Ruina, restos y potencia en escrituras contemporáneas
Ana Neuburger Universidad Nacional de Córdoba / SECYT
El viento no aliviaba; soplaba caliente
como el aliento del diablo Selva Almada - El viento que arrasa (2013)
La emergencia de espacios derruidos, la presencia de materiales precarios y
descartables, la discontinuidad como procedimiento para construir una imagen del mundo contemporáneo, la basura y los restos: todos estos elementos recorren algunas de las ficciones argentinas del último tiempo. Más que el sentido de agotamiento y decadencia que presentan estas imágenes, quisiéramos pensar que precisamente ahí se ensayan otros modos de permanencia e inscripción del presente. A partir de la configuración de paisajes sometidos a la descomposición y el abandono es posible detectar un desplazamiento en el imaginario estético contemporáneo que hace de esos restos el punto de partida y el lugar preciso desde donde relanzar un hacer. Nos preguntamos a partir de la lectura de El viento que arrasa de Selva Almada y Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued ¿de qué modo se figura el paisaje en estas narrativas? ¿Qué relación guarda con los restos? ¿Qué vínculo traza con las imágenes y la memoria? Más que la destrucción o agotamiento, quisiéramos pensar que en los restos se cifra la composición del paisaje contemporáneo. Hay, en los espacios de estas ficciones, una operación de fragmentación que vuelve precisamente sobre materiales precarios, sujetos por un lado a la caducidad y pero también a la resistencia. Paisaje, entonces, no es el telón de fondo ni el clima de la novela, sino un agente más que transforma el curso de los acontecimientos. Al costado de una ruta desértica del Chaco se sitúa El viento que arrasa (2012), un paraje inhóspito que reúne al reverendo Pearson y su hija Leni, detenidos en su viaje evangelizador a partir de una falla automovilística, y el gringo Brauer y Tapioca, el mecánico y su ayudante que repararán el auto. El carácter desolador del paisaje es el resultado, en la novela de Almada, de una extensión de monte seco, del sol arrasador, de la construcción precaria en la que viven Brauer y Tapioca y de un cementerio de autos rotos y oxidados. “Cada tanto un árbol negro y torcido, de follaje irregular, sobre el que se posaba algún pájaro que parecía embalsamado de tan quieto” (Almada, 76). Al llegar al taller, la atmósfera de tierra y transpiración se impregna en los cuerpos de Leni y el reverendo. La composición del paisaje encuentra en la novela un anudamiento: el sitio abandonado, prácticamente desértico y la basura. Ambos elementos se tornan el medio que da forma al presente de la escritura. La visión oscila entre el monte, la plantación de algodones, la chatarra amontonada, o se encuadra en el vidrio de un auto cubierto de polvo. El conjunto de estos elementos compone una imagen recortada, un trozo, un fragmento del espacio. El paisaje, en tanto “trozo de la naturaleza” (Simmel), supone una fragmentariedad allí donde la naturaleza se piensa como unidad. De ahí que resto y paisaje se encuentren tan próximos, como una operación de fragmentación de un mundo, como emergencia de la imagen de una ruina, en el movimiento que significa arrancar un trozo de aquello que no puede ser sometido a la separación, produciendo un arco de tensión entre unidad y fragmentación. Nos encontramos, entonces, ante “un tipo de representación visual y narrativa”, que opera y se torna legible a partir de los restos que esparcieron las historias sobre la superficie. Las tensiones que comienzan a producirse entre el reverendo y El Gringo se trazan a partir del binomio religión/naturaleza. En Brauer, los pensamientos elevados suponen un desvío frente a “las cosas concretas a las que uno podía poner el cuerpo” (Almada, 78). Y ese es el resultado de las enseñanzas trasmitidas a Tapioca: “el monte como una gran entidad bullente de vida” (Almada, 79). La naturaleza, para los sujetos que habitan este paisaje abandonado, significa un acercamiento y un contacto material que dará rienda suelta a sus interpretaciones del mundo. Desde allí se traman la vida de estos personajes, como así también sus miedos. El temor infantil de Tapioca a la luz mala encuentra sentido al pie de unos restos animales en descomposición, de una “materia inflamada” dirá El Gringo. La naturaleza, entonces, no supone un exterior abismal, objetivable, sino que está ahí, en la maleza que crece en la carcasa de los autos oxidados, en la tierra y la transpiración impregnadas en los cuerpos. Jens Anderman dirá que “El paisaje no reside exclusivamente en los hechos naturales, ni apenas en su percepción por un observador que proyecta hacia ellos una voluntad estética: es la relación, el juego en que entran ambos y que resulta en afectaciones y transformaciones mutuas” (Anderman, 124). Paisaje y ruina, en este