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EN BUSCA DEL SUJETO

PERDIDO: entre hipervisibilidad y


desaparición

Gérard Imbert
Catedrático de Comunicación Audiovisual

1
Gérard Imbert
Catedrático de Comunicación Audiovisual

Discurso de apertura del curso 2017-2018.

En busca del sujeto perdido: entre hipervisibilidad y desaparición

La cuestión del sujeto ha sido siempre en Occidente el centro de la


reflexión filosófica y social: frente al determinismo histórico y al
esencialismo, el existencialismo ha intentado rescatar un cierto libre
albedrío, el marxismo y luego el estructuralismo lo han relativizado, el
psicoanálisis lo ha condicionado al inconsciente y al lenguaje, la semiótica
al sujeto textual. ¿Qué permanece hoy de ese sujeto tan maltratado por las
ciencias humanas y sociales, del que todos parecen intentar apropiarse?
¿Qué espacio queda para la identidad en un mundo dominado por la
mediación? ¿Qué hay del libre albedrío frente a los algoritmos de los que
dependemos, que ponen en ecuación nuestros gustos y formatean nuestra
pautas de consumo, como si Big data fuera el nuevo deus ex machina…
¿Hay lugar para una ética del sujeto?
Hoy, parece que al ideal filosófico clásico del “Conócete a ti mismo”
se le ha sustituido otro que podría ser un: “Identifícate a ti mismo”,
universal e imperioso. Desde las más triviales identificaciones a las que nos
obligan continuamente las modernas tecnologías (con sus números
secretos, passwords, códigos varios) hasta la ontológica afirmación de
identidad a la que apelan sin cesar el discurso social, la publicidad y el
mundo laboral, todo son incitaciones a autodefinirnos, realizarnos,
superarnos, identificarnos con... Y tal vez sea este “con” más importante
que el “ti mismo”.

La publicidad como ideal del yo

La publicidad es ejemplo de ello, que nos anima a alcanzar


incansablemente una serie de valores plenos (Felicidad, Éxito, Belleza,
etc.) mediante los cuales se supone que nos vamos a realizar. Es como si la
identidad fuera un proceso inacabado, por no decir inacabable e incluso
inabarcable…
Lo analizaba, hace ya más de tres décadas, con su habitual agudeza,
el sociólogo Jesús Ibáñez en un artículo recogido en su libro Por una

2
sociología de la vida cotidiana, de publicación póstuma1. Tomaba como
ejemplo un anuncio de vaqueros de la marca Lee, que decía lo siguiente:
“Lee te identifica”. Lo enmarcaba Ibáñez dentro del paso de una publicidad
de los objetos a una publicidad de la marca y de los valores asociados a las
marcas. Escribía Ibáñez al respecto:
“La publicidad no habla de los productos: son los productos los que
hablan de la publicidad. La marca de un producto no marca al producto:
marca al consumidor como miembro del grupo de consumidores de la
marca. En resumen: no consumimos, somos consumidos”.
Más generalmente, lo podríamos inscribir dentro del paso de un
capitalismo de producción a un capitalismo de consumo que tan bien
analizó Baudrillard en la primera parte de su obra…
La cuestión es si me identifico a la marca o si la marca me identifica
a mí: si es un proceso activo y de pleno dominio o un mecanismo más
insidioso mediante el cual me proyecto tanto en la marca que mi identidad
se diluye y lo que percibo como un acto de libre elección no es más que un
proceso en el que la marca está por encima de mi libre albedrío, me
contamina y determina una “estilo de vida” al que no tengo más remedio
que adherirme…
Hoy, esto funciona más allá de la publicidad. La marca no es solo
reductible a los objetos materiales de la sociedad de consumo sino que ha
alcanzado a los objetos simbólicos, a las representaciones, a los modelos de
conducta y a los sistemas de valores. Las “imágenes de marca” se
extienden a los comportamientos, inciden en la construcción de la
identidad. La marca adquiere así un valor emblemático, más allá de la
función utilitaria del objeto y despierta en mí algo que tiene que ver con un
ideal impersonal (que presupone cómo hay que ser), más que con la
plasmación individual de mi yo íntimo. La marca es social y se aplica a la
identidad, se impone como una especie de imperativo categórico, esto es
algo que no es refutable, que se impone como valor en sí. Todos somos
nuestra propia marca, que tenemos que promocionar continuamente.
Puede que este nuevo modo de pensar tenga que ver con la
sociología del Conocimiento y se vea influido por las teorías lingüísticas de
lo performativo, según las cuales la realidad es una construcción social, y
¿por qué no? por los Genders Studies, que consideran la identidad de
género como un constructo, lo que, a fortiori, es extensible a la identidad a
secas.

