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Una sencilla prueba

Por Mari Murdock

El deslumbrante sol de la tarde atravesó las ventanas del salón del trono, iluminando las oscuras
tablas del suelo de caoba. Dos sirvientas lavaban el suelo con paños de lino blanco en manos y
rodillas, corriendo como insectos de un lado a otro entre los puntos de luces y sombras. Bayushi
Aramoro gruñó mientras les observaba desde un oscuro rincón. Trataron de ignorar su presen-
cia mientras trabajaban, aunque una de las chicas temblaba ostensiblemente, mientras que la piel
de la otra estaba empapada de un sudor nervioso.
No podrían haber sido capaces de ignorarme si fuese el Campeón Esmeralda.
La humillación de su derrota contra Akodo Toturi le había dolido más que la pérdida del
campeonato... todos los integrantes de la corte le habían visto ser derrotado por un León. Y lo que
era aún peor, su derrota había provocado un temblor en el tranquilo rostro de la Dama Kachiko,
como una leve grieta en una máscara de porcelana. Por fortuna, no había pagado su decepción
con él. Ambos sabían que el fracaso no había sido culpa suya. Aramoro sospechaba que había
sido traicionado, pero Yojiro era el favorito de Kachiko. La mujer se limitaba a atormentarlo en
lugar de castigarlo. Fuese cual fuera el destino de aquel cobarde, la posición de Aramoro estaba
garantizada aún después del fracaso. En vez de ser Campeón Esmeralda, Aramoro mantuvo su
puesto cerca de Kachiko como su yōjimbō, una responsabilidad que le mantenía más cerca de ella
que nadie. Se humedeció los labios.
Las sirvientas parecían estar tardando demasiado tiempo.
¿Era su trabajo tan descuidado? O tal vez estuvieran demorándose por razones más siniestras...
No, simplemente estaban preparando la habitación para la reunión de la corte de aquella
noche, limpiando los alféizares de las ventanas y el suelo, puliendo los reposabrazos y desapelma-
zando los cojines de los elegantes asientos labrados sin respaldo de palisandro, así como el Trono
Esmeralda, para los que iban a ocuparlos: El Emperador Hantei, su heredero, y la dama Kachiko.
Aramoro torció el gesto, oculto tras su mempō carmesí en forma de oni.
En las últimas semanas, los informantes Escorpión repartidos por las casas de sake de dudosa
reputación de Otosan Uchi habían oído rumores de amenazas de muerte contra la dama Kachi-
ko. Como su guardaespaldas, Aramoro se había dedicado durante los últimos días a investigar a
fondo la conspiración, y a partir de estas investigaciones obtuvo una lista de todos los que podían
tener contactos con las tabernas y acceso al palacio. El cocinero de palacio que preparó las comi-
das de Kachiko. Las dos sirvientas que limpiaban los cuartos de palacio. Un humilde cortesano
que podía confundirse entre el resto de los aduladores. Gente invisible. Aramoro había dado caza
a todos ellos.

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¿Quién podría atreverse?
Los rumores acerca de traidores ocul-
tos en la capital y puede incluso que en
otros lugares del Imperio habían comen-
zado a surgir de muchas fuentes, no solo
de los Confidentes de Bayushi. La furia
ardía en el pecho de Aramoro, y apretó los
puños hasta que sus nudillos chasquearon.
Los rumores sobre asesinatos de figuras
poderosas no eran comunes. Uno en el
que se hablase del propio consejero perso-
nal del Emperador era algo inconcebible,
casi una blasfemia contra el Cielo, y mar-
caba a los conspiradores como un peligro más allá de toda expectativa.
Mientras Aramoro gruñía para sí mismo, un gemido de sorpresa se elevó desde la puerta. El
Escorpión cruzó la mirada con un quejumbroso cortesano Otomo mientras entraba a hurtadillas
en el salón del trono por la puerta abierta. Al hombre le siguió yōjimbō voluminoso y de mirada
vacua.
—Otomo Utoshi-san —dijo socarronamente Aramoro mientras una alegría malvada le ilu-
minaba el rostro—, veo que llegáis varias horas antes de que comience la corte, como cabría
esperar de alguien que se dedica a arrastrarse con tanto fervor.
Utoshi tragó saliva con fuerza, pero su respuesta fue poco más que un tartamudeo. —Buenas
tardes, Aramoro-san. Estaba simplemente.... comprobando el estado de la estancia.
—Sí, entiendo que un mono parlanchín invitado a entrar en un palacio se sienta obligado a
inspeccionar todas las habitaciones, no sea que se haya dejado excrementos en alguna de ellas.
El flagrante insulto dejó al Otomo sin habla. Le hizo una temblorosa reverencia parcial y
huyó de la habitación. Masao miró brevemente en la dirección por la que huía su señor. Dirigió
la mirada ha a Aramoro, con el ceño fruncido, antes de dirigirle un gesto de asentimiento y se-
guir pesadamente a su señor. Aramoro resopló, divertido. Hacía poco que habían sobornado por
bastante poco al joven yōjimbō para espiar a los Otomo. Si Utoshi o alguno de los demás Otomo
tuviesen algún secreto, Aramoro lo sabría.
Por el rabillo del ojo notó movimiento en los jardines del patio de abajo. Un grupo de damas
de la corte paseaban cerca del estanque del loto, con sus elegantes galas y adornos. Al frente
de ellas caminaba una sensual silueta envuelta en seda escarlata y negra. A pesar de la sombra
proyectada por la sombrilla que sostenía en sus delgadas manos, la mujer resplandecía. Su regia
belleza destacaba entre la turba de nobles extravagantes. De pronto se río ante algún comentario,
y todas las demás mujeres siguieron su ejemplo, desesperadas porque se les viera participando
en la broma.