sentido, encuentran un vínculo, se entrelazan, en el amontonamiento de chatarra que descubre “la soledad de un campo como este” (Almada, 76). En la imagen de esos autos viejos resuenan la marca que atestigua su degradación, su carácter de remanente inútil, pero ante todo material: “Cerca de la casa, hasta casi llegando a la banquina, se amontonaba un montón de chatarra: un verdadero cementerio de chasis, ejes y hierros retorcidos, detenidos para siempre bajo el sol abrasador” (Almada, 13). Y al mismo tiempo, la ruina exhibe eso que queda, que resiste, “que todavía tiene demasiada solidez y dureza para durar” (Agacinsky, 118). Es precisamente lo que queda, lo que se mantiene erguido después del derrumbe. La resistencia de los materiales, a la destrucción, al paso del tiempo, a las inclemencias del entorno, nos sitúa ante la ruina, no como un resto desprovisto de sentido, sino como un rastro elocuente dirá Lisa Blackmore, atendiendo a su potencial crítico, al trabajo del tiempo y de la materia sobre las cosas. El escenario situado al costado de la ruta convoca un imaginario en el que los autos descubren un vínculo singular con la materialidad y la memoria. Por un lado, la aparente linealidad de la escritura de Almada se ve interrumpida por momentos en los que el pasado emerge y se escenifica: compone así un tiempo incierto y heterogéneo. La última imagen que Leni tiene de su madre es a través del parabrisas del auto. Esta imagen será recurrente, y retorna siempre enmarcada desde la ventana del auto. También el paisaje se ve recortado y sobreimpreso por el polvo y los insectos adheridos a la superficie del vidrio. El auto se vuelve así una máquina de visión, un medio que compone el presente. Tapioca, por su parte, convoca otra imagen: la del auto vuelto carcasa. Los autos descompuestos, retirados de su uso, encuentran en él otro empleo del tiempo. Allí dentro, en ese interior vaciado, Tapioca descubre un reparo ante el abandono de su madre. En este sentido, la carcasa opera como resto oxidado y convoca, a la vez, la figura de lo que alguna vez fue. Ya que El Gringo volverá sobre la historia de estos autos, trazará el circuito de su uso hasta convertirse en basura. Despliega, a partir de la chatarra, un mapa visual que reconstruye “la historia de cada uno de esos autos que alguna vez habían transitado calles y hasta rutas” (Almada, 50). Con su dedo apoyado en un mapa, traza los recorridos posibles de esos autos ahora vueltos basura. En este punto, la escritura se asienta en lo material, en los restos de vidrio que quedan en los bordes metálicos del auto, en los resortes de los asientos, hasta en los yuyos que crecen en su interior. A su vez, la materialidad se torna el medio para poner a funcionar el trabajo de memoria en estos personajes. Lo que sobrevive en el presente no es más que un resto que se imprime en el campo de algodones y conecta el pasado de Leni a la imagen de su abuela bordando. Un movimiento de génesis brota de su camisa transpirada. Sin embargo, su memoria está “vaciada”, dirá ella, como la carcasa de un auto. Sus recuerdos de niñez se abrevian en el interior del auto. El reverendo, en cambio, “podía recordar a su madre desplegando un mantel a cuadros sobre cualquiera de esas mesas ahora destruidas” (17). O mientras bebe agua, recuerda su bautismo a orillas del río Paraná. La materialidad del paisaje entonces es el punto que convoca la memoria retaceada de estos sujetos. La presencia de algunas fotografías al final de la novela revela otro vínculo con la memoria. No se alude en este punto al trabajo del recuerdo que podrían desatar esas imágenes, sino a su condición material de resto que perfora el presente. Tapioca desconoce el sentido de guardar “fotos de gente que ni uno conoce” (Almada, 139), mientras que Leni, en su afán por recomponer un pasado arrebatado por su padre, indaga en la existencia de fotos de su madre. Aunque desee plasmar esa imagen, no hay registro posible, dejando su imagen borrosa. Si la ruina es “una significación equívoca” (Agacisnky) en tanto convoca, al mismo tiempo, los órdenes de la destrucción y la resistencia, El viento que arrasa propone un desvío ante la destrucción para situarnos en el abandono y el deterioro y el detenimiento de las cosas. El escenario casi desértico que propone Almada aparenta asociarse a una tierra del olvido, y sin embargo, el resto (de la memoria, de la chatarra) empuja y se cuela en la superficie: su presencia se vuelve material. En la novela, el paisaje no se proyecta como trasfondo mudo, estable, desde el cual se asienta el transcurrir de estos personajes, sino que, siguiendo a Anderman, paisaje, basura y sujetos entran en un juego de transformaciones y afectaciones mutuas. Quizás por este motivo, la escena de la tormenta resulte significativa, no sólo por la excepcionalidad que supone en esta tierra rajada