La performatividad como imperativo social

1 Jesús Ibáñez: “Una publicidad que se anuncia a sí misma” (Telos, núm. 8, 1986),
recogido en Por una sociología de la vida cotidiana. Siglo XXI. Madrid, 1994.

3
Hoy, vivimos envueltos en esta idea de performatividad, no solo en
el sentido lingüístico: “uno hace camino al andar” o, dicho de manera
menos poética, la identidad se va construyendo sobre la marcha. La
identidad es cada vez menos un concepto patrimonial -algo que se adquiere
de una vez por todas, gracias al estatus y a las habilidades sociales, algo
que se mantiene y se transmite, conforme a una lógica acumulativa-, sino
que varía a lo largo de la vida, en función de las circunstancias y de las
necesidades sociales, en especial la necesidad de ser conforme a una cierta
imagen: la imagen que uno da de sí mismo, la imagen que me reenvía el
otro y ese gran Otro que es la representación mediática. La marca es el
espejo y nos mantiene en ese permanente “estadio del espejo”…
De ahí un concepto de identidad mucho más volátil e inestable,
porque la lógica de la imagen -el identificarse con- se ha impuesto sobre la
lógica de la identidad (el realizarse a sí mismo). La identificación -nos dice
el sociólogo Michel Maffesoli- prevalece sobre la identidad e implica una
nueva inscripción en el tiempo (vivencial y social): el buscar el impacto en
el presente más que la proyección en el futuro.
Pero se puede entender también la performatividad en el sentido
social y axiológico: ser performativo es rendir, alcanzar metas, superarse
continuamente, otro imperativo que el mundo de la empresa ha sabido
hacer proliferar, fomentando a esos “sujetos del rendimiento” a los que
alude el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han. Y
esto asienta un sistema de valores que orienta la búsqueda identitaria de
acuerdo con esta idea de permanente construcción, de constante superación.
Del “Conócete a ti mismo” -esto es, explórate a ti mismo-, hemos
pasado al “explótate a ti mismo”, mecanismo que este autor analiza como
una nueva alienación, una forma de servidumbre voluntaria que él llama
auto-explotación, siendo el sujeto a la vez verdugo y víctima de sí mismo.
Escribe Han, con su estilo contundente, en La sociedad del cansancio, una
de sus mini-publicaciones 2:
“La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria [se refiere a los
análisis de Foucault], sino una sociedad de rendimiento. Tampoco sus
habitantes se llaman ya ‘sujetos de obediencia’ sino ‘sujetos de
rendimiento’. Estos sujetos son emprendedores de sí mismo” (tal vez
convendría traducir: empresarios de sí mismos).
“Exceso de positividad”, llamaba ya Baudrillard 3 a “la violencia de
la disuasión, de la pacificación, de la neutralización, del control, la
violencia suave del exterminio”, que hace que hayamos interiorizado los
modelos sociales: modelos de conquista, de seducción en la Modernidad,