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Aramoro frunció el ceño, a pesar de la elegancia de la mujer. Era la viva imagen de la dama
Kachiko en todos los aspectos. El delicado arco de su cuello. Los labios encarnados y llenos.
Incluso sus ojos, de aquel mismo marrón hipnotizador. Pero la realidad empañaba la belleza
perfecta y destruía la ilusión.
Caminas demasiado rápido, Asami. Con demasiada impaciencia. La dama Kachiko nunca se
apresura. Camina a su propio ritmo.
Observó como Asami, la doble de Kachiko, cruzaba un puente sobre el estanque con pasos
impacientes. Disgustado, se giró para lanzar una mirada fulminante a las sirvientas. Las mujeres
habían recogido sus utensilios de limpieza, y permanecían allí sólo para comprobar por última
vez la perfección del acabado.
—Un cadáver podría abandonar esta habitación antes que vosotras dos —gruñó Aramoro.
Asustadas, las jóvenes recogieron sus trapos de limpieza y huyeron, dejando abiertas las re-
cargadas puertas ornamentales. Se escabulleron por el pasillo, desapareciendo por una salida de
servicio. El sol se estaba poniendo, bañando el salón del trono en tonos anaranjados. Las chicas
tendrían que regresar para encender las lámparas de la tarde en alrededor de una hora. Sin em-
bargo, no eran la amenaza que estaba buscando. Volvería con Kachiko esa noche para la reunión
de la corte.
Aramoro lanzó una última mirada por la ventana hacia el jardín. Las damas se habían ido. Se
marchó del salón del trono, cerrando la puerta tras él.

La puerta de la sala de estar de la dama Kachiko se abrió, y de ella surgió Bayushi Yojiro.
Aramoro apretó la mandíbula, y aferró la empuñadura de su katana para evitar hacer lo propio
con su garganta. El cuello alto del magistrado no lograba ocultar el rubor de sus mejillas.
Confusión. Dolor. Lujuria. Asombro. Kachiko debía de haber regañado al desgraciado, aunque
no tanto como merecía. Aramoro arrugó
su nariz al cruzarse con él.
—Aramoro-san —dijo Yojiro, recor-
dando sus modales incluso en su estado
de agitación—, me disculpo si os he hecho
esperar.
—Para ver a la dama Kachiko no espe-
ro por nadie —se mofó Aramoro.
—Se me ocurre una persona —replicó
Yojiro, ignorando el tono intimidatorio de
Aramoro al ir recobrando la compostura.
El magistrado hizo una rápida inclinación
a modo de despedida y se marchó.