por el sol y por el imaginario que convocan estas vidas a la vera de la ruta, sino antes bien porque articula todos estos elementos en el momento en que se avecina: “Fue un momento único y completo donde todos fueron uno solo” (Almada, 125). El sopor seco y caliente es desplazado en el momento en que empieza a converger “un olor hecho de mezclas”: de la profundidad del monte, de sus animales, de la madera, de los ranchos lejanos, del basural del pueblo, del cementerio, de los pozos ciegos. La tormenta parece renovar el aire, lavar la superficie de las cosas, para luego quedar atrás y recomenzar el curso aplastante de los días. Por su parte, Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued descubre otro paisaje en el que la descomposición y degradación cubren toda superficie y asumen diversas formas: la abulia, la violencia, la acumulación de basura, la transpiración, el calor y el humo del porro, el olor a carne podrida del matadero, los restos humanos, la luz espectral del televisor. Todos estos elementos configuran la atmósfera aplastante que rodea a los personajes. Situada también en Chaco, la novela comienza con la llegada de Cetarti a Lapachito, marcada por la muerte de su madre y hermano. El paisaje aquí es el resultado de calles cubiertas de barro, producto del reviente de los pozos negros y del ascenso de las napas, que conduce al progresivo hundimiento de las casas, de autos comidos por el óxido y del sol asfixiante. “El resultado visual era desolador” (Busqued, 2009: 14) dice Cetarti. Así, los espacios de la novela producen asfixia y encierro. La escena en que Duarte y Cetarti van a la casa en la que había sido asesinada su madre marca este sentido de reclusión: “La casa era chica y producía una sensación de ahogo, una mezcla de olor a humedad y ropa sucia en la nariz y parecía invadir los demás sentidos”(Busqued, 2009: 28). Durante el proceso de limpieza y clasificación de basura, Cetarti no dejar de sentir pesadumbre y opresión por el encierro: “Aún con estas cosas apiladas contra una de las paredes, la habitación limpia era como una burbuja de aire a la que ir a respirar cuando el resto de la casa lo agobiaba” (Busqued, 2009: 116). El ingreso de Cetarti a la casa de su hermano en Córdoba, producto de la reciente herencia familiar, interrumpe la linealidad del relato para detenerse en la materialidad de las cosas. Una herencia marcada por la ruina: cuerpos destrozados por una muerte brutal, que luego serán cenizas, y la casa del hermano, colmada de basura. El barrio paulatinamente va mostrando el deterioro de las viviendas, las veredas llenas de baldosas partidas y jardines descuidados, llenos de plantas secas. Cuando abre la puerta, Cetarti se encuentra con “una acumulación de pilas de material diverso que ocupaban la mayor parte del espacio, llegado casi hasta el techo en algunos lugares” (Busqued, 2009: 66). Revela ahí un increíble depósito de restos y despojos. Sin embargo, advierte que en la acumulación hay un determinado orden. Más adelante, al entrar a la casa, Duarte le dice que “parece la tumba de Tutankamón pero con mugre en vez de tesoros” (Busqued, 2009: 93) y formula una pregunta clave en medio de esta red de basura “¿Y a qué se dedicaba tu hermano? ¿Cirujeaba?” (Busqued, 2009: 93). El encuentro con la descomunal cantidad de basura de la casa descubre, en la novela, un paisaje derruido aún más amplio. Sin embargo, el acopio caótico de desechos señala también cierta supervivencia de restos materiales desfasados de su propio tiempo, para advertir allí no sólo la impureza del tiempo histórico, sino ante todo, la resistencia material del pasado (Didi Huberman, 2012). Guías de teléfonos, cables de todo tipo, revistas y diarios viejos, cajas de pizza, cartones de jugo y leche, jaulas para canarios y toda una red anacrónica de tecnología: placas de circuitos, carcasas de monitores de pc, electrodomésticos que ya no funcionan. Cetarti vacila en el centro de la tensión que se abre entre el orden y la clasificación por un lado, y el exceso y la proliferación de desechos por el otro. La pregunta inquietante que se exhibe frente a este escenario colmado de basura es qué se puede reconstruir de una vida ausente a partir de desechos, y qué relación es posible entablar con esos restos del pasado que interrumpen el presente. La basura, ruina contemporánea por excelencia, se torna puro exceso y desborde al interior de la casa y ya no a cielo abierto como los grandes basurales; además descubre un empleo del tiempo en Cetarti, personaje subsumido y narcotizado por el porro y los documentales de Animal Planet. En este sentido, la ruina se descubre en continua variación, asumiendo múltiples formas: desde los restos de basura, fuera del circuito de uso y mercancía, hasta las cenizas de su madre y hermano. Restos humanos que finalmente serán tirados por el inodoro para