2 Byung-Chul Han: La sociedad del cansancio. Herder. Barcelona, 2012.


3
Jean Baudrillard: La agonía del poder. Círculo de Bellas Artes. Madrid, 2006.

4
modelos de escenificación del yo y de performatividad en la
posmodernidad.
Hasta en el mundo de la investigación se ven las consecuencias de
esta lógica: con la necesidad de publicar en determinadas revistas
indexadas (lo que limita a menudo el carácter innovador, pionero o
contestatario de los artículos), el elegir temas susceptibles de ser
financiados, adscribirse a grupos de investigación influyentes, etc., que
puede coartar la creatividad y originalidad del investigador y le obliga a
entrar en una lógica competitiva basada en criterios de rendimiento y
notoriedad (una notoriedad fundada en índices de presencia más que en la
calidad del pensamiento).
¿Cómo se manifiesta este exceso de positividad en la información y
los medios audiovisuales? En sobreabundancia de estímulos, saturación de
noticias, multiplicación de objetivos que pueden provocar actitudes
contrarias cuando se erigen en ley; visibilización a ultranza de la intimidad
y sobre-exposición del yo, con todas las consecuencias que puede traer…
Una de ellas es la depresión, otra es la anhedonia (dificultad o
imposibilidad de sentir o de expresar el sentir), que son los males
posmodernos por excelencia; el “cansancio” también, como lo llama Han.
Expresan en negativo la incapacidad de hacer frente a tantos retos, a tanta
superación e ideal performativo…
Sin duda el presentismo lo explica en parte, lo que Baudrillard en La
transparencia del mal 4 llamaba “la obesidad de los sistemas del presente”,
la tendencia a perder de vista el telos y a recrearse en lo que llamo lo in-
mediato -lo no mediado por los sistemas simbólicos-, lo nimio, lo efímero,
lo proxémico (piénsese en las redes de contacto), las pequeñas metas
fácilmente alcanzables y siempre renovables (el sistema de consumo alienta
a ello). Maffesoli 5 define el presentismo como la temporalidad de la
posmodernidad, lo vincula al kairos, es decir “a la oportunidad, la aventura,
la sucesión de instantes centrados en la intensidad del momento, el júbilo
vinculado a lo efímero, el disfrute de vivir y gozar de lo que se presenta
aquí y ahora”.

El transformismo televisivo

La televisión ahonda en ello, sobre todo la postelevisión que surge a


raíz de la telerrealidad: después de la “transparencia del mal” de la que
hablaba Baudrillard, refiriéndose a la proliferación y trivialización de
imágenes violentas y de imaginarios apocalípticos, la televisión de la
4
Jean Baudrillard: La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos.
Anagrama. Barcelona, 1991.
5 Michel Maffesoli: Homo eroticus. Des communions émotionnelles. CNRS Éditions.

París, 2012.

5
intimidad establece lo que llamo una transparencia del sentir. Se define
por un régimen de hipervisibilidad en el que el sujeto se expone, escenifica
su yo, vive en una forma de “extimidad”, mezcla de intimidad y
exhibicionismo. La televisión ofrece un escenario de mundos a la carta en
los que el telespectador se proyecta y es otro. Son reveladores al respecto
los formatos tipo Gran Hermano, los juegos-concursos o los programas de
simulación en los que el sujeto se pone en la piel de otro o se construye su
personaje: el medio crea su propia realidad y, dentro de ésta, ofrece al
sujeto la posibilidad de transformarse. “Transformismo televisivo”, había
llamado a esta manera muy posmoderna de crear realidad, instalarse en ella
y vivirla públicamente, como si fuera la realidad misma6.
Podríamos hablar al respecto de proyecciones identitarias, como una
exploración imaginaria de las capacidades del sujeto, la escenificación de
un yo ideal, cultivado por la televisión, con su incitación a superarse
(véanse al respecto los concursos con pruebas, retos y situaciones límites
como los de supervivencia). La televisión aparece entonces como el medio
que permite esta superación, el espacio por excelencia de la
performatividad, siendo el modus operandi la pequeña caja mágica: el
construirse a través de y gracias al medio.
Estamos aquí más allá del entretenimiento, en el reto identitario, en
la puesta a prueba de la identidad y de los límites de la capacidad de
actuación del sujeto, más allá también de una serie de valores que rigen la
prestación pública: la honestidad, el pudor, el sentido de la dignidad o del
ridículo, la integridad incluso. La televisión desinhibe y libera de las
coacciones sociales y de las reglas morales, para bien y para mal; por eso
fascina tanto, porque el sujeto se “suelta”, se transforma en otro y se
reconstruye constantemente…
Las redes sociales también funcionan como espacio de desinhibición,
pero de otra manera.

Las redes sociales como espacio de la desinhibición

Del yo ideal al yo virtual, no hay más que un trecho. Hoy las redes
sociales aportan un nuevo espacio de desinhibición -entiéndase de
liberación del superyó- y de proyecciones imaginarias. Al margen de su
innegable papel de difusión de la opinión y de movilización social,
cumplen una función de reconocimiento, sobre todo a través de su
capacidad de crear identificaciones y de fomentar la relación interpersonal.
Más que reflejo literal de la identidad, Facebook o Instagram son espacios
de escenificación del sujeto mediante la construcción de una imagen del yo.