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Unos profundos celos hicieron hervir aún más la sangre de un ya enfurecido Aramoro, hasta
convertirse en ira. Yojiro se refería a Shoju. Por supuesto, Shoju tendría más derecho a reclamar
las atenciones de Kachiko. Era el Campeón de su clan. Su esposo. Su medio hermano. Diablo
afortunado.
Aramoro deseaba partirle el cuello a Yojiro. Ese imbécil siempre actuaba con un aire de supe-
rioridad, como si fuera mejor que el resto de su clan gracias a su arrogante moral.
Debería ahogar la arrogancia de él. Quizás algún día, Kachiko me deje hacerlo.
Entró en los aposentos de Kachiko y cerró de golpe el panel shoji detrás de él, haciendo
temblar la madera y el papel. Para su gran disgusto, la que se encontraba sentada en mitad de la
sala con un grupo de las damas de compañía de Kachiko era Asami. Llevaba uno de los mejores
kimonos de noche de Kachiko, de tonos carmesí, salpicado de pétalos negros y dorados en forma
de aguijones de escorpión. Sin embargo, la seda colgaba torpemente alrededor de sus hombros,
cayendo levemente en la parte delantera. Sus piernas y su espalda se esforzaban por imitar la
postura naturalmente seductora de Kachiko en el zabuton. Y lo peor de todo, se le iluminaron los
ojos al verle entrar con una alegría desesperada que la dama Kachiko nunca sentiría.
¿Engañaba realmente a toda la corte?
La verdadera Kachiko debía estar ocupada escribiendo una carta a Hotaru. Tendría que pre-
sentar su informe a Asami.
—Aramoro-san —musitó Asami con el aire regio de Kachiko aún intacto—. Sois tan puntual
como el sol.
Se sentó frente a ella, poniendo cuidado de mantener la postura respetuosa a pesar de su
identidad. —Mi señora —gruñó, mirando a las mujeres sentadas a su alrededor, que los obser-
vaban con sus rostros pintados.
— Señoras, permitidnos un momento de intimidad mientras atiendo a mi escolta —ordenó
Asami, sonriendo mientras se levantaban en silencio y desaparecían en una habitación trasera.
Su conducta elegante y digna se desvaneció abruptamente para dar paso a la sencillez de chica de
campo de Asami. Su amor y devoción aparecieron de forma más descarada en su rostro. Aramo-
ro gruñó, concentrándose en la boca y garganta de Asami, las partes de ella que más se parecían
a Kachiko. La piel era tan suave.
—Aramoro-san —le saludó de nuevo Asami, su voz suavizada por un deje de modestia—.
Me alegro de veros.
—Dama Kachiko —contestó secamente, entonando aquel nombre falso. Asami transmitiría
su informe a su señora exactamente como lo diese, por lo que debería atemperar su desdén para
que no resultase evidente—. Mi investigación en busca del posible asesino continúa. He inves-
tigado a los sirvientes del palacio en cuestión. Son ratones, no víboras. Durante la reunión de
esta noche estudiaré a los miembros de la corte. Deberíais manteneros cerca mío durante toda la
reunión, por si ocurre algo.

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Asami hizo una pausa, frunciendo un poco el ceño al darse cuenta de que su informe había
terminado. —¿Qué hay del cocinero?
—Examinaré la cocina esta noche después de la corte.
Su esposa asintió, no en señal de aprobación, sino de conformidad. —Gracias por hacerlo.
Yo... aprecio vuestros esfuerzos.
Aramoro asintió enérgicamente y se puso en pie, pero Asami levantó una mano, rogándole
que se quedase. —Por favor, esposo —el rabillo de un ojo brillaba con un rastro de lágrimas.
Aquella salida de su papel le asustó. Nunca lo hacía.
—¿Qué sucede?
Se atragantó una vez más con las lágrimas antes de continuar. —Nuestro hijo está enfermo.
Me llegó la noticia hace dos días de Kyūden Bayushi.
Aramoro parpadeó. —¿Y?
—Yo... pensé que querríais saberlo.
No tenía tiempo para preocuparse por un niño cuando la vida de la dama Kachiko estaba en
juego. —El clan cuida de él.
—Sí, pero... —Asami reprimió un sollozo. Se mordió un labio jugoso y delicado antes de con-
tinuar—. He oído que es muy grave.
Aramoro la miró fijamente.
Pide demasiado.
—Un viaje tan lejano es imposible —dijo bruscamente—. ¿Cómo os atrevéis a pedírmelo
cuando vuestra vida está en peligro? —intentó hacer que asumiera de nuevo su papel. Ni siquiera
aquí era seguro dejar de actuar durante mucho tiempo.
Asami endureció un poco el gesto. —Conozco mi deber, Aramoro —insistió enfadada—. Mi
lealtad es más fuerte que mi amor como madre. Solo pregunto porque Shoju-sama ha ordenado
que encontréis hoy a los supuestos asesinos. No más retrasos, no sea que nos pongáis en peligro
de forma innecesaria.
Aramoro pasó de estar de rodillas a una posición acuclillada, listo para saltar, mientras una
ira ardiente le recorría. —Shoju me ordena que haga lo que ya he planeado, ¿no es así? ¿Quiere
alardear de su control, de su triunfo sobre mí? —entrecerró los ojos mientras se reía con una risa
seca y malvada ante la ironía—. Y hacerlo a través de la esposa que se me ha endosado...
Asami recuperó algo de la actitud de Kachiko, con un pequeño brillo desafiante en la mira-
da. —Me elegisteis a mí, Aramoro. Me ayudasteis a entrar en el Clan del Escorpión gracias a mi
matrimonio con aquel emisario Yogo. Su muerte está más en vuestras manos que en las mías.
Aramoro refunfuñó como respuesta, sin negar el pasado.
Tomé mi decisión: no asfixié a Shoju mientras dormía la noche después de que se anunciase su
compromiso con Kachiko, ¡después de que fuera elegido como Campeón del clan!
Sacudió la cabeza para hacer desaparecer ese pensamiento traidor. Su clan era mucho más im-
portante para él que cualquier deseo egoísta. En última instancia, el Escorpión le había separado de

