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CARÁCTER Y VALÍA PERSONAL

Alfonso Aguiló Pastrana


Mejorar el carácter, una sabia inversión
Textos cogidos:www.interrogantes.net
10-03-08 jmpalomar3@yahoo.es
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
PARTE PRIMERA “A” PROTAGONISTAS DE LA PROPIA VIDA
Capítulo 1: NECESITAS REFLEXIONAR
Capítulo 2: TOMAR LAS RIENDAS DE LA VIDA
Capítulo 3: UN NUEVO MODO DE VER LAS COSAS
Capítulo 4: FORTALEZA Y CLARIDAD INTERIOR
PARTE SEGUNDA “B”: HACER RENDIR EL PROPIO TALENTO
Capítulo 5: HACER RENDIR EL TIEMPO
Capítulo 6: MEJORAR LA RELACIÓN CON LOS DEMÁS
Capítulo 7: BARRERAS A LA COMUNICACIÓN
PARTE TERCERA “C”: UNA CABEZA BIEN AMUEBLADA
Capítulo 8: CULTURA, RENOVACIÓN, FORMACIÓN
Capítulo 9:UNA PROGRESIVA COLONIZACIÓN DE NOSOTROS MISMOS
GUÍA DE TRABAJO INDIVIDUAL

Hacer rendir las propias capacidades


Mejorar la relación con los demás
Optimismo y estabilidad de ánimo
Carácter y acierto en el vivir

ALFONSO AGUILÓ PASTRANA ha tenido relación durante más de quince años con la
formación de gente joven en diversos trabajos de carácter educativo y docente. Es autor de
numerosas publicaciones, entre las que se cuentan siete libros en esta Colección y más de un
centenar de artículos. Desde 1991 es Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la
Educación (IEEE).

Muchas personas jóvenes hacen grandes inversiones de tiempo, energía y dinero para ampliar
cada vez más sus conocimientos y mejorar su propia preparación personal.
Sin embargo, la experiencia de los mejores especialistas en educación, orientación familiar y
recursos humanos, señala que la mayor parte de las veces esas personas presentan luego
serias carencias en lo que se refiere a la formación básica de su propio carácter: pesimismo,
indecisión, desorden, inseguridad, dependencia de los estados de ánimo, dificultad para
trabajar en equipo y relacionarse con los demás, u otros defectos en su modo de ser que
suponen un lastre importante, no sólo para su valía profesional sino también para su felicidad
y su realización como personas.
El carácter de una persona es, muy frecuentemente, lo que marca el techo de sus
posibilidades en lo profesional, o en sus relaciones familiares o de amistad. Las más de las
veces, lo que nos falta no son más conocimientos, títulos o idiomas, sino una mejor relación
con los demás, dominar más los estados de ánimo, saber organizarnos mejor, ser más
cordiales y optimistas, comprender mejor los problemas propios y ajenos, cultivar más los
valores que dan luz y sentido a nuestra vida.
Casi todo el mundo intuye que tendría que mejorar en muchos de esos aspectos, pero pocos
saben cómo lograrlo. El autor, con un método claro y certero, sirviéndose de ejemplos y
anécdotas de la vida cotidiana, reflexiona sobre cómo desde la familia se puede acceder a ese
cambio: un cambio que pasa por cambiar nosotros mismos, y en muchos casos por cambiar
antes nuestra percepción de los problemas.

INTRODUCCIÓN

Quien no arriesga nada,


arriesga aún más.
Erica Jong

¿Dónde está la felicidad: en ser joven, en tener mucho dinero, en gozar de salud...? Durante
más de diez años, un nutrido equipo de investigadores norteamericanos dirigido por David
Myers y Ed Diener ha intentado arrojar alguna nueva luz sobre esta cuestión a través de
amplios estudios estadísticos.
Desde el principio se propusieron no fijarse sólo en las sensaciones subjetivas de felicidad
que tenían los encuestados, sino también en el juicio que merecían ante los demás. Este
enfoque les facilitó una de sus primeras conclusiones: casi todos los que se sentían felices
también lo eran a los ojos de sus más íntimos amigos, de sus familiares y de los propios
psicólogos que les interrogaban.
También observaron que la impresión personal de felicidad está distribuida de modo bastante
homogéneo en casi todas las edades, niveles de ingresos económicos o de titulación
académica, y tampoco se ve afectada de modo significativo por la raza o el sexo. Por
ejemplo, sólo encontraron una cierta relación entre ingresos económicos y sensación de
felicidad en algunos países muy pobres, como la India o Bangladesh; en los demás casos,
solía ser incluso ligeramente más frecuente lo contrario.
La investigación concluía señalando una serie de rasgos de carácter que parecen comunes a
casi todas las personas que se sienten felices: “la persona feliz es cordial y optimista, tiene un
elevado control sobre ella misma, posee un profundo sentido ético y goza de una alta
autoestima”.
Aunque es difícil saber en qué medida esos rasgos de carácter contribuyen a la felicidad o son
más bien parte de sus efectos, sí podemos concluir con Myers y Diener en destacar la gran
importancia que para toda persona tiene la mejora de su carácter.
Es frecuente observar, por ejemplo, cómo muchas personas jóvenes hacen grandes
inversiones de tiempo, energía y dinero para ampliar cada vez más sus conocimientos y
mejorar su propia preparación personal; y, sin embargo, a pesar de ese gran esfuerzo, se
encuentran luego con serias carencias en lo que se refiere a la formación básica de su propio
carácter: pesimismo, indecisión, desorden, inseguridad, dependencia de los estados de ánimo,
dificultad para trabajar en equipo y relacionarse con los demás, u otros defectos en su modo
de ser que suponen un lastre importante, y no sólo para su valía profesional sino también para
su felicidad y su realización como personas.
El carácter de una persona es, muy frecuentemente, lo que marca el techo de sus
posibilidades en lo profesional, o en sus relaciones familiares o de amistad. Las más de las
veces, lo que nos falta no son más conocimientos, títulos o idiomas, sino una mejor relación
con los demás, dominar más los estados de ánimo, saber organizarnos mejor, ser más
cordiales y optimistas, comprender mejor los problemas propios y ajenos, cultivar más los
valores que dan luz y sentido a nuestra vida.
Casi todo el mundo intuye que tendría que mejorar en muchos de esos aspectos, pero pocos
saben cómo lograrlo. El propósito de estas páginas es reflexionar sobre cómo desde la familia
se puede acceder a ese cambio: un cambio que pasa por cambiar nosotros mismos, y en
muchos casos por cambiar antes nuestra percepción de los problemas.
Este libro se presenta como un rato de conversación con un interlocutor que plantea
numerosas cuestiones. He procurado servirme de abundantes ejemplos y anécdotas de la vida
cotidiana. También, y aunque he procurado señalar en cada caso las citas de los autores
correspondientes, quiero desde el principio dejar constancia explícita de las deudas que tengo
con algunas personas a cuyas ideas se deben gran parte de los aciertos que pueda haber en
este libro: indico sus datos en la bibliografía recomendada al final de cada una de las tres
partes del libro.

PARTE PRIMERA “A” PROTAGONISTAS DE LA PROPIA VIDA

Nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti


como el que tienes tú mismo.
Epícteto

Capítulo 1: NECESITAS REFLEXIONAR


Una experiencia en los campos de concentración nazis
La puerta del cambio
Una opción decisiva en la vida
Inteligencia, voluntad, sentimientos

Pensar es el trabajo más difícil que existe.


Quizá sea esta la razón por la que haya
tan pocas personas que lo practiquen.
Henry Ford

Una experiencia en los campos de concentración nazis


Sus padres, un hermano y su mujer habían muerto en las cámaras de gas. Él mismo había sido
torturado y sometido a innumerables humillaciones. Durante meses, nunca pudo estar seguro
de si al momento siguiente lo llevarían también a la cámara de gas, o se quedaría de nuevo
entre los que se salvaban, o sea, entre aquellos que luego tenían que llevar los cuerpos a los
hornos crematorios, y retirar después sus cenizas.
Víctor Frankl había nacido en Viena pero era de origen judío, y eso precisamente le había
conducido hasta aquellos campos de concentración nazis de la Segunda Guerra Mundial. Allí
experimentó en su propia carne la dura realidad de una tragedia que asombró y asombra aún
al mundo entero. Fue testigo y víctima de un gigantesco desprecio por el hombre, de todo un
cúmulo de vejaciones y hechos repugnantes que, por su dimensión y su crueldad,
constituyeron una dolorosa novedad en la historia.
Frankl era un psiquiatra joven, formado en la tradición de la escuela freudiana, y fiel a sus
principios, era determinista de convicción. Pensaba que aquello que nos sucede de niños
marca nuestro carácter y nuestra personalidad, de tal manera que nuestro modo de entender
las cosas y de reaccionar ante ellas queda ya esencialmente fijado para el futuro, sin que
podamos hacer mucho por cambiarlo.
Sin embargo, aquel día, estando desnudo y solo en una pequeña habitación, Frankl empezó a
tomar conciencia de lo que denominó la libertad última, un reducto de su libertad que jamás
podrían quitarle. Sus vigilantes podían controlar todo en torno a él. Podían hacer lo que
quisieran con su cuerpo. Podían incluso quitarle la vida. Pero su identidad básica quedaría
siempre a salvo, sólo a merced de él mismo.
Comprendió entonces con una nueva luz que él era un ser autoconsciente, capaz de observar
su propia vida, capaz de decidir en qué modo podía afectarle todo aquello. Entre lo que
estaba sucediendo y lo que él hiciera, entre los estímulos y su respuesta, estaba por medio su
libertad, su poder para cambiar esa respuesta.
Fruto de estos pensamientos, Frankl se esforzó por ejercitar esa parcela suya de libertad
interior que, aunque sometida a tantas tensiones, era decisivo mantener intacta. Sus carceleros
tenían una mayor libertad exterior, tenían más opciones entre las que elegir. Pero él podía
tener más libertad interior, más poder interno para decidir acertadamente entre las pocas
opciones que se presentaban a su elección.
Gracias a esa actitud mental, Frankl encontró fuerzas para permanecer fiel a sí mismo. Y se
convirtió así en un ejemplo para quienes le rodeaban, incluso para algunos de los guardias.
Ayudó a otros a encontrar sentido a su sufrimiento. Les alentó para que mantuvieran su
dignidad de hombres dentro de aquella terrible vida de los campos de exterminio. En aquel
momento de tanto desprecio por el hombre, de un desprecio como quizá no había conocido la
historia, cuando una vida humana parecía no valer nada, precisamente entonces la vida de
este hombre se hizo especialmente valiosa.
En las más degradantes circunstancias imaginables, Frankl supo sacar partido de modo
singular al privilegio humano de la autoconciencia. Y le sirvió para comprender con mayor
hondura un principio fundamental de la naturaleza humana: entre el estímulo y la respuesta,
el ser humano tiene la libertad interior de elegir. Una libertad que nos caracteriza como seres
humanos. Ni siquiera los animales más desarrollados tienen ese recurso: están programados
por el instinto o el adiestramiento, y no pueden modificar ese programa; es más, ni siquiera
tienen conciencia de que exista.
En cambio, los hombres, sean cuales fueren las circunstancias en que vivamos, podemos
formular nuestros propios programas, proponernos proyectos en la vida y alcanzarlos.
Podemos elevarnos por encima de nuestros instintos, de nuestros condicionamientos
personales, familiares o sociales. No es que esos condicionamientos no influyan, porque sí
influyen, y mucho, pero nunca llegan a eliminar nuestra libertad.
Entre el estímulo y la respuesta
está nuestra mayor fuerza:
la libertad interior de elegir.
Y son esas dotes específicamente humanas las que nos elevan por encima del mundo animal:
en la medida en que las ejercitamos y desarrollamos, estamos ejercitando y desarrollando
nuestro potencial humano.

La puerta del cambio


Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un
carácter muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa
estudiaba menos aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón
de asignaturas, y sus padres estaban desesperados.
Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más
problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué
hacer con él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los
futuros.
El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo
apenas volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos
una lluviosa tarde de septiembre en una cafetería.
Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos
palmos más de estatura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con
quienes fueron mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después
para charlar un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida.
Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además,
no sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados
brillantes. Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores,
cuando analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir –quizá alguna
vez yo mismo– que aquel chico, salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato.
El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera
cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como
si fuera otra persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su
nombre y sus apellidos.
Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye –le dije–, tienes que explicarme qué ha pasado
contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado».
La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como queriendo ordenar sus
ideas, se puso un poco más serio, y finalmente empezó su relato, despacio, pero con soltura:
«Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y quizá lo sea, pero fue un día
concreto, un día por la mañana. Llevaba unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba
años oyendo siempre lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo
mismo. Que yo era un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un desgraciado
si seguía por ese camino, que me estaba buscando la ruina, que nunca sería un hombre de
provecho, y todo eso que dicen las personas mayores».
Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él
entonces, cuando escuchaba esas cosas.
«Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me salía inmediatamente
por el otro. Me parecía que era el rollo de siempre, y estaba cansado de escuchar todos los
días los mismos consejos.
»No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni siquiera les prestaba atención.
Me habían dicho ya mil veces lo mismo, y cuando veía que me venían con esas, desconectaba
y ya está. Tenía como echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y
todos esos sabios consejos me resbalaban por completo.
»Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena
época de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me
apetecía absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la
angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez.
»Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de nuevo a dormir, pero
llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que
aprobara, y las cosas se iban a poner más feas que de costumbre.
»Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la
cabeza a una idea: Oye, tío..., ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o
sesenta años más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto
de mis días.
»Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso
continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a
pensar en cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado.
»No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible.
Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era
como estar deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más
descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.
»Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho tantas veces tanta gente.
Pero aquella vez fue distinto. No me dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí
mismo. Y cambié. Eso es todo».
Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y
finalmente concluyó: «Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan
oportunidades de mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones seriamente,
como cosa tuya, no sirven de nada, por muy buenos que sean. Es más, para lo único que
sirven es para que cada vez los valores menos, para que se produzca una especie de inflación
de consejos que recibes.
»Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar realmente, la única manera
es ser capaz de decirse a uno mismo las cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo».
Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo parecidos. Pensé en esos
chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos
de tantas cosas que deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera
ver su apatía y su indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la raíz de su verdadero
problema, que es algo mucho más de fondo:
Aún no se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida.
Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han recibido una educación muy
pasiva, o hiperprotectora, que no les ha ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a
alejarse de la realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o no
han aprendido a alzar un poco la mirada y aspirar a valores e ideales más altos; o, por los
motivos que sean, apenas sienten responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica,
que son sobre todo ellos quienes se están jugando –y no es poco– su acierto en el vivir.
Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana inquietud por su futuro. Me
recordó algo que había leído tiempo antes a Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la
pregunta ¿Qué va a ser de mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona.
Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería
preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan
provechosa.
«¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había
visto bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta
abajo de la vida. Y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más.
Así que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una
nueva dimensión de la vida.
»Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil.
Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con
claridad meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía
otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar
sentido a las cosas, antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es
dejarse llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando
pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar estrellándote».
Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el
fenómeno del cambio.
Hay decisiones que son
fundamentales en la vida,
y no siempre están unidas
a acontecimientos externos señalados,
sino que son fruto simplemente
de la lucidez de un pensamiento,
y a veces tienen día y hora concretos.
Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo
calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de
esos condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino
inexorable.
Cada persona custodia
en su intimidad
una puerta del cambio,
una puerta que
sólo puede abrirse desde dentro.
Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El
consejo viene de Epícteto:
Nadie tiene tanto poder
para persuadirte a ti
como el que tienes tú mismo.

Una opción decisiva en la vida


Llega un momento en la vida del hombre, una vez superada la niñez, en que tiene una clara
percepción de su propia personalidad moral. Aunque está claro que el bien o el mal está
detrás de cada una de las decisiones puntuales que toma muchas veces cada día, puede
decirse también que hay momentos de la vida en los que la persona toma opciones de tipo
mucho más global.
Muchas veces, esas decisiones no se toman explícitamente, o son difíciles de situar con
precisión en el tiempo, pero sin duda se toman. Porque en una vida coherente no caben las
rupturas continuas. Una cosa es tener fallos, que son comprensibles aun en personas que se
esfuerzan seriamente por evitarlos, y otra bien distinta es que esos fallos sean graves y
habituales, y que los justifiquemos con cualquier excusa.
Vivir con acierto exige una disposición de búsqueda solícita del bien, un compromiso claro y
firme de dirigirse hacia él.
La libertad se ensancha
cuando se compromete
con la verdad y el bien.
El ser humano necesita saber, sin trivializaciones, lo que es bueno y lo que es malo. Cuando
reflexiona con profundidad, comprende que la vida fácil sólo proporciona satisfacciones
fugaces en medio de una insatisfacción general, descubre que su acierto en el vivir está
necesariamente ligado a su desarrollo moral.
—Sin embargo, la mayoría de las personas suelen dedicar poco tiempo a reflexionar con
profundidad, no se sabe bien por qué.
Quizá se deba a que la reflexión va muy unida a la conducta diaria, y quizá advertimos que
hemos de cambiar algo en nuestra vida, y nos cuesta hacerlo, y por eso rehuimos un poco
pensar en ello.
—Es muy humano, supongo.
Sin duda, errar es muy humano. Pero también es muy humano –y quizá más– el empeño por
superar esos errores. Por eso, si en nuestra vida hay una ruptura, sobre la que casi ni nos
atrevemos a pensar, debemos alertarnos.
Si la vida va por delante
de nuestro pensamiento,
y nos encontramos actuando
sin habernos dado casi tiempo
a hacer elecciones razonadas,
precisamente entonces
resulta urgente decirnos,
o que alguien nos diga:
necesitas reflexionar.

Inteligencia, voluntad, sentimientos


Todos habremos oído alguna vez el clásico comentario de la madre del adolescente perezoso
que, apesadumbrada ante los deficientes resultados académicos de su hijo, acaba por decir al
profesor: «Sabe usted, si el chico es muy inteligente, en los tests sacó un coeficiente muy
alto. Lo que pasa es que es un poco vago...».
Cuando oigo comentarios de ese estilo, siempre pienso que, en el fondo, no es así. Que no
puede decirse con propiedad que esos chicos sean inteligentes.
Pienso, como Shakespeare, que “fuertes razones hacen fuertes acciones”. Que ser inteligente,
en el sentido más propio de la palabra, proporciona una lucidez que siempre conduce a un
refuerzo de la voluntad.
No niego que esos chicos –como subrayan sus bienintencionadas madres– puedan tener un
alto coeficiente de capacidad especulativa del tipo que sea. Pero ser inteligente es algo más
que multiplicar muy deprisa, gozar de una elevada capacidad de abstracción o de una buena
visión en el espacio, o de otras capacidades semejantes que permiten obtener altos
coeficientes en los llamados tests de inteligencia.
Entre otras razones, porque si esos chicos fueran realmente tan inteligentes como parece
deducirse de esas pruebas, es seguro que se habrían dado cuenta de que, así, con esa pereza y
esa falta de voluntad, no van a hacer nada en su vida. Habrían visto que si no se esfuerzan
decididamente por fortalecer su voluntad, toda su supuesta inteligencia quedará
lamentablemente improductiva, pues obtener una puntuación elevada en un test, del tipo que
sea, es algo que, por sí solo, arregla muy pocas cosas en la vida. Habrían comprendido que
llevan camino de ser uno más de los muchos talentos malogrados por usar poco la cabeza, y
hace tiempo que se habrían ocupado de cambiar.
De todas formas, aun admitiendo que ese tipo de personas fueran inteligentes, debieran darse
cuenta de que el valor real del hombre no depende tanto de la fuerza de su entendimiento
como de su voluntad. Que la persona desprovista de voluntad no logra otra cosa que
amargarse ante la lamentable esterilidad en que quedan sumidas sus dotes intelectuales.
Quizá las personas
más desgraciadas sean
las grandes inteligencias
huérfanas de voluntad,
porque esa gran inteligencia,
suponiendo que exista,
se pierde sin remedio.
Por eso se equivocan lamentablemente los padres que se enorgullecen tanto del talento de sus
hijos y en cambio apenas hacen nada por que sean personas esforzadas y trabajadoras. Igual
que esos chicos vanidosos que tanto presumen de su coeficiente intelectual, pero a los que su
orgullo y su pereza acaban conduciendo a situaciones personales lamentables. O como
aquellos maestros que sólo juzgan los conocimientos, como si la enseñanza no fuera más que
una gasolinera donde se suministran conocimientos a los alumnos y se comprueba
posteriormente el nivel de llenado.
—De todas formas, a veces tengo la impresión de que la gente tiene fuerza de voluntad sólo
para lo que de verdad le interesa.
También puede verse desde esa óptica: las personas aplican con firmeza su voluntad en la
búsqueda de los objetivos que su entendimiento les presenta con un interés más vivo. En ese
sentido, podría decirse que muchas veces sus problemas están más relacionados con el
entendimiento que con la voluntad.
Más que fuerza de voluntad,
lo que les falta es
una luz más intensa de su inteligencia
sobre ese objetivo.
—Pero antes decías que era mayor el valor de la voluntad que del entendimiento.
No pretendía dar una preponderancia a la voluntad, sólo resaltar su valor. La aparente
contradicción que señalas nos remite a una cuestión más de fondo, muy interesante:
La educación no se refiere
a una parte de la persona:
ha de llegar por entero
a la inteligencia,
a la voluntad
y a los sentimientos.
—Antes hemos hablado sólo de inteligencia y voluntad. ¿En qué sentido añades ahora lo de
los sentimientos?
Son los tres grandes ámbitos que ha de impregnar cualquier tarea educativa o formativa
(tanto si está dirigida hacia uno mismo como hacia otros):
§ ha de iluminar la inteligencia con un conocimiento profundo de la verdad sobre el qué,
el cómo y el porqué de las cosas;
§ ha de consolidar la voluntad con toda una serie de virtudes que impulsen a vivir
conforme a esas convicciones;
§ ha de educar los sentimientos de manera que generen adhesión y atractivo hacia la
verdad presentada por la inteligencia y el bien deseado por la voluntad.
Resultaría un error grave minusvalorar cualquiera de estos tres ámbitos, pues la vida
verdaderamente humana ha de desarrollar armónicamente la inteligencia, la voluntad y los
sentimientos.
Por ejemplo, contribuir al fortalecimiento de la voluntad es decisivo, pero conviene no caer
en el voluntarismo, pues hay muchos errores en la vida que no proceden de la relajación de la
voluntad, sino de un incorrecto conocimiento del cómo y porqué de las cosas, o de una
incorrecta educación de los sentimientos.
Algo parecido sucedería si un proceso formativo diera una preponderancia excesiva a los
sentimientos –podríamos llamarlo sentimentalismo–, pues los sentimientos no piensan, sólo
sienten: cuando van por el camino de la verdad y del bien, son una gran ayuda; pero cuando
surgen sentimientos innobles o equivocados, o que no se han educado debidamente, pueden
acabar extraviando al entendimiento más recto o a la voluntad más firme.
Y lo mismo podría decirse si se cayera en un intelectualismo que olvidara la necesidad de una
educación de la voluntad y los sentimientos, tan decisiva para superar el ensueño o la
debilidad, para saber afrontar el sacrificio que la vida conlleva, y para evitar que nos
desmoronemos ante la presencia inesperada del fracaso o el dolor.
Capítulo 2: TOMAR LAS RIENDAS DE LA VIDA
Artífices de la propia vida
Proyecto de vida
Estilos de vida
Una vida sin disfraces

Las personas que intentan hacer algo y fracasan


están definitivamente mejor
que los que tratan de no hacer nada y lo consiguen.
Anónimo

Artífices de la propia vida


Mientras lees este libro, trata por un momento de tomar distancia sobre ti mismo. ¿Puedes
mirarte a ti mismo como si fueras otra persona? ¿Puedes definir, por ejemplo, el estado de
ánimo en que te encuentras, tu carácter, tus principales defectos o cualidades?
Piensa ahora en cómo ha trabajado tu mente ante esas preguntas. Su capacidad de hacer lo
que acaba de hacer es específicamente humana. Los animales no la poseen. Esa
autoconciencia nos permite evaluar y aprender de nuestros propios procesos de pensamiento.
Gracias a ella, también podemos crear, reforzar o rechazar nuestros hábitos personales,
cambiar nuestro modo de reaccionar ante las cosas, modelar nuestro carácter.
Usar con acierto de este privilegio humano nos permite examinar las claves de nuestra vida.
Conocerse a uno mismo permite
convertirse en el artífice de la propia vida,
ser fiel a lo mejor de uno mismo,
vivir la propia vida más como protagonista
y menos como un mero espectador.
Por eso la psicología y la filosofía han tratado con profusión sobre el conocimiento propio,
subrayando siempre la dificultad que encierra profundizar en él. Si ya a veces es difícil
incluso reconocer la propia voz en una grabación, o la propia figura en una fotografía o un
vídeo en el que se nos ve de espaldas, resulta aún más difícil reconocerse a uno mismo en las
diversas facetas de la propia personalidad.
El autoconocimiento supone siempre una labor ardua y progresiva. Nunca acabaremos de
conocernos del todo, porque el hombre, cuando dirige su mirada hacia sí mismo, tiene que
guiarse en gran parte por intuiciones. Se pregunta con frecuencia por su propia identidad, se
hace cuestión de sí mismo, se vuelve a su interior en busca de respuestas.
Se trata de reflexionar con hondura. También podemos –o debemos– preguntar, y pedir
consejo, pero al final nuestra vida debe ser fruto de nuestras decisiones personales, todo lo
contrastadas que se quiera, pero la última palabra la debemos dar nosotros. Y esa última
palabra debe ser pensada con la seriedad que se merece.

Proyecto de vida
La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. La vida no
puede limitarse a una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido. El
hombre necesita saber para qué vive. Ha de procurar conocerse cada vez mejor a sí mismo y
así encontrar sentido a su vida, proponerse proyectos y metas a las que se siente llamado y
que llenarán de contenido su existencia.
Toda persona tiene su propia misión
o vocación específica en la vida.
Y en esa misión no puede
ser reemplazada por nadie,
ni su vida puede repetirse.
Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso esforzarse por ir
eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos
detectando, esos obstáculos que nos descaminan del itinerario que nos hemos trazado. Porque
si nos falta coherencia, o si con demasiada frecuencia nos proponemos una cosa y luego
hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas que conducen nuestra vida.
—A todos nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos, pero luego viene la realidad de la
vida, con su rebaja...
Es verdad que nadie logra todo lo que se propone, y que a veces la vida parece tan agitada
que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué lo queremos, o cómo
podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a la complejidad de la vida
–como si fuéramos sus víctimas impotentes– lo que muchas veces no es más que una turbia
complicidad con la debilidad que hay en nosotros.
Somos cada uno de nosotros los más interesados en averiguar cuál es el grado de complicidad
con todo lo inauténtico que hay en nuestra vida. Si apreciamos en nosotros mismos una cierta
inconstancia vital, como si anduviéramos por la vida un poco desnortados, sin terminar de
tomar las riendas de nuestra existencia, parece claro que esa actitud está comprometiendo
seriamente nuestro acierto en el vivir.
Es verdad que las cosas no siempre son sencillas, y que en ocasiones resulta realmente difícil
mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades serias, y el desánimo se hace
presente con toda su paralizante fuerza. Pero hay que mantener la confianza en uno mismo,
no decir «no puedo», porque no suele ser verdad, porque casi siempre se puede. Además, la
dispersión, el excesivo activismo, la frivolidad, la renuncia a aquello que vimos con claridad
que debíamos hacer, todo eso, tarde o temprano, puede terminar arruinando nuestra vida.
Por ejemplo, muchas personas consumen su existencia luchando por ganar más dinero, o por
gozar de una mayor fama o reconocimiento, o por disfrutar de más poder, y al cabo de unos
años descubren que su ansiedad por alcanzar esas metas les ha privado de cosas que
importaban realmente mucho más, y que ahora, lamentablemente, han quedado ya fuera de
sus posibilidades.
Es la trampa del exceso de actividad, del dejarse absorber por el ajetreo y el torbellino de la
vida. Es –como apunta Stephen Covey– el afán de trabajar cada vez más, para trepar más
rápido por la escalera del éxito, para descubrir al final que... la escalera estaba apoyada en
una pared equivocada.
Si la escalera no está apoyada
en la pared correcta,
cada peldaño que subimos
es un paso más
hacia un lugar equivocado.
Si uno quiere construir un chalé, revisa antes con detalle los planos, para asegurar que se
adecúa a lo que desea para su familia. Si lo que quiere es lanzar un proyecto empresarial,
primero estudia con detalle los mercados, la financiación, los equipos humanos, etc. Si uno
quiere educar bien a sus hijos, debe tener claro qué valores busca comunicar cuando trata con
ellos día a día. Si queremos dar una charla o una conferencia, primero pensamos qué
queremos transmitir a las personas que nos van a escuchar, luego vemos cómo decirlo, y
finalmente hacemos un guión suficientemente detallado, o la escribimos por entero. Si vamos
a emprender un viaje profesional, estudiamos el recorrido, vemos cómo resolver el
alojamiento, y programamos las entrevistas o reuniones que queremos mantener.
Si no hacemos eso mismo con el proyecto de nuestra vida, y no nos paramos a pensar qué
buscamos en cada una de sus facetas, entonces iremos por la vida como de oídas,
improvisando, y acabaremos asumiendo irreflexivamente los modelos que el azar, la moda o
las circunstancias nos presenten. Entonces nos sucederá algo parecido a lo que pasa a quien
construye un chalé copiando los planos de otro muy bonito, pero sin haber pensado bien lo
que él necesitaba; o a quien crea una empresa aplicando criterios que quizá eran muy válidos,
pero para otro tipo de negocios; o al que divaga vaporosamente pronunciando una
conferencia, y a los cinco minutos del final advierte que se ha ido por las ramas y no ha
logrado transmitir lo que quería decir; o al que sale de viaje sin haber concertado las
entrevistas y reuniones, ni hecho las reservas necesarias, y se encuentra con que al final no ha
podido cumplir los objetivos que lo motivaron.

