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El coro capital

Mosqueado por los celos, el sochantre preparó con ardor el brebaje. Arrojó semillas de sésamo,
adelfa y regaliz en el almirez, machacó con el pilón. Raíces y tallos secos de belladona, bayas de
hiedra y acebo, pelos de gato negro completaron la poción. Preparó el alambique, lo llenó con agua,
frutos troceados de cicuta, y flores de mandrágora no curada. Recordó sus desventuras para
conseguir los ingredientes: durante cinco lunas se arrastró por lodazales y escaló colinas, penetró
por frondosos bosques cuyas ramas despellejaron su cuerpo y fragosas cavernas que azotaron su
alma… Encendió el fuego al máximo, cuidándose de bajarlo al rato. Preparó los botes de cristal
donde decantarían las sustancias inservibles de la destilación.
Ya tendría tiempo el chantre de arrepentirse por los trallazos e injurias que a diario le disponía en
sus accesos de arrebato e ira, arguyendo que debía purificar su alma y expulsar al diantre, al
mandinga que mancillaba su carne. Tiempo hacía que una horda de carcomas roía su espíritu cada
vez que observaba al chantre en sus quehaceres cotidianos. Y él…humillado y relegado a las faenas
de siervos.
Las campanadas lo sacaron de su ensimismamiento y le anunciaron la hora tercia. La hora sexta se
acercaba y debía tener la comida lista para servir.
La sopa de habas, guisantes y arroz comenzaba a borbotear en el caldero, se acercó, retiró una
generosa porción con un cucharón y la volcó en un cuenco de barro cocido al que derramó sin
miramientos la mortífera poción. Empapó rebanadas de pan en una salsa de yemas de huevo y agua
de rosas, y las lanzó en una paila con aceite bien caliente que reposaba en el hogar. Luego de
freírlas las espolvoreó con azúcar.
Por último, asó chuletas de cerdo y las adobó con el amasijo conseguido en el alambique. Para
disimular el acre sabor, las sazonó con guarapo recién extraído del trapiche.
Un exquisito vino de malvasía acompañaría la regia pitanza, una escudilla repleta de uvas, moras,
cerezas, sandías, membrillos y granada a modo de entremés. Una vez todo dispuesto, se escabulló
de la cocina y subió hasta guarecerse detrás de las almenas del refectorio. Oteaba el horizonte a la
espera de la llegada del chantre que, excusado por el abad de sus servicios diarios, se había
aventurado por los huertos, con su acólito favorito. Como pasara el tiempo y no tuviera noticias, el
sochantre quedose dormido.
Los sueños lo llevaron a su infancia, a sus escapes nocturnos junto a su gemelo, con sus redes al
hombro ansiosos por cazar mariposas en el bosque. Tenía en un insectario una colección
extraordinaria, pero aún le faltaba la pieza clave: una falena. Eran araneras, se camuflaban en los
troncos de los pinos, y… De pronto la vio frente a él, suspendida en el aire. En un rápido
movimiento echó atrás su red y la precipitó hacia adelante, justo frente a sus narices, entonces…

Despertó temblando en el frío de una noche sin cielo. Una malla cubría su rostro, a través de la cual
apenas distinguió al chantre y su séquito, y a sí mismo encadenado en las paredes de una celda.
Entornó sus ojos y respiró aliviado.
Su colección al fin estaba completa.

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