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Kachiko, relegándole al estatus de yōjimbō a pesar de su entrenamiento, ¡de su lealtad! Vivía con
aquella decisión, con aquel brutal sacrificio, incluso cuando para ello hubo que casarse con una
doble plebeya. Se sentó de nuevo y miró una vez más hacia la boca y la garganta de Asami.
Un sonido apagado de pisadas le alertó de la llegada de un sirviente. La forma en la que
Asami se había salido de su papel había sido demasiado peligrosa, demasiado emocional. La
regañaría por ello más tarde.
—Haré lo que Shoju ordene, dama Kachiko —gruñó—. Vos debéis hacer lo mismo aquí, en
Otosan Uchi, hasta que todos los conspiradores de la capital hayan sido descubiertos y neutra-
lizados.
Asami asintió lentamente. —Como vos digáis, Aramoro-san.
Tras el suave y esperado golpeteo en la puerta, Asami recuperó sin dudarlo el porte de la
dama Kachiko, y las lágrimas desaparecieron de su rostro.
—Entra —dijo.
Una criada de cocinas entró con la cena de Kachiko en una bandeja lacada en negro.
—Que la bendición del Emperador recaiga sobre ti —recitó Asami, haciendo un gesto a la
sirvienta para que pusiese la comida cerca de ella. Tan pronto como la puerta se cerró tras la sir-
vienta, Aramoro se acercó para inspeccionar los platos. Sin embargo, Asami ya había cogido los
palillos con dedos ágiles. Un pequeño trozo de pescado acabó en su boca antes de que pudiera
detenerla.
—Estúpida —siseó Aramoro, apartando de ella la bandeja. Inspeccionó rápidamente los di-
minutos platos de arroz, algas con sésamo, ciruelas encurtidas y miso, en busca de rastros de
polvo, aceites o colorantes mortales. No parecía haber ningún ingrediente venenoso. Le miró a la
boca. Ya se había tragado el pescado. Si estuviera envenenado, podría morir en pocos momentos.
Su corazón se aceleró mientras esperaba oír un aliento difícil o un grito de dolor. Nada.
¿Lo ha hecho a propósito? ¿Para ponerme a prueba?
El destello de desafío había desaparecido, dejando solo la modesta obediencia de Asami. Ella
pareció no darse cuenta de su pánico. Frunció el ceño.
¿Me importaría la muerte de Asami?
La pregunta se desvaneció tan rápido como el hielo. Empujó la bandeja hacia ella, haciéndole
un gesto para que terminase de probar el resto de la comida para Kachiko.
No. Kachiko, no Asami, es la que tiene precedencia en todo. El deber de ella sería morir por su
señora.
Como si le hubiese leído los pensamientos, Asami susurró —Me habéis enseñado bien, espo-
so, tanto las costumbres Escorpión como sobre asesinatos. Protegeré con mi vida la de la dama
Kachiko. Pero, si muriese, nuestro hijo se quedaría huérfano porque el secreto de mi posición os
impide legitimarlo públicamente. ¿Puedo al menos escribirle? Puedo mandar la carta por medio
de los agentes de nuestro clan entre los mensajeros Miya.
Ella le miró a los ojos. El brillo de las lágrimas había vuelto.