Estilos de vida
Antes decíamos que, vistos retrospectivamente, muchos pequeños objetivos que en un
momento de nuestra vida nos parecieron importantes y seductores, ahora, pasado el tiempo,
los vemos como algo insustancial y de poco valor.
La prueba del tiempo nos ha mostrado con nitidez ese contraste. A lo mejor vemos ahora lo
equivocado de aquella obsesión por ganar aquel dinero más... ¿para qué sirvió al final? O
aquel otro afán por lograr neciamente ese poco de fama o de notoriedad... ¿en qué ha
quedado? O aquella otra tonta pasión por experimentar tal o cual placer, que supuso aquellos
atropellos... ¿qué nos aportó?, ¿en qué quedó al final?
Cuando somos engañados y dejamos de lado otros valores seguros para claudicar ante el
espejismo del placer, o ante la inercia de la comodidad y el egoísmo, al final siempre
acabamos por advertir –si somos sinceros con nosotros mismos– que aquello no nos condujo
a nada.
Son estilos de vida que, en sus comienzos, suelen presentarse ante nosotros con gran
esplendor, y son enormemente atractivos y seductores. Pero sus consecuencias, los efectos
que producen en el interior de las personas, pocas veces se dan luego a conocer con la
crudeza que realmente tienen (a las víctimas de un engaño les suele costar admitirlo).
Las personas que centran su vida en el placer o el egoísmo acaban por aburrirse de cada uno
de los sucesivos niveles que van alcanzando, pues constantemente piensan en uno mayor y
más excitante, en una cima más alta. Y esto es algo que sucede no sólo con los placeres
propiamente dichos, sino también con la tendencia a rehuir el esfuerzo.
Cuando el hombre busca siempre
el camino de mayor comodidad
y menor exigencia, entonces
su vida se va erosionando gradualmente.
Sus capacidades se van adormeciendo, su talento no se desarrolla, su espíritu se aletarga y su
corazón se siente cada vez más insatisfecho, desencantado por lo fugaces que finalmente
resultan sus efímeros logros.
—De todas formas, la mayoría de la gente procura vivir conforme a unos principios, aunque
estén algo difusos. Son pocos los que se plantean formalmente vivir centrados en el placer.
Pero si esos principios son difusos, es fácil que esas personas acaben un poco a merced de los
estados de ánimo, acudiendo a arreglos transitorios para las crisis que se presentan en sus
vidas, buscando evadirse mediante gratificaciones fugaces que les hagan olvidar un poco que
aquello no va bien. Pero cada vez que sube la tensión en sus vidas, todo aquello que no
funciona sale a la superficie, y quizá entonces se muestran hipercríticos, malhumorados,
pesimistas, ensimismados, y la levedad de sus valores y principios acaba por llevarles, casi
inadvertidamente, a una vida muy centrada en la comodidad y el egoísmo.
La realidad de la vida es muchas veces dura y dolorosa, y cualquier esfuerzo nuestro por
hacerla más habitable es siempre una aportación importante, para nosotros y para los demás.
Cada vez que nos sacudimos la inercia e impulsamos los valores y principios que nos
inspiran, contribuimos –vayamos a favor o en contra de la corriente– a nuestra felicidad y a la
de los demás. Lo que no podemos es abandonarnos en el regazo cálido y adormecedor de las
inercias de la vida y luego quejarnos de su amargura.

Una vida sin disfraces


Todos solemos contemplar con admiración a las personas, familias o instituciones que están
basadas en principios sólidos y hacen bien las cosas. Nos admira su fuerza, su prestigio, su
madurez. Y nos preguntamos: ¿cómo lo logran?, ¿cómo podría yo aprender a hacerlo así?
Lo malo es que muchas veces buscamos la clave en cuestiones que no pertenecen a la
sustancia del problema. A lo mejor queremos un consejo que sea una solución rápida y
milagrosa a nuestros problemas, como si fuera todo cuestión de una sencilla cosmética de los
valores.
Al calor de ese afán por los remedios rápidos, ha surgido en los últimos años una extensa
literatura dedicada a la efectividad personal, que a menudo parece ignorar el proceso natural
de esfuerzo y desarrollo que la hacen posible. Es el esquema del «hágase rico en una
semana», «aprenda inglés sin esfuerzo», «cómo ganar un montón de amigos», «cómo causar
buena impresión», etc. Lo habitual es que esos libros proporcionen una serie de consejos más
o menos eficaces para solucionar problemas superficiales, pero suelen dejar de lado las
cuestiones de fondo.
Sin embargo, desde los filósofos griegos hasta nuestros días, los autores que han estudiado
seriamente la búsqueda de las claves del vivir con acierto, se han centrado básicamente en los
esfuerzos que el hombre hace por asumir ciertos principios y valores como la honestidad, la
justicia, la generosidad, el esfuerzo, la paciencia, la humildad, la sencillez, la fidelidad, el
valor, la prudencia, la lealtad, la veracidad, etc. Y no como una cuestión cosmética, sino
profunda, que busca cambiar por dentro a la persona, constituir hábitos y rasgos que
conformen con hondura el propio carácter.
Podría compararse a las labores del campo. Sería ridículo olvidarse de sembrar en primavera,
querer holgazanear luego durante todo el verano, y pretender al final acudir afanosamente en
otoño a recoger la cosecha.
Tampoco se puede pretender
cosechar una vida lograda
sin haber puesto previamente
los medios necesarios.
En las labores del campo, como en la vida del hombre, lo normal es –aunque siempre se está
expuesto a incertidumbres–, que al final se cosecha lo que se siembra. Y si no se siembra, si
el campo no se trabaja, lo normal es que no se recojan más que malas hierbas.
En la mayoría de las relaciones humanas ocasionales, se puede salir del paso mediante
técnicas superficiales que dan resultado a corto plazo. En esas estrategias se centran los
autores que antes hemos mencionado. Y ciertamente se puede producir una impresión
favorable ante otras personas mediante el encanto y la habilidad personales, o mediante
cualquier técnica de persuasión, pero esos rasgos secundarios no tienen ningún valor en
relaciones personales prolongadas.
Puedes producir de modo ficticio una buena imagen en un encuentro o un trato más o menos
ocasional, pero difícilmente podrás mantener esa imagen en una convivencia de años con tus
hijos, tu cónyuge, tus compañeros o tus amigos (o contigo mismo).
Si no hay una integridad personal profunda
y un carácter bien formado,
tarde o temprano los desafíos de la vida
sacan a la superficie
los verdaderos motivos.
Hay personas que presentan una imagen exterior de cierta categoría personal, e incluso logran
un considerable reconocimiento social de sus supuestos talentos, pero en su vida privada
carecen de una verdadera calidad humana. En esos casos, lo normal será que, antes o después,
esa mezquindad personal se acabe trasluciendo en su vida social y en todas sus relaciones
humanas prolongadas, echando por tierra su efímero triunfo anterior.

Capítulo 3: UN NUEVO MODO DE VER LAS COSAS


La teoría de los gérmenes
Saber usar los propios recursos
Dos modos de plantear las cosas
Una nueva clave
La libertad interior de elegir
El riesgo del autoengaño

Muchos hombres no se equivocan jamás


porque nunca se proponen hacer nada.
J. W. Goethe

La teoría de los gérmenes


Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción patógena de los microbios,
allá por la segunda mitad del siglo XIX, había entre los investigadores médicos una enorme
preocupación ante el serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias.
Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención quirúrgica eran casi
inevitables y de consecuencias muy graves. También era habitual que tras pequeñas heridas
se produjeran importantes supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres
morían como consecuencia de infecciones originadas por la asistencia al parto. Pero nadie
entendía bien por qué sucedía todo aquello.
Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de la fermentación, Louis
Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los procesos infecciosos son consecuencia de la
acción de un germen. Pero, ¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes
se habían planteado esa posibilidad pensaban que surgían por generación espontánea. Sin
embargo, Pasteur va hallando microbios específicos de diferentes enfermedades, y observa
que son seres vivos que van pasando de un cuerpo a otro.
Poco después, el cirujano inglés Joseph Lister descubre que aplicando enérgicas medidas
antisépticas se frenan drásticamente las infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas
abiertas, logra reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias al
empleo de fenoles como producto antiséptico.
Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la enfermedad pueden ser
aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se inoculan en pequeñas dosis en cuerpos
sanos –a ese hallazgo se le puso el nombre de vacuna–, tienen un efecto inmunizador.
En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo modo de entender la
atención hospitalaria, y en general de toda la medicina. Un pequeño cambio de enfoque hizo
ver las cosas muy distintas y generó poderosas transformaciones.
Comprender mejor lo que sucedía
hizo posible un avance extraordinario.
De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio en su pensamiento en
determinados momentos de su vida. Descubren una nueva faceta de la realidad, y esto
provoca un cambio en las claves con las que estaban interpretando esa realidad.
Un descubrimiento
nos hace sustituir viejas claves
por otras más acertadas.
Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o afronta una crisis que
amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la prueba de la enfermedad y del dolor, y de
pronto ve sus prioridades bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas
responsabilidades, o asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o esposa, padre o
madre, y entonces se produce un cambio de su modo de ver las cosas.
Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos baste con esforzarnos
un poco más en mejorar nuestra conducta y luchar contra nuestros defectos.
Pero si aspiramos
a un cambio importante,
es preciso cambiar
nuestro modo de ver las cosas.
Un ejemplo. Piensa por un momento –recomienda Stephen Covey– en tus bodas de plata, o
en tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu jubilación.
Visualízalo con riqueza de detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te
embargarán en ese momento. ¿Cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de
trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance que hagas entonces?
Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan sólo tres meses de vida.
Visualiza mentalmente qué harías. Es probable que, de pronto, todo aparezca con una
perspectiva diferente. Es probable que afloren a la superficie ciertos valores que antes casi no
tenías en cuenta.
Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o con tus hijos, o plantees de
modo distinto el matrimonio, o la relación con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan
futiles cosas que hace un momento considerabas muy importantes.
—Bien, pero la vida no puede plantearse cada día como si te quedaran tres meses de vida.
Por supuesto. Pero ese ejercicio mental nos puede ayudar a pensar en cosas en las que
habitualmente no pensamos, a reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a
identificar mejor lo que realmente importa.
La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra
marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más
nuestro status quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta
entonces, sino repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios
son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor
tesoro (además, casi lo único que tenemos a salvo de robos, incendios, quiebras o descensos
bursátiles).

Saber usar los propios recursos


Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético. Son los que con un “qué le
vamos a hacer, he nacido así”, alejan rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en
serio por erradicar un determinado defecto.
Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de toda una rama de la familia)
para justificar, por ejemplo, que tienen un carácter violento o imprevisible. Están
convencidos de que su herencia de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su
carga genética y que, por tanto, nada pueden hacer por luchar contra su propio ADN.
Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que recibieron de sus padres.
Son los que con un cortés y lacónico “me han educado así”, dejan también de lado cualquier
pensamiento sobre su mejora personal.
Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido, de su condición social,
del modo de ser propio de su región o su país de origen, del estilo educativo del lugar donde
estudiaron, o de lo que sea..., pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero
responsable de que él sea así.
Siempre piensan que el problema
está fuera de ellos,
y precisamente ese pensamiento
es su gran problema.
Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico, diversos grados.
En algunos casos, por ejemplo, esas personas aceptan que quizá la solución está en ellos
mismos, y se muestran teóricamente dispuestos a afrontarlo, pero luego no llegan a tomar la
iniciativa o no dan los pasos necesarios para llevar a la práctica esas soluciones. Veamos unos
ejemplos, tristemente frecuentes, tomados del ámbito escolar:
§ «En casa no hay quien estudie. Tendría que ir a una biblioteca, pero la de mi barrio está
llena desde primera hora de la mañana y no tengo ni la menor idea de dónde habrá otra...».
(Ni se plantea madrugar un poco más, ni espabilar un poco para enterarse de dónde hay otra
biblioteca).
§ «No sé qué carrera estudiar. Tendría que enterarme bien, pero no sé a quién preguntar.
Nadie quiere ayudarme». (No ha preguntado a nadie, y ya piensa que nadie le quiere ayudar;
desde luego, será difícil que alguien se brinde espontáneamente a orientarle sobre un
problema que él no ha manifestado).
§ «Sé que no tengo un buen método de estudio. Intento aprenderme todo de memoria, y
veo que eso no es solución, pero no sé hacerlo de otra manera». (Está claro que con un afán
investigador como el suyo, la ciencia estaría aún como en el neolítico).

Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no
prosperar que se difundieron tanto hace unos años:
1. Espere sentado su oportunidad.
2. Comente su mala suerte con los demás.
3. No se esfuerce por mejorar su preparación.
4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles.
5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada.
6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores.
Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les
fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y
resolver sus problemas.
Su principal problema son ellas mismas:
no tienen una actitud ante la vida
que les lleve a usar
sus recursos y su iniciativa.
Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos siguen
siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos.
Dos modos de plantear las cosas
En este sentido, podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos
grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o
casi ninguna posibilidad de influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones
sobre las que sí podemos influir.
Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre
cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen
ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a
pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a
corregirse), y a lamentarse de las injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo
ellos pueden contribuir a mejorar la sociedad). Se quejan continuamente de los males que la
salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas
cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por cambiarlas.
Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de
pensamientos a que nos referíamos. Es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con
respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que
hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones –podríamos llamarlo
círculo de influencia– vaya creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e
influyen sobre más cosas.
—Pero reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, ¿no
supone un cierto empequeñecimiento mental?
Es cierto que hay muchas cosas –por ejemplo, la información sobre la actualidad nacional e
internacional, la historia, etc.– sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo
resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas. Por eso,
cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero fundamentalmente a
la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de su alcance
y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no
poder resolverlos.
Lo sensato es saber centrar
nuestros esfuerzos en
lo que está a nuestro alcance,
no perder nuestras energías
en lamentaciones utópicas.
De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un estilo de vida por el
que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios
talentos.
Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:
§ coraje para cambiar lo que se puede cambiar,
§ serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar,
§ y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.
Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la
capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa
o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no
haber tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras.
La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo
cuando cambien podrá salir de su triste situación.
La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él mismo, en su
actitud, en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede
mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas
vayan cambiando. La diferencia es sencilla:
Acometer resueltamente los problemas,
en vez de limitarse a protestar.
Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un
país subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un
telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van
descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro
telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de
quince mil pares».
Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital
importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua
queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a
la sociedad.
Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con
tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una
víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y
examínalas con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu
susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de detalles que valoras
excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los defectos de los demás
que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que
difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa.
Si de verdad quieres mejorar la situación,
debes empezar por actuar
sobre lo que tienes más control,
que eres tú mismo:
actúa primero sobre
tus propios defectos.
Has de centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre,
mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra
persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera.
—¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como
antes?
Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más
positivo que tienes (no el único) sigue siendo ese. Actuando así, mejorarás como persona, y
de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y
aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia.

Una nueva clave


Recuerdo el caso de otro alumno que desde el comienzo del curso me produjo bastante mala
impresión. Su actitud era habitualmente negativa, incluso un tanto desafiante. Parecía como si
a cada momento tuviera que comprobar hasta dónde estaba dispuesto el profesor a permitir
sus pequeñas provocaciones. También tenía dificultades con sus compañeros, entre los que
era bastante impopular.
Su talante y su comportamiento en clase llegaron a producirme cierta irritación. A los pocos
días de curso, decidí variar el orden que seguía en mis entrevistas con los alumnos nuevos
para hablar con él cuanto antes. A la primera ocasión, le llamé. Nos sentamos, y le pregunté
cómo se encontraba en su nueva clase.
Los primeros diez minutos fueron por su parte de un mutismo completo, sólo interrumpido
por algunos parcos monosílabos. Aunque me esforcé por mostrar confianza, buscando el
motivo de su desinterés y sus dificultades de relación con sus compañeros, apenas encontraba
respuesta por su parte.
Pasé a preguntarle por cosas más personales, por sus padres, por el ambiente de su casa. Poco
a poco, dejaba notar que en realidad sí quería hablar, pero encontraba dentro de sí una
barrera. Finalmente, y sin abandonar ese tono altivo que parecía tan propio suyo, me
contestó: «¿Que cómo van las cosas en mi casa? Pues eso. Fatal. Que se te quitan las ganas
de todo. Usted lo ve todo muy fácil, claro. ¿Pero cómo estaría usted si su madre estuviera en
cama desde hace dos años, y su padre volviera a casa bebido la mitad de los días? Estaría
muy entero, supongo. Pero, lo siento, yo no lo consigo».
Siguió hablando, al principio con cierto temple, pero a las pocas frases se vino abajo, se le
quebró la voz y se echó a llorar.
Una vez roto el hielo, aquel chico abandonó esa actitud postiza de orgullo y de distancia que
solía usar como defensa, y se desahogó por completo. Poco a poco fue contando el drama
familiar en que estaba inmerso y que le hacía vivir en ese estado de angustia y de crispación.
La enfermedad, el alcohol y las dificultades económicas habían enrarecido el ambiente de su
casa hasta extremos difíciles de imaginar. A sus catorce años llevaba ya sobre sus espaldas
una desgraciada carga de experiencias personales enormemente frustrantes.
No es difícil imaginar lo que sentí en aquel momento. Mi visión de ese chico había cambiado
por completo en sólo unos segundos. De pronto, vi las cosas de otra manera, pensé en él de
otra manera, y en adelante le traté de otra manera. No tuve que hacer ningún esfuerzo para
dar ese cambio, no tuve que forzar en lo más mínimo mi actitud ni mi conducta: simplemente
mi corazón se había visto invadido por su dolor, y sin esfuerzo fluían sentimientos de
simpatía y afecto. Todo había cambiado en un instante.
Me recordó aquella frase de Graham Greene: Si conociéramos el verdadero fondo de todo
tendríamos compasión hasta de las estrellas. Y pensé que muchos de los problemas que
tenemos a lo largo de la vida, que suelen ser problemas de entendimiento y relación con los
demás, con frecuencia tienen su raíz en que no nos esforzamos lo suficiente por
comprenderles.
Cuando oigo decir que los jóvenes no tienen corazón, o que no tienen ya el respeto que tenían
antes, siempre pienso que –como ha escrito Susanna Tamaro– el corazón sigue siendo el
mismo de siempre, sólo que quizá ahora hay un poco menos de hipocresía. Los jóvenes no
son egoístas por naturaleza, de la misma manera que los viejos no son naturalmente sabios.
Comprensión y superficialidad no son cuestión simplemente de años, sino del camino que
cada uno recorre en su vida.
Hay un adagio indio que dice así: Antes de juzgar a una persona, camina durante tres lunas en
sus zapatos. Vistas desde fuera, muchas existencias parecen equivocadas, irracionales, locas.
Mientras nos mantenemos fuera,
es fácil entender mal a las personas.
Solamente estando dentro, solamente caminando tres lunas en sus zapatos pueden entenderse
sus motivaciones, sus sentimientos, aquello que hace que una persona actúe de una manera en
vez de hacerlo de otra. La comprensión nace de la humildad, no del orgullo del saber.

La libertad interior de elegir


«Trabajo como enfermera y llevaba unos meses atendiendo al hombre más desagradable que
puedas imaginarte. Nada de lo que hacía podía satisfacerle. Nunca lo apreciaba, ni agradecía
nada, ni mostraba ningún reconocimiento. Se quejaba constantemente y sacaba defectos a
todo.
»El caso es que por culpa de aquel hombre llevaba un tiempo sintiéndome de bastante mal
humor, pues atenderle me suponía mucho tiempo diario, y me enfadaba mucho, y esos
berrinches me dejaban alterada para el resto del día, y al final eran los demás enfermos, mis
compañeros y mi familia quienes más sufrían las consecuencias de mi estado de ánimo.
»Y fue entonces cuando una compañera mía, con la que tengo mucha confianza, tuvo el
descaro de decirme que nadie podía herirme sin mi consentimiento; me explicó que, en el
fondo, era yo quien elegía mi propio estilo de vida emocional que me llevaba a la infelicidad.
»De entrada, me pareció que su consejo era teórico e inaceptable. Pero estuve pensándolo
unos días, hasta que me enfrenté a mí misma con verdadera sinceridad, y empecé a
preguntarme: ¿soy en realidad capaz de influir en mi reacción ante las circunstancias que se
presentan en mi vida?
»Cuando por fin comprendí que sí podía hacerlo, o que al menos podía hacerlo bastante más,
entendí que el hecho de que yo me sintiera tan desgraciada era básicamente culpa mía. Y fue
entonces cuando supe que podía elegir no serlo, que debía liberarme de esa extraña
dependencia del modo en que me estaba tratando ese paciente. Aquello fue un
descubrimiento que ha influido después mucho en mi vida, ahora lo veo, varios años después.
Desde entonces, atiendo a ese tipo de personas de una forma distinta, ya no se me hacen
odiosos, como antes. Es más, estoy convencida de que tratar con ellos me hace mucho bien».
El relato de esta enfermera nos muestra que las circunstancias de dificultad, si se saben
afrontar juiciosamente, suelen dar lugar a cambios en el modo de entender la vida, nos abren
marcos de referencia nuevos, a través de los cuales las personas vemos al mundo, a los demás
y a nosotros mismos de modo distinto, y nos permiten aumentar la perspectiva, madurar
nuestros principios y alcanzar nuevos valores.
Es verdad que nuestra vida está bastante condicionada por muchas cosas que nos suceden y
sobre las que apenas podemos actuar. Pero todas pueden superarse si se saben asumir
adecuadamente.
Todos hemos conocido, por ejemplo, individuos que atravesaban circunstancias muy difíciles
–una dolorosa enfermedad, una deficiencia física grave, un duro revés económico o afectivo–
y, a pesar de ello, mantenían una extraordinaria fortaleza de ánimo. Observar a esas personas,
ver cómo afrontan el sufrimiento o superan el embate de una desgracia o una fuerte
contrariedad, deja siempre una impresión y una admiración grandes. Son actitudes que dan
vida a los valores que les inspiran. En ese sentido, puede decirse que las dificultades a las que
nos vemos sometidos juegan, en cierta manera, a nuestro favor:
Las dificultades
hacen lucir nuestra mediocridad,
y nos brindan una
espléndida ocasión de superarnos,
de dar lo mejor de nosotros mismos.
Y de la misma manera que en su infancia y juventud las personas se curten y se superan a sí
mismas con el esfuerzo ante la dificultad, y, por el contrario, la vida fácil las convierte en
criaturas mimadas y endebles, de modo semejante, podría decirse que nuestra valía
profesional, nuestro amor o nuestra amistad, maduran ante un ambiente difícil, arraigan con
más fuerza y autenticidad en un entorno en el que no todo viene dado.
La historia apenas conoce casos de grandeza, de esplendor, o de verdadera creación, que
hayan tenido su origen en la comodidad o la vida fácil. El talento no fructifica sino en la
fragua de la dificultad. Quizá por eso decía Horacio que en la adversa fortuna suele
descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta.

El riesgo del autoengaño


Todo hombre sensato ha de tener una sana y equilibrada preocupación por saber si actúa bien
o no.
Una reflexión positiva
que nos haga estar prevenidos
contra el autoengaño.
Porque en las vueltas y revueltas de la vida aparecen muchas ocasiones de obrar mal y apenas
reparar en ello. Y aunque somos libres de elegir nuestras acciones, no lo somos tanto para
eludir luego las consecuencias de esas acciones que hemos elegido.
Por ejemplo, podemos elegir tirarnos a la calle desde un quinto piso, pero no podemos eludir
lo que nos sucederá cuando nos estampemos contra el suelo. De la misma manera, podemos
optar por ser deshonestos o corruptos en nuestro trabajo, con nuestros amigos o con la
sociedad, pero no podremos escapar de sus consecuencias.
—Bueno, hay bastante gente que sí escapa, puesto que, por desgracia, no todos los corruptos
son descubiertos ni acaban en la cárcel.
Las consecuencias penales o sociales quizá puedan eludirse, pues depende de que nos
descubran o no.
Pero el daño personal que con
cualquier quebranto ético
se hace uno a sí mismo
es ineludible siempre.
Somos libres de elegir ante cualquier situación, pero nunca podemos dejar de cargar con la
otra cara de la moneda. Sin duda, muchas veces nuestras decisiones tendrán consecuencias
que preferíamos no padecer, y hemos llegado a ellas por no saber bien qué había en la otra
cara de esa elección, y es entonces cuando nos damos cuenta de que nos hemos equivocado.
Sin embargo,
no son nuestros errores
lo que más nos daña,
sino nuestra respuesta ante ellos.
Porque, como decía Cicerón, todos los hombres pueden caer en un error, pero sólo los necios
perseveran en él. Cuando una persona no reconoce sus errores, no los corrige, o no aprende
de ellos, se introduce en una espiral de autoengaño y encubrimiento que potencia esos errores
y causa un daño mucho más profundo.
—Lo malo es que supongo que todos tendemos en cierta manera hacia el autoengaño y el
encubrimiento de nuestros errores.
Por eso la educación del carácter requiere un serio esfuerzo personal en ese sentido: cuando
cometas un error, no te escudes en tu debilidad, no te lances a señalar defectos de otras
personas, a culpar o acusar a otros. Es verdad que también habrá culpa en otras personas,
pero hay que evitar que esa parte de culpa ajena te impida ver la tuya. Cuando observes en ti
un error, lo verdaderamente necesario es, simplemente, que lo admitas, te corrijas y aprendas
de él: de esta manera, además, una experiencia negativa puede convertirse en algo muy
positivo.
Y si ves que tu pensamiento deriva enseguida hacia cuestiones que están fuera de tu alcance –
fuera del círculo de influencia de que hablábamos antes–, frena en seco y vuelve a empezar.
Hemos de tener la valentía de descubrir y afrontar las áreas de error o de debilidad que hay en
nuestras vidas, para eliminarlas o reformarlas.
—También será positivo conocer nuestras áreas de talento, para potenciarlas, supongo.
Sí, y en ambos casos el proceso de avance es muy parecido: establecer una meta personal,
hacer un propósito de mejora y mantener un compromiso serio con uno mismo para
cumplirlo (un compromiso serio y firme, pero también cordial y deportivo).
Capítulo 4: FORTALEZA Y CLARIDAD INTERIOR
Independencia personal
Autoestima
Aprender a fracasar
Capacidad de ilusionarse
Capacidad de resolución
Dominio de uno mismo
Superar el egoísmo

Si de verdad vale la pena hacer algo,


vale la pena hacerlo a toda costa.
G. K. Chesterton

Independencia personal
Todos hemos venido al mundo como niños totalmente dependientes de otros. Hemos sido
dirigidos, educados y sustentados por otros durante bastante tiempo, y está claro que si no
hubiera sido así no habríamos vivido más que unas pocas horas, o a lo sumo unos pocos días.
Después, nos fuimos haciendo cada vez más independientes. Se podría decir que nos fuimos
haciendo cargo gradualmente de nosotros mismos.
Una persona con una dependencia física (un paralítico o un enfermo de Alzheimer, por
ejemplo), necesita ayuda de los demás. Una persona que sea muy dependiente
emocionalmente, tomará sus decisiones y se sentirá segura muy en función de la opinión de
los demás, de lo que otros piensen de él. Una persona que sea muy dependiente
intelectualmente, cuenta con que otros piensen y decidan por él ante los principales
problemas de su vida.
En cambio, una persona independiente se desenvuelve por sus propios medios, tiene su
propia opinión sobre las cosas y sus propias pautas para la construcción de su vida.
—Parece claro que la independencia es un logro importante en la vida, pero debe tener
también su justa medida, porque ser absolutamente independiente no parece que tampoco sea
el gran paradigma de la existencia.
Naturalmente. Entre otras cosas, porque –como señala Stephen Covey– los más altos logros
de nuestra naturaleza tienen siempre que ver con nuestra relación con los demás: la vida
humana es de por sí interdependiente, y por esa razón hay que encontrar un equilibrio
adecuado, una justa medida entre ambos extremos erróneos.
Podría decirse que la sensibilidad de nuestra época ha entronizado a veces de modo
exagerado la independencia, como si fuera la más grande meta humana y una garantía segura
de felicidad. Sin embargo, un exagerado o mal entendido afán de independencia puede en
muchos casos acabar en dependencias mucho más amargas.
Por ejemplo, la que se ve en esas personas que abandonan su matrimonio y sus hijos en
nombre del amor y la independencia, aunque en el fondo lo hacen por razones egoístas
bastante fáciles de suponer. O la de aquellos que desatienden a su familia, o traicionan a sus
amigos, o renuncian a sus principios, en razón de un desmedido afán de afirmación personal
en su trabajo, por ganar más dinero o alcanzar mayores cotas de poder. O la que se ve en
aquellos otros que hablan de romper las cadenas, liberarse, vivir la propia vida..., y en
realidad están con ello sujetándose a otras cadenas que suponen dependencias mucho más
fuertes, porque son dependencias que están en su interior: en una búsqueda egoísta de placer
o comodidad, en una renuncia a enfrentarse a la propia responsabilidad, o en echar la culpa a
los demás de todo lo que les resulta difícil en sus vidas.
La independencia personal nos hace actuar por cuenta propia, en vez de entregar a otros el
control de nuestra vida, y eso es un logro muy importante. Pero no es suficiente como meta
final de una vida.
Hay que añadir siempre a la independencia
una buena dosis de sensatez y buen criterio,
para tampoco caer en la idiotez independiente,
que por ser independiente
no deja de ser idiota.
La vida, por naturaleza, es interdependiente. El hombre no puede buscar la felicidad
poniendo la independencia como valor central de su vida. De entrada, porque cualquier logro
en la vida afectiva de una persona pasa necesariamente por depender en cierta manera de su
mujer, su marido, sus hijos, sus amigos, su proyecto profesional, etc.; y todos también
necesitamos depender de unos principios, ideales y valores que dan sentido a nuestra vida.
En definitiva, se puede ser independiente y comprender que se avanza más trabajando en
equipo, que necesitamos enriquecer nuestro pensamiento con el de otras personas, que hay
que ser fiel a unos valores acertados, o que todo hombre necesita dar y recibir afecto. La vida
ha de plantearse buscando compartirla profunda y significativamente con otros, y esto supone
siempre un contrapunto ante un afán de independencia mal entendido.

