pueblo afectado por situaciones de extrema carencia o por catás-
trofes naturales, de modo que éste pueda recuperar su autogobierno y su
autodeterminación. Los pensadores enrolados en el cosmopolitismo, co-
mo Charles Beitz y Thomas Pogge, en cambio, insistieron en sostener que
las diferencias nacionales no debían ser óbice para satisfacer las necesida-
des de todos los habitantes del planeta por encima de las fronteras, por lo
246 BREVIARIO DE ÉTICA
cual se debía encontrar una forma de distribuir los ingresos de los países
más ricos en beneficio de los más pobres que cubriese esas necesidades sin
limitación de tiempo.
Una posición más reciente, equidistante de las dos anteriores, elabora-
da por algunos economistas y filósofos, ha puesto el acento en la profundi-
zación y ampliación del comercio justo en el ámbito global, especialmente a
través de las rondas de negociación de la Organización Mundial del Co-
mercio, como la actual ronda de Doha, a fin de ampliar las oportunidades
de crecimiento de los países en desarrollo y de los más pobres. Una amplia-
ción de las exportaciones, en especial de los productos primarios que estos
países cultivan, y una rebaja generalizada de las barreras a la importación y
de los subsidios para los productores domésticos por parte de los países desa-
rrollados multiplicarían sustancialmente no sólo el crecimiento interno si-
no también las oportunidades de educación y perfeccionamiento de la po-
blación de los países menos desarrollados. A su turno, una mejora en la
capacitación y en el desarrollo humano de los pueblos menos desarrollados
trae aparejado un aumento en la autoestima y en la dignidad de sus miem-
bros, que influye de modo directo en la conciencia de sus derechos civiles
y políticos y, como consecuencia, en el reclamo por la vigencia efectiva de
estos últimos. De este modo, los derechos humanos económicos y sociales,
de un lado, y los civiles y políticos, del otro, se refuerzan y acompañan mu-
tuamente en el proceso de su institucionalización.
En resumen, como se ha señalado al principio de este capítulo, la glo-
balización de las últimas dos décadas estuvo causada por el incremento ex-
ponencial de las nuevas tecnologías de la comunicación y del transporte,
por una parte, y por la expansión de los mercados financieros, liberados de
todas las trabas anteriormente existentes en los mercados domésticos, por
la otra. Esta formidable expansión y este crecimiento desenfrenado de
nuevos instrumentos financieros produjeron una sucesión de burbujas
que, al estallar, arrastraron a grandes compañías e institutos bancarios a la
quiebra y al mundo a una grave crisis. Ésta ha puesto de manifiesto que
dicha globalización más bien ha sido un obstáculo y no un aliciente para
un real globalismo. No hay, en efecto, globalismo sin justicia global, y és-
ta solamente puede existir por una efectiva vigencia de los derechos huma-
nos, garantizada por una institución internacional que sea una efectiva
confederación de naciones por encima de las soberanías nacionales. Tal si-
OSVALDO GUARIGLIA Y GRACIELA VIDIELLA 247
tuación será sólo factible de alcanzar, sin embargo, cuando los propios ciu-
dadanos, es decir, los miembros de la sociedad civil global, se convenzan
de que deben adherir a la vigencia incondicionada de los derechos huma-
nos y rechazar todo relativismo cultural que los restrinja o los cuestione,
por muy sagrados o sublimes que se consideren los valores a los que se ape-
le para tal finalidad.

Lecturas complementarias

Guariglia, O.: En camino de una justicia global, Madrid-Barcelona, Marcial Pons,


2010.
Pogge, T.: La pobreza en el mundo y los derechos humanos, Buenos Aires, Paidós,
2006.
Rawls, J.: El derecho de gentes, Buenos Aires, Paidós, 2000.
Sen, A.: Desarrollo y libertad, Buenos Aires, Planeta, 2007.
Stiglitz, J.: Comercio justo para todos, Madrid, Taurus, 2007.

Notas
1
Véase C. Escudé, La Nación, 12 de mayo de 2009.
Bibliografía

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ESTA EDICIÓN DE 2.500 EJEMPLARES
DE BREVIARIO DE ÉTICA SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EN KALIFON S.A., HUMBOLDT 66, RAMOS MEJÍA,
BUENOS AIRES, EL 19 DE ABRIL DE 2011

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