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930)
Patricio Lazo
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
1. INTRODUCCIÓN
La ley Nº 20.930, de reciente promulgación, es la norma que crea el llamado derecho
real de conservación, al que define como “la facultad de conservar el patrimonio ambiental
de un predio o ciertos atributos o funciones de éste”. Este nuevo derecho real parece
reclamar para sí un carácter iusprivatístico, siendo este un aspecto sobre el cual la doctrina
ha venido coincidieno, ya desde los inicios de la tramitación del proyecto y que ha
remarcado recientemente, con ocasión de la publicación de la norma (Ubilla, 2003;
Peñailillo, 2010; Corral, 2016).
La incardinación de esta institución dentro en la familia de derechos reales cuyo
régimen jurídico se encuentra, en la mayoría de los casos, en el Código civil, es
evidentemente un síntoma acerca de la proximidad de esta nueva figura al ordenamiento
iusprivatístico. Mirado desde un punto de vista metodológico, se trata de un hecho que, por
sí solo, pone de manifiesto la perspectiva en la cual deberá situarse el intérprete cuando
deba abordar los problemas a los que esta figura dé lugar. La implicancia más obvia tiene
que ver con el hecho de que aquél deberá reconocer un ordenamiento de base que proveerá
al instituto de un conjunto de reglas supletorias a las que se habrá de echar mano una vez
que las reglas propias del instituto, o bien sean insuficientes para dar respuesta al problema,
o bien requieran interpretarse sistemáticamente –si es que nos atenemos a una de las reglas
de interpretación del derecho civil, o bien sus lagunas requieran ser colmadas. Y aquí
surgirá desde luego un problema, dado la propia ley que crea este instituto establece que en
lo no dispuesto por ella se aplicarán supletoriamente las normas de la Ley de Bases del
Medioambiente, al mismo tiempo que remite algunos aspectos de su régimen jurídico a
ciertos artículos del Código civil. Esto último lo hace en dos ocasiones: la primera, al hacer
aplicables (art. 1 inc. 3º) “en lo que fuere procedente” los artículos 826, 828, 829 y 830 del
Código civil, que son normas específicas de las servidumbres. La segunda ocasión tiene
lugar a propósito de la disciplina de los efectos de la terminación del derecho real de
conservación (art. 12), en que se hacen expresamente aplicables los artículos 904 a 914 del
Código civil a propósito de las prestaciones mutuas a las que diere lugar esta circunstancia.
Si, por consiguiente, no parece haber mayores motivos para dudar de la cercanía con el
derecho privado que asume esta institución, como tampoco parece haber duda en que su
denominación como derecho real permite al propio legislador hacer aplicables preceptos
específicos de aquellos regulados en el Código civil, entonces no debiese haber problema
en su denominación como tal. Sin embargo, la reglamentación de la facultad de
conservación como derecho real admite plantearse algunas preguntas que apuntan,
precisamente, en la dirección de su grado de participación en los caracteres principales de
aquello que en derecho civil es denominado derecho real.
2. ¿UN DERECHO REAL ATÍPICO O ANÓMALO?
A qué debamos llamar un derecho real podría, en principio, tener tres respuestas
posibles. La primera diría que, ya que los derechos reales son de reserva legal, entonces es
derecho real aquello que la ley designa como tal, con independencia de su configuración.
Una segunda respuesta podría prescindir de la creación por parte de la ley del derecho en
cuestión y exigiría, adicionalmente, la participación del instituto en un conjunto de
características que se dirían propias de los derechos reales. Bajo esta premisa, se hablaría de
derechos reales atípicos. Finalmente, una tercera posición admitiría que si una norma
designa a una institución como un derecho real y se constata, además, que su participación
en las características de los derechos reales no cumple con ciertos mínimos, ello no obstaría
a su consideración como derecho real, aunque sí como uno anómalo. Esta tercera
perspectiva es la que proponemos como perspectiva de nuestro análisis.