Autoestima
Como ha señalado Miguel Ángel Martí, a veces parece como si sólo existieran dos tipos de
personas: unas que se sobrevaloran, cayendo así en actitudes más o menos engreídas o
prepotentes; y otras que se infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su
personalidad los aspectos negativos y las deficiencias, y con eso su relación con ellos mismos
es autodestructiva, se sienten culpables de todos sus fracasos, aunque estos se deban a
factores externos, y esto les lleva a una cruel inseguridad, a valorar siempre más la opinión de
los otros que la suya propia.
La falta de autoestima, además, suele conducir a un círculo vicioso de actitudes mentales
negativas. Esa persona puede comenzar pensando, por ejemplo, que no será capaz de alcanzar
una meta que se ha propuesto, porque tiene la impresión de que rara vez logra lo que se
propone. Con esa premisa, se encamina hacia esa meta con talante gris y mortecino, tarde y
sin entusiasmo, con más miedo al fracaso que afán de lograr el éxito. Si luego las cosas no
salen –y no suelen salir cuando se acometen así–, la experiencia, una vez más, vuelve a
reforzar el juicio negativo anterior: de nuevo se ha demostrado que no es posible, que no
valgo, que he fallado y que las cosas seguirán igual en el futuro.
En cambio, cuando alguien aprende a respetarse a sí mismo, y a no compararse dañosa e
inútilmente con los demás, tiene entonces mayor facilidad para tomar conciencia de su propia
singularidad y dignidad. Es decisivo comprender que cada ser humano posee unas
virtualidades propias que sólo él mismo –con la ayuda que sea necesaria– puede llegar a
hacer rendir, proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenarán de
contenido su existencia.
—¿Y piensas que fomentar la autoestima puede llevar, de alguna manera, a promover un
modelo de personalidad narcisista?
Puede suceder si no se hace adecuadamente. Por eso hay que plantear la autoestima como un
sensato y equilibrado afecto por uno mismo, que no tiene por qué conducir al egoísmo ni a la
vanidad. La autoestima es respeto a la propia persona, convicción de que cada uno es
portador de una alta dignidad como hombre, y comprensión profunda de que cada ser
humano es irrepetible y está llamado a realizar en el mundo una tarea que dará sentido a su
vida y que nadie puede hacer por él.
Estimarse a sí mismo
es necesario para
el propio equilibrio interno,
y necesita encontrar su justa medida.
Quien se sobreestima, lo hace habitualmente a costa de minusvalorar a quienes tiene a su
alrededor, que suelen interesarle básicamente como meros servidores o espectadores.
También para quien se subestima resulta difícil estimar a los demás, y esto provoca con
facilidad conflictos personales en el ámbito de la amistad, la familia o el trabajo. Tanto en un
caso como en otro, manifiestan un amor propio destructivo y frustrante.
—¿Piensas entonces que son compatibles autoestima y humildad?
Entendidas correctamente, no sólo son compatibles sino que se exigen una a otra. Algunas
personas consideran que son excluyentes porque imaginan que la autoestima es una tonta y
arrogante sobrevaloración propia, o porque piensan que la humildad es algo tan simple como
tener una mala opinión acerca de los propios valores y talentos. La verdadera humildad no es
una absurda simulación de falta de cualidades: la humildad no puede violentar la verdad, no
está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida al conocimiento propio, a la
sinceridad, a la sencillez y a la naturalidad.
—Pero las personas de mucho talento tienen más fácil caer en la vanidad o la egolatría...
No estoy muy seguro de eso. A veces tengo la impresión de que las actitudes vanidosas o
ególatras no son cuestión de mucho o poco talento, sino que son más bien un problema de
falta de virtud, educación y sentido común. Es más, podría incluso decirse que las actitudes
engreídas revelan, en cierta manera, poca cabeza: porque con todo ese tórrido presumir suyo
(casi siempre por talentos que han recibido sin ningún mérito propio) hacen el ridículo y sólo
logran producir rechazo en los demás, lo que quizá viene más bien a mostrar que todo ese
supuesto talento es bastante escaso.

Aprender a fracasar
El conocido estadista británico Winston Churchill aseguraba que el éxito es aprender a ir de
fracaso en fracaso sin desesperarse.
Nadie puede decir que no fracasa nunca, o que fracasa pocas veces. El fracaso es algo que va
ligado a la limitación de la condición humana, y lo normal es que todos los hombres lo
constaten con frecuencia cada día.
Por eso, los que –por llamarlo de alguna manera– triunfan en la vida, no es porque no
fracasen nunca, o lo hagan muy pocas veces: si triunfan es porque han aprendido a superar
esos pequeños y constantes fracasos que van surgiendo, se quiera o no, en la vida de todo
hombre. Por el contrario, los que –por seguir con el mismo lenguaje– fracasan en la vida, son
aquellos que con cada pequeño fracaso, en vez de sacar experiencia, se van hundiendo un
poco más.
Por eso quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas
no son como las queríamos, como las pensábamos o como nos las habían contado. En cierta
manera, triunfar es aprender a fracasar:
El éxito en la vida
viene de saber afrontar
las inevitables faltas de éxito
del vivir de cada día.
De esta curiosa paradoja depende en mucho el acierto en el vivir. Cada error, cada descalabro,
cada contrariedad, cada desilusión, lleva consigo el germen de una infinidad de capacidades
humanas desconocidas, sobre las que los espíritus pacientes y decididos han sabido ir
edificando lo mejor de sus vidas.
Por otra parte, es positivo –además de natural– que notemos con intensidad el peso de
nuestros errores: si no fuera así, quizá sería mucho más difícil que nos corrigiéramos.
—Pero de los errores también hemos de aprender a ver cuáles son nuestras limitaciones, para
no estar dándonos golpes contra lo mismo toda la vida...
Sin duda, porque si nos empeñamos en pedirle a la vida lo que ésta no puede dar, surgirá en
nosotros un sentimiento de permanente y continua frustración. Es positivo ser ambicioso en
los deseos, si son nobles, pues llenarán de luz nuestra existencia. Pero no podemos perder de
vista nuestra limitación: proponerse metas desproporcionadas produce insatisfacción y
desencanto.
A lo mejor, por ejemplo, habíamos idealizado nuestro trabajo, nuestra vida familiar, o a
nuestros amigos, casi sin darnos cuenta; y en un momento dado, al encontrarnos ante la dura
realidad, surge irremediable en nosotros una profunda sensación de fracaso.
En esos casos, lo que a veces nos falta
es algo tan simple como
aprender a encontrar satisfacción en
las cosas ordinarias de la vida.
Algunos lo descubren demasiado tarde, cuando ya no queda casi tiempo para vivir, y han
consumido sus mejores años en un estado de permanente ansiedad.

Capacidad de ilusionarse
La ilusión –vuelvo a glosar a Miguel Ángel Martí– constituye una manera de vivir de unas
personas determinadas:
Son esos hombres y mujeres que,
de una forma habitual,
encuentran diariamente
motivos para ilusionarse.
Se suele decir que son personas de temperamento alegre, tienen capacidad para ilusionarse
con las cosas. Es algo que responde a una actitud básica de su modo de vivir. Son personas de
refrescante y perpetua juventud, que saben encontrar, en lo que otro ve tal vez la monótona
repetición de un acto, una ocasión para disfrutar de la vida.
La ilusión está presente en los más variados ámbitos de nuestra vida, iluminándola y
llenándola de alegría. Todos quisiéramos hacer de nuestra vida una existencia ilusionada,
libre de planteamientos tristes y ramplones, de cansancios y de desencantos. Todos deseamos
aprender de esas personas que han encontrado, a lo mejor casi sin saberlo ellas mismas, el
arte de vivir, y lo manifiestan en el lenguaje vivo de sus ojos, en la frescura de su sonrisa o en
los temas de sus conversaciones, que no suelen centrarse en agravios, quejas, ingratitudes o
cosas semejantes.
La alegría es como una criatura frágil con la que todos queremos vivir, pues todos
quisiéramos ser alegres, pero es una criatura huidiza. Hace falta energía, grandeza de ánimo y
finura de espíritu para poseerla, para hacer de la vida algo más que un producto a granel
envuelto en una triste monotonía. Nunca poseeremos la alegría por entero, pero debemos
apostar decididamente por ella, porque es una exigencia de nuestra condición de hombres.
El temperamento alegre, como la capacidad de ilusionarse, o la de sintonizar con las alegrías
de los demás, son en buena parte conquistas personales que hay que lograr con esfuerzo.
Debemos hacer todo lo posible para
adueñarnos de nuestro humor
y no dejarnos llevar a su merced,
acostumbrar los ojos a la luz que hay
en cada momento de nuestra vida.
—Pero hay temporadas en las que casi no hay nada de luz, y es difícil evitar la tristeza.
Es natural que a veces nos invadan sentimientos de tristeza, remordimiento o angustia. Pero
todos contamos con la posibilidad de reconducir en bastante grado esos sentimientos. Hemos
de buscar dónde está el origen, y según cuál sea, rectificar lo que haya que rectificar, o
aceptar serenamente lo que ya no tenga remedio. Así combatiremos esa carcoma silenciosa e
implacable que es la tristeza.
Volviendo al símil de la luz, piensa en las oscuras profundidades del mar, donde no llega ni
un rayo de sol y hay una presión abrumadora, en ese ambiente lóbrego y asfixiante de esos
parajes abisales. Allí hay peces que viven sin dificultad. Son ellos los que con su cuerpo
luminoso hacen de linterna. El hombre debe saber hacer, cuando sea preciso, como esas
criaturas de los abismos: procurar acomodar nuestra pupila a la luz que hay y, si es preciso,
hacer de linterna nosotros mismos, sabiendo sobreponernos a los motivos de tristeza.

Capacidad de resolución
Las personalidades tímidas, vacilantes, inseguras, suspiran siempre por tener a su lado
dictadores, aunque a veces se revistan de la modesta apariencia de consejeros. ¿Qué debo
hacer?, preguntan siempre, con la esperanza de que una receta les libre de cualquier decisión
personal. No quieren decidir, no quieren arriesgar, se les hace insoportable la responsabilidad.
Otros son excesivamente razonadores y se ahogan en la perplejidad. Tienen miedo a la
realidad. Son individuos que retrasan siempre sus decisiones, porque les paraliza su ansia de
seguridad y su terror a asumir riesgos. Siempre les parece que aún no han reflexionado
suficientemente.
Quizá son personas que fueron educadas con excesiva dureza, o con excesiva blandura, que
sufrirán mucho en su vida a consecuencia de ese apocamiento de carácter. Es como si
hubieran quedado heridas en el núcleo de su personalidad, con unas heridas que sangrarán
por mucho tiempo, y que harán difícil asumir el riesgo de sus decisiones personales y superar
el desánimo de posibles frustraciones.
Una buena formación del carácter
ha de fomentar tanto
las decisiones rápidas como la reflexión,
la libertad como la responsabilidad,
la pasión como el juicio.
El verdadero consejero, el verdadero educador, jamás debe dejarse seducir por esa especie de
compasión que le llevaría a limitarse a prescribir acciones, recetar criterios e imponer
conductas. Educar exige ayudar al perplejo a reconocer su verdadero problema, dejándole
luego la responsabilidad de tomar él mismo sus decisiones.
Para no quedarse habitualmente paralizados ante la duda, para no tirar la toalla a la primera
dificultad, para no cambiar inmediatamente de objetivo en cuanto este se presenta costoso,
para todo eso, es preciso educar y educarse en un ambiente de cierta resolución ante los
habituales problemas de la vida.
Para lograrlo, es preciso fortalecer la voluntad, imponerse el cumplimiento de actos que a uno
le cuestan, obligarse a decidir a un plazo determinado, no sustraerse a la realidad, por dura
que sea. Así, poco a poco, la voluntad indecisa se irá consolidando.
Se trata de una cuestión importante, porque la vida de cualquier persona requiere
ordinariamente una considerable capacidad de decisión. No hay que olvidar que –como dice
J. R. Ayllón–, el gobierno más difícil es el gobierno de uno mismo, que supone colocar y
mantener la razón en el vértice de una pirámide donde se amontonan libertades, deberes,
responsabilidades, sentimientos, afinidades, deseos, aficiones, e incluso manías y rarezas.
Una especie de circo nada fácil de gobernar, sobre todo para las personas indecisas.
Dominio de uno mismo
«Ayer comencé, por quinta vez en este año, un nuevo régimen de comidas. Sé que tengo que
perder peso, y estoy empeñado en lograrlo. Me leo todo lo que encuentro sobre este tema. Me
mentalizo. Pienso que voy a lograrlo. Pero todas las veces me pasa igual. A las pocas semanas
me vengo abajo. Me parece imposible mantener mis propósitos siquiera unos meses».
Ideas semejantes a estas atormentan con frecuencia la mente de muchas personas, que sufren
la angustia de comprobar que son muy poco dueñas de sí mismas, que apenas logran tomar
las riendas de su existencia. Son personalidades un poco flojas, flácidas. Se encuentran
enganchadas a la televisión, pesan diez kilos de más, han intentado ya quince veces dejar de
fumar, les cuesta una barbaridad levantarse de la cama o de su sillón, apenas prestan atención
a nada que exija pensar un poco y, junto a eso, sienten un aburrimiento que les abruma.
—¿Y cómo crees que puede combatirse esa situación?
Lo mejor es prevenirla, si es posible, llevando una vida de cierta exigencia. Ya hemos
hablado de los males que tienen su origen en la vida fácil: mediocridad, pereza, falta de
dominio sobre uno mismo. Uno de los mayores riesgos del exceso de bienestar es que, como
la experiencia nos enseña, muchos terminan quedando bastante dominados por ese bienestar.
La seducción de una vida excesivamente cómoda hace que los hombres perdamos a veces un
poco esa libertad interior, ese necesario señorío sobre nosotros mismos, convirtiéndonos en
esclavos de esas comodidades.
No quiere esto decir que la formación deba conducir a una crispada lucha contra el bienestar.
Pero las circunstancias reales en que se mueve el hombre hacen necesario insistir en la
necesidad de la templanza, en el dominio de uno mismo, en saber poner límites a las
desmesuradas exigencias de nuestras apetencias personales. La templanza es muy importante
para evitar que el bienestar se revuelva contra el hombre, apartándolo de los valores
superiores que está llamado a alcanzar.
La templanza es señorío sobre uno mismo. Con ella el hombre aprende a prescindir de lo que
le produce un daño, y con el tiempo advierte que el sacrificio es sólo aparente, porque al vivir
así, con sacrificio, se libra de muchas esclavitudes. La lucha y el sufrimiento –apunta Enrique
Monasterio– son peajes inevitables en el camino de nuestra vida, y para ser feliz es
indispensable perderles un poco el miedo. La felicidad, o el amor, no son simples fenómenos
químicos de escasa duración, sino que exigen siempre un compromiso y un sacrificio
mantenidos. Quien pretende ingenuamente eludirlos, sólo logra alejarse de la felicidad, sólo
encuentra pequeños placeres, cada día menos intensos y más frustrantes, porque, queramos o
no, el paladar –y lo digo en sentido amplio– también se desgasta.
Como decía Ortega, mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el
hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. Y buena parte de ese riesgo de
deshumanización proviene de la pérdida de libertad interior, casi siempre más grave que la
privación de la libertad física.
—¿Por qué dices que es más grave?
Sobre todo por sus efectos, pero también por la facilidad con que pasan inadvertidos. Los
peligros que nos acechan para desposeernos de la libertad interior suelen ser bastante
solapados, difíciles de descubrir.
Se producen –como ha señalado José Antonio Ibáñez-Martín– cuando se impide que la acción
pase por el tamiz de la deliberación, de la reflexión, de manera que se insta a actuar de modo
instintivo más que racional; cuando una persona queda esclavizada por sus propias pasiones,
inmersa en el error o atenazada por la ignorancia.
Esto es lo que sucede cuando se busca conseguir en las personas unas respuestas
determinadas, manipulando para ello las diversas pasiones humanas. Por ejemplo, cuando se
busca exacerbar el impulso sexual, o la pasión por el juego, la bebida o la droga, con objeto
de desencadenar de modo compulsivo esas fuerzas para provecho de quien lo induce; o
cuando se trata al hombre como una mera afectividad a captar, y para ello se le engaña con un
inexistente cariño, o mediante la seducción o el miedo; o cuando se fomentan sentimientos de
egoísmo, odio, venganza, etc.
Es importante estar prevenidos ante esos posibles errores. El inmoderado afán de placer y de
satisfacción causa una angustiada atención al yo, que destruye precisamente lo que anhela.
Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco
para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más.

Superar el egoísmo
Cualquier persona, cuando bucea en su interior y busca en lo mejor de sí misma, encuentra
bien nítida esa llamada humana a la entrega desinteresada, a darse a los demás. Educar o
educarse en ese impulso generoso de servir a los demás sin esperar nada a cambio, es a todas
luces decisivo para llevar una vida verdaderamente humana.
Aunque por fortuna son pocos quienes reivindican el egoísmo como elemento de la propia
tabla de valores, no por eso sus efectos dejan de estar presentes de modo constante en la vida
de todo hombre. Se trata de una pugna que durará toda la vida.
Quien no lucha decididamente
contra sus tendencias egoístas,
se encamina hacia una
auténtica quiebra personal.
Igual que una persona generosa encuentra la felicidad haciendo felices a los demás, el egoísta
pasa su vida quejándose de que el resto del mundo no se consagra a hacerle feliz a él.
—Tengo la impresión de que la generosidad y el egoísmo pugnan por lograr el dominio de
cada persona, y parece como si esa dominación cristalizara ya desde muy temprana edad.
Un niño o una niña con muy pocos años de edad ya distingue bastante bien la generosidad del
egoísmo, y hace opciones morales bien concretas. Son decisiones en las que influye mucho el
ejemplo que reciben, pues en la educación de los hijos, como en cualquier proceso de
formación, los gestos son más importantes de lo que parece. Las conductas o actitudes
egoístas engendran a su vez otras similares en quienes las observan, pues su capacidad de
imitación es grande y los modelos vivos son los que tienen mayor capacidad de persuasión.
Los comportamientos, las palabras, los gestos, los modos de reaccionar ante sucesos
concretos son imitados con rapidez y trasladados a la vida, y así se crea una dinámica que
luego no siempre es fácil reconducir.
—Supongo que sucederá lo mismo en sentido positivo...
Afortunadamente. Por eso es importante que las personas descubran pronto la satisfacción
personal que brota de la generosidad, del servicio, del hecho de ayudar a otros. Incluso el
trabajo nos satisface verdaderamente sólo cuando vemos que aporta algo, que está
contribuyendo a hacer algo positivo para otros.
“La mejor forma de conseguir la realización personal –asegura Víctor Frankl– es dedicarse a
metas desinteresadas”. La búsqueda egoísta de la felicidad constituye una contradicción en sí
misma, puesto que el egoísmo obstruye el camino de la felicidad. Cuando el placer o la
comodidad se deben a intereses egoístas, se produce una curiosa paradoja: cuanto más se
buscan, tanto más se diluyen; cuanto más se persiguen, tanto más se apartan de nosotros.
Querer a los otros
es el mejor regalo
que podemos hacernos
a nosotros mismos.
Porque ese cariño que damos a los demás revierte en nuestro propio enriquecimiento
haciéndonos mejores.
—¿Y ser generoso para alcanzar una satisfacción interior no es, en el fondo, una forma
solapada de egoísmo?
Existe ese riesgo, sin duda, aunque no me parece muy peligroso, puesto que la propia
dinámica de la generosidad va mejorando a la persona y purificando su intención y sus
intereses.

para recordar...
El carácter de una persona es,
muy frecuentemente,
lo que marca el techo de sus posibilidades
en lo profesional,
o en sus relaciones familiares o de amistad.

Casi todo el mundo intuye que


tendría que mejorar en muchos aspectos.
Es preciso elevarse
por encima de esos condicionamientos
en que estamos inmersos
y que a veces parecen
marcarnos un destino inexorable.
para pensar...
Cada persona custodia
en su intimidad
una puerta del cambio,
una puerta que
sólo puede abrirse desde dentro.

Conocerse a uno mismo permite


convertirse en el artífice de la propia vida,
ser fiel a lo mejor de uno mismo,
vivir la propia vida más como protagonista
y menos como un mero espectador.
para ver...
§ Bailar en la oscuridad (Lars Von Trier).
§ Descubriendo a Forrester (Gus van Sant).
§ Huracán Carter (Norman Jewison).
para leer...
§ Víctor Frankl, El hombre en busca de sentido, Ed. Herder.
§ Enrique Rojas, El hombre light: una vida sin valores, Ed. Temas de hoy.
§ Alfonso Aguiló, Educar el carácter, Col. Hacer Familia nº 65, Ed. Palabra.
para hablar...
Mantener una conversación entre los padres sobre qué puntos del carácter de cada hijo
deberían mejorar.
Comentar en un rato de tertulia familiar algunos detalles del modo de ser de todos que harían
más grata la vida familiar.
para actuar...
SITUACIÓN:
Tomás es un gran empresario, hecho a sí mismo. Empezó con muy poco, y ahora, con menos
de cuarenta años, tiene ya un patrimonio nada despreciable. Eso sí, le lleva un trabajo
enorme. Viaja mucho, come y cena casi siempre fuera de casa y, la verdad es que apenas
puede pasar tiempo con su mujer y sus dos hijos.
De vez en cuando piensa en que las cosas no deberían ser así, pero casi nunca esas ideas le
duran mucho. La urgencia de atender miles de compromisos le hace olvidarlas pronto. Lo que
sí advierte es que se enfría cada vez más la relación con su mujer y sus hijos. Se hablan poco,
viven como indiferentes unos de otros. Se ha creado un clima de individualismo, de mucho
consumo y poca preocupación por los demás, y los roces surgen de modo inevitable a la
menor ocasión.
Un día, al volver a casa, palpa esa realidad de un modo muy doloroso. Además, durante las
últimas semanas ha sufrido varios reveses importantes en sus negocios, a causa de unas
operaciones importantes que han fallado por la deslealtad de uno de sus socios. Tomás siente
una gran sensación de fracaso vital, una frustración que jamás había imaginado que pudiera
llegarle a él, tan acostumbrado siempre a triunfar: “He sacrificado casi todo por el trabajo, y
ahora se me hunde, y me encuentro sin ilusión por trabajar, y además veo que, por mi culpa,
estoy sin el cariño de mi mujer y de mis hijos”.
OBJETIVO:
Recuperar el buen clima familiar.
MEDIOS:
Tener una clara jerarquía de valores.
MOTIVACIÓN:
Poner ilusión en las cosas de la casa y de la familia, para manifestar con hechos el cariño y
para que todos también se sientan queridos.
HISTORIA:
Tomás estaba muy abatido. Por suerte, se encontró durante esos días con un viejo amigo, al
que confió todas sus preocupaciones. Aquel desahogo le alivió de una forma sorprendente y
clarificó mucho las ideas en su cabeza.
En aquella conversación sacó varias conclusiones, pero la primera y más clara es que debía
empezar por reconocer su error, y así lo hizo. Nada más volver a casa, habló largamente con
su mujer y le pidió perdón por las innumerables desconsideraciones que había tenido con ella
a causa de su excesiva dedicación al trabajo durante todos esos años.
Su mujer no se lo esperaba, y lo acogió muy bien. Ella también le pidió perdón, pues –decía–
“hemos sido todos los que nos hemos deslizado por esa pendiente del egoísmo, de
refugiarnos cada uno en nuestro trabajo, de tener mucho de todo pero pensar poco en los
demás”.
Aquella conversación con su mujer fue decisiva. Los dos supieron estar a la altura de las
circunstancias, y gracias a eso las cosas cambiaron bastante en poco tiempo. Se dieron cuenta
de que aquel fracaso económico podía ser providencial, pues había facilitado que cayeran en
la cuenta de muchos de sus errores. Comprendieron la necesidad de unirse más en la familia y
de tener una clara jerarquía de valores, tanto en sus intereses personales como en el empleo
de su tiempo.
Tomás comprendió que había caído en la trampa del exceso de actividad, del dejarse absorber
por el ajetreo y el torbellino de la vida, en el afán de trabajar cada vez más, y trepar más
rápido por la escalera del éxito, para descubrir al final que... la escalera estaba apoyada en
una pared equivocada.
No fue fácil cambiar el ambiente de la casa, pues las inercias siempre pesan mucho, y cuesta
trabajo superar todo ese cúmulo de pequeños egoísmos que se habían hecho habituales.
Procuraron hablar mucho, decirse las cosas con lealtad y cariño, y ser muy constantes en su
empeño por mejorar el clima familiar.
RESULTADO:
Las cosas cambiaron bastante en unos meses, y pocos años después todos veían aquel revés
económico como lo mejor que les había sucedido en mucho tiempo. La familia estaba mucho
más unida –también era mayor, pues tuvieron dos hijos más–, y aunque los ingresos no eran
los de antes, disfrutaban mucho más lo que tenían.
Comprobaron que el éxito en la vida no está en ganar mucho dinero, tener muchas cosas, o
hacer muchas cosas, sino en hacer lo que estamos llamados a hacer, y establecer una juiciosa
distribución de nuestro tiempo, en el que tenga cabida el trabajo, la familia, las amistades, la
propia formación, la atención de otras obligaciones, etc.

PARTE SEGUNDA “B”: HACER RENDIR EL PROPIO TALENTO

No es que nos falte valor


para emprender las cosas
porque sean difíciles,
sino que son difíciles
precisamente porque nos falta
valor para emprenderlas.
Séneca

Capítulo 5: HACER RENDIR EL TIEMPO


No dejarse llevar por la corriente
Aprender a organizarse
Aprender a decir «no»
Equilibrio y flexibilidad
Aprender a contar con los demás
Basarse en la confianza
Orden y previsión
Dueños de la agenda

Tienes tal desorden en ti,


que crearás tu propio infierno.
Walter Starkie

No dejarse llevar por la corriente


E. M. Gray escribió hace unos años un ensayo bastante famoso, que tituló The Common
Denominator of Success: El común denominador del éxito. Lo hizo después de dedicar
mucho tiempo a estudiar qué era lo común a las personas que tenían éxito en su trabajo y,
más en general, en el resultado global de su vida.
Curiosamente, su conclusión no situaba la clave en trabajar mucho, ni en tener suerte, ni en
saber relacionarse (aun siendo todas estas cuestiones muy importantes), sino en otra cosa.
Las personas con éxito
han adquirido la costumbre
de hacer cosas
que a quienes fracasan
no les gusta hacer.
Hay muchas cosas que no les apetece en absoluto hacer, pero subordinan ese disgusto a un
propósito de mayor importancia. Saben educar su carácter de modo que sus intereses y sus
actos dependan de los valores que guían su vida y no del impulso o el deseo del momento.
Cualquier persona, sea un estudiante universitario o una profesora de un instituto, un médico
o una juez, un empleado de la industria o una ejecutiva de una multinacional, en todo caso, en
su vida tiene planteado un reto importante en cuanto a su capacidad de organizarse.
Para una persona con un mínimo de inquietudes en la vida (y supongo que será tu caso si has
tenido paciencia para llegar hasta este punto del libro), el reto no es ocupar el tiempo, ni
siquiera hacer muchas cosas, sino hacer rendir con acierto el tiempo de que disponemos.
No se trata simplemente de
lograr hacer muchas más cosas,
sino hacer las que pensamos
que estamos llamados a hacer.
Se trata de establecer una juiciosa distribución de nuestro tiempo que nos permita alcanzar
una alta efectividad en el trabajo y, a la vez, un uso equilibrado del resto del tiempo, en el que
tenga cabida la familia, las amistades, la propia formación, la atención de otras obligaciones,
etc.
Se trata de vivir a conciencia la vida, de manera que no lleguemos a la muerte y descubramos
entonces que apenas lo hemos logrado. Salir de la monotonía o la mediocridad, sacar a la
vida todo su partido. Porque cuando se es joven, es fácil tener la impresión de que la vida
todavía no ha comenzado realmente, que la parte decisiva de la vida, aquella que requiere un
serio esfuerzo para encauzarla bien, empezará quizá la semana que viene, o el mes que viene,
o después de las vacaciones, o el año que viene, pero siempre en otro momento. Lo malo es
que, si uno se descuida, un buen día te encuentras, de repente, con que el tiempo se ha pasado
y la vida no ha ido por donde debía.

Aprender a organizarse
Siguiendo el esquema propuesto por Stephen Covey, pueden distinguirse cuatro fases o
generaciones en cuanto al modo de administrar el tiempo.
Una primera generación son aquellos que elaboran listas de tareas pendientes. Con ellas
toman conciencia de lo que les queda por hacer, lo van abordando cuanto antes pueden, y van
tachando, lo que siempre proporciona una sensación gratificante. Esto, no cabe duda, es ya
bastante más de lo que son capaces de llegar a hacer muchos. Sin embargo, es aún un
esquema de organización muy pobre, puesto que la mayoría de las veces la distribución del
tiempo viene impuesta externamente por la mera sucesión de los acontecimientos.
Pertenecen a la segunda generación aquellos que intentan mirar un poco más adelante, y se
programan mediante el uso de la agenda: van anotando acontecimientos, compromisos y
proyectos de actividad futura, en la medida en que su tiempo les permite darles cabida. Su
anticipación les confiere una mejor organización, pero aún rudimentaria, puesto que así no
pueden valorar debidamente las prioridades: son simples distribuidores de tiempo.
La tercera generación suma a las dos precedentes la idea básica de establecer prioridades. Se
centra en la necesidad de fijarse unos objetivos, con sus correspondientes plazos, y de
acuerdo con ellos se prepara una planificación diaria que alcance la mayor eficiencia. Este
planteamiento supone un gran avance respecto a la segunda generación.
La clave no es dar prioridad
a lo que está en la agenda,
sino ordenar la agenda
con arreglo a las prioridades.
Sin embargo, centrarse en la simple eficiencia en la programación y el control del tiempo
tiene a menudo efectos contraproducentes. Por ejemplo, es frecuente que dificulte la
necesaria liberalidad y espontaneidad en el modo de organizarse, y que en consecuencia se
resienta el desarrollo de las relaciones humanas, que son tan importantes y enriquecedoras.
Por esa razón, cabe pensar en una cuarta generación, que da aún un paso más: por decirlo de
una manera poco académica: en vez de organizar el tiempo, procurar organizarse a uno
mismo.
Hay tareas que, por su naturaleza, necesitan una atención inmediata. Son urgentes. Actúan
sobre nosotros de forma imperiosa. El timbre del teléfono, por ejemplo, es urgente, reclama
una atención inmediata. Suelen ser tareas cercanas, que dan impresión de actividad,
entretenidas. Lo malo es que muchas veces carecen de importancia y nos desorganizan.
Ante lo urgente, reaccionamos;
ante lo importante, no siempre.
Las cuestiones importantes pero no urgentes requieren más iniciativa, más esfuerzo, más
reflexión personal, y es fundamental centrar en ellas la organización personal.
Hemos de actuar creativamente,
no simplemente
reaccionar ante lo que ocurre.
De lo contrario, nuestra vida se verá desviada con mucha frecuencia hacia lo urgente no
importante, pues, curiosamente, las tareas más entretenidas y que más nos reclaman son
precisamente esas, las urgentes pero no importantes.
—Pero habrá también muchas otras tareas que son urgentes e importantes a la vez, supongo.
En efecto. Para mayor claridad, las tareas que una persona puede hacer se podrían distribuir
en cuatro cuadrantes, según su grado de urgencia e importancia:

Más urgente -------> Menos urgente


Más importante
|
|
v
Menos importante
I.
Importantes y urgentes
II.
Importantes y no urgentes
III.
Urgentes pero no importantes
IV.
Ni urgentes ni importantes

Está claro que las tareas no se dividen de modo tajante en importantes y no importantes, sino
que hay una gradación, pero, para entendernos, consideramos que todas pudieran clasificarse
dentro de estos cuatro cuadrantes.
En un día cualquiera de la mayoría de las personas, suele haber bastantes tareas del cuadrante
I, o sea, urgentes y que además tienen importancia.
—Me imagino que las personas que tengan grandes responsabilidades estarán todo el día
atendiendo cosas urgentes e importantes, y aún le quedarán muchas para el día siguiente.
Si lo analizamos con detalle, veremos que no debería ser así. Precisamente por sus grandes
responsabilidades es más importante que se organicen de modo que esas tareas urgentes e
importantes no llenen su día por entero.
Si una persona dedica todo el día solamente a cosas del cuadrante I (urgentes e importantes),
nunca dedicará nada de tiempo al II (a lo importante pero no urgente). Y funcionando así,
será difícil que organice su vida adecuadamente, porque irá a remolque de los mil pequeños
problemas urgentes e importantes que le surgirán cada día y no dispondrá del sosiego
necesario para acometer otras muchas cuestiones también importantes pero menos acuciantes,
que quedarán habitualmente sin hacer.
Lo urgente e importante consume y agota la vida de muchas personas: listas interminables de
cosas pendientes, constantes crisis menores que sólo ellos pueden atender, frecuentes
interrupciones y retrasos que le impiden atender debidamente sus obligaciones, etc. Cuando
uno centra su vida en el cuadrante I (en lo urgente e importante), ese cuadrante va creciendo
cada vez más, hasta que nos domina por completo.
Así se genera estrés, sensación de crisis continua, de estar siempre apagando incendios. Es
como hacer frente a un oleaje fuerte y prolongado. Llega una ola, un problema importante y
urgente, y lo intentamos resolver, y quizá lo logramos, o quizá nos deja tendido en la arena.
Se pone uno de nuevo en pie, y llega otra ola, que vuelve a golpearnos, y así una vez y otra,
sin que podamos retirarnos un momento para pensar qué queremos hacer, adónde queremos
ir, o cómo podemos hacer frente con eficacia a lo no inmediato (porque el problema es que
resulta difícil pensar en nada que no sea la siguiente ola).
Además, otro inconveniente es que esos asiduos ocupantes del cuadrante I, que son
literalmente vapuleados por los continuos problemas de cada día, con frecuencia buscan
alivio huyendo hacia actividades del cuadrante III (urgentes pero no importantes), o incluso –
con más facilidad de lo que parece– hacia el cálido y acogedor cuadrante IV, refugiándose en
tareas que no son ni urgentes ni importantes. Por eso es necesario pensar en cómo nos
organizamos.
Más que orientarse hacia los problemas,
es preciso tomar la iniciativa
y dirigirse hacia las oportunidades,
no dejarse organizar por los problemas.
De esta manera, se puede reducir el tamaño del cuadrante I, o sea, disminuir el número de
tareas urgentes e importantes de cada día, de modo que éstas puedan atenderse bien, pero
dedicando suficientes energías al cuadrante II (el de lo importante no urgente), que ha de ser
el espacio más amplio en una persona debidamente organizada.
—Me parece que se trata de algo difícil de planificar, y también difícil de llevar a la práctica.
Avanzar en el modo de organizar el tiempo es efectivamente un reto tan difícil como
importante. Y para muchas personas, un terreno tan inexplorado que, sólo con tener una cierta
preocupación por avanzar en él y reflexionar de vez en cuando sobre qué camino tomar, sólo
con eso, podrían lograr mejoras sorprendentes.
De lo contrario, uno se puede pasar la vida corriendo de un lado a otro, hablando por teléfono
compulsivamente, debatiéndose entre cientos de gestiones inaplazables y multitud de
reuniones interminables, intentando hacer más cosas de las que razonablemente somos
capaces, y, encima, después de tanta fatiga, fracasar estrepitosamente. Y quizá entonces
viéramos que podríamos haberlo evitado con sólo hacernos unas cuantas consideraciones
básicas sobre el modo de organizarnos.
En resumen, corremos el grave peligro de dejar de hacer muchas cosas, aun siendo muy
importantes para nosotros, por el sencillo hecho de que no reclaman de modo imperioso
nuestra atención.