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—No —Aramoro se levantó para marcharse—. Concentraos en la dama Kachiko. Nada más.
Asami asintió, mientras las comisuras de sus labios descendían —Como deseéis. ¿Os veré de
nuevo mañana? ¿Después de que hayáis concluido vuestra investigación?
—No es probable —su desesperación había empezado a resultar tediosa—. Shoju va a man-
darme a Ryokō Owari Toshi durante las próximas semanas. La gravedad de la misión es proba-
blemente el verdadero motivo por el que quiere que termine la investigación esta noche.
Su mandíbula cayó ligeramente. —No he oído nada sobre vuestra misión a Ryokō Owari.
—Que siga así.
Otro golpeteo en el panel indicó la llegada de un mensajero. Asami se convirtió en Kachiko
una vez más.
—Entra.
—Mi señora Kachiko —dijo el joven heraldo, inclinándose con practicada sinceridad y hu-
mildad—. Os traigo un recordatorio de vuestra audiencia con los enviados Fénix tras la reunión
de esta noche...
Aramoro dejó de escuchar mientras abandonaba los aposentos de Kachiko, prácticamente
pegado al joven Fénix, y dejó actuar a Asami.

El calor de la sala del trono hacía picar el rostro de Aramoro bajo el mempō mientras se
formaban gotas de sudor en su labio superior. La habitación estaba atestada de docenas de
aduladores aterciopelados que intentaban aferrarse al trono para alimentar sus ambiciones.
Ignoró sus balbuceos retóricos y vigiló cada uno de sus movimientos de abanico y el
movimiento de cada manga en busca de amenazas ocultas.
El Emperador, normalmente paciente y digno como sólo podía serlo el Hijo del Cielo, es-
cuchaba las lisonjerías con gesto cansado; la hora y el calor de la reunión agotaban claramente
su cuerpo envejecido. El príncipe Sotorii,
sentado a la derecha de su padre, miraba
airado a los charlatanes. A la izquierda del
Emperador, la dama Kachiko, no Asami,
había ocupado el lugar que le correspon-
día junto a él como su consejera. A pesar
de sentarse al lado de su majestad el Em-
perador, cada giro seductor de su orgu-
llosa cabeza afirmaba su dominio sobre
la sala como cortesana de mayor impor-
tancia. Situada frente a Sotorii en perfecta
oposición, sonrió mientras observaba la
reunión. Sus labios se separaron un poco