Por una parte, declara establecerse un derecho real y es esta una afirmación que no
puede ser pasada por alto. Además, la ley hace aplicables a la extinción de este nuevo
derecho real, aquellas causas generales de los derechos reales, aparte de otras específicas
(art. 12), lo que viene a sumarse a las normas de aplicación supletoria a las que ya antes
hacíamos referencia. Asimismo, la ley somete la producción de los efectos de contrato
constitutivo de este derecho real a su inscripción en el Conservador de Bienes Raíces, en el
registro de Hipotecas y Gravámenes (art. 5 inc. 2º y 8 Nº. 1).
Sin embargo, puede observarse que las acciones que se conceden al titular a efectos de
su protección, todas derivan del contrato constitutivo. Esto se debe a que, en gran medida,
la configuración de este contrato queda entregado la voluntad de las partes, sin perjuicio de
lo que dispone el art. 6, que dispone un contenido mínimo de gravámenes o prohibiciones.
Por lo pronto, ninguna norma en la ley 20.930 se refiere al derecho específico de
persecución del derecho, de modo que toda perturbación que afecte no solo a la
conservación del predio, como lo podría ser la usurpación, quedaría entregada al régimen
general de acciones dominicales.
En definitiva, ¿tienen carácter real las acciones de que dispone el titular del derecho de
conservación?
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contenga gravámenes genéricos, o bien consistentes en cumplir normas vigentes, o bien que
no se ajusten a lo dispuesto en la ley. Luego, salvo los que se acaban de señalar como
prohibidos, pueden las partes acordar las obligaciones que estimen necesarias para la
configuración de la facultad de conservar.
En este punto, y solo remitiéndonos a las cláusulas contractuales tipificadas en la norma,
veamos de cargo de quién son tales gravámenes. La ley no lo dice y uno podría esperar que
estuviesen a cargo del dueño del predio, pero la redacción de esta parte de la norma parece
conducir a otra conclusión.
Si, por ejemplo, examinamos el gravamen contenido en la el Nº 1 del art. 6 consistente en
la “prohibición o restricción de destinar el inmueble a uno o más determinados fines
inmobiliarios, comerciales, turísticos, industriales, de explotación agrícola, forestales o de
otro tipo”, resulta pertinente preguntarse cuál de las partes del contrato estaría interesada en
limitar las posibilidades de usar el inmueble de una manera que afecte la conservación del
mismo. A primera vista, parecería que fuese el dueño de éste, pero se trataría de una
impresión equivocada, porque el solo hecho de celebrar voluntariamente el contrato
constitutivo constituiría una manifestación clara de su interés en la conservación, la que
sería incompatible con la destinación del inmueble a otros fines. Además, el inciso 5 de la
norma en estudio declara la ilicitud de actos que impidan, obstaculicen o perjudiquen el
ejercicio de este derecho de conservación, de lo que se sigue que si los actos descritos en el
Nº 1 pueden calificarse como constitutivos de impedimento, obstaculización o perjuicio,
entonces no se requeriría una cláusula contractual que la impidiera, porque ya han sido
declarados ilícitos por la ley y, por lo tanto, se encuentran no solo prohibidos, sino que por
la sola aplicación de las normas generales, aquellos que consisten en actos jurídicos
adolecerían de nulidad absoluta. Por consiguiente, si no puede decirse que el destinatario de
la prohibición sea el dueño del predio, no hay otra opción que señalar al titular del derecho
real de conservación como el destinatario de la prohibición y, por consiguiente, como el
obligado.