Aprender a decir «no»


—Entonces, si uno está agobiado por cosas urgentes e importantes (con el cuadrante I muy
lleno, según esa terminología), ¿cómo puede sacar tiempo para esas cosas que no apremian
tanto pero que son también importantes (las del cuadrante II)?
Al principio habrá que seguir atendiendo las numerosas actividades urgentes e importantes
del cuadrante I, pues estamos inmersos en ellas y no podemos dejarlas sin más. En esa
situación, el tiempo necesario para el cuadrante II se puede obtener sacándolo
fundamentalmente de los cuadrantes III y IV.
Luego, a medida que consigamos tiempo para trabajar en el cuadrante II, estaremos mejor
organizados y empezará a disminuir el cuadrante I. Así irá aumentando el rendimiento del
tiempo, pues le daremos un uso más efectivo.
—¿Entonces, la clave está en identificar cuáles son esas tareas no importantes (o sea, los
cuadrantes III y IV), para sacar de ahí tiempo?
Es una de las claves, sin duda. En las personas más perezosas, será el cuadrante IV (aquello
que no es ni urgente ni importante) la principal fuente de pérdidas de tiempo. En las personas
más activas pero mal organizadas, será el cuadrante III (el de lo urgente no importante) el que
más llene sus vidas y en el que habrá que entrar con decisión.
Hay que aprender a decir no
a esas actividades que
nos urgen frecuentemente
pero que no debemos acometer.
Hace algún tiempo, un antiguo compañero mío me contaba, sin disimular su angustia, que en
su empresa le habían encomendado una nueva tarea de considerable responsabilidad. Viajaba
muchísimo, tenía un horario agotador y estaba bastante estresado, aunque, eso sí, había
aumentado sensiblemente sus ingresos.
«Lo malo –me decía– es que en realidad yo no deseaba ese nombramiento. Sabía que me
supondría unas obligaciones que difícilmente podría atender con el tiempo de que dispongo.
Además, me está apartando de la línea de trabajo que me había marcado hace años y, por si
fuera poco, no me deja atender bien a mi familia. Cada día tengo más problemas, pero ahora
me resulta muy difícil dejarlo, tenía que haberlo pensado antes.
»Y lo realmente triste es que sabía que esto me iba a pasar. Cuando me lo propusieron, lo
pensé, pero me sentía presionado. Puse algunas excusas, me fueron convenciendo, intenté
retrasarlo, puse algunas condiciones que estaba seguro que no aceptarían, pero las aceptaron,
y al final ya me daba reparo echarme atrás.
»Lo mío ha sido tan sencillo y tan triste como esto: no supe decir no. Después he sabido que
también habían ofrecido este cargo a otro compañero mío, y que en su caso la conversación
no duró más allá de un minuto. Les dijo que lo agradecía muchísimo, que se sentía muy
honrado por esa elección, pero que tenía serias razones para no aceptarlo.
»Es curioso, no sabía yo los líos en que uno puede meterse por no saber contestar en el
momento oportuno con un atento y cortés “lo siento muchísimo, pero NO”. Ha sido un
auténtico calvario que podría haber evitado con sólo superar una situación un poco violenta
durante unos minutos».
En realidad, toda persona está diciendo constantemente no a algo. Lo malo es que si no lo
dice a las cosas que nos acosan invasivamente pero que no debemos hacer, probablemente lo
esté diciendo a cosas mucho más fundamentales pero que no reclaman su atención.
—Pero habrá personas cuyo problema no sea que les cueste decir no, sino al revés: siempre
dicen que no, siempre llevan la contraria, parece como si les costara sangre manifestar
acuerdo o asentir a algo.
Por supuesto, cada uno tiene que ver por qué lado va su problema (y que en unos ámbitos de
su vida puede ser distinto que en otros). Cada día decimos sí o no a muchísimas cosas. La
esencia de una buena organización personal está precisamente en saber discernir en cada caso
si debemos decir sí o no, y nuestro error puede provenir de establecer mal las prioridades, de
prever mal su puesta en práctica o de una falta de suficiente disciplina personal para
atenernos a ellas.
La mayor parte de las personas piensan que su problema suele estar en esa última razón, en
que les falta constancia y disciplina para llevar a cabo lo que repetidamente se han propuesto.
Sin embargo, si lo analizaran con más profundidad, es probable que advirtieran que su
principal problema no es de autodisciplina, sino que está antes, en que no tienen unas
prioridades suficientemente claras y desarrolladas. El modo en que cada uno organiza su
tiempo es consecuencia del modo en que cada uno ve sus prioridades. Para decir no al
reclamo del entretenido cuadrante III, o al cálido y adormecedor cuadrante IV, hace falta
tener las ideas muy claras en la cabeza, no sólo una gran fuerza de voluntad.

Equilibrio y flexibilidad
Aún recuerdo con tristeza el lamento de una persona que a sus treinta y pocos años había
logrado coronar una carrera profesional muy brillante, pero que explicaba su difícil situación
con una crudeza y un dolor sorprendentes.
«Gozo de un prestigio y un éxito extraordinarios. Sin embargo, veo con claridad que he
sacrificado casi todo en la vida para lograr esa meta. Veo que estoy fracasando en mi
matrimonio, que apenas disfruto del afecto de mis hijos, que me siento rodeado de personas
que simplemente me adulan y me tratan de forma interesada.
»Ha llegado un momento en el que no estoy seguro de tener verdaderos amigos. Soy una
persona muy ocupada, y apenas encuentro tiempo para pensar con calma, pero no logro alejar
una duda que martillea mi cabeza desde hace años: no sé si todo lo que estoy haciendo tendrá
algún valor para alguien.
»A estas alturas casi no sé qué es lo que realmente me importa. Me pregunto con frecuencia:
todo esto que he hecho... ¿ha merecido la pena?».
Casos como este, tristemente frecuentes, nos invitan a reflexionar sobre nuestro modo de
organizarnos, sobre el necesario equilibrio personal entre todos los ámbitos de nuestra vida.
El éxito profesional
no puede compensar
el fracaso de un matrimonio roto,
la salud perdida,
el quebrantamiento ético
o la traición a los propios principios.
¿Cuáles son esos ámbitos? Está la atención a la familia: el cónyuge, los hijos, los padres, etc.
Está el propio trabajo, con sus realizaciones, sus expectativas y su necesidad de atender a la
preparación profesional. Está la salud y el descanso, que no conviene menospreciar. Es muy
importante la cultura. No hay que olvidar tampoco las prácticas personales que requiera la
coherencia con nuestras convicciones religiosas, que son un elemento muy importante en la
vida de cualquier persona.
Para no equivocarse a la hora de diseñar el propio proyecto de vida, es preciso, en primer
lugar, identificar los diversos papeles que cada uno tiene que simultanear en su vida. Por
ejemplo, si nos fijamos en el ámbito familiar, uno puede tener su papel como padre o madre,
como esposo o esposa, como hijo o hija, como suegro o suegra, como abuelo o abuela, o
nieto o nieta, como hermano, etc.
En cada uno de esos papeles (lo digo en plural porque uno puede ser al tiempo esposa, madre,
hermana e hija, por ejemplo), hemos de ver qué meta queremos alcanzar, es decir, qué
modelo de familia buscamos, cómo ha de ser la relación entre los miembros de la familia y a
qué valores se da especial relevancia.
Y dentro de ese proyecto, hay que proponerse unos aspectos de mejora personal, y procurar
ponerlos en práctica mediante detalles concretos: por ejemplo, ser más generoso en la
dedicación de tiempo a tu mujer o a tu marido, atender con más cariño a los hijos, ser más
paciente con tu suegro, actuar con mayor fortaleza o mayor comprensión en determinados
casos, etc.
Si nos fijamos en el ámbito laboral, los papeles que nos toque representar pueden ser también
muy diversos: como jefe de un equipo de personas y, a la vez, como subordinado y
compañero de otras; como vendedor, como comprador o como competidor; como patrono o
como trabajador; como profesor o como alumno; etc. En cada caso hemos de saber qué
esperamos de nuestro trabajo. Por ejemplo, sería muy pobre que lo viéramos sólo como un
medio de obtener unos ingresos económicos, o como una simple forma de autoafirmación
personal. Siendo objetivos legítimos, serían insuficientes si no van unidos a otros más
elevados, que nos hagan ver ese trabajo –entre otras cosas– como un servicio a los demás y a
la sociedad. A su vez, hemos de procurar concretar esas ideas: crear un mejor ambiente con
los compañeros de oficina, fomentar el trabajo en equipo con determinadas personas, ser más
puntual, trabajar con más esmero, cuidar más los detalles, adquirir una mayor cultura
profesional, etc.
—Supongo que estas consideraciones de tipo familiar y laboral se pueden extender a otros
ámbitos de la vida, pero el papel más importante será el que representamos simplemente
como personas.
En ese ámbito podrían incluirse cuestiones más de fondo: ser más sensible a las necesidades
de quienes nos rodean, proponerse mejorar seriamente nuestra coherencia ética y religiosa,
ver el modo de acrecentar nuestra formación y nuestra cultura, etc.
De todas formas, al final siempre se acaba por descubrir que todos los ámbitos están muy
relacionados, y que muchas veces se mezclan y confunden. Es natural que sea así, por la
unidad que posee en sí la vida del hombre, y aunque los hayamos separado por razones de
mejor exposición, está claro que se intercomunican y no pueden tratarse como
compartimentos estancos.
Es decisivo encontrar un equilibrio en el que quepa la atención a todas las áreas de nuestra
vida. Un equilibrio alejado de la utopía del que quiere abarcarlo todo ingenuamente y
también lejano de la simpleza de quien se polariza en un tema y no ve nada más. Si no
alcanzamos ese equilibrio, es fácil equivocarse en aspectos importantes.
La forma más lamentable
de perder el tiempo
es equivocar el camino.
—De todas formas, dentro de tanta organización tendrá que haber bastante flexibilidad.
Por supuesto. Nuestra planificación, nuestra agenda, nuestras metas, han de ajustarse a
nuestro estilo, nuestras necesidades y nuestra forma de ser.
Es la organización para ti,
no tú para la organización.
Por más cuidado que uno ponga, siempre surgirán imprevistos que obligarán a subordinar
nuestro plan a una necesidad superior. Pero eso no debe inquietarnos, puesto que la
organización ha de basarse en unos principios, no en sí misma. Por eso sería un grave error
identificar la constancia y la firmeza propias de una buena organización personal con la idea
de volverse rígidos e inflexibles. Además, suele ser más bien al revés, pues la flexibilidad
necesita de un recio fondo de firmeza, del mismo modo que la rigidez esconde muchas veces
una débil y mal disimulada inseguridad.

Aprender a contar con los demás


Lee Iacocca, aquel legendario primer ejecutivo de la Ford que años después lograría un
espectacular reflotamiento en la Chrysler, explicaba así su experiencia de varias décadas al
frente de grandes multinacionales:
«Son muchos los individuos inteligentes y cualificados que han desfilado ante mis ojos, pero
que no sirven para el trabajo en equipo.
»Parecen reunir todas las condiciones. Son personas emprendedoras, y trabajan con gran
empeño, pero luego nunca llegan muy lejos: se quedan donde estaban, o poco menos. Y lo
que les impide progresar es precisamente eso: que no logran trabajar y compenetrarse con sus
compañeros.
»Por eso hay una frase que detesto encontrar en la evaluación de las capacidades de un
ejecutivo, por mucho talento que posea, y es la siguiente: “tiene dificultades para llevarse
bien con otras personas”. A mi modo de ver, esa frase equivale al beso de la muerte en su
carrera profesional. Si esa persona es incapaz de trabajar en equipo con sus compañeros, ¿qué
beneficio puede reportar su presencia en la empresa?».
Son muchas las personas
que fracasan en su trabajo
por motivos que no son
estrictamente profesionales,
sino de carácter
y de relación con los demás.
Hay toda una serie de hábitos que son claves para nuestra capacidad de relación con quienes
nos rodean: saber trabajar en equipo, contar más con lo que pueden aportar otros, aprender a
discrepar constructivamente y sin enconarse, conjugar exigencia y cordialidad, procurar
mandar sin humillar y obedecer sin sentirse humillado, evitar tanto la terquedad con la
excesiva influenciabilidad, etc.
Es muy frecuente, por ejemplo –y tanto en el ámbito familiar como en el laboral, o en otros–,
que los repartos de tareas sean tremendamente poco efectivos: unos pueden estar
sobrecargados y otros sin saber qué hacer, o bien haciendo tareas que corresponderían más a
otros, o para las que otros están mejor preparados.
Por eso, cuando unos padres delegan en sus hijos buena parte de la organización de la
limpieza de la casa o del cuidado del hermano pequeño, o un profesor sabe organizar entre
sus alumnos un reparto de tareas de cuidado del aula y de preparación de actividades en
beneficio de todos, o un ejecutivo consigue formar equipos humanos que funcionen
coordinadamente bajo su dirección, lo habitual es que de esa manera se logren resultados
mucho mejores, pues se multiplica la efectividad de su esfuerzo.
Hacer equipo, saber delegar, repartir juego, alentar la iniciativa de los demás, generar
confianza, descubrir cualidades en otras personas..., son ejemplos de capacidades personales
importantes en muchos ámbitos de la vida. Hay personas que no saben resistir la tentación de
hacerlo todo personalmente, y eso les resta eficacia de una forma dramática. Cuando, además,
ocupan un puesto de cierta responsabilidad, es lo que marca el límite de su valía. Así lo
explicaba Iacocca a uno de sus ejecutivos más brillantes: «Quieres hacerlo todo tú. No sabes
delegar. Eres quizá el mejor colaborador que he tenido. Hasta es posible que tu trabajo valga
por el de dos..., pero olvidas que dependen de ti docenas de personas...».
Lograr un reparto de tareas realmente efectivo –en la familia, en el trabajo, o donde sea– no
es algo tan simple como repetir frases del estilo de «ve a buscar esto y tráeme esto otro», «ve
allí y dile eso», «hazme esto y avísame cuando acabes». No se trata de dar órdenes en las que
apenas cabe la iniciativa personal, sino de transmitir con claridad lo que se desea conseguir y
dejar un amplio margen a la iniciativa y la creatividad de todos.
También es importante saber transmitir la propia experiencia, de modo que los demás
comiencen donde nosotros hemos acabado, y no tengan que “reinventar la rueda” a cada
momento. Se trata, en definitiva, de facilitar que cada uno pueda aprender de los errores de
los demás, no sólo de los que él mismo vaya a cometer (aunque de esos también aprenderá
mucho).

Basarse en la confianza
Muchas personas apenas logran trabajar en equipo (y por tanto no se benefician de las
consiguientes posibilidades de multiplicar su tiempo), por algo muy sencillo: no se deciden a
depositar confianza en los demás.
Unos lo hacen porque viven bajo una desconfianza general en las personas: no quieren correr
riesgos. Otros, por simple desorden: no hay manera de que se paren a pensar en cómo
mejorar su rendimiento personal. Otros, simplemente porque no son capaces de descubrir la
valía de quienes le rodean, o porque quizá no advierten los grandes efectos que la confianza
tiene en la motivación humana.
La confianza saca a la luz
lo mejor que
cada uno tiene dentro.
Otros, por último, no se deciden a depositar confianza en los demás, y tienden a realizar por
sí mismos la mayor parte de su trabajo, simplemente por ahorrarse el esfuerzo que
inicialmente supone preparar a esas otras personas hasta que puedan ser eficaces.
Multiplicarían su eficacia
si comprendieran que
hay muchas tareas en las que
una dinámica de confianza y cooperación
puede resolver todo mejor,
en menos tiempo
y de modo más gratificante para todos.
Es sorprendente, por ejemplo, cómo algunas familias de pocos miembros y elevados gastos
en personal de servicio no logran alcanzar el nivel de atención que tienen otras que son más
numerosas y tienen poca o ninguna ayuda doméstica, pero están mejor organizadas. Si se
saben distribuir las tareas, se puede estructurar el trabajo de modo que se hagan más cosas, en
menos tiempo y con más satisfacción para todos los miembros de la familia.
—De todas formas, me parece que el problema de la mayoría de las familias no es sólo de
organización, sino de disciplina. Porque pueden hacerse planes perfectos sobre el papel...; el
problema es que cada uno luego quiera cumplirlo.
Sí, pero quizá en muchos casos no será tanto cuestión de disciplina –que algo siempre hace
falta–, como de crear un clima adecuado. Aquí habría que hablar de motivación, y de
sinergias, que son temas que trataremos más extensamente en los dos próximos capítulos. De
todas formas, mi impresión es que –si se plantean bien las cosas– la gente está habitualmente
más dispuesta a cooperar de lo que parece: todo el mundo tiene dentro muchas cosas buenas,
lo que nos falta muchas veces es ingenio para saber sacarles brillo.
Por ejemplo, al principio tú puedes ordenar la habitación mejor y más rápido que tu hijo de
siete años. Pero es mucho mejor despertar el interés del niño para que sea él quien lo haga.
Eso lleva un mayor tiempo y trabajo iniciales, porque hay que enseñarle a hacerlo, y hay que
motivarle, pero luego ese esfuerzo se recupera con creces, en todos los sentidos.
Lo ideal al delegar o sugerir una tarea es lograr que el encargado de hacerla sea su propio
jefe. Con personas menos maduras, hay que especificar más las directrices que han de seguir,
y estar más pendiente de cómo lo hacen, pero lo deseable es que todo eso vaya
disminuyendo, de forma que baste con que cada uno sepa lo que debe hacer, esté motivado y
sepa aplicar luego su ingenio y su creatividad personal al modo de llevarlo a efecto.

Orden y previsión
La compañía Priority Management of Pittsburgh Inc. publicó hace unos años unos estudios
francamente originales, cargados de ese pragmatismo tan típicamente norteamericano. Uno
de los datos estadísticos que aportaba ese estudio era que “el ciudadano medio de aquel país
pasa aproximadamente un año de su vida buscando cosas que no recordaba dónde había
puesto”.
He de confesar que cuando lo leí me pareció un poco exagerado. Hice unos sencillos
cálculos: supongamos que un año es 1/80 de la vida de una persona; como el día tiene 1440
minutos, perder un año entre 80 es como perder 1440/80 = 18 minutos cada día. Después de
esto ya no me parecía tan exagerado. Y si en esos 18 minutos diarios se incluyera el tiempo
que perdemos cada día como consecuencias de olvidos, desorden y mala organización, me
parece que se queda bastante corto.
Pensándolo bien..., un año entero buscando cosas perdidas, agobiado por olvidos
imperdonables, lamentándonos de no habernos acordado de cosas, o de no haberlas previsto,
es algo tremendo. Además, eso será la media, porque hay gente muy ordenada, a la que
corresponderá mucho menos de un año, pero hay otros que son un caos, y pasarán en esa
angustia durante dos, tres, diez años... ¡quién sabe!
Francamente, resulta un poco frustrante imaginar tanto tiempo pasado así. Al menos, es una
buena razón para pensar un poco en cómo ser algo más ordenados. ¿Cuánto tiempo
perderemos cada día por falta de previsión, por no organizarnos mejor, por no hacer lo que
tenemos que hacer...? Si te interesa, haz un cálculo estimativo en minutos diarios, multiplica
por 0.055 y tendrás la cifra de años de vida perdidos en la vorágine del caos.
Cuando no hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir lo que más nos apetece, o lo
que más reclama nuestra atención, y es natural que en bastantes ocasiones no coincida con lo
que debemos hacer en ese momento.
Muchas veces hablamos de
agobios por falta de tiempo
que son más bien
agobios por falta de orden.
Para ganar en orden, puede resultarte útil revisar estos puntos:
§ si procuramos detectar los aspectos importantes, concretarlos, y después establecer un
orden de prioridades adecuado;
§ si lo que hacemos es lo que realmente tenemos que hacer nosotros, no sea que
dediquemos muchas horas a cuestiones que nos gustan mucho pero que deberían hacer otros
(o las hacemos nosotros para evitarnos la molestia de hacer que las haga quien tiene que
hacerlas);
§ si sabemos cortar a tiempo con esas tareas, para las que siempre falta tiempo, pero que
quizá son menos importantes que otras que solemos dejar sistemáticamente;
§ si podemos trasladar algunas ocupaciones menos importantes a horas de menos agobio
de tiempo (por ejemplo, a horas que no sean las cruciales para atender a la familia, estudiar o
trabajar con serenidad); etc.
Dueños de la agenda
«No puedo menos que asombrarme –vuelvo a citar a Lee Iacocca– ante el gran número de
personas que, al parecer, no son dueñas de su agenda. A lo largo de estos años, se me han
acercado muchas veces altos ejecutivos de la empresa para confesarme con un mal
disimulado orgullo: fíjese, el año pasado tuve tal acumulación de trabajo que no pude ni
tomarme unas vacaciones.
»Al escucharles, siempre pienso lo mismo. Pienso que no me parece que eso deba ser en
absoluto motivo de presunción. Tengo que contenerme para no contestarles: ¿Serás idiota?
Pretendes hacerme creer que puedes asumir la responsabilidad de un proyecto de ochenta
millones de dólares si eres incapaz de encontrar dos semanas al año para pasarlas con tu
familia y descansar un poco?»
Hay muchos hombres y mujeres que se suponen bien preparados profesionalmente, pero que
no saben casi nada sobre cómo organizar su tiempo: les falta reflexión y sosiego, y no son
dueños de su tiempo ni de su agenda. En algunos casos extremos, ese desorden interior se
manifiesta en un auténtico aceleramiento vital que les lleva a lanzarse a hacer las cosas sin
antes pararse siquiera un minuto a pensar si deben hacerlas o no, o cómo deben hacerlas.
Es algo parecido a lo que cuenta aquel viejo chiste, en que llaman por teléfono a un bar para
dar recado a un tal Pepe de que su mujer ha tenido un accidente y está grave, para que vaya
urgentemente al hospital. Uno de los hombres que está allí sale a toda prisa, se monta en una
bicicleta que había en la puerta, y a los cuatro metros, en la misma acera, pierde el equilibrio
y se estrella contra un árbol. Cuando se levanta, dolorido y maltrecho, masculla en voz baja:
«La verdad es que me está bien empleado, porque... ni me llamo Pepe, ni estoy casado, ni sé
montar en bicicleta».
Si esas personas un poco hiperactivas, como ese Pepe del chiste, se pararan un poco más a
pensar las cosas, se evitarían muchos golpes y lograrían hacer más con menos esfuerzo.
—De todas formas, también hay otras personas que necesitan precisamente lo contrario:
pasar más de la reflexión a la acción, o sea, lanzarse un poco.
Sin duda: unos necesitan pararse a pensar, y otros necesitan atreverse de una vez a poner en
práctica lo que piensan. Cada uno debe ver en cada caso. Tenemos delante muchos
problemas, muchas opciones, y nuestra disponibilidad de tiempo es escasa, y hay que optar
continuamente entre una cosa u otra, y hacer frente lo mejor posible a esa complejidad que se
nos presenta. Es un reto que hemos de superar mediante un constante empeño personal,
aunque siempre de forma cordial, sin angustias ni crispación, con optimismo.
Sin caer en extremos patológicos,
es preciso ser críticos con nosotros mismos
en lo que se refiere a
nuestra forma de trabajar
y de organizarnos.

Capítulo 6: MEJORAR LA RELACIÓN CON LOS DEMÁS


El símil de la cuenta bancaria
Claridad en las expectativas recíprocas
Lealtad, cercanía
No basta con pedir disculpas
Evitar antagonismos innecesarios
Conjugar lo que parece difícil de conjugar
Acuerdos yo-gano/tú-ganas
Descubrir y potenciar sinergias

No hay más que un modo


de ser felices:
vivir para los demás.
Leon Tolstoi

El símil de la cuenta bancaria


Es probable que la mayor parte de los problemas por los que pasamos las personas, y quizá
los que más dolorosamente nos marcan, sean precisamente problemas de relación con otras
personas.
Algunos quizá poseen una gran capacidad de relación en su vida profesional, y son altamente
estimados y respetados en su trabajo, al que dedican todo el tiempo del mundo, pero está muy
deteriorada su relación con su mujer o su marido, o con sus hijos.
En muchas empresas y organizaciones, cuando llegamos a conocerlas de cerca, advertimos
que los problemas más graves también suelen provenir de dificultades de relación entre sus
máximos responsables, o de ellos con el resto de los integrantes de la entidad.
Lo malo es que, tanto en unos casos como en otros, cuando comprueban que se ha
deteriorado su relación con otra u otras personas, muchas veces, en vez de esforzarse por
mejorarla, buscan refugio en otros ámbitos de su vida, o en otras relaciones, eludiendo así la
grave necesidad de reconstruirlas. De este modo, los problemas se cronifican y son cada vez
más difíciles de resolver.
Muchos expertos en relaciones humanas han recurrido, a la hora de abordar estas cuestiones,
al símil de la cuenta bancaria emocional.
En una cuenta bancaria ingresamos nuestro dinero, y con ello creamos un depósito. Cuando
sacamos el dinero de allí, o hacemos cualquier pago a través de esa cuenta, reducimos parte
de ese depósito.
Continuando con este símil, todos tenemos abierta una especie de cuenta emocional con cada
una de las personas que tratamos. En esa cuenta efectuamos ingresos mediante la cordialidad,
el trato afable, la honestidad, la lealtad, el cariño, etc. A medida que hacemos ingresos en esa
cuenta, aquella persona irá acumulando un mayor depósito en relación a nosotros. Cuando
actuamos mal respecto a ella, es como si efectuáramos una salida, y el depósito disminuye.
Cuando la cuenta de confianza es alta, la comunicación es buena y la relación es grata (en
esto sucede también como con los bancos).
Pero si adquirimos la mala costumbre de mostrarnos ingratos y desagradables con esa
persona, y traicionamos esa confianza, la cuenta irá bajando hasta llegar a un nivel bajo,
incluso hasta ponerse en números rojos. Y si estamos continuamente haciendo equilibrios
entre los números negros y los rojos, la relación será tensa y difícil (aquí también sucede
como con los bancos); y si estamos habitualmente en números rojos, ya no será simplemente
difícil, sino muy difícil.
El problema de muchas empresas e instituciones de todo tipo es que sus miembros funcionan
entre ellos precisamente así, con su cuenta emocional en números rojos, o al borde de estarlo.
En lugar de una buena comunicación, hay –como mucho– una difícil convivencia entre
estilos diferentes, o una crispada tolerancia. Y muchas familias, muchos matrimonios,
funcionan también ordinariamente así. Y entre muchos compañeros, vecinos o conocidos, hay
también una relación de este género, fácilmente hostil, defensiva, susceptible.
Las buenas relaciones humanas, y sobre todo las más prolongadas –familia, trabajo, amistad,
etc.– exigen ingresos continuos en eso que estamos llamando cuenta emocional, porque el
desgaste de la vida diaria ya supone siempre un goteo continuo de salidas.
Apliquemos este símil a la relación de unos padres con su hijo. Por ejemplo, si a pesar de que
le quieres sinceramente, el trato con un hijo tuyo adolescente se reduce en la práctica a
periódicas reconvenciones (ordena tu cuarto, has llegado tarde, vístete como una persona
normal, córtate el pelo, baja la basura, a ver si ayudas en casa, baja el volumen de la radio,
dónde vas con esas pintas, etc.), más algunas conversaciones insustanciales, unos cuantos
consejos (por desgracia, frecuentemente inoportunos), y poco más, entonces, es muy probable
que la cuenta emocional con tu hijo esté en números rojos desde hace tiempo.
En esas circunstancias, si tu hijo tiene que tomar una decisión importante, la comunicación
con él será tan difícil, y su receptividad tan baja, que toda tu sabiduría, tu experiencia de
padre o de madre y tu afán de ayudarle te servirán en ese caso realmente para bien poco.
—¿Y cuál es la solución entonces?
Si es esa la situación, lo más práctico es salir cuanto antes de los números rojos y llegar
pronto a niveles de cierta solvencia emocional en esa relación.
Habrá que tener pequeñas atenciones, mostrar una mayor capacidad de interesarse por él, de
escucharle y comprenderle. Habrá quizá que dedicarle más tiempo, y procurar ponerse más
en su lugar. Tendrás que hacerle sentir que se le acepta como es, que se le quiere ayudar a
mejorar respetando lo más posible sus ideas y su personalidad.
Probablemente no logres mejoras rápidas ni espectaculares, porque quizá hay muchos
números rojos y no somos capaces de hacer ingresos tan rápidamente: bien porque tenemos
ingresos bajos (poco hábito de preocupación efectiva por los demás); o porque tenemos
grandes y arraigados hábitos de gasto (por egoísmo, impaciencia, irascibilidad,
susceptibilidad, distancia emocional, etc.); o bien porque somos de carácter cíclico o
inestable, y hacemos grandes ingresos hoy pero mañana lo despilfarramos todo tontamente.
—Lo malo es que a veces no sabes si estás acertando o no, porque a lo mejor piensas que
estás haciendo ingresos y resulta que estás haciendo una auténtica sangría en esa famosa
cuenta...
Efectivamente.
En las relaciones humanas
no basta con tratar a los demás
como quisieras que te trataran a ti.
Porque quizá hay cosas que a ti te agradan y a esa otra persona no, o cosas que nosotros
consideramos triviales pero que para ella son muy importantes.
Hay que asegurar, por ejemplo, que nuestros intentos de acercamiento no se produzcan en
momentos inoportunos y generen nuevos rechazos. Y comprobar que no hay una profunda
falta de comprensión mutua que haga que esa relación se esté construyendo sobre cimientos
minados.
Hacerse cargo de la realidad intelectual y emocional de los demás –cómo piensan y qué
sienten–, así como de su capacidad real de superarse –muy relacionada con su fuerza de
voluntad–, es decisivo para construir una buena relación (dedicaremos a ese tema el próximo
capítulo).
—Otras veces, a lo mejor piensas que algo ha sido un error sin más trascendencia, y resulta
que él le da una importancia enorme...
Es verdad que hay multitud de pequeños detalles que, aun siendo cosas objetivamente
pequeñas, en la subjetividad emocional de la otra persona pueden llegar a ser muy grandes.
Pero, por fortuna, ese efecto, que observamos que se produce en sentido negativo ante
pequeñas faltas de respeto o consideración, breves enfados, sencillas promesas incumplidas,
etc., puede producirse igualmente en sentido positivo ante sencillas muestras de afecto, de
reconocimiento, de deferencia, de lealtad, etc.
Cada uno valora de modo especial algunas cosas, y es verdadera muestra de buena
convivencia esforzarse por conocerlas y mantenerlas en la memoria para poder así hacerles la
vida más agradable. Todo el mundo valora en mucho los detalles, entre otras cosas porque
por lo general las personas suelen ser más sensibles de lo que aparentan.