terminar formando parte de la red cloacal de Lapachito, hecho que completa de modo acabado lo que Duarte expresa al comienzo de la novela: “este barrito lleno de muertos”. En Bajo este sol tremendo, hay imágenes que exponen un aspecto central de la ruina, ya no la pérdida o la caducidad, sino la insistencia, la permanencia, el resto que queda a pesar de todo. Gerdad Wajcman, en El objeto de este siglo, asegura que la ruina en tanto efecto del tiempo sobre la materia es acumuladora de memoria y resguarda así una positividad en su interior: hay resto, algo queda. La escena de la casa del hermano resulta central en este sentido. Recupera, a modo de inventario de materiales, una cantidad desmesurada de basura, sometida a un orden y una clasificación precisa. Nos encontramos ante una especie de museo de lo caduco, pero que aún así insiste en exhibir el carácter perdurable de las cosas que aloja. Hay también imágenes que asaltan e interrumpen la escritura. Desde los recortes de las revistas de divulgación científica, que suspenden la escritura y aparecen reproducidas en el texto sin mayor explicación que el epígrafe -“Las páginas que pegó Cetarti en la pared de la cocina” (Busqued, 2009: 98)-, hasta las fotografías de la infancia que encuentra Cetarti en la casa de su madre. Los extremos de la vida de su hermano se visualizan en dos fotografías: la de la infancia y la de la policía donde aparecía muerto. Entre esos extremos, Cetarti sólo advierte “una existencia nebulosa” (Busqued, 2009: 141). La foto en la que aparecen él y su hermano, luego será narrada en un sueño, y allí parecía, más que una foto, el registro detenido de algo que está en movimiento. “Era más como la filmación de algo que está quieto, tan quieto que parece una foto, hasta que algo en el cuadro cambia de posición: la hoja de una planta movida por la brisa, una mosca que se cruza frente a la cámara” (Busqued, 2009: 55). Las imágenes aparecen distorsionadas, ya sea por el sueño, por el recorte, o porque están intervenidas, como las fotos que le muestra Duarte a Danielito, donde se ve a su padre en operativos militares de los setenta y los rostros de algunas personas tapados con líquido corrector. Si decíamos que la novela compone un paisaje derruido, la presencia del sol asfixiante pareciera transfigurar y alterar las cosas. Esta atmósfera logra impregnarse en la vida de los personajes, adquiriendo las formas de la abulia y el tedio de lo cotidiano. Las figuras de Cetarti y Danielito cobran relevancia en este sentido. Ambos, unidos por el motivo del doble, se encuentran atrapados en el desinterés ante cualquier acontecimiento significativo que pueda apenas rozarlos. Al comienzo, advertimos que Cetarti se encuentra sin trabajo por falta de iniciativa y conducta desmotivante. Así, pasa los días fumando porro, contemplando al ajolote de la pecera, emulando sus movimientos, mínimos vitales. La comida chatarra y los restos de Coca Cola tibia, la deriva sin sentido, constituyen la anestesia emocional que se aproximan al desinterés y el abandono de los personajes. Tanto Danielito como Cetarti se encuentran en la repetición de los días y parecen compartir la misma conducta del ajolote que Cetarti observa a diario. Su accionar se repite a lo largo de la novela, como un juego de espejos. Las escenas se reproducen, los dos caminan sin motivo alguno hasta la represa que se encuentra a la salida del pueblo y miran a unos chicos pescar, fuman con ellos y comparten las mismas palabras. Ambos reciben las cenizas de sus madres muertas. Sus movimientos se duplican. La narración lineal y cronológica de la novela se ve interrumpida en el momento preciso en que Danielito y Cetarti se ven cara a cara: ahí el encuentro es narrado dos veces, por cada uno de los personajes, en un giro cinematográfico que toma la narración. En el encuentro, casi no pronuncian palabra, más bien logran insertarse en la repetición de los días. La composición de estos personajes descubre en el paisaje derruido la atmósfera que los rodea pero encuentra precisamente en la basura un reparo. Tanto Almada como Busqued encuentran en el Chaco el sitio para desplegar sus narraciones, sin embargo, es en la centralidad que otorgan a los restos y sus paisajes donde es posible trazar vínculos que permitan pensar el presente. El viento que arrasa hace de ellos el motor de una memoria resquebrajada que reposa en la materialidad frágil de las cosas. La chatarra allí se encuentra amontonada, a cielo abierto, remarcando su inutilidad, mientras que en Bajo este sol tremendo no hay amontonamiento sino acumulación: la basura, de un modo impensado, es pasible de ser ordenada al interior de la casa. Los restos de Bajo este sol tremendo hacen de ese tiempo aplacado por el tedio y la violencia un modo de resistencia. Y lo que queda en ambas es ese sol infernal que parece no dar tregua.