A su turno, los números 2 y 3 del art. 6 dan cuenta de obligaciones positivas: en primer
término, el “hacerse cargo o de contratar servicios para la mantención [sic], limpieza,
descontaminación, reparación, resguardo, administración o uso y aprovechamiento
racionales del bien raíz” y, en segundo término “ejecutar o supervisar un plan de manejo
acordado en el contrato constitutivo, con miras al uso y aprovechamiento racionales de los
recursos naturales del inmueble gravado, dentro del marco de un uso sostenible de los
mismos”. Ambas obligaciones parecen también ser de cargo del titular del derecho. No
sería lógico que un dueño, interesado en destinar un predio a su conservación, buscase una
contraparte para obligarse ante ella a mantener, limpiar, descontaminar o reparar dicho
predio, como también parecería absurdo obligarse a ejecutar y acordar con un tercero un
plan de manejo, como el descrito. Sería algo extraño regular una hipótesis tan improbable.
De lo dicho se sigue que el titular del derecho real de conservación es contraparte en un
contrato, en virtud del cual habrá de responder indemnizando a su contraparte si no cumple
con las obligaciones pactadas en el contrato que constituyó su derecho real. Por
consiguiente, queda en pie la pregunta inversa, esto es, cómo podría configurarse un
derecho real a conservar, a favor del titular, si, como hemos visto, el contrato constitutivo
de este derecho real bien podría limitarse establecer obligaciones exclusivamente a cargo
del titular. Más bien parece que la ley conduce a una aporía: ahí donde debiese existir un
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derecho a reclamar un determinado goce del bien y hacer que éste sea oponible a todos, lo
que nos aparece en su lugar es más bien un conjunto de obligaciones contraídas por quien,
en apariencia, debiese detentar la posición contraria. ¿En qué medida, pues, podemos seguir
hablando de un derecho real?
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las facultades de conservación no solo las servidumbres activas del predio que preexistían a
la constitución del derecho real, sino también aquellas pasivas constituidas con
posterioridad, las que no podrán vulnerar este derecho (art. 6 inc. 3º). Por la misma razón,
se establece que “tratándose de derechos reales convenidos con posterioridad, prevalecerá
el derecho real de conservación” (art. 11 inc. 2º), salvo al Estado, que podrá en todo caso
expropiar el inmueble, extinguiendo de esta forma el derecho constituido sobre él (art. 11
Nº3).
Pero ahí donde se manifiesta de manera palmaria el carácter real del derecho del titular es
en una hipótesis contemplada sólo parcialmente en la norma jurídica, y que se refiere al
ejercicio del derecho de conservación. En efecto, la ley declara que el derecho de
conservación es inseparable del predio de a la parte de éste gravada a dicho fin (art. 3 inc.
2º), aunque es distinto del dominio (art. 3 inc. 1º). Por consiguiente, si la tenencia del
predio en virtud del derecho de conservación no obsta al dominio, sí, en cambio, la tenencia
del dueño después de la constitución del derecho real de conservación (y de su inscripción),
sí puede obstar a la efectivo disfrute del derecho de conservación. Y más aún, la tenencia
del predio por parte de un tercero afectaría los derechos de ambos. De modo que la
pregunta que no viene respondida en la ley es acerca de cuál es la acción de la que
dispondría el titular del derecho de conservación en el supuesto que, después de constituido
el derecho real, el dueño impidiere a aquel la entrada al predio para el comienzo de su
disfrute. Si nuevamente recurrimos al art. 6 inc. 5º, según el cual “no es lícito al propietario
impedir, obstaculizar o perjudicar el ejercicio de este derecho”, obtenemos la respuesta a la
primera hipótesis: en tal supuesto el titular del derecho real dispondría de una acción real
innominada contra el dueño, para obtener la tenencia de la cosa y disfrutar del derecho real
de conservación. Como hemos visto, el fundamento para proponer esta acción serían las
normas hasta ahora citadas, de modo que la titularidad del derecho real se manifestaría en el
derecho a perseguir el predio, a fin de ejercer la facultad de conservar. Y si la hipótesis
fuere la posesión por parte de un tercero, entonces no podríamos más que admitir
subsidiariedad de esta acción respecto de la reivindicatoria del dueño, ya que no habría
modo de fundar en el texto de la ley una preferencia por la acción del titular del derecho
real en desmedro de la acción del dueño.
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BIBLIOGRAFÍA