Claridad en las expectativas recíprocas


Muchas relaciones personales se deterioran seriamente por algo tan simple como no haber
hablado las cosas en su momento con normalidad, por falta de claridad en las expectativas
recíprocas. Quizá a veces nos enfadamos porque no se ha hecho lo que habíamos pedido o
deseado, y el problema es simplemente que no se había entendido lo que queríamos. O resulta
que molestamos a alguien sin querer, y el problema se reduce a que no sabíamos que con
nuestra actitud o nuestra conducta estábamos perjudicando o molestando a esa persona.
Por eso es preciso actuar con la necesaria naturalidad y sencillez.
Hemos de crear a nuestro alrededor
un clima de confianza
en el que sea fácil saber
qué es lo que cada uno
espera de los demás.
Otro ejemplo. A lo mejor un día nos sorprendemos de que tenemos pocos amigos. Es algo
que sucede a bastante gente en algún momento de su vida: advierten que su círculo de
relación es corto, que hay poca gente que cuente con ellos de modo habitual.
Si eso nos sucede, es preciso recordar que tener verdaderos amigos siempre supone esfuerzo
y constancia. Aunque, como es lógico, depende mucho de la forma de ser de cada uno,
siempre es preciso vencer inercias, superar pasividades y arrinconar timideces (por cierto que
es sorprendente el elevado porcentaje de personas que se consideran tímidas: en nuestro país,
del orden del 40% según algunas estadísticas).
—¿Y no es un poco antinatural eso de esforzarse para tener amigos, cuando la amistad debe
entenderse como algo relajado y natural?
La amistad debe ser, efectivamente, algo relajado, natural y gratificante. Sin embargo, la
amistad, como tantas otras cosas en la vida que también son naturales y gratificantes, exige,
para llegar a ella, superar un cierto umbral de pereza personal, y por eso muchos se quedan
encallados en ese obstáculo. El tirón de la pereza puede llevarnos a una vida de considerable
aislamiento o pasividad, y eso aunque sepamos bien que superándola nos iría mucho mejor y
disfrutaríamos mucho más.
De todas formas, tienes razón en que a veces la causa de las pocas amistades está en algo más
de fondo, y hemos de pensar si no vivimos bajo una cierta capa de egoísmo, si no hay una
buena dosis de encerramiento en nuestros propios intereses, de refugio en una perezosa
soledad.
Quizá tenemos un carácter difícil (o al menos manifiestamente mejorable) y somos de trato
poco cordial, o hablamos sólo de lo que nos gusta, o vamos sólo a lo que nos gusta, o nunca
nos acordamos de felicitar a nadie en su cumpleaños o en Navidad, ni nos interesamos por su
salud o la de su familia, ni hacemos casi nada por estar cerca de ellos en los momentos
difíciles.
O quizá ponemos poco empeño en todo lo que no nos reporte un claro interés, y aunque quizá
tengamos una conversación paciente y educada, ponemos en esos casos un interés –
exagerando un poco– similar al que se pone al hablarle a un canario en su jaula.
O quizá manifestamos habitualmente una actitud rígida o imperativa, que genera rechazo; o
tendemos hacia una beligerancia dialéctica que nos lleva a buscar siempre quedar victoriosos
en cualquier conversación, como si fuera una batalla, y encima queriendo dejar claro que
hemos ganado; o escuchamos poco y hablamos mucho, y resultamos pesados; o somos
demasiado premiosos, o prolijos (no debe olvidarse que el secreto para aburrir es querer
decirlo todo); o nos pasamos de obsequiosos, y nuestro trato resulta un poco asediante, o
untuoso; o tratamos a los demás con excesiva vehemencia, o con aires de superioridad, como
dando lecciones.
Podríamos enumerar muchos otros defectos, pero quizá la clave para contrarrestarlos podría
resumirse en algo muy sencillo: esforzarse por ser personas que saben escuchar y que buscan
servir a los demás.

Lealtad, cercanía
La lealtad, y en primer lugar con los ausentes, es otra cuestión clave en las relaciones
humanas. Cuando una persona habla mal de otra a sus espaldas, o revela detalles que alguien
le ha manifestado de modo confidencial, además de actuar injustamente en la mayoría de los
casos, destruye su propia capacidad para generar confianza. Quizá esa persona busca ganarse
la confianza de la otra gracias a esa indiscreción o ese desahogo, pero esa falta de integridad
personal está minando en sus cimientos aquella confianza.
Ante los errores o defectos de nuestros amigos o conocidos, la lealtad exige que procuremos
–en la medida en que eso sea posible– ayudarles a corregirse. Como es obvio, esto será más
fácil cuanto mayor sea nuestra confianza con ellos.
Si no nos resulta posible decirles nada, o se lo hemos dicho y aparentemente no ha habido
ningún cambio, no por eso la murmuración y el chismorreo dejan de ser una deslealtad. Sólo
cuando lo exija la justicia o el bien de los demás, será legítimo advertir a otros –y siempre
extremando la prudencia– de aspectos negativos que hemos observado en una persona.
Cuando hay una buena relación personal, los errores de quienes nos rodean son, si sabemos
aprovecharlos, ocasiones excelentes para ayudar lealmente a esas personas a corregirse.
Muchas veces,
una advertencia sincera y prudente
hecha a tiempo
es la mejor forma de
mostrar el afecto por una persona.
En cualquier ambiente, una persona con capacidad de decir las cosas a la gente sin herirla, se
convierte pronto en una gran autoridad moral ante todos.
—El problema es que muchas veces, cuando ves que habría que hacer una advertencia a
alguien, precisamente entonces tu relación con esa persona está bajo mínimos, y no la
aceptaría bien...
Por eso es importante que haya una buena relación general entre las personas con las que uno
trata (dentro de la familia, en el trabajo, con los vecinos, etc.).
Por ejemplo, si en la familia hay unos lazos fuertes entre padres, hijos, hermanos, abuelos,
tíos, primos, etc., esa relación puede resultar decisiva en situaciones de mayor dificultad.
Sentir y saber que hay muchos otros miembros de la familia que nos conocen y se preocupan
por nosotros, aunque quizá vivan lejos, puede suponer una ayuda mutua importante para la
convivencia familiar. Si uno de tus hijos, por ejemplo, tiene dificultades para relacionarse
contigo en un momento determinado, quizá pueda ayudar a arreglarlo tu cónyuge, un
hermano, o una tía, o el abuelo. En una familia unida, cada uno de sus miembros representa
una referencia y una ayuda que pueden resultar de vital importancia en el momento más
insospechado.
No basta con pedir disculpas
Recuerdo ahora el relato de un padre de familia, hombre sensato aunque quizá un poco
impulsivo, que un buen día advirtió que la bronca que acababa de echar a uno de sus hijos era
desproporcionada e injusta.
No habían pasado más que unos minutos cuando comprendió que había interpretado la
situación de un modo totalmente erróneo, y que su reacción había sido impropia y exagerada.
Como era un hombre leal y de principios, se dirigió hacia la habitación de su hijo para
disculparse. En cuanto abrió la puerta, lo primero que escuchó fue:
—No quiero perdonarte, papá.
—Lo siento, no me había dado cuenta de que tenías razón. ¿Por qué no quieres perdonarme,
hijo?
—Porque hiciste lo mismo la semana pasada.
En otras palabras, venía a decir: «Papá, no pienses que vas a resolver este problema
simplemente pidiendo disculpas. Tienes que cambiar».
Aunque no sea este un ejemplo especialmente modélico en cuanto al perdón, de este relato
puede sacarse una enseñanza importante:
No basta con pedir disculpas,
es preciso también corregirse
y procurar reparar el daño causado.
Sería un error pensar que pidiendo disculpas se arregla todo sin más. El daño que se haya
hecho, aunque se perdone, suele tener unas consecuencias que no pueden ignorarse. Por eso
la petición de disculpas ha de ir siempre unida a un sincero y eficaz deseo de corregir en ese
punto nuestro carácter, rectificar nuestra conducta y compensar de algún modo ese daño.

Evitar antagonismos innecesarios


Muchísimas personas tienen en su carácter una marcada tendencia a plantear todo en
términos de oposición y de dicotomía:
§ «si yo consigo lo que quiero es porque alguien se queda sin ello»;
§ «si yo salgo ganando, si quedo más arriba, será básicamente porque tú sales perdiendo,
porque te quedas más abajo»;
§ «si a él le interesa eso, será por algo, y seguramente a mí me conviene que suceda lo
contrario»; etc.
Es lo que podría llamarse la filosofía del yo-gano/tú-pierdes. Una forma de entender la vida
en la cual parece que el éxito sólo puede lograrse a expensas de otros, o excluyendo el éxito
de otros, o a costa del fracaso de otros.
Se trata de una mentalidad que acaba conduciendo a continuas situaciones de angustia y
frustración. Tanto es así que en toda la literatura mundial en torno a la efectividad humana
que se ha escrito en los últimos decenios se ha impuesto con rotundidad un estilo muy
distinto, que podríamos llamar del yo-gano/tú-ganas. No es una simple técnica para mejorar
las relaciones humanas, sino todo un modo de sentir y de entender las cosas, que busca el
beneficio mutuo en todas las relaciones e interacciones humanas. La filosofía del yo-gano/tú-
ganas busca que los acuerdos o soluciones sean mutuamente benéficos y satisfactorios.
Hay que buscar alternativas,
no se trata de luchar
entre tu éxito o el mío,
sino de buscar un éxito mejor,
y que sea de los dos.
—Pero eso no siempre será fácil. Por ejemplo, en un partido de fútbol no pueden ganar los
dos equipos al tiempo; o en unas elecciones no pueden salir elegidos a la vez los dos
principales candidatos a la presidencia del gobierno...
Es cierto que en la vida hay bastantes cuestiones que se plantean en clave yo-gano/tú-pierdes,
y ciertamente esa competitividad es positiva en muchas ocasiones, o al menos es inevitable.
Pero hay otros muchos casos en los que surgen planteamientos de competitividad agresiva
que no tienen sentido alguno.
Por ejemplo, en la familia: ¿tiene sentido hablar de quién de los dos está ganando en tu
matrimonio?; ¿o de quién gana en la relación con tu hijo, o con tu padre, o con tu hermana?
Son casos en los que parece obvio que, si no ganan ambos, esa relación está mal planteada.
No tenemos por qué vivir compitiendo con nuestro cónyuge, con nuestros hijos, con nuestros
padres, con nuestros vecinos o nuestros amigos. En ese sentido, la filosofía del yo-gano/tú-
pierdes es una nociva mentalidad que muchas personas tienen profundamente inculcada,
consecuencia quizá de muchos años de vivir bajo planteamientos de ese estilo.
Además, incluso en las relaciones más competitivas, siempre debe haber un nivel al que esas
relaciones sean del tipo yo-gano/tú-ganas. Por ejemplo, en un partido de fútbol los dos
equipos salen ganando si se considera que están participando con deportividad en un
campeonato cuyo desarrollo beneficia a ambos; varios candidatos a la presidencia de una
nación pueden estar ganando si se consideran las cosas desde el punto de vista del servicio
que ambos con su campaña electoral prestan al sistema democrático de esa nación; etc. El
hecho de que cada uno compita leal y honestamente, respetando las reglas del juego, es algo
que beneficia a todos y que por tanto cabe dentro de la filosofía del yo-gano/tú-ganas.
Otro error de enfoque en la relación personal puede venir de una mentalidad parecida, aunque
opuesta: la del yo-pierdo/tú-ganas. Se da, por ejemplo, en frases como: «haz lo que te dé la
gana, nunca me haces ningún caso»; «sigue perjudicándome, siempre harás lo que a ti más te
convenga»; «eso me pasa por haber querido ser honrado»; etc. Son actitudes que generan
conformismo, resentimiento, victimismo o excesiva indulgencia.
Por último, y para completar todas las variantes de este tipo de errores, cabe también la
mentalidad del yo-pierdo/tú-pierdes, propia de conflictos entre personas envidiosas y
vengativas que, en su afán de ver perder a su competidor, logran amargarse mutuamente la
existencia.

Conjugar lo que parece difícil de conjugar


—A ver, contésteme con rapidez, ¿cuánto suman dos más dos?
—Cinco.
—No, hombre, no: dos y dos son cuatro.
—Pero bueno..., ¿usted qué quería, precisión o rapidez?
Muchas personas son como el interrogado en este viejo chiste, tienen una gran tendencia a
los planteamientos dicotómicos. Son gente que todo lo quiere establecer en términos de
dicotomías: esto o lo otro, blanco o negro, así o nada, y punto.
Sin embargo, sabemos que la mayoría de las realidades de la vida son complejas y resulta un
error plantearlas forzadamente así. Es más, muchas veces la clave está precisamente en hacer
una cosa sin dejar de hacer la otra: no queremos lo uno o lo otro, sino las dos cosas, lo uno y
lo otro (o sea, precisión y rapidez, si volvemos a lo del chiste).
Por ejemplo, la madurez exige un equilibrio entre defender con energía las propias
convicciones e intereses y, al tiempo, saber tratar con consideración a los demás. En cambio,
los personajes dicotómicos creen que si uno es amable no puede ser exigente; que si uno trata
con consideración a los demás no puede ser audaz; que si uno tiene confianza en sí mismo no
puede confiar en los demás; que si uno quiere triunfar en la vida tiene que prepararse para
pisotear a quienes le rodean. Y como actitud vital es un gran error, pues la vida no puede
basarse en el radicalismo o la confrontación.
Esos planteamientos dicotómicos pueden llegar a extremos bastante sorprendentes, si se
miran las cosas con un poco de objetividad. Un ejemplo muy claro es la envidia. Hay
personas que se sienten verdaderamente mal si tienen que compartir el éxito o el
reconocimiento con otras personas. La envidia les corroe. Les duele en el alma que otros
triunfen más que ellos, o incluso que se aproximen a su nivel de triunfo. Les molesta que
otros tengan suerte, habilidades o méritos que ellos no tienen, en especial si se trata de
personas cercanas a él.
El envidioso basa su propia valía
en la comparación negativa
con quienes le rodean:
necesitan del fracaso ajeno
para aliviar su amargura vital.
Para esas personas, parece que la felicidad es una realidad tan terriblemente escasa que los
demás se la arrebatan cuando disfrutan de ella.
—Estoy de acuerdo, pero aunque digas esas cosas tan fuertes sobre la envidia, parece claro
que es una mala inclinación que todos tenemos dentro, en mayor o menor medida.
Por supuesto. Quizá por eso puede decirse que la filosofía del yo-gano/tú-pierdes hunde sus
raíces en inclinaciones humanas torcidas contra las que todos tenemos que luchar.
Normalmente la envidia no nos hará desear que otros sufran grandes desgracias (no somos
tan perversos), pero sí puede incitarnos a una secreta e íntima satisfacción al ver que a otros
no les va tan bien..., porque sentimos que eso nos sitúa de alguna manera mejor respecto a
ellos.
Cuando se produce de un modo espontáneo ese sentimiento, es preciso esforzarse
personalmente por superarlo, buscando nuestra seguridad y nuestra satisfacción dentro del
propio proyecto personal de vida. Un proyecto, además, que si está bien diseñado se
sustentará en buena parte sobre un firme propósito de hacer y desear el bien a quienes nos
rodean.

Acuerdos yo-gano/tú-ganas
En todas las clases hay alumnos que destacan y otros que suelen quedarse atrás. Recuerdo el
caso de un profesor de enseñanza media que utilizaba un ingenioso sistema de motivación
para recuperar a los alumnos más retrasados.
El sistema consistía en hacer un acuerdo con toda la clase. Todo alumno que hubiera
aprobado el examen parcial de la evaluación podía ofrecerse a ayudar a otro que hubiera
suspendido, y preparar juntos el siguiente examen. Si lo hacían, ese alumno anotaba al
comienzo de su examen el nombre del que le había ayudado. Si después aprobaba, el profesor
recompensaba con una subida de un punto al que con sus explicaciones había logrado sacar al
otro de las tinieblas del suspenso.
Así lograba que los más inteligentes ayudaran a los que iban más retrasados, y esto cubría dos
objetivos a cual más interesante: que unos aprendieran la asignatura y que otros aprendieran a
ser más generosos y preocuparse de los demás (además, enseñando es como mejor se
aprende).
Cuando lo oí contar, me dispuse a experimentar ese método con mis alumnos, que por
entonces tenían catorce o quince años. Aunque comencé con un cierto escepticismo, pronto
comprobé sus buenos resultados. Los más aventajados ayudaban a los que iban peor, y las
calificaciones medias subieron bastante.
—Pero eso no sería propiamente generosidad, puesto que no lo hacían de modo
desinteresado, sino por ganar ese punto más en sus calificaciones.
Inicialmente quizá hubiera más de interés personal que de deseo de ayudar. Pero enseguida se
vio que para ellos el punto que podían ganar era casi lo de menos: al final estaban casi más
orgullosos del aprobado de su compañero que del suyo propio.
El mayor éxito era que quizá con esto algunos redescubrían la alegría que siempre acompaña
a la preocupación por los demás. Una prueba de cómo generosidad y felicidad están
indefectiblemente ligadas, tanto como el egoísmo y la amargura.
Aquella experiencia docente propiciaba un beneficio mutuo en todas las direcciones, tanto
entre el profesor y los alumnos como de ellos entre sí: se trata, pues, de un caso del tipo yo-
gano/tú-ganas. Con esto no quiero abominar de otras fórmulas más competitivas, que también
pueden ser útiles, sino simplemente resaltar la eficacia de crear un clima de cooperación.
—Entre otras cosas, porque supongo que la tendencia de algunos educadores a la excesiva
competitividad lesionará fácilmente la autoestima de los menos dotados.
Es preciso encontrar un equilibrio. No es malo inducir un sano deseo de emulación ante los
que son mejores, o presentar como estímulo el modelo que encarnan otras personas. Lo que
no puede olvidarse es que los frutos que cada persona puede obtener de la ejercitación de sus
facultades son enormemente variados, y nadie debe sentirse menospreciado por no conseguir
los resultados que obtienen otros.
—Además, cada persona está más dotada para unas cosas y menos para otras, así que siempre
habrá otros aspectos de su vida en los que podrá ser ayudada por los demás.
Cualquier relación humana bien planteada supone siempre un beneficio mutuo, pues toda
persona siempre tiene cosas que aportar a cualquier otra. Por eso toda persona debiera
sentirse necesitada de la ayuda de los demás, y una generosidad que fuera ostentosa o
paternalista sería ridícula e injusta: lo ideal es que quien está siendo ayudado casi no se dé
cuenta de ello, por la elegancia y delicadeza de quien le ayuda.
—¿Y cómo piensas que puede crearse ese clima de cooperación?
Para que un profesor (o el gerente de una empresa, o un padre o una madre de familia, etc.)
logre ese clima de colaboración con sus alumnos (o empleados, hijos, etc.), han de estar bien
claros los valores y objetivos que presiden esa relación, así como los modos en que se
evalúan los resultados. Naturalmente, esto será más formal en la clase o la empresa, y menos
en la familia, pero también en ella ha de existir.
Estando esto claro previamente, a partir de ahí el deseo del profesor ha de ser que todos
saquen las mejores notas posibles, el del gerente que todos sus empleados cumplan su misión
de forma excelente, y el del padre de familia que todos sus hijos se eduquen libremente de
acuerdo con esas metas y valores. En la mayoría de los casos, ese sistema de cooperación
suele resultar mucho más efectivo que el del autoritarismo o la simple confrontación, pues
disminuye la necesidad de control, incrementa la motivación, y revela cómo en muchas
ocasiones los problemas no estaban en las personas sino en el sistema de relación adoptado.

Descubrir y potenciar sinergias


Probablemente todos tenemos en la memoria experiencias personales en las que hemos
llegado a una relación de entendimiento y complementariedad grandes con otra u otras
personas. Quizá fue practicando un deporte, o trabajando con un equipo de personas con las
que nos compenetramos extraordinariamente, o con ocasión de tener que acometer alguna
cuestión grave y urgente que facilitó aunar esfuerzos para resolverla. Son ejemplos de
situaciones de sinergia.
La sinergia es un efecto que se produce entre dos o más personas y que les hace sincronizar y
complementar sus esfuerzos e intereses de tal manera que logran alcanzar un resultado
notablemente superior al que saldría de la simple suma aritmética de sus aportaciones
individuales. En ese sentido, podría decirse que la sintonía humana y la armonía propias de la
amistad o el amor son buenos ejemplos de situaciones de sinergia.
Para algunos, esas situaciones se reducen a su relación con muy pocas personas, o sólo a
algunos ámbitos de una vida que, por lo demás, discurre teñida de experiencias negativas en
la relación con los demás.
Sin embargo, otras personas han aprendido a descubrir y estimular lo positivo de quienes le
rodean, y saben establecer sinergias con casi todo el mundo: son como los buenos
escaladores, que logran encontrar pequeños puntos de apoyo donde otros no ven más que una
pared totalmente lisa e impracticable.
Cuando alguien aprende a descubrir y potenciar sinergias en su relación con los demás, abre
su vida a una infinidad de nuevas posibilidades y alternativas.
—Pero a muchas personas, por la educación que han recibido, les será muy difícil incorporar
a su vida esa actitud, supongo.
Les costará más, sin duda, pero –como cualquier otro rasgo del carácter– puede incorporarse
regular y sistemáticamente a sus modos de plantear la vida cada día. Es cuestión de poner el
necesario esfuerzo personal y, también, cierto espíritu de aventura.
—¿En qué sentido hablas de aventura?
Me refiero a que exige un talante mínimamente activo, pues cualquier esfuerzo creador
precisa de algo de arrojo e imaginación, y siempre se asumen algunos riesgos. El que no hace
nada no se equivoca, pero el que hace algo a veces se equivoca, y precisa por tanto de una
mínima resistencia a la frustración: debe abandonar la triste paz de la apatía y el apocamiento
para adentrarse en la alegre satisfacción de una relación humana plena.
Por ejemplo, muchas personas no logran un mayor entendimiento entre ellas simplemente
porque no hablan las cosas. Por eso, un recurso clásico de comunicación sinérgica es el
brainstorming, la tormenta de ideas, que consiste en provocar un profuso y abundante
intercambio de ideas y puntos de vista a lo largo de una reunión de un grupo de personas.
—Supongo que te refieres a una reunión de trabajo.
Se puede aplicar a cualquier relación humana, también a una reunión familiar informal o a
una tertulia entre amigos. Una tormenta de ideas puede aportar un torrente de imaginación y
creatividad que desbloquee una situación de rutina o estancamiento. Desde luego, muchas de
las ideas que surjan serán inútiles; pero otras serán interesantes, y puede que incluso alguna,
en medio de tantas otras, llegue a tener rasgos de espontánea y auténtica genialidad.
En general, lograr que pueda darse un intercambio natural y fluido de impresiones entre dos o
más personas siempre resulta estimulante y permite superar las barreras de algunas
inhibiciones negativas, o visualizar errores que de otra manera no habríamos advertido.
Cuando se logra esa comunicación sinérgica, se puede unir de un modo extraordinario a un
grupo de amigos, una familia, un equipo de investigadores o un consejo de administración.
—Y cuando se lanza uno y no se logra ese ambiente, puede caerse en el caos más absoluto...
Sucede de vez en cuando, a veces incluso justo después de haber estado en un momento de
buena sintonía, pero que por alguna razón se pierde y el curso de la conversación se desvía
hasta descarrilar por completo y precipitarse en el caos. Por eso decía antes lo de tener cierto
espíritu de aventura, pues en esa situación podemos pensar que habría sido mejor no
arriesgarse a llegar a esos desencuentros.
—Y puede ser cierto, porque habrá veces en que será imprudente tratar determinados temas
en determinados momentos y circunstancias.
Por supuesto. Unas veces comprenderemos que no era un modo acertado de tratar esas
cuestiones, y hemos sido efectivamente imprudentes, pero en otros casos el error procederá
del modo de conducir la conversación, y entonces debemos sacar experiencia para posteriores
ocasiones y no refugiarnos en la incomunicación, porque en la incomunicación el
desencuentro es permanente.
—Supongo que el éxito dependerá más de las personas que del método que se siga, porque
hay gente con la que no hay forma de entenderse en ningún sitio.
Para lograr una buena comunicación no es suficiente el método, ni el simple respeto, ni la
cortesía o la diplomacia. Lo deseable es que la consideración de cada uno por los demás sea
tan alta que, si surge un desacuerdo, en lugar de oponerse inmediatamente y procurar rebatir
al otro, se inicie un esfuerzo personal de comprensión hacia la postura de esa otra persona.
Es decir, que ante una diferencia de opinión con otro, se parta de una actitud que sea como
decir: si una persona de tu valía disiente de mí, debe haber algo en tu desacuerdo que no
entiendo, una nueva perspectiva que me interesa mucho percibir.
La esencia de la sinergia
está en valorar la diferencia
y saber respetarla
y complementarla.
De esta manera, evitando las actitudes innecesariamente defensivas y autoprotectoras, se
produce un sano deseo de mejorar nuestras ideas con lo que piensan los demás. Quizá nos
sobran evidencias, y se trata, en definitiva, de no defender como cuestión de principios lo que
no son más que unos puntos de vista que probablemente nos interese enriquecer.
Otras veces, cuando una situación parece enfrentar sin remedio dos alternativas (y quizá
pensamos que podrían calificarse como la nuestra y la errónea), casi siempre podremos
buscar una salida más a gusto de los dos: lo que podríamos llamar una tercera alternativa
sinérgica. La clave está en reemplazar la mentalidad dicotómica de o esto o aquello por una
nueva solución que, sin ser quizá perfecta (sobre todo porque los problemas complejos no
suelen tener soluciones perfectas), deje satisfechos a ambos.
—¿Te refieres a aquello de que «a veces lo mejor es enemigo de lo bueno»?
Sí, si se entiende bien ese dicho. Porque si la solución que a nosotros nos parece mejor va a
provocar un conflicto que no guarda proporción con la ventaja que aporta esa solución,
entonces esa solución deja de ser mejor, y será preferible que cedamos un poco.
Esto no quiere decir que ceder sea bueno de por sí, puesto que otras veces lo sensato será
demostrar firmeza, y tan equivocado sería ceder por sistema como encastillarse en la
obstinación.
En cualquier caso, la excesiva rivalidad, los conflictos y agravios permanentes, la continua
preocupación por proteger la propia retaguardia, la desconfianza, la lucha por el dominio, la
crítica destructiva... son siempre actitudes y planteamientos que consumen una energía
enorme en cualquier relación personal. Son como conducir un coche con un pie en el
acelerador y otro en el freno: la solución no es apretar más el acelerador –más elocuencia,
más presión, más argumentos para fortalecer la propia posición–, sino levantar un poco el pie
del freno y saber usar armónicamente ambos pedales.

Capítulo 7: BARRERAS A LA COMUNICACIÓN


Una visita al oculista
Escuchar, pero escuchar para comprender
Detectar y eliminar barreras
Un buen empleo del lenguaje
Errores de interpretación
Capacidad de guardar secreto
Superar las diferencias generacionales
Credibilidad personal
La oportunidad de explayarse
Operaciones de cirugía
El ojo que ves
no es ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.
Antonio Machado

Una visita al oculista


Imagínate –sugiere Stephen Covey– que padeces un serio problema de visión y decides
acudir a la consulta del oculista.
El médico, después de escuchar brevemente tu explicación del problema, saca del bolsillo sus
gafas y te las entrega mientras dice con gesto solemne: “Póngase usted estas gafas. Yo las he
usado durante diez años y me han ido estupendamente.”
Tú pones una cara de asombro mayúsculo, y el oculista, sin pestañear, añade: “No se
preocupe, tengo otras en casa, puede usted quedarse con estas”.
Con un escepticismo difícil de superar, te pruebas esas gafas y, como era de prever, ves aún
peor que antes, y te quejas: “Por favor, ¿cómo me van a servir sus gafas a mí? Veo todo
borroso”.
“Oiga, haga el favor de poner más empeño”, responde con gravedad el oculista. “Ya lo
pongo, pero no veo nada”, contestas ya al borde de la ira.
El oculista insiste: “Sea usted más paciente y colabore, por favor. Tienen que servirle. A mí
me han ido muy bien todos estos años”.
Finalmente te vas de allí, escandalizado ante semejante ineptitud, y el oculista –por llamarle
de alguna manera– se queda pensando: “Hay que ver, qué hombre más ingrato. No he logrado
que me comprenda. Yo sólo pretendía ayudarle y... ¡cómo se ha puesto!”.