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con un deleite seductor y sus ojos brillaban con un fuego travieso, como si fuese capaz de reve-
lar el secreto más oscuro de todos los presentes por capricho. Su mirada se detuvo durante más
tiempo en Doji Kuwanan, recién llegado del frente en el que Hotaru lideraba las tropas Grulla.
Aramoro se encontraba a pocos centímetros del asiento de palisandro de Kachiko, cerca del
borde del estrado, bloqueando el acceso directo a ella desde ese lado de la habitación. No muy
lejos de ellos se aproximó un acobardado Otomo Utoshi. Le seguía Masao, y la mirada del yō-
jimbō apenas se apartaba de la espalda de Utoshi mientras éste se abría paso con cuidado entre
los cortesanos. Utoshi se iba acercando cada vez más al tiempo que la discusión sobre rōnin se
intensificaba hasta convertirse en frenéticas acusaciones y desvíos de responsabilidad, una caco-
fonía que revolvía el mar de nobles de la habitación. Se escurrió entre los presentes para situarse
frente al estrado al lado de Kachiko, con Masao muy cerca, a pocos pasos de Aramoro.
Aramoro no estaba armado, ya que había entregado sus armas igual que todos los samuráis
antes de entrar en la sala del trono. Pero la cercanía del Otomo no representaba ninguna amena-
za. Aramoro podía arrancarle los ojos y la lengua en dos latidos, si era necesario, pero eso apenas
parecía necesario. El rostro de Utoshi estaba pálido, lleno de ansiedad, y se ladeaba de un pie al
otro como si el miedo le privase de estabilidad. El miedo impulsaba a los hombres débiles a ac-
tuar de forma precipitada.
¿Se atrevería aquel imbécil a intentar algo en el salón del trono, ante el propio Emperador?
Aramoro hio chascar los nudillos de su mano izquierda, una señal que él y Kachiko habían
ideado para llamar su atención. Miró a Utoshi con elegancia y le dedicó una sonrisa astuta. El
hombre jadeó, alarmado por su atención personal. Un escalofrío le retorció la espalda, y retroce-
dió medio paso. Ella continuó mirándole fijamente, con los ojos fijos en los suyos, cautivándole
hasta que, con un último chillido silencioso, desapareció entre la muchedumbre envuelta en
sedas. Masao frunció el ceño, enfadado por tener que abrirse camino de nuevo entre la multitud
de cortesanos. Hizo una mueca a Aramoro antes de desaparecer. Aramoro sonrió.
Sin embargo, el sudor de su labio volvió a picarle. Había algo raro. Utoshi se había arriesgado
a sufrir la ira de los cielos acercándose al Trono Esmeralda, solo para desaparecer como una te-
laraña ante una vela. Quizás la estratagema venía de otro lado.
La sala se quedó en silencio cuando el Emperador se levantó, suspendiendo el pleno hasta la
semana siguiente, y después de que el Hijo del Cielo y su heredero se retiraron de la sala, la mu-
chedumbre les siguió, agolpándose en dirección a las puertas. Aramoro hizo un gesto a Kachiko
para que se quedase un momento donde estaba sentada.
—Mi señora —susurró, inclinándose un poco sobre ella, mirando a los cortesanos mientras
pasaban. Utoshi se quedó atrás, mirándolos—. Vuestra sombra se alarga con el sol poniente. Tal
vez deberíamos caminar hasta donde podamos hacerla desaparecer.
Ella asintió, serena ante el peligro, aunque sus ojos se dirigieron hacia la puerta durante un
breve instante. —Como aconsejéis, Aramoro. Quizás un paseo a la luz de la luna por los jardines
del palacio aliviará nuestra pesada carga. Probablemente a estas horas sea un lugar privado.

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Aramoro se hizo a un lado para dejarla levantarse antes de seguir su andar tranquilo mientras se
mezclaba con la multitud, a solo unos centímetros de su lado. Recogió su katana y wakizashi de manos
de los sirvientes situados en la sala fuera del salón del trono, mientras hacía un gesto de asentimiento a
Kachiko para soltar su trampa. Cuando vio a Utoshi siguiéndoles a distancia, Kachiko le llamó.
—Utoshi-san —dijo, llamándole con un sensual movimiento de la mano—. Me temo que
el calor de la reunión de esta noche ha sido abrumador. ¿Podríais uniros a mí en el jardín para
un breve respiro? He oído que el perfume de los jazmines que florecen durante la noche es una
excelente cura para el cansancio.
La boca del Otomo se abrió con dificultad mientras su mirada pasaba de Kachiko a Aramoro,
en busca de un motivo. Aramoro resopló ante su mirada.
—P-por supuesto, dama Kachiko —tartamudeó Utoshi, indicándole torpemente el pasillo,
para poder seguirla—. Si deseáis tener compañía.
Al entrar en el jardín, la luna llena brillaba por encima del muro. La luz delineaba los troncos
oscuros de los árboles y los senderos de gravilla con un espectral tono plateado, lo que hacía inne-
cesario el uso de una linterna. Utoshi titubeó al borde del jardín, apenas atreviéndose a adentrarse
en la oscuridad, pero Kachiko ya había se había adelantado, y le indicaba que la siguiese. Aramoro
se quedó unos pasos más atrás con Masao, contando en dagas la distancia entre ellos y sus señores.
—¿Habéis... disfrutado de la reunión, dama Kachiko? —murmuró Utoshi, agarrándose unas
manos agitadas y nerviosas por detrás de la espalda.
Kachiko se río, acercando una modesta mano a su boca. —Oh, fue bastante tranquila, ¿no
creéis? Ni un solo movimiento atrevido de nadie.
De repente, Utoshi tropezó con una piedra en el oscuro camino, tambaleándose un instante
antes de chocar contra el costado de Kachiko. Ella jadeó y tropezó, a punto de caerse con él. Rá-
pido como un rayo, Aramoro desenvainó su katana y agarró las vestiduras de Utoshi. Echó hacia
atrás al cortesano antes de tirarlo al suelo. Kachiko recuperó el equilibrio y se adentró en la os-
curidad, para situarse tras un bosquecillo de pinos patula. Aramoro levantó la espada, señalando
directamente a Masao.
—No te muevas —gruñó, ignorando el balbuceo lloriqueante del Otomo en el suelo. Masao
se quedó helado, su rostro distorsionado por la confusión. Aramoro sonrió. Su estratagema había
atrapado a la presa correcta—. Te he estado buscando, asesino, pero ocultarte tras una cortina
temblorosa es un lugar terrible para esconderse.
Masao lanzó una mirada iracunda hacia Utoshi, que sollozaba acurrucado en la arena. Mirando
torvamente a Aramoro, le enseñó los dientes durante un segundo antes de tirarse por debajo de la
punta de la espada y lanzarse por encima del Otomo caído. Aramoro lanzó su katana hacia abajo,
pero solo consiguió cortar la seda del kimono de Masao. El hombre salió corriendo hacia los pinos
patula, atravesando el lugar en que había desaparecido Kachiko. Aramoro corrió hacia él.