6
Gérard Imbert: El transformismo televisivo. Postelevisión e imaginarios sociales.
Cátedra. Madrid, 2008.

6
En Facebook, como en la publicidad para los vaqueros de Lee, todo está
formateado con vistas a identificar al sujeto: los protocolos de
presentación, los “Me gusta”, “Lo he visto” y “Ahí estoy”… El sujeto es
con-formista -entiéndase: responde a una forma establecida- con-forme a
una imagen que tiene de sí mismo y a una expectativa social (una imagen
de lo que se espera que sea).
Lo mismo pasa con las selfies, exacerbación del presentismo: yo no
soy por lo que soy, sino por dónde estoy y cómo estoy, en el hic et nunc
más absoluto (aunque lo más adecuado sería decir: relativo, esto es
relacionado con la vivencia más puntual). Situacionismo extremo, la selfie
me inscribe en un contexto efímero, transitorial si se me permite el
neologismo, todo lo contrario de algo estable y duradero. Crea una forma
de estar, un estilo, enormemente repetitivo y redundante, hasta el punto de
poder provocar todo lo contrario de lo que pretende: un rechazo ante la
exacerbación del narcisismo del que la manda, más que un compartir el
momento y la vivencia del otro. Es una escenificación ingenua del yo
dotada de un enorme narcisismo, esto es, lo opuesto a la comunicación,
donde uno se abre a la alteridad.
Más compleja es la construcción de perfiles en las redes, en
particular en las redes de contacto, y el uso de nicknames o de falsas
identidades. Aquí impera la máscara: hay una contradicción entre la
presunta transparencia del medio y la relatividad de los perfiles. Yo soy el
que quiero ser de cara a un determinado fin: captar, cazar al otro, y en
función del “interlocutor”. El perfil, lejos de ser identitario -como lo
podríamos pensar ingenuamente- es pragmático, utilitario, interesado y -
huelga decirlo- con un fuerte componente narcisista… Podría ser engañoso,
de acuerdo con una visión moderna de la ética; pero estamos en un
planteamiento posmoderno, más allá del bien y del mal, más allá de la
autenticidad y de la pureza de intenciones de la moral moderna.
Esta escenificación del yo responde a la lógica del simulacro que ya
teníamos en la neo-televisión: todo lo que aparece ahí es creíble -al igual
que la verosimilitud del relato literario- porque es un mundo autopoiético -
como decía Jesús Ibáñez-, que construye su propia realidad, basada en sus
propias reglas. Una vez entrado en la red, me conformo a sus reglas. De ahí
la facilidad para soltar fake news -esto es, noticias sin fundamento ni
fuentes señaladas- porque, en este régimen de simulacro, el rumor se
confunde con la verdad y es así como se impone la posverdad: una presunta
noticia que en realidad emana de una opinión o es la repetición mecánica
de otra noticia sin fundamento pero que corresponde a lo que espera el
público (por eso es más del orden de la creencia que de la información).
Pasa con la realidad construida ahí lo mismo que con la identidad.
Puede ser puro simulacro pero corresponde al deseo de uno y eso es lo que
le da realidad, aunque sea del orden de la fantasía. Por eso es un mundo

7
enormemente redundante, que se auto y retroalimenta de su propia
información y tiene esta capacidad fulgurante, instantánea, de “crear
realidad” y alimentar la credibilidad.
Por fin hay una forma de desinhibición peligrosa, al amparo del
anonimato, que propicia un sentimiento de impunidad, cuando todo se
puede decir o mostrar -hasta lo que vulnera el derecho a la intimidad o al
honor- porque el ver y el decir están literalmente desregulados (sin límites).
Por eso tanto la autoría como la expresión del yo se diluyen y los secretos
que ahí se comparten son secretos a voces, amplificados y anulados en
cuanto tales.
No dejemos, como docentes que somos, de recordarlo porque, a
pesar de los infinitos buenos usos de las nuevas tecnologías hay un mal uso
muy nefasto que puede causar daños irreversibles; y aunque la falsedad
siempre sea reversible, rebatirla a veces cuesta más, y es más largo, que
difundir rumores. No olvidemos nunca las viejas reglas del periodismo de
siempre: fuentes fidedignas, identificadas y contrastadas. Es una cuestión
de fiabilidad, pero también de autoría, de identificación del autor o de la
fuente, de su fiabilidad. Y esto me da pie para abordar el último punto: el
cómo el cine juega con la identidad, pero sin que sea un juego inocente
porque es un juego serio con los límites: los límites de la identidad, del
cuerpo y del sentir.