Lo que este ejemplo pretende resaltar es que muchas veces, cuando damos un consejo a
alguien, nos está pasando algo bastante parecido a lo que sucedía a ese oculista. Nos sentimos
frustrados porque una determinada persona no nos comprende, o porque rechaza nuestros
consejos, y quizá nos quejamos de que no pone interés en escucharnos. Y en realidad el
problema no es que a esa persona le falte interés, o le falten entendederas, sino que nosotros
estamos equivocando el planteamiento, y esa persona no entiende lo que le decimos porque
no hemos logrado antes comprender nosotros cuál es su verdadero problema: le estamos
recomendando con vehemencia usar unas gafas que a nosotros nos van bien, pero a él
probablemente no. Tenemos que diagnosticar antes qué gafas necesita.
Es preciso
primero comprender bien,
para luego poder diagnosticar bien,
y finalmente aconsejar bien.
Pongamos otro ejemplo (este quizá bastante más real y posible que esa esperpéntica
conversación con el oculista):
—Venga, Carlos, hijo mío, ¿por qué estás así?
—Mamá, no puedes entenderlo.
—De verdad que sí, cuéntame.
—Que no, mamá.
—Sí que te entiendo, hijo mío. ¿Qué te pasa?
—No lo sé, mamá.
—Venga, Carlos, ¿por qué estás tan triste?
—Bueno..., en fin, es que el colegio no hay quien lo aguante. Quiero dejar de estudiar.
—Pero..., ¿estás loco? ¿A los quince años ponerte a trabajar? ¿Después de los sacrificios que
tu padre y yo hemos hecho tantos años para que puedas ir a un buen colegio? Ni hablar. La
educación es la base de tu futuro. Tienes que hacer una carrera. Lo que pasa es que hay que
estudiar más, y ya verás cómo termina por gustarte. Venga, hijo mío, que podrías sacar muy
buenas notas si no fueras tan perezoso y tan soñador.
—Déjalo, mamá, no lo entiendes...
Se podrían poner otros muchos ejemplos como este, que revelan una considerable falta de
comunicación. En este caso, es muy probable que Carlos esté pasando por algunas
dificultades en el colegio, dificultades que, al menos para él, son importantes y le hacen
sentirse muy triste. Para poder ayudarle, parece importante saber cuáles son esas causas. Pero
si cuando el chico abre una puerta de su intimidad, y empieza a contar lo que le inquieta..., si
entonces, sin dejarle terminar, descargamos sobre él una retahíla de sesudos consejos y sabias
advertencias, antes de hacernos cargo de qué le sucede; entonces, lo más probable es que la
confianza sea muy difícil, y que la conversación acabe en un amargo “Déjalo, mamá, no lo
entiendes...”, o algo parecido.
Hay una cuestión clave
en cualquier relación personal:
procura primero entenderle tú,
y sólo después,
procura que te comprenda él.
Si pretendes ayudar en algo a otra persona –sea tu hijo, tu cónyuge, tu padre, tu jefe, tu
subordinado, tu colaborador, tu amigo, o quien sea–, lo primero que necesitas es
comprenderle. A medida que lo vayas logrando, te será mucho más fácil que comprenda lo
que tú querías decir o hacer (e incluso, quizá, después de haberle comprendido mejor, lo que
quieres hacer o decir es ya distinto de lo que al principio pensabas).

Escuchar, pero escuchar para comprender


Cada persona está permanentemente dándose a conocer, irradiando mensajes, comunicando.
A través de esos mensajes –la mayoría de ellos no directamente conscientes–, cada persona se
gana la confianza o desconfianza de quienes le rodean.
Si tienes un carácter irascible, o voluble, o inmoderado, es difícil que llegues a crear
confianza a tu alrededor. Si no coinciden tus hechos con tus palabras, tampoco. Si eres
demasiado distante o mordaz, o escuchas poco, menos aún.
Es preciso escuchar,
pero escuchar
con verdadera intención de comprender.
Hay personas que quizá escuchan bastante, pero no escuchan para comprender, sino que
escuchan para contestar, para colocar sus ideas o sus aventuras en cuanto tengan el más
mínimo resquicio. Mientras escuchan, sólo prestan atención a las ocasiones que su
interlocutor les brinda para hablar entonces ellos de sí mismos. Apenas les interesa lo que
oyen y, en cuanto pueden, interrumpen con su consejo vehemente, con su historieta aburrida,
con su opinión reiterativa y no solicitada, con su verborrea agotadora. No se esfuerzan en dar
consejos útiles, se limitan a recomendar lo que piensan que a ellos le ha ido bien. Como el
oculista de que hablábamos antes: ofrecen sus gafas al paciente sin reparar en si son
adecuadas para él o no.
Para acertar con cualquier consejo –parece bastante obvio, pero quizá no esté de más
decirlo–, hay primero que dedicar atención al problema y hacerse cargo bien de qué le pasa a
la persona a quien se lo vamos a dar. Mi experiencia en conversaciones de orientación
personal, sobre todo en los casos más delicados y complejos, es que casi siempre, después de
un buen rato de escuchar con atención, acabas sacando conclusiones sensiblemente diferentes
a las que venías predispuesto al comenzar la conversación.
Hay padres, por ejemplo, que se quejan amargamente diciendo cosas como “No entiendo a mi
hijo. Está en una edad muy difícil. Es tremendo, es que... ¡ni me escucha!”. Y quizá en la
propia formulación de la queja está la raíz del problema: parecen decir que no entienden a su
hijo porque no les escucha, cuando para entenderle lo que deben hacer es sobre todo
escucharle ellos, no que les escuche él. Muchos de estos casos se habrían resuelto –o pueden
aún resolverse– con una adecuada actitud de escucha.
Hay que escuchar con verdadera intención
de comprender a la otra persona,
y no sólo en el plano intelectual,
sino también en el emocional.
Esto es importante porque no basta con entender lo que piensa, también hay que entender lo
que siente. Porque la vida no es sólo lógica, ni sólo emocional, sino las dos cosas.

Detectar y eliminar barreras


Cuando hablamos, hay modos nuestros de expresarnos que facilitan la conversación y
contribuyen a crear un clima de distensión y confianza. Y hay otros que, por el contrario,
merman en gran manera nuestra capacidad de entendernos: son afirmaciones, preguntas,
comentarios o rasgos de nuestro carácter que entorpecen el diálogo, y si prestamos atención
descubriremos que son auténticas barreras; y cada uno tiene las suyas.
—Y supongo que además esas barreras son mucho más fáciles de advertir en los demás que
en uno mismo.
Pienso que de ordinario es así. Si uno tiene un mínimo de capacidad de observación, le
resulta bastante sencillo detectar las causas por las que otra persona es de difícil relación. Sin
embargo, cuando se trata de buscarlas en uno mismo, las cosas son mucho más complejas.
Nadie es buen juez
en causa propia.
Sin embargo, es importante descubrir esas barreras, que tanto limitan nuestras posibilidades
de comunicación. Se trata de un ejercicio de autoconocimiento sumamente eficaz, y es una
pena que, como parece, sean tan pocos los que llegan a conocerse lo suficiente como para
detectar cuáles son sus defectos o sus errores dominantes y así poder mejorar su carácter.
—¿Por qué piensas que son tan pocos?
Quizá porque en esa labor de conocimiento propio es bastante fácil caer en un círculo
vicioso. Para descubrir esas barreras es preciso conocerse a uno mismo; para conocerse, es
importante estar muy abierto a las observaciones o advertencias que los demás puedan
hacernos; a su vez, para llegar a recibir esos comentarios es preciso no haber levantado antes
personalmente barreras a la comunicación con esas personas que pueden ayudarnos.
—¿Cuál es la solución entonces?
Lo mejor es no haber entrado en ese círculo vicioso, gracias a una educación centrada en la
confianza y en la buena comunicación, desde muy niño. Si uno no ha tenido esa suerte, ha de
hacer un serio esfuerzo personal para salir de ese ciclo cerrado de incomunicación.
—¿Y qué tipo de barreras piensas que son las más importantes?
De algunas ya hemos hablado. Por ejemplo, levantamos una barrera si prodigamos demasiado
nuestros consejos, sobre todo si los formulamos dentro de nuestra propia experiencia y sin
esfuerzo por hacernos cargo de las circunstancias de la otra persona. Es lo que sucedía en el
ejemplo del oculista; o en el de la madre que descarga una batería de sabios consejos cuando
el chico está tratando de expresar sus sentimientos; o en esas personas que interrumpen
continuamente a los demás con su verborrea impenitente; o en los que se dan a opinar de todo
inmoderadamente, o miran a los demás por encima del hombro. Todas son excelentes
maneras de ganarse la antipatía de los demás y hacer el más soberano de los ridículos.
Otra gran barrera es lo que podríamos denominar la pregunta compulsiva. Es un defecto que
algunas personas tienen en grado muy considerable y que les lleva a hacer auténticas baterías
de preguntas de sondeo, formuladas habitualmente sin salir de su propio marco de referencia,
y con las que irrumpen invasivamente en la intimidad ajena.

Un buen empleo del lenguaje


Hay otras barreras a la comunicación que proceden directamente del torpe empleo del
lenguaje. En esos casos, lo que hay que hacer es esforzarse seriamente por aprender a
expresarse. A veces, como apunta Mario Clavel, se dice de algunas personas que son buenos
comunicadores, porque saben transmitir sus ideas y sus proyectos con una simpatía que
provoca adhesión; y sin embargo, lo que aportan, más que simpatía, es sobre todo claridad en
la exposición: una idea, y después otra, bien relacionadas entre sí; sabiendo ejemplificar lo
necesario, siguiendo un orden lógico, empleando expresiones claras, destacando los mensajes
que se quieren transmitir, etc.
Para comunicarse bien es preciso proponerse mejorar la calidad de nuestra conversación,
empezando por el vocabulario: un vocabulario rico suele corresponder a una interioridad rica,
pues cada acto de habla refleja un acto mental y es una ventana de la propia psicología.
También hay que aprender a manejar el registro adecuado a cada ocasión: con el anciano,
emplear el lenguaje de la paciencia; con el niño, ponerse a su nivel, pero sin mostrarse
tontamente infantil; tratar al poderoso con deferencia, pero sin adulación; expresarse con
precisión sobre cuestiones profesionales, pero sin pedantería; en casa y con los amigos,
mostrarse distendido y usar términos más coloquiales, pero sin caer en la vulgaridad; etc.
También es importante la cordialidad, no ser personas quisquillosas ni susceptibles. Ni de
esos que marchan por la vida con tan poca fijeza y tan poco tacto que van pisando callos
continuamente. Ni ser como esos pelmazos cuya incontinencia verbal parece incapacitarles
para escuchar, y van enhebrando un tema a partir del anterior, conduciendo siempre la
conversación hacia un terreno que les permita hablar sin respiro. Ni voceras, de esos que
llenan todo el espacio donde se encuentran, aunque estén hablando sólo a una persona y haya
otras muchas presentes. Ni personas de conversación confusa o prolija, o demasiado lenta y
premiosa. Ni del tipo metomentodo o sabelotodo, o de esas que pretenden siempre agotar los
temas y consiguen sobre todo agotar a quienes le escuchan (tampoco hay que pasarse por el
otro lado, el del silencioso y taciturno).
Hay que buscar ese punto de equilibrio que lleva a hablar con sencillez, sin afectación, sin
autoencumbrarse, refiriéndose poco a uno mismo, siendo buen escuchador, buen razonador y
poco discutidor.

Errores de interpretación
Podríamos hablar de otro bloque de barreras a la comunicación, que consiste básicamente en
hacer frecuentes interpretaciones personales en las que tratamos de descifrar a alguien, o
explicar sus motivos, o su conducta, sobre la base de nuestros propios motivos o nuestra
propia conducta, sin hacernos cargo de su situación personal.
Volvamos a un ejemplo –inspirado en otro de Stephen Covey– de un chico que se siente
frustrado en el colegio a consecuencia de un serio fracaso. Lo pongo como ejemplo típico de
conversación sorda entre un padre y su hijo adolescente:
—Papá, estudiar no sirve para nada.
—¿Por qué dices eso, hijo?
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente...
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu
edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás.
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío.
—Entonces... ¿qué es lo tuyo?
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la
próxima temporada es posible que me fichen en un equipo.
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso.
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado
los estudios.
—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que
dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera. ¿Qué te
pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida?
—Vale, papá, déjalo.
Está claro que el padre de este chico ha actuado con excelente intención, y que inicialmente
se muestra dispuesto a escuchar, pero se ve que no llega a facilitar de modo eficaz que su hijo
exprese sus verdaderos sentimientos.
El muchacho empieza a explicarse y su padre le interrumpe con una rápida interpretación de
lo que le sucede, cuando el chico aún no había podido terminar su segunda frase. Es entonces
cuando se equivoca, como suele suceder cuando uno juzga antes de escuchar: trata de
descifrar la situación de su hijo sobre la base de su propia situación personal, y sólo logra
cortar el flujo de la confianza que débilmente se había iniciado.
También abusa de frases como lo que te pasa es que..., o aún eres joven para entender..., o yo,
a tu edad..., u otras semejantes, que suenan a un paternalismo un poco desagradable. Usar ese
tipo de entradillas es una buena forma de ganarse una rápida descalificación.
Repasemos de nuevo el diálogo, prestando atención a los posibles sentimientos del chico (se
señalan junto a cada frase en cursiva y entre paréntesis):
—Papá, estudiar no sirve para nada. (Papá, quiero hablar contigo).
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el
colegio y me encuentro fatal).
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu
edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás. (¡Horror!, otra vez está papá con que soy un niño
que no entiende nada de la vida. ¿Pero no te das cuenta de que estoy hecho polvo, que
necesito desahogarme?).
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío. (Papá, ¿cómo quieres que te
diga que tengo problemas serios en el colegio y no quiero ni volver a pisarlo?).
—Entonces... ¿qué es lo tuyo? (¿No te das cuenta de que voy a acabar repitiendo curso si
siguen las cosas como van, y quizá me echen del colegio, y que para eso prefiero irme yo
mismo?).
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la
próxima temporada es posible que me fichen en un equipo. (Casi no sé ni por qué digo
esto...).
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso (Ya estamos con lo de
siempre. No sé por qué habré sacado el tema, es inútil con este hombre...).
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado
los estudios. (Si no sé si quiero ser futbolista, pero no pienses que voy a replegarme tan
fácilmente...; me estás sacando de quicio).
—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que
dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera... (En fin,
encima, profeta). ¿Qué te pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida?
—Vale, papá, déjalo. (Sencillamente, no comprendes).
Como se ve, padre e hijo hablan en distinto plano. No logran alcanzar un mínimo de sintonía
que haga productiva la conversación. No brota la confianza, porque desde el inicio el chico
comprueba que su padre no capta sus sentimientos.
La conversación ganaría en eficacia si ambos interlocutores lograran ponerse del mismo lado
del mostrador –o sea, no enfrentados–, y cada uno se hiciera cargo de los sentimientos del
otro. Esto no siempre es fácil, pero se puede avanzar mucho si uno se fija en qué tipo de
preguntas facilitan la confianza y cuáles la desbaratan (no son las mismas para todas las
personas). Con un poco de agudeza, se pueden intuir cuáles son, aunque sólo sea por el
sistema ensayo/error.
No conviene reducir estos problemas a cuestiones de método, pero hay muchos modos más o
menos prácticos de facilitar la confianza. El más simple, pensando en una conversación como
la de este ejemplo, es hacer preguntas sencillas en las que –quizá empezando por parafrasear
lo que se ha escuchado– se aventura con delicadeza el sentimiento que se intuye que late en el
interlocutor, de modo que se sienta comprendido y así se le facilite explayarse.
Analicemos de nuevo cómo sería ese diálogo siguiendo este método, para ver cómo podría
mejorarse la comunicación entre padre e hijo. También señalamos entre paréntesis los
posibles sentimientos del chico.
—Papá, estudiar no sirve para nada. (Papá, quiero hablar contigo).
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el
colegio y me encuentro fatal).
—¿Te sientes decepcionado por lo que se estudia allí? (Menos mal, parece que no me suelta
un sermón para empezar).
—Sí. Me parece que no saco nada en limpio.
—¿Piensas que no es lo mejor para ti? (Bueno, en fin, tampoco quería decir eso).
—Cada vez me va peor. Acabamos de terminar los exámenes y... (¿Lo digo..., o no lo digo?
¿Qué puede pasarme?).
—¿Y te han ido mal, ¿verdad? (Hombre, menos mal que se ha dado cuenta y no me lo hace
decir a mí).
—Pues..., bueno..., sí, eso parece. He tenido muy mala suerte. Me ha ido peor que nunca. Se
me quitan las ganas de seguir con esto... (¿Te das cuenta de que estoy en crisis completa con
los estudios y necesito que me animen?).
—¿Y por qué crees que te ha ido peor esta vez? (En fin..., para ser sincero, he hecho bastante
el vago, no sé cómo decirte...).
—Me parece que este año me he organizado fatal... (¿Soy suficientemente claro?).
—¿Y crees que tiene remedio?
—Hombre, remedio siempre hay... (Bueno..., en fin, tonto tampoco soy; si me lo
propusiera...).
—Me parece que si te lo propones seriamente este último trimestre, y haces un buen plan de
estudio, puedes recuperar el tiempo perdido y sacar bien el curso (Por fin, alguien que cree en
mí, creía que ya no quedaba nadie en el mundo capaz de semejante cosa).
—¿Tú crees? (Necesito escucharlo otra vez).
—Estoy seguro. Si quieres, descansa hoy un poco, te despejas, y mañana por la tarde vamos a
hacer deporte, charlamos con más calma y hacemos juntos ese plan. ¿Te parece? (Estoy
seguro de que me vendrá bien, estoy –estaba– en plena crisis).
—Vale, de acuerdo (¡qué fácil ha salido todo, menos mal, vaya alivio!).
En este caso, el padre ha logrado ir superando una a una las barreras que había en la
comunicación con su hijo, hasta llegar al problema real.
Al principio, el chico está muy afectado, y sus afirmaciones y respuestas no destacan por su
rigor lógico. No sigue un discurso lógico, sino más bien emocional, y abre su intimidad
buscando desahogo y comprensión. Su padre lo percibe, le deja hablar sin apabullarle con
consejos, facilitándole decir lo que más le avergüenza –evitándole las palabras más difíciles–,
y al final, cuando se ha desahogado y aflora a un discurso más lógico, aprovecha para
aconsejar, y entonces resulta eficaz.
Hay momentos para enseñar
y momentos para escuchar.
El intento de enseñar, cuando la relación es aún tensa o el ambiente está cargado
emocionalmente, se recibe fácilmente como una forma de rechazo.
Hay otro aspecto interesante en este ejemplo. El padre no suelta su consejo de sopetón, con
aire paternalista o de superioridad. No hace innecesarias manifestaciones de aprobación o
desaprobación. Procura sobre todo conducir al chico de modo que se enfrente con su propia
responsabilidad.
Siempre son más eficaces
los consejos no impositivos,
aquellos que hacen que sea uno mismo
quien llegue a la solución
con su propio ritmo, sin forzar.

Capacidad de guardar secreto


Otra peligrosa barrera a la comunicación es la falta de capacidad para guardar secreto. Por
eso una cualidad que todos valoramos mucho a la hora de hablar confiadamente con alguien
es encontrar en él la necesaria lealtad.
Bien sabemos que no todas las personas son capaces de dejar de comunicar a otros las cosas
que saben, sobre todo cuando vienen a colación en un momento dado, y quizá les parece que
quedarían muy bien contándolo y así poder dárselas de enterados. En este punto, la vanidad
de que los demás sepan que ellos conocen cuestiones confidenciales suele ser la principal
causa por la que los desvelan. Son personas inmaduras e indiscretas, que se sienten obligadas
a alardear de todo lo que saben, aun sabiendo que no deberían decirlo, y carecen de ese
elemental sentido de la prudencia tan necesario en el mundo de la confianza.
Generalmente, cualquier padre o madre, cualquier educador, cualquier persona, conoce
mucha más información de la que es conveniente comunicar a otros en un momento dado. Es
algo que sucede en el ámbito profesional, en el de la amistad, en la familia, en todo.
Por ejemplo, los hijos suelen tener con sus padres determinadas confidencias o desahogos,
que, aunque no les hayan solicitado formalmente que no las difundan, se entiende que no
deben sacar esa información de su ámbito y darla a conocer a terceros. Hay que pensar,
además, que los niños, por pequeños e infantiles que puedan parecernos, no suelen considerar
que esos pensamientos, inquietudes, sentimientos, zozobras grandes o pequeñas, sean cosas
triviales o insignificantes; y si no lo son para ellos, no deben serlo tampoco para quienes
puedan escucharlas.
En cualquier confidencia
hay una persona que hace
partícipe de su intimidad a otra,
y eso es siempre algo muy serio.
Otra posible barrera a la comunicación puede provenir de la falta de oportunidad o de
discernimiento al decir las cosas. No tenemos por qué saberlo todo, pero sí debemos ser
prudentes. Prudentes, por ejemplo, en la suposición, sobre todo cuando se trata de hablar
sobre personas: a veces hablamos demasiado deprisa, o hacemos un uso algo ligero de la
poca información que tenemos, y nos vemos obligados a suponer lo que no sabemos, y nos
equivocamos con facilidad. Los rumores, los bulos, el se dice, no siempre tienen la garantía
suficiente para darles crédito, y si son asuntos graves, será necesario, antes de repetirlos,
confirmar que esas informaciones son verdaderas, y aún así considerar después si es
conveniente su difusión.
Hay momentos para hablar y momentos para callar, igual que hay momentos para el valor y
momentos para la prudencia. Y una persona inteligente debe aprender a distinguirlos.

Superar las diferencias generacionales


A veces se ha dicho que lo ideal sería poder vivir la vida dos veces, para en la segunda
acertar; pero lo malo es que esto no es posible.
Sin embargo, aun en la hipótesis de que se nos brindara esa imposible oportunidad, es muy
probable que acabáramos advirtiendo que de una vida a la siguiente han cambiado muchas
cosas, y que nuestra experiencia, unas cuantas décadas después, ya no es tan eficaz como
creíamos.
Algo parecido ocurre en la falta de entendimiento que a veces se da entre diferentes
generaciones, tanto en un sentido como en otro: si uno se instala en su propia situación sin
poner esfuerzo en asomarse un poco a la del otro, está en un claro riesgo de encerrarse en
actitudes de seria incomunicación, y a veces incluso de intolerancia (en ambos sentidos).
Ante las diferencias generacionales, hay que procurar hablar y entenderse, dejar un poco de
lado las posturas viscerales, y los argumentos de autoridad (también por ambas partes), entre
otras cosas porque muchas veces esos cambios lo que cuestionan es precisamente la autoridad
que da los argumentos. Es preciso actuar con sensibilidad e inteligencia para remontar esos
años de distancia, que siempre dan de la vida una visión distinta.
Hay personas (y este es un defecto más propio de los mayores) que, por sistema, se enfrentan
a todo lo nuevo, a todo lo que sea distinto de lo que ellos han vivido siempre. Identifican
novedad con perdición, desconfían de todo lo que ven nacer, como si sólo los siglos pudieran
conferir bondad a las cosas, o como si toda variación en el rumbo que lleva la sociedad fuera
absurda o temeraria.
Hay un regusto rancio de pesimismo y de acritud en esos planteamientos. Cuando repiten
tanto que hoy día es una vergüenza cómo están las cosas, que la juventud de ahora no sabe lo
que es la vida, que se ha perdido la idea de nosequé, que estamos en una sociedad sin valores,
o cosas semejantes, incurren en un quejismo que –además de ser normalmente poco objetivo–
les hace volver las espaldas al presente y al futuro, y que, sobre todo, dificulta la
comunicación con las nuevas generaciones.
Lógicamente, igual de injusta sería la actitud opuesta, de considerar equivocado o ridículo
todo lo que no sea nuevo, o llamar anticuado a todo lo que sea distinto a lo que ellos están
viviendo.
Y aunque esa actitud sea más frecuente en los más jóvenes, como la otra en los más mayores,
la causa de fondo no está en la edad, pues hay abundantísimos ejemplos de personas mayores,
e incluso ancianas, que están enormemente abiertas hacia lo nuevo, igual que hay multitud de
jóvenes vivamente interesados por aprender de lo antiguo.
Me parece que quienes manifiestan ese prejuicio obsesivo, tanto por lo viejo como por lo
nuevo, suelen haber caído en él por culpa de su talante nada receptivo.
Hay que superar la pereza
para entender lo diferente,
lo que a lo mejor al principio
se resiste a ser comprendido.
Quizá su prejuicio proviene de que ven todo bajo el prisma de sus propias frustraciones, y no
se dan cuenta de que es un error plantear las cosas como si la anterior o la siguiente
generación tuviera las mismas percepciones de las cosas que ellos.
Pienso que son personas que están como un poco condenadas a perder, porque la vida no
puede dejar ni de ir hacia delante ni de aprender del pasado, así que les conviene ser más
receptivas ante lo viejo y ante lo nuevo, aunque sólo sea para no acabar viendo la vida con la
misma trivialidad de que acusan a los otros.
Hemos de amar el tiempo
que nos ha tocado vivir,
porque un hombre feliz
ha de ser un hombre
enamorado de su tiempo.
Las situaciones ideales sólo existen en la imaginación, o en una mala memoria, y una mente
abierta siempre sabe descubrir –sin ingenuidades– los valores positivos de la sociedad en que
vive, y en particular de la juventud; y sabe encontrar esos valores emergentes, esos rasgos y
esas sensibilidades que siempre hay, y que llenan de optimismo el futuro de cada nueva
generación.

Credibilidad personal
Para ganarse –mereciéndola– la confianza de los demás, resulta muy útil pensar cuáles son
los rasgos de la persona a la que primero acudiríamos para confiar una preocupación seria,
para desahogarnos de una inquietud que nos agobia.
Se trata de preguntarse cuáles son las condiciones que tendría esa persona, para así examinar
nuestro propio caso y avanzar un poco.
Es muy probable que ese perfil de confianza sea el de una persona afable y serena, cercana,
asequible, que sabe escuchar, leal.
Ahora pensemos si nosotros tenemos esos rasgos, si reunimos esas condiciones de
credibilidad personal que estimulan la confianza de otras personas, y veamos cómo procurar
adquirirlas.
—Pero la confianza exige sintonía entre dos personas. La culpa no tiene por qué estar
siempre en uno mismo.
Es verdad, pero si de modo habitual no logramos ganarnos la confianza de las personas, es
bastante probable que el problema esté básicamente en nosotros. Además, aunque estuviera
sobre todo en el otro, nosotros sólo podemos remover esa barrera del otro en la medida en
que actuemos sobre nosotros mismos para superarla entre los dos.
La comparación no es muy buena, porque son cosas muy distintas, pero lo normal es que
cuando un vendedor no vende, al que hay que mandar a hacer un curso de reciclaje es al
vendedor, no a los posibles compradores. Si no valoran nuestros consejos, si no generamos
confianza, es probable que el principal problema esté en nosotros, en nuestro modo de ser, en
que quizá nos falta comprender y escuchar mejor a los demás. En ese sentido, echar
demasiado la culpa a los demás es como si el vendedor que no vende culpara siempre a los
clientes cuando el problema es su propia incompetencia, puesto que hay otros vendedores que
están vendiendo con éxito ese mismo producto a clientes similares.
—Pero en la vida no vamos vendiendo nada, y tampoco hay que buscar que todo el mundo
tenga mucha confianza con nosotros, como si eso fuera un fin en sí mismo.
Tienes razón, y por eso decía que traigo esa comparación sólo para fijarnos en que no se
puede culpar siempre a los demás de que no sientan confianza en nosotros.
Respecto a lo segundo, efectivamente, cuando buscamos mejorar nuestra credibilidad
personal, procurando incorporar esos rasgos de carácter que hemos ido comentando, no lo
hacemos como fin en sí mismo, ni como estrategia para generar morbosamente confidencias
ajenas o repartir consejos de modo paternalista. Lo que buscamos es nuestro desarrollo
humano pleno y el de los demás, una confianza mutua que será siempre origen de un
enriquecimiento mutuo, porque ayudaremos y porque también aprenderemos mucho de los
demás.
Por esa razón hemos de escuchar con una disposición que no sea de curiosidad, ni de afán de
dominar la situación o de mostrar superioridad, ni de un paternalismo mal entendido, o un
mezquino deseo de enterarse de todo.
Ganarse la confianza de una persona
no se parece en nada
a un deseo malsano de curiosear
en la intimidad ajena.
La confianza brota cuando
se escucha para comprender.
Glosando ideas de Miguel Ángel Martí, podríamos decir que la actitud correcta es la de quien
escucha con verdadero deseo de hacerse cargo, con el deseo de comprender y, si puede,
aconsejar, consolar, animar o alegrarse con la otra persona. No nos interesa sobre todo lo que
nos cuentan, sino más bien la repercusión que eso ha tenido en quien nos está hablando: nos
debe interesar más la persona que las cosas que hayan podido sucederle, pues estas son
siempre pasajeras, lo definitivo son las personas.
Por otra parte, la credibilidad que infundimos en otros está bastante unida a la que nosotros
les damos. Creer en los demás tiene efectos que muchas veces son sorprendentemente
positivos. Todos hemos pasado alguna vez por pequeñas crisis, por momentos en los que nos
faltaba un poco de fe en nosotros mismos, y quizá entonces encontramos a alguien que creyó
en nosotros, que apostó por nosotros, y eso nos hizo crecernos y superar aquella situación.
Goethe escribió:
Trata a un hombre tal como es,
y seguirá siendo lo que es;
trátalo como puede y debe ser,
y se convertirá en
lo que puede y debe ser.