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Dos figuras ensombrecidas forcejeaban a la tenue luz que tenía ante él. Vislumbró un peque-
ño destello en la oscuridad cuando Kachiko desenvainó su afilada daga de horquilla, pero Masao
le aplastó la mano y tiró el arma al suelo. Le aferró del brazo y se lo colocó detrás de la espalda,
sujetándola antes de sacar una larga aguja envenenada de la manga. Ella se retorció entre sus
manos mientras él intentaba clavarle la punta en el cuello.
Durante una fracción de segundo, miró directamente a los ojos de Aramoro. Un frío miedo
relampagueaba tras su suavidad. Eran los ojos de Asami. No los de Kachiko.
Aramoro metió la mano entre la aguja y Asami, mientras con la otra mano aferraba el cuello
de Masao, aplastando instantáneamente su tráquea con la presa de la Garra del Escorpión. Ni un
sólo sonido salió de la garganta de Masao mientras se estremecía durante un instante antes de
quedarse colgado como un fardo de los dedos de Aramoro.
Asami se liberó de la presa sin vida de su atacante y tomó el brazo de su marido. —¿Qué has
hecho? —siseó ella mientras le desclavaba la aguja de la greba de tela. Desató el tejido, entrece-
rrando los ojos en la oscuridad para encontrar el pinchazo en su piel.
Aramoro recuperó lentamente la compostura, dejando caer finalmente a Masao. Asami tenía
razón. Había sido un imbécil enloquecido, en su premura había cometido un error fatal. ¿Y por
qué, por Asami? Se detuvo, sintiendo la sangre latir con fuerza en sus manos.

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Miró a su esposa, una vez más, todas las diferencias entre ella y la dama Kachiko. Seguía sien-
do una mujer inferior, y sus lágrimas de ira por miedo a su seguridad le repelían.
Pero estaba a salvo.
Aramoro se giró para inspeccionar a Masao. El desgraciado aún respiraba, aunque la arru-
gada carne que tenía en la garganta evitaría que le pudiesen interrogar durante bastante tiempo.
—Al menos está vivo —gruñó, sin dirigirse específicamente a Asami—. Con el tiempo, el
clan podrá averiguar de dónde vino y para quién trabajaba.
—Aramoro —respiró Asami. Ella le soltó el brazo—. La aguja no os perforó la piel. Sólo se
enganchó en vuestra greba.
Aramoro no dijo nada. En lugar de ello, agarró el cuello del kimono de Masao y empezó a
arrastrarlo.
Después de unos pasos, se detuvo. Una vez capturado el asesino, Kachiko estaba a salvo por
ahora. Los Escorpión no necesitarían a Asami hasta que Hotaru volviese a la corte, lo que no
sería hasta finales de otoño, después de que pasase la estación de la guerra. Su esposa podía irse
a Kyūden Bayushi antes del amanecer, y él podría proteger en solitario a la auténtica Kachiko,
manteniéndose cerca de ella....
Aramoro frunció el ceño. Shoju le iba a mandar a Ryokō Owari por la mañana. Kachiko sería
vulnerable sin su yōjimbō. Su deber hacia el Clan del Escorpión tenía prioridad por encima de todo.
—Os veré cuando vuelva, dama Kachiko —gruñó, volviéndose de nuevo hacia la oscuridad,
mientras el pesado cuerpo raspaba la grava que tenía detrás de él—, y saludad a los Miya de mi parte.

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