Cine y juego con los límites

Puede que sea el cine -en especial lo que llamo el cine posmoderno 7-
, el que más, y mejor, ahonda en esta exploración de los límites a la que me
he referido antes. El cine posmoderno se mueve entre extremos: entre la
hipervisibilización de las identidades (a menudo extremas) y su ausencia,
su licuefacción y, con ellas, la desaparición del sujeto (el sujeto ontológico
de la Modernidad). Lo hace llevando al límite situaciones cotidianas,
experiencias vicarias y esto lo dota de un cierto verismo, aunque a menudo
dentro de una exacerbación de la realidad y de la identidad, lo que lo aleja
de la verosimilitud.
¿Qué entiendo por cine posmoderno? Un cine del cuestionamiento y
de la ruptura, de corte exploratorio, que se sitúa al margen de lo
mainstream -aunque a veces pueda coincidir con él, como vemos en
recientes producciones norteamericanas-, más radical en la medida en que
hace caso omiso del pensamiento binario para hurgar en la complejidad
humana, en la ambivalencia del sujeto actual, un cine que huye a menudo
de todo planteamiento axiológico (más allá del bien y del mal, más allá del

7
Gérard Imbert: Cine e imaginarios sociales. El cine posmoderno como experiencia de
los límites. Cátedra. Madrid, 2010.

8
tabú), que describe, observa, diseca, más que explica u opina, se explaya en
la mirada, hipervisibiliza objetos y sujetos, los pone al desnudo, se
desenvuelve en la vivencia bruta más que en la exposición lógica. Y es
mediante esta mirada impúdica cómo este cine refleja los cambios de
valores en la sociedad actual y replantea el tema de la identidad, llevándola
hasta sus límites.
Citar directores podría ser infinito y arbitrario, pero nombres como
Cronenberg, Haneke, Fincher, Greenaway, Kim Ki-duk como precursores,
Paul Thomas Anderson, el último Von Trier, Nolan, Verhoeven,
Grandrieux, Noé, Ozon, Villeneuve, Xavier Dolan, Yorgos Lanthimos,
Pablo Larraín, son ineludibles, sin contar con un sinfín de directores
emergentes y de películas en las que está presente esta exploración de los
límites…
Por eso no es un cine de la evolución histórica, de la maduración
psicológica ni del conflicto moral, sino que confronta directa y brutalmente
al sujeto con la urgencia, con el hic et nunc existencial, con los límites
identitarios. No se explaya en la caracterización de los personajes sino en
los passages à l’acte, en la respuesta inmediata al malestar mediante
conductas a menudo borderline. No importa tanto lo que son y “valen” los
sujetos como lo que hacen y cómo lo hacen. La noción misma de conflicto,
vertebradora del relato moderno, con sus fases, su lógica aristotélica, su
resolución final, se diluye para dejar paso a un cine de la confrontación,
siendo el passage à l’acte el dar rienda suelta a la pulsión, ante la
imposibilidad de resolver el conflicto, hasta a veces caer en una denegación
del otro o de la realidad.
Un cine -podríamos decir- de la parte maldita, para retomar la
expresión de Bataille, que abre a lo innombrable, que nos proyecta
directamente en el tema, sin precauciones -ni narrativas ni morales-,
alejado de la complacencia narrativa (más allá del realismo), de lo
políticamente correcto y de lo moralmente aceptado. Un cine que da la
espalda a lo dogmático (lo que se da por sentado y se presenta como verdad
absoluta) para explorar vías nuevas o deshacer lo entendido, cuestionar lo
establecido, adentrarse en los territorios del deseo (a veces turbio), de la
atracción (a menudo fatal). Un cine, en fin, que refleja directamente la
crisis de valores que vivimos.
Esta crisis, profunda, es notable en el cine reciente, afecta no solo a
los valores sociales y morales sino también a las categorías que vertebran
nuestra percepción del mundo, en particular las espaciotemporales y la
representación del otro. Si muchos valores están en crisis, es porque,
durante las dos últimas décadas, se han producido mutaciones en la
representación de la realidad social y del sujeto: el presentismo, ya citado,
el miedo al futuro que se traduce en visiones postapocalípticas (en la
ciencia-ficción), el redescubrimiento del cuerpo y su exploración (como en