La oportunidad de explayarse
Cuando las personas están dolidas, o pasan por cualquier dificultad, y se les escucha con
verdadero deseo de comprender, dejándolas explayarse, sin querer contestar o precisar cada
una de sus afirmaciones, es sorprendente lo rápido que manifiestan sus inquietudes. Desean
hacerlo. En realidad, todos lo necesitamos –en algún momento incluso desesperadamente–,
pero sólo lo hacemos si encontramos suficiente comprensión; y si no la encontramos,
tendemos a encerrarnos en nosotros mismos, nos vamos transformando en personas que se
amargan, se enrarecen y acaban saliendo por los registros más imprevisibles y menos lógicos.
Cuando las personas tienen
la oportunidad de abrirse,
cuando tienen la suerte de encontrar
alguien sensato que les escuche,
es frecuente que, sólo con contarlos,
desenmarañen sus problemas.
Y esto sucede muchas veces por el mismo proceso de explicación –de verbalización– de sus
problemas. Porque, sólo con contarlos, perciben con claridad la solución, cosa que
difícilmente habrían logrado rumiándolos a solas.
—Pero en muchos otros casos más complejos no será suficiente con explayarse para resolver
los problemas.
Por supuesto, y entonces harán falta consejos claros y bien ponderados que le ayuden a
desliar la maraña. Son casos que suelen llevar más tiempo, entre otras cosas porque su
complejidad hace que esas personas necesiten recorrer un camino más largo antes de abrir
suficientemente su intimidad. Necesitan una preparación previa, un tiempo de conocimiento
que les facilite mostrarse con confianza.
Hacerse cargo de la situación es no caer en el consejo rápido y ligero después de una
confidencia atropellada, no actuar como un médico insensato que dijera “mire, no tengo
tiempo para hacerle un diagnóstico, pero pruebe con este tratamiento, que es muy bueno”.
—Pero habrá veces en que no tendremos modo de dar solución a sus problemas.
Es cierto, pero al menos esa confianza mutua hará posible compartirlos, y eso siempre es ya
un alivio grande. Quizá esas personas necesitan simplemente hablar, y en algunas ocasiones
incluso que no se tenga demasiado en cuenta lo que dicen.
—Pero tener poco en cuenta lo que dice una persona es tratarla como si fuera un poco tonta, y
eso sería indigno.
Me refiero a que hay veces en que no es momento de entrar al trapo de lo que una persona
dice, sino que sobre todo hay que dejar que termine, que se desahogue.
En esos casos, ha llegado la hora de escuchar. En la vida de bastantes personas, las
situaciones de incomprensión, cansancio, aburrimiento, cambios de estado de ánimo, etc., a
veces forman una madeja de inquietudes que rompe en un largo discurso en donde habla más
el corazón que la cabeza, y donde el estrépito y la fuerza iniciales suelen acabar –si se les
deja tiempo hasta desahogarse– en un final más sensato y moderado.
En esos momentos, si el que escucha no se ha percatado de qué es lo que le pasa a quien
habla, puede con sus intervenciones provocar una verdadera catástrofe, tomando
excesivamente en serio lo que está oyendo, o adoptando en la conversación la misma actitud
que el otro. Actuando así, no sólo no deslía la madeja de quien habla, sino que con ella se
enreda también quien le contesta. La persona que se siente agobiada, no necesita un
interlocutor que le conteste y discuta, pues con eso sólo consigue sobrecargar sus ya
maltratados nervios. Lo que necesita es una actitud de escucha, de interés, de comprensión.
Esa actitud nos llevará a dejar hablar, a omitir comentarios innecesarios sobre cuestiones
parecidas a las que estamos oyendo, que quizá vendrían a cuento pero romperían el hilo de su
desahogo. Hay que dejar espacio por delante a quien siente la necesidad de hablar, y no
interrumpirle, a no ser que nos lo pida, y comprender que en ese momento él es el
protagonista, no nosotros.
Y saber demostrar nuestra atención con el silencio, con la mirada, quizá con un pequeño
movimiento de cabeza, a lo sumo con una sencilla pregunta si hay alguna cuestión que no
entendemos, o en esos momentos en los que –se ven muy claros– es preciso preguntar para
reabrir el cauce de una confidencia que amenaza con extinguirse prematuramente.
Hay personas que digieren con facilidad las contrariedades y dificultades que cada jornada
lleva consigo. Pero hay otras, en cambio, cuyos sufrimientos parecen ir amontonándose en su
interior hasta que llega un momento que tanto dolor parece superior a sus fuerzas. Es
entonces cuando la presencia de otro puede ayudar a eliminar eso que no se ha sabido digerir
en el día a día. Necesitan a alguien que les ayude con su actitud humanitaria a hacer humo de
todas esas astillas que se les han ido clavando, y que no han podido arrancar por sí solas.
—¿Y por qué crees que alivia tanto?
Fundamentalmente porque ayuda a aclararse sobre lo que a uno le está ocurriendo, y facilita
caer en la cuenta de la mayor o menor importancia de cada una de las cosas que se están
verbalizando. No hay que olvidar que, como decía Ortega, muchas veces lo peor que nos pasa
es que no sabemos lo que nos pasa.
Exteriorizar lo que a uno le pasa
produce siempre un desahogo afectivo.
De esta manera, al hilo de la propia exposición, se van encontrando soluciones, o
sencillamente se comprende una vez más que a la vida quizá no se le puede pedir más de lo
que en ese momento nos da.
Si la persona que escucha es capaz además de esbozar brevemente algún comentario
inteligente y oportuno, es probable que el otro, aunque a veces en ese momento quizá no lo
valore demasiado, al menos sí lo guarde en su memoria y le sirva de ayuda más adelante,
cuando reflexione sobre aquello, que lo hará.
—Pero a mucha gente le cuesta bastante depositar su confianza en otros. Cuesta, por ejemplo,
ganarse la confianza de los hijos a determinadas edades, o de nuestros compañeros, o de
nuestros vecinos.
Si uno se esfuerza realmente en escuchar, y escuchar con deseo de comprender, es fácil que
se sorprenda al comprobar la confianza con que se acaban manifestando las personas.
—O sea, que tiene su técnica y hay que aprenderla.
Sí, pero no es cuestión de técnica (aunque la hay).
Ganarse la confianza
de una persona
ha de ser consecuencia
de un deseo sincero de ayuda.
De lo contrario, si buscáramos la confidencia de una persona sin sinceridad, sin aprecio, sin
importarnos realmente su dolor, esa confidencia, si es que llegara a producirse, sería más bien
una invasión inmoral de la intimidad ajena, que dejaríamos expuesta y herida.
Ganarse la confianza requiere ser grandes escuchadores, personas que saben mostrar una
aceptación y comprensión tales que quien habla no sienta reparo en ir descubriendo su
intimidad, capa tras capa, hasta llegar al lugar donde está supurando el problema, para
prestarle entonces nuestra ayuda desinteresada.
Desde el momento en que una persona adquiere confianza con otra, se abre hacia el futuro un
camino de mutua satisfacción. Cuando una persona –por decirlo así– deja abierto el
interruptor del circuito comunicativo con otra, pocas veces desaprovechará la oportunidad de
hablar de sí misma, de sus inquietudes y de sus sentimientos. Y eso ayuda mucho a hacer la
vida verdaderamente humana.

Operaciones de cirugía
Hemos dicho que consolidar una relación de confianza –con un amigo, con un compañero,
con tu cónyuge, con uno de tus hijos– requiere una buena dosis de paciencia, y que de
ordinario no conviene empujar ni presionar nada.
Sin embargo, hay situaciones más extraordinarias en las que las cosas pueden ser algo
distintas.
Por ejemplo, imagínate que has sabido a través de terceros que una persona te oculta algo de
importantes consecuencias y que, por su bien y por el tuyo, es preciso aclararlo. Esto puede
suceder en el ámbito familiar con uno de tus hijos, porque descubres quizá unas mentiras en
cuestiones escolares, o pequeños robos, o que bebe más de la cuenta cuando sale con sus
amigos, o incluso que ha hecho sus primeras incursiones en el mundo de la droga, blanda o
dura (y sabemos bien que no se trata de posibilidades tan lejanas hoy para el ciudadano
medio). O puede sucederte en el ámbito laboral, porque descubres una deslealtad de un
compañero, o un atropello de tu jefe, o una camarilla de críticas entre unos subordinados, o lo
que sea. O puede tratarse de una dificultad de entendimiento con tu cónyuge, tu hijo o tu
suegra. O a lo mejor eres un adolescente que por una serie de detalles has visto ir
deteriorándose la relación con tu padre o tu madre, hasta hacerse muy desagradable. O estás
pasando un momento difícil en el noviazgo, o ves cómo una serie de agravios y
malentendidos han llegado a enfriar una relación de amistad antes muy gratificante.
Son todas ocasiones que pueden presentarse y se presentan con cierta frecuencia. Es difícil
dar reglas generales, pero en muchas de ellas sería un error –a veces un daño grave– dejar
pasar las cosas y perder torpemente la oportunidad de tener una amplia conversación
clarificadora con la persona en cuestión. Las situaciones pueden ser muy diversas, y es fácil
que puedan en su comienzo resultarnos costosas, e incluso algo violentas, y exijan por
nuestra parte un cierto ejercicio de fortaleza personal.
Lo que nunca conviene es
ignorar neciamente la realidad:
los problemas no desaparecen
por ignorarlos.
Las cosas que no se aclaran a su debido tiempo van formando como un muro de escoria entre
las personas, una barrera que se va endureciendo poco a poco a base de inercias y cobardías,
produciendo incomprensiones y agravios cada vez más lacerantes, y es una lástima dejar que
ese muro crezca hasta hacerse inderribable.
Si vemos, por ejemplo, que alguien quizá no está siendo sincero con nosotros, y hay motivos
que reclaman una solución a esa situación anómala, conviene afrontar el problema con
decisión y lealtad. Será preciso comprobar las cosas que parece que no cuadran, atar cabos,
contrastar, aclararse, hablar. Y no con una necia o dolida desconfianza, sino con un diligente
y respetuoso deseo de arrojar luz y aire fresco sobre una relación que vemos –porque se nota–
que se está enrareciendo.
Son conversaciones muchas veces difíciles, pero es preciso afrontarlas. A veces será
necesario pasar por momentos de cierta tensión, porque serán verdaderas operaciones
quirúrgicas, en las que quizá haya que causar dolor, porque es preciso abrir hasta dejar a la
vista el tumor, y así poder curar.
Hay que pensar bien la conversación,
y acometerla con valentía,
ofreciendo nuestra sinceridad
y nuestra franqueza
al tiempo que solicitamos la suya.
Y procurar dejarle una salida fácil, sin poner su amor propio en contra de la sinceridad, sino a
favor. Y plantear las cosas dejando fácil que se desahogue por completo, ayudándole con
preguntas sencillas, quizá incluso aventurando delicada y prudentemente lo que suponemos
que está en su mente y no termina de salir a la luz; y lo hacemos incluso pasándonos un poco,
para que simplemente tenga que asentir, o matizar a la baja lo que nosotros hemos dicho y
quizá a él le costaría decir por sí mismo.
Quizá, además del dolor propio, causemos también en el otro un dolor inicial, pero es preciso
hacerlo, con la delicadeza necesaria, porque muchas veces será la única forma eficaz de
ayudar, y otra cosa sería engañarnos, algo así como querer curar un cáncer a base de
esparadrapo y mercromina. La cirugía de la sinceridad, si se hace bien, desatasca el cauce de
la confianza y hace brotar ese agradecimiento grande que nace del desahogo.
—Supongo que en los casos en que, después de una cirugía profunda, haya salido a la luz un
problema serio, de los que humillan, el postoperatorio puede ser largo...
Sí, y entonces hay que saber profundizar en la psicología de esas personas en esos momentos,
saber hacerse cargo del temporal que puede haberse desatado en su interior, de su posible
desesperanza, de su tentación de dar un desplante y tirarlo todo por la borda si no encuentra
en nosotros la acogida que él esperaba a su sinceridad. La clave está en saber valorar la
dificultad que el otro puede tener para asimilar la humillación que subjetivamente le haya
podido suponer.
—De todas formas, supongo que lo ideal sería que raramente hiciera falta esa cirugía porque
haya suficiente confianza.
Por supuesto. Si uno procura ser asequible, y se ocupa de ser receptivo a los problemas que
surgen, pocas veces se presentarán problemas serios, porque se detectarán cuando son aún
pequeños y pueden resolverse de forma sencilla.
Hay que saber aprovechar los momentos favorables, esas ocasiones en que se percibe una
mayor confianza, cuando se distingue en la mirada un matiz que invita a la confidencia, una
especie de receptividad especial por parte de la otra persona. Es una pena dejar escapar esos
momentos en que resulta mucho más fácil hablar de una forma lúcida y relativamente serena
acerca de esos temas delicados que necesitábamos tratar, sobre todo en aquellas relaciones
personales en las que esos momentos no son frecuentes.
También hay que procurar llegar a tiempo. En esto sucede como en la medicina: se adelanta
mucho si se detecta el mal en sus comienzos, cuando los síntomas son menos notorios. Es
verdad que entonces es más difícil hacer el diagnóstico, y deducir cuál es el mal, pero
también se cura mucho más fácilmente. En cambio, después, aunque el diagnóstico fuera
perfecto, ya no es tan fácil curar. Y siguiendo esa comparación, podría decirse que hay que
apostar decididamente por la medicina preventiva: favorecer estilos de vida sanos,
diagnosticar a tiempo y dar tratamientos que curen pronto y sin secuelas: ahí se demostrará la
calidad de nuestras relaciones humanas.
Se trata, por ejemplo, de crear a nuestro alrededor un clima que inspire confianza, que
fomente la sinceridad y lealtad mutuas; de ser personas de talante positivo, animante, abierto,
alentador: que la gente, después de hablar con nosotros, después de escucharnos, se sienta
optimista, alegre, ilusionada (y eso aunque alguna vez hayamos tenido que decirles –por su
bien– cosas fuertes); de ser personas que no se atrincheran en sus propias afirmaciones, como
un retórico grandilocuente que se encastilla en sus excesivas seguridades; de ser personas que
escuchan, que desean sinceramente enriquecer su mente con la aportación de los demás.
Cuanto más profundamente comprendemos
los problemas de los demás,
más apreciamos a esas personas, y
más respeto sentimos por ellas.

para recordar...
El éxito en la vida
viene de saber afrontar
las inevitables faltas de éxito
del vivir de cada día.

Hay una cuestión clave


en cualquier relación personal:
procura primero entenderle tú,
y sólo después,
procura que te comprenda él.
para pensar...
El tiempo es limitado;
no se puede comprar;
no espera a nadie;
no se almacena ni se ahorra;
pasa lenta pero inexorablemente;
es lo mejor repartido:
todo el mundo tiene
la misma cantidad cada día.
para ver...
§ La viuda de San Pierre (Patrice Leconte).
§ El patriota (Roland Emmerich).
§ Prueba de vida (Taylor Hackford).
para leer...
§ Stephen R. Covey, Los siete hábitos de la gente altamente efectiva, Ed. Paidós.
§ Mario Clavel, Saber hablar, Ed. Rialp.
§ Carlos Ros, Los estudios y el desarrollo intelectual, Col. Hacer Familia nº 17, Ed.
Palabra.
para hablar...
Mantener una conversación entre los padres sobre cómo ayudar a cada uno de sus hijos a
sacar un mayor rendimiento de su tiempo y de sus talentos personales.
Comentar en un rato de tertulia familiar algunas de las posibles barreras a la comunicación
que hay en la convivencia de la familia.
para actuar...
SITUACIÓN:
Natalia tiene 18 años y acaba de empezar su carrera universitaria. Es una chica muy activa.
Todo le atrae y le interesa. El problema es que no sabe medir bien sus posibilidades y se
ilusiona con muchas cosas que nunca consigue terminar. Llega tarde a todo, se le olvidan las
cosas, y se siente agobiada por no poder cumplir lo que se ha comprometido a hacer.
El curso avanza y el susto de los primeros exámenes es tremendo. Ha suspendido todas las
asignaturas menos una. Está estresada y hundida.
OBJETIVO:
Hacer rendir el tiempo.
MEDIOS:
Aprender a organizarse.
MOTIVACIÓN:
Podrá hacer más cosas, con menos tiempo, y cansándose menos.
HISTORIA:
Sus padres, al saber los resultados de los exámenes, se enfadaron muchísimo. Luego, al ver
que su hija estaba tan hundida, se dieron cuenta de que el enfado no era la mejor solución, y
menos estando su hija como estaba.
Pensaron que había que hablar con ella y cambiar de actitud. Era mejor ayudarle de manera
práctica y positiva, en vez de querer resolver las cosas a base de broncas o castigos.
Quedaron en que sería la madre quien hablaría con ella.
La madre de Natalia buscó un momento adecuado para charlar con calma. Primero dejó
tiempo a que su hija se desahogara por completo, cosa que ella agradeció muchísimo, pues –
como le dijo después– “la verdad, mamá, es que no estaba para sermones...; me habría puesto
como una fiera”.
Cuando la chica estaba ya más serena y animada, empezaron a hablar del futuro. “Mira,
Natalia –le dijo su madre con un tono tranquilo y animoso–, un pequeño batacazo en los
estudios no tiene más importancia. Lo malo es dejar que el desorden nos gane terreno, porque
eso sí que es peor. Además, lo que más cansa es el desorden. Trabajar..., cansa mucho menos.
Estamos todo el día haciendo cosas, y nos cansamos, es verdad, pero tampoco tanto. En
cambio, nos sentimos mucho peor, mucho más cansados, cuando, por desorden, hemos
atropellado las cosas: esto que se nos ha olvidado, aquello que no habíamos previsto y nos ha
llevado el doble de esfuerzo, esa cita a la que hemos llegado tarde, ese detalle de
desconsideración que hemos tenido simplemente por ir tan acelerados, eso otro que hemos
dejado mal por comprometernos sin haberlo pensado bien, o por no saber decir que no...”.
Natalia escuchaba con atención. Se sentía retratada en esa descripción sobre el desorden.
Su madre había hablado de todos esos defectos en plural, como incluyéndose ella, y, gracias a
eso, lo que decía no resultaba hiriente. “Si lo pensamos bien –prosiguió–, el desorden es
agotador. En cambio, con un poco de orden, podemos hacer muchas más cosas, con menos
tiempo, y cansándonos menos. Tú, Natalia, tienes ilusión por hacer muchas cosas –ahora se
dirigía a ella en singular, para estimular–, porque veo que eres una mujer activa, con muchas
ilusiones y proyectos en la vida. Si consigues ser una persona ordenada, llegarás muy lejos”.
Hablaron bastante más, y la eficacia de aquella conversación fue sorprendente. Su madre
supo activar sus ilusiones, que eran muchas, en vez de pretender solucionar el asunto a base
de controles y restricciones, que era lo que Natalia se temía que sucediera. Quedaron en
charlar con frecuencia sobre detalles de organización, con toda confianza. Las dos leyeron un
libro sobre gestión del tiempo, y lo iban comentando, haciéndose bromas, con gracia.
Natalia se compró una agenda electrónica y se propuso seriamente llevarla siempre encima,
apuntar todo, y mirar con mucha frecuencia lo apuntado. Se dio cuenta de su gran eficacia
como instrumento de planificación, como almacén de datos, e incluso como memoria
auxiliar. Anotaba en la agenda todo lo que se le ocurría, sin interrumpir el trabajo que estaba
haciendo. Cada día dedicaba un tiempo a organizarse: temas pendientes, llamadas, correo
electrónico, etc.
También se propuso tener bien ordenada su mesa, el armario, las estanterías, sus apuntes, etc.
Se dio cuenta de que ganaba mucho tiempo ordenando las cosas en el momento, y que
además así luego las encontraba enseguida.
Otro gran descubrimiento fue darse cuenta de que caía con frecuencia en la llamada “pereza
activa”. Es muy fácil estar siempre ocupado, pero hay muchas ocupaciones que son pura y
simple evasión de las cosas que nos cuestan más, y nos autoengañamos. Natalia se propuso
esforzarse en ese punto, llamando a las cosas por su nombre, y en pocos meses dio grandes
pasos. Aprendió a decir que no a cosas que le apetecían pero no debía comprometerse, y a
establecer unas prioridades en la organización del tiempo.
RESULTADO:
Pronto comprobó lo cierto que era eso de que con un poco de orden el tiempo se multiplica, y
se multiplican también las satisfacciones, en la misma medida en que se ahorran disgustos y
ansiedades.

PARTE TERCERA “C”: UNA CABEZA BIEN AMUEBLADA

Hay mucho que saber,


y es poco el vivir,
y no se vive si no se sabe.
Baltasar Gracián

Capítulo 8: CULTURA, RENOVACIÓN, FORMACIÓN


No tengo tiempo
Preparación personal
Cultura
Cabezas bien hechas, no bien llenas

La historia no es útil
tanto por lo que nos dice del pasado
como porque en ella se lee el futuro.
J. B. Say

No tengo tiempo
Un hombre trabaja serrando árboles en un bosque. Pone mucho empeño y, sin embargo, está
angustiado por el bajo rendimiento que obtiene de su prolongado esfuerzo. Cada día le lleva
más tiempo acabar su tarea, de modo que le sorprende la noche cuando aún le quedan
bastantes troncos por serrar.
En su afán por trabajar cada día más, no se da cuenta de que esa lentitud se debe a que tiene
muy gastado el filo de la sierra. Un buen día se le acerca un compañero y le pregunta:
—Oye, ¿cuánto tiempo llevas con este árbol?
—Más de dos horas.
—Es raro que lleves tanto tiempo si trabajas a ese ritmo..., ¿por qué no descansas un
momento y afilas la sierra?
—No puedo parar, llevo mucho retraso.
—Pero luego irás más deprisa y pronto recuperarás los pocos minutos que supone afilar la
sierra.
—Lo siento, pero tengo mucho trabajo pendiente y no puedo perder ni un minuto.
Y así concluyó aquella conversación.
Algo muy parecido a este diálogo se repite con frecuencia en el interior de muchas personas
preocupadas por problemas que afectan seriamente a sus vidas. Se plantean que quizá deben
mejorar su preparación profesional, que deben aumentar su cultura, que tienen que formarse,
que necesitan una renovación personal que les saque de su fatigosa y rutinaria monotonía...;
pero al final concluyen que no tienen tiempo, que tienen tanto trabajo que no pueden perder
ni un minuto en teorías.
—Me parece que en muchos casos la culpa está en que la formación es efectivamente muy
teórica y no resuelve los problemas que tiene la gente.
De acuerdo, pero la solución entonces es procurarse una formación que no sea tan teórica y se
adapte a las propias necesidades, pero no renunciar a la formación.
El riesgo de caer en agotadoras disquisiciones teóricas no debe hacernos desdeñar la buena y
sana teoría de las cosas. Es preciso encontrar un equilibrio, porque muchas veces, cuando
alguien dice que la teoría no le interesa, que ya se la sabe, lo que probablemente le suceda es
que esté confundiendo la teoría con una vaga y soporífera verborrea, puesto que no hay nada
más práctico que una buena teoría. Y a bastantes que aseguran no querer ni oír hablar de
teorías lo que quizá les falle es precisamente la teoría (en el buen sentido del término). O,
visto de otra manera, lo que les pierde es una teoría de segundo grado:
Lo que les pierde es la teoría del desprecio por la teoría.
Atender con esmero a la propia formación es decisivo para la mejora del carácter y, en
general, para alcanzar una vida lograda. El problema es que casi todas las actividades
encaminadas a mejorar nuestra formación son de esas actividades importantes pero no
urgentes (aquel famoso cuadrante II) que, por no apremiarnos en el día a día, muchas
personas suelen dejarlas para un hipotético momento futuro que luego nunca llega.
Preparación personal
Si consideramos los diversos ámbitos de la propia preparación personal, podríamos hablar en
primer lugar de un nivel referido a lo estrictamente corporal: atender al cuidado de la salud,
llevar una alimentación sana y equilibrada, hacer el necesario ejercicio físico, etc.
Estas exigencias pueden resultar bastante costosas para algunas personas. Y si uno no está
acostumbrado a ellas, al comenzar a tomarlas más en serio, es fácil que el cuerpo proteste
contra el cambio, y quiera seguir en su cómoda cuesta abajo de la vida: comer y beber lo que
nos venga en gana, desdeñar el ejercicio físico, ser negligentes en el cuidado de la salud, etc.
Se necesita un tiempo para acostumbrar al cuerpo a esa disciplina, pero a medida que se
logra, uno se encuentra con más energía y mejor humor, las actividades normales van
resultando menos costosas y aumenta la capacidad para hacer cosas más exigentes.
Si pasamos a analizar otro nivel más alto de nuestra preparación personal, referido por
ejemplo a nuestras capacidades intelectuales, es probable que advirtamos que nuestras
circunstancias de vida quizá no nos empujan a usar mucho de ellas. Depende mucho del tipo
de ocupaciones de cada uno, pero sucede con frecuencia a quien ha dejado ya la disciplina
exterior de sus obligaciones de estudiante, y su trabajo tampoco le obliga a ejercer con
exigencia su capacidad de leer, o de pensar analíticamente, o de expresarse por escrito con un
mínimo de riqueza y corrección.
—Lo malo es que, si el trabajo no nos lo exige, luego, en el poco tiempo libre que uno tiene,
tampoco está uno para demasiadas florituras intelectuales...
Tampoco se trata de caer en un obsesivo afán de ejercer las capacidades mentales, de la
misma manera que hacer periódicamente un poco de ejercicio físico no es pasarse las tardes
en un gimnasio dedicado al culturismo. Pero si nos detenemos a pensar en cómo empleamos
nuestro tiempo libre, quizá advirtamos que pasamos bastante tiempo con distracciones
demasiado pasivas y que nos aportan muy poco, y que podríamos dedicarnos más a otras que
nos aportarían más, y que también descansan más.
Un ejemplo típico es la televisión. Ser capaz de autorregularse en su uso con sensatez y
equilibrio es un hábito que puede tener unas importantes consecuencias para el futuro de una
persona.
—¿No exageras un poco?
Me refiero a que un consumo excesivo e indiscriminado de televisión supone perder la
ocasión de hacer muchas cosas en la vida. Basta pensar que si una persona dedica tres horas
diarias a ver televisión –y aún estaría por debajo de la media del mundo occidental–, ese
tiempo supone casi la quinta parte del que se pasa cada día levantado de la cama. O sea, que
es como dedicar quince años de la vida a ver la televisión quince horas diarias. Y en ese
tiempo realmente se pueden hacer muchas cosas.
—Es cierto, pero supongo que viendo la televisión también se pueden aprender cosas.
Hay programas que efectivamente tienen una alta calidad, bien por su contenido formativo o
informativo, o incluso de entretenimiento y de descanso, y es verdad que pueden
enriquecernos y ayudarnos mucho. Pero también es cierto que muchos otros sencillamente
nos hacen perder el tiempo (y eso sin contar con los que puedan influirnos negativamente,
que también los hay).
Además, si resulta que vemos la televisión a granel, sin que medie una selección y búsqueda
de los espacios que de verdad nos interesan, tragándonos todo, de un canal a otro, todas las
tardes, todas las noches, lo que haya... eso habría que calificarlo de adicción, y sus efectos no
pueden ser positivos. La televisión es un buen siervo pero un mal amo, y no debemos dejar
que su uso nos domine, sino ser capaces de emplearla con moderación y sensatez.
—¿Y cómo es que, hablando de la preparación personal, has casi empezado hablando de la
televisión, y con tanta insistencia?
Quizá porque es la ocupación –quitando el trabajo y el sueño– a la que dedica más tiempo
cada día el ciudadano occidental de tipo medio. Y parece claro que de ahí es de donde más
tiempo puede sacar para su preparación personal en todos los ámbitos.

Cultura
La vida de un hombre sin cultura es como una llanura desértica. La cultura nos facilita
interpretar la realidad del mundo que nos rodea. Con la cultura podemos despejar un poco de
ese misterio que somos cada hombre. La cultura enriquece al hombre, le lleva a profundizar
en sus raíces y en su historia. La cultura nos pone sobre la pista de nuestro pasado, nos hace
valorar lo que ha sido nuestra andadura sobre la tierra –la nuestra personal y la de toda la
historia del hombre–, y nos empuja –si es verdadera cultura– hacia la verdad y, por ella, hacia
la libertad.
—Pero supongo que la cultura de un hombre no se improvisa. Para llegar a tener un
pensamiento y unas valoraciones profundas y acertadas, será preciso dedicar mucho tiempo y
esfuerzo.
Tiempo y esfuerzo, y también acierto, puesto que ser culto no es tanto saber muchas cosas
como tener una explicación coherente, y en clave de verdad, de lo que es el hombre y el
mundo que le rodea.
Lo importante no es tener muchos conocimientos, sino que esos conocimientos nos ayuden a
dar una respuesta acertada a los problemas nuestros y de quienes nos rodean. Porque, de lo
contrario, ¿de qué nos sirve tener muchos conocimientos, si luego resultan fragmentarios y
contradictorios, si no sabemos la verdad que pueda haber en ellos? Sin un criterio de verdad,
la multiplicidad de conocimientos desemboca en una erudición simple y ramplona, pero no
en una verdadera cultura. Cultura es todo y sólo aquello que ayuda al ser humano a ser
plenamente hombre.
El término cultura viene del latín, del verbo colere: cultivar. Su empleo era metafórico, y es
Cicerón quien insiste en que al igual que una tierra sin cultivar, por buena que sea, sólo
produce abrojos, el espíritu del hombre necesita ser ejercitado para producir los frutos que le
son propios.
Y para cultivarse cada día un poco más, el hombre ha de tener un proyecto mínimamente
definido. Cada uno ha de buscar una síntesis personal de sus intereses y necesidades
culturales, y de este modo contribuir a forjar conscientemente su propia personalidad y su
actitud ante la vida. Sólo así podrá superar la seductora mediocridad de esas subculturas
superficiales y masificadas que a veces parece que se nos quieren imponer, con una sutil y
terca persistencia, y contra las que es preciso oponer una auténtica búsqueda que nos sirva
para aprehender la realidad, vivir en ella y saber a qué atenernos.
La verdadera cultura
ha de servir para
interpretar correctamente la vida.
La verdadera cultura ha de hacer la vida más humana, ha de hacernos descubrir sus
posibilidades más genuinas y apuntar a sus más auténticas aspiraciones. El hombre no se
agota en su biología, sino que tiene todo un mundo interior: puede ser sabio o ignorante,
cultivado o tosco, lleno de luces o cubierto de sombras, ordenado o caótico, coherente o
ilógico, puede buscar la verdad o intentar de algún modo sobrevivir en el sórdido mundo del
error, la ignorancia o la mentira.
Cultivar el propio mundo interior tiene siempre su consiguiente reflejo en el exterior de cada
persona. Y no sólo en su carácter, sino hasta en lo aparentemente más inmotivado del porte
externo: la mirada, los gestos, el rostro, el mismo tono de la voz; todo eso es matizado,
vivificado y mediatizado por el propio talante personal, por la propia forma de ser, que nace
de lo más profundo del hombre: allí es donde al hombre se le presenta la apasionante
oportunidad de cultivarse, de proyectarse, de hacerse a sí mismo.
Por eso, un buen camino para mejorar el propio carácter es enriquecer el propio mundo
interior. Así, lo que de ese mundo interior salga luego al exterior se parecerá lo más posible a
lo que uno anda buscando.
—Pero a veces parece que la cultura se promociona demasiado a golpe de marketing, y que
los medios de comunicación imponen mucho las modas y hacen como de filtro del gusto
mayoritario.
Precisamente por eso conviene presentar una cierta resistencia a esos embates del marketing
cultural. Y como no sirve de mucho añorar tiempos mejores (que además quizá nunca
existieron), lo mejor es –como sugiere Ignacio Aréchaga– resistir a esa uniformización con
métodos más plurales de selección: en vez de guiarse sólo por la lista de best-sellers, perder
tiempo hojeando libros en las librerías y compartiendo los hallazgos con gente cuya opinión
valoramos; no sentirse raro por elegir una película recomendada de boca a oreja, en vez de
aquella otra promocionada al alimón en todos los dominicales; o descubrir ese programa de
televisión que aporta algo, aunque esté permanentemente expulsado del prime time.