9
La vida de Adèle), las cambios en lo que respecta a la pareja (tema
inacabable en el cine de hoy) y la dependencia que crea (véase Ana mon
amour), el neo-existencialismo que se manifiesta en la relación con el otro
y con la crisis (como en el joven cine griego), la revisión de valores y mitos
colectivos que han servido de cimiento del sueño americano (desde el cine
indie hasta el black cinema), la asunción del horror como parte de la
realidad humana -lo que llamo el “horror frío” (piénsese en películas como
El Club o Elle)-, y por fin los juegos con la verdad y la impostura.
No se trata de reciclaje -de puro juego con las formas y los géneros,
como podía hacerlo un Tarantino por ejemplo- sino de algo más profundo:
un cambio de paradigmas, un romper las barreras de la visibilidad
moderna, un adentrarse en una era de la hipervisibilidad que, más allá de lo
políticamente correcto, infringe las reglas del buen decir (lo públicamente
correcto) y del bien mostrar (lo estéticamente correcto). Lo que era
outsider, periférico, pionero en el cine moderno, ocupa hoy gran parte de la
representación cinematográfica. La cuestión final que nos podemos
plantear es si, con esto, emerge una nueva forma de obscenidad, si es
provocación -como a veces se percibe desde una postura moral- o, al
contrario, indagación en temas y nociones que la Modernidad había
descartado, ocultado o enmascarado…
Un cine, pues, que promueve una mirada que se interesa por lo
intersticial, en el plano identitario (la fisuras, las divisiones), pero también,
a nivel simbólico, que indaga en las intersecciones entre categorías y
valores, entre el bien y el mal, lo placentero y lo revulsivo, lo eufórico y lo
“disfórico”... De ahí una representación mucho más ambivalente de la
identidad y relaciones que nacen de proyecciones fantasmáticas y
desembocan por ejemplo en relaciones y amores líquidos, dictadas por la
atracción más que por la seducción.
Por eso es a menudo un cine posnarrativo, que trae consigo un
cambio de estatus narrativo e implica nuevos mecanismos de adhesión al
relato: de proyección más que de identificación. Esto cuestiona la base
misma del relato moderno, su verosimilitud, el que me pueda proyectar en
situaciones, identificar con valores que no son los habituales, que pueden
ser incluso incómodos o repelentes, sin que se trate de goce perverso ni de
identificación morbosa. Un cine, por fin, de la frontalidad y del cara a cara
con el horror. ¿Cómo explicar, si no, la crudeza de imágenes de las últimas
películas de Lars von Trier, Gaspar Noé, Alain Guiraudie o Kim Ki-duk?
Veamos para terminar cómo el otro fenómeno extremo fomentado
por los nuevos medios puede desembocar en un “desaparecer de si” y
operar el paso de una hipervisibilización a una licuefacción de las
identidades.

10
De la hipervisibilización a la licuefacción de la identidad: “desaparecer
de sí”

El cine posmoderno procede mediante una hipervisibilización de la


identidad -decía- cuando coloca al sujeto en situaciones extremas, que
generan reacciones exacerbadas, ponen al sujeto en las cuerdas, lo dejan al
desnudo (literal y simbólicamente hablando). Pero también pone de
manifiesto su ausencia cuando escenifica el vacío, mediante figuras
vinculadas con la carencia, la carencia emotiva en particular: la anhedonia,
ese mal tan de hoy. Se produce una licuefacción de las identidades cuando
el yo se disuelve en conductas paroxísticas: alcohol, droga, velocidad y,
sobre todo, sexo: sexo al límite del porno o, más bien, más allá, lo que he
llamado el posporno. Corresponde a estrategias de desaparición cuando el
sujeto se ausenta del mundo, vive en la intermitencia, se ausenta de sí
mismo, en una actitud que he calificado como neo-existencialista.
“Desaparecer de sí” -nos dice el socio-antropólogo David Le Breton
en su libro de título homónimo 8- es una manera blanda de hacer frente a la
dureza del mundo, de apartarse de él sin forzosamente rebelarse, como
hacen los hikikimori japoneses (esos jóvenes que se recluyen en sus casas,
renuncian al mundo real, aunque no al virtual); o, sin ir más lejos, como
hacen muchos usuarios de las redes, amantes de una comunicación
anónima o difusa (cuyos destinatarios son infinitos e informes), sin
interlocutor definido ni definitivo, que se pierden en la infinidad de la red
9

Hay muchas formas de desaparición y disolución de la identidad, no
solo las fugas, el alcohol o los viajes en la droga: son los viajes virtuales, el
perderse en la inmensidad del mundo virtual, el conocimiento ilimitado y
no jerarquizado de Google, la enciclopedia sin fin de Wikipedia, mundos
sin manual de instrucciones, en los que el sujeto se tiene que desenvolver
solo, crear su propio mapa cultural, a veces sin herramientas analíticas.
Por otra parte, la facilidad para generar opiniones en la red crea una
ilusión identitaria que conforta el yo, apuntala la creencia en uno: Opino,
luego existo, tal podría ser la nueva ecuación. La opinión -¡lo mismo que
las selfies!- cumplen una función deíctica (me afianzan en el hic et nunc) y
performativa (me hacen existir como sujeto opinativo), pero no una función
reflexiva, y menos analítica. Es otra forma de desaparición, más insidiosa.
El docente, el investigador tienen un papel fundamental en el control
-entiéndase la buena utilización- de estas herramientas, sin caer en actitudes
ni demasiado integradas ni tampoco apocalípticas: ni exaltando a ultranza
8 David Le Breton: Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea. Siruela. Madrid,
2016.
9
Gérard Imbert: La sociedad informe. Posmodernidad, ambivalencia y juego con los
límites. Icaria. Barcelona, 2010.

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las posibilidades de las nuevas tecnologías ni denostándolas de manera
maximalista. No es una cuestión de punto medio, sino de ambivalencia: el
que coexistan los dos tipos de uso y haya que conocerlos y evaluar sus
consecuencias. Por eso me parece ineludible, a la hora de analizarlas,
enmarcar el enfoque en una problemática de la identidad.

Conclusión

Puede que la identidad, más que una meta ideal, sea hoy un objeto
perdido tras el cual anda desesperadamente el sujeto posmoderno. No la
identidad plena y ontológicamente asentada de la Modernidad, enraizada en
la historia, sino una cosa más fragmentada, reciclable y con fecha de
caducidad, que habrá que esforzarse continuamente en poner al día y
actualizar como cualquier software. ¿Será el propio sujeto el que se ha
perdido en el camino?
Es más, si la identidad es un objeto perdido, ya no se la busca entre
los residuos de una concepción moderna, sino en un más allá que,
obviamente, no tiene que ver con ningún tipo de trascendencia, sino que es
inmanente al individuo y propio de un juego con los límites. De ahí el
recentrar la búsqueda en objetos in-mediatos como son el cuerpo, el sexo,
para replanteárselos dentro de lo que Eugenio Trías 10 llamaba una filosofía
de los límites: los límites no como algo que nos restringe o que tiene
carácter limitante, sino “algo -escribe Trías- que, en cierto modo, nos incita
y excita en nuestra capacidad de superación, o que pone a prueba nuestro
poder y potencia, o que traza una suerte de horizonte (término en el cual se
inscribe la palabra horos, palabra griega de ‘límite’) en referencia al cual
podemos exponer (y experimentar, por tanto) nuestra libertad, o el libre uso
de nuestra capacidad de elegir”.
Esta definición corresponde a lo que entiendo por experiencia de los
límites, la puesta a prueba de la identidad y la reivindicación del libre-
albedrío para explorar espacios nuevos, incluso más allá de los límites, esto
es, los límites establecidos por la razón dominante y la moral imperante.
Ese espacio de libertad, lo define Trías como limes: “un territorio
susceptible de ser habitado y cultivado”, “oscilante y movedizo, que puede
ser habitado; en el cual se puede vivir y convivirse (sic). Espacio, pues,
afirmativo.”
Pero también el límite abre -o entreabre- a lo innombrable, lo
siniestro, el horror, siendo este último un tema muy recurrente en el cine
actual, en todas sus formas, más allá de los géneros cinematográficos. En
cualquier caso, abre a otros mundos que no podemos ignorar, que solo lo
que Trías llama “la razón fronteriza” puede explorar.

10
Eugenio Trías: El hilo de la verdad. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2004.

12

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