Cabezas bien hechas, no bien llenas


Con el saber, entendido como un serio compromiso de búsqueda de la verdad, vienen siempre
al hombre grandes bienes.
La ignorancia, por el contrario, está casi siempre en el origen de los comportamientos
autoritarios, de los conflictos absurdos, de las descalificaciones necias, de los insultos y las
agresiones. La ignorancia es simplificadora, drástica en sus afirmaciones, amiga de trivializar
y poco aficionada a matices o aclaraciones.
Sócrates decía que
lo peor del ignorante
no es que no sepa,
sino que no sepa que no sabe.
Por eso, ganar terreno a la ignorancia –sobre todo a la no reconocida, que es la más
peligrosa– es uno de los grandes retos para la vida de cualquier sociedad, de cualquier
institución, de cualquier familia, de cualquier persona.
—Para ganar terreno a la ignorancia será preciso mejorar la formación, pero habría que
precisar primero cómo debe ser una buena formación.
Una buena formación –apunta José Antonio Ibáñez-Martín– no puede reducirse a un simple
enciclopedismo, a almacenar datos en la cabeza.
Educar es formar
cabezas bien hechas,
no bien llenas.
Una buena formación exige en primer lugar un conjunto de conocimientos que permita
mejorar cualitativamente nuestra existencia. No se trata de almacenar datos, sino de lograr un
conjunto de saberes bien estructurado: unos amplios conocimientos de la propia especialidad
profesional, junto a un deseo universal de tener un mínimo de iniciación a otros saberes.
En segundo lugar, es preciso buscar la formación del juicio: de ese juicio que en ciencia
significa espíritu crítico y método, que en arte se llama gusto, y que en la vida práctica se
traduce en discernimiento y lucidez.
Junto a esa formación en los conocimientos y en el juicio, es preciso añadir, en tercer lugar, el
ejercicio de las virtudes individuales y sociales, así como el cultivo de otras dimensiones
humanas, porque bien sabemos que para vivir con acierto no basta con el conocimiento.
Los hombres de bien
no se identifican simplemente
con los que saben ética,
ya que luego
hay que ponerla en práctica.
La formación debe despertar en lo más profundo del corazón del hombre una atracción hacia
los valores. Debe descubrir la vida como un proyecto que parte de una plataforma que no
hemos escogido, pero que discurrirá por los cauces que nos marquemos.
Como afirmaba Ortega,
la vida nos ha sido dada,
pero no nos ha sido dada hecha.
Platón, por ejemplo, aseguraba que el objetivo de la educación es la virtud y el deseo de
convertirse en un buen ciudadano, e insistía en que no puede calificarse de educativa una
tarea orientada a transmitir conocimientos que no vayan acompañados de la razón o la
justicia. Séneca también señalaba que una buena educación ha de dotar a la persona de una
sólida contextura moral, que le haga avanzar en la adquisición de la ciencia del bien y del
mal.
La formación ha de ayudar a orientar rectamente el uso de la libertad. Y esto exige primero la
enseñanza del bien y después el aliento para ponerlo por obra mediante un responsable
compromiso personal:
Lucidez para ver lo que debemos hacer
y fuerza para querer hacerlo,
pues los hombres no somos
como unas máquinas
que basta con programar.
Junto al desarrollo de la inteligencia debe estar la consolidación de la voluntad y la educación
de los sentimientos.
—Y supongo que gran parte de ese aliento al que te refieres debe estar en el buen ejemplo
que se recibe.
El ejemplo es, sin duda, muy importante. Pero lo verdaderamente decisivo es que ese buen
ejemplo nos lleve a un compromiso personal por avanzar en ese camino. Un camino que
requiere esfuerzo, sentido del deber, disciplina personal y sacrificio.
—Pero deber, disciplina y sacrificio suenan un poco a antiguos estilos voluntaristas...
No se puede negar la necesidad de purificar alguno de estos conceptos para descontaminarlos
de ciertos resabios negativos que les han dado un aire frío, rígido y pasivo. Son términos que
se han empleado muchas veces en un contexto muy poco educativo, es verdad, pero eso no
puede llevarnos a minusvalorar la importancia del esfuerzo, pues sin él casi nada valioso
puede lograrse, ni en la vida intelectual ni en la moral.

Capítulo 9:UNA PROGRESIVA COLONIZACIÓN DE NOSOTROS MISMOS


Independencia y formación
Apertura y receptividad
Cuidado del espíritu
El peligro de la trivialidad
Forjar el carácter: el león y la gacela

Quienes viven en armonía con su conciencia


muestran siempre un semblante atractivo.
Aleksander Solzenytsin
Independencia y formación
—De todas formas, hay gente que piensa que formar a otros en unos valores supone una
imposición de esos valores. Dicen que debería ser cada uno quien reconozca los que le
interesen; que formar a otros en unos valores determinados es forzar a las personas,
ahormarlas, someterlas a una influencia más o menos autoritaria y, en esa medida, destructora
de la originalidad personal.
Sin embargo, parece claro que toda nuestra existencia está tejida con aportaciones de los
demás, y que sería ridículo querer eludir de modo absoluto su influencia. Basta pensar en el
proceso que sigue cualquier persona desde su nacimiento: el hombre viene al mundo como el
más desvalido de los vivientes, incapacitado para casi todo durante largos años; y así como su
desarrollo corporal no se produce sin una alimentación proporcionada por otros, algo
parecido ocurre con su inteligencia, cuya potencialidad se desarrolla mediante la influencia
de los demás, una influencia que –al menos durante los primeros años– resulta totalmente
imprescindible. De hecho, los escasos ejemplos conocidos de niños que se criaron de modo
salvaje, al margen de la civilización, muestran a las claras esa realidad.
Los más recientes estudios acerca de los factores que influyen en el desarrollo de la
inteligencia –vuelvo a glosar al profesor Ibáñez-Martín–, coinciden en otorgar un
considerable valor, al menos estadísticamente hablando, al medio cultural en que se ha
vivido. El hombre apenas puede progresar en su propia vida, intelectual o moral, sin ser
auxiliado por la experiencia colectiva que han acumulado y conservado las generaciones
pasadas. Podría decirse que la sociedad atesora el pasado, y que gracias a ella en el hombre
hay progreso e historia.
La pretensión de que todas nuestras acciones fueran realizadas de modo absolutamente
autónomo y personal, significa desconocer la limitación del hombre. La búsqueda de la
absoluta autonomía personal llevaría a una existencia empobrecida y agobiante, e incluso
irracional en la medida en que sólo admitiría soluciones originales, renunciando
sistemáticamente a todas las comprobadas y claras realidades que la humanidad ha ido
acumulando a lo largo de los siglos.

Apertura y receptividad
Es un triste error pensar que cualquier cosa que hagamos, para que sea verdaderamente
personal, debe hacerse de modo totalmente original y solitario, ajeno a toda influencia o
colaboración.
Como si cualquier influencia
atentara de inmediato
contra nuestra personalidad.
Eso supondría confundir el hecho de tener personalidad con adoptar una actitud de
autosuficiencia y absolutez, que es un desatino de los más frustrantes en que se puede caer.
—Pero en esto puede haber grados, y siempre será bueno dejar un margen amplio a la
creatividad personal...
Por supuesto, aunque cuidando cada uno de procurar no confundir la creatividad con esa
vanidad pseudoinfantil que a algunos les hace pensar que están llamados a introducir
novedades geniales en todo lo que hacen, y que además lo lograrán partiendo únicamente de
sí mismos, sin contar con aportaciones ajenas.
—Desde luego, eso sería confundir la espontaneidad con la sabiduría.
La verdadera creatividad precisa siempre de un equilibrio: no es ni el originalismo necio de
quien busca llevar la contraria a todo lo establecido; ni la producción serializada y gris de
quien es incapaz de introducir una aportación personal en nada de lo que hace; ni tampoco el
originalismo mimético de esa gran oleada de mediocres que suele seguir a los verdaderos
creadores, imitando ingenuamente su estilo sin llegar a captar su sustancia.
—Entonces, volviendo a lo de la influencia de los demás en nuestro desarrollo personal, ¿qué
crees que corresponde a uno mismo en esa tarea?
Ninguno nos hemos dado a nosotros mismos la vida, ni hemos determinado las características
de nuestra personalidad. Sin embargo, a nosotros corresponde desarrollarla.
La plena realización de nuestra
personalidad es como
una progresiva colonización
de nosotros mismos.
Y para lograrlo, no tiene por qué ser obstáculo el hecho de ser ayudado por otros, es decir,
recibir estímulo, consejo, ánimo, ejemplo.
—Bien, pero también existe el peligro de que ese consejo acabe transformándose en una
cierta dominación por parte de otra persona...
Naturalmente, y por eso una cosa es recibir ayuda, hacer uso de esa segunda mano que se nos
ofrece, y otra muy distinta es convertir nuestra vida en una existencia de segunda mano. Son
cosas bien distintas, y de una no hay por qué pasar a la otra.
Podríamos compararlo a lo que sucede con otros fenómenos humanos como, por ejemplo, el
lenguaje. El lenguaje puede parecer que coarta la libertad porque obliga a usar un repertorio
estereotipado. Sin embargo, hay una enormidad de posibilidades de expresarse: basta ver, por
ejemplo, la diferencia que hay entre un buen orador y quien habla torpemente.
De la misma manera, recibir de otros una buena formación es muy distinto a ser dominado y
manipulado por ellos. Es evidente que el hombre puede abdicar de su personalidad allí donde
debía mantenerla, de modo que esa ayuda deje de ser una colaboración para transformarse en
una dictadura, pero eso sería una perversión –o al menos una trivialización– del recto sentido
que tiene el hecho de formarse.
—¿Y dónde está el límite entre una influencia realmente formadora y legítima, y otra que
fuera autoritaria e invasora?
Para que esa influencia sea legítima, es preciso que busque formar una auténtica interioridad
en aquellos a quienes se dirige. Una interioridad que, entre otras cosas, pueda resistir a las
tendencias superficializadoras y dispersoras de cada época. Un sólido núcleo personal que no
deje a la persona a merced de los vaivenes de la moda del mundo del pensamiento.
Por otra parte, tener una notable autonomía personal no está reñido en absoluto con mostrar
una conveniente receptividad, es decir, una apertura de mente que busque un constante
enriquecimiento personal gracias a las aportaciones de los demás. Una receptividad que,
como es natural, debe mostrarse solamente ante quien merezca esa actitud, y que no ha de ser
pasiva sino activa, tanto en la búsqueda de las opiniones que nos merecen autoridad como en
el esfuerzo por mantener después una actitud despierta ante ellas. Para lograrlo resulta
preciso superar el orgullo y la pereza, mantener la necesaria frescura de imaginación y
proceder con una cabal aceptación de las exigencias de la verdad que vayamos percibiendo.
Y quien asume la tarea de formar, ha de procurar siempre hacer pensar, pues formar no es
modelar desde fuera el espíritu del otro a nuestra imagen y semejanza.
Formar es
despertar en su interior
al artista latente que esculpirá
desde dentro su obra.
Y eso aunque el resultado sea una obra imprevisible para nosotros, e incluso extraña a
nuestros deseos. Mediante la formación no tratamos de conseguir la realización de unos actos
determinados, ni buscamos simplemente transmitir unos criterios de conducta, por acertados
que estos fueran. Se trata de buscar en cada persona el desarrollo más plenamente humano de
sus capacidades, de modo que de ahí fluya con naturalidad un modo de ser y de actuar acorde
con la formación que se ha ido asimilando.

Cuidado del espíritu


Todos tenemos un conjunto de verdades y de valores que nos inspiran, unas creencias que
dan sentido a nuestra vida; y la gran mayoría de las personas tienen, además, una fe que llena
de luz su existencia. En todo caso, siempre hay un espíritu que cultivar, y cuya renovación y
cuidado exige una dedicación de tiempo.
—Supongo que se trata de otra de esas muchas ocupaciones del famoso cuadrante II, que no
apremian con urgencia pero son realmente importantes.
En efecto, aunque en este caso habría que decir que son algo más, puesto que no son
simplemente ocupaciones –aunque las supongan–, sino sobre todo algo que ha de impregnar
por completo nuestra vida.
Ese cuidado del espíritu requiere –para que no quede en algo vago y genérico– una
dedicación periódica de tiempo lo más concreta posible. Un tiempo en el que trabajamos por
renovarnos, por refrescarnos, por revisar nuestro compromiso con las verdades que nos
inspiran (en el caso de la fe, además, una exigencia de trato personal con quien nos ha creado
y a quien debemos todo).
Cultivar nuestro espíritu
requiere tiempo,
y es un tiempo importante,
pues las más grandes batallas
de nuestra vida se libran cada día
en el silencio del alma.
Si ganamos esas batallas, si resolvemos bien esos conflictos interiores, obtendremos esa paz y
esa satisfacción interior que tanto necesitamos.
—¿Recomiendas entonces algún tipo de preparación psicológica para alcanzar la paz con uno
mismo?
Diría más bien que tendremos esa paz cuando nuestra vida esté en armonía con los principios
y valores que la rigen, y cuando esos valores sean acertados.
—O sea, cuando tengamos tranquila la conciencia.
Ya que lo dices, sí. La conciencia percibe la congruencia o incongruencia de nuestra
conducta, y nos invita –si está bien formada– a elevarnos hacia la verdad moral, por la senda
de la libertad y la sabiduría. Por eso la formación de la conciencia es tan decisiva para
cualquier persona.
Formar bien la conciencia exige un deseo eficaz de hacerlo –leyendo, pensando, comentando
con otras personas–, y exige, sobre todo, esforzarse por vivir en armonía con ella. Porque así
como el exceso de comida o la falta de ejercicio pueden estropear la buena forma de un
atleta, el hecho de actuar en contra de la verdad moral llena de oscuridad nuestra sensibilidad
interior y embota nuestra conciencia.
—Me parece que hay mucha gente que no se preocupa por formarse porque no tiene mayores
aspiraciones. Se conforma con su nivel, y le parece que es suficiente para los problemas que
se le plantean.
Sin duda, pero esas actitudes tan conformistas encierran serios peligros. No luchar por la
propia superación equivale a entregarse en brazos de la pasividad, renunciar a muchas
realidades a las que estamos llamados y, en consecuencia, arriesgarse a hipotecar seriamente
la vida.
Hay que pensar, además, que algún día, quizá dentro de muchos años, o quizá dentro de
pocos, nos encontraremos con dificultades mayores que las actuales, o nos sentiremos
angustiados ante decisiones, reveses o tentaciones verdaderamente duras. Pero la lucha real
por superar esa situación futura está en buena parte aquí y ahora. Con nuestra vida de ahora
estamos condicionando en buena parte si el día que lleguen esas dificultades extraordinarias,
fracasaremos miserablemente o las superaremos.
Es preciso prepararse
mediante un proceso constante
de mejora personal.

El peligro de la trivialidad
Las cosas son, con frecuencia, bastante más complejas de lo que a primera vista parecen. Es
preciso tener en cuenta matices y detalles que, si no se valoran, muchas veces desfiguran la
realidad.
La trivialización
es un peligro constante.
Y podría decirse, como ha escrito Messori, que la verdadera cultura consiste precisamente en
adquirir el sentido de la complejidad de las cosas, en rehuir las simplificaciones, en respetar
el misterio que hay detrás de toda apariencia.
Sin problematicismos patológicos,
hemos de procurar
ser lo suficientemente lúcidos
para profundizar en la realidad
sin empobrecerla.
Para lograrlo, es importante –entre otras cosas– leer mucho y con acierto: es ese uno de los
mejores modos de abrirse a lo que han expuesto con brillantez los más grandes pensadores,
de poder entrar en las mejores cabezas del presente y del pasado.
Siempre está la excusa de la falta de tiempo, pero si uno sabe organizarse, siempre se puede
quitar tiempo a otras cosas menos productivas. Y empezar quizá por un libro al mes, para
procurar pasar luego a dos –no es tan difícil como parece–, o incluso a más.
—También en esto, creo que si muchos no leen más es, simplemente, porque no tienen
mayores inquietudes.
Por eso, fomentar el deseo de saber es lo que puede introducirnos de una vez por todas en el
mundo de la lectura, tan necesaria para no ir por la vida a tientas. Una lectura atenta y
reflexiva, puesto que la sabiduría no surge ordinariamente por generación espontánea.
—Pero supongo que no todos los libros han de exigir una lectura analítica y reflexiva.
Todos no. Como decía Francis Bacon, hay libros para probar, libros para tragar, y otros, muy
pocos, para masticar y digerir. Lo que sería una pena es reducirse sólo a los de evasión o
entretenimiento.
—De todas formas, también la lectura se puede convertir en una adicción, y es bien conocido
que el exceso de información nubla la inteligencia y favorece la pedantería.
Si la lectura es indiscriminada y errática, existe ese peligro. Por eso decíamos antes que no se
trata de un simple acopio de lecturas, sino de buscar el modo de comprender mejor el mundo,
a los demás y a uno mismo.
Por último, cabe añadir que otra actividad que contribuye a mejorar nuestra claridad mental
es la escritura. Escribir ayuda a tender puentes con algunas zonas menos exploradas de
nuestra mente, destila y cristaliza el pensamiento, nos facilita expresarnos con más precisión,
glosar nuestras ideas con un poco más de método y de contexto, razonar con más rigor y
hacernos comprender mejor.

Forjar el carácter: el león y la gacela


«Imaginen ustedes la escena...», decía pausadamente Fred Smith, al inicio de una conferencia
en Tennessee (USA) hace unos años.
»Sitúense en la sabana africana, a orillas del lago Victoria, por ejemplo.
»Una gacela se despierta por la mañana, con la salida del sol, y piensa: "Hoy tengo que correr
más que el más rápido de los leones, si no quiero acabar devorada por uno de ellos".
»A pocos kilómetros de allí, se despierta también un león, e inicia su día pensando: "Si no
quiero morir de hambre, hoy tengo que correr al menos un poco más que la más lenta de las
gacelas".
Smith hace una pausa más larga, y, dirigiéndose al auditorio, concluye:
»No sé si el papel de cada uno de ustedes en su vida es ahora el de león o de gacela. Pero, en
cualquier caso, por favor, ¡corran!».
Aunque en aquel momento Smith se refería al fenómeno de la competencia en los mercados
financieros, podemos aplicar esa imagen al esfuerzo por la mejora personal del carácter. En la
vida de cualquier persona sucede algo semejante. Nos puede parecer que las circunstancias en
que vivimos son duras, incluso crueles, como esa sabana africana en la que hay que estar
siempre corriendo para lograr comer y no ser comido.
Ante esa coyuntura, tan real como la vida misma, podemos dedicarnos a pensar en el porqué
de nuestra situación, o en la causa de todo lo que nos sucede, o en lo que sea...; y
seguramente serán reflexiones positivas, pero lo que no podemos hacer, mientras, es dejar de
correr.
—¿Y eso no se contradice un poco con todo lo que has dicho antes sobre las sinergias y sobre
la necesidad de superar los planteamientos innecesariamente competitivos?
Es preciso buscar sinergias, y superar los planteamientos innecesariamente competitivos,
ciertamente, pero eso no quita que la vida suponga un reto permanente, que exige un esfuerzo
y una exigencia constantes.
De hecho, la mayor parte de los fracasos humanos son causados por una precipitada
cancelación del esfuerzo, porque uno admite demasiado pronto que no es capaz de resolver
un problema, o que el problema no tiene solución.
En estas páginas hemos tratado muchas cuestiones sobre las que quizá conviene reflexionar
con hondura, porque son cosas importantes, necesarias, incluso decisivas. Pero lo que no
podemos hacer es dedicarnos plácidamente a pensar en ellas y dejar de correr: o sea, no
podemos dejar de poner esfuerzo en las cosas.
Hay que esforzarse, espabilar, correr...; tanto si pensamos estar en el papel del león (peleando
por alcanzar un objetivo), como si nos vemos más bien en el puesto de la gacela (intentando
evitar un desastre). La vida es así, qué le vamos a hacer.
—Pero tampoco el león y la gacela pasan el día en una carrera continua...
En efecto, y por eso tampoco sería exacto decir que la vida es una simple y extenuante
carrera, puesto que lo que importa no es simplemente ir más rápido o ganar más tiempo.
Lo que importa es
nuestra capacidad
de acertar en la diana.
Y es verdad que hay muchos periodos más tranquilos, de cierto respiro, de mayor calma, pero
también hay otros momentos de largas carreras, en los que todo parece muy difícil, y
podemos llegar a estar cansadísimos, y desanimarnos.
Son ocasiones en las que notamos el desgaste de un esfuerzo continuado en determinada
dirección, y la tentación que nos acecha es muy sencilla: dejar de correr.
Cuando esto sucede, hemos de pensar que, como el león o como la gacela, es preciso seguir
corriendo si es que queremos sobrevivir. En eso la vida no va a cambiar. Bueno, mejor dicho:
cambiará si nos paramos, porque ese será el principio del fin.
Forjar con acierto el propio carácter no es una tarea fácil ni rápida. Sin embargo, es posible y
asequible a cualquiera, y, sobre todo, es decisiva para el resultado de nuestra existencia.
Es preciso centrar nuestra vida en principios y valores acertados, pero después hay que
cultivar con paciencia esa buena simiente, sin desfallecer.
Hay que irrumpir con decisión
en esas zonas cómodas y oscuras
de nuestra vida, donde buscan cobijo
nuestros errores y debilidades,
para arrancar de allí la maleza
y lograr que no gane terreno en nuestra vida.
Si acometemos esa tarea con empeño, constancia y deportividad, en poco tiempo nos
sorprenderemos del resultado.

para recordar...
Forjar con acierto el propio carácter
es decisivo para el resultado de la vida.
No es una tarea fácil ni rápida,
pero trae muchas satisfacciones.
Es preciso cultivarse,
renovar un deseo permanente de aprender,
prepararse mediante un proceso constante
de mejora personal.
para pensar...
Nada como el intento inmoderado
de escapar de la dureza de la vida
hace dura la vida.

La pereza es un enemigo formidable.


Es como una droga,
que te adormece,
te calma el rechazo al esfuerzo,
pero te despiertas mucho peor.
Con el tiempo, estás peor siempre.
para ver...
§ Titanes (Boaz Yakin).
§ El camino a casa (Zhang Yimou).
§ Trece días (Roger Donaldson).
para leer...
§ José Antonio Ibáñez-Martín, Hacia una formación humanística, Ed. Herder.
§ Miguel Ángel Martí, La intimidad, Ed. Eunsa.
§ Antonio Jiménez Guerrero, Enseñar a pensar, Col. Hacer Familia nº 69, Ed. Palabra.
para hablar...
Mantener una conversación entre los padres, o con otro matrimonio, sobre cómo lograr en la
casa un mayor ambiente cultural y de interés por las humanidades.
Comentar en un rato de tertulia familiar las películas que se ven, lo libros que se leen, los
eventos culturales a los que se asiste, etc.
para actuar...
SITUACIÓN:
Los padres de Luis están preocupados. Advierten en su hijo una cierta insustancialidad de
fondo que les inquieta. Ven que su cabeza está ocupada casi siempre por la música, el fútbol,
las modas de cada momento... y poco más. Es cierto que siempre ha sido buen estudiante,
pero ahora parece que está dejando de serlo. Dice que no se concentra, que le aburren todas
las asignaturas, que este año ha tenido muy mala suerte con los profesores, que son todos
insoportables.

OBJETIVO:
Superar esa insustancialidad.
MEDIOS:
Fomentar intereses y aficiones de mayor nivel.
MOTIVACIÓN:
Hacerle ver el atractivo de ser una persona cultivada, y del mismo hecho de cultivarse.
HISTORIA:
Los padres de Luis ven que su hijo apenas lee, que no le preocupa la actualidad, ni la historia,
ni el pensamiento. Comprenden que una persona así tendrá serios problemas a medio o largo
plazo, si no cambia.
Es la madre quien más insiste en que no pueden permanecer pasivos: “Hemos de hacer algo
para que se ilusione con cosas un poco más altas, con más contenido. Tiene 16 años, y no
podemos dejar que esto siga así, porque va a más”.
Su marido es bastante escéptico respecto a ese empeño: “Si no le interesan esas cosas, poco
podemos hacer. La gente joven de hoy es así. Ya madurará”. Pero ella no está de acuerdo:
“No podemos quedarnos tranquilos pensando que la culpa es suya por no interesarse por esas
cosas: nuestro reto es interesarle por esas cosas”.
Finalmente estuvieron de acuerdo en hacer algo. Pensaron que, para ser sinceros, los
primeros culpables eran ellos, pues llegaban los dos muy cansados de trabajar, y el poco
tiempo libre que tenían lo dedicaban a ver la televisión. Tuvieron la honradez de reconocer
que ellos mismos ponían poco empeño en cultivarse y, en el fondo, vivían de las rentas.
Además, pensaron que no basta con decir a los hijos que lean, que se organicen, que se dejen
de tonterías... Tenían que ir ellos por delante, porque de otra manera sería difícil cambiar las
cosas.
Se propusieron hacer que en la casa hubiera un tono más alto, que se trataran más cuestiones
de tipo cultural, temas de cierta envergadura, que dieran una mayor amplitud de miras.
Empezaron por encender la televisión sólo para programas concretos de interés, y apagarla
luego enseguida.
Compraron libros, pero poco a poco, y asegurándose de que fueran interesantes y asequibles
a un tiempo, pues no querían limitarse a recomendar genéricamente la lectura, sino
recomendar títulos concretos; y veían que si fallaban en los primeros consejos bibliográficos
perderían su prestigio como promotores de la lectura.
Procuraron poner imaginación para hacer planes culturales. Querían hacerlos con sus hijos, y
organizarlos con ellos, pero sin dárselos hechos. Al principio parecía difícil encontrar ideas
del gusto de todos, pero con un poco de observación, y gracias a las conversaciones que
empezaron a surgir desde que la televisión estaba más callada, fueron saliendo a la luz
algunas aficiones e intereses de los hijos, que estaban latentes pero tenían fuerza. Tirando de
esas inclinaciones, poco a poco, salieron planes muy diversos: viajes culturales, visitas a
exposiciones, hobbies constructivos, etc. De esos planes, así como de las lecturas de todos, y
de las tertulias que formaban para comentar cada película después de verla, salían siempre
conversaciones e ideas interesantes.
Todos se dieron cuenta –y quizá los padres fueron los más sorprendidos– de que eran buenos
modos de descansar, de mejorar la cultura y de preocuparse de los demás.
RESULTADO:
En algún momento pensaron si estaban exagerando, pero pronto se dieron cuenta de que era
difícil que ese fuera el problema. El nivel tiende a bajar solo, y el problema suele ser la
constancia en mantener la línea emprendida.
Al cabo de unos meses había mejorado mucho el ambiente de la familia, con un resultado
palpable en los resultados académicos de los hijos y en el enriquecimiento mutuo de todos.

GUÍA DE TRABAJO INDIVIDUAL


Una vez concluida la lectura del libro y obtenida una idea global de su contenido, es quizá
momento adecuado para profundizar personalmente en aspectos concretos que puedan
llevarnos a un mejor conocimiento propio y una mayor superación personal.
Una primera sugerencia es ir releyendo cada capítulo con la idea previa de tener luego que
explicarlo de modo resumido a otra persona. Cuando se lee pensando en comentar luego con
otro, la lectura suele ser muy distinta, pues se desarrolla más la motivación, la comprensión
se hace más profunda y se recuerda mejor lo que se lee.
Mantener una conversación sobre la mejora del carácter, compartir con otras personas esa
preocupación por reflexionar con hondura sobre estas cuestiones, buscando un intercambio
de razones y de respuestas, resultará habitualmente enriquecedor para todos: se aportan
nuevos matices y puntos de vista, se diluyen o desaparecen percepciones negativas que a
veces se tienen de esas u otras personas (que tantas veces responden a un insuficiente
conocimiento de ellas), y se demuestra ante los demás la propia voluntad de cambio.
Es recomendable ir haciendo un esquema, y anotar también quizá los puntos de especial
acuerdo o desacuerdo personal con el texto (el autor agradecerá mucho recibir cualquier
observación, dirigiéndose a la editorial o a aaguilo@edicionespalabra.es).
Se propone, como guía para desarrollar un trabajo individual a partir de este libro, plantear
una serie de conversaciones en el seno de la familia, o de un grupo de amigos o conocidos,
sobre algunos de los puntos que consideren de más interés entre los tratados a lo largo del
libro, como por ejemplo:
§ Definir con cierto detalle el propio proyecto personal de vida, detallando los valores y
principios fundamentales y evaluando hasta qué punto ahora mismo ese proyecto está a
merced del azar, la moda o las circunstancias.
§ Imagínate en tus bodas de oro, o en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu
jubilación. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en ese momento, en
cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de trabajo, y cuál quieres ahora que
sea.
§ Piensa cuáles son los rasgos principales de tu carácter –o de tu cónyuge, o tus hijos–, y
cómo corregir sus defectos y potenciar sus cualidades. Repasa, por ejemplo, los siguientes
puntos:

—Dominio propio. Constancia. Capacidad de resolución. Generosidad.


—Estabilidad de ánimo. Capacidad de superar los propios errores.
—Orden, previsión y capacidad de organizarse. Saber decir que no.
—Capacidad de contar con los demás y de trabajar o actuar en equipo.
—Equilibrio y flexibilidad. Cordialidad. Afabilidad.
—Confianza y capacidad de relación con los demás.
—Descubrir y potenciar sinergias en la relación personal.
—Capacidad de escuchar y de comprender. Lealtad. Sinceridad.
—Determinar posibles barreras a la comunicación.
—Afán de cultivarse y mejorar la propia formación.
—Acierto y constancia en el esfuerzo por mejorar el carácter.
De esta manera, haciéndose preguntas que nos lleven a una comprensión más profunda de lo
que supone mejorar el carácter, todas esas ideas se irán contrastando hasta llegar a una
síntesis personal de los puntos que cada uno considere más decisivos. Puede ser interesante,
con el fin de ayudar a fijar y madurar las ideas, poner por escrito la línea argumental básica
de cada respuesta. Para cumplimentar la guía de trabajo individual, deben elegirse al menos
la mitad de esos temas.

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